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El hombre que escupió el volcán.

Capítulo Cinco

Año 1366 de nuestra Era. Califato Dulamah. Norte de África.

Los ‘almohades’ se llamaban así porque eran «los que reconocen que Alláh es un solo Dios». En
la parte africana que pegaba al Mediterráneo, eran sobrevivientes de los que, un siglo antes, habían
habitado la Península Ibérica. Con apoyo de las tribus bereber, habían logrado expandirse en un
amplio territorio en torno a la Cordillera del Atlas, en Marruecos.

Habían heredado de Abu Abdallah (siglo XI) la necesidad de unir ciencia y religión; que a Dios se
le puede conocer por medio de la razón, y que Dios no es un ente humano, sino que el hombre posee
ciertos atributos divinos, aunque muy imperfectos, mientras que Alláh es absolutamente puro e
indefinible, y solamente puede conocérsele por medio de una relación personal con Él. Habían
desarrollado un Sistema Teocrático tal, que, si bien todo lo dirigían hacia Dios, por encima de todo
recurrían al bien común y la mayor gloria de Dios, como base para cualquier decisión.

No faltaban quiénes eran influenciados por las facciones más radicales del islamismo (los
‘benimerines’, ahora alejados de los cristianos que en su tiempo les habían ayudado a conquistar
territorios), las cuales no cesaban de promover una conversión ‘bajo amenaza’, obteniendo no pocos
adeptos con sus técnicas intimidatorias, además de un buen número de asesinatos “en nombre de
Alláh”, aunque para éstos no era la razón y la gloria divina su motivación verdadera, sino el poder y
la manipulación.

Abdel Hamíd Mahomar Al Kafati era un hombre creyente (no se podía ser impío y seguir vivo),
pero muy ‘a su manera’. Era un guerrero invencible en el combate cuerpo a cuerpo. Tenía fama, no
obstante, de ser un hombre práctico, conocedor de las Matemáticas a profundidad, y embajador de las
artes y las culturas árabes a lo largo de la costa norafricana, así como en el territorio de al-Andalus
(la actual Andalucía, al sur de lo que es España), donde tanto respeto había ganado. Contaba con un
equipo de colaboradores artesanos que eran sumamente cotizados: Aiman (significa ‘Bendito’), el
herrero; Basil (‘León’), el carpintero; Zaqib (‘Inteligente’), el alfarero, y Hardan (significa
‘Enfadado’), el pedrero, que eran su mano derecha, cada quien con su propio equipo de trabajo, tanto
humano como material.

Había participado nueve años atrás en la Batalla de El Salado, bajo las órdenes de Abu El Hassan
(quien acababa de morir, según le informaron), ello en tierras hispanas, donde los ibéricos les
derrotaron, y ahora el hijo de Hassan, Abu Inan (que era un traidor), había logrado alzarse con el
poder en ambas costas, la española y la magrebí, y su Califato Dulamah era más poderoso en la parte
africana. Abu Inan nombró a nuestro hombre Visir, o Primer Ministro.

Pero Abdel Hamíd Mahomar no era un hombre de mando, y pensaba que podría decepcionar a
quien lo postulaba (sin rechazar) al envidiable puesto de Visir. Sin embargo, aceptó por el simple
hecho de acrecentar la cultura árabe, tan rica, tan llena de bendiciones para quien la practicara y
promoviera.

Cerca de la actual Mechta Kharba, el Visir había erigido una ciudadela bellísima, muy al estilo de
los castillos que había conocido en Roncesvalles (Francia), pero con motivos árabes propios, rodeado
de otros castillos más de estilo mozárabe, cerca de un lago que no mediría más de 3 millas de largo,
casi un milagro en medio de la sequedad del desierto, rodeado de otras fortalezas, donde alojaba los
ejércitos que el Califa había puesto a su cargo, haciendo de aquella una ruta obligada entre el Gran
Desierto (Sáhara) y el Gran Mar (Mediterráneo), así como entre Oriente y Occidente. El Califa Inan
le había sugerido instalarse en la Costa, pero Abdel Hamíd conocía bien la mezcolanza de razas y
culturas de la región, y prefería actuar siendo una especie de ‘catalizador’ entre todos ellos. Además,
pese a todo, aquel lugar era rico en agua en el subsuelo, por lo que no era necesario recurrir al
acarreo desde el lago, que estaba rodeado de acantilados y playas, y que era más bien un lugar de
esparcimiento, aunque se estaba secando poco a poco.

Las ciencias y el amor por el uso de la razón crecieron bajo el gobierno de Hamíd Mahomar, así
que su pueblo le respetaba y quería. La región aquella se llamaba Rabhiya, que significa ‘Jardín’, y la
fortaleza-castillo que erigió el Visir se llamaba Rafiya (el nombre árabe para ‘poderosa’ y ‘elevada’).

No lejos de allí, empero, vivía un pequeño grupo


de monjes cristianos, a los que todos respetaban y
con quienes no pocos acudían a escuchar su
sabiduría y, además, recibir su afecto. Estos monjes
vestían de color gris-oscuro, y no se diferenciaban
demasiado (vistos de lejos) de los bereber o
amazigh; bueno, sí, éstos cabalgaban sobre
dromedarios, camellos y caballos principalmente,
mientras que los monjes iban a pie. Ambos podían
usar capuchas, pero los árabes llevaban turbantes
contra las inclemencias del Sol y del viento del
desierto. También convivían con los tuareg o imuhagh, gente aclimatada al Sáhara y verdaderos
nómadas. Cinco eran, pues, los monjes Servidores de los Pobres, que así se denominaba su Orden, en
cuyo nombre estaba indicada su vocación.

Eran ellos: Jules de Rombard (fray Joseph, el prior), Charles Arnaud Lelis (fray Prosper), Jacques
Armand Fablet (fray Román), Auguste Cabanel (fray Gabriel), franceses por más señas, además de
un bardo catalán de nombre Francesc Rosignol (fray Clemente).

Los pobres entre los pobres los amaban con locura, porque siempre acudían a ellos con
provisiones, muchas veces no se quedaban ellos con nada, y aún así no carecían de lo imprescindible.
Con su ejemplo enriquecían a los demás. Así, no pocas veces se enfermaba algún miembro de
aquella pobre gente a las que servían, mayormente niños, y no importaba a qué hora fueran a solicitar
su ayuda, los monjes siempre acudían. Durante los siete años que llevaban allí, no habían conseguido
ni un solo adepto, pero todos ellos les amaban entrañablemente. Además, les habían adiestrado en las
habilidades del campo, logrando no pocos adelantos, además de lograr “encontrar” diversos pozos de
aguas subterráneas.

Nunca nadie había muerto en aquellos pueblitos, cabe decirlo, mientras duró la presencia de
aquellos santos y recios varones.

Sin embargo, como siempre sucede, llegaron las envidias. Durante los años que duró la
construcción de la Fortaleza Rafiya, habían pasado desapercibidos; pero luego, ciertos emisarios del
Visir, radicales seguidores del Corán, no vieron con buenos ojos la presencia de aquellos Servidores
de los Pobres.

Un día enviaron a los más sabios, estudiosos de los Suras (o ‘Capítulos’) del Corán (que significa
‘Lectura’) a discutir con los “cristianos” (todavía no los llamaban ‘infieles’, pues eran conocedores
de la forma cómo la gente los veneraba, ni los podían acusar de ‘enemigos del Islam’, pues no habían
logrado ni un solo converso para Cristo, ni parecían pretenderlo).

Organizaron una reunión en medio de las tiendas de uno de los jefes bereber, Mustafá Rabah Al
Zaidin, en un Oasis donde los sabios musulmanes expondrían con firmeza la fe en Alláh y su profeta,
Mahoma (o Mohammed).

De un lado se sentaron los árabes con ricos ropajes. Del otro, los monjes, con sus mejores ‘galas’:
una túnica raída por el viento y dañada por los años, y un breviario de santas lecturas. De un lado, los
sabios de la cultura árabe, imponentes caballeros instruidos en las más excelsas artes del Islam, cuyos
nombres eran: Al-Mubârak (el ‘Bendito’), Al-Labîb (el ‘Sensato’) y Al-Rashîd (‘el de Buen Juicio’).

Del otro, los sencillos frailes Prosper, Roman, Joseph, Clemente y Gabriel, cuya sabiduría era
creer en un ‘loco’ llamado Jesús, a quien el Corán reconoce como un gran profeta, pero al que ellos,
los monjes, reconocían como Dueño, Señor y Dios.

Fue el propio Jefe Zaidin quien introdujo a los “contendientes” en aquel singular combate.
Admiraba a los de ambos bandos, así que no le fue difícil regalar a los enviados del Visir con largas
caravanas de palabras que llenaron su ego, hasta que uno de ellos tuvo que intervenir y decir a su
hermano anfitrión que el silencio también era hermoso, sobre todo cuando daba paso a la oración, y
con ello calló el hombre, un tanto apenado por no haberse dado cuenta de la extensión de sus
palabras. El que le interrumpió, Al-Labîb, pidió a los presentes que elevaran sus plegarias al Dios a
quien adoraban. Aprovechando que era la hora de la oración del Magrib, es decir, la hora que sucede
inmediatamente a la Puesta del Sol, rezaron diciendo algunos de los «99 nombres de Dios» (tal vez
como para tratar de impresionar):

Oh, Señor Único, Misericordioso, Compasivo y Soberano Juez.


Fuente de Paz, Creador y Hacedor Incomparable;
Oyente y Sutil, Paciente y Magnífico.
Tú eres el Santo, el que nos guarda y protege,
el que nos sostiene y nutre sin descanso;
Dador de vida, Todopoderoso y Dador del Poder.

Digno de ser amado, Hacedor del Albor y la Sabiduría;


Primero y Último, Dios Perdonador y Omnisciente.
Digno de Gloria y Grandeza, Creador de la Bondad, de la Luz y de la Eternidad.

Te adoramos y bendecimos. Guíanos por el sendero recto.

Cuando le llegó el turno a los cristianos, éstos solamente dieron gracias a Dios por su bondad,
invocando al Dios Uno y Trino, lo cual los otros interpretaron para sus adentros como “incapacidad
de oración”.

El Visir había enviado un secreto escucha, pues deseaba conocer a estos hombres de quienes le
habían hablado tan bien. Sus “representantes” desconocían al tal espía.

El Jefe de la Tribu tomó la palabra y preguntó al prior:

—¿Cómo es que vosotros decís que Dios es Uno y Trino? Esto es contradictorio. Uno es uno, y
tres es tres, no uno y tres a la vez.

Fray Joseph respondió, sonriendo:

—¿Por qué decís que Mahoma es un profeta? ¿Qué significa para vosotros la profecía? —Ya para
ese instante, los árabes estaban agitándose en sus sentaderas, pero el cristiano no cejó, aunque con
toda mansedumbre—. ¿Mahoma es verdaderamente un profeta? ¿Qué significa que el Sagrado Corán
sea de Dios? ¿En qué sentido decís que «descendió» sobre Mahoma?

Fray Clemente intervino entonces con suavidad:

—Estimados amigos. Nosotros decimos que la Biblia es divina, pero mediada a través de autores
humanos, mientras que los musulmanes queréis quitar la mediación de Mahoma.

Fray Prosper les miró con cara de “cuidad mucho vuestra lengua, sed pacientes”, cosa que ellos
captaron de inmediato. Antes de que las contrapartes respondieran, Fray Joseph añadió y, tras ello,
guardó silencio:

—Vosotros y nosotros somos hijos de nuestro padre Abraham, como lo recoge vuestro Sagrado
Tomo y como lo explica nuestra Biblia. Somos, pues, hermanos.

—Hermanos mayores, si acaso —dijo Al-Labîb, cruzándose de brazos, pero con toda calma,
aunque con el tono pretendiendo que aquello fuera un chiste.

—O medio-hermanos —acotó Al-Rashîd, lo que provocó ciertas risas, que contribuyeron en parte
a relajar la tensión—. Ismael era hijo de una de las esposas de nuestro padre Abraham.

Entonces, Fray Gabriel citó un proverbio árabe:


—“El paraíso está en el regazo de una madre.
Y Agar fue un paraíso para Ismael, vuestro padre”.

Ellos asintieron con fruición.

Fue Al-Labîb (el ‘Sensato’), quien intervino entonces:

—Decidme, hermanos: Para vosotros, ¿el Islam tiene un lugar en el plan de Dios?

Ellos recordaron las palabras que Fray Joseph les había dicho antes de aquella disertación: “Si no
sabes si lo que vas a decir es lo correcto, mejor calla, que es mejor parecer tonto que serlo”. Habían
estudiado lo que algunos “teólogos” cristianos (y árabes) habían dicho al respecto: que el Islam es un
castigo de Dios por la infidelidad de los cristianos.

Fue Fray Clemente quien se atrevió a responder:

—Sin duda que el Islam ha venido a reafirmar la existencia y creencia en un solo Dios. Sin duda,
es una continuación de la fe judeo-cristiana y un afianzamiento en el corazón del creyente.

Se escucharon voces de aprobación. Los demás monjes le miraron con fascinación. Mas el que
había hablado, bajó la mirada hacia el fuego que crepitaba frente a ellos con danzantes rizos que
lanzaban al aire rescoldos de un amor consumido. No se escuchó ninguna voz, así que fue el mismo
monje catalán el que añadió:

—Pero resulta incomprensible para nosotros, respetables hermanos, que, si bien el Corán define a
Jesús como «Palabra de Dios y Verbo de Dios» sea el mismo Dios quien haya mandado otro Verbo,
que es el Corán mismo.

“Para nosotros —añadió—, debo decirlo, Mahoma no puede ser el khâtam al-nabiyyîn, “el sello
de los profetas”, como afirma el Corán, es decir, el que completa y corrige y lleva a
cumplimiento la revelación de Cristo. Para nosotros Cristo es la Revelación del Padre”.

Aquello, empero, les indignó. Elevaron sus voces, pero la de Fray Román (que no había
intervenido aún) se alzó por encima de las de ellos y tuvieron que guardar silencio, porque recitó
en perfecto árabe una de las Suras que habla de Dios-Uno:

‫ رحيم رحيم‬، ‫في سبيل الله‬...


Bismillaahir-Rahmaanir-Rahiim…

“¡En el nombre de Alláh, Clemente, Misericordioso,


Él es Alláh, la única divinidad.
Alláh es el Absoluto.
No engendró, ni fue engendrado.
No hay nada ni nadie que se asemeje a Él!”.

Y añadió:

—¡Qué hermosas palabras las de vuestro Libro, mis hermanos! Y, sin embargo, sin pretender con
ello haceros cambiar de opinión, nosotros creemos que Yéshua, o como vosotros también lo llamáis,
Isa, el Cristo, sí fue engendrado por el Padre, mas no fue creado por Él, porque Son lo que Son desde
toda la eternidad, unidos en el Espíritu del Amor, al que nosotros llamamos Espíritu Santo. No es
motivo, pues, ni de enojo por vuestra parte, ni de orgullo por la nuestra, sino de agradecimiento por
ambas partes.

“Sois grandes entre los sabios al permitirnos intercambiar conocimientos sobre nuestras creencias,
y sin duda seréis un día reconocidos por vuestra bondad e inteligencia, estimados Al-Mubârak, Al-
Labîb y Al-Rashîd”.

Y al decir sus nombres, se llevó la mano al pecho, a la boca, a la frente y por último al cielo, a la
usanza árabe, lo que significa para ellos: “Que Alláh este contigo, te lo deseo de corazón, palabra y
pensamiento”. Era un saludo de despedida o bienvenida, demasiado completo para alguien que no
había tratado en amistad con ellos anteriormente, pero no por ello dejó de producirles un
agradecimiento sincero.

Al-Rashîd fue quien, después de agradecer a Fray Román sus palabras, se atrevió a expresar, con
toda calma, ésta duda:

—Entendemos que exista un Padre, y que exista Cristo, pues creemos en ellos. Inclusive, para
nosotros se nos ha dado el creer que Isa, Cristo, está en el paraíso con Dios, y permanece en sus
seguidores —extendió la mano hacia ellos—. Y que Mahoma está enterrado en Arabia, esperando el
Juicio de Dios. Pero no entendemos que exista el Espíritu Santo. Nosotros creemos que es una
“emanación de Dios”, no Dios mismo. No es el ángel Gabriel, que tiene el título de ‘Ruh Al-Kus’, y
que juega un papel fundamental en la vida del Profeta, aunque no pocos creen que uno y otro son la
misma cosa.

“Pensamos que Isa, vuestro Jesús, fue apoyado por el Espíritu Santo en sus palabras y sus obras
milagrosas, incluyendo su resurrección”.

Los monjes se miraron unos a otros, y fue el Prior quien, con la simple mirada, decidió que fuera
el fraile Prosper quien diera respuesta:

—Ilustres señores, si me es permitido expresarlo, quisiera exponer semejante inquietud con una
imagen: Imaginad un pintor, un artista de incomparable capacidad, capaz de crear con su sola
palabra. A él llamémosle «Padre». Y aquí abajo, muy abajo, está la Humanidad, que no puede
conocer a Dios tal cual es. ¡Ya sé, ya sé! —Alzó las manos en señal defensiva—. Es algo un poco
burdo, pero creo que ayudará, y así es como lo veo yo.

—Prosigue, Fray Prosper —animó Al-Rashîd.

—Imaginad, ahora, a vuestro Isa, nuestro Jesús, con su vida, pasión, muerte y resurrección; a
través de su sacrificio, pues, hace posible que el Padre DESEE hacer una nueva Creación para darse
a conocer, no como un Dios que castiga, sino que siempre perdona y que siempre ama. Jesús, pues, al
que llamamos «Hijo», hace posible que el Padre siga siendo siempre el mismo y a la vez siempre
nuevo. No sé si me explico…

—Lo estás intentando —apuntó Al-Mubârak, con un rictus de picardía en su mirada.


—O sea, el Padre decide, Jesús lo consigue y… ¿qué hace el Espíritu Santo? —Preguntó Al-
Labîb.

Todos se le quedaron mirando. Entonces, Fray Prosper cerró el círculo a su ‘ponencia’:

—El Espíritu Santo es el que lleva a cabo, con sus capacidades infinitas, lo que el Hijo obtuvo,
con sus méritos, del amor del Padre, manifestando a los hombres su inconmensurable destreza.
Veamos, por ejemplo, el Firmamento estrellado, obra del Señor.

Ellos levantaron su mirada. Quedaron extasiados un instante.

—Dios Padre dice: “Hágase el Cielo así y asá”. Dios Hijo le da sentido y valor a ese Cielo. Y el
Espíritu Santo lleva a cabo la decisión de ambos, en perfecta armonía, porque son Un-solo-Dios-en-
Tres-Personas. Él PINTA el Cielo. Y también las estrellas fugaces.

Ellos no vieron cómo esto último, sobre todo la parte final, había sido dicha por el monje con los
ojos cerrados, pues el fray estaba en oración. Y por ello, el Creador le respondió escribiendo en el
Firmamento…:

—¡Ooohhh…! —Prorrumpieron todos al unísono.

—¡Qué hermosura! —Exclamó uno.

—¡Qué bonito pinta Dios! —Articuló otro.

Y es que la bóveda celeste se había llenado de una lluvia de estrellas fugaces, un espectáculo
raramente contemplado, pero que hizo que todos, sin excepción, en cuanto terminó el maravilloso
espectáculo, se pusieran a danzar al son de la música del desierto, de tan felices que estaban de haber
sido agraciados con semejante visión.

Aquella primera velada había sido coronada con un lazo francamente fraternal entre los sabios del
Islam y los ‘pobrecillos’ de Jesús. Y es que el corazón que vive en paz, siempre está de fiesta, donde
quiera que vaya.

Sin embargo, el enviado del Visir no fue veraz en su informe, sino


que tergiversó lo que allí se dijo, diciendo que los “infieles” estaban
tratando de convertir al cristianismo a sus súbditos, asegurando que
Mahoma no era el Profeta elegido y que Isa-Jesús estaba por encima de
él, que adoraban a tres dioses, y que, para colmo de males, al terminar la
reunión, uno de los monjes invocó a los demonios, lanzó unos polvos
sobre la fogata e hizo que todos (hasta él) creyeran ver una lluvia de estrellas sobre el Cielo.
Sin embargo, el Visir Mahomar sospechó que algo le ocultaba aquel hombre, y sus desconfianzas
se vieron confirmadas cuando una de sus esposas, que por la noche había estado en vela, le comentó
lo del espectáculo celeste.

En secreto, Abdel Hamíd Mahomar mandó llamar al Jefe bereber Mustafá Rabah Al Zaidin,
quien, según la costumbre, envió a su siervo a confirmar sus sospechas: que, de ninguna manera los
monjes habían sido una ofensa para su amada religión, ni contra Alláh, ni contra su Profeta; no
comprendía cómo podía haber sido engañado por quienquiera que haya enviado a la reunión (ya para
entonces sospechaban de quién podría tratarse), y que consideraba, en su humilde opinión, que la
mentira nunca podría honrar al Único Dios.

El Visir, sabiendo que si castigaba ejemplarmente a aquel hombre (de nombre Azím, ‘Defensor’,
por cierto), por ser un mal y malintencionado mensajero, podría echarse encima a los detractores de
la presencia de los monjes en aquellas benditas tierras, decidió en cambio enviarlo lejos, al Oriente
Medio, a Tierra Santa, donde sería un representante suyo en la compra de mercancías y en la
promoción de Rafiya y su entorno, como centro de desarrollo económico, social y de recreo, pues
había instalado unos balnearios y un embarcadero en el lago que distaba una milla tan solo de la
Fortaleza.

Azím, sin embargo, sintiéndose degradado con aquel nombramiento (tonto él, pues le aportaría
pingües ganancias como mediador del Visir), decidió vengarse en secreto de los monjes, y, al tiempo
que viajaba, difundía la mala fama contra los Siervos de los Pobres, como si fuera más importante
que practicar su propia fe en Alláh.

Pocos le escucharon, pues preferían atender a sus propios negocios; sin embargo hubo uno, allá
por Egipto, un jeque radical llamado Ahmed (‘el más fervoroso adorador’) Sulaimân Al-Qudâma (‘el
que vale’), un hombre de armas tomar, que se dedicaba al saqueo contra los “infieles” (fueran o no
cristianos) y poseía riquezas abundantes, dicho sea de paso. No pocos clérigos se disputaban sus
favores, con el fin de mantener la subyugación de sus seguidores, todo ello, claro, “en nombre de
Alláh”, porque así era cómo podían manipular a las masas.

Sulaimân Al-Qudâma estalló en cólera cuando escuchó las noticias que Azím, en su afán de lograr
que alguien le hiciera caso, había llevado al extremo del ridículo y de lo blasfemo. No es necesario
entrar ahora en detalles. El caso es que el jeque Sulaimân concibió una revuelta contra el Visir Abdel
Hamíd Mahomar, tildándolo de «amigo de infieles», pero esperaría a que Azím regresase de
Jerusalén, a donde había ido a hacer negocios. Y claro, también hizo comercio con él.

Para ello, juntó a varios de sus incondicionales y los envió directamente a tierras ibéricas, en la
actual Sevilla, donde se hallaba el Califa Abu Inan, ‘jefe’ directo de Hamíd Mahomar,
calumniándolo, pero que no haría nada hasta que Su Alteza le indicara cómo proceder.

El Califa se extrañó no poco de aquellas quejas contra su (supuestamente) fiel Visir, y por su parte
también envió a espías confiables, por separado, para ver si coincidían en sus pesquisas. La respuesta
que le dio al Jeque fue ésta: “…que agradecía mucho la información y que, de ser cierta, sin duda
esperaría contar con su inestimable ayuda”.
Sin embargo, el malvado Azím siguió haciendo de las suyas, y logró que más gente se uniera a su
causa. Al punto que toda esta revuelta llegó a oídos de un Imán que era prudente y sabio. De
inmediato envió emisarios al Visir, quien recibió con sorpresa y enojo la noticia de todo lo que aquel
traidor había perpetrado. El Visir envió un mensaje aclaratorio al Califa, quien, a su vez, recomendó
un escarmiento contra Azím, pero en tierras egipcias, para que Sulaimân no prosiguiera con aquellas
ideas de revuelta.

Abdel se sentía azorado en medio de toda aquella tormenta, pues no era él un hombre de políticos
alcances, sino un artesano comerciante, quizás el mejor que en el Islam podía encontrarse. A punto
estuvo de presentar su renuncia, pero como ello conllevaba la vida misma, de la cual el Califa Inan
podía disponer a su antojo, prefirió esperar a que los acontecimientos y el buen juicio se llevaran a
cabo.

Sin embargo, todo aquel asunto le alteró el carácter, pues se volvió hosco y taciturno. Alejó de él
a sus mujeres y sus hijos, buscó la soledad y, sin que lo pretendiera (pero como consecuencia de
tanto darle vueltas en la cabeza), mandó llamar al Prior de los monjes a su presencia, para hacerle
saber que las cosas no les eran favorables a ambos.

Se presentó, pues, fray Joseph ante la insigne presencia del Visir Abdel, quien pidió le dejaran
solo con él.

—Te saludo, gran Visir, hijo del Altísimo —reverenció el fraile.

—Buen hombre, dejémonos de títulos —contestó nuestro personaje—. Quiero hablarte como un
gobernante que está al mismo nivel que tú. Los dos tenemos vidas bajo nuestra responsabilidad, y los
dos debemos rendir cuentas ante Dios.

Aquello bastó para que el monje soltara la rigidez en su persona, dando paso a una actitud más
relajada. Éste fue quien continuó diciendo:

—Creo que somos una mezcla de entre lo que pensamos, de dónde venimos, lo que sabemos, lo
que hacemos (incluyendo trabajo, estudio, comida y descanso), y de lo que rezamos y a quién
servimos.

Abdel se rascó la cabeza, tratando de digerir aquello, y le acercó una silla, en un nivel más bajo
que su solio. Solamente dos guardias custodiaban la puerta principal, impertérritos ante aquella
extraña reunión.

—Sabrás que, al traerte aquí, me estoy acarreando problemas…

El religioso asintió.
—…Y que, desde aquella disertación en el Oasis, donde el Jeque Zaidin tuvo a bien recibirlos,
uno de los hombres que envié en secreto se ha dedicado a difamarlo todo, primero a ustedes,
diciendo que dijeron lo que no dijeron, y luego a mi propia persona. Ahora mismo está organizando
una revuelta en contra mía, tomando como excusa la presencia de ustedes en mi territorio de
influencia, pero ya he otorgado las diligencias necesarias para que ese traidor reciba su merecido.

Fray Joseph intervino:

—¿Acaso mandaste asesinarlo?

—¡Hombre! ¡Asesinarlo…! No me gusta esa palabra. Si acaso, él es el asesino porque traicionó la


verdad y, lo que es peor, mi confianza. Quitarle la vida, sí, es una de mis prerrogativas, y espero que
esta misma noche reciba noticias de su deceso. ¿Por qué estás en contra de la aplicación de la
Justicia?

—¿Acaso fue sometido a Juicio ese hombre? —Inquirió el adorador de la Trinidad.

—En cierto modo, sí. Llevó mi bendición y mi nombre, y entre nosotros es sabido que, quien
utiliza estos privilegios para revolverse contra quien lo empleó, en ese acto entrega su vida a éste. En
mi caso, como Visir, debo velar por la paz y la justicia entre mis súbditos, y yo a mi vez debo rendir
cuentas ante el Califa.

—En ese caso, ¿por qué no dejas que sea Dios mismo quien lo juzgue?

Las palabras del Siervo ya eran esperadas por Abdel.

—Porque, para entonces, él habrá hecho mucho más daño. Yo soy brazo de la Justicia de Alláh.

—Entonces veo que existe un problema de confianza en Dios —fray Joseph dijo estas palabras
como si fueran un rayo.

—¿Cómo dices? —Si algo no podía permitirse un musulmán era dudar; no había un pecado
mayor para quien esto hiciera. Unas chispas de desagrado ardieron en sus ojos.

El monje se dio cuenta de su error y de inmediato se agachó para humillarse.

—Perdóname, gran Visir Abdel. No fue mi intención ofenderte.

—Entonces, ¿qué fue lo que quisiste decir? —Las chispas seguían ahí, esperando convertirse en
fuego.

—Que debemos confiar en que Dios, por ser Justo, hará justicia frente a nuestros enemigos. Y
que, por tanto, debemos dejar que sea Él quien obre, y no erigirnos nosotros en ejecutores de su
brazo.

—Veo que tú y yo diferimos en algunos puntos. Nuestra religión nos enseña que debemos quitarle
la vida al que no está dispuesto a cumplir con su deber y traiciona sus principios.
—Pero, mi buen Visir, ¿te has puesto a pensar que entonces estás matando a uno de los tuyos?
¿Por qué no, simplemente, lo mandas apresar y lo encarcelas?

El Visir se quedó meditando aquello. ¡Oh, sí! “amad a vuestros enemigos”, enseña el Jesús de los
cristianos. ¡Imposible! ¿Cómo amar a quién te ha quitado la paz? ¿Cómo recuperar esa paz cuando tu
enemigo ronda por ahí, buscando destruirte, o al menos mancillar tu buen nombre? ¡Solamente
eliminando al perro se acaba la sarna!

—No es tan simple. Además, la orden ya está en ejecución. Y no estoy actuando injustamente,
tengo mi conciencia limpia.

—¿Y la familia de esa persona?

—Traidor, es un traidor, fray Joseph; no se le olvide.

—Para mí sigue siendo una persona. Te recuerdo que “el que a hierro mata, a hierro muere”.
Discúlpame por mi sinceridad, Visir Abdel…

El gobernante se levantó violentamente, y su silla cayó hacia atrás. De inmediato, miró a los
guardias, que se habían puesto en alerta, y los calmó con un gesto. Fray Joseph prosiguió:

—El acceso al Paraíso, nosotros los cristianos creemos firmemente que fue obtenido por Jesús, a
través de su sacrificio supremo. Todo lo que hagamos al respecto, es inútil. En cambio, debemos
luchar por nuestra salvación. Es como si alguien nos da… un sable (pongamos por caso); si no lo
usamos, y nos atacan, moriremos. ¡Debemos aprender a defendernos con él, o no nos salvaremos!

—Lo sé, hermano Joseph. No vayas a pensar que soy un radical seguidor de Mahoma, que si lo
fuera probablemente no estaría conversando contigo. Yo amo mucho a Dios, pero a mi manera,
supongo. Sin embargo, debo decirte que, en toda mi vida jamás he sabido que nada de lo que hago
por Él era de su agrado. Quiero suponer que su favor está por encima de lo que yo crea o piense, pero
se nos ha enseñado demasiado bien que debemos agradarle por encima de todo… Pero, cuando me
dices lo que tu Jesús hizo, me pregunto si realmente no estaré viviendo en un engaño.

El corazón del monje dio un brinco. Su respiración se le ahogó en el pecho. ¡Podría ser el primer
converso! Pero supo controlar esta emoción. El Visir continuó:

—Se nos ha dicho una y otra vez que, si leemos el Corán continuamente, obtendremos mayores
favores para ir al Paraíso. Pero hacerlo no me obtuvo ningún beneficio. Nosotros creemos que Dios
es un Dios de amor, pero yo nunca lo he experimentado como tal, sino como un Dios que castiga,
que ordena matar, un Dios violento. ¡Ni siquiera sabemos si nos ha perdonado!

“Hubo una época en que leía el Corán cada tres semanas. Todavía guardo ese tomo de papiros
elaborados en Egipto, algo gastado por el uso. Aquella lectura me dio mucha fuerza, es cierto; pero
llegó un momento en que necesité verdaderamente la ayuda de Dios (mi primera esposa estaba por
dar a luz, era mi primer hijo, pero éste venía mal colocado). No sabes cuánto le rogué a Alláh que
salvara a ambos. Puse a interceder a cuanto clérigo conocía. ¡Pero nada!, Dios no escuchó mi clamor
y mi esposa murió.
“Aquello no fue la única daga que se clavó en mi corazón. Mi hijo venía con una deficiencia, pues
tenía rasgos orientales. Me dijeron que es porque era una maldición, y que debía romperla matando al
bebé. Pero no lo hice. En vez de ello, envié al pequeño con una hermana mía, a una región del sur de
Al-Andalus1. Me habría gustado azotar a los que se atrevieron a decir que un niño, venga como
venga, es una maldición.

“Sin embargo, quedé sumamente decepcionado de Dios. «¿Así me pagas por mis servicios?», le
espeté amargamente. Fue entonces que decidí, no tanto dejar de creer (que es penado con la muerte),
sino ya no darle mi corazón. Me avergüenza decirlo.

“Decidí entonces abocarme más a mis estudios en Rabat, y olvidarme de todo el asunto”.

Miró al visitante esperando encontrar en él comprensión.

—Dudo mucho de todo lo que me enseñaron en cuanto a mi fe. En especial, cuando veo que la
religión es usada para manipular las conciencias. Pero he aprendido a guardarme ferozmente mis
dudas. No dudo de Dios, dudo de mi FE. ¿Me explico?

El monje tomó aire, enarcando los hombros. El Visir volvió a tomar asiento.

En ese momento, llegó un mensajero, que pidió ser recibido. Abdel le concedió entrar, y el otro le
susurró algo al oído. Cuando terminó, partió de allí sin darle la espalda. El Visir árabe miró hacia el
religioso católico, expresando espantos en su mirada.

—Creo que tendrás que retirarte, buen hombre. Algo terrible ha sucedido.

—¿Qué cosa es?

—Los guerreros que envié a matar al traidor…; solo uno regresó para contarlo, y está a punto de
morir. Corres peligro aquí. Veré que salgas sin riesgo para tu vida.

En ese momento, la reunión terminó abruptamente, y cada cual tomó su propio camino.

1
Andalucía. Esto fue en Almería.

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