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Cuando en un trabajo de investigación han parti­

cipado tantas personas como ocurrió en este, la deu­


da contraída es impagable y la gratitud es eterna. En
primer lugar, agradezco a los profesores protagonis­
tas de estas semblanzas, que me recibieron con tanta
amabilidad en sus casas o en sus lugares de traba­
jo, y se sentaron conmigo por largas horas, duran­
te muchos meses, a contarme sus propias historias
de vida. Les agradezco la paciencia que me tuvieron,
pero, sobre todo, la confianza que me brindaron sin
la cual yo no habría podido irrumpir en sus espacios
íntimos, conocer algunos de sus dolores más fuertes,
sus fibras más sensibles, cuando en realidad yo era
para ellos una desconocida, una recién llegada.
Agradezco a sus familias, que aceptaron mi pre­
sencia frecuente en sus casas y ayudaron en la recons­
trucción de la memoria, por momentos nublada, sobre
algunos episodios ocurridos en la Universidad del Toli­
ma o en sus propias vidas de familia o de pareja.
También le agradezco a Teresa Cruz Canizales,
una mujer que acompañó al profesor Gonzalo Palo­
mino en los últimos 25 años, y lo cuidó como si fuera
su propio padre. Tere me ayudó a lidiar con el profe­
sor, tan difícil por momentos, a recordar nombres, a
consultar documentos que él guardó con tanto celo y
a calmar mi ansiedad todas las veces que, al final de
una larga jornada de trabajo, debía irme sin informa­
ción relevante para la semblanza.
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Tengo un agradecimiento especial por el trabajo


artístico que realizaron mis compañeros del Departa­
mento de Artes y Humanidades, Patricia Cervantes y
Óscar Ayala. En una tarde de café, y luego de escu­
char mi queja porque el proyecto no tenía una ver­
sión plástica que ayudara a reconstruir la memoria
de los profesores, Óscar me ofreció su ayuda incon­
dicional y generosa. Patricia, por su parte, diseñó y
diagramó este libro. Se comprometió, emocionada, a
realizar esta labor cuando le conté que el producto de
esta investigación era ciento por ciento made in UT.
Mi colega y amigo César Augusto Fonseca fue el
primero en hablarme de los profesores destacados de
la Universidad del Tolima. Me ayudó a hacer una lista
preliminar, me ofreció muchas y valiosas fuentes docu­
mentales que conserva en su casa y me ayudó a enten­
der varios de los sucesos ocurridos en la Institución.
Camilo Pérez Salamanca, otrora jefe de Comuni­
caciones de la Universidad, es poseedor del archivo foto­
gráfico, documental y sonoro más importante que existe
en Ibagué sobre la historia de la Universidad. Gran con­
versador, con una memoria extraordinaria y un exquisi­
to sentido del humor, me narró todo tipo de episodios y
me hizo toda suerte de análisis sobre los conflictos y los
desarrollos que ha promovido la UT en la región.
El exrector Néstor Hernando Parra Escobar, un
hombre del que nadie me habló en la UT, fue mi fuen­
te clave para desentrañar una historia perdida en la
Institución. Lo encontré por un golpe de suerte y con

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Beatriz Jaime Pérez

ayuda de Héctor Villarraga. En la Universidad muchos


sugieren que la gestión más importante de todas las
administraciones que han pasado por la Institución
fue la de Rafael Parga Cortés. Sin embargo, luego de
las pesquisas hechas en esta investigación, se revela
que ningún desarrollo en la UT habría sido posible sin
la gestión adelantada por Parra Escobar, pues fue en
su periodo rectoral que la Institución adquirió el ca­
rácter de universidad.
Héctor Villarraga, exrector y exsecretario general,
testigo directo de múltiples acontecimientos, protago­
nista de muchos otros, me narró historias de diver­
sa índole sobre los personajes de las semblanzas, me
presentó a varios de ellos, me acompañó en algunas
búsquedas, me animó permanentemente a seguir en la
investigación y se preocupó en forma especial por este
trabajo. El valor de su ayuda no lo puedo calcular.
Los exrectores Fernando Misas, Edgar Machado,
Andrés Rocha Bermúdez, Alberto Londoño, Iván Melo
Delvasto y Jesús Ramón Rivera Bulla me aclararon
dudas sobre sucesos ocurridos en la Universidad y
me dieron sus versiones de los hechos.
El exrector José Herman Muñoz me narró historias
de Venadillo que me ayudaron a entender mejor el con­
texto social en el que se desarrolló el maestro Edilberto
Calderón, uno de los protagonistas de este trabajo.
Manuel León, artista plástico, me contó detalles
de su vida de estudiante al lado de Edilberto Calderón.
Me describió el contexto político y cultural de Ibagué,

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

en los tiempos de la Escuela de Artes y aspectos múlti­


ples que me ayudaron a construir este relato. Él cons­
tituye una fuente central en esta investigación.
Alberto Malagón, Fabio Sandoval, Ramiro Mejía,
Armando Rey, Fredy Guzmán, Héctor Esquivel, Luis
Felipe Contecha, Alberto Niño, Ricardo León Franco
y Germán “El Loco” Llanos, profesores veteranos de la
Universidad, me narraron todas las historias que pu­
dieron recordar sobre varias décadas de trabajo dedi­
cadas a la Institución.
A mis compañeros y colegas del grupo de inves­
tigación en Comunicación y Cultura: Ricardo Pérez,
Luis Rozo, Camilo Riaño, William Medina y Jorge
Wilson Gómez les agradezco las discusiones teóricas,
los seminarios sobre memoria, los libros y las pelícu­
las recomendadas, sus sugerencias, su acompaña­
miento y principalmente el afecto brindado desde el
colegaje y la camaradería.
Los asistentes de investigación: Andrea Saavedra,
historiadora; William Salamanca, comunicador so­
cial-periodista, y Carlos Castillo, artista plástico, estu­
vieron vinculados al proyecto en la primera fase.
Jaime Cuartas, exdirector de Bienestar Univer­
sitario, es un conocedor de detalles sobre la coti­
dianidad de la Universidad. Guarda en más de cien
agendas acontecimientos de la vida universitaria, un
material con el que se podrían escribir varios libros
sobre la Institución.

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Beatriz Jaime Pérez

Jorge Puerta, auxiliar de laboratorio, jubilado


desde hace varios años, me narró anécdotas sobre los
múltiples viajes que hizo con el profesor Raúl Echeve­
rry en prácticas académicas. Boris Villanueva, auxiliar
de laboratorio, me enseñó gran parte de la colección
de plantas que hizo el profesor Echeverry. Raúl Po­
lanco, yerno de Raúl Echeverry, me narró múltiples
historias de las salidas de campo con su suegro.
Alberto Díaz, Aleida Lugo, Gloria Esperanza Rive­
ra, Alba Amparo Lozada, Boris Edgardo Moreno y José
Ledesman Díaz, egresados de la UT, me entregaron sus
testimonios sobre diversos sucesos en los que partici­
paron mientras fueron estudiantes de la Universidad.
Eduardo Rueda, trabajador de la granja de Ar­
mero, me entregó testimonios sorprendentes sobre
la avalancha que arrasó al municipio. Iber González
Vargas, coordinador agrícola de la granja, me habló
de los proyectos que allí se desarrollan.
Nidia Bermúdez, jefe del Archivo General de
la Universidad, y Luisa Fernanda Guzmán Olaya,
­auxiliar administrativa, buscaron con paciencia do­
cumentos antiguos, de esos que ya casi nadie consul­
ta, pero de gran valía para este proyecto.
Alexander Martínez Rivillas, mi camarada en
la Asociación Sindical de Profesores Universitarios,
me ayudó con sus observaciones al texto, en largas
horas de conversación.
Andrés Tafur Villarreal leyó varias de las sem­
blanzas e impidió, con su crítica mordaz, que l­ levaran

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

un tono sobrecargado de frases grandilocuentes, de


relatos demasiado largos o innecesarios.
Rafael Flórez Faura, colega de la Facultad de In­
geniería Agronómica, amablemente me condujo has­
ta la granja de Armero, y durante el viaje me habló
sobre la importancia del trabajo académico que se
desarrolla en la granja y lo que ha significado en tér­
minos de reconocimiento de los programas agrope­
cuarios de la Universidad.
Julio César Carrión, exdirector del Centro Cultu­
ral de la Universidad, me entregó su visión sobre la
Universidad y sus problemas.
Elias Gómez, historiador, colega de la Facultad de
Ciencias Humanas y Artes, escuchó varias veces mis
dudas, mis inquietudes, mis desazones con este trabajo.
Graciela Peña Cruz, filóloga y literata, ajena por
completo a la Universidad del Tolima y a la ciudad de
Ibagué, amiga entrañable, fue mi otra lectora. Necesi­
taba saber si estas semblanzas aguantaban lectores
externos a la Institución, y nadie mejor que ella para
evaluarlas. Conocedora como es de las formas grama­
ticales, atendió todas mis llamadas para ayudarme a
resolver dudas idiomáticas.
A esta altura ya olvidé los nombres de otras
personas que me ayudaron a conseguir a más perso­
nas que fueron fuentes importantes en la armazón de
este relato. La memoria es frágil. Les presento excu­
sas por no mencionarlas.

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Resulta abrumadora la tarea de pensar la universi­
dad actual y, concretamente, el caso de la Universidad
del Tolima, sobre todo en el horizonte de los cambios
que están ocurriendo en los campos de la sociedad, la
economía, el poder, la ciencia, el arte y las humanida­
des, pero también en la ciudad, la región, el país y el
mundo de bloques geoeconómicos y geopolíticos. Este
libro les da a sus lectores algunas claves leves.
En el horizonte regional, la fase actual del proceso
histórico de la modernización en la capital del Tolima es
relevante para cualquier intento de determinar la sin­
gularidad ideal y concreta de la Universidad del Tolima.
El crecimiento demográfico urbano, la extraordinaria
expansión y desarrollo de la educación, especialmente
de la Educación Superior y el dominio transversal de
las TIC, simultáneos con la desindustrialización de la
ciudad, la arremetida de la mega-minería y del lava­
do de activos, la emergencia del movimiento ambien­
talista, son algunas de las evidencias de ese proceso
en el último cuarto de siglo. El crecimiento del área
urbana y de la urbanización del territorio de Ibagué, así
como las nuevas realidades rurales de su entorno local
y regional, han conllevado un cambio sociodemográfi­
co de insospechadas magnitudes y alcances culturales,
educativos, económicos y políticos para el tiempo del
post-acuerdo con las guerrillas, las culturas del territo­
rio y la educación ambiental.
La ciudad de Ibagué se ha convertido en ese mis­
mo periodo en una ciudad universitaria, pero no con
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

la tipicidad de otras como Manizales o Pamplona. La


Universidad del Tolima ha tenido una expansión y
una diversificación manifiesta en la creación de nue­
vos programas de pregrado (Medicina, Enfermería,
Educación Física, Recreación y Deportes, Ingeniería
Agroindustrial, Economía, Arquitectura, Negocios
Internacionales, Derecho, Historia, Ciencia Política,
Sociología, Artes Plásticas y Visuales, Comunicación
Social-Periodismo, como también en Ingeniería de Sis­
temas, Administración Financiera, Salud Ocupacional
y una gama novedosa de licenciaturas), además de la
apertura de la línea de los posgrados hasta llegar al
nivel del doctorado, como ocurre con los de Educa­
ción, Ciencias Biomédicas y Cuencas Hidrográficas, y
con las maestrías en Desarrollo Rural; Territorio, Con­
flicto y Cultura, y Educación Ambiental, entre otras.
La expansión, diversificación, crecimiento y desarro­
llo social y académico de la Universidad no ha sido
debidamente reconocida ni por el Estado para fines
presupuestales, ni por la sociedad ni por sus propios
estamentos. La imagen que proyecta en la vida públi­
ca parece estacionaria e inercial.
No obstante, la expansión e inclusión social de
la oferta académica de la Universidad del Tolima en
las modalidades presencial y a distancia ha genera­
do realidades un tanto refractarias y hasta fracturas
en el ambiente académico y socio-laboral. Una y otra
aparecen como comunidades académicas comparti­
mentadas y pródigas en prolíficos gestos retóricos, en

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Beatriz Jaime Pérez

lugares comunes innocuos o de escaso impacto en las


disciplinas y aun en las fronteras de los campos del
conocimiento, verbigracia, entre las ciencias agrope­
cuarias, las ciencias sociales y las humanidades y las
artes. La ausencia de un diálogo universitario conti­
nuado entre las modalidades de educación presencial
y a distancia, alrededor del currículum, las epistemo­
logías, la pedagogía y las didácticas es una de aquellas
fracturas, aunque la ausencia es más marcada y crí­
tica en la modalidad presencial debido a la amplitud
de su renovación y a la ampliación de su estructura
clásica, dominada por las facultades agropecuarias.
Todavía más, la preocupante deuda en la planta pro­
fesoral de tiempo completo y, sobre todo, de un as­
cendiente hegemónico de las clientelas políticas han
afectado seriamente las posibilidades de ese diálogo y
la vigencia de un sostenido compromiso ético con las
tareas misionales de la Universidad en la sociedad.
Curiosamente, la expansión de la oferta acadé­
mica y su diversificación curricular pareciera haber­
se hecho con abandono de los precoces avances en
renovación y flexibilización curricular a comienzos de
la década de 1970, como los registran las semblan­
zas de los profesores Raúl Echeverry y Gustavo Adol­
fo Vallejo, que aparecen en este libro y en las cuales
se refieren algunos avances innovadores que en esas
direcciones se dieron durante una de las edades de
oro de nuestra Alma Máter. Podría decirse, usando
una de las categorías del campo de conocimiento del

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ rofesor Vallejo, que desde entonces ha venido dándo­


p
se un proceso de silencioso “encriptamiento” del enfo­
que profesionalizante del currículum. Este fenómeno
debió haber agotado su ciclo con la creación de la Fa­
cultad de Ciencias Humanas y Artes de la Universidad
del Tolima, pues suponía una oportunidad de innova­
ción interdisciplinaria.
La creación de la Facultad de Ciencias Humanas
y Artes es el avance más importante en la cultura y
el desarrollo académico de la Universidad del Tolima.
El hecho ocurrió en una fase de expansión académi­
ca y administrativa sin parangón en una universidad
estatal regional. Era de esperarse que esta facultad
se fundamentara en las fronteras de las epistemolo­
gías y la crisis teórica de sus disciplinas. Los diseños
curriculares de sus programas debieron haber sig­
nificado el fin de los currículums profesionalizantes.
Pero no, este se ha reproducido y ampliado, convir­
tiendo a la Facultad en un agregado de ellos. Lo cu­
rioso es que, a pesar de este fenómeno, el activismo
de la Facultad, tanto en la Universidad como fuera
de ella, es algo relevante desde su propio punto de
vista, aunque es demasiado pronto para determinar
el impacto real de la nueva Facultad en la estructura
académico-administrativa y en la dinámica intelec­
tual de la Universidad.
Por otra parte, casi simultáneamente con la crea­
ción de la mencionada Facultad se producía uno de
los hechos más trascendentales en la historia de la

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Beatriz Jaime Pérez

educación superior en Colombia, la arremetida neo­


liberal y autoritaria contra la universidad pública en
el año 2011, a través del proyecto de reforma de la ley
30, en el gobierno del presidente Juan Manuel San­
tos. Bajo el signo de la universalización y privatiza­
ción de la misión de la universidad como fábrica de
títulos profesionales, sometidos asimétricamente a la
ley del mercado, el proyecto de reforma tuvo una res­
puesta por parte del movimiento estudiantil conocido
como la MANE. En ese marco fue publicada la obra de
Rafael Gutiérrez Girardot “La encrucijada universita­
ria” (2011). Según la autora del prólogo de esta obra,
por entonces flameaba la cresta punzante de la onda
de mercantilización del conocimiento y de la violencia
armada. En otras palabras, la pérdida del sentido de
la razón de ser clásica de la universidad, al convertir
el estudio de la realidad y su transformación en una
mercancía deleznable, banal.
Al fenómeno anterior se sumó, en el caso de la
Universidad del Tolima, el arraigo de un estilo de ad­
ministración descentralizado de la vida académico
– administrativa que terminó en una especie de feuda­
lización de la administración de la Universidad y de sus
facultades en el techo de un ciclo de la prosperidad.
Ahora bien, toda institución tiene un componente
del cual depende mucho de su identidad, legitimidad e
impacto en la sociedad y en su territorialidad: su me­
moria, su historia. Como entidades históricas, las ins­
tituciones sociales viven en una línea evolutiva y con

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

la presión del cambio a que las somete el ámbito y el


sistema de la que hacen parte. Sin embargo, como en­
tidades compuestas por seres humanos, esa evolución
y cambio se ven afectados, entre otros factores, por la
falta de memoria y de perspectiva histórica de sus in­
tegrantes. La perspectiva histórica vinculante con el
estado presente de la ciudad, de la región y del país, al
igual que de la institución donde laboramos, es mucho
más manifiesta en los desencuentros que en los en­
cuentros del profesorado.
El déficit crónico de memoria y de historia en la
Universidad del Tolima llegó a producir en la nueva
generación de docentes de tiempo completo y de fun­
cionarios de la administración, niveles de anomia y de
ansiedad. El compromiso de sus estamentos con la
actualización e innovación de la institución acorde a
los signos de los nuevos tiempos en materia educati­
va, curricular, científica, académica, administrativa y
laboral mutó en un acomodamiento de sus estamen­
tos en facciones, “roscas” y clientelas, para sobrevivir1.
La nueva profesora de tiempo completo, la periodis­
ta y comunicadora social Beatriz Jaime Pérez, de origen
nortesantandereano, inducida por un colega suyo, vete­
rano, el profesor César Augusto Fonseca, decidió apro­
vechar la idea puesta en contexto, para resolver, a su

1
Obviamente el fenómeno no es exclusivo de la UT sino extensivo
a la mayoría de universidades estatales.

(16)
Beatriz Jaime Pérez

modo, las perplejidades que le despertaba el ambiente


cotidiano de una Universidad que intempestivamente
pasaba de una inusitada expansión a la contracción. Es
decir, se hizo a un proyecto ambicioso de apropiación
del ser histórico y el sentido de su nueva institución, a
través de la compilación de la memoria de un grupo de
profesores meritorios por sus aportes a la vida universi­
taria y a la Universidad del Tolima.
La profesora Beatriz, quien llegó por concurso de
méritos en una convocatoria nacional hecha por la
recientemente creada Facultad de Ciencias Huma­
nas y Artes para suplir necesidades calificadas del
programa de Comunicación Social-Periodismo, con­
tribuye con este libro singularísimo en su tradición
intelectual y en la de los estudiosos de la Universidad
del Tolima, a tener una perspectiva multifocal de la
formación y la consolidación del Alma Máter del Toli­
ma. Sin duda, la perspicaz inserción de la autora en
esta etapa de la historia de la Universidad ha consti­
tuido un desafío personal para enriquecer y afinar la
memoria de esta, a través de un fragmento emblemá­
tico de su estamento profesoral.
La novedad del trabajo de la profesora Beatriz se
advierte al reconocer su enfoque de la Universidad a tra­
vés de la técnica de la semblanza, inspirado en historias
de vida y, en uno de sus casos, en historia biográfica.
Las semblanzas narran “las realizaciones académicas,
científicas y artísticas, de siete profesores”. Las semblan­
zas están basadas en entrevistas, conversaciones, un

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

poco en textos y, sobre todo, en la memoria viva de los


personajes y de miembros de su familia y amigos. Casi
todos los testimonios apuntan a develar la humanidad
o la intimidad que se encuentra más allá de las apa­
riencias protocolarias que rodean el mundo académico y
profesional, el cual, generalmente, está rodeado de una
autoridad epistémica, de un prestigio científico o cultu­
ral y social, con sus ritualidades en los ambientes donde
ejercen su cotidianidad.
La Universidad del Tolima que aparece en estas
semblanzas es un entramado viviente de múltiples y
variados actores de su estamento profesoral, aunque
remite con frecuencia a los cambiantes contextos de
la carrera profesoral y de la institución. Ocasional­
mente remite a estudiantes, a funcionarios, a traba­
jadores y a directivos. En todo caso, las semblanzas
contienen vectores del tejido y de las dinámicas cu­
rriculares de la institución universitaria y sus expre­
siones a lo largo de más de medio siglo. Los sujetos
escogidos por la profesora Beatriz para las semblan­
zas están asociados, de un lado, al conocimiento
científico, principalmente el campo de las ciencias
biológicas (botánica, genética, microbiología y parasi­
tología), otros pertenecen a una frontera de estas con
las ciencias sociales como la ecología, la educación
ambiental, la arqueología y la antropología y, final­
mente, al arte (música y pintura).
Como sabemos, las ciencias sociales y las huma­
nidades tienen sus propios sub-paradigmas y géneros

(18)
Beatriz Jaime Pérez

para abordar el presente y el pasado reciente desde sus


lógicas discursivas. Las historias de vida, la crónica
periodística, los retratos o semblanzas tienen fronteras
más bien difusas donde circulan variedades o mixturas.
La condición de profesora de tiempo completo del pro­
grama de Comunicación Social-Periodismo, le permite
a la autora ese doble enfoque complementario de una
especie de prosopografía institucional de la Universidad
del Tolima desde sus comienzos hasta hoy, a través de
narrativas verbal y audiovisual.
La autora ha tratado de narrar momentos y as­
pectos del mundo familiar, personal y social de los
profesores seleccionados; los orígenes o la psico-gé­
nesis de su formación universitaria y de sus voca­
ciones, los acontecimientos que han dejado huellas
en sus vidas y en su ejercicio académico, intelectual
y científico, y, cuando no, político. El compendio de
todos ellos es un calidoscopio en el cual encontramos
algunos momentos, secuencias y hasta series de da­
tos sobre la historia social del conocimiento y de la
cultura académica universitaria.
De los siete casos de profesores investigadores emble-
máticos, uno ya había muerto, Raúl Echeverry, otro
murió luego de que la profesora Beatriz terminara este
trabajo, Gonzalo Palomino Ortiz, pero las obras de
ambos les sobreviven de manera elocuente; tres es­
tán jubilados y dos siguen activos en la institución.
El octavo personaje es la propia Universidad; es decir,
la matriz institucional que dio lugar a esas carreras

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Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ uyas semblanzas permiten determinar buena parte


c
de los referentes que le dan a la Universidad del Tolima
una singularidad notable en la Educación Superior en
la región. En términos “cortazarianos”, podemos con­
cebir metafóricamente el libro de la profesora Beatriz
y sus personajes como un “octaedro de vidas ejempla-
res”, porque atraviesan otros tantos meridianos de la
historia del Alma Máter del Tolima. En síntesis, es
una narración de “la trayectoria académica y el que-
hacer personal y familiar de siete profesores que han
marcado a la institución por la relevancia de su labor
investigativa y creativa”. Cada una de ellas es un viaje
tanto por la geografía y la historia de la región y del
país, como por diversos campos académicos y curri­
culares con sus acontecimientos emblemáticos de su
carrera universitaria. En todo caso, estamos ante una
cartografía social de la vida académica, intelectual, po­
lítica, humana y creativa e institucional, debidamente
fundamentada con sus respectivos territorios, en su
mayoría tolimense, ampliado a un santandereano y
un caribeño, sin duda, singulares.
La muestra de lo que la autora llama “fuentes vi-
vas” y su punto de partida, desconocimiento total del
origen y de la historia de la Universidad del Tolima,
ayudan a ubicar la relación de la autora con su ob­
jeto de estudio y la opción de método, y permiten al
lector estar atento no solo a, como la define la autora,
“comprender la importancia simbólica- social del indivi-
duo, de la comunidad o del pueblo en cuestión”, sino a la

(20)
Beatriz Jaime Pérez

transformación de la lógica de los vaivenes y contrastes


de la memoria de unos y otros para estar en disposi­
ción de traducir lo oral en escritura, una escritura mix
entre el género periodístico y la narrativa académica e,
inclusive, ensayística. En ningún caso, lo advierte no
muy convincentemente, en hacer historia ni historio­
grafía, pues la semblanza de la Universidad del Tolima
es un ambiguo e incompleto ejercicio de historia e his­
toriografía reforzado por la tradición oral. La autora ha
prometido que las próximas semblanzas suyas podrán
darse con el uso de otras técnicas, como las propias de
algunas de las ciencias sociales y de la historia.
Ese “octaedro”, poli-dimensional en términos so­
cioculturales, comprende un campo que contiene pro­
ductos de décadas de trabajo que se han constituido
en verdadero patrimonio de la institución: un herba­
rio y un jardín botánico; los laboratorios de microbio­
logía y parasitología con su reconocimiento nacional
e internacional; de genética de poblaciones, también
con apoyo internacional; la cultura de la ecología y la
educación ambiental de resistencia anti-sistémica, con
una amplia, variada y vigente ruta en el territorio, tam­
bién con su reconocimiento nacional e internacional;
un museo antropológico, que no solo conserva algunas
de las huellas arqueológicas del pasado pre-hispánico
en el territorio tolimense, sino el mérito de que su ges­
tor y director por muchos años haya sido reconocido
con el premio nacional “Alejandro Angel Escobar”. Otra
cara del “octaedro” contiene el producto pictórico de un

(21)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ utor cuyo estilo precozmente transitó más allá de mu­


a
seos y de salas de exposiciones, es decir, se redimen­
sionó en los muros de la ciudad y de la Universidad,
reivindicando lecturas de la tradición y haciendo eco de
su propia escuela estética. Finalmente, otra rama del
arte, la música europea y la típica regional enriquecida
con variaciones telúricas pre-hispánicas por su inspi­
rado instrumentista, compositor e intérprete.
La estructura de la obra comprende una prime­
ra parte dedicada a dar cuenta de la historia de la
Universidad, desde sus orígenes; y una segunda parte
dedicada a narrar un conjunto de carreras profesiona­
les relevantes. Una y otra permiten adentrarnos en el
conocimiento de procesos, actores y acontecimientos
más o menos contextualizados de la labor misional de
la Universidad en los ámbitos docente, investigativo
y de proyección social en la ciudad y en la región, al
igual que tener cierta exploración de los campos del
conocimiento propio de las diferentes disciplinas en
las cuales se destacan los profesores entrevistados.
En términos analíticos debemos decir que la sem­
blanza institucional tiene un enfoque temático tipifica­
dor de algunas grandes coyunturas de la historia de la
Universidad. Su fundamento, con excepción de la cues­
tión de los orígenes y primera institucionalización, es la
memoria de sus fuentes vivientes. Esta es la opción y el
fundamento metodológico de la semblanza institucional
que toma distancia de la fuente escrita, la cual resulta
clave para un estudio histórico convencional.

(22)
Beatriz Jaime Pérez

La semblanza de la Universidad del Tolima resul­


ta notoriamente extensa al punto de ocupar poco más
de la mitad del espacio dedicado a todas las semblan­
zas de casos. Se trata de una aproximación a momen­
tos históricos de su comunidad y de sus directivas.
El primero, aborda los orígenes y la primera fase de
la institucionalización de la Universidad entre 1955
y 1964, en especial la rectoría de Néstor Hernando
Parra (1961-1964), años en los cuales la institución
construyó sus bases estructurales y los primeros sig­
nos de su identidad moderna en una sede propia, con
una organización académico-administrativa basada
en el modelo norteamericano de los departamentos y
la creación del programa de tecnologías. Igualmente,
comprende la segunda fase de institucionalización de
la Universidad, como fue el periodo rectoral de Rafael
Parga Cortés (1968 – 1972), en el cual se concibió
un proyecto liberal de modernización institucional y
el avance extraordinario en la construcción de una
universidad para la región, en una época de auge de
las luchas sociales con la convergencia de los movi­
mientos estudiantil, profesoral, campesino, indígena
y sindical, aunque también de ampliación y profun­
dización de la lucha político-militar de la izquierda
revolucionaria, con un trasfondo de activismo cultu­
ral sin precedentes por parte de intelectuales, poetas,
escritores y pintores, más o menos vinculados con
la Universidad del Tolima. En este periodo, y en los
años subsiguientes, se produjo un ascenso ­innovador

(23)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ entro del concepto de universidad tradicional: la lu­


d
cha estudiantil y política por tener una granja para
las prácticas de campo y las investigaciones de es­
tudiantes y profesores de las facultades históricas
(Agronomía, Veterinaria y Zootecnia y Forestal). De
igual manera, se destaca la construcción de mode­
los para la cualificación del profesorado en ejercicio
como el Plan Extramuros, repotenciado por el mo­
delo de la educación a distancia2. La creación del
Jardín Botánico y del Museo del Hombre Tolimense,
y la creación del primer grupo ecológico en América
Latina con un proyecto de evaluación crítica del de­
sarrollo agrícola y económico del país y de la región.
Sin duda, el Jardín Botánico “Alexander Von Hum­
boldt”, el sabio alemán que recorrió y escribió sobre
Ibagué y el Camino del Quindío, y el Grupo Ecoló­
gico han sido dos creaciones institucionales que le
dieron una proyección internacional a la Universidad
del Tolima. Otros hechos que se destacan en el libro
hacen referencia a la obtención del premio “Alejandro
Ángel Escobar” por parte del profesor César Velandia
como reconocimiento a sus propios hallazgos en la
cultura agustiniana y su perspicaz interpretación, al
igual que el inicio de la formación postgraduada de

2
El trabajo en proceso del intelectual y académico universitario
huilense William Fernando Torres sobre la historia de la Universidad
Surcolombiana contiene datos sumamente elocuentes sobre la simul-
taneidad de un proyecto similar, aunque más audaz, de educación de
educadores en el Huila, Caquetá y Putumayo.

(24)
Beatriz Jaime Pérez

un sector del profesorado de la Universidad del To­


lima, tanto en Colombia como en el extranjero, del
cual resulta emblemática la graduación en 1998 de
la primera doctora de la Universidad de los Andes, la
profesora Magdalena Echeverry. Finalmente, el tema
del autor y diseño del logo institucional.
De acuerdo con el canon convencional de la es­
critura musical, podríamos tomar cada una de esas
semblanzas como las notas de un pentagrama, or­
denándolas para una combinación rítmica y meló­
dica de cada una y de grupos de estas con el factor
referencial y potenciador de la Universidad que nos
revele algunos de los significados ocultos de sus es­
tructuras ontológica y curricular.
De otra parte, las semblanzas logran darnos una
visión de la vida universitaria en diferentes momen­
tos y aspectos. Anécdotas memorables de aconteci­
mientos en las prácticas y trabajos de campo, en el
Conservatorio de Música del Tolima y en los coros de
la Universidad del Tolima, al igual que la vida en los
laboratorios, granjas, museos, jardines botánicos,
herbarios; es decir, en las aulas y en los espacios
extracurriculares en los que ocurre una vida univer­
sitaria. El valor de estos contenidos de las semblan­
zas rebasa la anécdota personal, liberan un referente
comparativo para conocer nuestro presente en carne
viva. A lo largo del texto, podemos asistir a expre­
siones intermitentes pero elocuentes de mezquin­
dad, vanidad, ignorancia, sectarismo, rivalidades,

(25)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

maledicencias, intrigas, trampas, favoritismos, virus


patógenos, propios de toda institución social, pero
idealmente extraños en el ethos de la llamada educa­
ción superior. El saber y el conocimiento convertidos,
tanto por docentes de carrera como por funcionarios
capacitados por la Universidad, en un factor del cál­
culo de su promoción laboral y de su pensión, en
una mercancía e instrumento del poder, y no en el
fruto debidamente cosechado por la pasión del cono­
cimiento. Con todo, en unos y otros campea el arri­
bismo, la arrogancia, la maledicencia, la rivalidad y
otros virus propios del ejercicio de la academia, la in­
vestigación, la creación artística y la administración
en nuestro ámbito universitario.
Si intentáramos determinar un poco la singulari­
dad del trabajo de la profesora Beatriz en el conjun­
to de los estudios sobre el profesorado universitario y
sobre la Universidad del Tolima, podríamos mencio­
nar el trabajo del profesor Carlos Alfonso Quimbayo
Valderrama, titulado “Calidoscopio docente. Profesores
universitarios destacados”3. De otro lado, el trabajo de
Sonia Giraldo Pérez, “La Universidad del Tolima: los
años de su institucionalización (1945-1962). Hacia una

3
QUIMBAYO Valderrama, Carlos Alfonso. Editor. “Calidoscopio
docente. Profesores universitarios destacados”. Universidad del Tolima.
Ibagué. 2015. Curiosamente, ninguno de los profesores seleccionados
para este estudio coincide con los seleccionados por la profesora Beatriz.

(26)
Beatriz Jaime Pérez

discusión sobre la Universidad y el Currículo”4, que


contiene un buen estudio de ese periodo de formación
de la Universidad.
En otra línea de recuperación de la memoria insti­
tucional de la Universidad del Tolima conviene advertir
que en 2017 se produjo la sustentación y aprobación
de una tesis de pregrado del programa de Historia,
como resultado del proceso de inventario, depuración
y clasificación de la masa documental de la sección del
archivo y correspondencia producida en casi medio si­
glo, especialmente a nivel de sus organismos directivos.
Bajo la dirección técnica de la directora de la división
de archivo y correspondencia, Luz Nidia Bermúdez, los
estudiantes Gustavo y Diego Londoño Silva realizaron
un aporte relevante para la memoria histórica de la
Universidad con la tesis titulada: “Fundamentos Archi-
vísticos para la Investigación de la Historia de la Univer-
sidad del Tolima”, la cual sin duda es la más completa
aproximación archivística e historiográfica para una
historia institucional de esta.
Por otra parte, para sorpresa y admiración, existen
variantes excepcionales de la memoria de la Institución
como la que encarna el estilo laboral de un funciona­
rio histórico de la Universidad, Jaime Cuartas Chacón,

4
GIRALDO Pérez, Sonia. “La Universidad del Tolima: los años
de su institucionalización (1945-1962). Hacia una discusión sobre la
Universidad y el Currículo”. Tesina de maestría en Educación. Bogotá,
2015.

(27)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

quien, desde finales de la década de 1980, llevó un re­


gistro cronológico de asuntos propios de su cargo, con­
signados en libretas de notas o agendas. Se trata de
una masa de datos caracterizados por un rasgo esti­
lístico metodológico; todos enunciativos y descriptivos
de hechos y situaciones, de personas, cosas y anima­
les pertenecientes a la institución y carentes de cual­
quier comentario u observación personal. Por ejemplo,
reuniones, “pedreas o tropeles” estudiantiles, viajes,
eventos académicos, acontecimientos y situaciones de
miembros de la comunidad universitaria. Casi todos,
de carácter administrativo.
Tanto por reconocimiento del trasfondo espacial
que varios de los personajes de estas semblanzas y de
sus discípulos han ayudado a construir, como por per­
cibir la espacialidad que no aparece en estas semblan­
zas y que darían una idea del cambio y transformación
que ha vivido la Universidad, conviene ampliar y mati­
zar los referentes espaciales que, por supuesto, apor­
tan no poco a la memoria histórica de la Institución.
Por ejemplo, el campus con sus micro-bosques con
sus especies forestales, contrastados con los jardines
ornamentales, el nuevo jardín botánico, los escenarios
deportivos y el museo antropológico; los senderos y
el emblemático parque Ducuara; los viejos y moder­
nos bloques de aulas, el mundo químico, biológico y
microbiológico de los laboratorios; las bibliotecas, los
edificios de las facultades y de la administración con
sus oficinas y salas de profesores, los auditorios, el

(28)
Beatriz Jaime Pérez

consultorio jurídico y la clínica de pequeños anima­


les; los parqueaderos, las granjas en extramuros, el
restaurante estudiantil, las cafeterías. También la es­
pacialidad virtual y hasta los espacios y objetos perdi­
dos de la universidad de antaño, como el que ocupó la
emblemática Cooperativa de Profesores, empleados y
trabajadores de la Universidad. Cada uno de esos es­
pacios tiene su memoria, sus protocolos, sus actores,
sus ritos, todo ello cruzado por un universo de signos
y símbolos con sus respectivas semánticas y sentidos
socialmente eslabonados hasta su subsunción en los
tejidos social y familiar. Son espacios de la memoria
que deberían tener lugar en otro tipo de semblanzas.
En balance, este trabajo de la profesora Beatriz,
quien confiesa no haber escrito antes una semblanza
de más de siete cuartillas, ha sorteado con éxito su reto
de conocer la Institución a la que ha llegado a realizar
un proyecto de vida. El primer volumen de lo que pro­
mete sea una colección dedicada a la memoria histó­
rica de la Universidad del Tolima está acompañado de
un documento audiovisual sobre cada uno de los siete
personajes. Con este primer resultado de su proyecto
académico, modela y modula su genio compositivo con
una amena narrativa y una trama de sorpresa.
El trabajo de la profesora Beatriz inaugura una
nueva modalidad de la memoria histórica de la Uni­
versidad del Tolima que supera el trabajo pionero de
Camilo Pérez Salamanca. Este logro, muy seguramen­
te, estimulará la realización de la tarea pendiente de

(29)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

contar con una historia propiamente dicha de la Uni­


versidad del Tolima, a la cual ya le ha aportado infor­
mación, rigor académico y novedad narrativa.
Ciertamente debemos dudar de que este bien lo­
grado trabajo sea el remedio efectivo para curar a los
actuales miembros de la comunidad universitaria de
la enfermedad del olvido y de los efectos de la ignoran­
cia, de la débil memoria histórica de la más importan­
te institución de educación superior del departamento
del Tolima. La debilidad de esta ha dado lugar a la
formación de estereotipos sobre diferentes tópicos de
formación, crecimiento y cambio, que en no pocos ca­
sos resultan sustitutivos de la verdad histórica sobre
el origen, la formación, el desarrollo y, sobre todo, los
acontecimientos, procesos y actores de los cambios
que han estructurado nuestra institución. Por eso
mismo es encomiable la contribución de este libro a
la memoria histórica y, posiblemente, a un reconoci­
miento de los aportes de la Universidad a la ciudad, al
departamento, a la nación y a la sociedad global como
premisa para una mejor autoestima de la institución.
En efecto, conviene sugerir al lector un ejercicio
de recomponer en su imaginación los datos estruc­
turales que estas semblanzas le ofrecen para tener
una idea de la fortaleza innovadora de nuestra Uni­
versidad en el ámbito urbano regional, nacional y
global. La idea es ensamblar las imágenes, ideas y
experiencias de la existencia de un Jardín Botánico
y un Herbario, entre el campus universitario y el río

(30)
Beatriz Jaime Pérez

Combeima, de unos laboratorios, entre otros, de pa­


rasitología y genética de poblaciones, de un museo
antropológico, de una conciencia y praxis ecológica
y ambiental en defensa del agua, la vida y el territo­
rio, de unos coros y una orquesta sinfónica con un
auditorio mayor de la música, de una obra pictórica
que condensa una lectura - escuela del paisaje y el
territorio tolimense.
Es probable que uno de los frutos de ese ejercicio
sea fortalecer la responsabilidad de estabilizar finan­
ciera y administrativamente a la Universidad y avanzar
en una reforma académico – administrativa que permi­
ta el gran salto hacia adelante de nuestra Universidad.

Hernán Clavijo Ocampo


Universidad del Tolima

(31)
Ningún otro proyecto académico emprendido
antes me había puesto en la necesidad de consultar
a tantas fuentes vivas. Eso fue lo más interesante
de este trabajo: la oportunidad de conocer, conver­
sar y discutir asuntos de la Universidad del Tolima
con personas que difícilmente habría conocido por
fuera de esta realización. Fue también lo más arduo:
cada persona con la que hablaba me remitía a dos o
cinco fuentes más, que a su vez me recomendaban
buscar a otras dos o tres más y así sucesivamente
hasta convertir el trabajo de campo en una actividad
casi imposible de terminar. Pero lo más dramático
fue darme cuenta del esfuerzo que todas las fuentes
hacían por explicarme la importancia de registrar las
versiones de los otros, sin las cuales, me advertían,
no se podría narrar una historia cabal sobre tal o
cual hecho ocurrido en la Universidad.
No fueron pocos los momentos en los que estuve
atrapada en ese caudal de testimonios, imposibles de
decodificar completamente en el tiempo establecido
para su elaboración. Pronto entendí que las personas
que se sienten parte de una comunidad, testigos o pro­
tagonistas de uno o varios sucesos, tienen el legítimo
derecho a ser escuchadas, a que su versión sea regis­
trada, a que otros no las olviden. Entonces, me dediqué
a escuchar a muchas personas. Tengo cientos de horas
grabadas. Y aun así faltaron decenas de voces que no
escuché. Pero no solo eso: muchas de las historias re­
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

cogidas en las múltiples entrevistas que hice, ni siquie­


ra forman parte de la construcción final de este relato.
Había que tomar decisiones, poner un límite, o
de lo contrario esta memoria no estaría amenazada
por supresión de información, sino por sobreabun­
dancia de ella. Esto que acabo de decir y lo próximo
que diré lo aprendí de Todorov: la memoria, como
tal, es forzosamente una selección.
En ese proceso de selección, o de exclusión, de­
pendiendo de la mirada, cometí dos errores crasos. El
primero fue creer que podía construir un relato tan
vasto sobre la Universidad del Tolima, cuando nada
me había ligado antes a la historia de ella. Recién
llegada como estaba cuando emprendí este proyec­
to, tuve que enfrentar el hecho de que ignoraba por
completo los orígenes de la Universidad, los nombres
de las personas y las circunstancias que hicieron po­
sible este proyecto educativo para la región, así como
los aportes que ha hecho al conocimiento, a la cultu­
ra y a las artes. Mejor dicho, ignoraba todo.
Esto, sin embargo, era subsanable; había que
empezar a hablar con la gente y a buscar material,
pero lo que no calculé fue mi incapacidad para reco­
ger tanta información en tan poco tiempo. Y ese fue
el segundo error: creer que lo podía hacer en un año
y medio o dos años. Había escrito varias semblanzas
antes y creí, por esa razón, que tenía buena expe­
riencia en este género. Solo que hasta ese momento
no había caído en la cuenta de que la compilación de

(34)
Beatriz Jaime Pérez

semblanzas que ya tenía en mi haber era un trabajo


demasiado simple, demasiado elemental, y que por
tanto debía ser superado. Nunca antes había escrito
una semblanza de más de siete cuartillas. De hecho,
la información registrada en ellas, la había consegui­
do en una sola tarde de conversación con los perso­
najes, o a lo sumo en dos.
Luego vinieron otros problemas, no menos graves.
No esperaba que este proyecto me pasara una factura
tan cara en términos emocionales. Por un lado, cono­
cer tantas intimidades de la Institución a la que me
había vinculado recientemente y en la que estoy dis­
puesta a desarrollar un proyecto profesional de larga
duración, me conmovió hasta el punto de paralizarme
por momentos. Por otro lado, reconocer las grandezas,
las precariedades, las bajezas, las potencialidades y,
en general, todo lo que ha rodeado la vida institucio­
nal en 70 años de historia, me llevó al convencimiento
de que este es un proyecto muy importante para la
Universidad del Tolima, aunque no corra ni un milí­
metro la frontera del conocimiento en ninguna de las
áreas que se estudian en ella.
Después vino la escritura. El momento trascen­
dental y también el más delicado. El que me generó
más angustias. Cómo contar los sucesos. Cuál es­
trategia narrativa usar. Gabriel García Márquez dijo
alguna vez que lo realmente importante de una his­
toria, no era la historia en sí misma sino la forma en
que estaba narrada. Y tenía razón, al menos en lo que

(35)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

respecta a los géneros literarios. Cuando se lee a los


grandes de la literatura, se descubre que su grandeza
consiste fundamentalmente en que fueron capaces de
crear una manera genial de narrar historias cotidia­
nas o fantásticas o de cualquier otra índole. Pero no
sucede lo mismo con los géneros periodísticos, o con
los que llaman géneros de no-ficción, en donde impor­
ta la forma, pero no tanto como las revelaciones mis­
mas que se hagan en la historia narrada.
Quiero decir que la perdurabilidad de la escri­
tura es intimidante. El poder de la letra impresa es
demoledor, dice García Márquez en sus memorias.
Por eso no fue fácil para los profesores que protago­
nizan estas semblanzas aceptar completamente los
primeros borradores que les presenté. A casi todos,
o a todos, pero a unos más que a otros, les causó un
gran impacto ver expresado por escrito lo que antes
me habían dicho en largas horas de conversación es­
pontánea. Quizá no esperaban que algunos detalles,
contados como algo accesorio, quedaran en el relato
final. Y también al contrario: un poco de decepción al
ver que no aparecía alguna parte que les habría gus­
tado dar a conocer, y que yo excluí por considerarla
irrelevante en la semblanza.
Tuve que negociar cosas. Fue divertido en muchos
momentos, pero en otros perdí la paciencia. Que esto no
es una biografía; que qué podría pasarle por hacer esa
crítica; que eso pasó hace muchos años y ya es hora de
que se sepa públicamente; que cuál es el problema si lo

(36)
Beatriz Jaime Pérez

decimos así como usted lo dijo en un principio. Todo eso


les decía yo. Que es mejor matizar un poco esta parte;
que la gente tiene muchos prejuicios y no va a entender
que se diga esto otro; prefiero que eliminemos esa parte.
Cosas así me decían algunos de ellos.
Los entiendo. No es fácil leer un texto de más de
15 cuartillas, dedicado en su totalidad a narrar frag-
mentos de su propia vida, algunos de los cuales son de
ingrata recordación o sencillamente muy dolorosos. A
pesar de eso creo que, en general, todos se sintieron
honrados y disfrutaron mucho la participación en este
proyecto. Por mi parte, además de los sentimientos de
gratitud que tengo hacia ellos, les guardo a todos un
inmenso cariño y una profunda admiración. En poco
tiempo aprendí a querer a la Universidad, y es seguro
que en gran medida fue a través de ellos.
Quien llegue a la lectura de este libro debe saber,
además, que el relato sobre la Universidad del Toli­
ma, presentado en ocho fragmentos, es un texto que
también denomino semblanza5, aunque varios párra­
fos no se correspondan con ese género y más bien
se enmarquen dentro de una narrativa académica,

5
La semblanza periodística (existe la semblanza literaria) es una
exploración de la vida, el pensamiento y el contexto histórico-social de
una persona, pero en periodismo también se hacen semblanzas sobre
pueblos o comunidades. Tanto en una como en otra, la semblanza busca
ayudar a comprender la importancia simbólico-social del individuo, de
la comunidad o del pueblo en cuestión.

(37)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

incluso, por momentos, ensayística. No tuve la pre­


tensión de hacer historiografía sobre la UT.
El fragmento de cierre fue el más problemático.
Los cierres casi siempre son la parte más difícil del
periodismo narrativo, porque se supone que deben
lograr en sus lectores la sensación de que ahí termi­
na la historia; que no se dice más porque no hay más
nada qué decir. En este caso esa regla no se cum­
ple. Todo lo contrario. Con el fragmento VIII lo que
queda en evidencia es que este es un trabajo incon-
cluso, que debe continuarse, que debe recoger otros
testimonios, otros sucesos, otros recuerdos, otros pe­
riodos; que combine otras técnicas de recolección de
información en el trabajo de campo, como las que se
emplean en Historia, en Antropología, en Sociología.

(38)
Este libro pretende ser el primer volumen de una
colección dedicada a construir la memoria de la Uni­
versidad del Tolima. Un proyecto que busca repasar los
senderos por los que ha trasegado la UT para afianzar
sus saberes y posicionarse como la institución de edu­
cación superior más importante del departamento.
El hecho de que el tiempo transcurrido desde
su creación no rebase el que puede alcanzar una
vida humana, es un acontecimiento feliz en este
proyecto porque nos pone, todavía, frente a la posi­
bilidad de conversar directamente con personas que
han ayudado a moldear, con su trabajo, los pilares
sobre los que se ha erigido la Universidad.
Inicia con ocho Fragmentos dedicados a la Univer­
sidad en su conjunto, en los que se narra una versión
de los orígenes de la UT y se destacan algunos sucesos
que por su gravedad o su importancia quedaron impre­
sos en la memoria de la comunidad universitaria. Lue­
go aparece un compendio de semblanzas que narran la
trayectoria académica y el quehacer personal y familiar
de siete profesores que han marcado a la Institución
por varios factores, pero sobre todo por la relevancia
de su labor investigativa y creativa. Es un ejercicio en
el que se rememoran sus aportes intelectuales o artís­
ticos, así como las circunstancias que rodearon su for­
mación y su producción.
Por supuesto el aporte científico, académico y
­artístico que ha hecho la Universidad del Tolima a
la sociedad colombiana no se agota en los relatos
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

entregados en este volumen, pues el número de personas


y la magnitud de los hechos y de los saberes con los
que se ha forjado el primer centro educativo del Tolima
es tan amplio, tan complejo y tan variado, que siete
profesores mal podrían representar esa construcción.
Es claro que las posibilidades de alcanzar los
testimonios directos de profesores destacados por su
aporte al conocimiento en sus distintas áreas consi­
guieron agotarse en algunos casos, razón por la que
este primer volumen contiene una semblanza obitua­
rio sobre el profesor Raúl Echeverry Echeverry, fun­
dador del Jardín Botánico y del Herbario de la UT,
quien falleció en el año 2008.
El colectivo de profesores que integra el grupo
de investigación en Comunicación y Cultura, de la
Facultad de Ciencias Humanas y Artes, ha dedicado
importantes esfuerzos investigativos al estudio de la
imagen como expresión cinematográfica, de una me­
moria que no se agota en el texto escrito, razón por
la que también realizó un documento audiovisual so­
bre estos mismos personajes. La versión audiovisual,
cuyo producto está constituido por perfiles de 25 mi­
nutos cada uno, es pieza integral de este proyecto, y
se puede acceder a ella a través del código QR impre­
so en el colofón y la solapa de este libro.
Como este volumen no tiene la intención de li­
mitar el proyecto a la construcción de semblanzas
escritas y perfiles audiovisuales, deja abierta la po­

(40)
Beatriz Jaime Pérez

sibilidad de seguir narrando, desde otros géneros y


con otras metodologías, nuevas y desconocidas me­
morias sobre la Universidad del Tolima.

Todorov, Ricoeur, Le Goff, Benjamin, Kapuscinski,


pero principalmente Todorov, nos han ayudado a com­
prender que la memoria es imperfecta y que el olvido
puede ser un buen mecanismo de defensa. Estos auto­
res, puestos en diálogo en el marco teórico del proyecto,
enseñan que ninguna memoria individual representa
la “verdad verdadera”, y que, de hecho, tampoco la me­
moria colectiva podría endilgarse ese carácter. Gabriel
García Márquez lo resumió mejor en el epígrafe de sus
memorias: “La vida — nosotros diríamos la historia —
no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la
recuerda para contarla”.
Todo acto de reminiscencia, por humilde que
sea, es un acto de resistencia, dice Todorov. Por eso,
el propósito fundamental de este proyecto es recor­
dar, rememorar. Al hacerlo, traemos el pasado y lo
ponemos en diálogo con los recuerdos de los otros
para seguir construyendo el futuro, pero sobre todo
para explicar y comprender mejor nuestro presente.
La idea de recuperar la memoria institucional no
es una intención original del Grupo de Investigación
en Comunicación y Cultura. De hecho, Camilo Pérez
Salamanca, otrora coordinador de Comunicaciones
de esta Institución, es autor de un libro que recoge

(41)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

60 pequeñas historias, que están narradas a través


de géneros periodísticos, cuyo título es Reportaje a la
­Universidad6. Este texto, que merecería ser reeditado
por la valía de la información acopiada en él, consti­
tuye hasta ahora el referente más importante sobre
la Universidad del Tolima, en el que se puede conocer
una pequeña parte de sus orígenes, de sus desarrollos
y de sus problemáticas.
La producción bibliográfica de la Universidad del
Tolima es precaria en publicaciones sobre su pro­
pia memoria. Esta realidad justificó ampliamente el
desarrollo de este proyecto. Sin embargo, en el seno
del grupo de investigación creemos que la justifica­
ción más poderosa radicó en el convencimiento de
que estas memorias podrán ser pequeños elementos
que nos ayudarán a reafirmarnos como parte de una
comunidad: la comunidad universitaria de la UT. La
mayoría de los seres humanos —dice Todorov — ex­
perimenta la necesidad de saber quién es y a qué
grupo pertenece. Es decir, necesita construir una
identidad colectiva. Sin ese sentimiento de identidad
—continúa Todorov— las comunidades se sienten
paralizadas y amenazadas en su ser.
Como en este texto faltarán las miradas y las inter­
pretaciones de personas que con toda razón se sentirán
injustamente marginadas del relato, que sea este libro,

6
En la edición del libro no aparece ninguna fecha de publicación.

(42)
Beatriz Jaime Pérez

entonces, un incentivo para que aparezcan mejores pá­


ginas que se ocupen de estos y otros sucesos, y también
de otros personajes que han pasado por la Universidad
del Tolima y han dejado una huella indeleble.

(43)
Beatriz Jaime Pérez

Crear una universidad pública en Ibagué, a me­


diados del siglo XX, no fue idea de un político de la
región, ni de los intelectuales tolimenses; tampoco de
los militares en el gobierno de facto, ni de los curas;
y mucho menos de los ricos de la ciudad. La idea fue
concebida por los “alpargatones”, como eran llamados
en forma peyorativa los vendedores de la plaza de mer­
cado, que hace 70 años ocupaban la carrera tercera
con calle 14, en lo que hoy es el centro de la ciudad.
Pocos relatos se encuentran sobre los orígenes de
la Universidad del Tolima. De hecho, todavía no existe
un documento que narre los aspectos más significa­
tivos de todo cuanto ha pasado en estos 60 años de
funcionamiento y 70 de fundación. Este texto, por su­
puesto, tampoco lo hará, en rigor. Es apenas una sem­
blanza; es decir, una versión periodística sobre algunos
episodios que todavía repican en la memoria viva de la
comunidad universitaria.
Aunque la información histórica es escasa, hay que
destacar la existencia de cuatro publicaciones que cons­
tituyen un importante esfuerzo investigativo porque ras­
trean y rescatan algunos documentos formales sobre la
creación de la Universidad, y porque también entregan
una visión sobre el contexto social regional, pero sobre
todo porque presentan testimonios de personas que fue­
ron testigos directos o protagonistas de acontecimientos
que marcaron pautas en la Universidad.

(49)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Una es la revista Panorama Universitario7 (1988),


que en su edición No. 8 publica fotografías de los pri­
meros estudiantes, de otros personajes que formaron
parte de la comunidad universitaria en sus inicios,
de algunas construcciones y de los espacios físicos
donde comenzó a funcionar la Institución, así como
también reseñas históricas sobre la Universidad y
la ciudad. Otra es el artículo “La Universidad del
Tolima: apuntes para una aproximación histórica”8
(1990), escrito por Andrés Rocha Bermúdez, en el
que se describe brevemente un contexto sobre la ex­
pansión de las universidades regionales en Colombia
y se destaca la relación que existió a mediados del
siglo XX entre el desarrollo agrícola que comenzó a
experimentar el país y la formación en agronomía im­
partida por la UT. La otra publicación, en mi opinión
la más relevante, es el libro “Reportaje a la Universi-
dad”9, de Camilo Pérez Salamanca, que constituye
un importante referente histórico, cuyo valor radica
en la cantidad de fuentes primarias que consulta y en
los testimonios directos que presenta. Asimismo, se

7
Revista Panorama Universitario, No. 8, Universidad del Tolima,
octubre de 1988.

8
Revista Humanidades y Ciencias Sociales, Vol. 5, No. 9, Univer-
sidad del Tolima, septiembre de 1990.

9
Pérez Salamanca, C. Reportaje a la Universidad. Universidad del
Tolima, (sin fecha).

(50)
Beatriz Jaime Pérez

debe subrayar la existencia del artículo “Constitución


y primeros años de funcionamiento de la Universidad
del Tolima 1945-1958”10 (2003), esfuerzo investigativo
realizado por los profesores Carlos Roberto Carvajal,
Néstor Roberto Cardoso y José del Carmen Buitrago,
en el que quedaron enunciados los antecedentes de
la educación superior en Ibagué, al tiempo que se re­
velan algunas de las razones por las que la Universi­
dad solo existió en el papel durante los primeros diez
años y, finalmente, se describen las condiciones en
que la Universidad comenzó a funcionar, en marzo
de 1955.
De todos modos, es importante decir que el relato
más repetido cuando se hace memoria sobre los orí­
genes de la Universidad del Tolima es que la prime­
ra idea la tuvo el diputado conservador Lucio Huertas
Rengifo, iniciativa que nació muerta en 1945, y a la que
diez años más tarde le dio vida el gobernador militar
César Cuéllar Velandia. A este relato hemos empeza­
do a acostumbrarnos, sin mayores resistencias, quizá
porque persiste en nuestra estructura mental colecti­
va el modelo historiográfico tradicional, para el que los
acontecimientos son, “en suma, la historia de la elite

10
Revista Aquelarre No. 4. Centro Cultural, Universidad del Tolima,
2003.

(51)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

gobernante, blanca y masculina, de la cual está ausente


el pueblo como protagonista...”11.
Algo sobre lo que se debe llamar la atención es
que, aún sin que se haya construido una historia
institucional sobre la Universidad, existe un relato
oral predominante, mediado, por supuesto, por lo
que está escrito hasta el momento, que margina de
tajo el entramado cotidiano de la época y a los diver­
sos actores sociales que intervinieron en él.
Y es que los orígenes de la UT tienen justamente
los ingredientes con los que se ha construido la histo­
ria de Colombia: una historia “hecha por héroes mili-
tares y políticos, de cuya voluntad se hace depender el
curso de los acontecimientos”12 . Acaso haya sido esta
la razón por la que, hasta el momento, no ha habi­
do interés en investigar y reconocer a esos personajes
anónimos de la plaza de mercado de mediados del si­
glo XX como los agentes que sembraron las primeras
raíces de la única universidad pública de la región.

Hoy nadie pone en duda la importancia que tie­


ne para el Tolima la existencia de una universidad
pública. Pero a mediados del siglo XX, la sola idea

11
De Roux, R. La historia que se enseña a los niños. Revista Educación
y cultura, Fecode, Bogotá, 1985, p. 28.

12
Ibídem, p. 28.

(52)
Beatriz Jaime Pérez

causaba escozor entre las elites políticas regionales,


tanto liberales como conservadoras. Todos se opusie­
ron: los liberales, porque definitivamente la idea no
había salido de sus toldas; los conservadores, por la
misma razón: no era un proyecto de su colectividad.
En este punto es cuando la literatura se convier­
te, si no en la mejor, en una buena herramienta para
explicar un suceso histórico de esta índole: en 1945,
época de este acontecimiento, ya la única diferencia
entre liberales y conservadores era que los liberales
iban a misa de cinco y los conservadores, a misa de
ocho, tal como lo advirtió muchos años después el
coronel Aureliano Buendía13.
El hecho es que la propuesta de crear una uni­
versidad pública en Ibagué, llevada a la Asamblea
Departamental por el diputado conservador Lucio
Huertas Rengifo, salió derrotada por mayoría aplas­
tante en el primer debate. Sus detractores la recha­
zaron con un argumento que quizá creían irrefutable
en ese momento: “Los que quieran ser doctores que
vayan a estudiar a Bogotá…”14 .

13
García Márquez, G. Cien Años de Soledad. Edición conmemo-
rativa, Colombia, 2007, p. 278.

14
Pérez Salamanca, C. “Del onirismo utópico a la dinámica del
progreso” En: Panorama Universitario No. 17, Universidad del Tolima,
Ibagué, 1994, p. 7.

(53)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Por supuesto, la preocupación de esos diputa­


dos no era en absoluto la educación de las clases
populares, porque era claro que solo los “ricos” de
la ciudad podían enviar a sus hijos a estudiar en las
universidades bogotanas. Es una verdad de Pero­
grullo la que expresa el escritor tolimense William
Ospina sobre las elites políticas del país: la diri­
gencia colombiana siempre se ha avergonzado del
pueblo que le tocó en suerte; no le parece digno de
ningún esfuerzo y tampoco se resigna a tener que
convivir con lo que llamó “un país de cafres”; aquí
la tendencia es a dejar a las muchedumbres en la
pobreza y el abandono15.
Por eso, el proyecto más importante que se ha
presentado en toda la historia de este departamento16,
tampoco logró la adhesión de las mayorías en segundo
debate. Avances muy precarios había logrado Huertas
Rengifo en su tarea de convencer a copartidarios y con­
trincantes de que la educación superior era importante
para el desarrollo de la región. Tuvo que echar mano de
una mejor estrategia política: apelar al pueblo.

15
Ospina, W. Pa que se acabe la vaina. Editorial Planeta, Bogotá,
2013, pp. 29-31.

Cadavid, Z. “Lucio Huertas Rengifo y un sueño realizado: La


16

Universidad del Tolima” En: Crónicas de provincia, Somos Editores,


Ibagué, 1986, p. 47.

(54)
Beatriz Jaime Pérez

Se fue para la plaza de mercado, que era el lugar


donde había nacido la idea de crear una universi­
dad. En tiempos de elecciones, los comerciantes de
la galería Paloquemao y el pabellón de carnes17 lo
apoyaron en las urnas, con la esperanza de que este
sacara adelante el proyecto de una universidad para
la región. A Huertas Rengifo que era, como dice Ca­
milo Pérez Salamanca, un educador en tránsito por
la política18, le sonó la idea. Por eso acudió a ellos,
que eran los auténticos dolientes de un proyecto de
educación superior para el Tolima.
Los trabajadores de la plaza de mercado, “alpar-
gatones” para las elites ibaguereñas, no eran propia­
mente los más pobres de la ciudad. Eran pequeños
y medianos comerciantes que querían ascender en
la pirámide social, algo que solo se podía alcanzar si
sus hijos lograban recibir educación superior.
No se encuentran registros fotográficos en la
prensa regional sobre el tercer debate en el que final­
mente se aprobó la ordenanza que creaba la Universi­
dad del Tolima, pero es fácil imaginar el recinto de la
Asamblea Departamental hasta el tope con vendedo­
res de la plaza de mercado, a quienes con seguridad

17
Pérez Salamanca, C. Op, Cit, p. 7

18
Pérez Salamanca, C. “La UT, una historia reciente con pasajes
de olvido” En: Panorama No. 8, Universidad del Tolima, 1988, P. 72

(55)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

miraban como a una masa estridente, desagradable


y repulsiva, que no obstante representaba un capital
político muy importante en Ibagué. Así es que con
sus gritos, rechiflas y aplausos obligaron a los dipu­
tados a votar en favor de la propuesta. Esas acciones
inefables de la ortodoxia política, o lo que hoy llaman
“lo políticamente correcto”, fue lo que se impuso en la
creación de la única universidad pública del Tolima.
De lo anterior se colige la razón por la que no se
echó a andar el proyecto de universidad inmediata­
mente después de su creación oficial. Para decirlo en
forma directa, el gobernador del momento, Ricardo
Bonilla Gutiérrez, no cumplió la ordenanza y tampoco
hubo control político de parte de los diputados sobre
este tema “por celos, sectarismo, envidia, odio”19, sen­
timientos comúnmente albergados entre la dirigencia
política regional y en general de Colombia. Pero no fue
solo por eso; también porque la idea de crear una uni­
versidad salió de las bases populares y, como diría Wi­
lliam Ospina, las cribas de la aristocracia nunca han
reconocido las iniciativas de las bases; por el contra­
rio, han descalificado y rechazado todo lo que ha sali­
do de las manos y del espíritu del pueblo.20 Una razón
más: las elites ibaguereñas no estaban dispuestas a

19
Pérez Salamanca, C. “Ibagué reconstruida por el cedazo de uno
de sus memoriosos” En: Reportaje a la Universidad, (sin fecha) p. 13.

20
Ospina, W. Op Cit, p. 30.

(56)
Beatriz Jaime Pérez

crear una universidad en la que se revolvieran sus hi­


jos con los hijos de los “alpargatones”.

Pasados diez años de esa sobreactuación hecha


por los diputados de la Asamblea Departamental
frente a los vendedores de la plaza de mercado, y en
medio del charco de sangre en el que estaban su­
midos los campos tolimenses de mediados del siglo
XX, por causa de ese acontecimiento que la historia
ha llamado eufemísticamente La Violencia, “resucitó”
la Universidad del Tolima. El “milagro” lo hizo César
Cuéllar Velandia, un militar que, si lo juzgáramos
solo por las obras de infraestructura que realizó y
por las ovaciones a su administración registradas en
la prensa regional de la época, habría que decir que
fue el mejor gobernador que ha tenido el Tolima en
todos sus años de existencia.
Pero hay que decir, también, que mientras
Cuéllar Velandia construía carreteras y puentes en
varias partes del departamento, y fundaba institu­
ciones académicas y deportivas en Ibagué, en otros
municipios del Tolima como Villarrica y Cunday lle­
vaba a cabo una de las operaciones de exterminio
más grandes de que se tenga noticia contra la po­
blación campesina de esa región: campos de con­
centración, ejecuciones extrajudiciales, juicios sin

(57)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

garantías procesales, abuso sexual contra mujeres


y todo tipo de violaciones a los derechos humanos21.
Que la Universidad del Tolima hubiera sido crea­
da por un personaje que hacía grandes obras al mismo
tiempo que promovía el terrorismo estatal, alimentó
una especie de conciencia vergonzante22 entre los toli­
menses progresistas y, por supuesto, entre gran parte
de la comunidad universitaria de la UT. Sin embargo,
en la Universidad nunca se ha dejado de reconocer,
“con cierto rubor civilista y democrático, al régimen mili-
tar de (Gustavo) Rojas Pinilla y a su gobernador Cuéllar
Velandia como fundadores de la Universidad.”23
Paradójicamente, fue en el mismo gobierno de Rojas
Pinilla que la UT estuvo a punto de desaparecer, cuando
apenas llevaba dos años de funcionamiento. El militar
Roberto Torres Quintero, sucesor de Cuéllar Velandia,
vino a cerrar la Universidad24, pese a que fue designa­
do gobernador del Tolima por el mismo gobierno que la
había creado. Al parecer, Torres Quintero era un típico

21
Beltrán, M. A. Colombia. Sesenta años de la guerra de Villarrica:
un capítulo del terrorismo estatal que “olvidó” el informe “Basta Ya”, 2015.
[En línea] disponible en: http://kaosenlared.net/29621/. (Recuperado
el 16 de octubre de 2016).

22
Pérez Salamanca, C. Op Cit, p. 15.

23
Rocha Bermúdez, A. “La Universidad del Tolima: apunte para
una aproximación histórica” En: Revista de la Universidad del Tolima
Humanidades y Ciencias Sociales, 1990, p. 25.

24
Pérez Salamanca, C. Op, Cit, p. 18.

(58)
Beatriz Jaime Pérez

chafarote; un cavernario, para decirlo con la expresión


usada por el mismo Cuéllar Velandia25.
El hecho es que una vez instalado el gobernador
militar en 1953, apareció de nuevo Lucio Huertas
Rengifo. De acuerdo con algunos relatos orales que to­
davía perviven en Ibagué, Huertas Rengifo había pasa­
do todos esos años con la ordenanza debajo del brazo,
arrastrando una especie de dolor que al mismo tiempo
lo hacía sentir enaltecido, y aferrado al recuerdo de
aquel 21 de mayo de 1945, fecha feliz en que la Asam­
blea Departamental, aunque a regañadientes, había
aprobado la creación de la Universidad.
Según el propio testimonio entregado por Cuéllar
Velandia26, Huertas Rengifo llegó a su despacho a ha­
blarle de la necesidad de cumplir lo dispuesto en la
ordenanza. El gobernador, por su parte, que tenía la
necesidad imperiosa de mostrar obras para legitimar
su gobierno, aceptó de inmediato, y hechas las con­
sultas al presidente de la república, inició el proceso
de organización de la Universidad.
Al menos cuatro sacerdotes participaron directa­
mente en la creación de esa primera universidad que
inició en marzo de 1955: Carlos Restrepo Jaramillo,
Secretario de Educación del Departamento; Nicodemo

25
Pérez Salamanca, C. Op Cit, p. 18.

26
Pérez Salamanca, C. (Sin fecha), Op Cit, p. 15.

(59)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Saldukas, rector de la Escuela Agronómica de San Jor­


ge; Pedro María Idrobo, un reputado profesor del Cole­
gio San Simón; y Pedro José Ramírez Sendoya, director
del Instituto de Antropología del Tolima.
La idea de iniciarla con una facultad de agronomía
fue de Idrobo27. Las razones que tuvo fueron simples:
el departamento ha tenido una larga tradición agrope­
cuaria y desde 1918 funcionaba en Ibagué la Escuela
Agronómica de San Jorge, un proyecto de educación
técnica, regentado por la Comunidad Salesiana, que
contaba con una infraestructura instalada, experien­
cia en la materia y respetabilidad en la región, cuyo
rector era en ese momento Nicodemo Saldukas.
Así que en las instalaciones de esa Escuela em­
pezó a funcionar la Universidad, con la Facultad de
Ingeniería Agronómica, cuyo decano era el mismo
Saldukas. La participación de personas que trabaja­
ron ad honorem, como Adolfo Pardo Vargas, primer
rector, y otros funcionarios, también fue clave para
echarla andar. De otro modo, quizá el Tolima habría
tenido que esperar muchos años más, antes de ver
realizado un proyecto de educación superior pública.
Es cierto. Los orígenes de la Institución están lle­
nos de todo eso que el movimiento universitario ha
rechazado sistemática e históricamente desde la pri­
mera mitad del siglo XX: políticos, militares y curas.

27
Pérez Salamanca, C. (Sin fecha), Op Cit, p. 36.

(60)
Beatriz Jaime Pérez

Pero hay que reconocer que al menos una parte sensi­


ble y progresista de estas instituciones supo interpre­
tar y materializar las demandas del pueblo tolimense.
El hecho más destacable, a mi juicio, es que la
fundación de la Universidad del Tolima obedeció a un
fenómeno multicausal y no solamente al arrojo de un
político o a la decisión de un militar, sino que conver­
gieron al menos cuatro circunstancias distintas en el
mismo momento histórico: primero, el deseo y la pre­
sión de una comunidad por que existiera una institu­
ción de educación superior (comerciantes de la plaza
de mercado); segundo, la voluntad de un diputado para
interpretar ese deseo (Huertas Rengifo); tercero, el cam­
bio institucional en el panorama político nacional (go­
bierno de facto, Cuéllar Velandia) y cuarto, la presencia
de sacerdotes intelectuales en Ibagué (Ramírez Sendo­
ya, Saldukas, Idrobo y Restrepo Jaramillo) quienes tu­
vieron la capacidad y la voluntad de ponerse al frente
de la organización. Sin esa convergencia, los tolimenses
habrían tenido que seguir esperando quién sabe cuán­
tos años más por tener su universidad.

Los primeros universitarios fueron una verdadera


novedad en Ibagué. Cuentan que mucha gente se aso­
maba a las ventanas de sus casas solo por verlos pa­
sar, cuando iban a bordo de una camioneta en la que
los transportaba la Universidad hasta la granja de San
Jorge. Al comienzo eran apenas cuatro, pero en poco

(61)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

tiempo la noticia de que en Ibagué se podía estudiar


Ingeniería Agronómica corrió rápido no solo en el de­
partamento, sino en otras regiones del país, de donde
llegaron jóvenes a matricularse. Finalizando ese mis­
mo año, 1955, se fundó la Escuela de Enfermería, que
funcionó en la carrera tercera con calle novena, y la
Escuela de Cultura y Bellas Artes, en la carrera cuar­
ta, una cuadra arriba de donde hoy está el edificio de
la Cámara de Comercio, dos unidades académicas que
iniciaron labores de docencia al año siguiente.
Muy pronto aparecieron los primeros problemas.
Era de esperarse que una institución organizada sin
mucha planeación28 y con un enemigo tan cerrero como
el gobernador militar Torres Quintero, enfrentara situa­
ciones difíciles, luego de que éste le negara los aportes
presupuestales. Fue un momento tan crítico que los es­
tudiantes tuvieron que ingeniarse algunas estrategias
para salvar la Institución: hicieron carteles en los que
se podía leer algo así como “Aquí apoyamos a la Univer-
sidad del Tolima”. Se fueron de casa en casa “vendien­
do” los avisos que luego fijaban en puertas y ventanas,
y consiguieron el apoyo de la ciudadanía. Incluso, un
editorial del periódico Tribuna29 celebró que finalmente
no se suspendieran las actividades de la Universidad y

Pérez Salamanca, C. (Sin fecha). Op Cit, p. 25


28

29
Tribuna, noviembre 10 de 1956.

(62)
Beatriz Jaime Pérez

concluyó diciendo “que en estas importantes materias


ningún gobierno puede ser regresivo.”
La precariedad presupuestal dio origen a más
problemas. Como ya se ha dicho, la Facultad de In­
geniería Agronómica funcionaba en las instalaciones
de San Jorge, pero finalizando el segundo semestre
surgió una relación conflictiva entre los estudiantes
de la Escuela y los universitarios. La tirantez había
comenzado luego de que el Ministerio de Educación
comunicara, a través de un oficio, que solo los bachi­
lleres titulados podían ingresar a la Universidad. Esa
advertencia fue necesaria dado que el padre Saldukas,
preocupado porque en el programa universitario solo
se habían matriculado cuatro personas, decidió ubi­
car en la Facultad a los de último grado de bachille­
rato. Con la nueva disposición, esos jóvenes debieron
regresar a sus aulas de colegio, hecho que no les gus­
tó, y reaccionaron fastidiando a los universitarios. Es
decir, los estudiantes de agronomía fueron víctimas de
lo que todavía no se llamaba matoneo.
En 1957, el número de estudiantes de agrono­
mía había aumentado y los problemas en la Escuela
también, pero hasta ese momento los conflictos de
convivencia no habían salido de San Jorge. Los uni­
versitarios se sentían arrimados, sin un lugar propio.
Resueltos a visibilizar sus problemas, decidieron ha­
cer una huelga pero, antes, buscaron la solidaridad
de los estudiantes de la Escuela de Artes, quienes no
solo los apoyaron sino que además tuvieron la idea

(63)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de organizar una logística que resultó bastante parti­


cular, inédita para una jornada de protesta, al menos
hasta ese momento: montaron una gran fiesta, que
comenzó con un desfile que llenó las pocas calles
que tenía la ciudad y las colmó de colorido, música,
carrozas y mujeres tan bellas que parecían reinas.
La Escuela de Artes, que apenas llevaba un año
funcionando, se había creado pensando en la clase alta
de Ibagué, de modo que en sus orígenes fue un espacio
elitista, en el que se educaban las señoritas de la alta
sociedad, muchas de las cuales eran las más bonitas
de la ciudad. El hecho es que, para la organización de
la huelga, los estudiantes de Ingeniería Agronómica pi­
dieron apoyo a Sida LTDA, una empresa dedicada a la
importación de maquinaria agrícola, y esta se vinculó
con el préstamo de varios tractores. Los artistas, por su
parte, pusieron toda su inventiva en esos vehículos, los
transformaron en carrozas, en las que luego se subie­
ron las bellas estudiantes de la Escuela de Artes.
Para ese momento, la Universidad tenía estudian­
tes de otras regiones del país, sobre todo de la costa
Caribe, Cauca y Valle del Cauca. Esa circunstancia
permitió que otras expresiones de la cultura nacional
se manifestaran en Ibagué con sus trajes típicos, sus
instrumentos musicales, sus danzas y sus ritmos, de
suerte que aquella jornada de protesta, que comenzó
para exigir una sede propia, terminó siendo el prelu­
dio de las fiestas del folclor, pues los estudiantes de la
Universidad del Tolima habían desplegado con tanto

(64)
Beatriz Jaime Pérez

lucimiento las diversas estéticas tradicionales del país


que, sin proponérselo, aportaron el embrión de lo que
año y medio después tomaría la forma del Festival y
Reinado Nacional del Folclor.
Por supuesto el relato hegemónico sobre el origen
de la fiesta no conecta el suceso protagonizado por los
estudiantes de la Universidad del Tolima, con ese pri­
mer festival que se realizó en Ibagué, en 1959, pero
reconoce que es un festival moderno, despojado de la
religiosidad católica que tuvieron los festejos tradicio­
nales de San Juan y de San Pedro, en esta región del
Alto Magdalena, y que ahora es más bien una expresión
de culto a la identidad30. En este punto se debe reiterar
que con frecuencia la historia se ha construido a partir
de las decisiones tomadas en corporaciones públicas
como Concejos Municipales o Asambleas Departamen­
tales, y de ese modo quedan marginados los aconteci­
mientos que le ponen carne y hueso a lo que más tarde
se convierte en decreto, ordenanza o costumbre.
El hecho es que esa primera huelga, la más par­
ticular de que se tenga noticia en toda la historia de
la Universidad del Tolima, dio mucho de qué hablar.
La actividad cultural en Ibagué había languidecido en
los últimos años por cuenta de la Violencia, y según

30
Tovar Zambrano, B. Diversión, devoción y deseo. Historia de
las fiestas de San Juan, La Carreta Editores E.U., 2010, p. 435

(65)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Alberto Frye Casas31, primer alumno que tuvo la UT,


el ambiente social de la ciudad era gris; el miedo había
cundido entre los mayores porque las noticias sobre
amenazas, masacres y desplazamientos en diversos
lugares del departamento se habían convertido en el
pan de cada día. Por eso, la irrupción de colorido, al­
garabía y música, acompasada con la belleza y la ale­
gría que siempre se dibuja en los rostros juveniles de
los estudiantes, rompió la cotidianidad melancólica de
los ibaguereños. Varias semanas les tomó a los habi­
tantes restablecer la inercia de su vida diaria después
de ese acontecimiento feliz y glamuroso. Lo que siguió
en adelante fue que los notables de Ibagué empezaron
a ejercer presión para que se instituyera una fiesta en
la ciudad y en poco tiempo “un grupo de concejales, en-
cabezado por Néstor Hernando Parra, tomó la iniciativa
(…): llevar a cabo el Primer Festival Folclórico de Iba-
gué”32, haciendo un poco de remembranza de lo que
ya se había expresado en 1935 en una ordenanza que
nunca se llegó a implementar.
Al final, los estudiantes lograron salir de San
Jorge. El periódico Tribuna, en su edición del 7 de
noviembre de 1957, publicó la carta que Nicodemo
Saldukas le envió al gobernador de turno, fechada el
1 de julio de 1957, en la que le manifestaba que “la

Pérez Salamanca, C. (Sin fecha), Op Cit, p. 50.


31

Tovar Zambrano, B. 2010, Op Cit, p. 444.


32

(66)
Beatriz Jaime Pérez

ampliación de los estudios tanto de nuestra Escuela


como de la Facultad hacen imposible el alojamiento de
ambas en los mismos locales.”

En 1958, el fantasma del cierre definitivo seguía


rondando a la Universidad. Su nacimiento a contra pelo
de los intereses y del deseo de la dirigencia local, hacía
ver las demandas de la incipiente comunidad universi­
taria como un problema insalvable que debía ser cortado
de raíz. La idea de acabar la Universidad no se le ocurrió
solo al gobernador militar Roberto Torres Quintero; tam­
bién al gobernador liberal Darío Echandía.
El dirigente de la Dirección Nacional Liberal, un
humanista que protagonizó acontecimientos trascen­
dentales para el país, que fue Presidente de la Repú­
blica Designado por varios meses, a quien le decían
el maestro Echandía y sus contemporáneos denomi­
naron la conciencia jurídica de la nación, llamó un día
a Julio Galofre Caicedo, rector de la Universidad en
1958, para preguntarle si no sería más barato becar
a los estudiantes; que se fueran a instituciones de
la capital y cerrar la UT. El rector le contestó que en
efecto era más barato, pero que quedaría escrito en la

(67)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

historia del Tolima que la dictadura militar abrió una


universidad y la democracia la cerró33.
Lo que se revela en cada momento difícil afron­
tado por la Institución es que la clase gobernante,
indistintamente de si ha sido liberal, conservadora o
militar, ha tratado a la primera y única universidad
pública de la región como a una hija no deseada, que
solo causa problemas. Los argumentos para ese des­
precio no han cambiado mucho a lo largo de estas
siete décadas que lleva hasta ahora. En 1945, una
de las tesis más socorridas era que la Universidad se
convertiría en un hueco fiscal por donde se perderían
todos los recursos del departamento; 30 años des­
pués, la lógica seguía siendo la misma, pero con un
argumento nuevo: la Universidad, además de costo-
sa, es un nido de comunistas que forma a los jóvenes
con ideas subversivas; y pasados 70 años el panora­
ma no ha cambiado mucho: la Universidad sigue pe­
leando para que le hagan los aportes presupuestales,
con otro agravante: se convirtió en uno de los fortines
políticos más disputados por la dirigencia local.
La comunidad universitaria, en diversos momen­
tos de su historia, ha reclamado, sin ningún éxito, a
la elite gobernante del departamento la atención que
se merece. El ex rector Andrés Rocha Bermúdez se

33
Pérez Salamanca. C. “La Universidad del Tolima, un paso adelante
en desarrollo” En: Revista Avance y Desarrollo. (Sin fecha) p. 11.

(68)
Beatriz Jaime Pérez

preguntaba en 1990 si esa lamentable y notoria indi­


ferencia con que ha rodeado la dirigencia regional a
su máximo centro de educación superior, no se deba
a esa filiación un tanto espuria de la Institución, por
haber sido creada por un gobierno de facto.
De todos modos, sabemos que desde el principio
nadie la quiso, excepto las clases populares. Esta cir­
cunstancia, sumada al descuido con que la misma
Universidad ha tratado su propio archivo, su propia
memoria histórica, ha traído como consecuencia que
pocos conozcan los grandes aportes que la Univer­
sidad del Tolima ha hecho al desarrollo del departa­
mento, quizá como ninguna otra institución.

Todavía en 1960 la Universidad seguía siendo


demasiado frágil. Influyentes personalidades de la
política local acosaban a cada gobernante de turno
para que la cerrara, con el argumento de que una
facultad y dos escuelas solo podían ser un remedo de
universidad34. Alfonso Palacio Rudas, Gobernador
del Tolima, durante el año de 1960, sujeto de esas
presiones, llamó a Néstor Hernando Parra Escobar,

34
Esta idea ha sido corroborada por varias de las fuentes entrevistadas
para la construcción de esta semblanza, incluyendo al propio Néstor
Hernando Parra. También es expresada en forma coloquial por Camilo Pérez
Salamanca en el artículo “La Universidad del Tolima, un paso adelante en
el desarrollo regional”, publicado en la Revista Avance y Desarrollo, (sin
fecha).

(69)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

quien para entonces era un hombre de apenas 30


años, y le propuso dirigir los destinos de la UT: “Te
vas de rector a la Universidad para que la hagas o
para que la cierres”, le advirtió el Gobernador .
Cuando se trata de describir los primeros años
de la Universidad, abundan testimonios sobre las
gestiones del diputado Huertas Rengifo y las decisio­
nes del coronel Cuéllar Velandia, a quienes se les re­
conoce como los iniciadores de la UT. También sobre
las ejecutorias de los sacerdotes Saldukas, Ramírez
Sendoya, Restrepo Jaramillo e Idrobo, como los inte­
lectuales que pensaron la Institución. Existe además
un relato muchas veces repetido que coloca a Parga
Cortés como el rector que la impulsó hasta el nivel
de otras universidades de trayectoria, pero muy poco
(casi nada) se dice de la administración que la sacó
de ese estado incipiente y localista, inició la cons­
trucción del campus y le dio una estructura orga­
nizacional moderna y tan estable que ha perdurado
hasta los tiempos actuales: la rectoría de Néstor Her­
nando Parra Escobar (1961-1964).
Como ya se ha dicho, las tres unidades académi­
cas con que comenzó la UT funcionaban repartidas
en tres casitas ubicadas en el centro de la ciudad.
Ibagué era entonces un pequeño pueblo al que le
cortaban la energía eléctrica entre las 6:00 de la tar­
de y las 10:00 de la noche, según recuerda Parra
Escobar, y la Universidad tenía apenas cien estu­
­
diantes, en total, que cursaban solo los tres ­primeros

(70)
Beatriz Jaime Pérez

años de sus programas académicos y que pocas ve­


ces tenían opción de reunirse e integrarse en un mis­
mo espacio universitario.
Esa precariedad ya había sido señalada por Julio
Galofre Caicedo, en su administración (1958-1959),
razón que le expuso al gobernador Darío Echandía, a
quien no solo convenció de no cerrar la Universidad,
sino también de que ayudara a gestionar la consecu­
ción de un lote destinado a construir una sede ade­
cuada para la UT. Así, con la ayuda del gobernador
Echandía, se logró que la nación donara diez hectá­
reas de terreno en los predios de lo que antes había
sido la hacienda Santa Helena.
Cuando Parra Escobar asumió el cargo de rector
en agosto de 1961, la Universidad ya era dueña de
ese terreno y además estaba negociando la compra
de tres hectáreas más. “Yo llegué y de inmediato de-
cidimos perfeccionar la compra del lote que colinda-
ba con el predio de la UT, cuyo propietario era Félix
Restrepo Isaza, un ilustre personaje de Ibagué, que lo
vendió en un bajo precio.”
En esos 130 mil metros cuadrados iniciales comen­
zó la construcción del campus universitario, tres meses
después de asumida la rectoría por Parra Escobar. El
diseño del plan de desarrollo físico estuvo a cargo de
cinco profesionales, entre ingenieros y arquitectos, que
estaban vinculados a la Universidad y que desempeña­
ban funciones tanto de docencia como de administra­
ción, a quienes el rector les confió esa responsabilidad.

(71)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Ellos fueron Javier Díaz, Ricardo Gamboa, Germán


Restrepo, Yezid Durán y Edgar Perilla.
Al mismo tiempo que se diseñaba el espacio físi­
co, también se trabajaba en la ampliación de la oferta
académica: Bernardino Rodríguez, Sergio Camargo y
Ramón Murgueitio fueron los académicos que asu­
mieron el compromiso de abrir los programas de Me­
dicina Veterinaria y Zootecnia, Ingeniería Forestal
y los dos últimos años del programa de Ingeniería
Agronómica, respectivamente.
Fue así como al año siguiente la Universidad del
Tolima abrió 210 nuevos cupos, 70 en cada uno de
los programas académicos, que al final resultaron
insuficientes para satisfacer la demanda de aspi­
rantes. Los estudiantes llegaron de diversas partes
del departamento y de otras regiones del país, sobre
todo de la costa Caribe. “Ibagué estaba pasando de
ser la ciudad donde los bachilleres se iban a estudiar
a otras partes, a ser la mejor opción de ingreso a la
universidad para muchos jóvenes del país”, declara
­Parra Escobar.
Dos estrategias sirvieron a este propósito, según
el relato de Parra Escobar: primero, el rector se fue
de pueblo en pueblo por el departamento del Tolima
y logró que al menos quince concejos municipales be­
caran a jóvenes que querían ingresar a la Universi­
dad; segundo, consiguió que la buena prensa sobre la
Universidad atrajera a jóvenes de otras regiones. Todo
lo anterior se hizo en virtud de las buenas relaciones

(72)
Beatriz Jaime Pérez

que Parra Escobar tenía con el periódico El Tiempo,


del que había sido colaborador, y también del interés
que pusieron en la UT los corresponsales que había
en Ibagué. “Recuerdo que el corresponsal de El Espec-
tador cubría lo que hacíamos en la Universidad. Eran
noticias positivas que circulaban por todo el país.”
El lunes 26 de febrero de 1962, a las 7:00 de
la mañana, en unas instalaciones sin terminar, y en
medio del barro, el cemento y demás materiales de
construcción, el rector Parra Escobar recibió y salu­
dó, con un apretón de manos, a cada uno de los estu­
diantes de primer semestre de Medicina Veterinaria y
Zootecnia, Ingeniería Agronómica e Ingeniería Fores­
tal. “Así entraron a la Universidad esos 210 jóvenes
que creyeron en nosotros.”
Tres meses después, el sábado 26 de mayo, en la
plazoleta de entrada, a cielo abierto, se hizo la inaugu­
ración oficial a la que asistió el entonces Ministro de
Educación Jaime Posada Díaz. La ceremonia, que es­
taba programada para las 12:00 del mediodía y cuya
relevancia no desconocía nadie ya que era la primera
vez que un ministro visitaba la Universidad, estuvo a
punto de aguarse, literalmente, porque a esa misma
hora caía sobre Ibagué un aguacero torrencial. “Pero
la suerte nos acompañó y el diluvio que anegaba a la
ciudad solo alcanzó los alrededores del barrio Santa
Helena y a la UT no le cayó una sola gota de agua.”
En seis meses, entre noviembre de 1961 y mayo de
1962, se construyeron cuatro mil seiscientos ­metros

(73)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

cuadrados de aulas, laboratorios, la biblioteca central,


el anfiteatro de Veterinaria y una cafetería. Esos es­
pacios que desde entonces llamaron jocosamente los
galpones, fue un diseño provisional35 que debía refor­
marse en cinco o máximo diez años, pero que la pro­
gresiva desfinanciación a la que ha estado sometida la
UT, sumada a la incapacidad de gestión y a la desidia de
varias de sus administraciones, terminaron por conver­
tirlos en una infraestructura no solo permanente, sino
que incluso hay quienes creen que a estas alturas los
galpones ya son un patrimonio histórico de la Univer­
sidad y por tanto se deben conservar.
Los implementos para dotar los laboratorios
fueron importados desde la antigua República De­
mocrática Alemana, con el dinero de un crédito por
250 mil dólares que Parra Escobar gestionó ante la
Federación Nacional de Cafeteros.
Ese año, 1962, comenzó la implementación de
una novedosa estructura organizacional con la crea­
ción del Instituto de Ciencias y Artes Básicas, ICAB,
como una unidad de docencia e investigación, al
servicio de toda la Universidad, desde donde se ad­
ministraba además un ciclo de estudios generales y
de orientación vocacional, que agrupaba a los recién

44
Néstor Hernando Parra hace especial énfasis en la palabra
“provisional” cuando se refiere a los galpones. Para él, esa infraestructura
no podía ser sino provisional puesto que se trató de espacios construidos
de urgencia, para proveer a la UT de una planta física que le permitiera
crecer en número de programas académicos, de estudiantes y de profesores.

(74)
Beatriz Jaime Pérez

creados departamentos de Química, Matemáticas y


Física, Biología, y Humanidades e Idiomas.
Por primera vez se vincularon profesores de tiempo
completo y de dedicación exclusiva. Parra Escobar dice
que el concepto de profesor de tiempo completo no exis­
tía en la Universidad del Tolima, o al menos no estaba
generalizado como algo fundamental, tampoco en las
demás universidades colombianas. Murgueitio, Camar­
go y Rodríguez usaron todas sus relaciones con otras
universidades regionales para invitar a colegas a vin­
cularse de tiempo completo en la UT. “Trajimos a Jorge
Elias Triana para la Escuela de Bellas Artes, quien a su
vez trajo a una pléyade de artistas de gran trayectoria
en artes plásticas. Él era un gran impulsor, un gran re-
lacionista, fue una época muy importante de la Escuela
y Jorge Elías la hizo florecer de manera extraordinaria.”
También llegaban profesores del exterior, invita­
dos exclusivamente para desarrollar clases de manera
concentrada durante varias semanas. Esta movilidad
profesoral se logró a través de una serie de convenios
que se firmaron con varias instituciones: la Fundación
Kellogg, la Fundación Ford y el Instituto de Investiga­
ciones en Ciencias Agropecuarias, de San José de Cos­
ta Rica. También se firmó con la Universidad de los
Andes (ULA), de Mérida, Venezuela, el primer convenio
que se hiciera entre dos universidades de América La­
tina. Hasta Mérida viajaron estudiantes de Ingeniería
Forestal, quienes terminaron sus pregrados en la ULA,
y continuaron maestrías en esa misma institución, con

(75)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

el compromiso de regresar a la UT y vincularse como


docentes de planta de tiempo completo.
En ese tiempo, y en los meses que siguieron del
año 1962, la Universidad del Tolima experimentó, por
primera vez, la transformación física, organizacional y
académica que por fin la llevó a consolidar su institu­
cionalidad. Lo más significativo desde el punto de vista
socio-cultural fue que la UT comenzó a resquebrajar
la estructura excluyente de la sociedad ibaguereña,
en la que solo los hijos de los “ricos” podían estudiar
en una universidad, pues, como lo recuerda el mismo
Néstor Hernando Parra, el hijo de un barrendero logró
el ingreso a la UT, así como muchos otros jóvenes pro­
venientes de familias pobres.

El Tolima fue de las regiones que entró tardía­


mente en el proceso de descentralización de la edu­
cación superior y de la cultura ilustrada en general,
a pesar de que entre sus gentes siempre ha tenido
figuras descollantes en la política, las artes y la
academia. La ausencia de una casa de estudios su­
periores, a mediados del siglo XX, aceleró la fuga de
sus mejores talentos humanos, desvinculándolos
de los problemas regionales, lo que retrasó el desarrollo
social y económico del departamento.36

36
Parra Escobar, N. Educación y desarrollo humano. Obras selectas
No. 3. Universidad de Ibagué, agosto de 2013, pp. 905-906.

(76)
Beatriz Jaime Pérez

Encontrar a una persona con el perfil que debe


ostentar un rector de universidad era realmente di­
fícil en Ibagué, a comienzos de la década de 1960.
Esa dificultad la agravaba el hecho de que en la UT
estaba todo por hacer pues, a siete años de haber
iniciado, todavía no había logrado la capacidad de
expedir títulos profesionales, sino que dependía
de los convenios suscritos con la Universidad Nacio­
nal de Colombia (sedes de Bogotá y Palmira).
Esa realidad, que la hacía tremendamente frá­
gil, lograba que sobre ella se cerniera una perma­
nente amenaza de “muerte”, con cada gobernador
que se negaba a hacerle los aportes presupuestales
para su funcionamiento.
En 1961, Palacio Rudas sabía que la única forma
de superar el escollo que mantenía a la UT en esta­
do incipiente era logrando su transformación radical, y
creyó que Néstor Hernando Parra era la persona que po­
día conseguirlo. “Fue un atrevimiento de Palacio Rudas
proponer mi nombre para ese cargo y otro atrevimiento
mío aceptarlo, porque en 1961 yo no tenía méritos para
ser rector de una universidad. ¿Que cómo pudo ser posi-
ble eso?, pues en un momento de escasez. ¿Escasez de
qué?, pues de gente que pudiera hacerlo.”
Quizá el joven Néstor Hernando Parra no tenía
todavía los méritos, pero tenía el talento y el entu­
siasmo necesarios para emprender la reforma que
requería con urgencia la UT para salvarse del cie­
rre definitivo. En 1962, 1963 y 1964 viajó a Estados

(77)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ nidos para asistir a tres seminarios, uno por año,


U
dirigidos a rectores de universidades latinoamerica­
nas y otras latitudes, en los que tuvo ocasión de es­
cuchar a los planificadores que estaban llevando a
cabo la transformación educativa con que Estados
Unidos pretendía responder a la célebre rivalidad
científica que tenía con la antigua Unión Soviética.
De Colombia asistieron 24 rectores, todos con
una larga trayectoria intelectual y de servicio a la
nación, con excepción de Parra Escobar que, no
obstante su inexperiencia, supo aprovechar la opor­
tunidad y la ayuda que le brindaron todas aquellas
personalidades, con quienes trabó una buena amis­
tad y una relación de mucha camaradería.
“En la Asociación Colombiana de Universidades,
ASCUN, me dejé ayudar de ellos, me enseñaron y me
quisieron mucho”. Ellos eran Fabio Lozano y Lozano, Ri­
cardo Hinestroza Daza, el papá de Fernando, rector por
años de la Universidad Externado de Colombia; tam­
bién el célebre maestro Gerardo Molina, quien fuera el
director de la tesis de grado de Parra Escobar; Gabriel
Betancur Mejía, fundador de Icetex, más tarde codirec­
tor ejecutivo de la Unesco; Jaime Sanín Echeverry, rec­
tor de la Universidad de Antioquia, entre otros.
Parra Escobar fue el único rector colombiano que
asistió a los tres seminarios (1962- 1963, 1964) que
se llevaron a cabo en la Universidad de Texas (El Paso,
EE.UU). Allá aprendió de organización académica, de

(78)
Beatriz Jaime Pérez

bienestar estudiantil y profesoral, de planeación y fi­


nanzas, y de flexibilización e integración curricular.
Fue el momento de las grandes transformaciones
de las universidades, incluyendo a la universidad la­
tinoamericana, que por entonces estaba gestando un
modelo alternativo al decimonónico que la había man­
tenido anquilosada hasta bien entrado el siglo XX.
Cuando Parra Escobar salió de la rectoría el 15
de agosto de 1964, la UT había pasado de tener cien
estudiantes a tener una matrícula de más de 800 jó­
venes; más de 5.500 metros cuadrados de construc­
ción, capacidad para expedir títulos profesionales y
una planta estable de profesores de tiempo completo.
En esos tres años de rectoría enfrentó los pro­
blemas tradicionales de la universidad pública: un
gobernador37 que le negó los aportes y por eso se vio
a gatas para pagar la nómina a finales de 1963 y
una huelga de estudiantes que se negaban a acep­
tar el concepto de biblioteca central porque, según
ellos, los libros de artes no se podían juntar con los
de ciencias básicas.

37
Néstor Hernando Parra se niega a pronunciar el nombre del
gobernador que se resistió a entregar los aportes, pero describe detalles
sobre el tiempo en que sucedió, último trimestre del año 1963, con lo
cual es fácil identificar al mandatario de ese tiempo: Alfredo Huertas
Rengifo (1963-1964)

(79)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

II

Un proyecto educativo del que no existe una sola


línea escrita en la UT, pero que cumplió una misión
de valor imponderable en la región, fue el Plan Ex­
tramuros. En 1968, durante el gobierno frentena­
cionalista de Carlos Lleras Restrepo, se llevó a cabo
el primer censo educativo del país cuyos resultados
arrojó un dato alarmante para el Tolima: había un
solo Licenciado en Educación que estaba al servicio
de la Secretaría de Educación Departamental. Lo an­
terior significaba que los maestros de escuelas y co­
legios del Tolima no tenían formación universitaria.
Pero no solo eso: “había maestros analfabetos, que
firmaban la nómina a ruego, con una equis y la hue-
lla digital”, recuerda Fernando Misas Arango, primer
coordinador del Plan Extramuros.
En ese año, 1968, asumió la rectoría de la UT
Rafael Parga Cortés, un hombre del que existen múl­
tiples historias en la Universidad, la mayoría de las
cuales lo describen como a un auténtico liberal, un
letrado de vasta cultura, una persona de avanzada y
para muchos el mejor rector que ha tenido la UT en
toda su historia, cuya memoria quedó inmortalizada
en la Biblioteca institucional que lleva su nombre.

(80)
Beatriz Jaime Pérez

Luego de las revelaciones que hiciera el censo


educativo, Parga Cortés y el Decano Académico38, Al­
fonso Rendón Rendón, concibieron la idea de crear el
Plan Extramuros, que en principio fue un programa de
actualización y capacitación para los maestros de es­
cuelas y colegios del departamento. Al mismo tiempo,
Parga Cortés adelantaba las diligencias para fundar la
Facultad de Educación.
En el segundo semestre de 1969 se echó a andar
el Plan Extramuros en Chaparral, Saldaña, Espinal,
Flandes, Mariquita y Fresno. Al año siguiente, 1970,
Parga Cortés creó el cargo de coordinador para ese
proyecto, en el que nombró a Fernando Misas Aran­
go, y también fundó la Facultad de Educación, cuyo
primer decano fue Pedro Pinilla Pacheco, quienes ex­
tendieron el programa a otros municipios como Líba­
no, Guamo, Armero, Melgar y Honda.
Entre Misas Arango y Pinilla Pacheco transforma­
ron el Plan, que pasó de ser un programa de actuali­
zación a otro de formación. La legislación educativa de
ese momento les permitió abrir dos programas acadé­
micos: Perito en Educación y Experto en Educación.
Misas Arango se iba por los pueblos del Tolima en
una camioneta destartalada que no pocas veces lo dejó
tirado en medio de la carretera, y megáfono en mano

38
Nombre que recibía por entonces la dependencia que actualmente
se denomina Vicerrectoría Académica.

(81)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

invitaba a los maestros a matricularse en la Universi­


dad. “Con un problema gravísimo: la matricula debía ser
clandestina, porque Fernando Villalobos, un godo que era
el Secretario de Educación, no se podía enterar de que los
maestros de las escuelas estaban estudiando porque los
trasladaba, los perseguía”, declara Misas Arango.
Algunos alcaldes les prestaban volquetas a los
maestros de escuelas rurales para que se transpor­
taran hasta los municipios donde la Universidad de­
sarrollaba los programas académicos, y “había que
ver a esas mujeres, mayores de 50 años, subidas en
las tazas de las volquetas, recorriendo caminos pol-
vorientos para llegar a recibir sus clases.”39
Parga Cortés acompañó muchas veces a Misas
Arango en esas correrías por el departamento, buscan­
do convencer a los maestros de que debían cualificarse.
“Él era feliz hablando con ellos”, asegura Misas Arango.
Cuando la Facultad de Educación había avanza­
do en organización, se abrieron las licenciaturas en el
Plan Extramuros. Para ese momento, primeros años
de la década del 70, ya la Universidad había empeza­
do a contratar a más profesores: Fabio Sandoval, Libia
Guzmán, Mario Roa, Luis Linero, Emilio Blanco, Alirio
Urrego, Alberto Malagón, César Velandia, Jorge Sierra,

39
Misas Arango destaca el esfuerzo que hicieron esas maestras y
maestros para llegar hasta los sitios previstos por la UT para impartir las
clases, así como el apoyo de los alcaldes.

(82)
Beatriz Jaime Pérez

entre otros, se vincularon a la nueva Facultad y al no­


vedoso Plan Extramuros.
Malagón era el profesor de Química que llegaba a
los pueblos a bordo de un jeep en el que cargaba micros­
copios, reactivos, tubos de ensayo y todo lo de un labora­
torio, cual Melquiades en Macondo, llevando lo que para
esos maestros eran los últimos avances de la ciencia.

Ahora que han pasado más de 30 años de aquella ex­


periencia, Alberto Malagón tiene los siguientes recuerdos:

Muchos profesores nos fuimos a vivir a los pue­


blos; otros iban y venían en el mismo día. Algunos
programas se impartían de noche y otros se desa­
rrollaban durante los fines de semana. Se pueden
sacar muchas conclusiones sobre el Plan Extra­
muros, pero creo que lo más importante, además,
de que se cualificaron los maestros del Tolima,
fue la integración que tuvo la Universidad con la
región. Pero además fue la experiencia más enri­
quecedora que pudimos tener los profesores de la
Universidad. Éramos muy jóvenes, recién egresa­
dos de nuestras carreras, y nos fuimos a los pue­
blos a ejercer de maestros de otros maestros, que
no solo llevaban muchos años de experiencia en el
oficio sino que además nos doblaban en edad. Era
gente maravillosa, con grandes deseos de aprender
y para nosotros fue muy gratificante.

(83)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

El Plan Extramuros fue una novedad educativa


que muy pronto se extendió en diversas regiones del
país. En mayo de 1971 se llevó a cabo en Medellín la
segunda Asamblea de Capacitación del Magisterio a la
que asistieron Pedro Pinilla Pacheco y Fernando Misas
Arango. El representante de la Universidad de Antio­
quia hizo una larga exposición sobre el diseño de un
programa que iban a empezar a implementar, similar
al de Extramuros. Los representantes de la Univer­
sidad del Tolima, que no tenían espacio en el orden
del día para intervenir, pidieron ser escuchados. La
Asamblea accedió; les dieron diez minutos. En ese
tiempo Misas narró lo que la UT venía haciendo con el
Plan Extramuros desde 1969. De pronto se le acabó el
tiempo, pero la Asamblea pidió que continuara.

Así lo recuerda Fernando Misas Arango:

Nosotros no estábamos contando qué íbamos a


hacer, sino qué estábamos haciendo, cómo lo ha­
cíamos, quiénes eran nuestros estudiantes, a qué
regiones estábamos llegando con el Plan y qué
problemas estábamos enfrentando. Nuestra his­
toria impresionó mucho a los asambleístas. Es
que en el Plan Extramuros nos pasó de todo. Por
supuesto debimos cometer muchos errores, pero
también fuimos capaces de enfrentar problemas
gravísimos. A mí me excomulgó el obispo de Iba­
gué, desde el púlpito de la catedral, por lo que

(84)
Beatriz Jaime Pérez

estábamos haciendo en Extramuros. El Ejército


nos allanaba la casa porque creía que éramos unos
tipos peligrosísimos que estábamos empeñados en
que los maestros estudiaran. Muchos políticos de
la región se opusieron rotundamente porque era
evidente que su opción de poder residía en la igno­
rancia de la gente. Mientras tanto, en las escuelas
de los pueblos tolimenses pasaban cosas insólitas.
Por ejemplo, recuerdo que fui a San Luis a hacer
una encuesta y busqué a la directora de la escuela;
cuando llegué a la pregunta “último grado de es­
colaridad”, me respondió que ninguno. Cómo así,
le pregunté. Yo no sé leer ni escribir, me dijo. En­
tonces, cómo pudo llegar a ser la directora de la
escuela, seguí preguntando. Es que el director era
mi marido, pero a él lo mataron. Yo quedé sola con
tres hijos, mi marido trabajaba con Guillermo An­
gulo Gómez, entonces yo hablé con él y le pregunté
cómo me podía ayudar, entonces me nombró en
el cargo de mi marido... Conocí varios casos más
de maestros analfabetas y también vi otras cosas
terribles, como por ejemplo que en Chaparral les
pagaban a los maestros con cajas de aguardiente.

No fueron pocos los enemigos del Plan Extra­


muros. Según el relato de Misas Arango, en 1971, el
gobernador Rafael Caicedo Espinosa hizo todo por
acabarlo: movió sus influencias en Bogotá para que el
ICFES programara una visita a la UT, con el propósito

(85)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

único de evaluar el Plan y que se ordenara su cierre.


Llegaron seis comisionados. El coordinador de la visi­
ta era Jorge Leyva Durán, el hermano del político Ál­
varo Leyva. Preguntaron cómo funcionaba el Plan y los
profesores de la UT narraron lo que estaban haciendo,
a qué tipo de población llegaban, con qué recursos se
hacía y la sorpresa que se llevó el gobernador Caicedo
Espinosa fue que el informe del ICFES emitió un con­
cepto favorable a la Universidad.
Con inquebrantable obstinación, los profesores
de la Universidad continuaron el Plan. A mediados
de los años 70, los maestros de primaria y secun­
daria del Tolima se formaban en programas como
Licenciatura en Biología y Química, Licenciatura
en Matemáticas y Física, Licenciatura en Historia y
Geografía y Licenciatura en Español e Inglés.
Algunas veces el Plan Extramuros fue visto dentro
de la propia Universidad como un programa de segunda
categoría al que enviaban a los profesores que “se por­
taban mal”. Como una forma de castigo, la administra­
ción del rector Camilo Polanco Torres envió a Edilberto
Calderón y a otros profesores a orientar asignaturas en
programas de Extramuros. Lo que tal vez no supo Po­
lanco Torres es que los profesores de la Universidad del
Tolima nunca disfrutaron tanto su oficio de maestros,
como cuando lo ejercieron en ese Plan.
A comienzos de los años 80, la mayoría de los
maestros de escuelas y colegios del departamento ya
eran licenciados en diversas áreas del ­conocimiento.

(86)
Beatriz Jaime Pérez

Después de 1982 la Universidad incursionó en la mo­


dalidad de educación a distancia, y en el año 1984
cerró definitivamente el Plan Extramuros con los ob­
jetivos cumplidos. Extramuros fue quizá el progra­
ma de formación y de integración con la región más
estratégico que haya desarrollado la Universidad del
Tolima, ya que a través de él se establecieron víncu­
los no solo interdisciplinarios sino también interins­
titucionales con colegios, escuelas y alcaldías, pero
además porque solucionó un problema educativo
real y específico del departamento.

Narrar los aportes que la UT ha hecho al desa­


rrollo del departamento en diversas áreas exigiría la
ejecución de un proyecto investigativo multidiscipli­
nar de gran envergadura. No es el caso de esta sem­
blanza. Sin embargo, como una manera de rescatar
algunos recuerdos que podrían empezar a perderse
en los próximos años, recogí la siguiente experiencia.
Durante la administración de Rafael Parga Cor­
tés, la Escuela de Artes era el espacio que promovía la
mayor parte de la actividad académica y cultural de la
UT. A ella estaban vinculados artistas plásticos de gran
trayectoria regional y nacional. De acuerdo con César
Velandia, aquel fue un momento de gran activismo
político, fomentado por el rector: todo el que tuvo algo
qué decir, militante o teórico, sobre la política o el arte,
pasó por la Universidad. El coliseo se llenaba hasta las

(87)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

banderas, y se debatía hasta pasadas las 10:00 de la


noche. La gente no se iba, así fuera viernes. Era una
belleza de Universidad, concluye Velandia.
Motivados por el ambiente académico y político
que reinaba en ese momento, los profesores de la Es­
cuela de Artes se idearon una actividad cultural, que
llevaron a diversos municipios del departamento, de
la cual tampoco existen registros, ni fotográficos ni
escritos, y consistía en organizar un escenario para
grandes grupos de comunidades, en el que monta­
ban una naturaleza muerta, que servía de modelo a
los maestros Manuel León, Jesús Niño Botía, Edil­
berto Calderón, Carlos Naranjo, Jesús Sánchez y
otros pintores de la Escuela, quienes iban plasman­
do en sus lienzos la misma obra, pero desde los di­
versos movimientos artísticos que existen. De ese
modo, resultaban cuadros naturalistas, surrealistas,
impresionistas, abstraccionistas, entre otros estilos
pictóricos, mientras César Velandia, micrófono en
mano, hablaba de lo que cada artista iba creando.
La actividad se hizo por varios años en escuelas,
parques, plazas de mercado, fábricas y calles, a la
que asistían campesinos, indígenas, obreros, niños,
jóvenes, mujeres, en fin, comunidad en general. “Nun-
ca antes habíamos realizado un trabajo más didáctico
que ese. El interés de la gente era increíble, nos hacían
preguntas de toda índole, mientras los artistas pinta-
ban. Las preguntas difíciles las hacían los niños más

(88)
Beatriz Jaime Pérez

pequeños. Nos desbarataban con sus preguntas. Fue


algo muy importante”, recuerda Velandia.
Además de las correrías por diversos municipios
del departamento con esta actividad, también pro­
gramaban exposiciones de arte en casas de la cul­
tura. Los habitantes de los pueblos, los alcaldes y
los directores de esas casas de la cultura recibían
a los artistas de la Universidad del Tolima con mu­
cho entusiasmo y expectativa. Pero no siempre fue
así: un día llegaron a Ortega con una exposición de
pintura y encontraron la casa de la cultura cerrada.
Por un momento pensaron que se habían equivocado
de fecha, pero luego de un rato confirmaron que la
programación era correcta. Sorprendidos, pregunta­
ron en una tienda si alguien sabía dónde estaba la
directora de la casa de la cultura, con quien habían
hablado para programar la exposición. Entonces fue
cuando se enteraron que la directora estaba escon­
dida, muy avergonzada, porque el cura del pueblo le
había prohibido esa actividad.

De acuerdo con Velandia, así fue como reaccionaron:

¡Quién dijo miedo!. Empezamos a bajar los cua­


dros y a organizar la exposición en el parque. Mon­
tamos una tarima, usamos los árboles para colgar
las obras. Fue una exposición bellísima, que tuvo
un gran efecto entre la comunidad. Mientras tanto
el cura vociferaba por los parlantes de la iglesia y

(89)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

nos trataba de diabólicos, comunistas y otras pen­


dejadas. El parque se llenó de gente. No recuerdo
una exposición más exitosa que esa. Yo aproveché
para regarme contra los curas, empecé a explicar
las razones por las que perseguían el arte, les ha­
blé de la inquisición. La gente comprendía bien lo
que hacíamos. Nos comunicábamos sin necesidad
de usar palabrotas filosóficas o conceptos enre­
dados del arte y la estética. El cura pensó que si
no nos abrían la casa de la cultura, nos íbamos a
devolver con el rabo entre las piernas. Pero no, el
éxito fue increíble. Fue una época muy bella. Por
supuesto, eran otros tiempos, en los que el más
viejo de nosotros tenía 28 años.

(90)
Beatriz Jaime Pérez

III

No es exagerado decir que una parte importante


de los avances que ha mostrado la Universidad del
Tolima en materia de modernización de la infraes­
tructura física, implementación de laboratorios, cam­
pos de experimentación, vinculación de profesores,
así como asignación de recursos presupuestales, en­
tre otros, los ha logrado luego de la presión ejercida
por una o varias huelgas.
Como quedó expresado en las primeras páginas
de esta semblanza, la huelga de 1957 logró no solo la
atención de los ibaguereños sino también una sede
independiente para la Facultad de Ingeniería Agronó­
mica. En 1966, otra huelga, esta vez liderada por estu­
diantes de la primera cohorte de Medicina Veterinaria y
Zootecnia, logró mejores condiciones para las prácticas
profesionales de este importante programa académico.
Los estudiantes de Medicina Veterinaria y Zootec­
nia, liderados por Julio Martínez, Pedro Rivera, Gus­
tavo Giraldo, Iván Melo Delvasto, entre otros, iniciaron
ese movimiento estudiantil que duró dos meses. “Es-
tábamos cursando último año y no teníamos campos
de experimentación. Por eso iniciamos la huelga, que
fue muy pacífica, y a la larga conseguimos el mejor es-
pacio para las prácticas de Veterinaria, Agronomía y
Forestal: la granja de Armero, que oficialmente se llama
Centro Universitario Regional del Norte”, dice Iván Melo
Delvasto, ex rector de la UT.

(91)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

La granja de Armero es un hermoso lugar, con


un inmenso bosque de reserva y un área aprovecha­
ble para cultivos y proyectos pecuarios de al menos
200 hectáreas en la parte plana. Los 90 kilómetros
de recorrido entre Ibagué y la granja están bordeados
por paisajes de belleza admirable: un gran valle se
abre a lado y lado de la carretera para darle paso a
grandes extensiones de tierra fértil y, al fondo, hasta
donde llega la vista, se alzan las montañas de la cor­
dillera central. Es un verdadero espectáculo el que
ofrece la naturaleza en esta parte del departamento.
Dentro de la granja, a pocos metros de la zona
donde funciona la administración y las aulas de clase,
hay una laguna artificial que recoge aguas de la que­
brada Santo Domingo y que es usada para los culti­
vos académicos, a través de un sistema de riego por
goteo, y también para los sembradíos de arroz, que
ocupan entre 25 y 30 hectáreas. Esa laguna también
es el territorio elegido por especies de aves migratorias
en su travesía. Algunas de esas aves se han quedado
­indefinidamente allí, de suerte que la belleza escénica
ofrecida por este ecosistema dura todo el año.
En 1966, la granja de Armero era propiedad del
Ministerio de Defensa y en ella funcionaba un coman­
do del Batallón Colombia. Iván Melo Delvasto, que
sabía de la existencia de ese lugar por ser armerita,
propuso hacer las diligencias que fueran necesarias
para que el Ministerio cediera una parte y se lograra

(92)
Beatriz Jaime Pérez

usar como campo de experimentación de los progra­


mas académicos en ciencias agropecuarias de la UT.
“Un día viajamos a Armero y nos tomamos la gran-
ja. Éramos unos cuarenta estudiantes, en una gran al-
garabía; llegamos felices, cantando, cuando de pronto
los soldados que nos avistaron comenzaron a hacer
disparos al aire. Todos gritamos al unísono que éramos
estudiantes de la Universidad del Tolima. Nos llevamos
un gran susto. Aquella era una época de mucha violen-
cia. Después supimos que esa reacción de los soldados
fue porque nos confundieron con bandoleros.”
Paradójicamente, esos enemigos históricos, es­
tudiantes y militares, de pronto comenzaron a tener
cercanías. “Ese día hicimos almuerzo y nos quedamos
a dormir prácticamente en los pasillos de las edificacio-
nes. Con los días, ellos (los militares) dejaron de vernos
como invasores y logramos hacer una convivencia en
armonía. Nosotros éramos estudiantes muy pacíficos.
Cuando hicimos la huelga, muchos creyeron que eso
iba a ser un desastre, que nos íbamos a enfrentar con
la Policía de carabineros, pero nada de eso ocurrió. Al
contrario, la jornada de protesta sirvió para ayudar a
transformar la Universidad.”
Lo que siguió a la “toma” de la granja fue una
reforma curricular de mucha trascendencia para los
programas agropecuarios de la UT, lo que les valió el
reconocimiento nacional y más recientemente tam­
bién la acreditación internacional.

(93)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

En enero de 1988, trascurridos apenas 26 meses


de la avalancha que borró del mapa a Armero, la gran­
ja pasó a ser propiedad de la Universidad del Tolima.
Iván Melo Delvasto, entonces rector de la UT, el mismo
que 22 años atrás había iniciado con sus compañeros
la huelga para exigir campos de experimentación, fue
quien adelantó los trámites necesarios para que el Go­
bierno Nacional donara a la Universidad los terrenos
de la granja. “Me queda la satisfacción de haber dejado
a la Institución una obra tan importante como la granja,
ya no en comodato sino en propiedad.”

(94)
Beatriz Jaime Pérez

IV

El arrasamiento de Armero le dolió al país, con­


movió al mundo y abrió la herida más extensa y pro­
funda que ha sufrido el Tolima en todos sus años de
existencia como departamento.
Una herida de esa dimensión nunca terminará de
narrarse, por muchos esfuerzos investigativos que se
hagan. Siempre quedarán por fuera del relato historias
de grandes hazañas, de horrendas decisiones guberna­
mentales, de sobrevivientes que nadie nunca escuchó,
de tanta vida y de tanta muerte. También, historias de
lo mejor y de lo peor de la condición humana que aflo­
ran en un evento de esa naturaleza y, por supuesto,
de las consecuencias traumáticas que más de 30 años
después, todavía pesan en la memoria y en el alma de
quienes padecieron y sobrevivieron a la peor catástrofe
natural que ha ocurrido en Colombia. Para decirlo con
Gonzalo Palomino, registrar todas las dimensiones de
esta tragedia, es sencillamente imposible .40
La Universidad del Tolima estuvo en uno de los
epicentros del desastre. No solo porque más de 60
miembros de su comunidad universitaria lo padecie­
ron directamente; también porque el Grupo Ecológi­
co que lideraba Palomino lo había advertido.

40
Palomino, G. Ecología de un desastre (segunda edición), Grupo
Ecológico de la Universidad del Tolima, SENA-Regional Tolima, 1986,
p. 14.

(95)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Aquel 13 de noviembre de 1985 amaneció con


un sol canicular que duró toda la mañana. Mientras
la tarde avanzaba, la atmósfera se iba entristeciendo
con nubarrones, luego con una lluviecita obstinada,
que más tarde fue de ceniza y de arena. “Fue un día
aburridor, diferente a los otros días”, recuerda Eduar­
do Rueda, trabajador de la granja, sobreviviente de
la tragedia, y uno de esos héroes anónimos que logró
arrancarle varias vidas al lodo devastador.
Varios de sus parientes llegaron pasadas las
9:00 de la noche a Guayabal, el que para entonces
todavía era un corregimiento, donde Eduardo Rueda
vive desde hace muchos años, con la noticia de que
en Armero iba a suceder una inundación. Al menos
eso fue lo que le entendieron al cura en la última
misa que ofició aquel día.
Su vocación de socorrista lo sacó a esa hora de la
casa con la intención de organizar a un grupo de diez
o quince voluntarios, que con linterna en mano co­
menzaron a recorrer, a pie, los cinco kilómetros que
separan a Guayabal de Armero. Cuando llegaron al
río Sabandija se impresionaron al ver que las aguas
estaban suspendidas: el río no corría. En ese mo­
mento ya eran más de las 11:00 de la noche. Asus­
tados siguieron avanzando y de pronto empezaron
a escuchar lamentos y gritos de personas pidiendo
auxilio. Ayudaron a los que pudieron, sin percatarse
todavía de las verdaderas dimensiones de la tragedia.
Fue con las primeras claras del día que supieron lo

(96)
Beatriz Jaime Pérez

que había pasado: Armero había desaparecido lite­


ralmente de la noche a la mañana.
Fredy Guzmán, profesor de agronomía de la UT,
estaba desembarcando en Armero más o menos a
la misma hora en que los familiares de Eduardo
Rueda llegaban a Guayabal aquella noche. El día
anterior, Guzmán se había ido al Valle del Cauca
a coordinar unas prácticas académicas con Luis
Carlos Bedoya, otro profesor. De regreso, llegaron
a Ibagué como a las 5:00 de la tarde, pero Guzmán
continuó su viaje hasta Armero, a pesar de que su
colega le insistió que se quedara esa noche.
Llegó a su casa como a las 9:00, encendió la ra­
dio y en ese momento transmitían recomendaciones
como taparse la boca con un pañuelo húmedo, pero
en general aclaraban que no había de qué preocupar­
se. Sin embargo, unos ruidos extraños lo alarmaron.
Era la arena que estaba cayendo y golpeaba duro
contra un pequeño arbusto que él tenía en el patio.
Inquieto salió a la puerta de la calle y le preguntó a
una niña de la vecindad que desde qué hora estaba
cayendo arena y ésta le dijo que desde temprano en
la tarde. Agregó que en su casa se estaban alistan­
do para irse esa misma noche de Armero. No había
terminado de entrar a su casa cuando escuchó que
alguien afuera gritaba “¡Corran que se desbordó el
Lagunilla!”. Sin pensarlo dos veces, sin camisa y sin
zapatos, salió corriendo.

(97)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Huyéndole a las aguas del río Lagunilla —al me­


nos eso era lo que él creía— comenzó su recorrido a
tientas, pues al poco de haber salido se fue la luz en
todo el sector. Tropezó con una lata que le causó una
herida en la frente, pero no había tiempo para dete­
nerse por “nimiedades”, y siguió corriendo hacia la
parte más alta del pueblo, que era hacia el cementerio.
En menos de una hora, esa zona se llenó de al
menos 300 personas, que pasaron la noche allí. Guz­
mán dice que se escuchaban unos ruidos aterradores,
como de muchos buldóceres trabajando. Cuando ama­
neció, descubrieron que el área en la que se hallaban,
era apenas una pequeña isla en medio de un desierto
de lodo y muerte. Permanecieron allí dos días, hasta
que el sábado se ingeniaron una especie de puente,
con latas de zinc y madera, y comenzaron a buscar
una salida. El que caía de ese puente, no volvía a salir:
quedaba devorado por el lodo y no había manera de
rescatarlo. Llegó a Guayabal y lo primero que vio fue
un arrume de cuerpos; revisó algunos rostros, pero no
reconoció a nadie. Luego abordó un bus que lo llevó a
Bogotá porque no había manera de volver a Ibagué, al
menos no por tierra; no ese sábado.
Mientras Armero era arrasado por la avalancha,
los estudiantes de la granja permanecían ajenos a la
tragedia. Casi todos dormían, menos seis estudiantes
de octavo semestre de Ingeniería Agronómica, que pre­
firieron quedarse conversando después de la cena, se­
gún recuerda Alberto Díaz Montoya, quien se contaba

(98)
Beatriz Jaime Pérez

entre ellos. En algún momento de la noche escucha­


ron un sonido fuerte, como de un avión cuando des­
pega y luego se fue la luz. Permanecieron un momento
más cuando de pronto los sorprendió la presencia del
profesor Álvaro Bonilla París, de la mano de un niño
adolescente completamente bañado en lodo, que decía
ser de Armero. Nadie se explicaba cómo había podido
llegar hasta allí. Cuatro kilómetros y medio separaban
a la granja del municipio.
Díaz Montoya dice que el profesor, quien además
era el único docente que se encontraba esa noche en
la granja, pidió a los muchachos que despertaran a los
demás y se desplazaran hacia las marraneras, por ser
la parte más alta. Organizaron una primera brigada de
rescate cuando se percataron de que había heridos en
la zona, pidiendo auxilio. Durante toda la noche no pu­
dieron tener total claridad sobre lo que había pasado,
porque la radio no informaba nada, la noche era dema­
siado oscura y la confusión no podía ser mayor.
Con el alba apareció la desoladora escena: los gi­
gantescos y centenarios árboles que antes impedían ver
hacia la carretera principal, ahora yacían esparcidos
sobre una gran superficie de lodo. Hasta ese momento,
sin embargo, nadie entendía qué había causado seme­
jante destrucción y lo único que querían era salir de
allí. En la medida en que avanzaba la mañana y apare­
cían más personas muertas y heridas, los estudiantes
de la granja iban teniendo mejor conciencia de lo que
había ocurrido, de la suerte que habían tenido y de lo

(99)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

urgente que era buscar una salida para que sus fami­
liares supieran que estaban vivos.
Antes de las 6:00 de la mañana escucharon que
una avioneta sobrevolaba la granja. Era ese vuelo,
histórico, ampliamente documentado por los medios
de comunicación, que hicieron los pilotos Leopoldo
Guevara y Fernando Rivera, dos hombres de la De­
fensa Civil, famosos por ser los primeros en infor­
marle al país lo que había ocurrido.
Ese vuelo los puso en acción. “La idea era que
pudieran vernos desde las aeronaves. Entonces, con
las bolsas donde venían las fibras de los abonos hici-
mos un SOS grandísimo, en un terreno que habíamos
preparado el día anterior para un cultivo de yuca que
pensábamos sembrar”, recuerda Aleida Lugo, quien
para ese momento era estudiante de noveno semes­
tre de Ingeniería Agronómica.
Desde la noche anterior, antes de enterarse a tra­
vés de la radio de las verdaderas dimensiones de la
tragedia, el profesor Bonilla París había organizado a
los muchachos en comisiones pequeñas que tenían di­
versas tareas: recoger agua, sacar colchones y cobijas,
conformar grupos de tres para buscar salidas, entre
otras tareas. En la medida en que avanzaban las horas,
las ocupaciones eran mayores: había que atender he­
ridos, preparar comida y prender una hoguera junto al
letrero de SOS para ser más visibles a los helicópteros,
que ya sobrevolaban la zona con mayor frecuencia. Un
grupo mantuvo viva esa hoguera, pero de todos modos

(100)
Beatriz Jaime Pérez

ningún helicóptero aterrizó por ellos ese día. La angus­


tia aumentaba con la gravedad de los heridos, la impo­
sibilidad de encontrar una salida, la incomunicación
con el resto del mundo y la inminente oscuridad de la
segunda noche que llegaría para empeorarlo todo.
Los estudiantes de veterinaria habían construido
un improvisado hospital para ayudar a los heridos.
Aunque solo estaban preparados para atender proble­
mas de salud en animales, la vida los enfrentó de pron­
to a la experiencia fuerte de tener que suturar heridas,
entablillar fracturas y suministrar medicamentos a se­
res humanos. Todo con implementos e insumos veteri­
narios, pues era lo único que tenían a mano.
Mientras todo eso ocurría dentro de la granja, Al­
berto Díaz Montoya se había escapado hacia Arme­
ro, con Fredy Mendoza, otro estudiante, que decidió
acompañarlo al ver su desesperación. La razón de su
angustia era que sus padres y sus cuatro hermanos
menores vivían en Armero. Los dos estudiantes se fue­
ron sin permiso, porque sabían que el profesor Bonilla
París no los iba a dejar hacer lo que de cualquier ma­
nera era una locura: caminar hasta Armero. Pero Al­
berto no podía soportar lo que escuchaba en la radio:
Armero quedó borrado de la faz de la tierra, era lo que
decían. Pero eso no podía ser del todo cierto, pensaba
Alberto; al fin y al cabo la radio también había dicho
que la granja de la Universidad del Tolima había que­
dado sepultada y no era cierto.

(101)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Así que caminaron por horas sobre los gigantescos


troncos de los árboles caídos y también por entre los
cuerpos de muchas personas muertas. Alcanzaron la
montaña y se fueron por el borde hasta que llegaron a
las colinas de Armero donde Alberto divisó el paisaje y
supo que lo escuchado en la radio no era una exage­
ración: Armero era un pueblo enterrado, un desierto
fangoso en el que solo quedaba en pie el edificio del
hospital. Ese impactante cuadro le dio la certeza de ha­
ber perdido a su familia.
Desgarrado, regresó a la granja con su compañe­
ro poco antes del anochecer. El profesor Bonilla París
y los demás estudiantes ya los daban por desapareci­
dos, de suerte que cuando los vieron llegar, se cruzaron
los sentimientos de alivio y de rabia porque estos dos
muchachos habían mantenido en vilo al grupo durante
todo el día. Pero el regaño fue a escondidas y solo para
Fredy, porque Alberto ya tenía demasiado luto en su
alma como para someterlo también a un sermón.
Al día siguiente, viernes 15, los helicópteros em­
pezaron a aterrizar en la granja para rescatar a los
heridos. Fue hasta entonces que los familiares de
los estudiantes supieron que habían sobrevivido. En­
tre los socorristas también había reporteros, de suerte
que la televisión mostró algunas imágenes de la granja
y de la evacuación de heridos; también la radio leyó una
lista de nombres que un estudiante alcanzó a escribir
y a pasarle a una periodista que había llegado en una
unidad móvil hasta un punto muy cercano a la granja.

(102)
Beatriz Jaime Pérez

Evacuados los heridos, que eran unos 48 según


los recuerdos de Aleida Lugo, los helicópteros no regre­
saron más, pues al parecer no estaban para transpor­
tar sobrevivientes ilesos, de manera que estudiantes,
profesor y trabajadores debieron continuar allí un día
y una noche más, sitiados por la tragedia. El sábado
16 comenzó su rescate con una retroexcavadora, que
a esta altura de la historia ya nadie recuerda quién
la trajo hasta ellos. Luego los subieron en volquetas,
en grupos como de 25 personas, rumbo a Bogotá. El
recorrido en las volquetas les mostró a los muchachos
otra escena lacerante: camionetas que transportaban
cadáveres como si fueran atados de leña y sobrevivien­
tes que caminaban como zombis, desnudos, totalmen­
te cubiertos de barro, y que al paso de los vehículos
estiraban los brazos con desaliento, esperando que
alguno se detuviera y los sacara de ese infierno de lé­
gamo. “Pero en las volquetas ya no cabía nadie más”,
narra Aleida, llorando, derrumbada en esta parte del
relato, por el dolor de ese terrible recuerdo.

Por aquellos días fatídicos, la sede principal de la


UT, en Ibagué, fue un albergue para damnificados y un
hospital improvisado. En realidad, casi todo el departa­
mento era un albergue. Entre tanto, y mientras la gente
se “recuperaba” del primer impacto, la granja fue aban­
donada como escenario de práctica, por un tiempo.

(103)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Recuperar los espacios destruidos por la avalan­


cha y hacer habitable de nuevo la granja fue una peno­
sa labor que adelantaron los trabajadores, entre los que
se contaba Eduardo Rueda. Enfrentado a la pavura de
tener que remover el lodo, Eduardo solo le pedía a dios
que no lo pusiera frente a más escenas de terror. Pero
eso era pedir demasiado luego de semejante catástrofe.
Un día, tratando de rescatar un tractor atasca­
do, y mientras los trabajadores jalaban de unos lazos,
apareció de pronto el cuerpo de una mujer joven. ¡Qué
horror! Trajeron rápidamente una pimpina de gasoli­
na y la rociaron para incinerarla. Cuando le prendie­
ron fuego, el cuerpo dio una vuelta brusca y quedó
boca abajo. Casi se mueren. Aterrados, le rociaron
más gasolina y le pusieron más fuego. En medio de
las llamas, el cuerpo se levantó y quedó de rodillas.
Huyeron despavoridos de aquella imagen dantesca.
Con el tiempo, Eduardo y sus compañeros supieron
que ese era un fenómeno natural, cuando un cadáver
es sometido a altas temperaturas.
El Gobierno Nacional había ordenado la incine­
ración de cientos de personas. Luego de varias sema­
nas de ocurrida la avalancha, no había tumba para
tanto muerto. Así, al recién declarado municipio de
Armero-Guayabal, llegaron miles de galones de com­
bustible para adelantar esa pavorosa tarea.
Eduardo Rueda rescató con vida a mucha gente.
No obstante, algunos murieron a los pocos días por
falta de atención médica o por deshidratación. Entre

(104)
Beatriz Jaime Pérez

los rescatados que perdieron la vida por desatención se


encontraban ocho niños cuyas edades oscilaban entre
los dos y los diez años. Murieron en un lapso de pocas
horas. Eduardo no tuvo valor para incinerarlos, así que
cavó una tumba dentro de la granja, donde los sepultó.
Lo que siguió en adelante fue la manifestación del
trauma. Eduardo y sus compañeros no pudieron conciliar
un sueño tranquilo por muchos años. En las madruga­
das los despertaba el llanto de los niños desde su sepul­
tura y los gritos de los muertos que habían incinerado.
Fantasmas recorrían los espacios de la granja a distintas
horas y los atormentaban con sus apariciones. Perdie­
ron el sosiego. Muchos meses de oración no alcanzaron
a tranquilizar sus espíritus fatigados. Tuvieron que llevar
a un sacerdote que celebró al menos cuatro eucaristías
dentro de la granja, en diversos momentos, lo que al final
logró apaciguar un poco el reclamo de aquellas almas en
pena que no habían conseguido descansar en paz porque
no recibieron cristiana sepultura .41

Por orden del Gobierno Nacional nadie podía ocu­


par el territorio que antes había sido del municipio de
Armero. Esa disposición dificultó el regreso de estu­
diantes y profesores a la granja, pero sirvió para que le

41
Eduardo Rueda es un hombre creyente que narra con genuina
convicción la historia de las apariciones fantasmales dentro de la granja.

(105)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

donaran a la UT otro terreno, en el recién creado mu­


nicipio de Armero Guayabal: granja La Reforma, un
nuevo espacio de práctica que comenzó a ser usado
por el programa de Medicina Veterinaria y Zootecnia.
Durante varios años, al menos diez, el progra­
ma de Ingeniería Agronómica siguió desarrollando
proyectos académicos en la granja de Armero, con
la diferencia de que ya no permanecían de tiempo
completo en ese espacio. Fue la presión ejercida por
estudiantes y profesores, a mediados de la década de
los 90, la que logró el regreso de tiempo completo a
ese importante campo de experimentación.
El trabajo académico desarrollado en las granjas,
por sus ambientes reales de aprendizaje, constituye
la marca diferencial más importante de las carreras
en ciencias agrarias de la UT.

(106)
Beatriz Jaime Pérez

Transcurridos nueve años de aquel horror sufrido


en Armero, en el que perdieron la vida más de 24 mil
personas, trece de las cuales eran integrantes de la co­
munidad universitaria, la UT volvió a enlutarse, esta vez
por cuenta de una tragedia ocurrida dentro de su propia
sede central: el asesinato de Norma Patricia Galeano.
Por mucho tiempo se creyó que la peor barbarie
contra la Institución y su comunidad había ocurrido
en mayo de 1971, cuando la Policía de Carabineros
entró al campus, destruyó los vidrios de todas las
ventanas que tenía la UT en sus precarias instala­
ciones, detuvo e hirió a un número incierto de alum­
nos y por poco le causan la muerte a Andrés Rocha
Bermúdez, Decano de los Estudiantes42, y a Héctor
Galeano, director de la Biblioteca. La paliza más gra­
ve la recibió Rocha Bermúdez, quien sufrió múltiples
heridas, contusiones y una fractura de la que solo
comenzó a recuperarse seis meses después.
Pero lo más ignominioso habría de ocurrir el 7 de
septiembre de 1994, cuando la brutalidad de la fuerza
militar irrumpió en los predios de la Universidad del
Tolima con su ráfaga de muerte. A pesar del tiempo

42
Nombre que recibía por entonces la dependencia que actualmente
se denomina Vicerrectoría de Desarrollo Humano.

(107)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

transcurrido, todavía resuena en la memoria institu­


cional el traqueteo de las balas de aquel fatídico día.
El crimen contra Norma Patricia es el aconteci­
miento que más se rememora en la Universidad. A
pocos metros de la entrada principal del campus se
encuentra el primer elemento de resistencia contra el
olvido: una placa en el mismo sitio donde Norma Patri­
cia cayó muerta, luego de que un proyectil le impactó
en el pecho y atravesó su corazón. Ese pequeño mo­
numento es objeto de ritos conmemorativos en cada
aniversario, ofrendas florales, cintas de colores, velas
y otros objetos cargados de simbolismo, en un esfuer­
zo por honrar su nombre.
El edificio 32, renombrado en su honor, es otro
símbolo que la pone en la memoria de las nuevas ge­
neraciones de estudiantes y profesores que llegan a la
UT. En la pared más visible de ese edificio se levanta un
mural donde se dibuja su rostro, en medio de seis ros­
tros más de estudiantes que en otros sitios del país y en
otras épocas de la historia nacional también fueron víc­
timas de la acción desmedida de las fuerzas del Estado.
Norma Patricia era una joven de 23 años, que
cursaba octavo semestre de la Licenciatura en Cien­
cias Sociales y que había sido distinguida por la Uni­
versidad con matrícula de honor, por su destacado
promedio académico. Estaba vinculada al Museo An­
tropológico como monitora y era asistente de investi­
gación en un proyecto de conservación del patrimonio

(108)
Beatriz Jaime Pérez

documental, que la UT estaba adelantando con el ar­


chivo judicial del Tribunal Superior del Tolima.
A ella le correspondió vivir una etapa de la Uni­
versidad en la que confluían diversas organizaciones
estudiantiles, mucha militancia política y un perma­
nente debate sobre el modelo privatizador que había
comenzado a implementarse en la educación superior
pública, así como también sobre los sucesos más gra­
ves que ocurrían en el país, como el aniquilamiento
sistemático de los integrantes de la Unión Patriótica
y el terror de las bombas y los asesinatos selectivos,
impuesto por el Cartel de Medellín, al mando del nar­
cotraficante Pablo Escobar Gaviria.
Supo moverse con soltura en ese ambiente de
debate académico y político, además de que alcanzó a
ser ampliamente reconocida entre la comunidad uni­
versitaria por sus calidades intelectuales, su espíritu
rebelde y su capacidad de liderazgo. Al menos ocho
meses antes de su trágica muerte, se había vinculado
a la Juventud Comunista, Juco, movimiento político
en el que llegó a ocupar el cargo de Secretaria Regio­
nal, aunque nunca alcanzó a ejercerlo.
El día que murió, ella estaba feliz porque la Uni­
versidad le había renovado el contrato que la vincula­
ba al proyecto del archivo judicial. Había llegado a las
2:00 de la tarde a firmar ese contrato y a cumplir una
cita con Ángela Prada, quien para ese momento era
la profesora encargada del proyecto. La idea era que

(109)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de allí se irían las dos para el Palacio de Justicia — al


menos eso creía la profesora— a seguir trabajando
en la clasificación de procesos penales sobre hechos
ocurridos durante la Violencia.
“Me vi con ella a las 2:00, le dije que fuera a en-
tregar el contrato y que nos encontráramos en veinte
minutos en las canchas de basquetbol. Estaba espe-
rándola cuando empezaron a sonar los primeros pe-
tardos. Sonaban tan duro que me asusté y me fui para
la Facultad de Educación. La Facultad quedaba en el
bloque 16. Estando allí, el profesor Héctor Arévalo pre-
guntó si alguien iba saliendo para llevarlo en el carro.
Salí con él, busqué a Norma Patricia con la mirada y
no la vi. Cuando íbamos dando la vuelta por la ca-
rrera segunda, vimos mucha policía y nos pareció ex-
traño que hubiera llegado tan rápido. Apenas habían
comenzado a sonar los primeros petardos, ni siquiera
eran las 3:00 de la tarde y la Universidad ya estaba
rodeada de uniformados.”
Héctor Villarraga, Secretario General de la UT, re­
cuerda que él iba llegando en su carro, pasadas las 2:00
de la tarde, cuando lo sorprendió ver a tantas patrullas
de la Policía cercando la Universidad. Decidió dar una
vuelta por los alrededores y quedó atónito cuando se
dio cuenta de que la Policía empezaba a retirarse para
darle paso a un grupo de soldados del Ejército Nacio­
nal, armados con fusiles de largo alcance. Luego se
supo que era un escuadrón de contraguerrilla.

(110)
Beatriz Jaime Pérez

Entre tanto, los petos sonaban uno tras otro den­


tro del campus, lo que en pocos minutos alteró por
completo la cotidianidad institucional. Varios profe­
sores de la Facultad de Educación decidieron salir
hacia “el muro de los lamentos” y fue en ese lugar
donde Cesar Fonseca, director de la Licenciatura en
Ciencias Sociales, habló con Norma Patricia por últi­
ma vez. “Ella estaba subida sobre el muro, mirando,
igual que todos nosotros. Le dije que se bajara porque
estaba muy expuesta. En ese momento los disparos
del Ejército se escuchaban con mayor frecuencia. Ella
se bajó y minutos más tarde la vi ayudando a trans-
portar piedras en su mochila.”
Ese tropel, que tomó por sorpresa a casi todos
los miembros de la administración y a gran parte del
profesorado, se había organizado con varios días de
antelación. Las diversas asociaciones estudiantiles
y políticas que operaban en la Universidad llevaban
al menos tres semanas pensando qué tipo de acción
realizar para protestar y reivindicar el nombre de Ma­
nuel Cepeda Vargas, senador de la Unión Patriótica,
asesinado el 9 de agosto de 1994.
La idea de hacer un tropel fue de los líderes de In­
cormes, sigla usada por un movimiento que al parecer
nunca logró ponerse de acuerdo sobre lo que traducía:
algunas veces decían que se llamaban Iniciativa Or­
ganizativa Estudiantil y otras aparecían como Inicia­
tiva Comunista Revolucionaria, Marxista, Lenninista,

(111)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

aunque la sigla no se correspondía con ninguno de los


dos nombres. En todo caso, este era el movimiento es­
tudiantil mayoritario dentro de la Universidad. Varios
líderes de otras asociaciones apoyaron la decisión de
hacer tropel, pero advirtieron que no era un buen mo­
mento, porque en esos días habían aparecido grafitis
de alguna agrupación guerrillera y temían ser relacio­
nados con grupos armados. Líderes de la Juco, por su
parte, fueron más cautos y dijeron abiertamente que
no apoyaban la realización del tropel.
Al final, miembros de todas las organizaciones
terminaron participando del feroz enfrentamiento
que se produjo aquella tarde, incluso estudiantes
que no pertenecían a ninguna asociación. “En aque-
lla época, los grupos que se quedaban a mirar el tro-
pel terminaban participando, porque una acción de
esa naturaleza produce una especie de sinergia en-
tre los estudiantes, que hace prácticamente imposible
mantenerse al margen de los acontecimientos”, dice
Boris Edgardo Moreno; “pero, además, porque todos
los combos éramos amigos”, agrega José Ledesman
Díaz. Tanto Moreno como Díaz son egresados de la
UT, actores y testigos directos de los acontecimientos
de aquel 7 de septiembre.
Norma Patricia, por su parte, aunque había acor­
dado con su profesora Ángela Prada ir a trabajar al ar­
chivo judicial, sabía que no iría, que esa tarde era para
quedarse en la Universidad a ver lo que pasaba. “Ella
era muy osada, no temía ponerse en la primera línea de

(112)
Beatriz Jaime Pérez

los enfrentamientos. Yo sabía que por encima de las deci-


siones que se habían tomado, ella iba a participar de ese
tropel”, dice Gloria Esperanza Rivera, compañera de es­
tudios y la amiga más cercana que tuvo Norma Patricia.
Gloria Esperanza participó de muchos tropeles
junto a Norma Patricia, excepto ese día. “Yo estaba
agripada y quería protegerme de los gases, por eso
decidí salir hacia la carrera cuarta.” Mientras tanto,
el miedo empezó a apoderarse de varios profesores y
trabajadores de la Universidad cuando comenzaron
a notar la desproporción de la fuerza usada por los
soldados contra los estudiantes.
De hecho, todavía no se comprende cómo no mu­
rió más gente ese día. Camilo Pérez Salamanca, Jefe
de Comunicaciones del momento, se subió a la últi­
ma placa de concreto del edificio de postgrados que
estaba en construcción y desde allí tomó fotografías
y grabó en audio por quince minutos el traqueteo de
las balas de fusil que disparaban los soldados hacia
cualquier parte. “Cuando las ramas de los árboles
se empezaron a caer por el impacto de los proyecti-
les, me bajé del edificio, muy asustado, y comencé a
llamar a la Gobernación, a la Defensoría del Pueblo,
a diversas autoridades de la ciudad para pedir que
ordenaran el alto al fuego.”
Pasadas las 4:00 de la tarde, el combate había
alcanzado su punto más alto, pero Norma Patricia
seguía ayudando a sus compañeros. “Yo la veía car-
gando piedras de un lado a otro, cuando de pronto se

(113)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

cayó —dice Manuel León Cuartas, maestro de artes—


pero no creí que fuera grave.”
Luego todo fue confusión y muerte. Para enton­
ces, ya casi iban a ser las 5:00 de la tarde.
“Vi a Lucho que comenzó a gritar junto a Norma Patri-
cia, caída. Yo estaba cerca, corrí hacia ellos y me dispuse
a cargarla para trasladarla hacia un lugar más seguro
de la Universidad. Con Lucho y otros compañeros la lle-
vamos hasta las canchas de basquetbol. Lucho entró en
un estado de shock, tuvimos que sacudirlo y golpearle la
cara para controlarlo” — dice Boris Edgardo —.
El Vicerrector Académico era Fabio Sandoval y
recuerda haber salido corriendo de su oficina, que
para entonces quedaba donde hoy es Registro y
Control Académico, porque escuchó una algarabía
que gritaba la mataron, la mataron. “Vi cuando la
llevaban cargada hacia las canchas de basquetbol,
pero luego supe que ya iba muerta.”
Tres estudiantes más fueron alcanzados por las
balas aquella tarde, pero luego de varios días en el
hospital, lograron salvar su vida. Al menos otros
veinte resultaron heridos con piedras y cinco más
fueron detenidos, acusados de haber iniciado la re­
vuelta. Diez días más tarde, sin ninguna prueba en
su contra, fueron dejados en libertad.
El sepelio de Norma Patricia fue multitudinario.
Su cuerpo, velado en el Coliseo de la UT, fue sacado
del campus en un cortejo fúnebre al que se suma­
ron estudiantes de otras universidades y de colegios

(114)
Beatriz Jaime Pérez

de la ciudad, así como integrantes de la comunidad


ibaguereña en general. Este episodio ocupó durante
varios días las primeras planas de la prensa regional.
Múltiples voces de rechazo se manifestaron a través
de los medios de comunicación exigiendo claridad y
justicia en este caso. Pero nunca se aclaró y mucho
menos se hizo justicia. El crimen contra Norma Patri­
cia solo engrosó la larga lista de impunidad, esa mis­
ma que paradójicamente ella ayudaba a clasificar y a
sistematizar en el Archivo Judicial del departamento.
Ni antes ni después un tropel en la Universidad del
Tolima había dejado un saldo tan trágico. Muchas de
las cosas que rodearon este episodio no encuentran ex­
plicación. Todavía los miembros de la administración
de aquel momento no tienen ninguna hipótesis, ni ofi­
cial ni extraoficial, de quién ordenó abrir fuego contra
los estudiantes, ni por qué llegó el Ejército y no la Poli­
cía antimotines, como corresponde en estos casos.
Edgar Machado, Rector del momento, asegura
que ningún sector estudiantil le había manifestado
inconformidad alguna y que en los días previos tam­
poco se conocieron rumores de que iba a haber tropel,
como es usual en la UT. Varios profesores y funciona­
rios coinciden en afirmar que, además, la Institución
estaba en paz, que nada grave estaba ocurriendo.
Pero Gloria Esperanza Rivera, Boris Edgardo
Moreno y José Ledesman Díaz explican que la orga­
nización de ese movimiento respondía a problemas
nacionales, que nada tenían que ver con la situación

(115)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de la Universidad del Tolima. “No se trataba de una


reivindicación local. Eran asuntos que no se podían dis-
cutir ni negociar con la administración de la UT, porque
ella no estaba comprometida en esos problemas”, dice
Boris Edgardo. Por esa razón, el tropel los tomó por
sorpresa. Gloria Esperanza añade que el tropel estaba
tan bien organizado, que por eso no se filtró entre las
autoridades de la UT; pero advierte que fue justamen­
te esa característica la que hizo que todo saliera tan
mal aquella tarde. “Nosotros estábamos muy infiltra-
dos por organismos del Estado. Había ´tiras´ por todas
partes y ellos llevaron información sobredimensionada
a sus superiores del Ejército. Por eso mandaron contra-
guerrilla. En la Brigada creyeron que a la Universidad
se la iba a tomar un grupo camilista armado. Nada de
eso era cierto”, concluye Gloria Esperanza.
Transcurridas más de dos décadas desde este trá­
gico suceso, la comunidad universitaria encontró di­
versas formas de volver indeleble el nombre de Norma
Patricia: además de los espacios físicos que sirven como
monumentos de la memoria, otras formas de expresión
contra el olvido se han alzado en su honor: poemas,
canciones, videos, conciertos, películas y otras formas
de resistencia y de conservación de la memoria.
Varias cosas se han dicho sobre el carácter y la
vida de Norma Patricia: inteligente, juiciosa, alegre, ele­
gante, melómana, amante de la poesía de Borges, irre­
verente, arrojada, muy pobre, con muchas necesidades
materiales, soñadora de un mundo mejor. Pero hay un

(116)
Beatriz Jaime Pérez

elemento de su personalidad que en mi opinión es el


que mejor revela el tipo de ser humano que habitaba en
ella: su altísimo sentido de la equidad.
Gloria Esperanza cuenta la siguiente historia:

Éramos tres amigas, Norma Patricia, Marta Isa­


bel Barrera y yo. Un día fuimos a su casa a estu­
diar y Norma Patricia, por ser la anfitriona, debía
hacer el almuerzo. De pronto la vimos con una
regla midiendo la carne. No lo podíamos creer. A
quién se le ocurre medir con regla la carne para
que a todos les toque por partes iguales. Su sue­
ño de justicia e igualdad eran extremos. Además,
su compromiso político era tan serio y había tan­
ta convicción en ella que con frecuencia se eno­
jaba con nosotras porque no actuábamos con la
misma disciplina de ella.
Recuerdo cómo me regañaba en medio de los tro-
peles porque a mí se me olvidaba llamarla por el
nombre que nos habíamos puesto para ese tipo
de acción. Ella se metía muy bien en su papel.
También la recuerdo diciéndome que darles mo­
nedas a los mendigos era retrasar la revolución.
Tenía una gran esperanza en el país. La recuer­
do sufriendo por un mal amor. Norma Patricia
era una joven común y corriente, con muchos
anhelos, muy capaz, excelente estudiante, era
la mejor. Luego de su muerte, Marta Isabel y yo
quedamos como en una especie de orfandad,

(117)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­incapaces de confrontar a los profesores como lo


hacía ella. Quedamos a la zaga. Fue muy difícil
recuperarse después de eso.

Noti-UT, un boletín institucional que circulaba en


aquel tiempo, dedicó todas sus páginas de la edición
del 22 de septiembre de 1994 a narrar las circunstan­
cias que rodearon esta muerte. En esa edición también
se publicaron comunicados de diversas organizacio­
nes sindicales y estudiantiles, crónicas, fotografías y
dos poemas dedicados a Norma Patricia, uno de los
cuales escogí para cerrar la semblanza en este aparte
tan doloroso que le tocó enfrentar a la comunidad de
la UT. Lilia Alvarado, una maestra de hora cátedra que
para entonces también trabajaba en el Museo Antro­
pológico de la Universidad, es la autora.

(118)
Beatriz Jaime Pérez

A NORMA PATRICIA

Hasta ayer, tu cálida sonrisa,


tu lozana y vibrante juventud,
tu vida misma,
impregnaron de optimismo nuestro claustro.

Pero hoy, cómo nos duele,


ver tu sangre esparcida por la tierra
tu protesta silenciada por las balas
y tu grito perdido en lontananza.

Cómo nos duele, tu juventud marchita


sin clemencia
por las brutales fuerzas del poder;
cómo nos duele ver
tu cuerpo inerte y horadado
bajo el peso de la muerte aprisionado.

Congelados quedaron ya tus sueños,


tus proyectos, ilusiones y esperanzas,
congelado el lenguaje de los tiestos
que intentabas descifrar en la argamasa.

Físicamente,
ya no podrás aromar con tu presencia
los lugares comunes, ni las aulas,
ni los parques solariegos.
Pero las huellas de tu energía, tu valor,
tu preclara inteligencia
ocuparán todo espacio compartido
con hermanos, amigos, compañeros.

Por eso, tu muerte no nos amilana,


por el contrario,
nos motiva a luchar por la vida,
por el respeto al otro,
por el derecho a disentir, por la palabra,
por la justicia social en esta que
llamamos patria.

(119)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

VI

Una intoxicación masiva de estudiantes rompió


bruscamente la cotidianidad en la UT, el 16 de junio
de 1998. El paso de ambulancias entre la Universi­
dad y los distintos centros hospitalarios de Ibagué
comenzó al mediodía y tres horas después no había
terminado. Los carros institucionales tampoco da­
ban abasto ayudando en el traslado de los enfermos
cuyos síntomas eran vómito, diarrea, fiebre y dolor
de cabeza. La alarma y el caos crecían en el campus
universitario a la par con el número de intoxicados.
Ninguna ayuda era suficiente. La Defensa Civil, el
Cuerpo de Bomberos y la Policía, sumados, no al­
canzaban a atender la emergencia. A las 2:00 de la
tarde los estudiantes enfermos llegaban a 300; a las
3:30, todos los centros de atención médica de la ciu­
dad habían colapsado y a las 4:00 estaba declarada
oficialmente la emergencia hospitalaria en Ibagué. La
situación no podía ser más grave.
La intoxicación la produjo el almuerzo del res­
taurante estudiantil. Esta dependencia ha estado
adscrita a la oficina de Bienestar Universitario, que
a su vez depende de la Vicerrectoría de Desarrollo
Humano. El vicerrector era en ese momento Edilber­
to Calderón, quien había llegado dos semanas atrás,
nombrado por el rector Ramón Rivera Bulla, un mé­
dico de la región que ocupó la rectoría por 14 años.

(120)
Beatriz Jaime Pérez

La emergencia estrenó a Calderón en el cargo. La


mayoría de los enfermos fueron dados de alta a las
pocas horas; otros, a los dos o tres días, pero también
los hubo de tanta gravedad que solo pudieron salir
del hospital 15 días después. Nadie murió, por fortu­
na. Tampoco se pudieron determinar las causas de
la intoxicación, a pesar de que el Instituto Nacional
de Salud adelantó una investigación con especialistas
enviados desde Bogotá.
Aunque ninguna autoridad, ni académica, ni de
salud, ni judicial, pudo establecer oficialmente respon­
sabilidades en este hecho, el episodio sirvió para que la
Institución tomara el control del restaurante, suspen­
diera el contrato que tenía con la firma Portillo Sierra &
Cía y asumiera directamente este servicio de bienestar
universitario43. Por supuesto, hubo sospechas que re­
cayeron sobre distintas personas. La primera hipótesis
señalaba que había sido una falla en la manipulación
de los alimentos, pero nada de eso fue probado. Luego,
las sospechas recayeron sobre un sector del estudian­
tado, del que se dijo pudo realizar la acción deliberada
de contaminar la comida, porque tenía desavenencias
con el encargado del restaurante. Esta hipótesis tam­
poco fue probada.
El restaurante universitario ha sido desde siem­
pre un punto neurálgico para los estudiantes, dice

43
El Nuevo Día, viernes 19 de junio de 1998.

(121)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Jaime Cuartas, un funcionario que dirigió la oficina


de Bienestar Universitario por 19 años y que debió
encarar, junto a Calderón, esta crisis.
El único lugar de la Universidad que congrega
a tantos estudiantes invariablemente todos los días,
es su comedor. Allí se conocen y se reconocen como
parte de una comunidad. El restaurante es, como en
cualquier proceso de apropiación de espacios, un lu­
gar conflictivo donde se ejercen pequeños poderes: el
que se siente más fuerte saca de la fila, a codazos, al
más débil. También allí se hacen acuerdos, se toman
decisiones, se preparan asambleas, tropeles, movili­
zaciones. Es el escenario más vital que tiene la Uni­
versidad, en términos de construcción de relaciones
personales, sociales y políticas entre los estudiantes.
Lo que siguió a este suceso grave fue una eta­
pa que Calderón llama la época del restaurante itine-
rante. Fue un momento en el que se puso a prueba
la creatividad de la administración y la disciplina de
los estudiantes, para defender este proyecto valioso
que estuvo a punto de perderse, porque la Universi­
dad pudo haber tomado la decisión de acabarlo en
ese momento, ya que varias universidades públicas
lo habían hecho. Pero en cambio lo mejoró. Mientras
duró la obra de remodelación, Calderón y Cuartas se
las ingeniaron para ofrecer el servicio de restaurante
en cualquier espacio de la Universidad. Un tiempo
se acomodaron en el Aula Múltiple, otro tiempo en el

(122)
Beatriz Jaime Pérez

parque Ducuara y así, adaptando los espacios uni­


versitarios, impidieron que muriera el proyecto.
“Los estudiantes se apropiaron del ´restaurante itine-
rante`. Nunca había funcionado con tanto orden como en
esa coyuntura y la razón es que todo el tiempo participa-
ron en la búsqueda de una solución, estuvieron incluidos
tomando decisiones y eso salvó en parte el proyecto; la
otra parte fue la habilidad de Cuartas en la organización
de la logística, él sabe mucho de eso”, concluye Calderón.
Luego del episodio de la intoxicación, la Univer­
sidad decidió remodelarlo totalmente, entre otras
razones, porque las instalaciones no cumplían las
mínimas normas para su funcionamiento. Según
Cuartas, todo allí era deplorable: del cielo raso caían
gorgojos; las losas de los mesones y los utensilios de
cocina estaban picados, desportillados; las bodegas
donde se almacenaban los alimentos no eran técni­
camente aptas y en esas condiciones era muy difícil
mantener mínimos niveles de seguridad higiénica.
En 2003, nuevos estudios se iniciaron con el fin
de construir otras instalaciones, en el sector de La
María, porque las anteriores se desactualizaron rá­
pidamente. Pasados cinco lustros desde que se in­
auguró ese restaurante, de nuevo su capacidad fue
insuficiente para atender la demanda de la comuni­
dad estudiantil que requiere el servicio.

(123)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

VII

Como he advertido varias veces, muchos episo­


dios ocurridos dentro de la Universidad del Tolima
quedarán por fuera de esta semblanza y la historia de
los tropeles es uno de ellos. Pero un retrato cercano
a la manera como se han disputado los espacios uni­
versitarios ocurrió un día de tropel en el año 2000,
cuando un grupo de estudiantes ocasionó graves da­
ños al CAI de la calle 42, lo que dejó como saldo una
veintena de jóvenes presos.
La tropelía ocurrió un martes, y justo para el
sábado de esa misma semana los estudiantes tenían
planeado hacer una fiesta en el patio de banderas
(sector de las piscinas olímpicas) para lo cual ya
tenían el permiso aprobado por la comandancia de
policía. Pero después de esa revuelta, como es fácil
suponer, les revocaron el permiso para la fiesta.
Edilberto Calderón era todavía el Vicerrector de
Desarrollo Humano y desde temprano varios estu­
diantes lo tenían ñato pidiéndole que mediara con la
Policía para que los dejaran hacer la fiesta. Se fue Cal­
derón con el vicerrector Académico, que para entonces
era José Herman Muñoz, a hablar con la Policía y en­
contró que el comandante estaba furioso con las auto­
ridades de la Universidad y eso significaba que no iba
a restituir el permiso para ninguna fiesta y menos iba
a dejar en libertad a los estudiantes presos. C­ alderón
lo dejó sacar toda su rabia, se aguantó tremendo

(124)
Beatriz Jaime Pérez

­ ermón, asintió con la cabeza cada bocanada de ira


s
que le espetaba el uniformado y al final pronunció una
frase medio frívola: Ustedes tienen una emisora muy
buena, yo conozco al director. — Ah, sí — respondió
el comandante. Nosotros tenemos orquesta, teatro, títe-
res, continuó Calderón, y podríamos hacer un convenio
de cooperación. No importa si no nos da el permiso para
la fiesta, remató. En ese momento el comandante ya
había cambiado el gesto. — Déjeme que hable con mi
superior— dijo. Habló y consiguió restituir el permiso.
Y ahí fue cuando Calderón sacó de la manga la última
solicitud: Comandante, hagamos la vuelta completa;
suélteme a los muchachos, también.
Llegó a la Universidad con las buenas nuevas, lo
que generó una gran algarabía entre los estudiantes,
quienes por supuesto nunca conocieron los verdade­
ros términos en los que se llevó a cabo la negociación
y mucho menos se enteraron del lambetazo que Cal­
derón debió darle al comandante de la Policía para
que accediera a sus solicitudes.

(125)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

VIII

El presente aparte constituye el cierre de esta


semblanza. No es —como habría sido lo deseable— el
relato de acontecimientos ocurridos en lo que va del
nuevo siglo; es, por el contrario, la historia de un su­
ceso con apariencia anodina, que habría pasado in­
advertido para mí si no hubiera sido porque al menos
tres personas que fueron fuentes centrales en esta
narración me contaron, sin estarles preguntando,
quién era el autor del logo-símbolo que actualmente
identifica a la Universidad del Tolima, solo que cada
uno me dio un nombre diferente.

La historia es como sigue:

Edilberto Calderón me dijo en una de las tantas


entrevistas que le hice, y como un comentario al mar­
gen, que el logo de la Universidad era un diseño de Ma­
nuel Hernández, el importantísimo pintor colombiano,
con quien la UT tuvo una relación estrecha por muchos
años, puesto que él fue el iniciador y primer director de
la desaparecida Escuela de Artes. Como una nota inci­
dental registré este dato en la semblanza de Calderón,
hasta que un día en entrevista con el exrector Andrés
Rocha Bermúdez, este también me dijo como algo tan­
gencial, que de todo lo promovido por él en su adminis­
tración, su diseño del logo era lo único que permanecía.
Hasta aquí simplemente pensé que Calderón estaba

(126)
Beatriz Jaime Pérez

equivocado. Pero otro día, en entrevista con Manuel


León, artista plástico que también ha sido protagonista
en este texto por ser fuente primaria en muchos de los
relatos, se refirió a algunas publicaciones suyas entre
las que mencionó un pequeño artículo que da cuenta
del proceso realizado en el diseño del logo de la UT44, del
que, me dijo, él era su autor.
Picada por la curiosidad, busqué la resolución
mediante la cual se adoptó el logo-símbolo institucio­
nal, pero los documentos que reposan en el Archivo
General de la Universidad, antes que aclarar el mis­
terio lo enredan más, porque no existe una sino dos
resoluciones de rectoría, firmadas por dos rectores di­
ferentes: Iván Melo Delvasto (la 1215 del año 1990) y
Andrés Rocha Bermúdez (la 2264 del año 1991). Nin­
guna de las dos aclara las dudas sobre la autoría del
diseño. Más aún, las dos expresan que el diseño se
anexa como parte integrante de la resolución, pero el
anexo solo reposa en la primera.
Cuando tres personas tan serias y respetables
narran historias tan diferentes sobre el mismo hecho,
no queda otra opción que seguir buscando fuentes. Le
pregunté a Héctor Villarraga Sarmiento, Secretario Ge­
neral de la Universidad por muchos años, y este me
sorprendió con una historia fabulosa: el logo de la UT

44
(Sin nombre de autor) El Logo Símbolo de la Universidad
del Tolima, revista Panorama Universitario, No. 12, agosto, septiembre,
octubre de 1990, pp. 75-76.

(127)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

apareció en medio de un tropel, ocurrido a finales de la


década de los 80. La historia es que un capucho hizo
pintas de las iniciales de la Universidad por muchos
lugares, pero cuando intentó trazarlas en una caneca
de basura, la redondez del recipiente lo obligó a dibujar
la T dentro de la U, para que las dos letras se pudieran
leer en el mismo plano.
Luego de tragedias tan grandes y dolorosas como
las que he narrado aquí, resulta casi impúdico que
dedique tantas líneas a este episodio que en realidad
no parece relevante. Pero siendo la Universidad del
Tolima el escenario donde se han realizado proyec­
tos académicos, científicos y artísticos de tanta tras­
cendencia para la región y para el país, no deja de
ser inquietante que la Institución no haya guardado
con suficiente celo al menos una parte de toda esa
memoria. Y, en cambio, se dé la ocasión de dedicar
varias cuartillas a un suceso que, reconozco, es in­
trascendente, pero al mismo tiempo fascinante, por
la cantidad de relatos y de personajes incluidos en él.
Una vez recogidas las cuatro historias, confronté
varias veces a las fuentes y por enésima vez me res­
pondieron lo mismo, con mejores detalles, e incluso me
remitieron a otras fuentes que podían corroborar sus
versiones. Sobre este suceso hablé con Edilberto Calde­
rón, César Velandia, el arquitecto César Casas, Héctor
Villarraga, César Fonseca, Iván Melo Delvasto, Alberto
Niño, Ricardo León Franco Ospina, además de Manuel
León y Andrés Rocha Bermúdez, por supuesto.

(128)
Beatriz Jaime Pérez

Calderón dice que la idea inicial fue de Manuel


Hernández; Velandia certifica que vio a Manuel León
haciendo el dibujo mientras trabajaban en el Museo
Antropológico; Rocha Bermúdez asegura que hacer el
diseño le tomó una tarde en su casa; César Casas dice
que él solo ajustó las medidas del dibujo que le entregó
Manuel León; Alberto Niño recuerda a varios colegas
suyos reunidos un día en el Aula Múltiple en el que
un grupo de profesores de Artes presentaba el logo y el
ponente era Manuel León; Villarraga dice que el día del
tropel, a Ricardo León Franco, quien en ese momento
(1987) dirigía la Oficina de Planeación, le pareció muy
bella la pinta que hizo el estudiante en la caneca de la
basura y buscó a alguien para que la dibujara y se pro­
pusiera como el nuevo logo-símbolo de la UT.
Ricardo León Franco Ospina, por su parte, confir­
ma que, en efecto, el suceso transcurrió en las afueras
de la Institución, mientras él almorzaba en el segundo
piso de la casa contigua a la Universidad. “Recuerdo
que doña Inés, una señora a quien todos le decíamos
`Abuela´, tenía en el primer piso de esa casa un barcito
llamado Quincho, y en el segundo piso nos vendía el
almuerzo a varios profesores de la Universidad.”
El hecho es que el ambiente caldeado por la ac­
ción de la fuerza pública obligó a los estudiantes a
replegarse dentro de la Universidad, que para enton­
ces no tenía puertas. Entre el separador de las dos
calzadas de ingreso y el sitio donde actualmente está
ubicada la puerta principal de la Institución estaba

(129)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

la caneca de basura. Franco Ospina fue testigo ex­


cepcional del momento en el que un estudiante dibu­
jó en esa caneca, con espray de tinta roja, una U de
tal tamaño que ocupó casi toda el área del recipiente,
que era convexo, y al notar que no le quedaba espacio
para la T, de suerte que se pudiera leer en un solo
golpe de vista, decidió trazarla dentro de la U.
“De inmediato vi un rostro humano en esa imagen,
pero también interpreté la inclusión del ´T´olima dentro
de la ´U´niversidad. Entonces, recompuse la figura en
un papel que le entregué al profesor de Diseño Joaquín
Moreno, para que se encargara de reproducirla con todas
las especificaciones técnicas, pero pasó el tiempo y la
idea no se concretó.”
Lo que sucedió después fue que Franco Ospina
siguió hablando de esa imagen entre varios directivos
de la Universidad, hasta que una tarde, de acuerdo
con Villarraga, varias personas se reunieron con Iván
Melo Delvasto, rector del momento, y le hicieron la
propuesta que finalmente fue adoptada.
Puesto que no aparecen registros formales sobre
la autoría del logo — hasta donde indagué — y ade­
más tuve ocasión de conversar con las personas que
protagonizaron este asunto, creo que yo también estoy
autorizada a hacer una valoración sobre el tema: lo
que pienso es que la forma que tomó el logo actual,
es decir, el tránsito de la T dentro de la U, debió ser
una idea compartida por muchas personas que se fue­
ron encontrando, que fueron coincidiendo, hasta que

(130)
Beatriz Jaime Pérez

t­odas, en realidad, terminaron por construirla colec­


tivamente. Alguna vez le leí a Carlos Monsiváis una
crítica sobre esa creencia según la cual una idea ori­
ginal es solo aquella que se le ocurre a un millón de
personas al mismo tiempo. Sin ánimo de controvertir
al reputado autor mexicano, creo profundamente que
el logo actual de la UT, tan bello y tan armónico como
es, se logró luego de muchos intentos de todas estas
personas conocidas entre sí y de otras anónimas como
aquel estudiante encapuchado que terminó partici­
pando, sin proponérselo, en esa construcción.
Es importante anotar que, no obstante la expedición
de las dos resoluciones que ordenan el uso del nuevo
logo en el papel oficial de la Universidad, los dos recto­
res, Melo Delvasto y Rocha Bermúdez, e incluso quien
siguió después, Alberto Londoño, continuaron firmando
resoluciones en papel membreteado con antiguos logos
—al menos tres tipos diferentes— por mucho tiempo.
Algo que resulta enmarañado en la construc­
ción de cualquier relato es el cruce de fuentes y de
versiones que pueden existir sobre un mismo acon­
tecimiento. Esa maraña es al mismo tiempo la que
permite constatar el nivel de complejidad que tiene el
ejercicio de recordar y la fragilidad de los recuerdos
de los otros, de ese mecanismo selectivo que es la
memoria, como diría Kapuscinski. Pero esta parte es
también la más fascinante porque revela facetas que
no estábamos buscando, como me ocurrió con esta
historia del logo, y como la que sigue a continuación,

(131)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

del logo también, que tampoco buscaba pero que


encontré en un día de conversación con el profesor
­Alberto Niño, quien fuera presidente de ASPU-Tolima
por décadas y representante de los profesores ante
el Consejo Superior Universitario en varios periodos.
La historia sucedió a comienzos de los años 90,
cuando el Gobierno Nacional quiso imponerle a la UT la
responsabilidad de pagar el 20 por ciento del pasivo pen­
sional de sus trabajadores. Los profesores de ASPU-To­
lima, liderados por Niño, avizoraron el problema que
significaría para la Universidad semejante gravamen, e
iniciaron una dura pelea que concluyó en el 2008.
Aunque las arremetidas de los gobiernos nacio­
nales contra las universidades públicas son históricas,
la situación se agrava cuando la misma administra­
ción central de la UT, antes que librar una lucha en
defensa de la Institución, decide, con marrullas, em­
pujarla al fondo del abismo, como casi sucede durante
la última rectoría de Israel Lozano Martínez (1997),
quien amparado en una resolución de rectoría que
nunca existió legalmente, quiso salvar la responsabili­
dad de haber gastado el dinero de unos bonos pensio­
nales que llegaron procedentes del Gobierno Nacional,
porque supuestamente la UT pagaba pensiones.
Para esa época, Alberto Niño era el representante
de los profesores en el Consejo Superior Universitario,
instancia desde donde advirtió la gravedad que reves­
tía el gasto de ese recurso, pues llevaría a la Univer­
sidad a asumir, de hecho, una obligación que nunca

(132)
Beatriz Jaime Pérez

había tenido. Como de todas maneras se lo gastaron,


lo siguiente que sucedió fue que Lozano Martínez qui­
so defender su acción amparándose en una resolu­
ción de 1979 que en apariencia había firmado Camilo
Polanco Torres, uno de los rectores más atentatorios
de la vida universitaria, según Niño, en la que la UT
“autoriza al Departamento para que descuente anual-
mente del valor que corresponde a la Universidad del
Tolima, según Ordenanza de 1962, el costo anual de
las pensiones y solamente se apropien partidas por el
excedente a que haya lugar.”
En esta parte de la historia es cuando aparece de
nuevo el tema del logo símbolo. Los miembros de la
Junta Directiva de ASPU-Tolima de esa época pudie­
ron demostrar que la resolución aludida por Lozano
Martínez era una burda clonación de la resolución
603 de 1979, en la que se resolvía una licencia de
maternidad a una trabajadora del Departamento de
Biología. El hecho es que quien haya realizado la clo­
nación45 superpuso el logo símbolo de la Universidad
sobre un tipo de letra que, como es de suponer, para
el año 1979 todavía no se imprimía en la UT. Todo
esto ha sido una vergüenza —dice Niño— y una de-
mostración del tipo de directivas que hemos tenido en
la Universidad —concluye.

45
Clonación es la expresión usada por el profesor Alberto Niño
para advertir la falsificación de dicho documento público.

(133)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Cualquier persona joven que conozca estas his­


torias sin más antecedentes que los expresados aquí,
podría imaginar que la mayor parte de la vida universi­
taria en la UT ha sido caótica. Pero no. Una minoración
narrativa de todo cuanto he dicho en esta semblanza
señala, de algún modo, el carácter imperecedero y esta­
ble que ha tenido la institucionalidad de la Universidad
del Tolima en todas las épocas, por críticas que hayan
sido. Prueba de ello es que las importantes realizacio­
nes académicas, científicas y artísticas cumplidas por
los profesores de la Universidad del Tolima, siete de las
cuales presento a continuación, no habrían sido posi­
ble por fuera de esa institucionalidad.

(134)
Beatriz Jaime Pérez

No conocí a Raúl Echeverry sino a través de mi­


les de imágenes suyas guardadas en álbumes fami­
liares y en algunos documentos institucionales. De
todas formas, no hay en la Universidad del Tolima
una sola persona interesada en la botánica o en la ri­
queza arbórea del campus que no sepa quién fue. Su
nombre quedó inmortalizado en la Institución desde
1969 cuando fundó el Jardín Botánico Alejandro von
Humboldt, y luego trascendió al orden nacional e in­
ternacional cuando dos especies de plantas fueron
clasificadas y bautizadas con su nombre.
A pesar de su origen campesino y de las caracte­
rísticas de su actividad investigativa, Echeverry era un
maestro de saco, corbata y camisa almidonada, pues
había comenzado su trabajo docente en una época en
la que no se concebía el ingreso a las aulas sino ves­
tido con traje formal. Era un hombre tradicionalista,
un católico consagrado, que no faltaba a la misa de
domingo y que guardaba en su cartera estampitas
de vírgenes o de santos, que luego regalaba a cuanta
persona creía que necesitaba de esa protección.
Fue promotor de las prácticas de campo en la
UT y nunca le preocupó viajar a reservas naturales,
como la Sierra de la Macarena, a bordo de destartala­
dos aviones de la FAC, de esos que lograban aterrizar
de puro milagro, y luego se internaba hasta por 20
días, con grandes grupos de estudiantes y con otros
colegas en los exuberantes paisajes vegetales que
tanto apreciaba estudiar.

(139)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Era un aventurero. Podía tardar un día comple­


to en un viaje entre Ibagué y Bogotá — sin ser un
viaje de trabajo— por hacer largas paradas en cada
kilómetro para observar plantas, medirlas, tomarles
fotografías y hacer registros en su diario de campo.
No dejaba dormir a nadie durante los viajes porque
le parecía inaceptable que alguien, estudiante o fami­
liar, se cansara de contemplar los tipos de vegetación
que bordean las carreteras del país.
Ese gusto por las plantas lo aprendió en los
campos de Primavera, una vereda del municipio de
Villahermosa, ubicada en el norte del Tolima, donde
nació, en 1918. Allí, de la mano de Néstor, su herma­
no mayor, asimiló lo básico, pero también lo esencial
de la botánica, porque Néstor no solo le enseñó todos
los nombres vulgares de las plantas que tenía a su
alrededor, sino también su uso medicinal. Desde niño
supo que las plantas tenían una utilidad, y ese apren­
dizaje temprano fue clave porque le enseñó una ma­
nera de relacionarse con su entorno, lo que finalmente
despertó en él un especial interés por el estudio cientí­
fico de la diversidad arbórea que crece en esta región.
Estudió la primaria en la escuela rural de Prima­
vera y el bachillerato en el colegio oficial del Líbano,
hoy Instituto Nacional Isidro Parra. Para entonces,
la numerosa familia, constituida por 15 hijos, se
había trasladado a ese municipio, al que Echeverry
reconoció como su terruño y al que le dedicó esfuer­
zos investigativos como “Nosotros los Echeverry del

(140)
Beatriz Jaime Pérez

­Líbano-Tolima”, un texto que narra parte de la his­


toria de su propia familia, descendiente de algunos
fundadores de esa municipalidad, en el proceso que
se denominó colonización antioqueña. La gratitud ha
sido recíproca porque el Líbano es también un terri­
torio orgulloso de este hijo destacado, al que le ha
conferido importantes homenajes como la fundación
de un jardín botánico que lleva su nombre.
Marcado por las enseñanzas de su hermano, qui­
so estudiar Ingeniería Agronómica y lo logró luego de
acceder a una beca que le permitió matricularse en
la Universidad Nacional de Medellín. En los años 30
del siglo pasado, un viaje entre el Líbano y Medellín
podía ser una verdadera odisea para cualquiera, pero
no para Echeverry. A él le resultó fascinante porque
tuvo ocasión de ver, por primera vez, la variedad del
relieve colombiano y experimentar los cambios del
clima y del paisaje, algo que no solo lo sedujo sino
que lo reafirmó en su vocación profesional.
El recorrido comenzaba desde el Líbano a lomo
de mula, hasta la vereda el Convenio, municipio del
Líbano, donde podía descansar, gracias a que allí vi­
vía un tío suyo. Al día siguiente seguía su camino en
mula hasta San Lorenzo de Armero, de donde partía
en tren hacia La Dorada, Caldas. Llegar allí le tomaba
dos o tres días. Si su llegada a La Dorada coincidía
con la salida del barco de vapor que lo llevaría por el
río Magdalena hasta Puerto Berrío, Antioquia, podía
ganarse un día de viaje; de lo contrario, debía esperar

(141)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

un día más. Ya en suelo antioqueño, se iba en otro fe­


rrocarril que lo llevaba por Cisneros hasta Medellín.
Atravesaba los valles del río Nus, pasaba por el túnel
de La Quiebra y bordeaba el río Medellín. Esta parte
del viaje, entre La Dorada, Puerto Berrío y Medellín,
podía durar tres o cuatro días más. En total, era un
viaje de siete u ocho días.
Echeverry narró la experiencia de este viaje a fa­
miliares y colegas en varias ocasiones. Era una histo­
ria tan principal en su vida, que en sus últimos años
hizo este mismo recorrido dos veces más. Todo cuan­
to vio y sintió en ese viaje tuvo una resonancia enor­
me en su trabajo investigativo y docente. Ser testigo
directo del momento en que las montañas de guamos
y nogales se desprendían de sus ropajes nublosos y
se abrían, ladera abajo, para darle paso a los valles
que se forman por la presencia del río Magdalena, era
una experiencia alucinante para él. También el río le
trajo vivencias extraordinarias, por todo aquello que
tuvo ocasión de ver en los diversos puertos y muelles
donde atracaba el barco.
Por supuesto, 60 años después, cuando repitió
la aventura, sufrió la misma decepción de Florentino
Ariza, el personaje central de El amor en los tiempos
del cólera, quien se sintió abrumado por los cambios
de un río que a comienzos del siglo pasado era uno
de los más grandes del mundo y ahora solo era una
ilusión de la memoria. En este nuevo viaje, Echeverry­­
no vio, como tampoco pudo ver Fermina Daza, la ­selva

(142)
Beatriz Jaime Pérez

enmarañada de árboles colosales, ni a los caimanes


que se hacían los muertos con las fauces abiertas du­
rante horas y horas en los barrancos de la orilla para
sorprender a las mariposas. Tampoco escucharía la
algarabía de los loros y los micos, y al llegar a Puerto
Berrío ya no vería más los manatíes.46

Echeverry tuvo una vida longeva. Llegó a ser un


anciano de 90 años, pero nunca abandonó la avidez de
su espíritu aventurero. A los 77 años aún se internaba
en las selvas del Guaviare a hacer colectas de plan­
tas, cuyas muestras reposan hoy en el laboratorio de
Dendrología de la UT. Digitalizando esas muestras, el
auxiliar del laboratorio Boris Villanueva dudaba de la
información que veía registrada en las fichas de clasifi­
cación, porque no podía creer que todavía en diciembre
de 1994, Echeverry estuviera en esas andanzas. Luego
supo que no había error y que aquello que tenía en sus
manos era un valioso tesoro vegetal, no solo por lo que
significaba para el estudio de la Botánica, sino porque
lo había hecho el maestro con mayor reconocimiento en
esa disciplina que ha tenido la UT.

46
Este párrafo es una transliteración de El amor en los tiempos
del cólera, de Gabriel García Márquez, pp. 450-451.

(143)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Con el mismo arrojo de un adolescente, a los 84


años estrenó un canopi de al menos cien metros de
largo, construido en la reserva forestal Santafé de los
Guaduales, ubicada a las afueras de Ibagué, cuyos
dueños son Magdalena, su hija mayor, y su esposo
Raúl Polanco. Un canopi es un medio de transporte
usado en los campos colombianos, que consiste en
deslizarse por un sistema de cables, poleas y arne­
ses, en el que las personas quedan suspendidas en el
aire, a varios metros de altura.
Un año antes había sorprendido a su yerno Raúl
Polanco, con la petición de que lo dejara sumarse
al grupo de profesionales que se encargaría de rea­
lizar una investigación sobre el Macizo Colombiano.
Se trataba de un proyecto organizado por la CAR y
el ­Ministerio del Medio Ambiente, llevado a cabo en
2001, en el que participaban seis corporaciones autó­
nomas regionales: la del Tolima, la del Alto Magdale­
na, la del Valle del Cauca, la de Nariño y la del Cauca.
Al menos 70 personas entre geólogos, botánicos, his­
toriadores, antropólogos, geógrafos e ingenieros con­
formaban el grupo de investigadores que emprendería
un largo viaje por el conjunto montañoso de los Andes
colombianos, lo que implicaba caminar o recorrer a
lomo de mula cientos de kilómetros por el quebrado
territorio, que por momentos alcanza altitudes de más
de cuatro mil metros sobre el nivel del mar.

(144)
Beatriz Jaime Pérez

Conociendo la capacidad de su suegro, Polan­


co no tuvo ningún problema en acceder a su solici­
tud, pero los directores de las demás corporaciones
pusieron el grito en el cielo cuando se dieron cuen­
ta de que el invitado de Polanco era un anciano que
seguramente les iba a arruinar el viaje. “Yo me res-
ponsabilizo”, decía Polanco por cada reproche que le
hacían. Durante el recorrido, Echeverry se convirtió
en el personaje que resolvía los interrogantes sobre
los cambios de flora y en general del paisaje que en­
contraban a su paso. Hicieron múltiples paradas en
las que él le hablaba al grupo como si estuviera en
una de sus clases habituales.
Cuando iban como a tres mil metros de altitud,
un médico cubano que formaba parte de la expedi­
ción, preocupado por la salud de Echeverry, le pidió
que se dejara medir la presión arterial cada 30 minu­
tos, con la excusa de que estaba llevando a cabo un
experimento. Echeverry, que desde el comienzo se dio
cuenta de que en realidad todos estaban preocupa­
dos por él, accedió sin chistar. “Para la ciencia, todo”,
recuerda Polanco que fue la respuesta de su sue­
gro. El médico, por su parte, miraba el tensiómetro
con gestos de incredulidad. Cómo podía ser posi­
ble que una persona de 83 años de edad no sufriera
alteraciones graves en su presión arterial, a seme­
jante altitud. Lo más insólito de este relato es que

(145)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

a cuatro mil metros de altura, el soroche47 tumbó a


muchos, incluyendo al médico, mientras Echeverry
seguía como si nada. Caminaron hasta la laguna de
La Magdalena, a la altura del páramo de las Papas
y al llegar al municipio de Altamira, departamento
del Huila, el cura del pueblo les advirtió que debían
irse inmediatamente porque la fuerte presencia de
las guerrillas hacía prever algún hecho lamentable.
Todos se alistaron para salir, excepto Echeverry que
se entretuvo conversando con una guerrillera y no
había manera de hacerle entender que debían partir.
Tuvo que venir el cura a persuadirlo. Entonces se
despidió afectuosamente de la joven guerrillera, no
sin antes pedirle que se encomendara a la gracia de
algún santo, y continuaron su largo viaje rumbo a
la Bota Caucana. De ese viaje, Echeverry trajo una
colección de plantas que actualmente se conserva en
el herbario de la Corporación Autónoma del Tolima.
Lo que sugieren estos relatos es que Echeve­
rry era un hombre que llegaba sin prevenciones a
los diversos territorios del país, se encarretaba con
los lugareños y se adaptaba sin problemas a cual­
quier circunstancia. Estaba acostumbrado a lidiar
con todo tipo de gente, incluidas personas vincula­
das a grupos armados ilegales. Magdalena, su hija,

47
Nombre popular que recibe el malestar producido por grandes
alturas, y que se manifiesta con mareos, alteraciones en la presión arterial,
trastornos respiratorios y otros síntomas.

(146)
Beatriz Jaime Pérez

recuerda que un día de finales de los años ochenta,


Echeverry iba en un carro oficial, camino al Valle de
Cocora, donde adelantaría una investigación sobre la
palma de cera, en compañía de una funcionaria de la
Corporación del Tolima, Cortolima, cuando en medio
de la carretera los detuvo un pequeño grupo de gue­
rrilleros y acto seguido les anunciaron que tomarían
el carro “prestado” por unas horas. Echeverry y su
acompañante fueron dejados en una casa a orillas de
la vía, donde funcionaba una tienda. La tendera era
una mujer joven, en avanzado estado de preñez, con
quien entabló conversación de inmediato. Al cabo de
un rato ya sabía que ella era la mujer de un coman­
dante guerrillero y que no iba a poder criar al hijo
que esperaba, porque los bebés no tienen cabida en
la guerra. Al final del día, cuando le devolvieron el
carro, él se despidió de la señora como si se hubiera
tratado de un encuentro casual entre viejos conoci­
dos: sacó de su cartera una estampita del Divino Niño
y se la obsequió para que ese hijo que estaba por na­
cer, estuviera protegido de todo mal y peligro.
“Mi papá fue un conservador confeso y eso po-
día ser delicado en la Universidad porque significaba
­allanar el terreno para la estigmatización”, dice su hija
Magdalena. Sin embargo, nada de eso sucedió. A na­
die se le ocurrió cuestionarlo ni siquiera cuando ador­
nó su oficina con un cuadro del Sagrado Corazón de
­Jesús. Echeverry fue un profesor muy respetado, entre
otras razones, porque él tampoco juzgaba a nadie por

(147)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

su condición política o ideológica; no entraba en esas


discusiones y no sufría de sectarismos. Era capaz de
llevarse muy bien con gente completamente distinta a
él. Comprendía mejor a los estudiantes que otros cole­
gas jóvenes, y con sus nietas y nietos alcanzó a tener la
fluidez comunicativa que sus propios hijos no lograron.
De hecho, la única vez que se casó, lo hizo con una
mujer liberal, que sí era todo lo sectaria que él no era.
Conoció a Ana Joaquina Arango Palacios, su
esposa, mientras ella pasaba unas vacaciones en casa
de una tía, en San Lorenzo de Armero, y él dirigía la
granja que hoy es propiedad de la UT, pero que en
ese año, 1944, pertenecía al Ministerio de Economía
Nacional48. Comenzó a visitarla a diario hasta que la
tía, consecuente con la arraigada tradición del recato, le
advirtió que solo podía verla dos veces por semana; pero
Echeverry, que no se resignaba a cumplir una norma
tan estricta, decidió organizar para Ana Joaquina unas
clases de bandola, tres veces por semana, de suerte
que logró aumentar a cinco los días que podía verla, ya
que por supuesto se las arregló para que las clases no
coincidieran con los días de visita.
Cuando ella regresó a Cajamarca, Tolima, de
donde era oriunda, continuaron su noviazgo a tra­
vés de largas cartas, algunas de las cuales su hija

48
En diciembre de 1947 el Ministerio de Economía Nacional se
disolvió y en su lugar se crearon dos ministerios: el de Agricultura y
Ganadería y el de Industria y Comercio.

(148)
Beatriz Jaime Pérez

Magdalena guarda como una reliquia y como prueba


del gran amor que se tuvieron.
Recordado Raúl, al despertar por los acor-
des de la música triste de tu serenata,
sentí de pronto que la horrible realidad se
me presentaba descubierta y sin rodeos.
No había querido comprenderlo así, pero
al ver que esa era tu despedida, sentí que
algo oprimía mi alma y una angustia horri-
ble se apoderó de mí. (…)

Así empieza la carta que le escribió en abril de


1944, luego de una serenata cuyas canciones no fue­
ron escogidas ni cantadas por él, sino por un ex novio
de ella, que Echeverry contrató porque era el único, en
Cajamarca, que al parecer tenía disponible una agru­
pación musical para ese tipo de evento. Cuando ella
escuchó la voz de su ex novio y a través de la ventana
vio también a Echeverry, pensó que esa era la manera
que se le había ocurrido de terminar la relación.
En las cartas de ambos se revela la pasión de
un par de jóvenes locamente enamorados y compro­
metidos con su relación de pareja. Pasados dos años
de mucho contacto epistolar y de visitas más bien
esporádicas porque él trabajaba en San Lorenzo de
Armero y ella vivía en Cajamarca, decidieron casarse
en abril de 1946. Tuvieron diez hijos, pero una niña
murió a los pocos días de nacida, de manera que se
criaron nueve, cuatro mujeres y cinco hombres. El

(149)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

penúltimo nació en México porque en 1961 ­Echeverry


vivió un año en ese país, con toda su familia, mien­
tras cursaba un postgrado en Desarrollo Rural.
El 4 de agosto de 1969 su cotidianidad se vio
bruscamente interrumpida con la muerte prematura
de Ana Joaquina, ocasionada por un aneurisma ce­
rebral, cuando tenía apenas 44 años. El hijo más pe­
queño de la familia tenía cinco años, los tres mayores
acababan de ingresar a la universidad y los demás
estaban en edad escolar. El panorama no podía ser
más desolador para Echeverry.
Guardó silencio por más de una semana — re­
cuerda Magdalena — mientras su casa estuvo llena
de familiares que llegaron de varias partes del país
a acompañarlos y a tratar de ayudar a encontrarle
una salida a la tragedia. El futuro de los niños estaba
en riesgo en ese momento; al menos eso era lo que
creían tías, cuñados y abuelos. Entre todos se habían
repartido a los niños. A Magdalena le iba a tocar la
parte más difícil porque, al ser la mayor de las mu­
jeres, algunos de sus familiares pensaron que era la
llamada a hacerse cargo de la casa y de los hermanos
pequeños que quedaran en Ibagué.
Pasado el novenario, Echeverry que hasta el mo­
mento no había expresado sino pura tristeza, los reunió
a todos para decirles que les agradecía mucho la compa­
ñía y la ayuda, pero que ya era tiempo de que regresaran
a sus casas, porque los niños debían retomar su vida y

(150)
Beatriz Jaime Pérez

volver al colegio. Les dijo también que la responsabilidad


de sus hijos era enteramente suya y de nadie más.
Magdalena piensa que esa reacción de su padre,
que fue clave para forjar el futuro de todos, ocurrió lue­
go de que ella le mostró una carta que le había enviado
desde Medellín una de sus tías, que era monja, en la
que le decía, palabras más, palabras menos, que de­
bía desechar los planes de continuar en la universidad,
porque ahora debía dedicarse a atender a su familia.
En adelante, la viudez fue el único estado civil de
Echeverry. Pasados varios años de la muerte de Ana
Joaquina, Magdalena le insinuó que se casara de nue­
vo y la respuesta que recibió fue “no le voy a poner
madrastra a mis hijos”. Sorprendida, le preguntó de
qué hijos hablaba si ya todos estaban crecidos; en­
tonces dijo que mientras uno solo de sus hijos viviera
con él, no se volvería a casar. Con esa respuesta que­
dó desechada para siempre la opción de un segundo
matrimonio, porque Clara, otra de sus hijas, nunca
abandonó la casa paterna. Incluso después de casada,
Clara siguió viviendo con su padre.
Pero Echeverry tenía una respuesta diferente a
este tipo de sugerencia, dependiendo de quién le hi­
ciera la pregunta. Clara recuerda que un día acompa­
ñó a su padre a visitar a los papás de Ana Joaquina,
en San Lorenzo de Armero donde vivían desde hacía
varios años, y entrando a la casa, su suegra lo saludó
diciéndole algo así como cuándo será el día que yo
lo veré entrar por esa puerta del brazo de una nueva

(151)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

esposa. Y que éste le respondió, cuando usted tenga


otra hija como Quina.
Nada qué hacer. Nunca estuvo dispuesto a modi­
ficar esa parte de su vida íntima.

Echeverry fue un hombre de una gran fortaleza fí­


sica y emocional. De otra manera no se explicaría cómo
pudo llegar a viejo sin abandonar sus proyectos profe­
sionales, luego de afrontar no solo la partida definitiva
de su mujer, sino también la muerte trágica de Martha,
una de sus hijas, cuando era apenas una jovencita de
25 años de edad, que estaba terminando su carrera de
medicina veterinaria en la UT, en 1985. También sufrió
la enfermedad de Carmen, otra hija suya, quien pade­
ció una leucemia que finalmente le quitó la vida en el
año 2000. Siete meses antes de que su propia vida se
apagara, Echeverry tuvo que sufrir también la muerte
de su hijo Augusto, en mayo de 2008.
Quizá fue esa fortaleza la que hizo creer a Daniela
Gálvez Echeverry, su nieta consentida, que su abuelo
era inmortal. Ella, hija de Clara, creció al lado de su
abuelo y se convirtió para él, según varios familiares,
en la niña de sus ojos. Daniela asegura que nunca lo
vio llorar y tampoco recuerda haberlo visto enfermo
alguna vez. Ni siquiera lo escuchó quejarse de algún
dolor. Por eso, cuando una enfermedad terminal lo
dejó postrado para siempre, ella que entonces tenía
14 años, sufrió un impacto emocional tan grande, que

(152)
Beatriz Jaime Pérez

sus calificaciones bajaron en forma drástica, cuando


lo usual era que la niña obtuviera promedios destaca­
dos en el colegio.
Echeverry alcanzó a conocer a 22 nietos y a cinco
biznietos. Su cumpleaños número 90 fue celebrado
con una gran fiesta, a la que asistieron todos sus fa­
miliares, muchos de los cuales viajaron desde diver­
sas partes del país, hasta Santafé de los Guaduales,
donde se hizo la reunión. Esa fue la última vez que
los vio a todos reunidos.

Echeverry reía poco. De hecho, Jorge Puerta,


el auxiliar de laboratorio que trabajó a su lado por
más de 28 años, asegura que jamás lo vio reír; que
era un hombre adusto, al que no obstante tampoco
se le veía triste. Nunca iba de prisa y cumplía con
estricto rigor los horarios de trabajo.
Jorge Puerta lo asistió en innumerables prácticas
de campo, de las que tiene todo tipo de anécdotas, pero
hay una en particular que narra con especial admira­
ción por quien fuera su antiguo jefe. Ocurrió una vez
que lo acompañó al pacífico colombiano y ­Echeverry
sufrió un accidente que le impidió caminar en medio
de la maraña selvática que bordea esa parte del te­
rritorio colombiano. Habían llegado a Buenaventura,
luego de muchas horas de viaje, de donde partieron
en lanchas hasta Juanchaco y Ladrilleros, donde pa­
saron la primera noche. A la mañana siguiente cami­

(153)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

naron todo el día por las playas que bordean el océano


Pacífico, hasta la desembocadura del río San Juan,
donde durmieron la segunda noche. Echeverry había
contratado a un ingeniero forestal para que los guiara
por esa zona que él no conocía bien y al tercer día, con
guía a bordo, navegaron por las aguas del San Juan
hasta el Bajo Calima. Una vez en tierra, caminaron
selva adentro, pero de un momento a otro dejaron de
ver al guía. Era paradójico: el guía se había perdido
y ahora todos se sentían desorientados. Lo buscaron
durante horas sin ningún éxito. Comenzó a oscure­
cer y los estudiantes entraron en pánico. Para colmos,
empezó a caer un aguacero torrencial, típico de esa
zona, de modo que el barro les alcanzó a llegar hasta
las rodillas. Los estudiantes lloraban, aterrados, ade­
más de que el cansancio y el hambre los tenía abati­
dos. Entre tanto, Echeverry guardaba la calma. Jorge
Puerta dice que no lo vio preocupado ni un solo ins­
tante y que, al contrario, tranquilizaba al grupo y lo
animaba a seguir caminando. De pronto se cayó y se
dislocó una rodilla. ¡Solo eso faltaba! Ahora dos es­
tudiantes se tenían que turnar para cargarlo, mien­
tras avanzaban en medio de la noche, en condiciones
totalmente adversas. Casi era la media noche, y ya
habían ubicado el camino que los conduciría hasta su
destino final, cuando Echeverry pidió que pararan un
momento. Nadie entendía para qué pedía que para­
ran, si todos estaban ansiosos por llegar al sitio donde
por fin podrían comer y descansar. Para qué vamos a

(154)
Beatriz Jaime Pérez

parar, profesor, preguntó el estudiante que lo llevaba


en hombros. ¡Puertaaa! —gritó Echeverry— alcánceme
la linterna y ayúdeme a recoger estas muestras.
“Todos quedamos atónitos — dice Jorge Puerta—.
Era increíble que ni cansado, con hambre, con la mani-
gua hasta el cuello y con un terrible dolor en la rodilla,
el doctor Echeverry dejara de pensar en el trabajo.”

La fortaleza física y la capacidad de trabajo de


Echeverry son de antología en la UT. Esas dos cuali­
dades son las primeras que describen en sus testimo­
nios quienes trabajaron con él o fueron sus discípulos.
Héctor Esquivel, quien además de alumno fue tam­
bién su colega, lo recuerda remolcando a jóvenes de 18
y 20 años, a comienzos de los años 70, cuando salían
hacia los nevados, donde alcanzaban altitudes hasta
de 4.600 metros sobre el nivel del mar.
Disfrutaba mucho de esas salidas, dice Esquivel.
En el campo era donde más se lucía como profesor,
agrega. Echeverry orientaba tres asignaturas en la
UT: Botánica General, Taxonomía Vegetal y Fisiolo­
gía Vegetal. Además de la docencia, también dedica­
ba tiempo a la construcción del herbario y del jardín
botánico, dos proyectos que fundó con ayuda de los
estudiantes de la Licenciatura en Biología y Química,
de Ingeniería Agronómica y de Ingeniería Forestal y,
por supuesto, con el apoyo de la UT. La ladera de
diez hectáreas en la que están plantadas cientos de

(155)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

especies, entre nativas y exóticas, que hoy forman


parte del jardín botánico, era un cafetal a finales de
los años 60. Esa área, que fue donada a la Universi­
dad, está ubicada en la parte posterior del campus y
llega hasta la ribera del Combeima. Es un hermoso
lugar que se puede recorrer por senderos que fueron
construidos por iniciativa de Echeverry y que permi­
ten apreciar una gran colección arbórea de los campos
andinos, pero también de otras regiones ecológicas
como la Orinoquia y la Amazonia, de donde Echeverry
trajo plántulas y semillas que se adaptaron a esta tie­
rra, y que hoy son un testimonio vivo de muchos años
de esfuerzo, en el que también fue fundamental la par­
ticipación de estudiantes y de auxiliares de laboratorio
como Tirso Medina y Jorge Puerta, a quienes Echeverry
contagió de entusiasmo por este tipo de labor.
Héctor Esquivel es el continuador del legado de
Echeverry. Guarda, no solo en su memoria sino tam­
bién en los archivos de la UT, registros fotográficos
de las múltiples salidas de campo y de las visitas a
jardines botánicos de otros países del mundo a los
que Echeverry visitó en un periplo que hizo en 1984.

Al mes de haber cumplido 90 años, Echeverry


entró en la fase terminal de su vida. Pocos días antes
de su deceso, un sacerdote tuvo que ir hasta su casa,
por solicitud de su hija Clara, para convencerlo de
que él ya no tenía obligación de asistir a la misa de

(156)
Beatriz Jaime Pérez

domingo. De esa magnitud era su compromiso con la


iglesia. El día que amaneció agonizando, Clara pidió
que lo trasladaran a la clínica, “porque tenía la ilusión
de que pudieran hacerle algo que lo regresa con bien”.
Cuando los médicos le quitaron toda esperanza, ella
llamó al sacerdote, que llegó en minutos, le dio la
absolución y luego ella se quedó a solas con su padre.
Clara narra este momento en medio de la conmo­
ción y el llanto. “Yo sabía que papá estaba inconsciente,
en coma, pero aun así le hablé, le dije que se fuera tran-
quilo, que todos íbamos a estar bien. Que no se resistie-
ra, que mamá lo estaba esperando. De pronto vi que le
brotó una lagrimita, por eso tengo la certeza de que me
escuchó. Entonces, lo tomé entre mis brazos y le canté:
Aunque en esta vida
no tengo riquezas,
sé que allá en la gloria
tengo una mansión;
cual alma perdida
entre la pobreza,
de mí Jesucristo tuvo compasión.”

Su larga y fructífera vida acabó apacible, y Cla­


ra tuvo el privilegio de acompañarlo en ese tránsito.
Cuando ella terminó la canción, Raúl Echeverry ya
había expirado.

(157)
Beatriz Jaime Pérez

Hacer un relato fidedigno sobre Gonzalo Palomino


y lo que ha significado su estudio y defensa del am­
biente natural es una tarea ardua y aventurada, no
solo porque la magnitud y el peso de su legado sean
inmensos, sino porque él mismo es un ser inexpugna­
ble. Nunca recabé suficiente información en las largas
conversaciones que tuve con él durante meses para
construir esta semblanza. Corría pesadas cortinas de
silencio cuando le preguntaba por asuntos personales,
y todas las veces que salí de su apartamento lo hice
con la preocupación de no llevar completa la historia
de ningún pasaje de su vida.
Franco y desparpajado como es, me habló siempre
de cualquier cosa que se le antojaba y casi nunca de
lo que le preguntaba. Pocas veces hizo esfuerzos por
rememorar asuntos puntuales que le pedía en nues­
tras conversaciones y durante los cuatro primeros en­
cuentros se negó a dejarme grabar el diálogo. Terminé
siendo entrevistada por él en múltiples momentos y
me tomó un tiempo largo convencerlo de que su tes­
timonio de vida era importante para las generaciones
presentes y futuras de la Universidad del Tolima.
Y no es porque se haya envejecido; es porque
Palomino guarda con mucho celo su vida íntima.
­
Quienes tuvieron ocasión de compartir con él en
el trabajo y en la parranda coinciden en describir­
lo como un gran conversador, un mamagallista, un
hombre indómito, un conocedor de muchos cuen­
tos, un narrador de anécdotas extraordinarias, pero

(163)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ inguno se sabe una historia completa sobre algún


n
pasaje de su vida. Lo que anuncian es como especies
de titulares que luego nadie desarrolla con los con­
textos, los detalles, los pormenores y los datos duros
que exige la redacción de una semblanza.
Existen reportajes sobre Palomino, publicados
en libros y revistas, y también varias notas de pren­
sa que retratan su carácter desde lo infinito de su
­superficie, pero nunca tocan algún límite extremo de
la subjetividad de este hombre excepcional. Yo tam­
poco lo haré. Si acaso alcanzaré a llegar hasta algu­
nas cavidades no muy hondas en las que fue posible
correr un poco el velo de su complejo mundo interior.
Cuando tuve el honor de conocerlo, casi octoge­
nario, él estaba rodeado de varios amigos y amigas.
Me recibió en la sala de su apartamento, alegre, di­
charachero, pero expectante y escrutador. Pronto
comprendí que todas esas personas allí reunidas no
estaban por casualidad: tenían la tarea de escuchar
mi propuesta y examinarla. Tres semanas antes, mi
colega Alexander Martínez Rivillas me había ayudado
a conseguir una cita con él. Dos veces nos canceló el
encuentro hasta que, por fin, una noche confirmó que
nos recibiría. Desde ese día y por cinco encuentros
más, Palomino se hizo acompañar de Héctor Villarra­
ga, el ex secretario general y ex rector de la UT, que
es uno de sus más entrañables amigos y una perso­
na en la que confía plenamente. Luego, quizá después
de considerar que ya habíamos ganado un poco de

(164)
Beatriz Jaime Pérez

confianza, me siguió recibiendo solo con la compañía


de Teresa Cruz, la mujer que por años lo ha cuidado
como quien protege a su propio padre.

En una época en la que la mayoría de profeso­


res de la UT no iba ni siquiera a Bogotá por razones
de trabajo, Palomino recorría los países latinoameri­
canos, africanos y europeos hablando y escuchando
hablar sobre un tema que todavía era ignoto para los
colombianos: la ecología.
A mediados de la década de 1970 Palomino visitó y
se hospedó por varios días en el campamento de Dian
Fossey, la zoóloga norteamericana, cuando ella toda­
vía no había ganado ni la fama ni el reconocimiento
mundial que varios años después obtuvo con la publi­
cación de Gorilas en la niebla, el libro que expone los
resultados de su trabajo de campo realizado durante
más de 20 años en las montañas de Virunga, Ruanda,
y que constituye una historia fascinante de lucha por
la defensa del hábitat de esta especie de primates.
Un dato que pocos saben es que Fossey también
estuvo en Ibagué, invitada por Palomino. Los dos al­
canzaron a trenzar lazos de amistad por un tiempo,
pero, como es sabido, ella fue asesinada en diciembre
de 1985, probablemente por los mismos cazadores de
gorilas que se empeñó en contener y perseguir.
La historia de esta importante primatóloga, y de
su trabajo científico y conservacionista en Ruanda, fue

(165)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

l­levada al cine en 1988 y fue hasta entonces que su nom­


bre y su trabajo alcanzaron la fama mundial. Pero an­
tes de todo eso, los ecólogos del mundo, Palomino entre
ellos, ya habían reconocido a Fossey como un paradig­
ma de la lucha por la preservación de los ecosistemas.

Palomino conserva nítidos los recuerdos de su


primera experiencia esencial con los misterios de la
tierra. Fue el día que su padre le enseñó a plantar
una rosa de maíz, en Chimichagua, Cesar, cuando él
era apenas un niño volantón. Desde esa época se vol­
vió adicto al maíz y aprendió a comerlo en todas sus
variedades y formas posibles. Muchos años después,
habría de sufrir un impacto emocional que moldea­
ría para siempre su relación con este grano atávico y
también su apuesta política por la ecología.
Ocurrió a finales de los años 50, cuando Palomino
estudiaba Agronomía en la Universidad Nacional de Co­
lombia, sede Palmira. Por esa época, el ICA adelantaba
un proyecto de investigación sobre el maíz, financiado
por la Fundación Rockefeller, y lo contactaron para que
trabajara una temporada, a peso la hora, en el dichoso
proyecto. Palomino, que sentía un gusto particular por
ese cultivo y un gran interés por la investigación cientí­
fica, no tuvo ningún reparo en cancelar sus vacaciones,
y entusiasmado se quedó a trabajar al lado de un im­
portante grupo de profesionales.

(166)
Beatriz Jaime Pérez

En largas jornadas, el joven universitario midió


con minuciosidad la altura de las plantas, la longitud
de los entrenudos, la anchura de la hoja, el grueso del
grano, el número de hileras… todo. Luego, en un acto
solemne y bellísimo, según recuerda Palomino, el ICA
le entregó a la Rockefeller los resultados de esa in­
vestigación. Lo que Palomino no supo en su momento
es que la información recabada por él, trabajando a
peso la hora, más la que logró el equipo de ingenieros
del ICA, era exactamente el cuadro genético de aquella
planta sagrada de las sociedades ancestrales de Amé­
rica, con el que más tarde los Estados Unidos habrían
de desarrollar y patentar el maíz transgénico.
“En ese tiempo nadie hablaba de genes. Les en-
tregamos todo ese material genético sin saberlo. Yo
me sentía protagonista de la historia y lo más grave
es que yo creo que la gente del ICA tampoco lo sabía”,
asegura Palomino, mientras sigue describiendo las
terribles consecuencias de este suceso que para él
constituye una gran felonía.
En su segundo o tercer viaje a México, no lo re­
cuerda bien, Palomino vio cómo la tortilla de maíz, he­
rencia de las grandes civilizaciones de Mesoamérica,­
se partía entre sus manos porque había perdido la
textura. Supo entonces que el maíz ahora provenía
de una semilla modificada genéticamente, y que la
planta ya no importaba porque en esa condición ha­
bía perdido toda su capacidad reproductora. Esto le

(167)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

produjo un sacudimiento. “Fue como una patada en


las güevas”, dice en su típico lenguaje costeño.
Otras patadas de ese calibre ya las había recibi­
do antes cuando militó en el Frente Unido de los Pue­
blos, y muchas más habría de recibir a lo largo de su
prolija vida como defensor de los recursos naturales,
de la diversidad ecológica y del ambiente en general.
Pasados varios años, Palomino disfrutó apoyando
la dura pelea que emprendió un hombre en Alemania,
de cuyo nombre no se acuerda, quien tuvo el valor
de enfrentarse a una poderosa trasnacional por defen­
der la semilla de maíz que a finales del siglo XIX ha­
bía descubierto su abuelo. La poderosa transnacional
quería apropiarse de la semilla porque ella contenía
genes de una especie de maíz distinta. El campesi­
no alemán les escribió a muchos ecólogos del mun­
do, incluyendo a Palomino, a quienes les pidió ayuda
para financiar la defensa de su semilla. Palomino se
solidarizó no solo enviando la ayuda económica que
necesitaba, sino denunciando el atropello a través de
sus textos escritos que ya circulaban por el mundo
en forma de SOS Ecológico, el boletín que publicó por
20 años. Esa historia tuvo un gran impacto mundial,
según cuenta Palomino.

Un capítulo principal en la vida de Palomino es el


que vivió junto a Camilo Torres Restrepo, el sacerdo­
te católico, precursor de la Teología de la Liberación

(168)
Beatriz Jaime Pérez

y profesor universitario que escribió una importante


página en la historia intelectual y política de América
Latina por sus contribuciones en la fundación y de­
sarrollo del programa de Sociología de la Universidad
Nacional de Colombia, la organización y dirección del
movimiento político Frente Unido de los Pueblos y, fi­
nalmente, por su decisión de ingresar a las filas del
grupo guerrillero ELN49, donde murió, inerme, en un
torpe e infame enfrentamiento con tropas del ejército
regular, en San Vicente de Chucurí, Santander, el 15
de febrero de 1966, una acción militar que Palomino
nunca le perdonó a Fabio Vásquez, comandante de
esa guerrilla para el momento.
En esas vacaciones que Palomino había dedicado
a trabajar en el ICA, a peso la hora, conoció a Camilo.
Sus compañeros de estudio, con quienes había fundado
un cineclub en Palmira, lo buscaron afanosamente un
día para invitarlo a una conferencia que se daría en la
Universidad del Valle. Eran Camilo y Germán Guzmán
Campos, el autor principal del libro La Violencia en
Colombia50, quienes hablarían en aquella conferencia.
El tema central era la reforma agraria, la pobreza, la
inequidad y la violencia en los campos colombianos.

49
Ejército de Liberación Nacional.

50
La Violencia en Colombia (1962) es el primer y más importante
trabajo de investigación realizado sobre la guerra bipartidista de mediados
del siglo XX.

(169)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Ese día Palomino se destacó por sus interven­


ciones y sus preguntas, de suerte que, al finalizar la
conferencia, Camilo lo buscó entre la multitud de jó­
venes para invitarlo a una reunión que se produciría
al siguiente día en un barrio de invasión de Cali.
“Era la primera vez que yo escuchaba un discurso
en favor de los invasores. Eso me sorprendió mucho…
Así me fui enrollando con ellos hasta que comencé a
militar con los muchachos de Camilo”, dice Palomino, y
agrega que en adelante tuvo que enfrentar la paradoja
de luchar por un ideal de justicia e igualdad, al mismo
tiempo que trabajaba en el ICA, a peso la hora.
Cuando Palomino se recibió como ingeniero agró­
nomo se fue con Camilo para los llanos orientales
a realizar trabajos de formación con los campesinos
del Casanare. “Un día cualquiera me dijo `nos vamos
para Yopal`. La tesis de Camilo era que las grandes
extensiones de tierra en los llanos orientales estaban
en manos de unos pocos ricos, y que los vaqueros
aguantaban hambre, junto a sus familias. Que esos
trabajadores solo tenían opción de comer carne cuan-
do llegaba el rico y daba la orden de matar un novillo.”
Fundaron la UARY (Unidad de Acción Rural de
­Yopal) una escuela agrícola que de la noche a la maña­
na tuvo más de cien jóvenes llaneros estudiando. Aquel
proyecto estaba pensado en términos de una realidad
social particular, una interpretación ecológica d
­ iferente,

(170)
Beatriz Jaime Pérez

con soluciones biológicas y conciencia llanera al estilo


de Guadalupe Salcedo51, según narra Palomino.
“Pero la realidad era que nosotros estábamos ha-
ciendo agronomía `entregada` y no lo sabíamos. Como
a una hora de Yopal había un hato ganadero cuyo
dueño era nadie menos que el coronel Román.” El co­
ronel al que se refiere Palomino era Eduardo Román
Bazurto, fundador del DAS Rural, “y el que comanda-
ba a los matones del llano.”
La UARY era un proyecto paralelo al del DAS Ru­
ral, financiado por el Incora52. “No sé cómo hizo Camilo
para venderles esa idea a los del Incora, pero lo cierto
es que estábamos en la `boca del lobo` sin saberlo. De
hecho, los hijos del coronel Román era amigos míos”,
continúa narrando Palomino, quien para aquel mo­
mento era apenas un joven agrónomo de 25 años, que
creía en el proyecto político de Camilo, pero que igno­
raba todo lo que se cocinaba en esa zona del país.
“A nosotros nos visitaban esos matones para pre-
guntarnos qué estábamos haciendo y yo les mostraba.
En últimas, nosotros fuimos protegidos por el DAS Ru-
ral, pero no sospechábamos lo que en el fondo estaba

51
Salcedo fue un comandante de las guerrillas liberales que se
armaron en los llanos orientales a mediados del siglo XX para defenderse
de la violencia conservadora promovida por el gobierno nacional.

52
El Incora, Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, fue
suprimido por decreto del gobierno nacional en el año 2003.

(171)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

pasando. Creo que hicimos el papel de bobos allá en


los llanos”, concluye Palomino.
Como haya sido, Palomino fue feliz en esas saba­
nas del oriente colombiano. Cuando llegaba Camilo,
escuchaban música llanera y hacían largas cabalgatas.
“A Camilo le gustaba el joropo”, dice, y cuenta también
que en las muchas eucaristías realizadas en esos v­ astos
territorios siempre adaptó su sermón litúrgico al nivel
de aquellos muchachos cuya cultura política era tan
precaria como sus mismas condiciones materiales.
Palomino enseñó a esos jóvenes a escoger semillas
y a sembrar hortalizas. A producir comida para que
luego ellos enseñaran a la gente de sus veredas. “En
el primer ciclo logramos 29 huertas caseras. Camilo las
visitó una por una; soñaba con un proyecto similar para
todos los campesinos. Construimos dos casas y tenía-
mos más de 60 hamacas colgadas. Hicimos muchas co-
sas, pero nos tenían vigilados. Cualquier cosa que uno
intentara hacer estaba neutralizada por lo alto.”
Pero Palomino no lo sabía, al menos no en ese
momento. Tan ajeno estaba a todo ese movimiento
contrarrevolucionario encarnado en el DAS Rural,
que les contaba con desprevención las razones por
las que el caballo de Camilo se llamaba `Veintiséis`.
Palomino y Camilo habían comprado un caballo al
que bautizaron de ese modo por la admiración que
les producía el Movimiento 26 de Julio, con el que
Fidel Castro había logrado la revolución en Cuba.

(172)
Beatriz Jaime Pérez

En esta parte del relato Palomino se ríe, hace


pausas largas y continúa describiendo las caras de
asombro que ponían aquellos hombres del DAS Ru­
ral al escuchar el extraño nombre con que bautizaron
al caballo. Se ríe sobre todo de sí mismo, por su inge­
nuidad, que era casi rayana con la candidez.
Un día Camilo lo mandó a llamar de urgencia.
Palomino llegó a Bogotá sin saber que ya no regre­
saría más a ese trabajo que tanto disfrutaba realizar
en los llanos orientales. Al día siguiente se reunió
con Camilo y con Marguerite-Marie Olivieri, la inse­
parable compañera de Camilo, a quien todos llama­
ban cariñosamente Guitemie. Ella era un personaje
central en la vida de Camilo desde 1957 cuando la
conoció en París, mientras acompañaba a los pieds
noirs —pies negros— un movimiento en el que ella
luchaba por la liberación de Argelia. Guitemie vino
a Colombia a sumarse al trabajo político del Frente
Unido y fue, según los biógrafos de Camilo, su amiga,
confidente y secretaria.
Aquella noche conversaron largamente y una de
las cosas que le dijo era que al día siguiente debía
ir a la Universidad Nacional a hablar con el decano
de Agronomía, que para entonces era Luis Eduardo
Mora Osejo. Ajeno por completo a los planes que le
esperaban, Palomino buscó al decano. Este le infor­
mó que debía irse para Pasto donde ya tenía un em­
pleo como profesor de la Universidad de Nariño. Fue
un momento desgarrador. “Me dijo simplemente que

(173)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

el proyecto de los llanos ya se estaba terminando y


que me tenía que ir para Pasto.”
Pero eso no era lo único que le esperaba a Palomino.
En ese momento Camilo ya sabía que se sumaría a las
filas del ELN y por eso necesitaba dejar salvaguardados
a los jóvenes entusiastas que lo habían acompañado
en el Frente Unido. Intuía que la represión contra esos
muchachos y sus familias iba a ser terrible en cuanto
se conociera su decisión de convertirse en guerrillero.
“Camilo empezó a organizarnos la vida a todos.
Comenzó a casarnos a los que estábamos ennovia-
dos. Y a ubicarnos en puestos de trabajo distantes de
Bogotá. A las peladas que no quisieron casarse, las
mandó fuera del país. Él presentía que se venía una
persecución mortal.”
Así es que una mañana, Camilo le dijo algo así
como `Gonzalo conseguí la iglesia, te voy a casar esta
tarde`. Y en efecto llegó Palomino en compañía de su
novia Beatriz Nivia, y Camilo los casó aquella tar­
de, en una ceremonia que Palomino todavía no sabe
con qué adjetivos describir: si triste o simplemente
extraña. Para un costeño parrandero, amante de la
música y el bullicio no era fácil estar en un templo
vacío, sin amigos, sin familia, sin música, sin fiesta,
sin regalos, sin felicitaciones, sin todo ese ritual que
se estila cuando se celebra el amor.
Entre las tantas cosas que Palomino ignoraba, y
que solo ha deducido muchos años después, es que
por largo tiempo estuvo sometido a una especie de

(174)
Beatriz Jaime Pérez

“examen” que finalmente reprobó. Camilo jamás le


propuso, ni siquiera como una insinuación, que lo
acompañara en su nuevo proyecto político-militar,
quizá porque “se dio cuenta que no servía para eso.”
Pasados varios días, Palomino se reunió con
­Camilo una noche, sin saber que aquella sería la úl­
tima vez que lo vería. En esa ocasión le habló sobre
la necesidad de que se fuera para Pasto y en medio
de la conversación, en la que Palomino no sospechó
que se trataba de una despedida, Camilo le obsequió
su pequeña cámara fotográfica. “Toma, úsala en el
trabajo”, o algo así recuerda Palomino que le dijo.
Los tres años que Palomino pasó en Pasto son
probablemente los más desventurados de su vida.
Varias veces se negó a hablarme de ese tema, hasta
que de tanto insistirle, por fin una mañana, tacitur­
no, soltó algunas frases, pronunciadas con el dolor
infinito que le produce recordar la muerte de ese por­
tentoso líder político que fue Camilo. “Me enteré en
un corredor de la universidad, por Octavio, que habían
matado a Camilo. Me lo dijo así nada más. ¡Cómo se-
ría, que yo ni siquiera le creí!”
Quedó como en una especie de nebulosa, vivien­
do una vida que ya no tenía mucho sentido, enseñan­
do unas asignaturas que no le despertaban ningún
interés, sin amigos con los que pudiera pasar ese tra­
go tan amargo, esa frustración, ese desencanto que
no tenía fin; y sin noticias de nadie porque muchos

(175)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

estaban fuera del país y otros sufriendo las conse­


cuencias de la clandestinidad.
Rememorar este pasaje es punzante para Palomi­
no. Tanto, que le produce calambres en el estómago.
— Recuéstese, Gonzalito — le dice Teresa pre­
ocupada — es que estar tanto rato sentado le hace
dar cólicos — le explica.
Pero ella sabe que no es por eso, de modo que
me hace una mirada con la que me advierte que es
mejor cambiar el tema.
— Camilo no tenía que estar ahí — repite Palomino
con voz apagada y en medio de muchas pausas. Él se
reprocha no haber sabido nada, no haber presentido
nada. No se perdona haber aceptado, sin hacer pre­
guntas, el trabajo en Pasto, una ciudad donde quedó
desconectado de todos, donde la soledad fue su única
certidumbre. Sigue hablando en voz baja mientras hace
gestos de dolor. Un dolor que sentía en el estómago, se­
guramente la parte del cuerpo donde aquella mañana
tenía ubicada su alma.
Aquel fue un tiempo duro, arrasador, infértil,
que le dejó una herida extensa y un vacío hondo que
solo comenzó a colmar a finales de 1969 cuando llegó
a la Universidad del Tolima.

En un almuerzo que duró hasta que se juntó con


la cena y continuó hasta la media noche, el rector
Rafael Parga Cortés convenció a Palomino de que se

(176)
Beatriz Jaime Pérez

vinculara a la Universidad del Tolima. “Parga es el


mayor descreste que uno puede tener en la vida. Lle-
gamos a un restaurante, me puso una botella de whis-
ky que no dio un brinco y me convenció.”
Palomino había llegado a Ibagué, una ciudad que
no estaba ni remotamente entre sus planes, por invi­
tación que le hizo el rector, a través de Mario Mejía,
quien para entonces era el decano de la Facultad de
Ingeniería Agronómica de la UT.
El viaje entre Bogotá e Ibagué fue un disfrute
para Palomino. Admiró los montículos de plantas de
ajonjolí secándose al sol que se veían desde la carre­
tera, cuando todavía su cultivo no era mecanizado.
Él estaba en Bogotá disponiendo todo para salir
de Pasto rumbo a Santa Marta, donde se establecería
con su esposa. En eso había quedado con ella, quien
mientras tanto estaba en Palmira esperando que él hi­
ciera los arreglos para salir de Pasto. “Imagínate lo que
fue para Beatriz cuando yo regresé por ella y por las
cosas que teníamos en Pasto y le dije que ya no nos
íbamos para Santa Marta sino para Ibagué.” Superado
el primer impacto de su mujer, viajaron a la capital
tolimense, una ciudad que de acuerdo con Palomino
lo recibió como si se tratara de un paisano más.
Se vinculó a la UT como profesor de planta a co­
mienzos de 1970. “Mi llegada a la Universidad fue de
otra dimensión. Parga nos dejaba hacer todo lo que qui-
siéramos”. Palomino se refiere a que el rector apoyaba
cada proyecto que los profesores propusieran, pues

(177)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

en aquella época la UT era todavía una institución


­conservadurista en muchas de sus prácticas acadé­
micas, cuyos docentes desempeñaban su labor con
mucho apego a la tiza y el tablero, de suerte que cuan­
do alguno llegaba con una propuesta que constituyera
un quiebre de esa realidad, Parga se ilusionaba y de
inmediato desplegaba todo el apoyo institucional que
tenía a su alcance para permitir el desarrollo de cuan­
to significara una transformación.
Desde mucho antes de llegar a la UT, Palomino
era un hombre perfectamente enterado de las preocu­
paciones sobre el ambiente que se venían expresando
en varias regiones del mundo, desde comienzos de
la década de 1960, y que les dieron origen a los pri­
meros movimientos ecologistas que lucharon contra
poderosas empresas contaminadoras.
Inspirado en varios actos simbólicos que se es­
taban llevando a cabo en Estados Unidos, Palomino
llegó un día a la oficina de Parga Cortés a decirle que
quería celebrar el Día Mundial del Medio Ambiente
en la UT, con los estudiantes de Agronomía. Por su­
puesto, Parga lo secundó.
Frente a la mirada atónita de unos profesores y
los comentarios de censura de otros, los estudian­
tes de Palomino empapelaron la Universidad con avi­
sos completamente inéditos hasta el momento, que
hacían alusión a la necesidad de proteger el medio.
Eran avisos llamando la atención sobre el daño am­
biental que causaban los automóviles, los jabones,

(178)
Beatriz Jaime Pérez

los detergentes, los plaguicidas, la tala indiscrimina­


da de árboles y la producción descontrolada de algu­
nas empresas cuyos desechos químicos eran vertidos
en cuencas hidrográficas.
Esa primera acción dirigida por Palomino, en junio
de 1972, se constituyó en el germen de lo que después
se conocería como el Grupo Ecológico de la Universidad
del Tolima, con el que construyó una estructura comple­
ja de pensamiento ambiental, que más tarde sería reco­
nocido por la Organización de las Naciones Unidas.
Palomino no solo es un pionero en Colombia;
también lo es de América Latina. En el libro ABC de
la Biodiversidad, editado por la Universidad Nacional
de Colombia, se reconoce al Grupo Ecológico de la
Universidad del Tolima como la primera organización
en la historia de las luchas por la defensa del medio
ambiente en la región.
No es exagerado decir que la primera noticia que
tuvieron muchas universidades del mundo sobre la
existencia de una institución colombiana llamada
Universidad del Tolima fue el trabajo ecológico desa­
rrollado por Palomino. De hecho, una anécdota ocu­
rrida a César Velandia Jagua, a finales de los años 90,
en Santiago de Chile, da cuenta de esta afirmación:
llegó Velandia a la Pontificia Universidad Católica de
Chile buscando a una persona que lo había invita­
do a un evento académico, y cuando se estaba pre­
sentando como profesor de la UT, alguien saltó para
decirle algo así como ah, usted es de la U ­ niversidad

(179)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

del Tolima. Por favor, ayúdeme a contactar al profe-


sor Gonzalo Palomino, el que hace el SOS Ecológico.
Velandia cuenta que experiencias similares a esa le
ocurrieron a él y a otros miembros de la comunidad
universitaria en varias partes del mundo.
Palomino ha sido el comandante y el inspirador
de al menos dos generaciones de defensores del am­
biente en el Tolima y en otras regiones del mundo.
Por su trabajo educativo, constante y sistemático,
logró que muy pronto el país identificara al Tolima
como una región pionera en el tema ambiental. En
el homenaje que la Universidad le hizo cuando pre­
sentó oficialmente la Cátedra Ambiental, que lleva su
nombre, uno de los invitados al evento, Julio Carri­
zosa Umaña53, dijo en su discurso que no era una
casualidad el hecho de que el modelo colombiano de
desarrollo, basado en la locomotora minera, hubiera
empezado a fallar justamente en el Tolima. Explicó
que esa respuesta de las comunidades tolimenses
es la manifestación más palmaria de que la cultura
se ha transformado; que esta sociedad ha entendido
que el ambiente es una totalidad que se debe defen­
der; que esa defensa pasa por la preservación de los
territorios y que Gonzalo Palomino fue el fundador de

53
Julio Carrizosa Umaña es uno de los más importantes defensores
del patrimonio natural de Colombia.

(180)
Beatriz Jaime Pérez

esa corriente de pensamiento en la que se formaron


los ambientalistas actuales.
En ese mismo acto, Carrizosa Umaña les recor­
dó a las nuevas generaciones de estudiantes que la
educación ambiental en Colombia comenzó con los
SOS de Palomino. Dijo que cuando empezaron a lle­
gar a Bogotá esos Boletines, se comenzó a escribir el
Código de Recursos Naturales y Protección al Medio
Ambiente, el Decreto 2811 de 1974, y que fue de ahí
que surgió el concepto de Educación Ambiental y se
ordenó la existencia de cátedras como guía.
Gustavo Wilches-Chaux, reputado especialista
en Derecho Ambiental, asegura que Palomino ha sido
brújula, bastón y lámpara para los miles de discípu­
los que están trasegando los caminos del ambienta­
lismo y de la educación ambiental. Wilches-Chaux
dice que ese proceso denominado hoy cambio climáti-
co fue advertido por Palomino hace más de 40 años,
gracias a su mirada visionaria. Y agrega que lo hizo
no solo desde el punto vista científico sino haciendo
énfasis en sus implicaciones sociales:

El mar va a subir de nivel, nos advertía a los


cachacos, y como muchos territorios costeros
se van a volver inhabitables, los costeños nos

(181)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

vamos a trasladar masivamente con nues-


tras grabadoras a las ciudades andinas.54

También fue Palomino quien introdujo en las


universidades colombianas la discusión que llevó a
hacer distinciones conceptuales entre ecología y am­
biente —según Carrizosa Umaña — y a entender que
el ambiente no se refiere solo a lo no humano, sino
todo lo contrario: que el ambiente es la totalidad, es
lo humano y lo no humano.

Nacido de las entrañas de la cultura anfibia55, la


niñez de Palomino no podía ser más feliz. Creció entre
bogas y pescadores; agricultores y vaqueros; en un te­
rritorio diverso y propicio para el desenvolvimiento de
su vocación ecologista. Admiró tanto a los armadillos
y a los ñeques como a los chavarris y a los pisingos.
Aquella fauna silvestre, de monte o playonera, lo rodeó
desde que tuvo memoria. Incluso, siendo niño, crió un
armadillo en su casa al que consintió y quiso mucho.
En “las playas de amor de Chimichagua”, como
describe su primo José Barros Palomino en La piragua

54
Wilches-Chaux cita a Palomino (En línea) http://witches-chaos.
blogspot.com.co/2015/04/gonzalo-palomino-ortiz.html, recuperado el
16 de octubre de 2017.

55
Orlando Fals Borda usó esta expresión en su investigación
titulada Historia doble de la costa (1986).

(182)
Beatriz Jaime Pérez

a la Ciénaga de Zapatosa, Gonzalo aprendió sus prime­


ras lecciones de ecología. Con otros niños, “desnudos,
con el agua hasta la cintura, corríamos aguas adentro
para asustar a los pisingos…La meta era que cada uno
agarrara el suyo… no importaban las sanguijuelas que
inoportunamente se metían a la cadena alimenticia suc-
cionando nuestras piernas y un poco más arriba…”56
Consiguió su “mayoría de edad” en esas travesías
por el playón. Palomino las compara con las primeras
cervezas invitadas por Eloi, un obrero del trapiche pane­
lero que tenía su abuelo Faustino, y que formaba parte
de una gallada de pelaos que se iba por las tardes a reali­
zar sus primeras tentativas por convertirse en hombres.
Aprendió a tejer esteras de Majagua a fuerza de
ver a su abuela Mercedes Brache, quien tejía y tejía
mientras le contaba toda la ciencia que hay detrás
de una mochila, una jáquima o un chinchorro ela­
borados con fibra vegetal.
Sus padres Carlota y Tácito le enseñaron, cada
uno desde su perspectiva, un sentido amplio de li­
bertad y de amor por ese territorio. Y él, por su parte,
en armonía con ese ambiente social y natural, fue
desarrollándose hasta convertirse en un ciudadano
planetario con sello tropical.

56
Palomino, G. El último vuelo del Chavarri, Universidad del
Tolima, 2007, p. 31.

(183)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Se dejó extasiar por el trinar de los turpiales que


anidaban en las copas de los árboles, lo mismo que del
canto de los gallos que avizoraban el retorno de un nue­
vo día. Palomino dice que fue con estos cantos cuando
empezó a comprender que el agua no es eterna, y que
la vida silvestre de los ecosistemas de la Ciénaga de
Zapatosa existe gracias a otros ecosistemas, distantes
del trópico, como los páramos y los extremos polares.
Para saber dónde nacían las aguas que lo habían
bañado desde niño, se fue muchas veces cordillera
arriba hasta el Macizo Colombiano donde nace el río
Magdalena. Admiró el valle y se dejó seducir por la
niebla. Vio que el aire se convertía en gotas de agua y
que frailejones y pajonales eran el principal protector
de ese suelo mágico, dador de vida.

Palomino es un revolucionario auténtico o un


román­ tico sin remedio, que es lo mismo. De otra
­forma no tendría explicación su apuesta política por
el ecologismo, por una sociedad en armonía con la
naturaleza y con la justicia social. Crítico del manejo
instrumental que la modernidad y el capitalismo le
dieron no solo a los recursos naturales sino a todo
tipo de relación, Palomino defiende la libertad y se
revela contra las reglas estereotipadas de la sociedad
que le tocó en suerte.
Por varios años sostuvo la “Librería Universi­
taria”, un espacio dedicado más a la tertulia entre

(184)
Beatriz Jaime Pérez

i­ntelectuales de diversos niveles, escritores, poetas,


estudiantes y profesores, que a la venta de libros.
Cuando decidió no tenerla más, a comienzos de los
noventa, su comprador no se quiso llevar unos textos
y revistas, de edición barata, que hablaban principal­
mente de asuntos políticos. Entonces, Palomino que
como buen romántico también es un sentimental, co­
gió todo y lo guardó en una pieza que tomó en arrien­
do. Pasados ocho años, el dueño del apartamento le
pidió la pieza, entonces Palomino buscó otra y luego
otra. En cada uno de los trasteos tuvo la oportunidad
de botarlo, pero no lo hizo. Y así guardó por casi 30
años pilas y pilas de material impreso.
Cuando supe que llevaba todo ese tiempo pagan­
do arriendo por ese material, le pregunté que cada
­cuánto chequeaba el estado de esos textos y me res­
pondió que nunca. Sorprendida le dije que si no esta­
ría pagando arriendo por algo que quizá ya no existía,
y me dijo que sí, que probablemente ya no había nada
que sirviera. Entonces le dije que por qué seguía pa­
gando por algo de lo que no tenía certeza, y su res­
puesta fue “es que me quiero castigar el hecho de haber
abandonado la librería. Además, hay una razón muy
importante y es que ellas necesitan ese ingreso.”
Ellas son Gladis Beltrán y Pekas Niño, dos mu­
jeres casi tan románticas como el mismo Palomino.
Tomaron la decisión de ocupar una amplia habitación
de su casa para guardar libros, mapas, revistas, carti­
llas, afiches, y hasta muestras de rocas y maderas que

(185)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Palomino quiso conservar y que ellas ordenaron en ca­


jas de cartón y cuidaron lo mejor que pudieron, hasta
que un día de agosto de 2017 su persistencia fue re­
frenada por la voracidad de los comejenes que habían
ido carcomiendo aquel recuerdo de palabras impresas
que por años también corroyó el alma de Palomino.
“Yo fui librero mucho tiempo con Moncho. Haber
sido librero fue algo muy importante para mí y creo que
para la gente de Ibagué también”. Moncho era Ramón
Rodríguez, el último alcalde de Armero, muerto con su
comunidad en la avalancha que el 13 de noviembre
de 1985 los borró del mapa, pero no de la memoria de
Palomino, a quien ese suceso trágico le dejó el alma
amputada, lo mismo que a miles de tolimenses.
La librería de Palomino tenía corazón político y
era al mismo tiempo un reducto de la izquierda y por
un largo periodo el único buen tertuliadero que tuvo
la ciudad. No son pocas las anécdotas que se narran
sobre las actividades que se realizaban en la “Librería
Universitaria”. Un día del año 1973, Roberto Ruiz y Cé­
sar Valencia Solanilla, dos de los principales contertu­
lios de Palomino, publicaron una antología de cuentos
eróticos cuyo título era “La Putería”. ­Palomino financió
un colorido pasacalle en el que anunciaba que “La Pu­
tería” estaba a la venta en su tienda de libros, pero no
había terminado de fijar el aviso cuando ya la morali­
na iletrada de la clase política local de aquella época
estaba tronando en sesiones del Concejo Municipal y

(186)
Beatriz Jaime Pérez

luego en la radio el destierro de Gonzalo Palomino, Ro­


berto Ruiz y César Valencia.
Gustavo Adolfo Vallejo rememora los tiempos de
la “Librería Universitaria”, un espacio que frecuen­
taba cuando apenas era alumno de Palomino, y dice
que aquel era un espacio maravilloso, que se pare­
cía a las descripciones que se han hecho sobre “La
Cueva” de Barranquilla, donde Gabriel García Már­
quez, junto a Manuel Zapata Olivella, Álvaro Cepeda
Samudio, Héctor Rojas Herazo y otros intelectuales
de mediados del siglo XX, se reunían a discutir sobre
literatura, historia, economía, política y ecología.57
Como buen librero, Palomino es un lector ávido.
Posee una biblioteca personal digna de considera­
ción. Más aún, el espacio escasea en su apartamento
en medio de tanto libro. Tiene una cifra cercana a los
cuatro mil volúmenes en su colección.
En 2014 empezó a tener dificultades para encon­
trar los libros en esos arrumes y entonces contrató a
su exalumna y amiga Alba Amparo Lozada, antigua
integrante del Grupo Ecológico de la UT, para que le
ayudara a clasificar su biblioteca.
Ella dice que fue un trabajo arduo porque P
­ alomino
es muy celoso con sus libros. Los trata como si fue­
ran una especie de hijos. Tardó un año organizando

Vallejo, G.A. “Gonzalo Palomino Ortiz: una voz por la defensa


57

de Gaia, desde el Tolima para Colombia y para el mundo” En: Revista


Aquelarre No. 18, Universidad del Tolima, año 2010, p. 19.

(187)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

y todavía quedaron cajas que Palomino no dejó tocar,


como colecciones sobre dinosaurios y otros temas que
Alba Amparo no pudo incluir en la base de datos que
montó. Tampoco la dejó organizar las cajas que con­
tienen cartas, anotaciones y pequeños mensajes que
al parecer le enviaban sus estudiantes y sus amigos.
Su biblioteca está conformada por colecciones
variadas. Los textos de literatura están organizados
por países, y la literatura colombiana la organizó por
regiones. Los temas van desde crónicas de viajes reali­
zados por zoólogos, biólogos, botánicos y ­caminantes,
hasta libros de cine, teatro y pintura, pasando por
grandes colecciones de libros sobre seguridad ali­
mentaria, economía, antropología, desarrollo sos­
tenible, filosofía, deforestación, paisajes, geografía,
suelos, bosques, minería, agua, climas y cambio cli­
mático, volcanes y comportamiento animal. Tiene un
espacio dedicado a los textos sobre el sistema ­solar,
los planetas, las estrellas y el universo. En la habita­
ción principal de su apartamento están los libros so­
bre política y sobre los políticos latinoamericanos que
más marcaron su vida: Camilo Torres, el Ché, Fidel
Castro, Hugo Chávez. En menor proporción también
hay textos sobre ciencia ficción, literatura infantil e
incluso libros de cocina. Por supuesto, su mayor co­
lección es sobre ecología y c ­ ontaminación.
Alba Amparo dice que le preocupa la suerte que
pueda correr esa biblioteca porque está segura de que
se han ido perdiendo muchos libros. “Es paradójico:

(188)
Beatriz Jaime Pérez

Gonzalo es celoso de sus libros, pero también es muy


generoso. Los presta sin problema a personas y después
no todas se los devuelven. Así se han perdido muchos.”
El apartamento de Palomino, además de ser una
gran biblioteca, es también una especie de museo de
la nostalgia. Sus paredes están repletas de recuerdos
de sus múltiples viajes por el mundo. La pared prin­
cipal de la sala sirve de soporte a una gran exposición
de máscaras de diversos tamaños, colores, países y
culturas. También es poseedor de una gran colección
de música vallenata y de otros ritmos nacionales e
internacionales. En sus paredes no cabe un solo re­
cuerdo más: entre fotografías, afiches y pinturas, to­
dos sus muros están tapizados.
Un aspecto en el que la Universidad del Toli­
ma debería intervenir pronto es en el rescate de la
producción intelectual de Palomino. Además de los
­Boletines SOS que publicó por 20 años, y de la pági­
na semanal que hizo para el periódico El Nuevo Día
por 16 años, Palomino es autor de más de cuarenta
textos, la mayoría de ellos editados de manera ar­
tesanal, entre los que hay resultados de investiga­
ción, trabajos etnográficos, reflexiones, conferencias,
monografías, entre otros, un importante legado que
está en riesgo justamente por la informalidad de su
publicación, ya que Palomino produjo su obra en una
época en la que el sistema de indexación, perverso en
opinión de muchos, pasó inadvertido para él como
para otros maestros universitarios.

(189)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Algo que describe el talante de Palomino es el


hecho de que nunca tomara vacaciones mientras fue
profesor de la UT; es decir, nunca se fue a algún
lugar a descansar o a recrearse tal como se conci­
ben ordinariamente las vacaciones. Ninguno de sus
incontables viajes por Colombia o por el mundo tuvo
ese propósito alguna vez. Por el contrario, sus viajes
fueron las más hondas experiencias con las que forjó
su pensamiento ecologista. Pero esto no significa que
no se divirtiera. De hecho, fue un gran parrandero
que podía amanecer junto a un grupo de amigos al
son de un conjunto vallenato.
Para realizar su trabajo, que quizá fue para él un
recreo en sí mismo, no tuvo reparos en invertir sus
propios recursos todas las veces que fue necesario.
Llenaba de estudiantes su carro, un Daihatsu, y se
iba de pueblo en pueblo, de vereda en vereda, por el
departamento del Tolima, haciendo labores de edu­
cación ambiental, pero también aprendiendo a reco­
nocer los saberes campesinos e indígenas con los
que fue posible configurar talleres, mingas y cursos.
Enseñó a rescatar semillas nativas, a gestionar
cultivos orgánicos, a hacer compostajes, a preparar
menjurjes para plagas y enfermedades, y a trabajar
en armonía comunitaria. Impulsó la autonomía ali­
mentaria a través de las huertas caseras, la agricul­
tura urbana y el trueque de productos agropecuarios.

(190)
Beatriz Jaime Pérez

Fue noticia nacional la dura batalla que libró


en Ataco, comenzando los años noventa, al lado de
las comunidades campesinas por defender la mine­
ría artesanal. Apoyó el paro cívico que agricultores y
artesanos organizaron para protestar por el uso de
dragas con mercurio en el rio Saldaña para sacar oro.
No hubo escuela rural o colegio del Tolima a
donde no llegara con sus talleres de prevención,
con sus campañas de manejo de suelos, de resi­
duos sólidos, de cuidado del agua.
Estuvo en perfecta sintonía con los problemas
ecológicos del mundo. Se sumaba a campañas in­
ternacionales contra el armamentismo nuclear en
Japón, la deforestación de bosques en Europa, el de­
terioro de los suelos en Asia, la caza i­ndiscriminada
de animales en África y en otras latitudes.
En Armero trabajó en prevención de riesgos y
manejo de desastres. Acompañó a Martha Calvache,
una de las vulcanólogas más importantes del país y
su amiga personal, a tomar muestras de los cráteres
de los volcanes Nevado del Ruiz, del Cerro Machín y
del Nevado del Huila.
De las muchas heridas que Palomino lleva en el
alma, la tragedia de Armero es la más honda. El 13 de
noviembre de 1985 conversó dos veces por teléfono con
Moncho, su contertulio y entrañable amigo, alcalde del
municipio. La segunda llamada fue casi a las 9:00 de la
noche y lo último que le escuchó decir fue “esta vaina se
inundó”. Luego la comunicación se cortó para siempre.

(191)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Un mes antes, durante los días 1 y 2 de octubre,


Palomino desarrolló un taller que denominó, tímida­
mente dice él, “Aproximación a los desastres naturales”.
A ese taller asistieron casi todos los alcaldes del norte
del Tolima y representantes de todas las instituciones
del departamento. Por supuesto, Moncho fue el más in­
teresado en escuchar las advertencias porque “lo ani-
maba un compromiso y un desconsuelo premonitorio por
lo que le ocurriría a su gente”58 y a él mismo.
El Grupo Ecológico de la Universidad del Tolima
organizó el taller con el apoyo del Sena y de Ingeomi­
nas. “Nos inspiramos en Mahoma: ir a las montañas”,
dice Palomino, cuando relata que la principal barrera
que se le interpone a la educación ambiental es la
duda, la incredulidad.
La responsabilidad de divulgar con urgencia toda
la ciencia que se esconde detrás de una erupción era
lo único que Palomino tenía claro. “No hay manera de
decir cuáles serán los efectos últimos de la creciente ac-
tividad del hombre para modificar el medio ambiente na-
tural… El hombre mismo puede estar jalando el gatillo
para la próxima detonación cataclísmica de la tierra…
La amenaza potencial de un periodo de terremotos es un

58
Palomino, G. (editor) Ecología de un desastre: volcán Nevado
del Ruiz. SENA Regional Tolima-Grupo Ecológico de la Universidad del
Tolima, 1986, pp. 13-14.

(192)
Beatriz Jaime Pérez

llamado a todos nosotros para que reconsideremos qué


objeto tiene nuestro tránsito aquí en la tierra.”59
Con el Grupo Ecológico de la UT Palomino realizó
una tarea de formación y de lucha por la defensa de los
territorios y de las comunidades cuyo valor no se pue­
de calcular todavía. No se ha emprendido un proyecto
para identificar y describir el trabajo de educación am­
biental que adelantó y tampoco sobre el impacto que
ha tenido. Quizá llegó la hora de que la Universidad
del Tolima, tanto como los grupos ambientalistas, ini­
cien este proyecto de investigación para que quede en
la memoria y en el registro histórico de la Universidad
y la región, pero sobre todo para que las generaciones
venideras tengan suficientes argumentos documenta­
dos sobre la importancia de continuar la noble realiza­
ción de Gonzalo Palomino. Sobre esta idea debo decir
que la labor está iniciada de algún modo y que solo
falta que la institucionalidad la acoja como un proyecto
con toda la rigurosidad sistemática que conlleva la in­
vestigación académica.

Palomino fue destacado en 1994 con el Premio


Global 500 que entrega la Organización de las Na­
ciones Unidas, y que concede a individuos y a orga­
nizaciones con logros excepcionales en la protección

59
Ibid, p. 32.

(193)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

y la mejora del medio ambiente. Es el equivalente a


un Nobel en ecología.
Posteriormente recibiría otros galardones entre­
gados por el mismo cuerpo legislativo que años atrás
lo declaraba persona no grata y pedía su destierro
de Ibagué. En 2011 recibió el premio El Colombiano
Ejemplar, en la categoría Medio Ambiente Persona,
entregado por el periódico El Colombiano de Mede­
llín, y en 2015 la Universidad del Tolima creó la Cá-
tedra Ambiental Gonzalo Palomino Ortiz.
El mayor reconocimiento, sin embargo, es el
trabajo que desde hace varios años vienen adelan­
tando quienes alguna vez fueron sus alumnos y for­
maron parte del Grupo Ecológico de la Universidad
del Tolima. Es un hecho que las semillas ecologistas
sembradas por Palomino para defender el ambiente
y los territorios quedaron bien plantadas en esta re­
gión, germinaron y están dando frutos.
Esos frutos tienen actualmente diversos nombres:
Comité Ambiental en Defensa de la Vida, principal pro­
motor del movimiento contra el proyecto minero “La
Colosa”, de la multinacional AngloGold Ashanti; la
Red de Reservas de la Sociedad Civil, una comunidad
de propietarios que decidió destinar parte de sus tie­
rras o comprar tierras para su conservación; Herencia
Verde, una fundación que desarrolla proyectos y pro­
gramas para proteger el ambiente y mejorar la can­
tidad y la calidad de vida; la corporación Semillas de

(194)
Beatriz Jaime Pérez

agua, una entidad ambientalista dedicada a trabajar


la agricultura con enfoque conservacionista.
Gonzalo Palomino Ortiz es el segundo de los
cuatro hijos que tuvieron Carlota y Tácito. Nació en
Chimichagua, Cesar, el 10 de enero de 1936. Es toli­
mense por adopción y un ciudadano del mundo por
convicción. Es también un personaje fascinante, un
hombre excepcional, un auténtico rebelde, un román­
tico incorregible. Es, en mi opinión, un caso aparte.

Nota: Gonzalo Palomino Ortiz murió el 18


de abril de 2018. Esta semblanza fue termi-
nada diez meses antes de que se produjera
su muerte, razón por la que técnicamente
no es una semblanza de obituario.

(195)
Beatriz Jaime Pérez

Nada indicaba que Edilberto Calderón se con­


vertiría en artista. Asustadizo y retraído como era
a los 16 años cuando llegó a estudiar a la Escuela
de Artes60 de la Universidad del Tolima, se mantenía
apartado y hablaba poco. En las clases de pintura no
atinaba una. Sus maestros le tenían conmiseración
y sus compañeros se burlaban de él. Había llegado a
Ibagué, procedente de Venadillo, en 1956, tiempo en
el que la UT apenas comenzaba a existir. El progra­
ma de Artes solo tenía aprobación hasta tercer año,
lo cual obligaba a los estudiantes a cursar los dos
últimos en la Universidad Nacional de Colombia, con
la que se tenía un convenio. Para llegar allá, sin em­
bargo, no bastaba con haber aprobado aquí. La UT
decidía quiénes ganaban ese pasaje a la capital y el
criterio era sencillo: solo quienes hubieran obtenido
las más altas calificaciones. Por supuesto Calderón
no iba a ganarse nunca ese privilegio porque no te-
nía ningún talento, según la sentencia de la mayoría,
dictamen traducido en su registro de notas con el
promedio más bajo del curso.
Pero ocurrió un hecho mágico. No pocas veces su
vida ha estado signada por acontecimientos casi pro­
videnciales que lo condujeron por caminos distintos a
los de la cantina de mala muerte que le pronosticaban

60
La denominada Escuela de Artes se llamaba oficialmente Instituto
Superior de Bellas Artes.

(201)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

sus familiares y vecinos en Venadillo, cuando decía


que quería ser pintor. A escondidas, decidió partici­
par en el XI Salón Nacional de Artistas, en 1958. Sus
compañeros no pudieron evitar la sorna cuando se en­
teraron de su “osadía”, pues pensaban que solo los
maestros de la Escuela y alguno que otro estudian­
te “adelantado” tenían derecho a soñar con el evento
más importante del país para las artes plásticas.
La mayoría decidió enviar casi todo lo que tenía
en su taller, excepto Calderón que consideró dignos del
Salón Nacional solo tres de sus cuadros. La obra del re­
conocido ceramista Julio Fajardo Rubio, profesor de la
UT en ese tiempo, y los tres cuadros de Calderón fueron
las únicas obras aceptadas. Todo lo demás, rechazado.
En adelante siguieron dos situaciones: primero,
nadie salía del asombro porque la obra de “Venadi-
llo”, como le decían en esa época a Calderón, hubiera
sido aceptada en el súper evento de las artes; y, se­
gundo, a las autoridades académicas de la Escuela
de Artes de la UT se le venía una situación proble­
mática porque justamente ese año se decidía quiénes
habían ganado el derecho de ir a terminar su carrera
en la Universidad Nacional y, como dije antes, ese re­
conocimiento estaba reservado solo para los prome­
dios más altos. Pero como se comprenderá, y en eso
consiste la magia del hecho, es que haber sido acep­
tado en el Salón Nacional de Artistas significaba la
aprobación de quienes en ese momento constituían
la máxima autoridad en artes plásticas en Colombia,

(202)
Beatriz Jaime Pérez

por encima de la evaluación de los maestros de la


Escuela, quienes a su vez resultaron descalificados
en esa altísima prueba nacional, con excepción de
Fajardo Rubio, que ese año fue el ganador del primer
premio de escultura con la obra “Ballet azul”, conver­
tida hoy en un emblema del arte tolimense, expuesta
en tamaño monumental, en el Museo al Aire Libre,
ubicado en el centro de Ibagué.
Era cierto que Calderón no comprendía las indi­
caciones de la mayoría de sus maestros y tampoco se
destacaba en ninguna técnica; todas eran una carga
muy pesada para él. Por eso nadie se explicaba cómo
era que siendo “tan malo”, un jurado de primera ca­
tegoría hubiera considerado lo contrario.

Calderón había comenzado a descubrir los arca­


nos del arte mientras servía de acólito en la iglesia
de Venadillo. Tenía seis o siete años, no lo recuerda
bien, pero en cambio conserva nítidas las imágenes
de aquel albañil corpulento, de grandes manos y ojos
azules, que construía, al lado de un ayudante joven,
el espacio que de a poco le fue entregando una ex­
traordinaria multiplicidad de sugestiones.
Vio cuando los muros grises y rústicos se con­
virtieron en superficies suaves e iluminadas por el
color; que lenguas de fuego entraron por las ventanas
e inundaron todo de luz; que el altar se volvía de oro
y que los rayos del sol se fueron apagando dentro del

(203)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

recinto. Entendió que cuando se cierran los espacios,


se da lugar a la penumbra y que ella conduce a lo ín­
timo. Y claro, en ese momento no podía explicarse las
sensaciones que le causaba lo que veía, pero muchos
años después supo que con esa experiencia mística
había comenzado a formarse un concepto de lo espi­
ritual, de lo feo, de lo vivo y de lo armónico.
Ni el abandono de sus padres, ni la pobreza más
extrema, ni la ignorancia que se creía insalvable marca­
ron tanto su infancia como las figuras aladas de aque­
lla iglesia, el sonido de sus campanas, la música de
Bach, Chopin o Mozart que ponía el sacerdote Efraín
Velázquez y el aroma a limpio que se respiraba en todo
el templo. Para él era un lugar lleno de mujeres be­
llas, como santa Bárbara, la más hermosa de todas.
En la madurez encontró explicación a ese gusto que
sentía cuando el párroco lo mandaba a cumplir la labor
aparentemente más insubstancial que era limpiar las
esculturas. Ese placer extático había comenzado a re­
mover en él un sentido de lo sensual y de lo erótico. Las
largas piernas de santa Bárbara le ofrecían el espectá­
culo de un cuerpo esplendoroso y sobrenatural que él
gozaba limpiando, acariciando.
Por años mantuvo oculta esa primera fuente de
la que se alimentó como artista, porque creía que un
hombre de ideas avanzadas no podía concederle a nin­
guna actividad religiosa el mérito de haber desarrollado
su sentido estético. Pero ahora no solo lo acepta sino
que le otorga a esa experiencia todos los orígenes de su

(204)
Beatriz Jaime Pérez

inclinación por el arte. Más aún, piensa que en la igle­


sia de Venadillo se hizo fuerte su parte más humana,
porque fue en esas sensaciones extraordinarias e inédi­
tas donde encontró los apretados nudos que amarran
lo mágico y lo fantasioso.
Tal parece que lo demás fue infecundo para el tipo
de artista que se estaba formando. Una familia y un
pueblo que parecían confabulados en hacerle creer
que el arte era inútil, en el mejor de los casos, o un ofi­
cio de degenerados, en el peor, pasó frente a sus ojos
sin rozarlo siquiera. O quizá lo rozó y hasta lo atravesó
pero no le hizo mella porque había logrado desarrollar
una especie de insensibilidad a la presión familiar y
social, que lo mantuvo arrobado durante los 16 años
que vivió en Venadillo. Había aprendido a enajenarse.
Conmovido con el Ave María de Schubert, las demás
músicas que se oían a todo volumen y a toda hora en
los traganíqueles de las cantinas del pueblo, pasaban
desapercibidas para él. No era propiamente que todo
lo demás lo atormentara; era simplemente que las re­
presentaciones plásticas del templo, que no las encon­
traba en ninguna otra parte, lo tenían tan extasiado,
que a los 12 años ya sabía qué iba a ser en la vida,
aunque no supiera cómo.

Cuando nació, el 27 de marzo de 1940, su madre,


Ana Calderón, era apenas una adolescente de 15 años
de edad. Había tenido ese hijo con el hombre más rico

(205)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

del pueblo, Pedro Varón, un político que ocupó el car­


go de alcalde de Venadillo en varios periodos, y cuya
paternidad nunca reconoció oficialmente, aunque no
dudó en ejercerla todas las veces que quiso regodearse
de su pequeño poder provinciano. Al poco tiempo na­
ció Melba, una hermana a la que Edilberto Calderón
siempre estuvo unido por un sentimiento de soledad
que lo embargó cuando fueron separados, y que pro­
fundizó con el paso de los años porque ella encarnaba
la única persona en el mundo que compartía con él la
misma desgracia de su origen.
Cuando los hermanos eran todavía muy peque­
ños, Ana se casó con Luis Alfredo Vallejo, un campe­
sino boyacense que trabajaba en los ferrocarriles del
Tolima y vivía en el corregimiento de Palmarrosa, a
donde se fueron a vivir todos. Pero Luis Alfredo empe­
zó a maltratar a los niños. “Yo tengo recuerdos muy bo-
rrosos del tiempo que pasé allá con ellos. Lo único que
recuerdo es que esperaba con mucho miedo que fue-
ran las 6:00 o 7:00 de la noche, hora en la que llegaba
ese señor.” La situación debió ser insostenible cuando
Ana decidió dejar a los niños al cuidado de sus parien­
tes. Edilberto quedó bajo la tutela de la abuela mater­
na, Josefa Calderón, y Melba fue enviada al Valle del
Cauca, con una tía. Separado de su hermana y de su
madre, el niño fue sentenciado a asimilar esas dos au­
sencias y a forjarse una identidad despojada de esos
vínculos vitales. Ser hijo y hermano sería una expe­
riencia que solo volvería a vivir muchos años después.

(206)
Beatriz Jaime Pérez

Calderón es hoy un hombre sin resentimientos,


que narra sus tragedias de infancia y de juventud con la
serenidad del que comprende los elementos ­culturales
del medio académico, social y familiar en el que se de­
sarrolló. No guarda rencores contra su madre, a pesar
de que no volvió a saber de ella, sino hasta pasados
doce años, cuando un día Ana lo visitó en Venadillo.
Para ese momento, ella ya tenía varios hijos y se había
trasladado con su marido a Tona, una vereda del mu­
nicipio de Almeida en Boyacá.
La segunda vez que la vio fue en una visita que
le hizo en Tona, cuando él ya era un hombre ma­
duro y su madre, prácticamente una anciana. Mel­
ba, la hermana que se había criado en el Valle del
­Cauca, también llegó, y por primera vez en muchos
años tuvieron ocasión de reunirse todos en familia.
Sus nuevas hermanas le parecieron mujeres de gran
carácter, con mucho mando en los hogares que cada
una había formado, campesinas robustas, típicas bo­
yacenses, bebedoras de cerveza y jugadoras de tejo.
Sus hermanos, por su parte, mostraban el regocijo
celebrando con mucha algarabía cada mecha que
quemaba ese hermano mayor del que ellos tampoco
tenían mucho conocimiento, porque por años les ha­
bían ocultado su existencia.
Pero, mientras a Calderón todo le parecía muy pin­
toresco en Tona y disfrutaba conociendo los detalles­
de esa familia lejana, que había llegado a su vida casi d
­e
repente, Melba reavivaba el sufrimiento de la soledad

(207)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

y el desarraigo a la que había sido sometida en su in­


fancia y, sobre todo, alimentaba una especie de rencor
hacia su madre, a la que al parecer nunca le perdonó
el abandono. Ese resentimiento saldría a flote tiempo
después, un día en que Melba decidió mostrarle el dolor
que le habían causado tantos años de ausencia.
Conocer la herida de su hermana le sirvió a
­Calderón para saber que las tragedias, por similares
que sean, afectan a cada persona de manera diferente.
“Yo me he planteado desde hace mucho tiempo que lo
que realmente me importa, y en lo que pongo toda la
fuerza y la esperanza, es en el aspecto humano. Cuan-
do me encontré a esas mujeres y a esos hombres que
son mis hermanos, vi en ellos a unos seres muy espe-
ciales, que fueron forjados por mi mamá, una campesi-
na cuya grandeza consistió justamente en haber sido
capaz de formar esa familia. De esta manera siento que
no tengo nada que reprochar, nada que reclamar.”

Calderón es magnánimo con la madre. Al padre, en


cambio, no le concede sino el hecho de haber sido un
hombre guiado por la ignorancia. Pedro Varón, su papá,
como dije antes, fue un hombre con poder económico
y político, condición que usó a la manera de muchos
manzanillos en Colombia, para engañar a campesinas
y a muchachas del pueblo, con las que tuvo un reguero
de hijos, a los que nunca reconoció, como no fuera para
humillarlos o sacar algún provecho de ellos.

(208)
Beatriz Jaime Pérez

Era dueño de la única sala de cine del pueblo, y


en una temporada de vacaciones Calderón le ayudó
a promocionar las películas con el objeto de recibir
alguna ayuda económica que le alcanzara para re­
gresar a Bogotá. Pero en realidad ese trabajo solo le
alcanzó para romper definitivamente y de un tajo las
pésimas relaciones que tenía con él.

— ¡Ladrón! — le gritó la última vez que lo tuvo en frente.

Cuando todavía era un niño de colegio, su abue­


la lo mandaba a pedirle zapatos a su papá, algo que
­Calderón describe como uno de los actos más humi­
llantes que tuvo que soportar, y que le dejó marcas más
dolorosas que la ausencia de su madre, porque primero
debía permitirle que se deleitara en su arrogancia, hasta
que al fin éste lo autorizaba a pedirle a don Rafael Mora
Vidal, el zapatero del pueblo, que le fabricara un par.
Pero cuando ya era estudiante universitario de­
cidió que no volvería a pedirle nada y más bien le
propuso una especie de sociedad, que consistía en ad­
ministrar la sala de cine, proyectar y promocionar las
películas que se exhibían durante tres días, sábado,
domingo y lunes, y que la paga sería el resultado de
las entradas del último día que, como es fácil supo­
ner, era el más flojo de todos. Calderón diseñaba los
carteles, convencía al cura de que no censurara la pe­
lícula y de que lo dejara hacer anuncios publicitarios

(209)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

al terminar la misa. Ese fin de año las entradas a cine


aumentaron y también las ganancias de Pedro.
Calderón no sabe cuántos hermanos tiene, pero
se relacionó con algunos de ellos porque en ­Venadillo,
como si se tratara de una marca parecida a la de los
17 Aurelianos de Cien años de soledad, los hijos de
Pedro Varón se identificaban porque todos compar­
tían la desventura de pedirle un par de zapatos cada
año y soportar la tribulación del rechazo. Varios de
ellos lo ayudaban a barrer la sala de cine, con la es­
peranza de que su padre, y en algunos casos abuelo,
los dejara ver la película.
No son pocos los malos recuerdos que tiene de
su padre, pero el hecho que selló para siempre la
ruptura ocurrió el día que fue a cobrarle la parte que
le correspondía por las entradas a cine y éste le negó
la paga. “Me salió con campanas destempladas. Yo
quedé muy abrumado. Había dejado de hacer todo lo
que hace un joven a esa edad, por trabajar para ga-
narme la plata del pasaje a Ibagué y a Bogotá. Quería
superar un poco la penuria y la hambruna que sufría
en tiempos de estudiante.”
Ese talante de hombre mezquino le alcanzó a
Pedro hasta para alardear de los logros de su hijo
­
cuando empezaba a ser reconocido como artista. Al­
guna vez Calderón se enteró de que en una reunión de
alcaldes, llevada a cabo en la Gobernación del Tolima,
en tiempos de Alfonso Palacio Rudas, Pedro asistió
como acalde de Venadillo y no pudo evitar jactarse de

(210)
Beatriz Jaime Pérez

que el autor del cuadro que adornaba el despacho del


gobernador era de su hijo Edilberto.
“De esa calaña era mi papá”, concluye Calderón.

Cuando la obra de Calderón fue aceptada en el


salón Nacional de Artistas en 1958, todos se sorpren­
dieron, incluyéndolo a él, menos Fernando Botero. No
el famoso pintor de las figuras gordas; él todavía no
había sido su maestro, sino el profesor manizaleño
que había llegado ese año a la UT a orientar la asig­
natura de Composición y Teoría del Color, cuyo nom­
bre es homónimo del reconocido artista antioqueño.
En esa clase, Calderón aprendió los elementos con­
ceptuales básicos para un artista: cómo está organi­
zado el círculo cromático y las familias de los colores.
Aprendió que una forma armónica se encuentra en
la combinación de colores opuestos, condición que
debiera entenderse también en el campo de la polí­
tica — dice — donde se cree que ser opuestos es ser
enemigos. Pero Calderón no solo estaba aprendiendo
lo básico; también estaba entendiendo lo complejo.
Y de esto se dio cuenta el profesor Botero, quien ne­
gándose a participar en ese entramado de críticas y
burlas, dijo alguna vez que a Calderón no le iba bien
en la Universidad porque le estaban enseñando con
la vieja técnica artesanal y él no era un artesano.
Sin duda, este profesor se constituyó en un gran
beneficio para el artista que se estaba iniciando.

(211)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Pero, lo definitivo en la decisión de poner el nombre


de Edilberto Calderón en la pequeña lista de jóvenes
que terminaría la carrera en Bogotá, fue su éxito en
el Salón Nacional. Un trago amargo para quienes es­
taban convencidos de que el pobre Venadillo era tan
malo, que solo iba a hacer el ridículo en la UN.
Su mal desempeño académico pesaba en el dic­
tamen de la mayoría, pero lo que más reforzaba la
idea de que afuera sería el hazmerreír, era su extrac­
ción pobre y pueblerina. La Escuela de Artes de la UT
se había creado pensando en la clase alta de Ibagué,
de modo que en sus orígenes fue un espacio elitista,
en el que se educaban las señoritas de la sociedad
en programas como Decoración, Cerámica y Pintu­
ra. Algunas de estas carreras se desarrollaban desde
una noción casi ornamental del arte y de la estética,
concepción que tomó varios años superar en la UT.
Era difícil desenvolverse en ese ambiente hostil,
que lo menospreciaba, pero reconoce que aun así dis­
frutaba de las fiestas universitarias, que no eran infor­
males como las de ahora, sino que eran fiestas de gala,
a las que asistía luciendo un elegante vestido de paño,
prestado, cuyas hombreras le quedaban en los codos.
Ema Vargas de Caballero, secretaria de la Escuela por
aquel tiempo, una mujer muy generosa, según Calde­
rón, le buscaba el traje con su hermano Luis Eduardo,
un médico de la región, cuyas medidas superaba como
en tres tallas a Calderón, que a los 18 años era un flaco
desgarbado, que comía poco y podía pasar el día con

(212)
Beatriz Jaime Pérez

una empanada y un café con leche, regalados por Irma


de Laredo, otra generosa mujer, que pocos años des­
pués sería su madrina de matrimonio.

Calderón es un buen conversador. Le gus­


ta adueñarse de la palabra, pero también es capaz
de guardar silencio y escuchar. Puede durar horas
charlando, despreocupado por completo del tiempo,
y ni siquiera cuando relata algún pasaje amargo se
le b
­ orra del rostro ese gesto de sonrisa que lo acom­
paña siempre que habla. Cuando le conté mi interés
por este proyecto, se animó a desempolvar su me­
moria, hoy serena y sin atafagos — según su propia
percepción — e inició un recorrido largo por los veri­
cuetos de su vida personal que, excepto los primeros
16 años, está ligada totalmente a la historia de la UT,
Institución de la que se siente fundador, no desde
la perspectiva intelectual de quienes ordenaron su
creación, sino desde la configuración de ese grupo
humano con el que se inició a mediados del siglo XX.
La lista de estudiantes en la que fue puesto el
nombre de Edilberto Calderón para terminar la carrera
en Bogotá, también incluyó a Manuel León y a Gloria
Bustamante. Estos tres elegidos, artistas destacados
en la actualidad, salieron de entre 127 personas que
habían iniciado sus estudios en la UT. Para los tres
era una experiencia alucinante, por todo el significado
que tenía ingresar a la UN, vista por aquel tiempo, y

(213)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

aún hoy, como paradigma por quienes se formaban en


las pequeñas universidades de provincia. Para el caso
particular de Calderón, este suceso tenía, además, el
elemento inédito del que nunca había hecho un viaje,
como no fuera entre Venadillo e Ibagué.
Llegó aturdido a esa ciudad cuyos espacios le cau­
saban confusión y alarma por lo inconmensurables y
lo ajenos que le resultaban. Compartió habitación con
Manuel León, su compañero y amigo, al que se siente
ligado por una larga historia de solidaridades, trabajo
y afecto; y resistió con él las penurias que viven los
provincianos pobres cuando intentan abrirse paso en
las grandes ciudades: aguantaron frío, se robaron uno
que otro pan en la cafetería de la esquina para mitigar
el hambre y saltaron matones para pagar el pasaje de
regreso a Ibagué en tiempos de receso académico.
“La solidaridad de Manuel era tal, que si tenía
para comprar una botella de leche y un calado, me
daba la mitad a mí. Si yo no estaba en la pieza, me
la guardaba”. La sobrevivencia no era fácil, pero
Calderón no lo resintió porque estaba maravillado
­
con la universidad, con sus maestros, con los compa­
ñeros y con la Escuela de Bellas Artes. Además, cómo
iba a afectarse por la escasez, si esa era la condición
que arrastraba desde Venadillo, como una constan­
te en su vida. Antes, por el contrario, por primera
vez tenía materiales de sobra para trabajar. La UN
entregaba generosamente a los estudiantes tantos
colores como necesitaran, y lienzos del tamaño que

(214)
Beatriz Jaime Pérez

quisieran, de suerte que Calderón se dedicó a pintar


en grandes formatos, pero sobre todo se dedicó a pin­
tar muchas obras porque descubrió que cuantas más
elaboraciones pictóricas creaba, más aprendía de sus
maestros por el mayor tiempo que debían dedicarle.

La obra pictórica de Calderón es diversa en ­formatos,


materiales, técnicas y temáticas, pero la representación
de lo erótico y lo político es una constante en su trabajo,
dice César Velandia Jagua en el libro “Edilberto Calde-
rón 50 años de pintura”61. Este texto, que exhibe gran
parte de la obra del artista, también publica apartes de
comentarios hechos por los críticos más influyentes que
vivieron en Colombia durante la segunda mitad del siglo
XX: el austriaco Walter Engel, el polaco Casimiro Eiger,
el colombiano Mario Rivero, entre otros.
Tres óleos expuestos en 1961 en el salón organi­
zado por la Escuela de Bellas Artes de la Universidad
Nacional, merecieron un largo comentario del crítico
Walter Engel en el diario El Espectador, en el que com­
paró el estilo de Calderón con el del reconocido pintor
alemán Guillermo Widemann, quien se había estable­
cido en Colombia a finales de los años 30, huyendo
de la persecución nazi. En ese comentario, Calderón
recibe aplausos, pero también reprensiones por no

61
Velandia Jagua, C. Universidad del Tolima, Ibagué, 2012, p. 20.

(215)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

ser consecuente con el abstraccionismo, según el crí­


tico. Un aspecto reprobado por Engel fue la inclusión
de un rostro de muñeca en uno de los cuadros, lo que
para el crítico era un detalle accidental que desvir­
tuaba el lenguaje abstracto y distraía la atención de
los espectadores; algo que el artista debía aprender a
sacrificar —continuaba Engel— para que su lenguaje
plástico fuera elocuente y dinámico.
Engel habría de dedicar otra crítica, publicada tres
años más tarde en la edición dominical del mismo dia­
rio, esta vez a propósito de la exposición de 18 lienzos
de Calderón en la galería de Casimiro Eiger, en Bogo­
tá. En esa segunda crítica, Engel reconoce la evolución
del artista tolimense y destaca el hecho de que haya
“logrado desechar todo detalle incidental” en su obra.
Para el crítico es relevante que Calderón ya estuviera
“pensando en términos de ritmos y movimientos” y que
subordinara “los elementos figurales a tales ritmos.”
Pero no era del todo cierto que hubiera desecha­
do esos detalles baladíes, como los califica ahora el
mismo Calderón. Otras obras suyas, compuestas
con posterioridad a esa crítica, siguieron llevando
detalles innecesarios. “Engel tenía razón, pero es que
esas renuncias nunca son fáciles”, explica.

Cuando conversé con Calderón sobre su obra, le


expresé lo ignorante que soy sobre el tema y lo inca­
paz que me siento de hacer siquiera un comentario

(216)
Beatriz Jaime Pérez

sobre una representación pictórica. Vino al caso esta


confesión, que tenía atorada, no solo porque soy au­
tora de este proyecto que intenta narrar su vida y sus
aportes, sino porque quería decirle que cuando leí la
crítica de Engel, a mí me pareció que no tenía razón,
y que de hecho ese detalle reprobado por el especia­
lista era justamente lo que más me gustaba.
Con un ejemplo sencillo —la sencillez es caracte­
rística de Calderón— me explicó las razones técnicas
que el crítico tuvo para hacer sus reparos y concluyó
diciendo que “a veces los espectadores también se de-
jan atrapar por los detalles al margen de la obra. Pero
es necesario saber que una obra de arte es una sínte-
sis y por tanto no debe haber espacio para la divaga-
ción, lo cual significa que cada cosa puesta en ella se
necesita porque está pensada e incluso medida.”
En su larga exposición —Calderón nunca hace
exposiciones cortas— sobre su obra y las críticas, me
explicó que para un artista no es un elogio que la gen­
te le diga lo bonito que le parece un cuadro, porque
la fealdad en el arte también es estética. En ese mo­
mento caí en la cuenta de que expresiones como “qué
cosa más bella”, que me salían como algo que llevaba
oprimido en el pecho, fueron las frases recurrentes
que Calderón tuvo que soportarme cuando me mos­
traba un cuadro, un boceto, una idea. Él, seguramen­
te acostumbrado a escuchar todo tipo de trivialidades,
me disculpó todas las veces, e incluso me reconfortó
diciéndome que las apreciaciones de un especialista

(217)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

son demasiado técnicas y que ya era una ventaja el


hecho de que se pudiera razonar conmigo.
Sobre esta relación, espectador-obra pictórica,
Calderón decía desde 199162, que con frecuencia la
gente se niega la posibilidad de acceder al goce y a la
forma porque se hace demasiadas reflexiones, lo que
finalmente impide que se asimile la polisémica expre­
sión plástica que da alimento a la vida sin razones ni
explicaciones previas.
De su obra dice que es una producción cargada
con todos los defectos que arrastra como hombre que
se formó en medio de muchas precariedades —a los
machetazos, dice— y que esa hechura es la que está
expresada en sus cuadros. A Calderón le habría gusta­
do no haber tardado tanto en obtener el entendimien­
to que tiene hoy, precisamente porque la obra no es
ajena a su creador. Con serenidad, característica que
al parecer afloró solo en los últimos años, ­Calderón
mira su obra en retrospectiva y califica de veleidosas
aquellas expresiones de fusiles y manos arriba que
pintó cuando estuvo en el fervor político. Incurrió en
lo figurativo y anecdótico porque creía que no le iban
a entender su intención revolucionaria. Después creyó
que entrar en una etapa erótica era pintar piernas,
senos, desnudos. Pero pasado el tiempo comprendió
que, si bien lo erótico puede estar presente en la ima­

Panorama Universitario No. 14, p. 104, Universidad del Tolima.


62

(218)
Beatriz Jaime Pérez

gen explícita, lo difícil es lograr una verdadera atmós­


fera de sensualidad en todo el cuadro.
No tiene problemas en declarar que es un artista
más disciplinado que talentoso, y que por cada dos cua­
dros que le han resultado bien, tuvo que pintar más de
50. Pero con la misma fuerza despiadada con que desca­
lifica algunas de sus creaciones, reconoce que otras, por
su depuración técnica, son verdaderas obras de arte, en
las que es posible identificar la madurez de su lenguaje
personal, lo que le ha valido el reconocimiento, los pre­
mios y el aprecio de los conocedores en la materia.
Ese talento combinado con disciplina, pero también
con arrojo, fue lo que debió identificar en 1962 Casimiro
Eiger, el crítico polaco, fundador de la Galería de Arte
Moderno de Bogotá, cuando en un arranque temerario,
Calderón irrumpió en la galería y sin permiso de nadie
colocó varias de sus obras debajo de la exposición que
se estaba llevando a cabo en ese momento, nada menos
que del pintor antioqueño Fernando Botero. Los emplea­
dos de la galería se hacían cruces; no sabían cómo con­
trolar la situación, sobretodo antes de que llegara Eiger,
de quien se decía que era muy estricto.
Cuando llegó, Eiger dio el grito en el cielo, como
era de esperarse. Luego de un momento de diálogo al­
terado, el galerista accedió a hablar con él, pero antes
le pidió que recogiera sus cuadros. Calmado, le dijo
que era un artista demasiado joven para exponer en
su galería —tenía 22 años en ese momento— y ade­
más le explicó sobre los altos costos que ­acarreaba

(219)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

tener exhibido tan solo uno de sus cuadros. Como


ninguno de esos argumentos descalificaba su obra
en concreto, Calderón no se desanimó y en menos de
dos años hizo su primera exposición individual en la
galería de los grandes artistas plásticos del país.
Antes de esa exposición, Calderón se había fo­
gueado en Ibagué: en 1961 hizo una exposición indivi­
dual en la Gobernación del Tolima y al año siguiente,
otra en la Galería de Arte El Círculo. En adelante, la
Galería de Arte Moderno de Bogotá, el Salón del Banco
de la República, el Museo de Arte Moderno de Ibagué
y otras galerías nacionales e internacionales expusie­
ron su obra en más de 60 exposiciones individuales y
colectivas. Calderón también ha sido distinguido con
varios premios, entre los que se destacan el primer lu­
gar obtenido en el Primer Festival Nacional de Arte, de
Cali; Primera Mención de Honor, Salón Francisco A.
Cano, de Bogotá y el premio “Vera” por “Excepcional
originalidad nacional”, en el Tercer Festival Interna­
cional de Artes de Moscú, Rusia.

Calderón fue formado por una generación de gran­


des celebridades de las artes plásticas. Sus maestros
fueron Alejandro Obregón, Enrique Grau, Ignacio Gó­
mez Jaramillo, Fernando Botero, Jorge Elías Triana,
Luis Ángel Rengifo y otros reputados artistas que alcan­
zaron las cumbres en distintas técnicas como el dibujo,
el grabado, la pintura, la serigrafía y el muralismo.

(220)
Beatriz Jaime Pérez

Todos lo impresionaron en positivo. Cuando no


fue por la generosidad con que lo trataron varios de
ellos, sobre todo Jorge Elías Triana, entonces fue por
los problemas estudiantiles que le trajeron, como la
sanción que le aplicó Ignacio Gómez Jaramillo por
haberle respondido de manera insolente a una crítica
arrogante que le hizo, o incluso la imponencia física
de Alejandro Obregón, un hombre apuesto, cuya pre­
sencia llenadora lo sorprendió, cuando lo vio la pri­
mera vez y supo que se contaba entre sus maestros.
En solo dos años, que fue el tiempo vivido en
Bogotá, reunió más experiencias gratas y edificantes
que en todos los 19 años anteriores. A pesar de la
inestabilidad económica que lo llevó a deambular por
las calles bogotanas buscando un cuarto donde pa­
sar la noche y guarecerse del frío, Calderón recuerda
esa época como una de las más brillantes de su vida.
Rodeado de los artistas más importantes del país, te­
nía que consultar el diccionario con frecuencia para
entender muchas de las palabras bellas y sonoras
que pronunciaban esos seres de gran cultura que se
movían tan cerca de él. Estaba extasiado; nunca an­
tes había ganado tanto en autoestima, en seguridad.
Había aprendido a soltarse y cada vez tenía más
reconocimiento entre sus maestros y compañeros. Un
segundo lugar que ocupó en la clase de Historia del Arte
le sirvió para realizar una tarea nueva en su vida: dirigir
la parte técnica en la elaboración de un mural. Rodol­
fo Velázquez, el reconocido pintor caleño, e ­ specialista

(221)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

en grabado, compañero de estudios de Calderón, había


alcanzado el primer lugar, distinción que lo ponía en
la dirección general de la obra. Eran 20 estudiantes.
Velázquez diseñaba y decía qué iba y qué no iba; y Cal­
derón dirigía a los 18 restantes. Fue un gran momento.
No el único, por supuesto. Tampoco el mejor.
Varios episodios marcan hitos en la formación ar­
tística de Calderón, pero el estrellato —perdón por la
futilidad de la expresión— logrado mientras estudiaba
en Bogotá fue, como ya lo dije, la obtención del Pre­
mio Nacional de Artes, de Cali, y la Primera Mención
de Honor en el Salón Francisco A. Cano, de la UN.
Un sábado lo sorprendió la visita del director de la
Escuela de Bellas Artes, Manuel Hernández, el repu­
tado pintor colombiano. Había llegado para traerle las
buenas nuevas y para felicitarlo. Era la primera vez
que Calderón ganaba plata con el arte, pues el premio
para el primer lugar era un jugoso cheque. Aunque lo
de jugoso puede ser apenas una percepción de alguien
que no tenía ni para el café.
A lo largo de su relato, Calderón hace permanentes
reconocimientos a profesores y compañeros. En esta
etapa de estudiante, los más caros a sus afectos son
sus maestros Manuel Hernández, de quien dice que era
como un papá para él, y Jorge Elías Triana, a quien le
debe su llegada a la UT como profesor; también a su
amigo y compañero de tantas luchas, Manuel León.

(222)
Beatriz Jaime Pérez

Recibió dos títulos en la Universidad Nacional


de Colombia: uno, cuya denominación es Maestro en
­Dibujo, otorgado en 1960; y otro como Maestro en Pin­
tura, en 1961. A los dos meses de haberse graduado,
comenzando el año 1962, fue vinculado como profesor
asistente de la UT. La mención de su categoría no ten­
dría ninguna relevancia si no fuera porque Calderón
es quizá el único profesor de la Universidad del Tolima
que llegó a cumplir estrictamente la función para la
cual fue nombrado. El escalafón docente en Colombia
ha sido asignado como elemento puramente honora­
rio, de suerte que todo el estamento cumple funciones
de titular, así no se vea reflejado en su escala salarial.
Pero Calderón fue la excepción. Él vino a cumplir fun­
ciones de profesor asistente. Jorge Elías Triana aca­
baba de ser nombrado director de la Escuela de Artes
de la UT, un cargo administrativo que quitaba mucho
tiempo a la docencia, por lo que estimó necesario con­
tratar a un asistente, y Calderón era el indicado.
De Jorge Elías Triana, uno de sus maestros y luego
jefe inmediato, aprendió los elementos básicos del oficio:
cómo se prepara una clase, cómo se coordina el grupo de
estudiantes, cómo se resuelven problemas de aprendiza­
je en el aula, entre otros asuntos complejos de la labor
docente. Pero lo más difícil en la UT no fue aprender el
oficio de profesor; lo realmente trabajoso fue lograr que
los demás entendieran que el arte no era un asunto me­
nor, decorativo, que solo interesaba a las mujeres de la
alta sociedad ibaguereña y a los hombres desocupados.

(223)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

En esta pelea, Calderón no estaba solo. Manuel


León, primero, y luego César Velandia, llegaron a
conformar un frente común que abrió trochas por
donde comenzaron a hacer circular la idea de que la
belleza no es un asunto puramente formal y que el
arte no es una expresión complaciente y débil que
sirve para decorar muros. Otros se sumaron des­
pués, pero no tantos como hubiera sido lo deseable.
La llegada de Humberto Granados Espitia a la
UT fue clave, no solo porque enriqueció los debates
en torno al arte y a la política sino porque con sus
prácticas pedagógicas innovadoras comenzó a rom­
per los esquemas impuestos por una comunidad
universitaria mojigata, que veía actos de inmoralidad
donde había expresiones estéticas, y sedición donde
reinaban el debate y el pensamiento crítico.
Pero la godarria se impuso y el científico más im­
portante que ha tenido la UT en toda su historia, se
tuvo que ir a los cinco años. Incapaces de comprender
el trabajo académico que realizaba, sufrió una impla­
cable persecución, y habría que decir que no fue solo
de parte de las directivas; también de varios colegas.
Guiado por Granados Espitia, Calderón empezó a
comprender que muchos de los males de la Universi­
dad estaban afincados en la reglamentación y que ella,
a su vez, era el resultado de un pensamiento reaccio­
nario que colocaba a los artistas en el último renglón
de su estatuto profesoral. Comprendió que la inco­
modidad generada por este científico se debía a que

(224)
Beatriz Jaime Pérez

estaban anclados en un lugar demasiado provinciano


y sagrado en términos de lo oficial, y que la manera
de empezar a quebrar esas derivas era, como propo­
nía Granados Espitia, saliéndose de la cápsula en que
cada uno había convertido su área de conocimiento.
Ese enfoque interdisciplinar que Calderón le apren­
dió al profesor Granados Espitia le sirvió para sumar a
la práctica docente una mirada crítica no solo del pro­
pio trabajo realizado por él, sino también del que desa­
rrollaban muchos de sus colegas de otras facultades
(Veterinaria y Agronomía). Empezó a formarse como lí­
der sindical y a descubrir lo que subyace al poder.

En mayo de 1978, la UT vivió uno de los momen­


tos más regresivos de toda su historia: el cierre de la
Escuela de Artes. Ninguna otra arbitrariedad cometida
en seis décadas de funcionamiento de la Institución
alcanza la magnitud del daño ocasionado al estudio de
las artes y al conocimiento en general. Según ­Calderón,
los primeros indicios de que algo muy grave estaba por
suceder fue el inicio de una reestructuración curricu­
lar que hería mortalmente el estudio del arte.
Luego vinieron los cambios a la infraestructura
donde funcionaba la Escuela: los espacios que antes
estaban diseñados para facilitar el encuentro entre
profesores y estudiantes, de pronto fueron fragmen­
tados. Pero la última maniobra, antes de la estocada
final, fue la orden dada por Camilo Polanco Torres,

(225)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

rector entre 1977 y 1979, de arrojar las esculturas y


otras obras de arte al río Combeima. Estupefacto y
todavía incrédulo, Calderón bajó hasta el río y pudo
constatar la magnitud del abuso. La escena resumía
el nivel de degradación y de ignominia al que había
llegado la Universidad: trozos de obras que no alcan­
zaron a ser arrastradas por las aguas, permanecían
suspendidas en la ribera, de donde Calderón alcanzó
a salvar gran parte de una de las esculturas de Michel
Lenz, un famoso artista belga, que estuvo vinculado
un tiempo a la UT, como profesor de la Escuela. Des­
de entonces, esa escultura ocupa un lugar privilegiado
en su casa. Los daños sufridos en varias partes de la
obra, son testigos mudos de una época de barbarie
que, no obstante, apenas estaba comenzando.
La Universidad, que hasta ese momento había
logrado consolidar espacios para la dialéctica, mina­
ba el pensamiento crítico, la expresión estética y el
conocimiento científico. Lo que siguió fue el nombra­
miento de jefes de departamento que tenían orien­
taciones precisas de implementar mecanismos de
control degradantes para los profesores, entre los
que se contaba la obligación de estampar su firma a
la entrada y a la salida de la Universidad. Contra las
medidas represivas, estudiantes y docentes se ma­
nifestaron de diversas maneras: asambleas perma­
nentes, debates y manifestaciones. Empapelaron las
calles con denuncias, pero al final perdieron: la Es­
cuela fue cerrada y los maestros, sancionados.

(226)
Beatriz Jaime Pérez

Hubo sanciones con distintos niveles de grave­


dad. Algunos fueron echados definitivamente de la
Institución, otros recibieron memorandos en los que
se les informaba una suspensión por tres meses,
otros por seis y otros por un año. Calderón estuvo
entre estos últimos.
Durante ese año de sanción, la mayoría de maes­
tros, sobre todo los que provenían de otras regiones,
tuvieron que abandonar la ciudad. No solo porque se
cernía sobre ellos la calamidad del desempleo, sino
también por la amenaza de las fuerzas oscuras.
Calderón se quedó. Dedicado a la pintura, convir­
tió su casa en una galería a la que invitaba a grupos de
personas para ofrecerles sus obras. Así sobrevivió un
tiempo. Pasados varios meses, fue nombrado Miguel
Merino como gobernador del Tolima, quien lo contrató
para que diseñara dos murales en el Centro Comercial
Combeima, que en esa época acababan de construir.
Paradójicamente ese año Calderón obtuvo mejores
ingresos que los ganados en la Universidad. No solo ven­
dió muchas de sus pinturas, más el contrato con la go­
bernación, sino que además hizo un buen negocio con
otros profesores que habían corrido su misma suerte.
Por solidaridad, y como un acto de resistencia, los profe­
sores sancionados se reunían cada semana a conversar
sobre su situación y entre las tantas cosas que se les
ocurría, un día Germán Llanos, conocido en la UT como
“el loco”, les propuso comprar un bus de transporte pú­
blico. La idea le sonó bien a Calderón, a Alberto Malagón

(227)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

y a Jesús Rodríguez. Entre los cuatro compraron el bus


y las ganancias no solo les sirvieron para paliar la situa­
ción económica, sino que les alcanzó para financiarse
varias parrandas con borrachera incluida.
A pesar de la camaradería y de los momentos
divertidos que pasó con sus demás colegas, Calde­
rón sufrió durante todo ese año por la inestabilidad
económica, pero sobretodo porque tuvo que vender
obras que en otras circunstancias no habría vendi­
do y menos por el precio al que se vio obligado. Pero
como dijo Héctor Sánchez63, Calderón “no se deses-
peró. Soportó la penitencia de su aprendizaje volcado
sobre los engañosos espejismos del color… y siguió su
propio solitario camino, desbrozando las frondosida-
des coloristas del absolutismo abstracto.”

Pasado ese año de angustias y placeres, se re­


integró a la UT. Le esperaba una nueva etapa, no
menos terrible, pues una vez cerrada la Escuela, las
asignaturas para las que se había preparado ya no
estaban vigentes. En tiempos de Rafael Parga Cor­
tés, la Universidad había comenzado un proyecto de
educación, inédito en Colombia, el Plan Extramuros,
con programas de licenciatura que se impartían en

63
Sanchez, H. “Las mil y una mujeres de Calderón”En: Panorama
Universitario No. 14, Universidad del Tolima, 1991, pp. 106-107.

(228)
El Espinal, Chaparral, Lérida y Armero. Calderón fue
enviado a trabajar en esos programas.
Aunque su jornada laboral no fue concertada
sino impuesta, Calderón disfrutó de esa nueva expe­
riencia. Lo perverso fue cuando le asignaron Historia
del Arte para ser impartida en los cursos de ciencias
sociales. Quedó devastado. Le manifestó a César Ve­
landia su angustia y éste, conocedor de la materia,
lo sacó del atolladero. Manuel León también salió al
paso para ayudarlo. “Pensaron que me iban a quebrar,
pero no pudieron. Yo fui muy sincero con los estudian-
tes y lo primero que les dije fue que no era profesor de
Historia. Finalmente hubo mucha empatía. Tuve que
hacer un esfuerzo muy grande, pero los estudiantes lo
disfrutaron mucho porque nunca habían estudiado la
Historia desde la perspectiva de un artista.”
El acoso en esta etapa no se redujo a la asignación
arbitraria de la jornada laboral. Su trabajo artístico
fue restringido por largo tiempo porque la Universidad
le negaba el permiso para asistir a sus propias expo­
siciones, aun cuando las hacía en reputadas galerías
nacionales o locales. Tampoco podía asistir a festiva­
les y en más de una ocasión recibió memorandos ame­
nazadores o telegramas que lo conminaban a regresar
de inmediato, so pena de graves sanciones.
Estas experiencias que lo formaron para el arte y
la docencia, también lo prepararon para la actividad
política. Ocupó múltiples cargos en la Universidad:
fue dirigente sindical, presidente de ASPU por varios
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

años, representante profesoral ante el Consejo Aca­


démico en varios periodos, Vicerrector de Desarrollo
Humano y Rector encargado en diversos momentos,
incluyendo unos muy críticos.

Se casó en la iglesia de San Judas Tadeo el 24 de


enero de 1965 con Carmen Polanía, una administra­
dora que solo ha ejercido su profesión en la empresa
más importante que ha tenido: su familia. El sacer­
dote Libardo Jaramillo, por aquella época capellán
de la UT, celebró la misa de ese día feliz, y ocho años
más tarde oficiaría el réquiem más triste de sus vidas:
el sepelio de Javier Alberto, su hijito de cinco años de
edad, cuya vida fue arrancada por las aguas de un
río, en el municipio de Alvarado, Tolima.
Ese día sus vidas cambiaron para siempre.
­Calderón dice que a partir de ese momento comen­
zó un universo triste, enrarecido, extraño y difícil de
explicar. “Es un revuelto de sentimientos porque no
sabemos cómo valorarlo, cómo no volverlo solo desgra-
cia, sino asimilarlo también como esa gran alegría que
fue tenerlo. No sé qué tan real sea la lectura que hago
ahora de él. No sé si es por su ausencia, pero creo que
mi hijo era un niño muy tierno y además muy bonito.”
Carmen en cambio enmudece, incapaz de narrar
este episodio. Se limita a auxiliar la memoria de su
marido, borrosa en muchos momentos, pero se niega
a expresar con palabras su dolor. Es solo a través del

(230)
Beatriz Jaime Pérez

espejo de sus ojos como es posible advertir que su


vida ha languidecido en un profundo vacío, del que
no obstante se ha levantado cada día, porque sabe
que ella es el centro en el que gravita toda la familia.
Antes de Javier Alberto, habían nacido Diana Ma­
ría y Germán Augusto. Ella es Licenciada en Español
e Inglés de la UT, vive en Bogotá y es madre de dos hi­
jas, Diana Carolina y Luisa Fernanda. Él es Físico de la
Universidad Nacional de Colombia, vive en México don­
de trabaja como profesor universitario y es el padre de
Santiago, su único hijo. Luego nació Ana Lucía, la otra
artista de la casa. Aunque no ha sido fácil abrirse paso
en el mundo del arte, ella hace teatro, canta e interpre­
ta la guitarra. Es la hija que más se parece a su padre,
en su gusto y su sensibilidad por la creación artística.
Por último, nació Elisa Margarita, que vive en Moscú
desde hace varios años, y se dedica a la enseñanza de
la lengua castellana en esa ciudad rusa.
Edilberto Calderón y Carmen Polanía viven desde
hace varios años en la misma casa que a mediados
del siglo XX perteneció a Jorge Elías Triana y que está
ubicada en el barrio Ricaurte de Ibagué. Es una vi­
vienda regia, remodelada en 2014, en cuyo espléndido
antejardín se levantan, corpulentos, unos inmensos
árboles que, por el tamaño de sus tallos, fácilmen­
te deben pasar de los cien años. Una de las paredes
de la sala sirve de soporte a un hermoso mural que
Calderón diseñó para Carmen. Es una obra que se
­
narra con altorrelieves, múltiples trazos, formas y una

(231)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

gran variedad de materiales y colores. El mural consti­


tuye para Carmen la remodelación más importante de
su casa. A un lado de la sala está el taller de Calderón,
que es un espacio de techo alto y lleno de muchos lien­
zos y materiales, como corresponde al taller de todo
artista. La casa, cuyo estilo es una combinación en­
tre colonial y vernácula, tiene grandes espacios, patio
interior, un gran solar y un inmenso antejardín que
produce la sensación de estar en una casa de campo.
En ese lugar, que es un verdadero privilegio, Calderón
sigue diseñando, pintando, una actividad que no re­
cuerda haber abandonado jamás.

(232)
Beatriz Jaime Pérez

Corría el año de 1990 cuando, por tratar de revelar


lo que parecía insondable, Cesar Velandia tropezó con
una escalera que guiaba hasta las profundidades de
una tumba, ocultada por años, donde halló un tesoro
de colores, negro, rojo, amarillo y blanco, que apareció
de repente como presagiando un futuro de respuestas
a una pregunta formulada 25 años atrás. Aquel descu­
brimiento le permitió concluir que la estatuaria arqueo­
lógica de esa cultura remota, cuyos “restos y pedazos”
eran lo único que tenía ante sí, debía ser interpretada
como un sistema de representaciones estéticas, con­
cepción desde la cual era posible aproximarse a los
“contornos históricos” de esas sociedades que habita­
ron, hace más de mil quinientos años, esta parte del
macizo colombiano que hoy se conoce como San Agus­
tín, en el departamento del Huila.
Conoció el Parque Arqueológico de San Agustín en
1964, guiado por Eliécer Silva Celis, ese maestro que
hoy es el mayor depositario de su reconocimiento aca­
démico y a quien le preguntó, en aquella ocasión, por el
significado de los símbolos tallados en las grandes moles
de piedra, que él veía levantadas como testigos silentes
de algo que no sabía qué era, pero que intuía estaban
allí para contar una historia. La respuesta de su maes­
tro no solo no despejó sus dudas, sino que le despertó
nuevos interrogantes. Le dijo que ninguna investigación,
desarrollada hasta ese momento, se había encargado
de estudiar el simbolismo de los elementos culturales

(237)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de las sociedades precolombinas, pero que confiaba a


sus jóvenes discípulos la realización de dicha tarea.64
Como si la interpelación de su maestro hubiese
sido una condición inexorable, Velandia emprendió un
proyecto de investigación, a comienzos de la década de
los 70, con el que se propuso desentrañar ese lenguaje.
Para ese momento ya era profesor de la Universidad
del Tolima, de modo que contaba con el apoyo de la
Institución y con el fervor de un grupo de estudiantes
de ciencias sociales, con quienes adelantó el trabajo de
campo. Para descifrarlo, se valió de sus habilidades de
dibujante, y con la paciencia del que está convencido
de que para llegar a alguna parte hay que andar lo su­
ficiente, recorrió el mítico lugar arqueológico año tras
año, dibujó cada detalle esculpido en las figuras, midió
cada extensión, tomó cientos de fotografías e incluso
llegó a calcular el peso de las esculturas.
Su presencia en el Parque Arqueológico de San
Agustín se volvió habitual. Tanto, que la tarde en que
Velandia descubrió aquella tumba cuyas lajas y estatuas
conservaban los colores con que originalmente fueron
pintadas, el celador que cuidaba el enigmático lugar, y
que tenía órdenes expresas de impedir el ingreso de per­
sonas, no tuvo ningún problema en admitirle el a ­ cceso,

64
Panorama Universitario, No. 15 (1992). Universidad del Tolima,
pp. 91-92.

(238)
Beatriz Jaime Pérez

quizá porque también intuía que algo guardado con tan­


to celo debía contener las claves de algún misterio.
Descendió hasta las grandes oquedades de la tum­
ba y allí encontró la joya arqueológica, ya explorada,
pero todavía en condiciones ideales para su estudio. Su
asombro superó por mucho al que había sentido 25
años atrás, cuando los códigos tallados en esas imá­
genes milenarias le “hablaron” por primera vez. Ahora
no solo había asumido y criticado el marco teórico que
Barney Cabrera, Gil Tovar, Gamboa Hinestrosa, Duque
Gómez, Luis Ángel Rengifo, Julio César Cubillos, Sil­
va Celis y el pionero Konrad Preuss construyeron, sino
que además se revelaba ante sus ojos algo que apenas
había sido tímidamente enunciado por estos investiga­
dores que lo antecedieron.
Entusiasmado con la explicación de Levi-Strauss
sobre la estructura lingüística de los mitos, Velandia
propuso una metodología multidisciplinar para inqui­
rir las formas del color presente en las tumbas y escul­
turas de San Agustín. Así pudo establecer que el color
no es un simple adorno sino que él también “tiene una
capacidad simbólica propia” y que su contenido debe
ser explicado desde la carga semántica que posee65.

65
Velandia J. C. (1994). San Agustín. Arte, Estructura y
Arqueología. Editorial Fondo de Cultura del Banco Popular, Bogotá,
p. 64.

(239)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

César Augusto Velandia Jagua llegó a la Univer­


sidad del Tolima a través de un concurso de méritos
en enero de 1971. Fue asignado al Departamento de
Humanidades y Artes, para que orientara las asig­
naturas de Historia, pero su interés por la antropo­
logía, el arte y la estética lo acercaron de inmediato
a ­Manuel León, un artista tolimense, que por aquel
tiempo dirigía la Escuela de Bellas Artes de la UT.
De sus largas horas de conversación con León na­
ció una estrecha amistad y también el primer trabajo
que le daría forma y sustento a toda su investigación
sobre las culturas precolombinas que habitaron esta
parte del país. La tertulia entre los dos se volvió un
hábito y descubrieron que ambos habían tenido la ex­
periencia de trabajar en el Museo de ­Sogamoso, junto
a su admirado antropólogo Silva Celis, en una misma
época, aunque curiosamente nunca coincidieron en
ese espacio. Juntos fundaron el Museo Antropológico
de la Universidad del Tolima. Eran los tiempos de
Rafael Parga Cortés, un rector que muchos califican
— incluyendo a Velandia — como el más culto, más
ilustrado y más democrático de los rectores que ha
tenido la UT en 60 años de historia.
Sus discusiones sobre los pobres avances de la
arqueología en el Tolima, los llevaron a preguntar­
se qué podía haber en la Universidad que sirviera a
sus intenciones de investigar los vestigios de otras
culturas. En esas pesquisas conocieron a Heriberto
Prada, auxiliar del laboratorio de biología, que había

(240)
Beatriz Jaime Pérez

trabajado al lado de Humberto Granados Espitia, un


importante profesor de biología que dejó una huella
imborrable en la memoria de quienes trabajaron con
él, estela que alcanzó incluso a quienes no tuvieron
ocasión de conocerlo, y que en el año 1969 había es­
tado en el municipio de Dolores y el Valle de Ambicá,
donde encontró algunos rastros arqueológicos.
Granados Espitia y Heriberto Prada, intuyendo que
el hallazgo era importante, recogieron los objetos que
pudieron, cuyo inventario constaba de varias vasijas y
pequeñas esculturas de piedra, y se las trajeron para la
Universidad con la esperanza de que alguien se interesa­
ra en el tema. No sucedió. Los objetos fueron arrumados
hasta 1971 cuando Heriberto Prada encontró por fin a
unos interesados en el hallazgo: Velandia y León.
Ilusionados, le contaron al rector Parga Cortés
su intención de viajar al sitio y éste apoyó de inme­
diato las exploraciones. Viajaron el 5 de marzo de ese
mismo año, 1971, y encontraron el lugar. Era una
colina que guardaba los secretos de una cultura cu­
yos restos fueron removidos por un terremoto ocu­
rrido en 1967. Comenzaron las excavaciones con el
apoyo de Parga Cortés y así comenzaron a recabar los
objetos con que echarían a andar el Museo Antropo­
lógico de la UT, al año siguiente, una unidad que ya
existía, aunque solo fuera en el papel.
El rector les entregó un espacio físico para que ar­
maran el Museo y en poco tiempo este se convirtió en
el centro del movimiento intelectual más i­mportante

(241)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de la Universidad. La actividad académica era tan es­


casa en esa época, que las exposiciones organizadas
en el Museo constituyeron por mucho tiempo lo más
valioso de mostrar. Una vez trajeron una exposición
de fotografía con ayuda de la Embajada brasilera. En
otra ocasión, el Banco Popular les prestó por seis me­
ses una exposición del Marqués de San Jorge, que
terminó quedándose dos años.
Velandia y León fueron diseñando el espacio mu­
seográfico con lo que encontraban a su paso; lo que
otras unidades habían desechado y que terminaba
en el depósito para ser dado de baja. De hecho, los
andamios donde todavía hoy se guardan algunas pie­
zas, los construyeron con material de segunda mano
encontrado en el mismo campus universitario.
Entre los dos, Velandia y León, diseñaron un pro­
grama de visitas escolares, que sirvió para que cientos
de niños, de escuelas y colegios de Ibagué, conocie­
ran mejor las culturas prehispánicas regionales. No
faltó quien criticara el programa por considerar que
el Museo debía ser un destino para turistas. “Era el
único espacio de la Universidad que tenía ventilador
y eso también sirvió para que algunos dijeran que los
recursos de la Universidad se estaban gastando en
cosas innecesarias”, recuerda Velandia. Para un es­
pacio que recibía grupos de 30 y 40 niños era abso­
lutamente necesaria la ventilación artificial, pero esa
razón que hoy nos puede parecer sencilla y obvia, no
lo fue para varios profesores de otros ­departamentos,

(242)
Beatriz Jaime Pérez

que por el contrario pusieron bajo sospecha cada


nueva cosa que se adquiría en el Museo.

De niño vio a su padre coleccionando monedas,


billetes y estampillas, afición que heredó y a la que de­
dicó buena parte del bachillerato, cuando inició por su
cuenta una colección de hojas que él mismo recogía, di­
secaba y catalogaba. Ese gusto por las hojas se lo con­
tagió el profesor de Botánica, que no era un maestro de
tiza y tablero, sino de salidas de campo y de tareas que
también implicaban exploraciones fuera de casa. Las
clases de Anatomía también lo cautivaron, sobre todo
el capítulo dedicado a la osteología y a la osteopatolo­
gía, donde descubrió que los huesos cuentan historias
de vida y de muerte, y que solo es cuestión de desci­
frarlas a través del estudio científico de esas huellas
inscritas en los restos óseos.
Otra materia clave en el Colegio Santander de
Bucaramanga, donde estudió toda la secundaria, fue
Dibujo Técnico. De su casa traía nociones básicas
transmitidas por su madre, quien le enseñó a dibu­
jar cuando todavía era muy pequeño, de modo que
al llegar al colegio traía consigo la ventaja del que ha
desarrollado la habilidad. Su maestro de Dibujo, otro
profesor entusiasta, al que Velandia también recuer­
da con mucha gratitud, le enseñó nuevas técnicas,
como la de dibujar con puntitos y no con líneas. Dibu­
jó casi todos los huesos del cuerpo humano con tanto

(243)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ uidado que al finalizar el año, su buen maestro de


c
Anatomía le pidió regalado el cuaderno.
Las experiencias académicas del colegio, suma­
das a los seis años de estudio paralelo que cursó en
la Academia de Bellas Artes, donde aprendió pintura,
le despertaron el interés por la ciencia y por el arte,
y lo dotaron de las herramientas con que empezaría
a definir su vocación como investigador de campo.
Con ese equipaje, liviano pero esencial, se fue para
Bogotá con la idea de estudiar Antropología en el Ins­
tituto Colombiano de Antropología, pero justamen­
te ese año había cerrado la carrera, por disposición
del Ministerio de Educación. Se fue, entonces, para
la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colom­
bia, en Tunja, donde tuvo la fortuna de conocer a
Eliécer Silva Celis, uno de los primeros antropólogos
formados en Colombia, quien lo puso en contacto,
por primera vez, con aquello que en adelante sería
su objeto de investigación: unos restos arqueológicos
que como guardianes de piedra eran testigos mudos
de una cultura antiquísima que suscitó en Velandia
la necesidad de investigarla.
Se recibió como Licenciado en Ciencias Sociales
y Económicas en la UPTC, un título que por años le
costó la objeción de alguno que otro colega en la UT,
porque no se comprendía cómo era que un licenciado
se podía dedicar a la antropología y a la museografía.
De hecho, una vez un funcionario impugnó su trabajo
en el Museo Antropológico, con el argumento de que

(244)
Beatriz Jaime Pérez

ese proyecto era un elefante blanco que malgastaba los


recursos públicos, en las manos de un guaquero. Pero
en realidad, el presupuesto del Museo era poco menos
que precario, según Velandia.
Pocos sabían que la escuela de ciencias sociales
en la que se formó había sido creada por Paul Rivet,
uno de los padres de la etnología francesa. Y que su
maestro Silva Celis había trabajado a mediados del
siglo XX en la Escuela Superior de Altos Estudios de
París, junto a Rivet. Eso explicaba la orientación de
la carrera cursada en Tunja hacia el estudio de la
etnología, con prácticas de campo cuya metodología
fundamental era la etnografía. Pero, además, Velan­
dia tuvo la experiencia de trabajar por varios años
junto a Silva Celis, no solo en el Museo de Sogamoso
sino en la UPTC, donde lo ayudó a clasificar, rotu­
lar y dibujar una gran colección de huesos, activi­
dad que pudo realizar con mucha destreza por los
conocimientos que sobre estas áreas traía del colegio
Santander de Bucaramanga.
Quizá ya no quede nadie en la UT que descalifique
el trabajo académico de Velandia por razones de su títu­
lo de licenciado, pero mientras sus investigaciones y su
producción intelectual no alcanzaron el reconocimiento
que le otorgó el Premio Nacional de Ciencia, en 1992,
tuvo que soportar la incomprensión de algunos colegas
y funcionarios, y también los típicos comentarios infa­
mantes, de los que el medio académico no escapa. Sobre
este episodio, amargo para él, me habló una sola vez y

(245)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

no quiso volver a tocar el tema. Me pidió expresamente


que no le preguntara más por este asunto y así lo hice,
por supuesto, pero creo importante retratar la ira que
afloró sin pudores en su narración, corta pero emocional
y explosiva, pronunciada con frecuentes transiciones en
el tono y en el volumen de su voz.
Y es que Velandia es un hombre de temperamento
airado, que no teme decir públicamente lo que piensa,
así le traiga problemas y enemistades. Durante mu­
chos años se agarró en duras peleas con sus colegas de
los departamentos de Ciencias Sociales y de Pedagogía,
con quienes tuvo grandes diferencias, no solo ideológi­
cas y políticas sino también por la manera de asumir
el trabajo académico. Su postura política, su profunda
antipatía por la pereza y ese desprecio irreductible que
siente por la mediocridad, minan en Velandia cualquier
capacidad conciliatoria. Por eso, anduvo años abstraí­
do en una larga soledad. Concentrado en su trabajo,
podía pasar entre ocho y diez horas metido en el Mu­
seo; congeniaba con pocos y por algún tiempo fue visto
como un apestado al que nadie quería arrimársele.
Había abandonado sus intervenciones iracun­
das, luego de que una tarde de finales de los años
80, mientras hacía fila en el banco para cobrar el
sueldo, se reveló ante sí el ejemplo más palmario de
una mentalidad decadente y mezquina que se había
alojado en la conciencia de algunos profesores de la
UT. El caso es que un colega le preguntó:

(246)
Beatriz Jaime Pérez

— Oiga, Velandia, ¿a usted le pagan un so-


bresueldo por el trabajo en el Museo?
— Claro que no.
— Entonces, para qué lo hace.

Quedó estupefacto. Incapaz de reaccionar, pensó


Aquí no hay nada qué hacer, y siguió realizando su so­
litario trabajo, que por supuesto no habría podido de­
sarrollar un perezoso, porque le implicaba llegar a la
Universidad a las 6:00 de la mañana y continuar una
larga jornada hasta las 10:00 de la noche. Este hábito
de llegar tan temprano a la Universidad fue el más duro
de cambiar, luego de su jubilación. Su mujer tuvo que
intervenir porque un día después de su retiro oficial, él
se levantó como de costumbre, al otro día igual y así si­
guió madrugando hasta que un día ella le dijo que si no
se había dado cuenta de que su responsabilidad con la
Institución ya había terminado. Con dificultad invirtió
sus rutinas. Ya no se levanta temprano, pero a cambio
se acuesta a la 1:00 o 2:00 de la mañana. El hábito que
definitivamente no cambió fue el de seguir asumien­
do compromisos académicos, no solo con la UT sino
también con otras universidades latinoamericanas en
las que desarrolla seminarios como profesor invitado o
como jurado de tesis de grado.

Pasa de los 70 años de edad, pues nació en 1944,


pero ya quisiera un hombre de 30 años tener el estado

(247)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

físico de Velandia. Tuve ocasión de verlo en campo en


septiembre de 2013, cuando un grupo grande de pro­
fesores y funcionarios de la Facultad de Ciencias Hu­
manas y Artes viajamos con él a San Agustín. Durante
tres días nos guio por los caminos de la enorme zona
arqueológica, y no fueron pocos los momentos en que
quedamos rezagados por la imposibilidad de avanzar
a su ritmo. Caminaba seguro, con paso constante, por
esos lugares que conoce como a la palma de su mano, y
ni un solo instante dio muestras de cansancio, en tanto
que muchos de nosotros, sobre todo yo, lo seguimos
con dificultad, arrastrando los pasos.
En las múltiples estaciones que hicimos por indica­
ción suya, habló sobre los significados de esa estatua­
ria esculpida en piedra, narró episodios históricos sobre
las primeras exploraciones arqueológicas ocurridas
hace más de cien años, describió anécdotas y entregó
sesudas explicaciones sobre detalles que, seguramente
sin su ilustración, habríamos pasado inadvertidos. Su
voz, cuyo timbre es modulado, tampoco mostró signos
de agotamiento a pesar de que no paró de hablar, pues
además de las largas exposiciones teóricas también res­
pondió las muchas preguntas que le hicimos.
Velandia es un profesor ameno y divertido, aun­
que la claridad es la característica que mejor se desta­
ca en él. No es necesario ser versado en los temas que
trata para comprender sus exposiciones orales o sus
textos escritos. Es vehemente en sus explicaciones y
un crítico mordaz que apela con frecuencia a la ironía.

(248)
Beatriz Jaime Pérez

Me acerqué a algunos de sus libros y ensayos por


la necesidad que me impuso la realización de esta sem­
blanza, pero reconozco que lo hice con la prevención de
quien cree que se va a enfrentar a un texto ladrilludo, im­
posible de digerir. Tomé primero “San Agustín: Arte, Es-
tructura y Arqueología”, por ser el estudio que le mereció
el Premio Nacional de Ciencia en 1992, con la intención
de darle apenas una ojeada, pero a los pocos minutos
de iniciada la lectura, tuve la certeza de que lo leería
completo. Excepto los apartes dedicados a describir las
medidas de las esculturas y las fórmulas con las que
analizó los colores, capítulo IV, que pasé rápido, sin mu­
cho interés, disfruté de todo el texto. Pronto supe que mi
gusto por esa lectura no se debía a la importancia de su
revelación científica — perdón por la franqueza — sino a
una suerte de gozo estético que me mantuvo hasta el fi­
nal. Velandia es un escritor que guía con mucho esmero
a su lector, no lo descuida, le recuerda en cada capítu­
lo, o cada vez que lo estima necesario, cuáles conceptos
no debe confundir, qué limitaciones del estudio no debe
olvidar. Hace con la escritura los énfasis propios del
acto de la enseñanza en el aula: “Pero ¡alto ahí!”, es­
cribe en el capítulo V, para anunciar que los modelos
con que se han explicado las culturas amazónicas y
la cultura de San Agustín no son equivalentes, por
muy similares que sean sus estructuras.
En definitiva, fueron unos visos literarios que en­
contré en su libro, lo que me permitió llegar hasta el
final. Y es que un lector desprevenido podría creer,

(249)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

en la primera parte del libro, que está ante la lectura


de un cuento y no frente al resultado de una inves­
tigación científica. Repasando otros textos suyos, se
descubre que toda su producción académica lleva el
mismo aderezo. También revela su escritura, lo mis­
mo que sus intervenciones orales, el carácter de un
hombre apasionado, que entra en disputas teóricas,
en fuertes combates epistemológicos —diatribas pre­
fiere él— y puede ser lapidario en su argumentación,
tal como sucede en su ensayo “Anti- Hodder, Diatriba
contra las veleidades post-modernistas en la arqueolo-
gía post-procesual de Ian Hodder.”

El 26 de mayo de 1978 Velandia recibió una dura


sanción que lo dejó por fuera de la UT. Un desconten­
to generalizado entre los profesores de la Universidad
había desembocado en un paro, disuelto por el rector
del momento, Camilo Polanco Torres, con el despido
masivo de más de 30 profesores. Eran los tiempos
de los “rectores policías”, una expresión acuñada en
Colombia desde finales de los años 60 cuando los
rectores de las universidades oficiales eran agentes
directos del presidente de la república.66

66
Lucio, R., Serrano, M. La educación superior. Tendencias
y políticas estatales. Universidad Nacional de Colombia. IEPRI,
Bogotá, 1992.

(250)
Beatriz Jaime Pérez

La situación era tan oprobiosa que Velandia ni


siquiera tuvo tiempo de experimentar el desgarro
anímico del desempleo, pues dos cuadras antes de
llegar al campus, un grupo de estudiantes lo abordó
para advertirle que las instalaciones de la Universi­
dad estaban militarizadas, y que su nombre circula­
ba en una lista de personas que iban a ser detenidas.
Durante dos meses vivió escondido. No podía
dormir más de dos noches en el mismo lugar, hasta
que semejante sevicia lo obligó a marcharse de Iba­
gué. Llegó a Tunja, donde tenía amigos y conocidos,
lo que le permitió conseguir una vinculación como
profesor en la UPTC. Antes de firmar el contrato, el
rector de esa universidad, Jorge Palacios Preciado, le
mostró una carta que le había llegado procedente de
la Universidad del Tolima, firmada por el vicerrector
académico de entonces, en la que advertía sobre el
peligro de contratar a unos profesores instigadores
del desorden, revoltosos y comunistas, que no debían
ser recibidos en ninguna otra universidad del país.
Ahora el nombre de Velandia no solo estaba en
la lista negra de algunos organismos de seguridad del
Estado, sino también en las rectorías de varias univer­
sidades, a donde habían sido enviadas sendas cartas
en las que le hacían todo tipo de señalamientos.
Mientras él trabajaba en Tunja, su esposa y
sus hijos se quedaron en Ibagué, “lo cual fue terri-
ble porque esa situación nos desquició a todos en la
casa”, dice. Así pasaron dos años largos, hasta que

(251)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

en 1981 “cuando ya habían cambiado al sátrapa del


rector, pude volver a la UT.”
Fueron tiempos difíciles, agravados por el igno­
minioso Estatuto de Seguridad de Julio Cesar Turbay
Ayala, para quien el reclamo de los derechos era un pro­
blema de seguridad nacional. En los años transcurridos
desde entonces, la historia de Colombia ha venido acla­
rando que durante este gobierno, supuestamente liberal
y democrático, desapareció más gente, que por la misma
época en Argentina, durante la dictadura militar.

De regreso a la Universidad, Velandia encontró


que el Museo lo dirigía una pareja de arqueólogos:
Carmen Lucía Dávila y Carlos Castaño Uribe. Retomó
entonces sus clases de Historia, hasta que en septiem­
bre de 1982 llegó a la rectoría Israel Lozano Martínez,
quien lo llamó, según recuerda Velandia, para decirle
estas palabras: “Quiero comenzar mi administración
haciendo un acto de justicia. Quiero que usted vuelva
a lo que es suyo: la dirección del Museo Antropológico.”
Vinculado nuevamente a la UT, Velandia sostuvo
intensos debates con muchos profesores, pero sobre
todo con Hernán Clavijo Ocampo, un reputado his­
toriador, por quien siente mucha admiración y res­
peto, pero de quien se distancia completamente en
términos políticos e ideológicos. “Con Clavijo siempre
estuvimos en orillas contrarias, por eso nos agarrába-
mos durísimo. Pero lo admiro sinceramente porque es

(252)
Beatriz Jaime Pérez

un trabajador increíble, un investigador capaz de me-


terse diez horas en un archivo. Cualquiera no le hace
a Clavijo un debate en su terreno”, reconoce Velandia
y remata diciendo que este profesor es además un
hombre con gran coraje y mucho criterio académico.
En los dos años largos que anduvo fuera de la UT,
Velandia se relacionó con otras corrientes de pensa­
miento, que lo introdujeron en el furor de los discursos
de Foucault, y de quienes después fueron reconocidos
como post-estructuralistas, lo cual hizo que entrara en
acaloradas discusiones con quienes él calificaba, en
ese momento, como dulces weberianos. “Vi a una com-
pañera, del departamento de Pedagogía, que era de las
que en otro tiempo andaba con el Manifiesto Comunista
debajo del brazo, recitando la idea de la historia según
Collyngwood. Yo no funciono así. Como dice Bachelard,
hay que trabajar sobre los errores, pero sin arrepentirse
de ellos. Y no lo digo porque yo sea un hombre de convic-
ciones. En realidad no estoy convencido de nada, porque
no estoy predicando nada.”
Las discusiones sobre postmodernismo en la his­
toria, que estaban puestas en el tapete de la reforma
curricular que se adelantaba por entonces en el pro­
grama de Ciencias Sociales, le parecían inicuas y lo
dejaron exhausto. Después de mucho pelear, Velan­
dia logró introducir en el programa de Ciencias So­
ciales una línea metodológica, que fue su propuesta,
pero aun así tomó la decisión de alejarse un poco de
la Facultad para concentrarse en el trabajo del Museo

(253)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Antropológico, que finalmente en el año 1985 pudo re­


abrir. Se dedicó a su investigación sobre la estatuaria
de San Agustín y el resultado de ese esfuerzo fue el
Premio Nacional de Ciencia Ángel Escobar, recibido en
1992, con el que fue reconocido su aporte al estudio
de la arqueología colombiana.
Pasados trece años desde la última reforma curri­
cular del programa se hizo imperiosa una nueva revi­
sión. Ese fue el momento en que el ICFES planteó que
la denominación del programa Profesional en Ciencias
Sociales debía acabarse, con el argumento de que era
imposible formar idóneamente en algo tan general y
gigantesco como las ciencias sociales, coyuntura que
Velandia aprovechó para desarrollar una propuesta en­
caminada a crear un área de estudio en arqueología,
que supuestamente iba a depender del futuro progra­
ma de Historia. Por un tiempo le botó corriente a esa
idea, redactó una propuesta, pero sin ninguna fortuna.
Ya empezaba a sentirse en un remolino, cuando
alguien le avisó de unos cursos de verano que desa­
rrollaba el doctorado en Ciencias Naturales de la Uni­
versidad Nacional de La Plata, en Argentina. Asistió
a los cursos, y eso le permitió iniciar las relaciones
que luego lo llevarían a desarrollar un proyecto so­
bre la Iconografía Funeraria de la Cultura Arqueológica
de Santa María67, con el que fue aceptado en la UNLP

67
Título que recibe el libro en el que se publicó su tesis doctoral.

(254)
Beatriz Jaime Pérez

para cursar formalmente la carrera de doctorado. Te­


nía 54 años de edad, pero en ese momento la edad no
era obstáculo para solicitar comisiones de estudio en
la UT, algo que a partir de 2015 ya no es posible. Viajó
a Argentina en 1996 y regresó en 2000.
Realizar su tesis doctoral sobre los restos de una
cultura tan lejana de San Agustín, en términos geo­
gráficos, fue muy importante para Velandia, porque
se trataba de demostrar que su metodología funcio­
naba en Colombia como en Argentina, ya que entre
los comentarios más arteros que tuvo que escuchar
luego de recibir su premio fue que ese cuentico solo le
funcionaba en San Agustín.
Tomó las investigaciones que se habían hecho
durante los cien años que llevaba siendo estudiada
la cultura de Santa María y encontró que los inves­
tigadores de la segunda mitad del siglo XX recogían
a los de finales del siglo XIX para repetirlos con al­
guna novedad. Hasta ese momento todos habían di­
cho que las figuras representaban al dios del trueno.
Pero para Velandia esa explicación no pasaba de ser
una majadería, así que tomó de nuevo los “restos y
pedazos” de aquella cultura remota, los puso sobre
su mesa de disecciones y descubrió en las ollas de
cerámica unos rostros de mujeres que cubrían con
sus mantos a sus pequeños hijos muertos. Esas ollas
habían sido usadas como urnas funerarias para be­
bés, lo que le permitió inferir que aquellos rostros de

(255)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

mujeres pertenecían a las madres cuyos hijos habían


muerto poco después de nacer.

El carácter indomable de Velandia es de anto­


logía. Cuando le pregunté dónde residía el origen de
sus permanentes roces con sus colegas y funciona­
rios, se remontó a 1971 cuando, recién llegado a la
UT, tuvo que vérselas con un profesor que enseñaba
Historia sin conocer la materia. Lo retó a un debate
sobre los contenidos de la asignatura y este, que era
abogado, no le salió al paso.
No bien le acababan de asignar la Historia que an­
tes tenía el abogado, cuando propuso reformar el pro­
grama de Artes. La Historia del Arte la enseñaba un
señor queridísimo — dice Velandia — cuyo programa
estaba plagado de anécdotas que nada tenían que ver
con la materia. “Eso no era lo que entendíamos por His-
toria y yo no tengo paciencia para acolitar estas cosas.
Soy como una vaca, decía mi padre, por donde meto los
cachos, saco el rabo”, y continuó narrando las duras
pugnas que sostuvo por largo tiempo en la Universidad.
Al año siguiente había logrado introducir varias
reformas al programa de Artes. Con Manuel León y
Edilberto Calderón, artistas y profesores vinculados al
programa, trabajó en una revisión curricular que adop­
tó asignaturas como Sociología del Arte, Introducción a
la Estética y Crítica del Arte Contemporáneo. Los tres
profesores, apodados por los estudiantes como el trío

(256)
Beatriz Jaime Pérez

calavera, abrieron los espacios al debate cuando ini­


ció en Colombia la polémica sobre la responsabilidad
social del artista. “Todo el que tuvo algo que decir sobre
el tema llegó a la UT. Había una gran actividad cultural
dentro de la Universidad y eso no les gustaba a ciertas
almas de la ultra-derecha” — asegura—.
Velandia es capaz de narrar los episodios más
patéticos con un gran sentido del humor y de la iro­
nía. La agudeza de sus críticas, la procacidad de sus
expresiones, las permanentes transiciones en su voz
y la fogosidad con que defiende su punto de vista le
otorgan a su relato un carácter casi dramático. En
una sola tarde de conversación con él pueden aflo­
rar múltiples sensaciones, contradictorias todas, que
logran causar tristeza o indignación y al segundo si­
guiente hacer reír a grandes carcajadas.
Entre los muchos pleitos que sorteó en la Uni­
versidad, hay uno en particular que guarda todas las
características descritas anteriormente. Ocurrió a co­
mienzos de los años 90 cuando el Instituto Colombia­
no de Antropología, ICAN, le aprobó la financiación de
un proyecto que se intitula Etnia y conflicto en el sur
del Tolima 1950-1980, que Velandia desarrolló junto
al profesor José del Carmen Buitrago, un historia­
dor que se ha especializado en el tema de la violencia
en la región. La idea es que era la primera vez que en
el Departamento de Ciencias Sociales se iba a desa­
rrollar un proyecto co-financiado y esto suponía un
logro importante para la Universidad. O al menos así

(257)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

lo creía Velandia que, orgulloso, mostró la carta en


la que el ICAN le aprobaba 600 mil pesos, cifra nada
despreciable para la época, y se encontró con que el
director del Centro de Investigaciones le dijo que an­
tes debía socializar el proyecto en el Departamento y
que solo de ese modo se le podía aprobar. Así lo hizo.
“Entonces, me parece recordarlos, todos circunspectos,
y nosotros como dos pendejos en el tablero, explican-
do, y ellos con una ceja apagada, cuando de pronto
dicen que antes de aprobar el proyecto se debía abrir
un debate en las ciencias sociales regionales. ¡Pero de
dónde un debate si lo que estábamos era presentando
un proyecto concreto y aprobado por la junta directiva
del ICAN! Bueno, ese día se me salieron todos los an-
cestros santandereanos… se montó la discusión más
imbécil. Escribí una carta al Director de Investigaciones
explicando que no me iba a someter a un debate y éste
me respondió que no, que debía conciliar y así nos detu-
vieron el trabajo por seis meses. Al final tuve que hacer
una carta abierta a toda la comunidad universitaria y,
ahí sí, al día siguiente ya tenía aprobado el proyecto.
Estas son las vainas que me hacen detestarlos. Se me
atravesaban con argumentos tan, tan… no había ma-
nera de discutirlos sin emputarse”.
Antes de ese episodio, a Velandia se le había ocu­
rrido remodelar el Museo. Consiguió cortinas, televi­
sor, betamax, equipo de sonido, tablero, mapas de
historia, proyector de diapositivas. Se había tomado
el trabajo de dibujar un croquis para que se pudie­

(258)
Beatriz Jaime Pérez

ra rayar con tiza. Había convertido el espacio en un


lugar diferente, con herramientas didácticas ideales
para la enseñanza de la historia y la geografía. Invitó
formalmente a través de una carta a los profesores y
a los directores de departamento para que fueran y
programaran el uso de la sala, pero lo dejaron espe­
rando. Que es un espacio en el que no se puede fumar,
porque hay cortinas, dijo alguien —en aquella época
se podía fumar en las aulas—; que queda muy lejos,
replicó alguien más, y así fueron sacando excusas.
Por mucho tiempo dejó de asistir a las reuniones
de departamento, luego de que se encarretara en la
propuesta que mencioné antes, de abrir un área en
arqueología. Había dedicado seis meses a esa elabo­
ración, con reuniones permanentes, discusiones con
otros profesores y, al final, cuando estaba lista, la
mayoría votó que no.
Varias veces se preguntó por qué le pasaban esas
cosas y una respuesta posible fue la que alguna vez
le dio un amigo cuando le dijo que en gran medida su
trabajo evidenciaba la carencia de muchos otros en la
Universidad. Quizá haya bastante de cierto en esas
palabras, materializadas aquel día que un profesor le
preguntó para qué hacía todo eso; pero también es cier­
to que Velandia llegó chocando a la UT, porque es un
hombre irritable, jodido, como se dice en el argot popu­
lar, y desacomodó a muchos que ya habían encontrado
un nicho, lo cual le trajo las antipatías con las que lidió
desde 1971, hasta el 2005 cuando se jubiló.

(259)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Nació el 25 de marzo de 1944 en Bogotá, pero es


santandereano de crianza y de carácter, porque a los
tres meses de su nacimiento sus padres se trasla­
daron a Bucaramanga. Velandia narra con jocosidad
que ser un santandereano nacido en Bogotá le trajo
ciertas exclusiones en la UPTC, cuando los estudian­
tes se organizaban en colonias y él, como era natu­
ral, se ubicaba en la colonia de santandereanos, pero
estos lo rechazaban por bogotano, al mismo tiempo
que los bogotanos alegaban que era santandereano.
Pasó sus años de estudiante como cualquier otro
joven de su edad, sin muchos sobresaltos. Vivió en
residencias estudiantiles pagadas por su padre du­
rante los primeros siete meses, y luego con los re­
cursos de una beca ganada en la universidad. Sin
embargo, para poder redondear los ingresos, siem­
pre insuficientes en un joven que además de estudiar
quería hacerle una invitación a la novia o ir de vez en
cuando a una fiesta, trabajaba haciéndoles las plan­
chas de dibujo a sus compañeros.
En la UPTC conoció a Elizabeth Silva Aparicio, su
esposa. Se graduaron en la misma fecha, diciembre 16
de 1966, y dos días después se casaron en la capilla
de la UPTC. Eran los tiempos en que ser licenciado
en Colombia garantizaba empleo inmediato, así que
se fueron para Bucaramanga donde los esperaba su
primera experiencia profesional como maestros. En la

(260)
Beatriz Jaime Pérez

capital santandereana trabajaron en colegios durante


cuatro años, hasta que se abrió la posibilidad de su
ingreso a la Universidad del Tolima, primero para él,
en enero de 1971, y luego para ella, en octubre del
mismo año. Ella, como licenciada en Filología e Idio­
mas, estuvo vinculada a la Facultad de Ciencias de la
Educación desde 1971, hasta 2003, cuando se jubiló.
Tuvieron tres hijos: Cesar Augusto, nacido en
1969, estudió arquitectura en la Universidad Nacional
de Colombia. Vive en México desde 1996 y es padre de
dos hijos, Juliana y Santiago. En 1970 nació Tadeo,
quien a finales de los años 90 se fue a estudiar Conser­
vación y Restauración en el Instituto de Conservación
CRIM y por razones profesionales terminó quedándo­
se en México por largo tiempo. Úrsula, la menor, na­
ció en 1976, es profesional en Ciencias Sociales de la
Universidad del Tolima, y madre de dos niñas, Kiara
y Violeta. Vive en Suecia y es la que ha seguido los pa­
sos de su padre en su gusto por las ciencias sociales.
Velandia es el mayor de los catorce hijos que na­
cieron en el seno del hogar formado por María Ja­
gua y César Augusto Velandia. “Somos literalmente
una catorcera”, dice, mientras hace reminiscencias
de su infancia y describe la estructura de su familia,
aparentemente patriarcal, que en realidad giraba en
torno de una gran matriarca: Mercedes, su abuela
materna. “Mi papá no tomaba una sola decisión sin
consultarla con ella. Mandarme a mí a la universidad,

(261)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

por ejemplo, fue una decisión aprobada por mi abuela.


Ella tenía la última palabra”.
Mercedes era una mujer con un gran espíritu la­
borioso. Gracias a ella, la familia comía exquisitos
sancochos, mutes, arepas de maíz y otros platos que
además de preparar con sabrosura, hacía rendir para
tantas bocas, pues la supervivencia económica en la
casa nunca fue más que precaria. “Ella hacía `magia`
en la cocina. Varias veces me dije que mi abuela era
una especie de bruja, porque además la veía haciendo
cosas que para mí encierran un gran misterio: agarra-
ba un tizón encendido y lo echaba a la olla del café re-
cién preparado, para que asentara. Nunca supe cómo
podía hacerlo sin quemarse. Yo lo intenté muchas ve-
ces, con resultados nefastos.”
La abuela era el eje de la familia. Para Velandia,
esa lectura patriarcalista según la cual los hombres
son quienes detentan el dominio familiar, es una mi­
rada ligera de las relaciones de poder. En las familias
santandereanas, las relaciones se establecen a través
de las mujeres, como en las manadas de elefantes,
donde el centro es la gran matriarca. “Eso ocurrió en
mi casa. Mientras mi abuela estuvo, la familia tenía
sentido, porque ella era el punto de referencia de to-
das nuestras relaciones; ir a la casa significaba ir a
ver a mi abuela. De hecho, cuando ella murió, nos dis-
persamos y nunca más volvimos a reunirnos todos.”
Acunado por una abuela que hacía “magia” con
las manos y una madre, costurera, que ­ bordaba

(262)
Beatriz Jaime Pérez

hermosos encajes, Velandia aprendió el valor del


trabajo manual y lo adoptó como una actividad in­
sustituible tanto en su vida de investigador, como
en su cotidianidad doméstica.
De niño, construyó una radio de galena leyendo
las instrucciones en la Mecánica Popular, esa revista
norteamericana que tuvo durante muchos años una
edición en castellano para América Latina. Cuando na­
die tenía en casa un transistor, él escuchaba música y
otros programas radiales en el que había fabricado con
sus propias manos. Tenía 12 años y para ese momento
ya era coleccionista. Pasaba gran parte del día con una
lupa observando hojas, piedras, huesos y todo lo que
se le atravesara. Su padre le había regalado para un
cumpleaños el pequeño artefacto que se constituyó en
el obsequio más importante que haya recibido en su
infancia. El recuerdo de lo que pudo ver y descubrir con
esa lupa ha sido de tanta trascendencia para él, que re­
pitió ese mismo regalo con sus hijos cuando eran niños
y lo sigue haciendo ahora con sus nietos.
Velandia describe a su padre como un hombre
que hizo de todo para mantener a la familia. Fue com­
batiente en la guerra contra Perú, ayudante de boti­
ca, trabajó en sastrería, manejó una finca, también
una oficina de carga en una empresa de aviación y,
finalmente, fue maestro de escuela. Habla de su padre
con admiración, no solo porque valora el esfuerzo que
hizo para que nunca les faltara nada, sino porque era
un hombre disciplinado, que fue capaz de preparar­

(263)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

se como un autodidacta para asumir las asignaturas


de Geografía e Historia, luego de ser profesor de Edu­
cación Física por varios años. Incluso, logró ingresar
al escalafón docente y conseguir su jubilación en la
­segunda categoría.
Mantener a una familia tan numerosa no era tarea
fácil. Velandia vio muchas veces a su padre empeñar
el sueldo del mes siguiente pero, aun así, no recuerda
haberse acostado sin comer alguna vez, o que le haya
faltado un libro para estudiar. En navidad, había re­
galos para todos. Para las niñas, muñecas de trapo
fabricadas por la abuela Mercedes, y para los niños,
carritos de madera hechos por encargo al carpintero
del barrio. María, por su parte, cosía camisas y vesti­
dos con un gran retazo de tela, que su marido compra­
ba en saldos de promoción. Velandia cuenta, en medio
de risas, que todos quedaban como uniformados, pero
que lo más importante para sus papás era que los ni­
ños tuvieran ropa de estrenar en esas fechas.

Por años casi toda su familia vivió en el exilio.


Carlos Arturo, el octavo de la larga lista de hermanos,
fue por más de dos décadas integrante del Ejército
de Liberación Nacional, ELN, agrupación guerrillera
donde alcanzó a ser miembro de la dirección nacio­
nal. Con los “Elenos”, Carlos Arturo adoptó la iden­
tidad de Felipe Torres, su nombre de revolucionario.
Torres fue un comandante insurgente célebre duran­

(264)
Beatriz Jaime Pérez

te el gobierno de Andrés Pastrana Arango, cuando el


ELN lo designó, junto a Francisco Galán, como voce­
ro en los acercamientos de paz que tuvieron lugar en
Ginebra, Suiza, a mediados del año 2000.
No fue difícil identificar a la familia Velandia Ja­
gua con Felipe Torres, luego de una visita corta que
éste hizo a la casa materna en Bucaramanga, a co­
mienzos de los años 90. A partir de ese momento
todos empezaron a ser acosados con llamadas ame­
nazadoras, hecho que los obligó a salir del país. La
mayoría viajó a Costa Rica y otros se fueron a Esta­
dos Unidos. El único que no sufrió directamente los
acosos fue Cesar Augusto, porque en ese momento
se encontraba en Argentina, cursando el doctorado.
Esta, sin embargo, no ha sido la única forma en
que la familia Velandia Jagua ha sufrido directamen­
te por hechos violentos relacionados con la histórica
confrontación armada del país. Jorge Nicolás, el me­
nor de los varones, fue víctima de desaparición forza­
da en marzo de 1997. Una mañana, mientras lavaba
el carro frente a su casa, varios hombres lo aborda­
ron, lo subieron a una camioneta y desde entonces
nadie volvió a saber de él.
Jorge Nicolás había ingresado a las filas de las
Fuerzas Armadas de Colombia, donde alcanzó el gra­
do de suboficial. Cuando fue identificado como her­
mano de Felipe Torres, lo acusaron de traficar armas
para vendérselas a la guerrilla, le hicieron un juicio y
lo condenaron a pagar dos años de cárcel, condena que

(265)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

finalmente se redujo a ocho meses, gracias a la defensa


que hizo el reputado defensor de derechos humanos
Eduardo Umaña Mendoza.
Cuando ganó la libertad, Jorge Nicolás, con apenas
29 años de edad, se fue a iniciar una vida nueva en
­Barranquilla, donde vivía su novia, pero no pasó mu­
cho tiempo antes de que lo alcanzaran los tentáculos
de la violencia que azota al país hace más de 60 años.
Por estos hechos, la familia no ha sido reparada
en ninguna forma. No existe un cuerpo ni una tumba
donde recordar la memoria de Jorge Nicolás, y la úni­
ca verdad que conocen es la versión no oficial, pero
de buena tinta, dice Velandia, según la cual a Jorge
Nicolás lo desaparecieron como han desaparecido a
mucha gente en Colombia, y de lo cual no hay ni una
sola línea escrita: meten a las víctimas en un helicóp­
tero y las tiran en Bocas de Ceniza. Algo similar a los
“vuelos de la muerte” ocurridos en Chile y en Argenti­
na durante las dictaduras militares.
En el Foro Nacional de Víctimas, que se realizó en
Cali en 2014, Carlos Arturo hizo un pronunciamiento
en el que denunció el secuestro y desaparición de su
hermano menor. En su intervención habló de la exis­
tencia “de una matriz de persecución y victimización a
las familias de miembros de las organizaciones insur-
gentes, fenómeno sobre el cual poco o nada se habla…”
Otro aparte de su ponencia es la siguiente:
La más absoluta impunidad reina sobre los hechos
criminales contra personas inocentes, pese a que los

(266)
Beatriz Jaime Pérez

operadores de justicia del Estado han abierto procesos


contra presuntos victimarios, entre los que se entremez-
clan paramilitares y militares en ejercicio. Hoy cuando
el país se acerca al final del conflicto armado interno y
la sociedad reclama y reivindica el derecho que asiste a
las víctimas, de verdad, justicia, reparación y garantías
de no repetición; y las partes del conflicto reconocen ser
generadoras de víctimas y se avocan a examinar el tema
de las víctimas del conflicto, pido en mi nombre y en mi
derecho saber la verdad sobre la desaparición de mi her-
mano, la persecución y represalias de que fue objeto mi
familia. Por extensión y solidaridad pido lo mismo para
las familias perseguidas, victimizadas y represaliadas
de los miembros de las organizaciones insurgentes que
hayan padecido este flagelo.

Cesar Augusto Velandia Jagua vive actualmente


en una casa que construyó con su esposa Elizabeth
a su gusto y medida en las afueras de Ibagué. Es una
hermosa construcción de ladrillo a la vista, que tiene
la forma de una gran ele, medio oculta por los arbus­
tos que ha sembrado, pero también por la espesa ve­
getación que crece naturalmente en la zona. El amplio
corredor, quizá el lugar donde se siente más frescura,
conduce a un estudio de dos niveles. En el primero,
está su biblioteca; en el segundo, la biblioteca de su
esposa. También tiene un mezzanine donde funciona
un taller, con mesa de dibujo y h­ erramientas para la

(267)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

construcción de los diversos elementos que usa en


su trabajo.
Pasé muchas tardes de conversación con él, en
los acogedores espacios de ese caserón. Sentados en
la sala, en el corredor, el comedor o el estudio, escu­
ché a Velandia hacer reminiscencias sobre su vida.
Varias veces también nos acompañó Miel, una gata
celosa y consentida que busca las piernas de su due­
ño para hacer largas siestas.
Este ejercicio le impuso la necesidad de ordenar
sus recuerdos, y fue en esa construcción donde pudo
identificar lo que él llama el hilo conductor de su ex­
periencia como investigador de campo y su gusto por
la antropología física.
Puesto que nunca antes se había entregado a la
tarea de rastrear con tanta asiduidad la memoria de
las experiencias que lo llevaron a convertirse en inves­
tigador, Velandia logró con estas evocaciones sacar
en limpio el origen de todas sus dedicaciones: tanto
en la manera de asumir su vida doméstica, como en
su oficio de investigador y de profesor universitario,
están presentes las actividades que vio hacer a su
abuela y a sus padres; también lo que aprendió en el
colegio con sus maestros de Dibujo, Botánica y Ana­
tomía, y la formación que recibió en la Academia de
Bellas Artes de Bucaramanga.

(268)
Beatriz Jaime Pérez

“No estalla como las bombas ni suena como los ti-


ros. Como el hambre, mata callando. Como el hambre,
mata a los callados: a los que viven condenados al
silencio y mueren condenados al olvido. Tragedia que
no suena, enfermos que no pagan, enfermedad que no
vende. El mal de Chagas no es negocio que atraiga a
la industria farmacéutica, ni es tema que interese a los
políticos ni a los periodistas. Elige a sus víctimas en el
pobrerío. Las muerde y lentamente, poquito a poco, va
acabando con ellas. Sus víctimas no tienen derechos,
ni dinero para comprar los derechos que no tienen. Ni
siquiera tienen el derecho de saber de qué mueren.”
El anterior es el “informe clínico”68 del escritor
uruguayo Eduardo Galeano sobre este terrible mal,
que afecta a por lo menos 13 millones de personas
en América Latina y a 60 millones alrededor de todo
el mundo, según datos entregados por uno de los
científicos que ha dedicado la mayor parte de su vida
profesional a investigar los parásitos que producen
esta y otras enfermedades tropicales: Gustavo Adolfo
Vallejo, profesor de la Universidad del Tolima.
A través de estudios moleculares y genéticos co­
nocidos en el año 200969, el mundo de la ciencia pudo

Chagas: Una tragedia silenciosa. Médicos sin Frontera. Editores


68

Lozada, 2005.

69
Vallejo Gustavo Adolfo, Guhl Felipe y Schaub Guenter (2009).
Triatominae-Trypanosoma cruzi/T.rangeli: Vector-Parasite Interactions.
Acta Tropica. 110: 137-147

(273)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

establecer que los parásitos productores del mal de


Chagas no son especies homogéneas sino que existen
varios genotipos, lo que permite explicar las razones
por las cuales los síntomas de la enfermedad varían
en las diferentes regiones del trópico.
Estos resultados son significativos no solo en mate­
ria de salud pública, pues el mal de Chagas mata a un
promedio de 150 mil personas cada año, sino que es un
hecho trascendental para la UT, porque Vallejo es el ce­
rebro detrás del estudio que está permitiendo entender
mejor la epidemiología y los ciclos de transmisión de una
de las enfermedades más desatendidas en el mundo, se­
gún la misma Organización Mundial de la Salud.70
Es probable que las generaciones de profesores
y estudiantes que han llegado a esta Universidad en
los últimos tiempos — excepto los de Ciencias Básicas
— desconozcan no solo el nombre de Gustavo Adolfo
­Vallejo sino la importancia que tiene para la comuni­
dad científica el trabajo que ha realizado por más de
tres décadas en los laboratorios de biología de la UT.
Tal realidad podría encontrar explicación en el he­
cho de que los resultados de sus investigaciones, pu­
blicados en medios especializados, son justamente tan
especializados que la mayoría de las veces solo intere­
san a quienes están dedicados a estos campos del saber.

70
OMS, Primer informe sobre enfermedades tropicales olvidadas,
2010.

(274)
Beatriz Jaime Pérez

También hay que decir que en la actualidad es más fre­


cuente encontrar su nombre en publicaciones interna­
cionales, de lengua inglesa o portuguesa, que en revistas
nacionales o locales. En bases de datos y buscadores de
internet, por ejemplo, su nombre aparece cientos de ve­
ces, citado en los estudios de otros parasitólogos.

Vallejo es un hombre lacónico, sereno, que habla


en voz baja. Cuando se le pregunta por su labor acadé­
mica y científica, describe sobre todo las experiencias
de sus mentores. Más aún, podría decirse que habla
muy poco de sí mismo. Cornelis Johannes Marinkelle
es el nombre que más repite cuando narra su llegada al
estudio de la microbiología y la parasitología. Este cien­
tífico de nacionalidad holandesa, que llegó a la Univer­
sidad de los Andes de Bogotá a comienzos de los años
60, fue su director de tesis de maestría y fue también
su maestro por excelencia. La persona para la que tiene
más reconocimientos; de la que dice haber aprendido
mucho; el hombre que lo condujo por temas nuevos e
ignotos. Un apasionado que le dio todo tipo de leccio­
nes, científicas, pedagógicas y de vida, y con quien tra­
bajó desde comienzos de los años 80, cuando inició los
cursos de maestría, hasta el año 2012, cuando murió.
Vallejo no revela sus emociones al hablar. Pocas
veces se advierten transiciones en su voz. En las más
de 25 horas de conversaciones grabadas con él, su
tono es casi siempre el mismo, aun si está narrando

(275)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

lo que le disgusta, como lo que le alegra o le apasio­


na. Pero cuando se refiere a Marinkelle, deja notar el
afecto haciendo una larga exposición sobre la des­
tacada carrera de su maestro. No es para menos. El
científico holandés, en su prolija vida, describió más
de veinte especies nuevas de parásitos, y muchas
otras fueron bautizadas con su nombre, lo cual es
un indicador del reconocimiento que la comunidad
científica internacional ha hecho de su labor. Vallejo
lo define como un ser de inteligencia excepcional, que
además viajó por el mundo recorriendo los lugares
más remotos y exóticos, de donde traía conocimien­
tos, historias, fotografías y anécdotas increíbles. Es­
taba tan comprometido con su ciencia — recuerda
Vallejo — que no pocas veces dispuso su propio cuer­
po para traer, de contrabando, bichos que después
usaba en las investigaciones, quebrando las normas
impuestas por los protocolos internacionales para el
transporte de especies de un país a otro. Los guarda­
ba en sus pies, dentro de sus medias, y para mante­
nerlos vivos durante los largos viajes, dejaba que se
alimentaran de su propia piel, de su propia sangre.
Era un apasionado incorregible.
La pasión es lo que Vallejo más valora; de su
maestro y de cualquiera que se dedique con entrega
y disciplina a su labor, sea ésta la producción de co­
nocimiento, la creación estética o el más humilde de
los oficios. Lo que se revela de su trayectoria como
científico es que él también es un apasionado. La tra­

(276)
Beatriz Jaime Pérez

bajosa construcción que se ha impuesto en su vida,


no le permitió, a primera vista, desligar los asuntos
laborales de los personales y familiares. Su alcoba,
por ejemplo, no parece ser el espacio íntimo y domés­
tico, en el que se podría alejar de sus objetivos de
profesor e investigador; sino que es más bien una ex­
tensión de su oficina, de su lugar de trabajo, pues la
tiene aperada de escritorio, computador y biblioteca,
en la que estudia hasta bien entrada la madrugada,
interrumpiendo el sueño de su esposa, que algunas
noches prefiere mudarse a otra alcoba.
El tiempo que dedica a su trabajo supera por mu­
cho al de la obligación. Vallejo es un convencido de
ese principio según el cual quien se dedique a cumplir
solo lo establecido por la ley, no merece estimación ni
respeto. Consecuente con este principio, ha solicitado
por años el aplazamiento de sus vacaciones, periodos
que muchas veces deja para disfrutar en otro momen­
to, pero muchas otras simplemente los deja perder
porque sus proyectos, sus objetivos, sus preocupacio­
nes científicas y pedagógicas no le permiten tomarse
todos los tiempos institucionales de descanso.

Nació en Ataco, Tolima, el 18 de febrero de 1949,


pero se reclama ibaguereño porque llegó a esta ciu­
dad cuando apenas era un niño de dos años. Es hijo
de María Ester Vallejo Sanabria y Leopoldo Rodríguez
Carrero, un hombre que se negó a reconocerlo y que

(277)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

murió trágicamente en un accidente automovilístico,


en febrero de 1988. Aunque en algún momento quiso
reivindicarse con su hijo, sus intenciones de acerca­
miento llegaron demasiado tarde, pues para ese mo­
mento él ya era un joven bachiller, que se preparaba
para ingresar a la universidad. No obstante ese dis­
tanciamiento con su progenitor, asistió a su sepelio
“porque esos vínculos no se pueden desconocer”, dice.
También me habló brevemente sobre los importantes
cargos públicos que algunos miembros de la familia
Rodríguez Carrero han alcanzado en esta región.
Aunque da la impresión de haber sido siempre cal­
mado, Vallejo fue un niño indisciplinado en la escuela.
De hecho tuvo que cursar la educación básica en dos
instituciones porque al terminar segundo grado en la
Escuela Anexa a la Normal de Ibagué, no fue aceptado
para tercero, lo cual obligó a su madre a buscar un
cupo en la Escuela Miguel de Cervantes Saavedra.
No me contó ningún detalle de los supuestos ac­
tos de indisciplina que cometió en la Normal, ni qué
tanto lo afectó la sanción, pero a juzgar por la época
en que vivió esa etapa, hace más de medio siglo, es
fácil suponer que se “educó” en la escuela de la féru­
la, esa institución represiva que veía actos de indisci­
plina donde en realidad había expresiones de libertad
o preguntas creativas de los niños. Como haya sido,
lo cierto es que él narra historias gratas sobre su es­
tancia en las dos escuelas.

(278)
Beatriz Jaime Pérez

De la Normal sobresalen recuerdos del capellán


Pedro María Idrobo, un sacerdote muy popular en Iba­
gué que, según dice Vallejo, fundó el primer colegio
nocturno que existió en la ciudad. Lo retrata como
un hombre preocupado por la educación, con ideas
creativas o extravagantes, a quien se le ocurrió traer
al actor mexicano Mario Moreno “Cantinflas” para ha­
cer un espectáculo en beneficio de la institución edu­
cativa que había fundado. De la Escuela Miguel de
Cervantes Saavedra recuerda a los maestros que lo
condujeron por el camino del conocimiento, y todavía
siente nostalgia cuando pasa frente a esa institución
que hoy, con algunas transformaciones, sigue en pie
en el mismo punto de la ciudad.
El conocimiento es para Vallejo una forma de
libertad; la mejor ruta para resolver problemas.
Cuando hace el ejercicio de repasar el camino que lo
condujo a la academia como opción de vida, las pa­
labras que afloran en su relato son de gratitud para
quienes fueron los sembradores de esa semilla. No
son pocas las personas de las que dice haber apren­
dido lo básico, lo fundamental, de cada etapa en la
que fue construyendo el ser humano, el profesor y el
científico que es actualmente.
De sus años de bachillerato recuerda con especial
aprecio a sus dos profesores de Español y Literatura:
el poeta Víctor Bedoya Franco, en el Colegio Andrés
Bello, donde cursó los tres primeros años; y Roberto
Ospina Gil, en el colegio Manuel Murillo Toro, d­ onde

(279)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

se graduó. Así como la primaria, Vallejo estudió el


bachillerato en dos instituciones educativas, solo que
en esta ocasión no fue porque lo consideraran indis­
ciplinado, sino porque el Colegio Andrés Bello ofrecía
apenas hasta tercero de bachillerato, lo que en la ac­
tualidad se denomina octavo grado.
Bedoya Franco era un maestro que enseñaba
el idioma y la literatura con una pedagogía inusual
para ese momento. Las largas jornadas de dictados a
que eran sometidos los niños en casi todas las clases,
no era la estrategia de este poeta, pues el cuaderno
lo usaban apenas en los últimos cinco minutos de
la clase, para escribir un resumen de lo estudiado.
El resto del tiempo se dedicaba a narrar los gran­
des momentos de la literatura colombiana, haciendo
contextos históricos, tanto de las obras como de los
escritores, leyendo poemas y apartes de novelas. “Era
un maestro espectacular”, dice Vallejo.
Ospina Gil también le dejó huellas imborrables.
Aparte de las clases de literatura que tanto lo entu­
siasmaron, este docente le enseñó, con su ejemplo, el
significado del oficio de maestro, pues lo que recuerda
es que dedicaba largas jornadas a escuchar a los es­
tudiantes, en asesorías no solo académicas sino espi­
rituales y psicológicas. Aún guarda en su memoria la
imagen de las largas filas de jóvenes que se hacían en
las afueras del Hotel Mariscal, donde vivía y termina­
ba de atender a todos, aún entrada la noche.

(280)
Beatriz Jaime Pérez

Se vinculó como profesor del Departamento de


Biología de la UT en enero de 1974, pero su expe­
riencia docente data desde 1968, cuando fue maestro
en el Instituto Murillo Toro de Ibagué. Un año an­
tes, en 1967, había obtenido el título de bachiller y
mientras dudaba sobre el camino que debía tomar, el
profesor Félix J. Triana lo contrató para impartir cla­
ses en primaria. No fue difícil para Vallejo asumir ese
cargo, pues, aunque no era normalista, había apren­
dido de sus maestros lo básico de la pedagogía.
Si bien es cierto que su aparición en la profesión
docente estuvo determinada por las circunstancias
del momento, también lo es que no tardó nada en
darse cuenta de que esa era la profesión que quería
para su vida.
Para Vallejo es un privilegio ser profesor, porque
siente que le están pagando por hacer lo que más
le gusta. De hecho, está convencido de que ningún
otro oficio es tan privilegiado como este. Más aún,
por destacada que sea su labor científica, no concibe
su investigación si no es en función de la docencia.
Luego de un año de trabajo como profesor del
Murillo Toro, inició estudios de Licenciatura en Bio­
logía y Química en 1969. La UT era entonces una
Universidad pequeña, con apenas seis programas
académicos de pregrado, tres de los cuales estaban
adscritos a la Facultad de Ciencias de la Educación.

(281)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

En aquel tiempo, las licenciaturas iniciaban clases


a las 2:00 de la tarde y terminaban a las 9:00 de la
noche, de tal suerte que tenía toda la mañana para
seguir en su labor de maestro. Pero no pasó mucho
tiempo antes de percatarse de la pesada carga que
estaba llevando, pues el nivel de exigencia académica
en su carrera era tan alto y la vida universitaria, tan
activa, que debió abandonar el trabajo para dedi­
carse a lo que más le gustaba en ese momento: ser
estudiante de tiempo completo.
Renunció al Murillo Toro, pero con la absoluta
claridad de que regresaría a ese oficio cuando fuera
profesional. Dedicado de lleno al estudio, participaba
de cuanta actividad académica y lúdica programara
la Universidad. Esos cuatro años como estudiante de
la UT fueron excepcionales para él, no solo por lo que
estaba aprendiendo sobre las ciencias naturales, sino
porque la Universidad integraba a los currículos de los
programas académicos otros saberes como la literatu­
ra, la música, la historia y la política. Esa articulación
de saberes al quehacer universitario es lo que Vallejo
define como educación integral.
Su desempeño como estudiante fue destacado.
Cursó la licenciatura con matrícula de honor y al fi­
nal obtuvo un promedio académico de 4.3 en toda
su carrera, calificación que no es fácil de sostener en
ninguna época, menos en la suya, en la que la exi­
gencia académica se acompañaba de un sentido del
rigor que fue cambiando con los años.

(282)
Beatriz Jaime Pérez

“Tuve profesores excepcionales en la UT”, dice Va­


llejo, y agrega que no lo dice por un deseo de hacer
culto a la personalidad de quienes fueron sus maes­
tros, sino porque en realidad aprendió de ellos. En el
ejercicio de rememorar a esas personas, llegan a su
memoria los nombres de Mario Roa Hurtado, profesor
de matemáticas; Oscar Guerrero, profesor de física;
Tulio Gómez Agudelo, profesor de biología; Jesús Niño
Botía, maestro de pintura; Ignacio Camacho Toscana,
músico, director de la Orquesta Departamental del To­
lima, de quien recibió clases de historia de la música.
De éste último dice que sus clases eran un verdadero
deleite, pues comenzaban con la interpretación en el
piano de alguna pieza musical y luego seguía la expli­
cación de los contextos históricos y de las influencias
que habían logrado el nacimiento de esas músicas.
Aclara que las clases de arte no convertían a los
estudiantes en expertos de esas materias, pero pro­
movían la sensibilidad frente a la literatura, la música
y a otras expresiones estéticas. Recuerda con especial
gratitud las actividades realizadas en la Escuela de
Bellas Artes por los maestros Manuel León y Edilberto
Calderón. “Era una época en la que se respiraban las
influencias del nadaísmo. Estábamos en permanente
relación con artistas, escritores y gente que asumía po-
siciones políticas contra el sistema. En fin, ellos eran
críticos y yo joven, de manera que aprendí mucho.”
Otra imagen paradigmática en su formación la
constituye el recuerdo de Humberto Granados Espitia,

(283)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

ese destacado profesor que fue discípulo del científi­


co danés Henrik Dam, descubridor de la vitamina K.
Aunque no alcanzó a tomar clases directas con él, sí
tuvo ocasión de conocerlo y de escucharlo. “Era un
intelectual muy activo, que llegó a la Universidad del
Tolima y dejó una huella imborrable porque en sus cla-
ses integraba los saberes de la biología con las cien-
cias sociales y con la política.”
No bien acababa de recibir el título universitario,
en 1973, cuando Vallejo ya tenía dos ofertas de trabajo:
una en Pamplona, Norte de Santander, y otra en Neiva,
Huila. En los años 70, recuerda, la escasez de licencia­
dos en Colombia era tan grande, que en el departamen­
to del Tolima apenas había siete. Esa circunstancia
hacía atractivo el estudio de cualquier licenciatura,
pues estos profesionales se daban el lujo de escoger en­
tre dos y hasta cinco ofertas de trabajo que les llegaban
al mismo tiempo y de diferentes partes del país.
Escogió Neiva, por la cercanía. Pero no llevaba
ni un año en el Colegio INEM de la capital huilense,
cuando le llegó la propuesta de trabajo de la UT.

Ha pasado más de 40 años trabajando en la UT.


En todo este tiempo, la Institución ha crecido y ha
cambiado mucho, no solo en el número de programas
académicos que ha abierto sino también, y funda­
mentalmente, en la forma como asume el acto de la
educación. Vallejo señala que en las primeras ­décadas

(284)
Beatriz Jaime Pérez

de funcionamiento se vivía un gran entusiasmo por


el conocimiento, por las expresiones estéticas y por
la actividad política. La necesidad de estudiantes y
profesores de participar activamente en la vida uni­
versitaria estaba ligada a la manera como se conce­
bían los currículos. “Hoy, en cambio, están reducidos
a sus intereses disciplinares y no dejan mucho tiempo
para explorar otras áreas de formación.”
Esta declaración de Vallejo no deja de resultar
por lo menos paradójica, pues el abordaje de los cu­
rrículos desde la interdisciplinariedad es muy recien­
te en el discurso de la educación71. Más aún, en el
discurso formalmente aceptado lo correcto es supe­
rar la fragmentación de los saberes y de las unidades
académicas. Sin embargo, lo que parece revelarse es
que en una época en la que no era un imperativo la
interdisciplinariedad, ni la flexibilización curricular, la
UT tenía programas académicos que articulaban, con
armonía, los saberes específicos, con los estéticos y
los socio-humanísticos. Vallejo concluye que tal vez
el tamaño que ha venido adquiriendo la Institución
redujo las posibilidades de articular a la comunidad
universitaria al desarrollo de los diversos diálogos que
debieran ser posibles en una academia.
A mediados de los años 70, la mayoría de los pro­
fesores universitarios no tenía formación postgradual y

71
Decreto 1295, Ministerio de Educación Nacional, 2010.

(285)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

tampoco había una norma que se los exigiera. Pero Valle­


jo, como todo entusiasta del conocimiento, sentía que de­
bía explorar nuevos saberes sobre el campo de la biología
para poder encausarse por una de sus ramas. Lo más
cercano que tenía en ese momento era la misma Univer­
sidad. Se matriculó, entonces, en algunas asignaturas
de las Facultades de Ingeniería Agronómica y de Medi­
cina Veterinaria. En esa época, cualquier profesor de la
UT podía matricular en forma gratuita las materias que
quisiera. Cursó todas las de parasitología que se daban
en Veterinaria y todas las de entomología, fitopatología,
geología y suelos que se daban en Ingeniería Agronómi­
ca. Era la primera vez que un profesor de planta de la UT
cursaba con toda la formalidad (tareas, exámenes, prác­
ticas, registro de notas) asignaturas de otros pregrados.
Llegó hasta sexto semestre de Ingeniería Agronómica,
pero no la pudo seguir porque desde aquel tiempo está
establecido que los estudiantes de esta carrera deben
terminar sus estudios en la granja de Armero, condición
que le quedaba prácticamente imposible de cumplir.
Todo esto transcurrió entre los años de 1975 y
1978. La formación recibida de sus colegas en los pro­
gramas de Ingeniería Agronómica y de Veterinaria ha­
bía comenzado a despejarle caminos que lo conducirían
por la práctica de uno de los pilares más recientes en
la universidad colombiana: la investigación. A finales
de los 70, cuando esta actividad no se concebía como
un eje misional, ni existía una norma que obligara a las
universidades a diseñar políticas y a crear e­ structuras

(286)
Beatriz Jaime Pérez

académico-administrativas que fomentaran la pro­


ducción de conocimiento, Vallejo ya se perfilaba como
investigador. Con su colega César Jaramillo había ini­
ciado proyectos en limnología, que es el estudio de los
sistemas acuáticos continentales, cuyo objeto de es­
tudio era la fauna bentónica, es decir, la diversidad
animal que habita en esos sistemas y que varía depen­
diendo de si las aguas están limpias o contaminadas.
Estaba en esos estudios, cuando apareció en Co­
lombia el decreto 80 de 1980, normativa a partir de la
cual se introdujo la reforma que instauró los tres ejes
misionales de la educación superior que hoy siguen
vigentes: docencia, investigación y extensión. A par­
tir de ese momento, la actividad investigativa que se
hacía en forma aislada en la UT y solo por iniciativa
personal de algunos profesores, comenzó a ser una
política institucional, que condujo a la creación del
Centro de Investigaciones.
Vallejo era el director del ICAB, Instituto de Cien­
cias y Artes Básicas, una unidad académica que ha­
bía sido fundada en 1962, que más tarde, en 1981, se
transformaría en el Instituto de Ciencias, y en 1997
le daría paso a la creación de la Facultad de Ciencias
Básicas72. Las nuevas circunstancias lo favorecieron.

72
Proyecto de Construcción Social de la Universidad Regional.
Informe mesas de trabajo de la comunidad universitaria (documento
de trabajo), diciembre 2003, Universidad del Tolima. Recopilación: Jesús
Ramón Rivera B.

(287)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

La UT se vio obligada a trazar los primeros lineamien­


tos para la organización del recién creado Centro de
Investigaciones, para lo cual encargó a Andrés Rocha
Bermúdez, quien fue su primer director, aunque por
poco tiempo, pues en 1980 llegó Luciano Mora Osejo.
A juicio de Vallejo, Luciano Mora ha sido uno de los
intelectuales más sólidos que ha llegado a la Univer­
sidad. Lo que más recuerda es que tenía una hoja de
vida fuera de lo común: matemático, filósofo, políglo­
ta, con más de 50 trabajos entre libros, capítulos de
libro y artículos.
Andrés Rocha y Luciano Mora, conociendo el
interés de Vallejo por el estudio, lo animaron a que
abandonara los pregrados que estaba cursando y co­
menzara a formarse en un nivel más avanzado. Luego
de sortear algunas dificultades con el rector del mo­
mento, Pablo Casas Santofimio, quien en principio
se opuso a aprobarle la comisión de estudios, Vallejo
se fue para la Universidad de los Andes de Bogotá
a cursar la maestría en Microbiología con Énfasis
en Parasitología. La aprobación de su comisión, sin
embargo, fue posible solo después de la intervención
que Rocha Bermúdez y Mora Osejo hicieron ante el
rector y el Consejo Académico.
Llegó a los Andes con la ventaja de haber estu­
diado los cursos de parasitología veterinaria y ento­
mología agrícola, conocimientos que no había tenido
en la licenciatura y que le permitieron delimitar el
campo de estudio al que se iba a dedicar el resto de

(288)
Beatriz Jaime Pérez

su vida profesional. Pudo moverse con soltura en la


maestría gracias a ese acumulado, pero sobre todo
gracias a que ya había tenido eso que él denomina “la
primera relación con el objeto de conocimiento”, que es
similar a la primera relación afectiva, dice Vallejo, y
que es clave en cualquier relación.
Ninguna otra experiencia con el conocimiento le
ha dejado tanta satisfacción como la que tuvo en los
Andes, al lado de su maestro Marinkelle, de quien
dice que lo enseñó personalmente como quien guía
a un ejecutante de música. De su proyecto de grado
alcanzó a escribir seis artículos científicos —algo in­
usual en una tesis de maestría — cuatro de los cua­
les fueron publicados en revistas internacionales de
Estados Unidos, México, Costa Rica y Brasil, uno en
una revista de la Asociación Colombiana de Ciencias
Biológicas y otro en la UT.
Vallejo no puede hablar de su paso por los Andes
sin hacer una larga referencia al científico holandés.
Y es que Marinkelle, además de ser quien lo inició en
el estudio del parásito que produce el mal de Chagas
y ser uno de los profesores más connotados que ha
tenido, fue también su colega y amigo. De su ejemplo
aprendió que en ciencia nadie puede decir la última
palabra, que hay que ser cautelosos y humildes con el
conocimiento y que la arrogancia es la actitud más da­
ñina en un científico, porque solo logra matar la pre­
gunta, que es la esencia del saber. Su experiencia en
investigación también le ha enseñado que el ­científico

(289)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

no puede estar ciento por ciento seguro de lo que está


descubriendo, porque esos resultados pueden ser es­
purios, y que las teorías y las hipótesis con las que ha
trabajado durante toda la vida, podrían cambiar radi­
calmente en cualquier momento.

El insecto que transmite el mal de Chagas ataca


de noche. Sus víctimas son los más pobres entre los
pobres, comunidades campesinas en su mayoría, que
habitan en chozas de cualquier zona ubicada a menos
de dos mil metros sobre el nivel del mar. Del chin­
che, que en cada país recibe un nombre diferente, hay
una variedad de 148 especies conocidas hasta ahora,
número que aumenta cada vez con la descripción de
nuevas especies en América, 26 de las cuales anidan
en Colombia y se les conoce con el nombre de pitos. En
el Tolima, entre los años 1950 y 1960, todas las casas
de tierra caliente estaban infestadas, asegura Vallejo.
El pito pica en la cara, preferiblemente en la comisura
de los labios, de ahí que en Estados Unidos se le llame
kissing bug, chinche besucón, o barbeiros, en Brasil.
Según Vallejo, las primeras personas que vinieron a
tierras tolimenses a identificar la presencia de pitos
fueron Augusto Corredor Arjona, médico del Instituto
Nacional de Salud, y Marinkelle, su mentor. A finales
de la década de los 80, Vallejo también recorrió muni­
cipios como Coyaima, Natagaima, Ortega y Chaparral,
y encontró que las viviendas no solo estaban llenas de

(290)
Beatriz Jaime Pérez

pitos, sino que sus habitantes ignoraban por completo


el peligro al que estaban expuestos.
Durante varios años el grupo de investigación que
dirige Vallejo visitó a las comunidades indígenas de los
municipios del sur del Tolima, lo que condujo a una
toma de conciencia sobre el riesgo que representaba la
presencia de los pitos en las viviendas. Las mismas co­
munidades solicitaron programas de fumigación y me­
joramiento de viviendas, de manera que actualmente
son muy pocas las veredas que aún presentan infesta­
ción por los vectores domiciliados, según Vallejo.
Un hecho que pocos saben en la UT, por haber
ocurrido hace más de 40 años, es que una profesora del
Departamento de Biología murió víctima de este mal.
Nora Echeverri de Zapata, médica veterinaria, contrajo
la enfermedad en la sierra de la Macarena, lugar al que
había llegado con un grupo de estudiantes, en 1972,
con el propósito de realizar una práctica de botánica y
zoología. Fue hospitalizada en cuanto regresó a Ibagué,
porque venía con fiebre muy alta — fase aguda, expli­
ca Vallejo — pero los médicos no consiguieron salvar
su vida. Murió un mes después. Como tampoco pudie­
ron establecer la causa de muerte, enviaron muestras
de sangre al Instituto Nacional de Salud de Bogotá y
los resultados dieron positivo para mal de Chagas. Va­
rios de los estudiantes que viajaron con ella también
dieron positivo, pero ninguno ha muerto del mal. Eso
ocurre, dice Vallejo, porque la enfermedad tiene un es­
pectro clínico variable, lo cual quiere decir que algunas

(291)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ ersonas infectadas pueden vivir con el parásito por


p
muchos años sin que les pase nada.
Descompone escuchar a Vallejo describir la en­
fermedad, lo poco que se ha avanzado en la búsque­
da de nuevas drogas para su cura, el desinterés de
los gobiernos y de la industria farmacéutica, la vida
miserable que llevan las personas que la contraen y,
finalmente, la forma terrible en que las mata. Pero, lo
más conmovedor, por la proximidad del hecho, es que
narra en el mismo tono imperturbable, que él también
fue un infectado con el parásito, por un accidente de
laboratorio ocurrido en la UT en el año 1999. Existen
varias formas de transmisión de la enfermedad y el
accidente de laboratorio es una de ellas.
Es difícil establecer qué es más impactante; si la
tranquilidad con que Vallejo narra el accidente o el
hecho mismo de que se hubiera infectado alguna vez.
Con la serenidad que al parecer no lo abandona nun­
ca, cuenta que inmediatamente después de ocurrido
el accidente se fue al Instituto Nacional de Salud para
que le suministraran la droga del tratamiento que de­
bía seguir, porque a pesar de los pocos avances en el
desarrollo de nuevos medicamentos, el mal de Chagas
tiene un tratamiento efectivo en la fase inicial de la
infección. Además, para Vallejo, el riesgo no es la limi­
tante. Si lo fuera, dice, nunca podría hacerse investiga­
ción sobre enfermedades infecciosas, o sobre venenos
de serpientes y de otros animales, como efectivamente
se hace en todos los laboratorios del mundo.

(292)
Beatriz Jaime Pérez

Las precauciones en el Laboratorio de Investi­


gaciones en Parasitología Tropical de la UT son ex­
tremas. El manejo de sangre infectada de animales
de laboratorio solo lo hace Vallejo y su colega Julio
César Carranza; nunca los estudiantes. Las razones
son simples: evitar que alguien, aunque con la plena
información sobre los riesgos y sus consecuencias,
resulte infectado por falta de experiencia y habilidad.
El accidente ocurrido a Vallejo sucedió cuando iba a
inocular a un ratón y en ese preciso momento el roe­
dor hizo un movimiento brusco, se le zafó la jeringa
y terminó incrustada en uno de sus dedos. “Estos
accidentes se deben manejar con cierto grado de con-
fidencialidad”, dice, porque la gente se asusta y co­
mienzan las especulaciones.
Sin embargo, las características de la semblan­
za, más el tiempo que ha transcurrido desde enton­
ces, permiten narrar este acontecimiento no solo por
la carga anecdótica que tiene sino porque revela con
mayor claridad la personalidad y el talante de Valle­
jo, un hombre comprometido en carne propia con la
Universidad y con la investigación que realiza.
Y aunque el lector de esta semblanza puede in­
ferir con claridad que Vallejo no padece del mal de
Chagas, él prefiere que esa condición quede expre­
sada con todas las letras en este texto. Pues, “las
personas sufren discriminación social por las enferme-
dades que padecen”, me repitió.

(293)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

El mal de Chagas es una tragedia latinoameri­


cana, dice un informe de Médicos Sin Frontera73. En
los más de cien años que han transcurrido desde que
se descubrió la enfermedad, los avances han sido mí­
nimos. Esta realidad es desalentadora para Vallejo;
sin embargo, lo más abrumador es la falta de una co­
municación objetiva y efectiva entre investigadores,
empresarios y políticos para comprender que la mag­
nitud de un problema de salud pública como el que
describe Vallejo, podría necesitar más tiempo del que
puede alcanzar una sola vida humana. Quienes no
comprenden la complejidad de la investigación cien­
tífica critican a los investigadores porque creen equi­
vocadamente que la investigación “solo sirve para
publicar artículos” y no para desarrollar una vacuna
o un medicamento efectivo contra el mal de Chagas.
Estas intervenciones desatinadas, que Vallejo ha
tenido que escuchar en diferentes escenarios, se dan
por el profundo desconocimiento que existe sobre la
labor científica y sobre la investigación básica. “No en-
tienden que publicar tiene un imperativo ético y que la
investigación tiene como insumo primario la literatura
científica”. Pero lo que menos comprenden es que una
enfermedad como el mal de Chagas no la va a resolver
un parasitólogo, sino que se requiere del concurso de
un equipo interdisciplinar conformado por sociólogos,

73
Íbidem, 2005.

(294)
Beatriz Jaime Pérez

epidemiólogos, médicos especialistas en medicina tro­


pical, en cardiología, en farmacología, en gastroente­
ritis. Un equipo en el que también se incluya a los
políticos; ese es el ideal, dice Vallejo. No se entienden
muchas cosas y aun así hablan de ellas. Pero de lo que
nadie habla, es de la multimillonaria cifra que se ne­
cesita para adelantar un proyecto de las proporciones
que requeriría resolver un problema como el mal de
Chagas en Colombia y en América Latina.
En los más de 30 años que Vallejo lleva dedicado
al estudio de los parásitos productores de este mal,
no han cambiado las preguntas de investigación; solo
las metodologías. Al comienzo hacía estudios mor­
fológicos: medía y dibujaba los parásitos. Hoy, hace
estudios moleculares, proteómica, genómica, gracias
al avance de la tecnología. Estos nuevos métodos le
han permitido saber cuáles parásitos son de origen
doméstico y cuáles de origen silvestre; cuáles son sus
características biológicas; cuáles son sensibles al tra­
tamiento y en qué lugar se pudo infectar una persona.

“Le he hablado mucho del chinche que transmite


el Chagas, pero usted no lo conoce”, me dijo un día,
y acto seguido me condujo hasta los laboratorios de
biología de la UT. Emocionado, me presentó a los es­
tudiantes, me mostró cada frasco lleno de bichos, me
hizo demostraciones del comportamiento de esos ani­
males y respondió con paciencia cada trivialidad que

(295)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

se me ocurrió. Pero mientras él estaba feliz, yo apenas


si podía respirar en esa atmósfera agobiante de olores
insoportables, que aumentaba en cada inhalación.
¿Qué es lo que huele tan fuerte?, le pregunté. “Ah,
sí. Es orina de ratón”, me dijo abismado, como quien
no quiere desconcentrarse, y continuó mostrando una
cosa aquí y otra allá, con tal emoción, que de inmedia­
to supe que solo un terremoto lo sacaría de esa em­
briaguez que le produce estar en contacto directo con
sus elementos de trabajo, su objeto de estudio.
Esos laboratorios son una parte importante de su
vida, no solo porque ha pasado más de 40 años trabajan­
do allí, sino porque en gran medida son hechura suya.
La UT pudo actualizarlos en 1997 con la adquisición de
costosos equipos, gracias a los recursos que Colciencias
entregó a proyectos dirigidos y gestionados por él.

A finales de los años 80, Vallejo visitaba los la­


boratorios de ciencias biológicas más importantes de
Bogotá, con grupos de estudiantes de la especializa­
ción en Docencia de la Biología que desarrollaba la
UT por aquella época. En esos recorridos, también
iba al laboratorio de inmunología del Hospital San
Juan de Dios, que para ese momento estaba dirigi­
do por Manuel Elkin Patarroyo, y allí descubrió una
nueva técnica de investigación, que se conoce con
el nombre de Reacción en Cadena de la Polimerasa,
PCR, por su sigla en inglés.

(296)
Beatriz Jaime Pérez

Esta técnica, según Vallejo, revolucionó la inves­


tigación en ciencias, porque popularizó la biología mo­
lecular, algo que antes era bastante difícil de hacer en
Colombia, por los costos que acarreaba su implemen­
tación. Pero el PCR, que aunque llevaba apenas un par
de años conociéndose — surgió en 1985— ya había lo­
grado impactar a la comunidad científica, algo que es
inusual en este campo del conocimiento, pero que por
lo mismo era un claro síntoma de que se avizoraban
grandes transformaciones en la manera de investigar.
Así lo entendió Vallejo, que de inmediato se propuso
estudiar esas nuevas metodologías.
Se fue en 1991 a cursar un doctorado en bio­
logía molecular de parásitos; regresó en 1994 con
el título de doctor en Parasitología, y de inmedia­
to inició proyectos de investigación con el apoyo de
Colciencias, entidad que le entregó los recursos con
que la UT pudo comprar los equipos de biología mo­
lecular que actualmente tiene en sus laboratorios.
Brasil fue el país escogido para adelantar esos
estudios. Vinculado a los Departamentos de Parasi­
tología y de Bioquímica de la Universidad Federal de
Minas Gerais, en Belo Horizonte, trabajó en los la­
boratorios de Sérgio Danilo Pena y de Andrea Mara
Macedo en el estudio de un parásito llamado Trypa­
nosoma rangeli, bajo la dirección del reconocido pa­
rasitólogo Egler Chiari.
En su investigación encontró que el rangeli es el
único parásito que tiene el ADN (ácido desoxirribo­

(297)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

nucleico) organizado de manera diferente al resto de


las especies de tripanosomas. En su tesis doctoral,
Vallejo describió por primera vez la organización del
ADN de rangeli y la comparó con las demás especies
para así desarrollar nuevos métodos de diagnósti­
co que fueron publicados en revistas de circulación
internacional. El Pito también es el responsable de
transmitir este parásito, pero a diferencia del cruzi,
que es el productor del mal de Chagas, el rangeli tie­
ne la particularidad de que puede estar en la sangre
de los seres humanos sin producir enfermedad algu­
na, razón por la cual algunos investigadores argenti­
nos, dice Vallejo, vienen trabajando con este parásito
para generar una posible vacuna protectiva.
En Brasil trabajaba de día y de noche, incluyendo
sábados y domingos. Los laboratorios estaban a su dis­
posición por el tiempo que estimara necesario, de modo
que adquirió la costumbre de trabajar hasta la media
noche, todos los días. Vallejo sabía que debía trabajar
a ese ritmo porque cada día perdido, era un día más
viviendo lejos de su casa, pues los planes de llevarse a
su familia para Brasil los malogró la grave crisis eco­
nómica que enfrentó ese país durante el gobierno de
Fernando Collor de Mello. Por fortuna, la universidad
tenía excelentes servicios de restaurante y cafetería,
pero además “gente muy cálida y amable. Los brasile-
ros son así, muy afectuosos. Adicionalmente tuve todo el
respaldo en esa universidad, hasta el punto de que me
hicieron ofertas de trabajo para que me quedara.”

(298)
Beatriz Jaime Pérez

Pero los primeros meses fueron tan terribles, que


estuvo a punto de renunciar a la comisión de estudios,
pues los cálculos que había hecho para su propio man­
tenimiento en Brasil, y el de su familia en Ibagué, le
resultaron demasiado alegres por cuenta del caos fre­
nético que estaba viviendo el vecino país, cuya inflación
había alcanzado niveles insostenibles para su pobla­
ción. Se suponía que Vallejo recibiría del gobierno bra­
silero una beca de mil dólares mensuales, monto tan
grande para ese momento, que rebasaba por mucho
su propio sueldo en la UT, pero no había terminado
de desempacar sus maletas en Brasil cuando ya había
recibido la mala noticia de que su primera mesada le
llegaría con tres meses de retardo.
Arañó sus ahorros lo mejor que pudo, pero pronto
se dio cuenta de que no iba a poder con esa carga,
porque la inestabilidad económica de Brasil era tal,
que un artículo de primera necesidad podía subir de
precio en menos de 24 horas; los arriendos también,
y la gente ya no soportaba la creciente desvalorización
del cruzeiro, su moneda en ese momento. Lo peor fue
cuando de los cacareados mil dólares que le habían
prometido, recibió 420 en la primera mesada; 250 en
la segunda; 200 en la tercera, hasta que se reventó y
decidió que se regresaba.
En el punto de recoger sus maletas para devolverse
a Ibagué llegó su esposa a visitarlo y a tranqui­lizarlo.
“Florelia no me dejó regresar. Me dijo que abandonar
el doctorado era dejar sentado un mal ­precedente, así

(299)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

fuera por razones de fuerza mayor”. En adelante, ella


se las arregló para viajar a a­ compañarlo todas las
veces que pudo y cuando finalmente su beca se esta­
bilizó en 700 dólares, él también viajó algunas veces
a visitar a su familia.

El estudio de la biología no ha sido la única pa­


sión de Vallejo. También es un gomoso de la foto­
grafía, la literatura y la cocina, actividades que no
obstante ha debido abandonar porque “la ciencia es
una amante muy celosa, que cobra carísimo las infide-
lidades”. Pero él siempre busca la manera de relajar­
se de vez en cuando con alguna de las tres.
Cuando los medios para lograr una buena foto­
grafía dependían sobre todo de quien estuviera detrás
de la lente, Vallejo lograba imágenes de concurso. Y
no pudo encontrar mejor celestina que las salidas de
campo con estudiantes de la UT, pues fotografiar la
actividad de la naturaleza es un recurso necesario en
este tipo de investigaciones. De modo que por años
se trenzó su cámara y registró todo cuanto le pareció
hermoso, raro o necesario para sus clases, y así llegó
a tener un importante archivo fotográfico.
Tan importante, que en 1989 ganó el primer lugar
en un concurso nacional de fotografía, organizado por
la revista Muy Interesante. La imagen que le mereció
el reconocimiento la logró en una salida de campo al
pacífico colombiano, a donde había ido varias veces,

(300)
Beatriz Jaime Pérez

con distintos grupos de estudiantes, a recolectar ma­


terial marino para las clases de biología. Él había visto
que las gaviotas y otras aves marinas se paraban en
los arneses y en las velas de los barcos, pendientes del
momento en que se izaban las redes de pesca, espe­
rando que se seleccionaran camarones y langostinos,
y cuando los pescadores devolvían al mar lo que no les
servía, ellas se lanzaban por decenas a comer.
Un día, embelesado con la perfecta disposición
de las gaviotas, se fue acercando lo más que pudo,
tratando de organizar la profundidad del campo, y
cuando ellas lo percibieron, alzaron vuelo. En ese
preciso momento tomó la fotografía. Lo que luego se
reveló es la imagen de un grupo de gaviotas en vuelo,
en una hilera ordenada, unas con las alas completa­
mente desplegadas y la última tomando impulso. Lo
paradójico era que Vallejo no tenía idea de que sus
fotografías fueran tan buenas, hasta que un día hizo
una exposición frente a un par académico en la que
proyectó algunas, y éste quedó asombrado con las
imágenes. Le dijo que sus fotografías eran de concur­
so y lo animó a participar en uno.
“Ese logro lo obtuve por pura serendipia”, dice Va­
llejo. O sea, de chiripa, para decirlo en términos colo­
quiales. Esto es algo que ocurre con mucha frecuencia
en investigación y consiste en obtener resultados que
no se estaban buscando, aunque raras veces los cien­
tíficos lo confiesan. Es cuestión de vanidad.

(301)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Fue perdiendo el interés en la fotografía cuando


las salidas de campo se limitaron en la UT por razones
de seguridad, pues los territorios visitados eran, con
frecuencia, escenarios de guerra de los grupos ilega­
les. Pero la razón que tuvo un peso mayor en esta de­
cisión fue la llegada de las cámaras digitales, porque
en realidad lo que Vallejo disfrutaba era toda la ciencia
que había detrás del registro de una imagen: calcular
las distancias focales, graduar el diafragma, obturar
en el momento preciso y revelar la película. Todo eso
había quedado atrás con la tecnología digital.
En su discurso cotidiano, Vallejo hace perma­
nentes referencias a la literatura. De hecho, en su
niñez y su juventud lo que más disfrutó fue la lec­
tura de grandes obras literarias. Se define garcia-
marquiano y se queja de no tener el tiempo que le
gustaría para leer más a los grandes novelistas.
Mover la frontera del conocimiento es algo que se
logra solo con trabajo disciplinado y haciendo un es­
fuerzo muy grande para no dejarse seducir por otras
actividades. Por eso, a sus habilidades de cocinero les
da rienda suelta un solo día en el año, cuando pre­
para una feijoada brasilera para su grupo de amigos
del Club Rotario Nuevo Ibagué, al que pertenece desde
hace varios años. Ese día se pone el delantal y, con
ayuda de su esposa, ofrece una gran fiesta en su casa.
Llegan alrededor de 80 personas, organizadas en gru­
pos familiares, se comparten regalos, esa es la tradi­
ción; comen en forma abundante el delicioso plato, que

(302)
Beatriz Jaime Pérez

al parecer no indigesta a nadie, porque su preparación


es ciento por ciento libre de grasa; beben y se divierten
desde las 2:00 de la tarde hasta la media noche.
Ese día Vallejo luce espléndido. Como buen anfi­
trión, charla un rato aquí y otro allá, para no descui­
dar a nadie. Tuve ocasión de observarlo en la fiesta,
versión 2014, porque conociendo mi interés en reco­
lectar la mayor cantidad de información sobre su vida,
me invitó. Cuando me presentaba con sus amigos, se
tomaba el tiempo para explicarles la razón de mi pre­
sencia. Ellos, por su parte, hacían gestos de aproba­
ción y no faltó quien se arrimara a decirme que era
justo este reconocimiento porque “la labor destacada
del doctor Vallejo, como científico, lo coloca en el podio
de los hijos ilustres del Tolima”.

Crítico de la disciplina que estudia, dice que “la


ciencia no avanza como uno quisiera”. Piensa que la
biología no se hace tantas preguntas fundamentales
como sí ocurre con la física, y que lo más relevante
que le ha ocurrido a las ciencias biológicas es el in­
vento del microscopio, porque permitió el desarrollo
de la teoría celular y el descubrimiento de las bacte­
rias, los hongos y los virus, en el siglo XIX, y del ADN
en el siglo XX, pero que todo esto solo ha significado
un gran avance tecnológico, sin repercusión alguna
en los conceptos biológicos, donde no ha habido nada
nuevo en los últimos 150 años.

(303)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Cree también que el abordaje interdisciplinar de


los temas es el que permite una mejor comprensión de
los fenómenos, al contrario de lo que ha ocurrido con
la excesiva especialización de las disciplinas, que les
impide establecer diálogos entre sí, lo cual no promue­
ve la solución de problemas. Para Vallejo, los grandes
problemas como el calentamiento global, la seguridad
alimentaria, el acceso al agua potable, la pérdida de
biodiversidad en el planeta, el control de las enferme­
dades crónicas y las enfermedades transmisibles, el
desarrollo de nuevas formas de energía diferentes a
las basadas en recursos fósiles, solo serán resueltos
a través de un abordaje científico interdisciplinario.
Piensa que las condiciones para hacer investi­
gación científica en Colombia no son buenas, pero
que lo más desalentador es su tendencia a empeorar,
porque quienes asumen los asuntos administrativos
de esta labor, no comprenden que la innovación solo
es posible si se apoya la investigación básica. “La co-
munidad científica colombiana no puede avanzar, ni
ser competitiva, si las brechas que hoy nos separan
de los países que lideran la investigación en el mundo
son cada vez más grandes. Solo Estados Unidos, por
poner un ejemplo, le invierte a la investigación en un
solo día, lo que Colombia en cuatro años.”
Como hombre que defiende el conocimiento cien­
tífico, se duele de la permanente incomprensión a la
que es sometida la comunidad científica, y es reite­
rativo en señalar la falta de canales de comunicación

(304)
Beatriz Jaime Pérez

objetivos entre la clase política regional, los empresa­


rios y la comunidad académica y científica.
Otro es el resultado cuando se mira la inves­
tigación en términos globales. La humanidad está
asistiendo a una explosión de ejercicios en ciencias
experimentales y en todas las ciencias, que se revela
en el crecimiento exponencial acelerado de publica­
ciones especializadas, en revistas científicas, que hoy
están inundando al mundo. Según Vallejo, esto se ex­
plica porque la cultura no había tenido antes a tanta
gente haciendo investigación en el mismo momento;
de hecho, las conclusiones a las que él llegó con sus
estudios sobre el parásito rangeli, son las mismas que
obtuvo otro científico, en Estados Unidos, solo que
este último lo logró utilizando metodologías diferentes.

Vallejo es el segundo de una familia de cuatro mu­


jeres y dos hombres. Marisela, Florángela, Carolina y
Esther, sus hermanas, y Germán, su único hermano.
Reconoce que tiene otros hermanos, los nacidos de su
padre, pero su relación con ellos, aunque amable, es
ocasional. Se casó con Florelia Trujillo, también licen­
ciada en Biología de la UT, luego de un largo noviazgo
que duró toda la carrera de pregrado y más. De esta
unión, nacieron sus dos hijas, Florelia y Adriana, y su
único hijo, Gustavo Adolfo.
Florelia Trujillo ha sido su única compañera y la
persona que mejor entiende su trabajo; por eso, no

(305)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

le importó apretarse el cinturón cuando su marido


estuvo a punto de abandonar sus estudios doctorales
en Brasil, por problemas económicos. El trabajo aca­
démico de ella, sobre didáctica de la ciencia, también
ha recibido reconocimientos como los dos premios
nacionales entregados por la Asociación Colombiana
de Ciencias Biológicas, uno en 2009 y otro en 2012.
Aunque ya he dicho que Vallejo no es muy dado
a expresar sus emociones, cuando habla de su fami­
lia es claro que se siente un marido y un padre orgu­
lloso; pero lo que definitivamente ha desbordado toda
su capacidad afectiva es su papel de abuelo. Esos
cuatro nietos que tiene hasta ahora, le han traído
unas emociones que no conocía antes.
A pesar de su escasa escolaridad, María Ester Va­
llejo Sanabria, su madre, fue la primera persona que
le enseñó a valorar el conocimiento, pues insistió en
ello e hizo todo lo que fue necesario para que ingre­
sara a la universidad. A ella la describe como a una
trabajadora incansable, hoy jubilada, que luchó sola
para levantar a sus seis hijos, y por quien se mete a
la cocina algunos domingos para invitarla a almorzar.
Quizá de ella también aprendió a tener fe en dios.
Como hombre de ciencia, sabe que no existe evidencia
científica de la existencia de dios, pero no se hace pro­
blema con eso, porque entiende que, por ahora, no hay
ninguna posibilidad de establecer relación entre fe y
ciencia. No es algo para matarse la cabeza. Sin embar­
go, piensa que el mundo físico tiene una ­complejidad

(306)
Beatriz Jaime Pérez

tan grande, que es bastante difícil aceptar que detrás


de eso no haya nada. De todos modos, lo que valora de
las religiones es que promuevan el entendimiento, la
paz y la convivencia. De la iglesia católica rescata los
elementos de cohesión que tiene y también sus ritos,
de los que participa cada vez que lo invitan.
Vallejo no piensa jubilarse pronto de la UT, aun­
que ya podría hacerlo. De hecho, solo abandonaría
su trabajo como investigador y como profesor si no
pudiera mantenerse de pie, como lo hizo su maestro
Marinkelle. Mientras tanto, él seguirá buscando los
enigmas que encierran algunos insectos transmisores
de graves enfermedades y cómo es la relación pará­
sito-vector, investigación que está adelantando desde
2010 con estudiantes del doctorado en Ciencias Bio­
médicas que desarrolla la UT. También persistirá en
adelantar todo el trabajo que derive de la Academia
Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales,
de la que es miembro desde 2014. Vallejo es el primer
profesor de la UT en ser llamado a formar parte de
esta institución, que es el principal órgano consultor
del gobierno nacional en materia de ciencia.

(307)
Beatriz Jaime Pérez

Sentenciada a morir en la hoguera, Ibanasca


maldijo esta tierra y la condenó a vivir sin cantos.
Una leyenda que eriza la piel de César Zambrano
pues, de ser cierta, el castigo impuesto por la líder
de los Dulima no podía ser peor. Vivir sin cantos es
vivir sin historia, pero también sin melodías. Y para
Zambrano, ninguna carencia estética es más inso­
portable que la ausencia de sonidos musicales, ya
que ellos constituyen la fuente de la que obtiene gran
parte de su fuerza espiritual.
Convencido de que podía conjurar el maleficio,
se dedicó a rastrear las huellas de Ibanasca, una la­
bor que le tomó varios años de investigación, pues
este relato todavía no ha merecido un capítulo en los
libros de la historia regional. Más bien, el arte ha ido
pagando esa deuda histórica, a través de expresiones
como la música, la escultura, la pintura y la poesía,
en un esfuerzo por devolverles a los ibaguereños la
memoria de un pasado oprobioso, por siglos conde­
nado al silencio y al olvido.
Como un reclamo justiciero, Zambrano creó “Iba­
nasca: una obra cantada de los Dulima”, estrenada en
Ibagué, el 29 de agosto de 2009. Se trataba de un mon­
taje sincrético que conjugaría el paisaje natural del ca­
ñón del Combeima con las formas estéticas del teatro
y la danza; la música y la poesía. En su estructura na­
rrativa, una línea de tiempo permitía regresar al pasado
para cambiar la historia trágica, por otra que reivindica
la memoria de esta mujer. Una historia donde Ibanasca

(313)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

no es sometida al tormento del fuego inquisidor, sino


que se alza como la diosa de las nieves, que habita en
las profundidades del nevado, y cuyo espíritu todavía
preside las reuniones de sus descendientes. Este final
no es una invención de Zambrano; es un relato de re­
sistencia que pervive entre las comunidades indígenas
de Iguaima, conocido por Zambrano a través de la lec­
tura de poemas traducidos al castellano, originalmente
escritos en lengua aborigen.
Pero, no bien comenzaba a escribir la obra cuan­
do empezó a ocurrir todo tipo de cosas inexplicables,
calamidades diversas y, al final, una verdadera catás­
trofe, imposible de superar. Ese escenario ideal, bor­
deado por la cordillera que se abre para darle paso al
Combeima, caía arrasado por la furia de sus propias
aguas, días antes del estreno. La madre naturaleza
cobraba con ferocidad los años de ruina causada por
la destrucción ambiental del territorio.
El montaje no fue menos accidentado. Listas la mú­
sica y la orquesta, solo faltaba anillar las partituras, pero
cuando le trajeron el paquete prensado, faltaba la mitad.
Desesperado preguntó qué pasaba, pero nadie lo sabía.
Parte de la obra musical que le había tomado meses
componer, quedó perdida en menos de quince minutos.
Destruido el escenario natural, Zambrano acep­
tó, aunque a disgusto, hacer el estreno en el Teatro
Tolima. Ese cambio significaba empezar de nuevo en
aspectos como la escenografía, la iluminación y la dis­
posición de actores, cantantes, bailarines y ­músicos.

(314)
Beatriz Jaime Pérez

Resignado a la estrechez del espacio artificial, hizo


las adaptaciones necesarias y reanudó los ensayos,
pero el infortunio lo siguió de cerca como queriendo
cobrarle una deuda ancestral.
Muchos ensayos fueron interrumpidos o simple­
mente no lograron iniciarse por problemas menores, en
algunos casos, o de mucha gravedad, en otros. Un día
el foso de la orquesta, que debe permanecer a más de
dos metros por debajo del escenario, estaba atascado y
no había manera de hacerlo bajar; otro día, la señora
encargada de cuidar el teatro cayó al foso, sobre los
atriles, y se ocasionó heridas de tanta gravedad, que
debió permanecer hospitalizada por más de dos meses.
“Perdón Ibanasca, perdón, —imploraba
­Zambrano—. No soy supersticioso, pero sentía la
necesidad de decirlo para quitarme de encima esa
nube que no me dejaba ver con claridad.”
Por fin llegó el gran día: más de 150 artistas en es­
cena, una orquesta integrada por 55 músicos, una esce­
nografía grandiosa, más de mil invitados y lista la batuta
de Zambrano. Esa noche los ibaguereños ovacionaron la
obra musical más sentida que haya compuesto.
A los dos días, autoridades políticas de la región
lo abordaron en la Universidad para darle lo que
creían era una gran noticia: que la obra se presenta­
ría en Bogotá para la inmensa colonia de tolimenses
que vive en la capital.
— Noooo, ni de fundas. Por ningún motivo.

(315)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Fue su respuesta categórica. Y cuando le pregunta­


ron por las razones, dijo que esta no era una obra para
repetir; que lo planteado en ella era de mucho respeto,
mucho cuidado. Pero le insistieron hasta convencerlo.
Sin tiempo para aliviarse de tanta tensión, co­
menzó una nueva serie de ensayos en Bogotá, sin
mejor suerte. La soprano que hacía la última esce­
na, que es la parte en que Ibanasca se convierte en
diosa, viajó a España y no hubo manera de hacerla
regresar. Zambrano buscó otra, que a pocos días de
la función no pudo llegar al ensayo.
— Qué pasó, preguntó con el corazón en la mano.
— Maestro, la soprano tuvo un accidente en el taxi
que la transportaba al teatro, pero que no se preocupe
porque para el próximo martes podrá cantar.
Fue la respuesta de Cecilia Acosta, su asistente.
Apareció el martes con un cuello ortopédico y Zam­
brano sintió que se moría. Con esa prótesis no podría
interpretar a Ibanasca. Pero ella estaba dispuesta a
quitársela para la función, y así lo hizo. De nuevo,
se llegó el gran día. La colonia de tolimenses llenó el
teatro de Bellas Artes de Bogotá y se abrió el telón.
Cuando creía que había superado todos los esco­
llos, sucedió algo que casi le hace perder el control de
la batuta. En la última escena, que es quizá la más
importante porque es el momento en que la historia
gira para reivindicar a Ibanasca, la soprano debía can­
tar, seguida por el coro, y la última estrofa la debía ha­
cer sola. Zambrano, en el foso dirigiendo la orquesta,

(316)
Beatriz Jaime Pérez

escuchaba al coro, pero no a la solista. No escucharla


a ella era angustiante. No sabía qué pasaba. Final­
mente, terminó la obra y cuando subió al escenario
a recibir los aplausos, la encontró tendida en el sue­
lo, con una hemorragia nasal. Ese día fue la última
vez que presentó la obra. Hubo otras propuestas, pero
Zambrano se negó rotundamente a repetirla.
Pasados varios años supo por Germán Tocare­
ma, un antropólogo indígena del Tolima, que todas
esas cosas graves que le ocurrieron en el montaje de
la obra, sucedieron porque no había pedido permiso
a la comunidad para hacer esa historia. Todos los
escollos eran señales que Zambrano nunca supo in­
terpretar, según el indígena.

Cesar Augusto Zambrano Rodríguez aprendió mú­


sica antes que a escribir su nombre. A los cinco años ya
le sacaba melodías a la bandola de su hermana mayor.
Escondido, escuchaba las clases diarias que ella reci­
bía de la maestra Carmen Castillo, y luego repetía las
lecciones, pasito, porque creía que lo iban a regañar.
Un día la maestra dijo que la bandola no era un ins­
trumento autónomo, que necesitaba ser acompañado,
y que sugería le dieran un tiple a ese niño que siempre
escuchaba sus clases, agazapado detrás de la puerta.
Su papá, incrédulo, dijo que el niño estaba demasiado
pequeño, pero encantado le compró el tiple. Al segundo

(317)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

día de clase ya acompañaba los valses interpretados


por su hermana en la bandola.
A pesar de la velocidad con que el niño aprendía
en el tiple, la maestra aún no mostraba asombro por
su pequeño discípulo. Pero un día corrigió antes que
ella un error de su hermana, y ahí supo que tenía
frente a sí a un talentoso de la música. Varios años
después, como un reconocimiento a esos inicios, la
Fundación Musical de Colombia le entregó el galar­
dón “El tiple de oro”, uno de los tantos homenajes que
Zambrano ha recibido a lo largo de su prolija vida
como intérprete, como director y como compositor.
Cuando tuvo edad para ingresar al colegio, lo ma­
tricularon en el Externado de Primaria, donde estudió
el primer grado. Al año siguiente sus padres se fueron
para Bogotá, huyendo de la violencia. Eran los convul­
sionados años 50, tiempo en que el departamento del
Tolima sufrió con especial rigor las consecuencias de
una guerra que todavía no termina. En la capital es­
tuvieron dos años, hasta la caída del gobierno militar
de Gustavo Rojas Pinilla. “Regresamos a Ibagué, a em-
pezar de cero, porque a mi papá le había tocado cerrar
una oficina de importaciones de maquinaria alemana.”
De regreso, lo matricularon en el Colegio Coope­
rativo, pero el último año de la primaria lo cursó en el
emblemático Colegio San Simón. De su paso por ese
plantel, recuerda con especial aprecio a Carlos Lozano
Guillén, quien fuera dirigente del Partido Comunista
Colombiano y director del semanario Voz, con quien se

(318)
Beatriz Jaime Pérez

asociaba para hacer travesuras. En esa misma institu­


ción inició primero de bachillerato (sexto grado actual­
mente), pero a mediados del año ya sabía que se iría al
Conservatorio del Tolima. Como también sabía que en
el Conservatorio debía repetir el año porque no le iban a
homologar nada, cursó ese segundo semestre sin mu­
cho interés por los asuntos académicos.
Al iniciar el bachillerato musical, se encontró
con la maestra que le había enseñado a tocar el ti­
ple cuando todavía era muy pequeño. “Al verme, ella
dijo ‘les presento a un genio’. Bueno, yo sabía que en
realidad no era ningún genio sino que estudiaba las
lecciones cuando nadie me veía, de modo que cuando
ella llegaba con la lección, ya me la sabía.”
Del Conservatorio tiene los mejores y los peores
recuerdos. Es cierto que en esa institución vivió va­
rios momentos claves que marcaron su vida como
artista, pero también le sucedieron cosas muy amar­
gas que lo mantuvieron alejado de ese centro de es­
tudios musicales por algún tiempo. Para comenzar,
chocó con casi todos los profesores, en especial con
los que orientaban asignaturas distintas a las musi­
cales. No por desinterés con los demás saberes, sino
porque varios de ellos llegaron a enseñarle cosas que
ya sabía. Por ejemplo, el profesor de Historia de la
música colombiana era un extranjero que sentía des­
precio por esta música y adicionalmente desarrollaba
los contenidos del curso con un libro que Zambrano
casi se sabía de memoria. Esa situación, además de

(319)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

aburrirlo mucho, le quitaba tiempo para hacer lo que


quería realmente: tocar el violonchelo.
Empezó una especie de guerra con los maestros
de Matemáticas y de Física. Zambrano no entendía
cómo era que no se hablaba de música en esas mate­
rias cuando, según él, las matemáticas y la física tie­
nen todo que ver con la música. Tampoco le gustaba
la clase de Español, porque a pesar de que era grato
escuchar a la maestra, ella dedicaba gran parte de la
clase a hablar de su vida personal, su hija y su marido.
Muy pronto pilló una estrategia para capar clase.
Solo debía hacer una pregunta medio cuestionadora y
eso era suficiente argumento para sacarlo del aula. Al­
gunas veces no era necesario ser crítico. Bastaba con
hacer una pregunta ingenua y sincera como “qué sig-
nifica dar a luz”, y el profesor de Religión lo echaba de
la clase por “inmoral”. La mojigatería de algunos pro­
fesores, sobre todo si eran curas, facilitaba las cosas.
Expulsado permanentemente de las aulas de cla­
se, Zambrano se dedicaba a estudiar el chelo. Claro
que no todas las veces fue echado; otras, simplemen­
te negociaba con los profesores: “yo no vuelvo a su
clase y al final usted me hace un examen de valida-
ción”. Así pudo dedicarse a las áreas de su interés.
Esta estrategia, sin embargo, le trajo serios proble­
mas académicos, pues en cada año cursado iba de­
jando materias pendientes, de modo que al llegar
a cuarto, debía asignaturas de primero, segundo y
tercero; pero también había adelantado todas las

(320)
Beatriz Jaime Pérez

materias musicales hasta octavo. El bachillerato del


Conservatorio del Tolima era el más largo del país,
con un plan curricular de ocho años.
Pero la Institución le patrocinaba ese desorden
porque hasta ese momento no había tenido a un alum­
no que se dedicara con tanta devoción al estudio de la
música. Desde primer año había comenzado a orga­
nizar a sus compañeros para tocar algunas lecciones,
y en tercero ya dirigía una orquesta con estudiantes
de diversos cursos. Adicionalmente hacía recitales e
integraba grupos de cámara. De hecho, las clausuras
de los años escolares empezaron a correr por cuenta
de su chelo o de su batuta. Sus calificaciones en las
asignaturas musicales eran excelentes; en las demás,
eran inexistentes o simplemente mediocres.
Empezando quinto año, Zambrano sentía que
ya no tenía nada qué hacer en el Conservatorio. Ya
había cursado y aprobado todas las asignaturas mu­
sicales del bachillerato, había hecho la práctica do­
cente en una escuela y lo había llamado su maestro
de chelo, el italiano Quarto Testa, preocupado, para
decirle que no sabía lo que iban a hacer ese año,
puesto que ya habían terminado todo el programa.
Pues sin decirle nada a su maestro se fue para
Bogotá, habló con uno de los directores de la Orques­
ta Filarmónica, que en ese momento apenas se esta­
ba formando, le hicieron un examen y le dijeron que
se podía quedar. Al regresar a Ibagué, su maestro y
todos en el Conservatorio ya sabían que tenían a un

(321)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

fugado. Así lo sintió Quarto Testa, para quien no po­


día ser sino un acto de deslealtad de su alumno.
Luego de escuchar los reclamos y reproches de su
maestro, Zambrano le mostró una carta firmada por los
tres directores de la Orquesta Filarmónica de Bogotá,
en la que describían con elogios las calidades musica­
les de su joven alumno, y no pudo menos que sentirse
orgulloso, porque sabía que lo que se dijera de su discí­
pulo, también se decía de él. La carta, que estaba diri­
gida al papá de Zambrano, no tenía otro propósito que
garantizar su estancia en Bogotá, ya que en ese mo­
mento era apenas un joven saliendo de su adolescencia
y alguien lo tenía que mantener en la capital.
Testa, ahora feliz, no solo lo apoyó para que se
fuera, sino que le aconsejó que se quedara ese año
y al siguiente se presentara, mejor, en la Orquesta
Sinfónica de Colombia, una orquesta que no tenía
los problemas financieros de la Filarmónica, porque
llevaba varios años de fundada.
Así lo hizo. Se fue para Bogotá, pero esa ida le
costó un tiempo largo de pésimas relaciones con el
Conservatorio del Tolima, donde al parecer no le per­
donaron fácilmente su partida, que quizá estimaron
prematura, pues no había terminado el bachillerato.
Ya en Bogotá, sus nuevos maestros decidieron que
debía ingresar al Conservatorio de la Universidad Na­
cional de Colombia, para lo cual necesitaba las notas
obtenidas en el Conservatorio del Tolima. En efecto las
expidieron, pero Zambrano se llevó una desagradable

(322)
Beatriz Jaime Pérez

sorpresa cuando vio que en los certificados aparecían


casi todas las materias musicales, que él había vali­
dado, con una calificación de 0.0. Aun así, lo dejaron
presentar el examen de admisión, que aprobó con su­
ficiencia. En ese mismo proceso de admisión, también
se presentó un joven que había cursado los ocho años
reglamentarios en el Conservatorio del Tolima y fue re­
chazado por bajo nivel musical. Ese hecho dio origen
a una relación tensa entre los dos conservatorios, y
de algún modo Zambrano fue visto en Ibagué como el
responsable de tal situación.
Debieron pasar muchos años para que la heri­
da abierta por aquel episodio, que le hubiera podido
impedir su ingreso a la Universidad Nacional, sanara
definitivamente. Pero su memoria de ese pasado que
los años no corroyeron, también conserva el recuer­
do feliz de aquella mañana en que le hicieron una
citación para que se presentara al día siguiente en la
oficina del director. Como en aquella época era muy
fácil que los niños y los jóvenes no supieran por qué
los castigaban, Zambrano y todos sus compañeros
creían que lo iban a expulsar o por lo menos a san­
cionar. El susto no lo dejó dormir esa noche. Con el
corazón sobresaltado entró a la tenebrosa oficina y
casi queda sin aliento cuando el director le dice qué
músicos le gustaría tener en la orquesta. ¿Tiene sufi-
cientes violines y clarinetes? Escoja los músicos que
necesite. Tome estas partituras que escribí, trabájelas
y nos vemos en una semana.

(323)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

“Nunca antes había experimentado tanta felici-


dad. Ese día salí con unas alas enormes y en ade-
lante ya nadie podía parar mi vuelo.”

Zambrano se vinculó a la Universidad del ­Tolima


como Director de Coros en febrero de 1975. Los direc­
tores de la Orquesta Sinfónica de Colombia no com­
prendían por qué el joven chelista, que había logrado
permanecer siete años en la planta de la orquesta
más importante del país para ese momento, insistía
en regresar a Ibagué, ciudad que a pesar de su re­
conocida tradición musical, era vista por ellos como
una pequeña provincia, cuyo potencial artístico no era
comparable con el de Bogotá. Por eso, le negaron la
comisión que había pedido por seis meses para dedi­
carse a estudiar violonchelo con su maestro Quarto
Testa, en Ibagué. Esa situación molestó a Zambrano,
sobre todo cuando conoció, por fuentes no oficiales,
las verdaderas razones de la negativa: la Sinfónica es­
taba dispuesta a apoyar cursos de perfeccionamiento
en ciudades como Viena, París o New York, pero… Iba-
gué ¿A quién se le podía ocurrir? Por supuesto, el ar­
gumento formal que le dieron era que la Sinfónica solo
tenía en ese momento a cinco chelistas y una orquesta
de esa categoría necesita mínimo ocho.
Como haya sido, Zambrano renunció. De to­
dos modos, ya venía sintiéndose mal porque a pesar
de haber alcanzado estabilidad en la orquesta, su

(324)
Beatriz Jaime Pérez

i­ntuición de artista le mostraba otro camino, aunque


más pedregoso, pero también más creativo. A todo eso
se sumaba ese peso en el alma, cada vez más difícil
de cargar, por estar lejos de los afectos dejados en su
pequeña patria tolimense. De hecho, durante los siete
años que vivió en Bogotá, no dejó de viajar a Ibagué
cada semana, a recibir las clases de su maestro. “Para
un músico es fundamental que sus credenciales sean
certificadas por su maestro de toda la vida, y para mí
ese maestro era Quarto Testa.”
Ese año, 1975, su maestro enfermó gravemente.
Ya no podía levantarse de la cama, lo cual le produjo
una gran angustia porque comprendía que no iba a po­
der continuar con las clases de su estimado discípulo.
Zambrano, por su parte, fingía no reconocer la grave­
dad de su estado de salud y lo alentaba con conversa­
ciones sobre proyectos musicales para Ibagué. Murió
cuatro meses después, el 5 de julio de ese mismo año.
“Soy heredero de su violonchelo. Creo que ese es el título
más grande al que puede aspirar un músico.”
En ese tiempo la UT llevaba por lo menos dos
años en completa inactividad musical. El composi­
tor y director de la Banda Sinfónica Departamental,
José Ignacio Camacho Toscano, había renunciado
a la Universidad, y con su partida las agrupaciones
musicales de la Institución habían desapareciendo,
de tal suerte que Zambrano debió comenzar de cero.
Para sus clases y ensayos, la UT le asignó un sa­
lón donde había un piano muy fino, probablemente

(325)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

comprado en tiempos de Rafael Parga Cortés, que sin


embargo fue tratado sin ninguna consideración du­
rante el periodo en que la Universidad no tuvo dolien­
te musical. Varias personas le contaron a Zambrano
que más de una vez lo vieron rodando por la carrera
tercera de Ibagué, a las 3:00 de la madrugada, con
tres o cuatro borrachos encima. Ese trato lo deterioró
y le dañó los rodachines.
Un contrabajo que Zambrano encontró literal­
mente enterrado en una caneca fue otro instrumento
que usó para sus clases. Luego de desenterrarlo y
someterlo al tratamiento de un luthier que trajo de
Bogotá, sirvió por algún tiempo.
Así, con un salón, un piano fino pero destartalado
y un contrabajo que tomó más de seis meses recupe­
rar, Zambrano comenzó a formar el coro universitario
y un grupo de música de cámara. Paradójicamente,
no fueron las precarias condiciones de trabajo el ma­
yor escollo en su labor artística. Lo realmente difícil
al comienzo fue encontrar en Ibagué escenarios para
presentar a los grupos de la Universidad.
Las instituciones de la ciudad y del departamen­
to oponían una gran resistencia a la UT. El Conser­
vatorio de Ibagué, el Teatro Tolima, el Salón Cultural
del Banco de la República, el Salón de la Asamblea
Departamental, entre otros escenarios, negaban el
espacio a los grupos de la Universidad. Zambrano
tuvo que recurrir a la estrategia de los artistas plásti­
cos medievales: buscar un lugar en las iglesias.

(326)
Beatriz Jaime Pérez

Llegó a la Catedral de Ibagué y el obispo del mo­


mento le puso cita tras cita sin atenderlo. Quizá era su
estrategia para cansarlo, pero Zambrano persistió hasta
que por fin fue escuchado. Luego de ponerle estrictas
condiciones sobre las obras musicales que tenía con el
coro de la Universidad, lo dejó hacer el primer concierto.
Pasados varios meses de presentaciones en la
catedral, el obispo se convirtió en el mejor aliado de
Zambrano. Ahora no solo era él quien lo buscaba para
pedirle que hiciera presentaciones, sino que además
lo ponía como un ejemplo a seguir en la ciudad. “La
mejor forma de abrir puertas es a través de los lazos
culturales. Hace varios años, por ejemplo, no teníamos
ninguna relación con la Coruniversitaria74; éramos como
enemigos. Pero eso cambió; la música sirvió para her-
manar a las dos universidades”, asegura Zambrano.

Zambrano compone música incluso mientras


duerme. En su repertorio onírico hay un concierto
que se repite desde hace años, con elementos mági­
cos como todo ensueño, y es la representación pic­
tórica de un coro de niños que cobran vida cuando
el observador se va acercando, pero que a la vez van
creciendo hasta que ya muy cerca de la imagen, el

74
Corporación Universitaria de Ibagué era el nombre que recibía
la actual Universidad de Ibagué.

(327)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

coro es de ancianos. Este concierto no lo ha escrito


aún, pero en cambio sí escribió otras complejas melo­
días, convertidas en cantatas a la mañana siguiente.
“Preludio eterno de un adiós”, la cantata dedicada a
Darío Echandía, fue soñada, literalmente, dos días an­
tes de que un comité creado por la Presidencia de la Re­
pública, en 1997, lo contactara para hacerle el encargo
musical, con el que se esperaba rendir un homenaje al
político tolimense, en los cien años de su natalicio.
Esa noche soñó que pasaba frente a una iglesia,
donde se llevaba a cabo el ensayo de una coral que
interpretaba una obra suya, cuyo título era “Preludio
eterno de un adiós”. Seducido por el canto, entró a
la iglesia y allí supo que esa música era suya porque
además estaba fijado su nombre en el cartel publici­
tario que anunciaba el estreno de la obra.
A la mañana siguiente se lo comentó a A ­ mparo,
su esposa, y ella lo animó a recordar la melodía de
ese sueño, así que, luego del desayuno, se sentó fren­
te al pentagrama y comenzó a escribirla. Cuando
lo llamaron para proponerle el concierto en honor a
Echandía, él supo que en realidad aquella música
que había comenzado a escribir dos días atrás era
ese preludio eterno para un hombre por quien nunca
deben sonar las campanas, según Zambrano.
La cantata “Maqroll”, obra dedicada a Álvaro
­Mutis, tiene una historia similar. Un tango que había

(328)
Beatriz Jaime Pérez

soñado durante muchas noches era el elemento mu­


sical más extraño dentro de la cantata. Zambrano
no sabía cómo incluirlo sin que pareciera un parche.
Lo quitó y lo puso más de 17 veces y por cada vez
que lo quitaba sufría de terribles insomnios, cuando
no de oscuras pesadillas que le robaban el sosiego,
hasta que decidió dejarlo. Pero el día del concierto
en Bogotá, cuando reparó que los asistentes eran re­
conocidos intelectuales del país, se intranquilizó de
nuevo. Pensó, “me van a masacrar. Cómo se me pudo
ocurrir meter un tango en esta obra”. Pero ya no había
nada qué hacer. Mutis estaba en primera fila, detrás
de él. Al terminar la presentación, cuando Zambrano
se dio la vuelta para saludar al público, Mutis lloraba
y abrazándolo le dijo “ese tango es mío. No sé cómo lo
sacaste, pero ese tango es mío.”
Para Zambrano, ese tango que emocionó al es­
critor hasta las lágrimas, y que aparentemente no
tenía nada qué ver con su obra, era necesario para
ubicar a uno de los personajes de la cantata en una
especie de fonda antioqueña, donde es común que
se oiga este género musical.

No pocas veces la “aristocracia” criolla del To­


lima se ha avergonzado de su propia cultura, y la
música no ha sido la excepción. Esa elite de opereta

(329)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

y minué, para decirlo con el folclorista Misael Devia75,


ha preferido desde siempre la música europea, quizá
como una manera de apaciguar el dolor de no haber
nacido en España o en Francia, como sugiere el escri­
tor William Ospina76 en Pa que se acabe la vaina.

Baila, baila, baila


sus bambucos mi Tolima
Y el aguardiente
es más valiente y leal…

La más bella de las estrofas escritas por Nicanor


Velásquez para la inmortal pieza musical compuesta
por Alberto Castilla, causaba escozor entre las elites
ibaguereñas de finales de los años 70. El Bunde tolimen-
se, con justeza declarado himno de este departamento
desde 1959, de pronto se quiso borrar con la arbitrarie­
dad de una ordenanza, en un esfuerzo por invisibilizar
a todo un pueblo amante de la fiesta y del folclor.
Para Zambrano, esta postura era inaceptable.
Por eso dejó de dirigir el himno mientras estuvo vi­
gente la ordenanza según la cual el Bunde solo era
himno en la versión cantada por el Coro del Tolima,
con la letra de Cesario Rocha.

75
Devia, M. “El bambuco” En: Aquelarre No. 12. Universidad del
Tolima, Ibagué, 2007, p. 110.

Ospina. W. (2013) Pa que se acabe la vaina, Planeta, Bogotá, p. 29.


76

(330)
Beatriz Jaime Pérez

La ordenanza fue revocada, pero, según ­Zambrano,


la década en que se impuso esa moralina criolla, los 80,
le dejó al Bunde un aire lastimero y melancólico que no
se parece en nada a la versión original interpretada por
la Banda de El Espinal en sus años dorados.
Y es que el Bunde ni es lento ni es triste. Todo lo
contrario, es una canción alegre que remite a la fies­
ta, al jolgorio y a la danza. Zambrano recuerda que
su madre hablaba de bunde para referirse justamen­
te a la bulla y a la algarabía. “¿Qué es ese bunde que
tienen ustedes ahí?”, era la manera de reclamar un
poco de silencio a los jóvenes de mediados del siglo
XX, cuando hacían mucho ruido.
Tampoco es un género musical, como mucha gen­
te cree; el bunde es una guabina, explica Zambrano.
“Lo que pasa es que tiene un aire de caña indígena y
esa amalgama es la que la hace especial”. Esta expli­
cación por supuesto es una herejía para muchos mú­
sicos que creen tener en el Bunde al más autóctono de
los aires musicales de esta tierra. Una tarde completa
le tomó a Zambrano hacer esta demostración a conno­
tados músicos de El Espinal, quienes al final le dieron
la razón, pero remataron diciendo que si alguien quie­
re saber lo que es realmente un bunde, debe vivir las
fiestas de El Espinal, por lo menos 40 años seguidos.
Pero de ese debate en El Espinal, la cuna del
Bunde, Zambrano aprendió que fue en Ibagué donde
le quitaron fuerza a la canción y le imprimieron ese
estilo ceremonial, que no tenía en sus orígenes. En El

(331)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Espinal, en cambio, se interpreta como un gran bulli­


cio que contagia de alegría. Por esa convicción festiva
es que Zambrano, cuando dirige el Bunde Tolimense,
no lo hace lento, sino a “una velocidad intermedia”.
Hoy Zambrano puede decir que el bunde es una
guabina; pero en otro tiempo lo habrían linchado. Una
vez fue jurado en el Festival Nacional del Bunde, en El
Espinal, y Gonzalo Sánchez, el fundador del Festival,
lo llamó a un lado para decirle: maestro, es que traer
jurados que no saben diferenciar un bunde de una gua-
bina… Bueno, Zambrano quedó medio plop con esa
advertencia, pero ya era demasiado tarde para renun­
ciar a su encargo como jurado. Comenzó el concurso.
Pasó la primera ronda. De pronto se levanta otro in­
tegrante del jurado y a puerta cerrada les dice: como
aquí todos somos músicos, que alguno me diga cuál es
la diferencia real entre un bunde y una guabina. Zam-
brano, convencido de que no la hay, les dijo: fácil, al
que Gonzalo aplauda con mayor entusiasmo, lo selec-
cionamos; al que no, lo eliminamos. Y así fue como pu­
dieron salir del embrollo. Gonzalo, por su parte, quedó
muy satisfecho con el veredicto porque, según él, este
jurado sí sabía lo que era un bunde.
Sobre otros aires como el bambuco y el pasillo,
Zambrano dice que la gente se acostumbró a inter­
pretarlos con un estilo nostálgico, quizá por la fuerte
influencia sobre la región andina colombiana de rit­
mos extranjeros como el tango, que con su espíritu

(332)
Beatriz Jaime Pérez

doloroso nos hizo creer que una canción como Pue-


blito viejo, por ejemplo, había que cantarla con una
lágrima en el ojo.
“Tenemos bambucos muy lindos que debemos
aprender a interpretar, con un estilo más nuestro, y
empezar a abandonar ese otro estilo dulzón y suave-
songo que nos llegó de otras músicas.”
Preocupado por la suerte que puede correr la
música colombiana de la región andina, Zambrano
lleva más de 20 años construyendo un archivo de
canciones que han escrito compositores jóvenes, par­
ticipantes en el Concurso de la Canción Inédita, en
un esfuerzo por preservar eso que él denomina nues-
tra música. Piensa que si los jóvenes no reaccionan
frente a estas melodías es porque no las conocen y
por eso lo que más le duele es no tener los recursos
necesarios para su divulgación.
Es un convencido de que la pérdida de identidad
musical comienza en las instituciones educativas, que
son las primeras en desconocerla. Zambrano dice que
ese proceso de exclusión lo iniciaron los conservatorios,
cuando decidieron deliberadamente marginarla con el
argumento espurio de que si enseñaban música colom­
biana, dañaban la técnica traída de Europa. A mediados
del siglo XX, los conservatorios y las universidades co­
lombianas vincularon a cuanto músico extranjero llegó
al país, huyendo de la Segunda Guerra Mundial, y por
mucho tiempo fueron ellos los encargados de ­decidir el

(333)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

tipo de formación musical que se debía impartir en las


instituciones educativas.
Más aún, Zambrano tuvo como profesor de la
asignatura Historia de la Música Colombiana a un eu­
ropeo que despreciaba estos aires. “Por fortuna esos
extranjeros nunca entendieron nuestra música, de lo
contrario habrían venido a enseñarnos lo nuestro.”
Lo más lamentable fue que ese veto y esa ver­
güenza, no solo por la música colombiana sino por
la cultura en general, fue consentido por los mismos
colombianos y “lo triste del asunto —dice William Os­
pina— es que esas elites que despreciaban a su pueblo
no lo hacían en el fondo por orgullo sino por un secre-
to sentimiento de indignidad. Acaso menospreciando a
sus paisanos se curaban un poco del malestar de ha-
ber nacido en tierras bárbaras, en ‘esa margen ulte-
rior de los mares’ que les parecía despojada de belleza,
privada de historia, carente de grandeza y dignidad.
Siempre es que ciertos prejuicios estéticos contienen ya
como una gota de fascismo: la idea colonial de que la
belleza era europea, de que en un planeta tan diverso
como este es posible postular un solo canon.”77

Cuando compone, Zambrano entra en una es­


pecie de trance en el que no siente ni frío ni calor;

Ospina. W. Íbidem, p. 32.


77

(334)
Beatriz Jaime Pérez

tampoco hambre, y puede pasar muchas horas fren­


te al piano, el computador, el pentagrama. Es como
si una savia mágica recorriera su cuerpo y lo salvara
de todas las fragilidades humanas. Puede pasar dos
días insomne, embelesado con una creación musical,
tomando café, mucho café, como único combustible.
Vive en un ambiente no solo musical sino tam­
bién pictórico y poético. Las paredes y las repisas de
su casa están atiborradas de recuerdos, de libros, de
música, de cuadros que se exponen en todos los es­
pacios. El piano acústico, protagonista inexorable de
sus composiciones, está contra una pared que tam­
bién sostiene un óleo con un rostro de muñeca, crea­
ción de Edilberto Calderón, quien le entregó el cuadro
con el único requisito de que lo exhibiera siempre en
ese lugar, junto al piano. Obras de otros reconocidos
pintores tolimenses engalanan la sala, el comedor y
el estudio: cuadros de Manuel León, caricaturas que
diversos artistas hicieron sobre él, y “El violonchelis-
ta” que Armando Martínez Berrio pintó al óleo en su
honor. Una acuarela de una casa en Coello, la mis­
ma donde Álvaro Mutis pasó parte de una infancia
feliz, y que fue plasmada por Carlos Naranjo Páez,
para regalársela al escritor, finalmente se exhibe en
la casa de Zambrano. Mutis nunca pudo llegar a Iba­
gué a recibir el homenaje, por razones de salud, pero
conoció la acuarela a través de una fotografía.
Una música monótona que inicia en el balcón,
por virtud de un sonajero que al ser movido por la

(335)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

brisa tintinea siempre en la misma tonalidad —es un


palíndromo, explica Zambrano— termina de llenar su
espacio íntimo y doméstico.
En su alcoba, las paredes y los muebles están re­
servadas para los recuerdos familiares. Una fotogra­
fía junto a su esposa Amparo Aguiar, da cuenta del
día de su matrimonio. Se casaron en Ibagué luego de
un largo e intermitente noviazgo, que comenzó desde
que eran apenas unos niños y ambos estudiaban en el
Conservatorio del Tolima. Otras fotografías registran
momentos felices junto a sus dos hijos, Cesar Au­
gusto y Daniel Mauricio. También de Juan Manuel, el
nieto mayor, y de Isabela, la nieta nacida en 2013, que
posan alegres en diversos momentos de familia.

Zambrano es un hombre místico, sensible, que


sufre intensamente los conflictos y las crisis de la
Universidad del Tolima y de la región. Es también
un convencido de que a través de las expresiones es­
téticas se pueden superar las diferencias más pro­
fundas, porque son lenguajes del espíritu que todos
comparten. En los más de 40 años que lleva en la
UT, ha tenido que enfrentar muchas veces condi­
ciones de precariedad extrema para desarrollar su
trabajo, pero él se sobrepone rápidamente porque la
Universidad nunca le ha hecho sentir que su labor
sea intrascendente. Al contrario, todavía recuerda el
llamado de preocupación que le hizo, en marzo de

(336)
Beatriz Jaime Pérez

1976, Fernando Misas, rector en ese momento, para


informarle que ya había puesto en conocimiento a la
Secretaría de Educación del Departamento de la ne­
cesidad de comprar una aguja para el único equipo
de sonido que había en la Institución y que era indis­
pensable para desarrollar sus clases. Aunque cueste
trabajo creerlo hoy, en 1976 la UT no tenía recursos
para comprar siquiera una aguja.
“Yo ya estaba pensando que debía irme porque no
tenía condiciones mínimas para trabajar. Pero después
de ese llamado de Fernando Misas, quedé atónito. En
ese momento pensé que no podía irme. Su preocupación
por mi trabajo me dejó claro que para la Universidad
era importante lo que yo hacía. Ese respeto y ese apre-
cio por lo que hago, lo he sentido siempre aquí.”
Zambrano ha sido tan estimado como artista que
incluso han querido hacerle reconocimientos en áreas
en las que él no se ha destacado jamás. Por ejemplo,
un día lo sorprendieron con una lista de compositores
de música popular colombiana en la que estaba su
nombre. Él no sabía cómo explicar que nunca ha com­
puesto un bambuco o alguna canción popular y que
tampoco se siente capaz de hacerlo. “La única música
mía que ha sido popular fue la que compuse para la se-
rie de televisión ‘Cuando quiero llorar no lloro’ (Los vic-
torinos) y la hice solo por amistad con Carlos Duplat.”
Tanto sus paisanos como las autoridades acadé­
micas y políticas de la región lo han reconocido siem­
pre. No ha habido obstáculo en su trabajo artístico que

(337)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

no haya sido superado con el apoyo de las instituciones


y de las personas que lo aprecian. Ha sido receptor de
distinciones y homenajes múltiples, y varios episodios
de su vida han quedado registrados en periódicos, vi­
deos, revistas y libros. De hecho, esta semblanza es una
más entre las muchas líneas que se han escrito sobre
él y su trabajo, cuyo legado ha conseguido notoriedad a
fuerza de disciplina, talento y cariño entrañable por lo
que hace y por su terruño tolimense.

(338)
Beatriz Jaime Pérez

Cuando la ciencia le reveló al mundo que genéti­


camente no somos muy distintos a una mosca o a un
ratón, y que el genoma humano es 98 por ciento igual
al de los chimpancés, muchas comunidades queda­
ron conmocionadas. Las primeras en estremecerse
fueron las iglesias: creyeron que el derrumbamiento
de su relato había llegado por cuenta de un descu­
brimiento científico que refutaría en forma categórica
sus creencias. La noticia causó un revuelo sorpresi­
vo, agravado por el hecho de que el conocimiento de
tal información hubiera coincidido con el comienzo
de un nuevo milenio, lo que para muchos era un su­
ceso premonitorio. Pero tal derrumbamiento no ocu­
rrió quizá porque la fe, en permanente disputa con la
ciencia, es un pensamiento que construye su sentido
con otras lógicas: no tiene por objeto mostrar la evi­
dencia de ningún misterio.
Pero mientras el tema se decantaba, monseñor
Juan Francisco Sarasti Jaramillo, Arzobispo de Ibagué
entre 1993 y 2002, tuvo que encarar aquella agitación
y para hacerlo llamó a la genetista de mayor trayectoria
en el Tolima: Magdalena Echeverry. Nadie mejor que
ella podía explicarle a un grupo de al menos 100 sacer­
dotes, de qué se trataba la nueva información científi­
ca. Ella no solo era la más autorizada para hablar del
tema por su formación en el área, sino por su fe católica
ampliamente conocida entre la clerecía local.

(343)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Magdalena78 aceptó la invitación formulada por


el arzobispo pero le dejó saber al emisario de la Arqui­
diócesis que lo haría solo con una condición: “Dígale
a monseñor que con mucho gusto les doy la charla,
pero que si está esperando que yo le conteste lo que
él quiere escuchar, entonces no voy”. Le respondieron
que no se preocupara, que ellos estaban dispuestos a
escuchar todo lo que la ciencia tuviera para decirles.
Ahora el problema era para ella, que no tenía idea
de cómo iba a explicar semejante complejidad a un gru­
po de personas cuya formación profesional no era en
biología sino en teología. Estuvo inquieta por un tiempo
hasta que simplemente decidió que su exposición versa­
ría exclusivamente sobre el tema científico del momento:
el genoma humano. La primera diapositiva que les pro­
yectó fue la imagen de la Eva de Durero, el famoso des­
nudo del renacentista alemán, y comenzó a hablarles del
fascinante tema de la evolución, lo que implicó hablar de
la Eva bacteriana que es en la que ella cree.
“Venimos de una bacteria — me explica — la
primera Eva fue una bacteria”. Y continúa haciéndo­
me una larga y emocionante exposición sobre la base
genética común que comparten todos los seres vivos,
independientemente de si son ratas, orugas o seres
humanos. Escucharla es un deleite porque se descu­

78
En adelante llamaré a la profesora Magdalena por su nombre
de pila, aunque en periodismo es inadecuado darles este tratamiento a
las fuentes. Solo lo haré para evitar confusión con Echeverry, su padre.

(344)
Beatriz Jaime Pérez

bre de inmediato que no se necesita estar formado en


biología y química para comprender su discurso.
Pasados unos quince días de aquella charla que
hizo frente al clero arquidiocesano, que en realidad
no fue una simple charla sino un seminario que duró
todo el día, Magdalena supo que sus explicaciones
científicas habían calado hondo entre los sacerdotes
de la Arquidiócesis de Ibagué, cuando una amiga le
contó que en un curso de biblia que por esos días
estaba tomando, el cura que orientaba el curso les
había dicho algo más o menos así: miren, no haga-
mos más el ridículo con ese muñeco de barro, debemos
actualizarnos. Les pido que entiendan que eso es una
metáfora. Por varios meses, las homilías en los púlpi­
tos de Ibagué versaron sobre esas explicaciones.
En las clases de teorías de la evolución que orientó
por muchos años en la Universidad del Tolima, Magda­
lena comenzaba con una advertencia: “No se puede ha-
blar de ciencia con una biblia en la mano. Sus problemas
espirituales y religiosos — les decía a los estudiantes —
deben ser resueltos afuera. Aquí no vamos a hablar de
ellos y mucho menos los vamos a cuestionar.”
Magdalena es una mujer creyente y practicante del
catolicismo. Incluso tiene capilla privada en su finca
Santafé de los Guaduales. Pero sus creencias religiosas
y su labor científica no le generan ninguna crisis exis­
tencial. Por el contario: ella tiene claro dónde comienzan
y dónde terminan esas dos esferas de su experiencia vi­
tal. “Cómo me voy a poner a perder mi tiempo en cosas

(345)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

que no tienen explicación. Todo lo que he querido lo he


conseguido y yo agradezco a dios por eso. Quizá exista
dios, o tal vez no; tal vez sea la fuerza de la naturaleza
la que nos concede las cosas.” Y remata diciendo que la
esperanza de que exista un ser superior es patrimonio
de todas las culturas, en todas las épocas de la histo­
ria de la humanidad. “Somos católicos porque nacimos
en una familia católica; si hubiéramos nacido en una fa-
milia musulmana, seríamos musulmanes.” Magdalena
cree, sin embargo, que para llevar una vida espiritual
no es necesario practicar una religión; basta con seguir
fielmente lo que ella denomina normas universales: no
causar deliberadamente sufrimiento a otros, cuidar la
naturaleza y vivir en armonía con ella.
Cree profundamente en la evolución; de otra forma
no habría podido ser maestra de tal conocimiento por
tantos años. Critica a las sociedades que hoy todavía
se niegan a aceptarla y que la prohíben en las aulas de
clase “como ocurre en algunos estados de los Estados
Unidos. Son culturas muy cerradas; eso es increíble.”
De acuerdo con Magdalena, la publicación del año
2001 sobre genoma humano fue clave para la com­
prensión de los postulados de Darwin sobre las espe­
cies, porque con este desarrollo no solo se llenaron las
lagunas de su teoría, sino que quedó demostrado que
todos los seres vivos tenemos una base genética co­
mún. “Darwin lo intuyó, pero no tuvo cómo probarlo. Él
no habló de genes porque para entonces no se conocían,
pero lo que queda probado es que la teoría darwiniana

(346)
Beatriz Jaime Pérez

dejó de ser una de las teorías de la evolución y se convir-


tió en una verdad científica.”
Para los genetistas de poblaciones — dice Magda­
lena— el término especie dejó de ser ambiguo cuando
se estableció que ella —la especie— tiene una base
genética común, un aislamiento reproductivo. Esto lo
dijo para explicarme que aunque el genoma humano
comparta el 98% de base genética con los chimpacés,
no podríamos cruzarnos con ellos. “Puede haber apa-
reamiento, pero no descendencia: eso solo ocurre en el
realismo mágico de Gabriel García Márquez”, explica.
El concepto de especie se puede aprender teórica­
mente pero para Magdalena ese aprendizaje es signi­
ficativo solo cuando los estudiantes tienen ocasión de
observarlo en la práctica. Por eso durante varios años
desarrolló, para sus clases, un modelo evolutivo que se
constituyó en su gran pasión: las moscas. Comparó po­
blaciones de moscas del desierto de la Tatacoa, departa­
mento del Huila, con poblaciones de la zona desértica de
La Guajira. Cruzó machos de La Guajira con hembras
de la Tatacoa y viceversa. Los estudiantes aprendieron
a colectarlas, a manejarlas, a cultivarlas, a hacer morfo­
metría geométrica, a cruzarlas. “Era como mirar a través
de una ventana: esto es aislamiento reproductivo, esto
otro es infertilidad de los híbridos; es decir, les enseñé
con cosas tangibles y no solo con teorías.”
El trabajo con las moscas fue para Magdalena la
primera etapa y la más apasionante de su vida profe­
sional, pero también la más incomprendida por ser la

(347)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

menos productiva en términos económicos. La inves­


tigación básica enfrenta un problema muy grave en
Colombia y es que no consigue apoyo financiero. “Col-
ciencias nunca me financió un proyecto con las moscas.
A las instituciones les interesa mucho más la investiga-
ción aplicada. Se cree que el conocimiento generado por
la ciencia básica no es importante porque no tiene fines
prácticos inmediatos.”
Incluso en la Universidad del Tolima ella sopor­
tó críticas de diversa índole por su trabajo con las
­moscas. Por mucho tiempo, colegas de otras áreas del
saber estimaron que esa labor era un capricho suyo,
que además le salía carísimo a la Universidad por las
prácticas de campo que debía hacer cada año en la
­Tatacoa y en La Guajira para monitorear la descen­
dencia que dejaban los cruces de esas poblaciones.
Pero también la criticaron algunos colegas de su pro­
pia unidad académica, el Departamento de Biología:
varias veces le dijeron que había convertido las clases
de evolución y de genética en un curso de ­matemáticas.
Frente a todo esto ella responde que la evolución
tiene unos procesos que solo pueden ser medidos a
través de modelos matemáticos, pero que algunos
profesores prefieren obviarlos porque los consideran
irrelevantes. Una de las tantas cosas que la gente ig­
nora sobre este tema — dice Magdalena— es que la
genética de poblaciones, que es uno de los campos
más integradores de la biología, se desarrolló alre­
dedor de las moscas. “Si hoy estamos secuenciando

(348)
Beatriz Jaime Pérez

el genoma es porque las moscas nos llevaron a eso. El


modelo de las moscas ha sido aplicado mundialmen-
te. Las moscas le dieron vida a la genética.”

En el año 1978, cuando Magdalena buscó ser


admitida en la maestría en Biología de la Universi­
­
dad de los Andes, de Bogotá, el profesor Hugo Felipe
­Hoenigsberg, quien para entonces dirigía el Instituto
de Genética de esa universidad, la rechazó con el ar­
gumento de que la genética era un campo muy exigen­
te. Le dijo que más bien por qué no se dedicaba a otra
cosa, como la fisiología vegetal, algo más acorde a su
condición de madre y esposa. Terminó la entrevista
diciendo que en Colombia los hombres son machistas
y no dejan que las mujeres se dediquen a estudiar con
rigor y disciplina. Esto último lo dijo mirando a Raúl
Polanco, esposo de Magdalena, quien la estaba acom­
pañando. Ella le respondió que le daba mucho pesar
que la estuviera rechazando por las mismas razones
que él criticaba en su argumento, pero que su decisión
le parecía muy buena porque se acababa de dar cuen­
ta de que nunca hubiera podido trabajar con él. Rema­
tó diciéndole que se iba con el rabo entre las piernas
pero que él había perdido a la mejor estudiante que
iba a tener en toda su vida. Y diciendo eso dio media
vuelta y salió. El profesor se fue tras ella diciéndole
no, no, no, no se vaya así. Venga y hablamos. “Enton-
ces, luego de escucharme, él se sentó a escribir un oficio

(349)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

­ ceptándome en la maestría y en ese mismo momento


a
sellamos para siempre nuestro amor académico. Hoe-
nigsberg fue mi mentor. Fue muy duro trabajar con él,
porque exigía casi como un sargento, pero justamente
eso es lo que más le agradezco. Todo lo que sé de gené-
tica lo aprendí con él, además del rigor y la disciplina.”
Su desempeño en la maestría fue destacado y su
trabajo de grado sobre mapas de cromosomas fue lau­
reado. Una década después volvió con Hoenigsberg
para cursar el doctorado en Genética. Dudó mucho
antes de iniciar este nuevo proyecto académico, por­
que en ese momento, finales de la década de los 80,
Magdalena ya era madre de cinco hijos, cuatro en edad
escolar y la menor de apenas dos años. Su familia ha
sido su prioridad; por eso, cuando el rector Iván Melo
Delvasto le sugirió que se fuera a hacer el doctorado,
ella se negó en principio.
“Yo me fui casi obligada. Tuve mucha presión del rec-
tor. Él había recibido una carta de los Andes en la que
me invitaban a cursar el doctorado, y eso se leyó como
algo muy importante… Es paradójico: mientras a muchos
profesores les costó trabajo conseguir la comisión de estu-
dios, a mí prácticamente me rogaron para que la tomara.”
De todas maneras, tardó casi tres años pensándo­
lo, hasta que un día Raúl Polanco, su esposo, la con­
venció. Comenzó sus estudios en julio de 1991 pero a
los dos años tuvo que suspenderlos por cuenta de un
grave problema que involucró a Hoenigsberg. Puesto
que fue un escándalo judicial que alcanzó a salirse de

(350)
Beatriz Jaime Pérez

los muros de la universidad y se volvió mediático, creo


que vale la pena recordarlo en esta semblanza, entre
otras razones porque afectó seriamente a Magdalena
y, por extensión, a la Universidad del Tolima.
Ocurrió que en agosto de 1992 una estudiante
del doctorado en Genética, que había comenzado sus
estudios cuatro años antes que Magdalena, inter­
puso una acción de tutela contra Hoenigsberg y la
Universidad de los Andes por supuestas irregulari­
dades en el manejo de su proyecto de tesis. En ese
momento, la justicia en el país estaba prácticamente
estrenándose en la administración de la herramienta
más importante y efectiva que ha tenido el derecho
constitucional colombiano desde la promulgación de
la carta política de 1991: la acción de tutela.
Aunque en las dos primeras instancias el fallo
favoreció a Hoenigsberg y a la Universidad de los
Andes, la animadversión entre el profesor y la estu­
diante había alcanzado tal nivel de tirantez que ella
decidió llevar el pleito hasta la última instancia. Y
ahí ganó ella. La Corte Constitucional ordenó a la
Universidad de los Andes nombrarle un nuevo direc­
tor de tesis. Tal decisión judicial fue una humillación
para Hoenigsberg, quien llevó la peor parte en este
pleito porque la Universidad de los Andes, segura­
mente tratando de conjurar el escándalo, cometió
con él un atropello jubilándolo a la brava.
Ahora los problemas fueron para Magdalena por­
que de un día para el otro se quedó sin director y

(351)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

sin financiación para su tesis. Colciencias estaba fi­


nanciando las tesis doctorales que se desarrollaban
en el Instituto de Genética de los Andes, con lo cual
­Magdalena tenía garantizada su estancia en el exte­
rior, el trabajo de campo y los asistentes de laborato­
rio que necesitaba para desarrollar su investigación.
Pero con la salida de Hoenigsberg, dicha entidad
cambió las reglas de juego: ahora le pedían a Magda­
lena que cambiara tanto el director como el proyecto.
Era empezar de nuevo y Magdalena no estaba dis­
puesta, así que decidió darse un tiempo y esperar a
que volviera la calma: solicitó a la Universidad del To­
lima que le suspendiera la comisión de estudios y a la
Universidad de los Andes que le suspendiera la matrí­
cula. Pasados dos años, solicitó reintegro al programa
de doctorado pero el regreso le implicó enfrentar una
dura pelea en los Andes porque ahora la universidad
le pedía como requisito que demostrara solvencia eco­
nómica para financiar su proyecto. Ella no lo podía
creer. “Yo tenía todo solucionado para desarrollar mi
proyecto porque Colciencias me financiaba, pero el pro-
blema judicial que enfrentó la universidad dos años
atrás me estaba afectando, como si yo hubiera tenido
responsabilidad en eso.” Así que no aceptó tal reque­
rimiento de los Andes y más bien decidió enfrentar al
decano del momento, Ramón Fayad.
En su primer año de doctorado le habían querido
subir la matrícula en forma extraordinaria, entonces
ella se quejó y pidió que le dijeran con exactitud lo

(352)
Beatriz Jaime Pérez

que le cubría esa matrícula. La respuesta se la dieron


por escrito y esa fue su tabla de salvación: en el oficio
se expresaba que el pago de la matrícula le cubría
hasta la risa: pasantía internacional, congresos, tra­
bajo de campo, personal técnico de laboratorio, todo.
Ella había guardado ese oficio como previendo
que en algún momento lo iba a necesitar y, en efecto,
cuando el decano le dijo que debía buscar financia­
ción para su proyecto, lo sacó y le dijo: “pareciera que
ustedes solo entienden con tutelas.” En ese momen­
to el decano supo que ella ganaría cualquier pleito y
entonces accedió. Ella, sin embargo, le dijo que no
creyera que ahora iba a abusar de la universidad. Se
fue, diseñó un presupuesto modesto que ascendía a
23 millones de pesos y la universidad lo aceptó.
Gastó cuatro o cinco millones de pesos en el tra­
bajo de campo y en el pago de un técnico de labora­
torio y así terminó el proyecto. Luego, sabiendo que
su tesis no iba a conseguir evaluadores en Colombia
puesto que no había gente formada en ese campo tan
especializado, viajó a varios países del mundo, por su
cuenta, a donde sabía que podía encontrarlos.
¿Acaso esa búsqueda no le correspondía a la uni-
versidad? le pregunté. Y me dijo que sí, pero que de
haberle dejado esa responsabilidad a la universidad,
se habría quedado esperando, porque cuando ella en­
tregó su tesis y pidió ser evaluada, le respondieron
que debía esperar a que los demás terminaran para
traer en un solo viaje a todos los jurados. Semejante

(353)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

condición era inaceptable de cualquier modo, pero so­


bre todo porque ella tenía un compromiso con la UT.
Por eso recorrió algunos países buscando evaluadores
para su tesis y finalmente los encontró: uno en Ar­
gentina, Esteban Hasson, y otro en España, Antonio
Fontdevila Vivanco. Con este último Magdalena esta­
ba nerviosa porque en su tesis refutaba algunos de
sus postulados. Los dos jurados se tomaron un año
para leer su proyecto. Cuando estuvieron listos, las di­
rectivas de la universidad le dijeron que no los podían
traer porque eran muy costosos. Pero ella conservaba
el oficio en el que la institución se comprometía con
23 millones para su proyecto, de los cuales solo había
gastado cuatro o cinco, así que pidió que le autoriza­
ran sacar de ese rubro para traer a sus evaluadores.
Al fin defendió su tesis en septiembre de 1998
frente a los dos jurados internacionales y a otro más
de los Andes. “Ese día la universidad hizo una fiesta.
Hubo concierto, pasabocas, vino y muchos invitados.
Estaban felices porque yo era la primera persona en ob-
tener título de doctora en los Andes.” La formación doc­
toral en Colombia es muy reciente, por eso Magdalena
fue la primera doctora en Genética formada en el país.
Pero no solo los programas de doctorado eran re­
cientes; también lo era la acción de tutela, y fue por una
tutela que la Universidad de los Andes estuvo en gran­
des titulares de la prensa nacional, sobre todo porque
le costó el puesto a Hoenigsberg, que era un reputado
genetista, y dos semanas de cárcel a tres altos funciona­

(354)
Beatriz Jaime Pérez

rios de la universidad: el rector, el decano de la Facultad


de Ciencias y el nuevo director del Instituto de Genética.
“Yo creo que estas cosas solo ocurren aquí en Co-
lombia”, dice Magdalena. El hecho es que la univer­
sidad fue demandada por el supuesto desacato de la
tutela que la obligaba a nombrarle otro director de te­
sis a una estudiante. La universidad nombró a Mauri­
cio Linares, quien ostentaba el título Ph.D en Biología.
Para ese momento el decano de la Facultad de Ciencias
era Ramón Fayad, Ph.D en Matemáticas y el rector era
Arturo Infante Villarreal, Ph.D en Ingeniería Industrial.
He descrito los títulos de formación doctoral de estos
tres académicos porque justamente sobre este tema
fue que versó el escándalo. En el particular entendi­
miento de un juez de la república, estos tres señores
no eran idóneos para entenderse con una estudiante
de doctorado en Genética porque ellos en realidad eran
doctores en Filosofía. Con seguridad el juez debió hacer
la siguiente reflexión: puesto que la sigla Ph.D traduce
en latín Philosophiae Doctor, entonces todos los Ph.D del
mundo son doctores en Filosofía.
Este suceso no habría pasado de ser simplemente
chistoso, si no hubiera sido por que mantuvo presos por
16 días a tres académicos, le costó el puesto y el pres­
tigio a otro, y frente a la comunidad científica interna­
cional el país quedó como una republiqueta similar a la
que describe García Márquez en El otoño del patriarca,
sin contar con que además fue una violación flagrante
a la autonomía universitaria. El abogado Antonio José

(355)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Cancino, defensor de Linares, dijo para la prensa en


aquel momento: “Imagínese lo que pasaría si dejamos
que un juez califique la idoneidad de los profesores…”
Estas cosas son de no creer, concluye Magdalena.
Hoenigsberg murió en 2015. Dos años después
de su muerte, Laura Moretti, la viuda de Hoenigs­
berg, buscó a Magdalena para donarle una parte de
la biblioteca del profesor: 813 volúmenes sobre ge­
nética de poblaciones y evolución, una hemeroteca
de 475 revistas científicas y 134 AZs de artículos se­
lectos, que Magdalena, a su vez, puso al servicio de
estudiantes y profesores de la Universidad del Tolima
y, por supuesto, de los miembros del grupo de inves­
tigación que fundó en 1999 y en el que ha desarrolla­
do casi toda su producción intelectual: Citogenética,
Filogenia y Evolución de Poblaciones.
La segunda etapa de la vida profesional de
­Magdalena, descrita por ella como la más producti­
va en términos científicos y económicos, fue cuando
empezó a desarrollar proyectos de investigación so­
bre cáncer. Comenzando el año 2003, su yerno Luis
Guillermo Carvajal, doctor en Genética Humana, in­
­
vitó a Magdalena a trabajar con el Cáncer Research
UK, un Instituto de investigación del Reino Unido, en
un proyecto sobre cáncer colorrectal. Ella se negó en
principio, pero fue tanta la insistencia de su yerno
que al final accedió. Entonces Magdalena buscó alian­
zas con el programa de Medicina de la UT y consiguió
que los médicos Gustavo Montealegre y Mábel Elena

(356)
Beatriz Jaime Pérez

­ ohórquez, profesores del programa, se sumaran. Fue


B
clave el apoyo que recibieron de la UT durante la rec­
toría de Ramón Rivera Bulla, asegura Magdalena.
El Cáncer Research UK le entregó al grupo de
investigación, dirigido por Magdalena, 45 mil euros
para financiar la toma de muestras en pacientes con
cáncer, iniciar un Biobanco de casos y controles y
la extracción de ADN. Con esos recursos ella dotó
de implementos básicos el laboratorio de Citogenéti­
ca de la UT. La Universidad, por su parte, firmó un
convenio con ese grupo de investigación del Cáncer
Research UK, que para ese momento estaba dirigido
por Ian Tomlimson, un reputado científico europeo.
Pasado un tiempo, el grupo de investigación que di­
rigía Tomlimson se trasladó, en bloque, a la Univer­
sidad de Oxfort y a partir de ese momento la alianza
fue con esa universidad inglesa.
Luego vinieron proyectos más grandes cuando
grupos de investigación de nueve países, entre los
que se contaban el de la Universidad de Oxford y el
de la UT, se unieron para participar en una convo­
catoria financiada por la Unión Europea para desa­
rrollar la investigación más grande en su momento
sobre cáncer colorrectal, conocida por su sigla CHIB­
CHA. Estar en ese proyecto fue muy importante para
la Universidad del Tolima por la proyección inter­
nacional que logró, ya que la Universidad apareció
como la líder del proyecto en América Latina. Ade­
más, sirvió para que Magdalena dotara el laboratorio

(357)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

de ­Genética con equipos de última generación y se


financiaran los proyectos de cuatro estudiantes de
maestría y tres de doctorado que fueron vinculados a
esa investigación, en la que se tomaron alrededor de
12 mil muestras entre casos, controles e indígenas.
La otra consecuencia positiva que tuvo el desarrollo
de esta investigación fue que se comenzaron a pro­
yectar en esta área del conocimiento los programas
de formación doctoral en la Universidad del Tolima.
Con esa experiencia en su currículo, el grupo li­
derado por Magdalena participó en el año 2011 en
otra convocatoria internacional, esta vez realizada
por Glaxo Smith Kline (GSK), una empresa británi­
ca de productos farmacéuticos que también se de­
dica a la investigación bioquímica, y de nuevo ganó.
“Participaron 90 proyectos en total, de instituciones de
67 países del mundo. La UT recibió 250 mil dólares.”
Para el desarrollo de este proyecto la Universidad del
Tolima también hizo una alianza con el Instituto Na­
cional de Cancerología (Colombia).
La investigación consistió en buscar genes aso­
ciados al cáncer, lo cual implicó tomar mil muestras
en pacientes con cáncer de mama y mil controles sa­
nos. En el proceso de toma de muestras fue clave la
cooperación de médicos, enfermeras e instituciones
y empresas prestadoras de salud, entre las que cabe
destacar el Instituto Nacional de Cancerología, el Hos­
pital Federico Lleras Acosta de Ibagué, el Hospital

(358)
Beatriz Jaime Pérez

­ ablo Tobón Uribe de Medellín y el Hospital Hernando


P
Moncaleano Perdomo de Neiva, entre otros muchos.
“El cáncer es una enfermedad que tiene un tras-
fondo genético — dice Magdalena— pero es importante
aclarar un error común, y es creer que genético es si-
nónimo de hereditario. No. En la mayoría de los casos,
las mutaciones asociadas con el incremento del riesgo
a desarrollar la enfermedad son de origen somático,
es decir, no tienen nada qué ver con las células germi-
nales, productoras de óvulos y espermas que son las
únicas capaces de transmitir información a la siguien-
te generación. Lo anterior significa que a lo largo de la
vida de una persona, en cualquiera de los trillones de
sus células somáticas, podrían aparecer mutaciones
que incidieran en el riesgo a desarrollar algún tipo de
cáncer, sin que dicho riesgo sea heredable.”
El esfuerzo que ha hecho la UT para apoyar el
desarrollo de estos proyectos tampoco ha sido menor:
ha cofinanciado más de 20 proyectos de investigación
sobre el tema de cáncer; remodeló los laboratorios,
financió investigadores asociados y auxiliares de do­
cencia y dio comisión de estudios doctorales a dos
profesores. Por su parte, Colciencias también finan­
ció a estudiantes de maestría y de doctorado, además
de jóvenes investigadores. Así mismo financió pasan­
tías, diásporas y proyectos. “Y todo esto tampoco ha-
bría sido posible sin los estudiantes. Ellos han estado
muy comprometidos, y muestra de ello es que sus te-
sis han sido laureadas”, asegura Magdalena.

(359)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Aunque se siente muy orgullosa de sus logros con


estos proyectos, ella dice que al comienzo fue muy di­
fícil: “Desprenderme de las clases de Evolución para
meterme en otro cuento fue como si me arrancaran un
pedazo de corazón.” El trabajo de investigación sobre
cáncer coincidió con su retiro, su jubilación. Magdale­
na se jubiló en mayo de 2005 y desde entonces su labor
docente en la UT quedó limitada a los posgrados: Maes­
tría en Biología y Doctorado en Ciencias Biomédicas.
Desde 2005, con la toma de las primeras mues­
tras, el grupo de investigación Citogenética, Filogenia
y Evolución de Poblaciones empezó un Biobanco, es
decir, un centro de recursos biológicos que contiene
un importante volumen de muestras de tumores y de
sangre de pacientes, controles y poblaciones indíge­
nas. El grupo también cuenta con una base de datos
y una amplia red de hospitales e instituciones de sa­
lud que ayudan con la toma de muestras en diferentes
regiones del país. “Creo que hemos tenido un desarrollo
mayor al que imaginamos Ramón Rivera y yo cuando
iniciamos estos proyectos”, concluye Magdalena.
Los aportes de Magdalena al mundo de la cien­
cia no se agotan en los productos de investigación del
grupo, más de 30 publicaciones internacionales; ella
también ha liderado la creación de nuevos programas
de postgrado en la UT. En 1985 adelantó los trámites
académicos y administrativos que le dieron origen a la
primera especialización que desarrolló la Universidad:
Especialización en Docencia de la Biología. En esa

(360)
Beatriz Jaime Pérez

construcción participaron, entre otros, Andrés Rocha,


Carlos Quimbayo, Hernán Giraldo y los profesores del
Departamento de Biología. Ese mismo año visitó algu­
nas universidades públicas para mirar cómo estaban
organizando los postgrados, y encontró que la mejor
forma era creando una Escuela de Postgrados. Con su
iniciativa, el Consejo Superior Universitario creó a tra­
vés del Acuerdo 70 de 1986 la Escuela de Postgrados,
cuya primera directora fue Magdalena. Esa Escuela
no duró mucho. Magdalena se fue en 1991 a cursar
el doctorado y cuando regresó, esa unidad académica
había desaparecido. Paralelamente con la Facultad de
Ciencias nació el pregrado de Biología, en cuya cons­
trucción Magdalena jugó un papel importante. Con
la profesora Gladys Reinoso Flórez lideró la creación
de la maestría en Ciencias Biológicas y, más recien­
temente, con las profesoras Liliana Francis y Sonia
Giraldo, construyó el documento maestro del docto­
rado en Ciencias Biológicas. Hasta el 2018 Magdale­
na todavía trabajaba activamente en el doctorado en
Ciencias Biomédicas que desarrolla la UT en convenio
con universidades del eje cafetero.

Cuando era estudiante de bachillerato, Magda­


lena soñaba con ser abogada o periodista. Eso era lo
que revelaban los test vocacionales que le hacían las
monjas salesianas del colegio Departamental Santa
Teresa de Jesús, donde estudió. Por eso cuando la

(361)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

rectora leyó en un formulario que Magdalena iba a


estudiar Ingeniería Agronómica, la mandó a llamar
para preguntarle qué había pasado.
Magdalena sabía que su mamá no iba a aceptar
de buenas a primeras que se fuera a vivir sola a Bo­
gotá, que era lo más cercano que tenía para estudiar
Derecho o Periodismo, y así se lo expresó a la rectora.
Pero la religiosa le hizo saber que estas decisiones
tan fundamentales en la vida, no se pueden tomar
pensando en lo que le gustaría a la mamá. Fue un
momento crítico, pero como de todos modos no que­
ría angustiar a su madre, decidió matricularse en el
programa de Ingeniería Agronómica de la Universi­
dad del Tolima. A mediados del primer semestre, su
mamá le propuso que se fuera para Cali a estudiar
lo que quisiera, porque allá podía vivir con una tía.
Magdalena piensa que esa propuesta de su mamá
pudo deberse a una conversación que quizá sostuvo
con la rectora del colegio.
Pero en las vacaciones de mitad de año murió su
madre. “Si yo me hubiera ido para Bogotá contra la volun-
tad de mi mamá, me habría quedado un remordimiento
muy grande.” Para Magdalena era muy importante no
hacer enojar a sus papás. De hecho, siendo ya profesio­
nal, postergó por un año su matrimonio con Raúl Polan­
co solo porque a su papá no le gustaba ese yerno.
Luego de la muerte de su madre, Magdalena re­
solvió que tampoco se iría para Cali porque no esta­
ba dispuesta a dejar solo a su papá enfrentando los

(362)
Beatriz Jaime Pérez

asuntos familiares. Por esa misma razón tampoco


continuó en Ingeniería Agronómica ya que, de haber
seguido en esa carrera, en algún momento tenía que
irse a vivir a la granja de Armero, donde se cursa­
ban algunos semestres. Entonces, sin consultar con
nadie, se matriculó en la Licenciatura en Biología y
Química. Por aquel tiempo, las licenciaturas en la UT
comenzaban sus clases a las 2:00 de la tarde, horario
que la favorecía en su intención de acompañar en los
asuntos domésticos a sus hermanos más pequeños.
Es un hecho que la llegada de Magdalena a la
Licenciatura en Biología y Química fue por azar, pero
ella disfrutó mucho el estudio de su carrera univer­
sitaria: no sabía que le iba a gustar tanto la Biología,
y menos que se iba a enamorar del oficio de maes­
tra. No bien acababa de recibirse en la licenciatura,
cuando se vinculó a la UT como profesora del Plan
Extramuros. Para entonces tenía 22 años y estaba
ennoviada con Raúl Polanco, un hippie con el que se
quiso casar al poco tiempo de haberlo conocido.
Llevaban tres meses de novios cuando Polanco
le regaló un baúl grande que contenía las argollas de
matrimonio, su traje de novio, que era un ajuar com­
pleto de esmoquin con zapatos incluidos, y la partida
de bautismo. Esa fue la forma que él encontró para
proponerle matrimonio. Pidió hablar con su suegro
para pedir la mano de Magdalena y la conversación
fue más o menos así:
— Qué se le ofrece, joven

(363)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

— Es que Magdalena y yo nos queremos casar


— Ah, entonces usted se quiere casar con mi hija…
— Sí, señor
— Y con qué piensa mantener el hogar
— Vendiendo seguros
— Cuántos ha vendido este mes
— Ninguno… es que apenas voy a comenzar
— Bueno, entonces vaya comience y luego hablamos
“Por supuesto nunca vendió ni un solo seguro en
su vida, pero él era un conchudo que pedía mi mano
cada dos meses, dice Magdalena, y agrega que en total
fueron seis las veces que Polanco habló con su papá,
pero éste se negaba a aceptar esa unión, entre otras
razones, porque le parecía inconcebible que su hija,
tan juiciosa, se fuera a casar con semejante vago.
Pero luego de un año de tanta insistencia, al fi­
nal cedió. “Estábamos en el Líbano, en la casa de mi
abuela paterna, porque en esa época yo trabajaba en
el Plan Extramuros y daba clases en varios munici-
pios, cuando mi papá me mandó a preguntar con mi
abuela si era verdad que yo me quería casar.”
— Sí, abuelita, dígale a mi papá que yo me quiero casar
— Que sí, mijo, que la niña se quiere casar
— Mamá, entonces pregúntele qué quiere que yo haga
— Abuelita, dígale que lo único que quiero es que
me lleve a la iglesia, me dé la bendición, me compre
un vestido bien lindo y me haga una fiesta a la que yo
pueda invitar a todos mis amigos

(364)
Beatriz Jaime Pérez

— ¡Ah!.. Estos muchachos de hoy en día piensan


que un matrimonio es una cosa tan fácil como com­
prarse un vestido y hacer una fiesta… Bueno, mamá,
entonces dígale que fije la fecha del matrimonio
Magdalena sentía una responsabilidad muy
grande con toda su familia, por ser la mayor de las
mujeres. Estaba convencida de que la mejor manera
de apoyar a su papá era evitándole “dolores de cabe-
za” adicionales a los que ya tenía luego de que quedó
viudo y con nueve hijos. “No quería casarme sin el
permiso de mi papá. Eso me parecía muy triste. Yo
tenía que dar ejemplo a mis hermanos.”
Se casaron el 6 de abril de 1974 y tuvieron cua­
tro hijas y un hijo. Ella asegura que ha sido muy feliz
en su matrimonio porque su marido, que en princi­
pio parecía no prometer nada, ha sido un esposo, un
padre y un yerno inmejorable. Él ha apoyado todos
sus proyectos profesionales y familiares, y Magdale­
na hace énfasis en que no habría podido lograrlos
sin su ayuda. Cuando se le pregunta en qué consis­
tió ese apoyo que tanto aprecia y destaca, ella dice:
“Cuidó a las niñas, cambió pañales, cocinó, limpió, me
ayudó a hacer las colectas de moscas en la Tatacoa y
en La Guajira, viajó conmigo a buscar pares para mi
tesis doctoral… Todo, Raúl hace cualquier cosa que se
necesite. Yo sola no hubiera podido hacer todo eso.”
En el balance que ella hace de su propia vida no
quedan saldos rojos; por eso piensa que ya se puede
morir tranquila. Esa fue una reflexión que comenzó

(365)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

a hacer en el año 2004 cuando estuvo hospitalizada


por una subida de la presión arterial que le provocó
un infarto. Ocurrió en medio de una clase en la UT
y el síntoma fue un dolor intenso en el pecho que la
dejó sin aliento. Fue hospitalizada dos semanas. En
su cuarto de hospital se entretuvo por ratos releyen­
do Rojo y negro de Stendhal, hasta que una noche
terminó el libro y se quedó sin nada para leer. Des­
programada, aburrida e insomne se puso a pensar,
por primera vez desde que la habían hospitalizado,
en la gravedad de su estado de salud, y sus pensa­
mientos hicieron un recorrido por toda su vida, como
una película en retrospectiva. Pensó en lo bella que
era toda su familia, y que en gran medida era una
hechura suya; en el amor que había tenido al lado de
su marido; en su trabajo, que para ella es el mejor del
mundo. Y luego de hacer esa evocación pensó que ya
estaba lista para su viaje sin regreso, si es que esa era
la decisión que dios tenía para ella en ese momento.
Estaba tranquila y satisfecha por los resultados de
ese arqueo, pero de pronto la asaltó la certidumbre
de que no tenía nietos y de que moriría sin saber lo
que se sentía ser abuela. Estalló en llanto. Al otro día
su hija mayor, que vivía en Londres, la llamó para
decirle que estaba esperando su primer hijo.
De ese calibre es la conexión que Magdalena
asegura tener con dios.
La felicidad es para ella un estado que pasa
por la decisión de las personas. Es decir, no es solo

(366)
Beatriz Jaime Pérez

­ uestión de azar. Las personas — dice Magdalena—


c
pueden decidir ser felices con lo que tienen y luchar
por alcanzar nuevas metas. Los dolores esenciales de
la vida, como las pérdidas, deben asumirse serena­
mente, si es que de verdad se ha actuado con honra­
dez y mucho amor — concluye —.
Magdalena es una mujer emocionalmente fuerte,
como fue su padre. Quizá lo aprendió de él. Para esta
bióloga, genetista, que sabe cómo se produce la vida y
cuáles son sus ciclos, la muerte es un tránsito natu­
ral que idealmente debe llegar cuando se han surtido
todas las etapas. Pero si no sucede así, si llega prema­
turamente como sucedió con su madre y con una de
sus hermanas que murió de apenas 25 años, entonces
el cultivo del espíritu — dice ella — es lo que permite
avanzar y no desfallecer en la decisión de ser feliz.
Es una madre orgullosa de sus hijas e hijo: Gua­
dalupe María, Lupita, su hija mayor, es Química
Farmacéutica, vive en Davis, E.U. y trabaja en la Uni­
versidad de California; Diana Nayibe, La Negra, su
segunda hija, es bacterióloga, vive en Medellín y tra­
baja en la Universidad de Antioquia; María Magdale­
na, Gusanito, es abogada, vive en Bogotá y trabaja en
la alcaldía; Raúl, Toribio, su único hijo, es Ingeniero
Electrónico, vive en Bogotá y trabaja en Nokia; Laura
Victoria, Laurita, es profesional en Comunicación y
Recursos Audiovisuales, vive en Bogotá y trabaja en
la Universidad Central. También es abuela de ocho
nietos, hasta ahora (2018).

(367)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

Magdalena y Raúl llevan 20 años trabajando en


un proyecto ecológico en su finca Santafé de los Gua­
duales, ubicada en las afueras de Ibagué. Se trata de
una reserva que ellos han ido ampliando, pero que
al comienzo era apenas un terreno de cuatro hectá­
reas, que compraron con un socio más, a quien con
el tiempo pudieron comprarle su parte. Actualmente
la reserva tiene 54 hectáreas y es un bello lugar con
bosques que crecen libremente, lagos, una cascada,
senderos ecológicos y zona de recreación con piscina
de agua natural, cabañas, restaurante, un temazcal
para baños de calor y una ermita.
Santafé de los Guaduales es un proyecto muy
importante para Magdalena. Allá ha podido construir
algunos de sus sueños más dorados —extravagan­
tes dirían otros — como por ejemplo la capilla y el
temazcal. Es también el sitio donde se siente más a
gusto cuando no está trabajando, y es donde desea
terminar sus días, pues desde algún tiempo viene
planeando, con su marido, la construcción de una
casa para quedarse a vivir allá, rodeados de ese pai­
saje que tanta paz les trasmite.
Aunque Magdalena no está pensando retirarse
de su labor investigativa y docente, en el 2017 le en­
tregó a su colega Mábel Elena Bohórquez Lozano la
dirección del grupo de investigación. “Cuando ella re-
cibió su título de doctora pensé que ya era tiempo de
entregar la dirección del grupo. Mábel es una inves-
tigadora destacada, con gran sentido de pertenencia

(368)
Beatriz Jaime Pérez

y amor por lo que hace; yo creo que el grupo no podía


quedar en mejores manos. Ella es la primera doctora
en Ciencias Biomédicas que graduó la Universidad del
Tolima y eso para nosotros es muy importante”.
Sobre la formación de investigadores, Magdalena
piensa que esa ha sido una de las mejores contribu­
ciones que ha hecho la UT. La investigación aparece
como un componente fuerte desde el pregrado en los
programas de ciencias básicas, y eso es lo que les ha
permitido incursionar con éxito en proyectos y en pro­
gramas de postgrado. “En países como el nuestro, la
investigación no debe ser el trabajo de unos doctores
aislados. Tenemos que vincular a los estudiantes en
procesos investigativos desde que llegan a la Univer-
sidad. La docencia tampoco puede ser una labor apar-
tada de la investigación. Todo lo que hemos alcanzado
fue gracias a que supimos articular la docencia con la
investigación, lo cual nos llevó a la creación de nuevos
programas de pre y postgrado”.
Cree también que los profesores tienen la obli­
gación moral de crear los distintos niveles de for­
mación donde no existan. “Solo así el país puede
avanzar en investigación”.
Magdalena ha sido señalada de ser una consentida
de todas las administraciones que han pasado por la
UT. Ella dice, sin embargo, que esa es una interpre­
tación de quienes no comprenden que su sentido de
pertenencia es con la Universidad y no con una admi­
nistración en particular. Agrega que siempre tuvo ­claro

(369)
Fragmentos de Memoria. Luchas, tragedias y vidas...

que trabajaba para una Institución y no para unas


personas o para un rector. “Vi a colegas que se les fue
la vida en peleas intestinas y por eso perdieron tiempo
valioso en el desarrollo de sus proyectos. Yo en cambio
creo que si al rector de turno le va bien, a mí también me
va bien”. Lo clave para ella es sentir pasión por el traba­
jo: “si uno no ama lo que hace, va a sentir que está mal
pagado, que lo están explotando. Pero si se apasiona,
no le importa si le toma más tiempo hacerlo, si tiene que
dedicar fines de semana y vacaciones.”
Ella remata diciendo que en todo caso nada de lo
que ha hecho es meritorio, porque no le costó ningún
trabajo hacerlo. Todo transcurrió de manera natu­
ral, fácil. Piensa que aquellas personas que debie­
ron luchar contra corrientes adversas, aquellas que
debieron derrumbar grandes obstáculos para alcan­
zar sus objetivos profesionales o aquellas a quienes
nadie apoyó para que hicieran algo y aun así lo hi­
cieron, esas personas sí tienen méritos. “Yo no. Yo
no tuve que enfrentar `molinos de viento`, ni tuve que
sacrificar nada. Todo lo he hecho por puro gusto y na-
die me ha obligado a hacer algo que yo no quiera. Por
eso pienso que tampoco tiene tanto mérito lo que he
hecho... Es como mi papá: dudo mucho que él haya
sufrido con su trabajo en Botánica. Al contrario, creo
que sufría si no lo hacía.”

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Esta edición se terminó de imprimir
en el mes de noviembre de 2018
en los Talleres de CMYK Diseño e Impresos S.A.S,
con un tiraje de 500 ejemplares.
Para su composición se utilizaron las tipografías
Bookman Old Style, Book Antiqua y Baskerville Old Face.
Interior en papel Propallibro Beige y Propalmate.

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