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EL PADRE PÍO

TRAGEDIA DE FE

Padre Luna

JULIO GUERRERO CARRASCO

Impreso en España
1969

Editado y formateado en
PRÓLOGO

En este libro se describe la vida de un santo de nuestros días que ha dado un


mensaje de sobrenaturalidad al mundo en que vivimos.

Es una biografía que cautiva, con lenguaje de novela y eleva, con párrafos de
mística inspiración.

El autor dice de su libro que es un grito de defensa y no exagera. Valiente,


rayano en temerario, dispara noblemente la verdad a pecho descubierto en
defensa del amigo ultrajado y perseguido hasta en su tumba.

La narración, fluida y armoniosa, tajante y dura en ocasiones, convence con


limpieza y, por lo menos en gran parte, conseguirá su empeño: que se haga
justicia al injustamente condenado y se restaure la inmaculada nitidez de su
memoria.

Empiece a leerlo cuando quiera, que no descansará hasta terminarlo.

AÑORANZA

Pende de un sauce mi lira


junto a la helada laguna
en su reflejo se mira.
Atardece. No me inspira
del destierro cosa alguna.
De allí arriba soy oriundo
y cautivo en este suelo.
Por eso no hallo consuelo
ni poesía en el mundo,
porque mi tierra es el cielo.
Del autor

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INTRODUCCIÓN
Dios no tiene necesidad de repetirse. Miles y millones de ejemplares sobre el
mismo motivo y todos diferentes. Es un privilegio exclusivo del Creador. Los
ejemplares, los santos; el motivo, la Cruz.
El amor de Dios sigue creando, sigue amando, no cesa. Su amor en Cristo
para con nosotros permanece inmutable mientras el mundo da vueltas. De vez
en cuando, aquí o allá, surge un santo que reproduce en sí mismo y en forma
diferente la vida de Cristo; que acierta con el modelo, pero nunca al azar.
El santo no es como el quinielista que tapa las columnas con una mano,
mientras echa los dados y pone las variantes con la otra.
El santo es consciente de lo que lleva entre manos: sigue paso a paso las
normas; mide las circunstancias; pesa el pro y el contra; tiene en cuenta a los
demás; pone sus ojos en lo alto y camina hacia Dios. Dios le va
correspondiendo a su medida de la entrega. Copia en su alma generosa, con
rasgos distintos, el divino modelo, que, como he dicho, es siempre el mismo;
Cristo en la Cruz. El santo no juega con ventaja; sabe lo que quiere y sacrifica
el resto, es decir, todo lo demás. El santo acierta al máximo, pero sin ayuda de
la suerte. Consciente de sí mismo y de las dificultades que entraña su
propósito, no busca la vuelta ni se propone hacer trampa. Reconoce ser nada;
confía en Dios; se apoya en Dios y se adentra resueltamente en Dios. Y el
Señor le ayuda cerrándole otras posibles salidas. Se las obstruye a intento por
amor. El alma llega a veces a encontrarse acorralada y en la más completa
oscuridad. Adivina delante el abismo; presiente detrás una tapia; los pies se
hunden; su soledad le congela; no sabe ni puede gritar. Cuando ha palpado su
imposibilidad y su miseria alza la vista en la noche y descubre la sonrisa del
Amor. Se da cuenta que se halla segura, que no ha dejado de estarlo, que le
están apoyando los brazos de Dios.
El alma que se decide con valentía a lanzar el hierro de su voluntad en el fuego
del Amor, tiene conciencia de lo que hace y sabe a dónde camina. Quiere
cambiar su frío natural, su opacidad, su pesadez por el brillo, luz y calor que
consigue el hierro en la fragua y que ella consigue cuando Dios le hace la
merced de aceptar su entrega, arrojándola en el crisol de las penas interiores,
de la incomprensión ajena, de la injusticia y, a veces, hasta de la intervención
diabólica.
El Padre Pío se entregó a Dios desde niño y sin reservas. Nunca le dijo al
Señor que no. Su vida fue una continua porfía de Dios que se le entregaba y de
su voluntad que le correspondía a cada instante con mayor empeño. El Padre
Pío vivió para aceptar, sufrir, amar y agradecer. Sobre todo, en dos etapas de
su vida, sufrió con heroicidad insólita y dio al mundo un testimonio de fe
admirable y de caridad sin límites.
Apenas llegado al convento de San Giovanni Rotondo, donde vivió medio siglo,
se encontró con que el Obispo de la Diócesis y algunos sacerdotes vivían
amancebados, con gran escándalo del pueblo al que arrastraban al abandono

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de las prácticas de piedad. El Padre Pío acudió a la oración, a las penitencias,
a los consejos… y, cuando cumpliendo su ministerio negó la absolución a
quien, reincidente, no juzgaba dispuesto de recibirla, comenzó el vacío, el odio
y la calumnia que llegó a Roma. El Padre Pío se vio condenado hasta cinco
veces por decreto de la Sagrada Congregación para la Fe, llamada entonces
Santo Oficio. Sus amigos lo defendieron, desenmascararon la perfidia,
descubrieron la falsedad de las calumnias. Pío XI, que había sido sorprendido
en su buena fe, le rehabilitó et ultra. Pío XII veneró al santo estigmatizado,
creyó en sus llagas; pero en tiempos de Juan XXIII se recrudeció la lucha. Otro
obispo, capuchino este, y las principales Jerarquías de la Orden Capuchina, se
dedicaban a negocios de usura que son la antítesis de la pobreza franciscana.
Quieren ganar millones y se hunden en la más estrepitosa bancarrota, mientras
el Padre Pío recibe millones y millones de liras, en limosnas, para sus
maravillosas obras de apostolado y caridad. Piensan aquellos que podrán
saldar sus arruinadas cuentas con los haberes del buen Padre, que son los de
los pobres, los de Dios. Y ante el “no puedo” sencillo y rotundo del Padre Pío,
se desencadena contra él la segunda persecución, más metódica y cruel, con
la tolerancia de Roma.
Veinte siglos llevamos diciendo que Cristo fue crucificado por Poncio Pilato y,
sin embargo, sabemos que al gobernador romano le importaba poco de un
profeta. Sabemos que fue el odio de los fariseos quien llevó a Cristo a la Cruz.
Pero, si alguien pudiendo impedir la injusticia no la impide, reo se hace de
injusticia.
El Papa Juan toleró que fuera perseguido el Padre Pío. ¿Por qué? ¿Lo
ignoramos? Sabemos que algunos de sus íntimos también participaron en
negocios de usura que les llevó a la ruina, pero no podemos juzgar. Designios
del cielo, sí, desde luego; pero el hecho histórico es cierto: el santo
estigmatizado fue inhumanamente perseguido durante el pontificado del Papa
Roncalli, y, aunque con menor violencia, lo ha sido hasta su muerte.
No te escandalices, lector. Cristo dijo de uno de sus apóstoles: más le valdría
no haber nacido, y ya sabes cómo se portaron los otros a la hora de dar la cara
por Él. Dios quiso santificar al Padre Pío, quiso privarle de todo en la tierra para
ser Él su recompensa eterna. Reconocer los defectos en la madre y decírselo
buenamente, es quererla de veras; y la Iglesia, con sus insuficiencias y
defectos, es la esposa predilecta de Cristo, es nuestra madre y merece todo
nuestro amor.

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CAPÍTULO PRIMERO

LOS QUINCE PRIMEROS AÑOS

En Pietrelcina, al sur de Italia, dentro del enclave pontificio de Benevento, en el


corazón del antiguo reino de Nápoles, a las cinco de la tarde del día 25 de
mayo de 1887, vino al mundo un niño, que fue bautizado al día siguiente y lo
llamaron Francesco.
Su padre, Orazio Forgione, buen trabajador y buen cristiano, tostado al sol su
rostro y sus músculos acostumbrados a las más duras faenas del campo. Su
madre, Giuseppa de Nunzio, mujer de su tiempo, creyente y hacendosa que al
cuidado y atenciones de su marido y de sus hijos, tenía que añadir, con
frecuencia, el acudir personalmente a echar una mano en las faenas agrícolas.
Eran pobres y analfabetos, no tenían casa propia, la hacienda muy escasa. En
una habitación de casa de barrio hacían la vida y se distribuían para dormir en
otras dos piezas de otra casa ruinosa de la misma calle y del mismo barrio.
Tenían seis hijos, seis bendiciones del cielo, pensaban. Pero Francesco había
salido llorón en demasía. Cuando Orazio, tras una dura jornada de trabajo
llegaba a casa con ansias de dormir, Francesco lloraba y lloraba; le ponía los
nervios de punta y una noche estalló: “No aguanto más, dámelo, que lo tiro por
la ventana.” Y Giuseppa, asustada, protegiendo al pequeño en la cuna,
replicaba con dulzura de amante y madre a la vez: “No Orazio, no; ya verás
como Dios nos ayuda a ofrecérselo en expiación de nuestros pecados.” Orazio
se contuvo; no tiró al chiquitín y una tarde, precisamente allí, junto a la ventana,
levantando el cuerpecito frágil del niño con sus fornidos brazos pensó: “Esto no
valdrá para el trabajo.”
A los cinco años comenzó Francesco a ayudar a la economía doméstica. Le
fueron confiadas dos ovejas. Todas las mañanas, con la cara bien lavada y con
un pedazo de pan negro por toda comida en el morral, salía al campo. Exiguo
rebaño aquel, que llegó a contar hasta cinco cabezas, cuando en primavera
salían los corderitos con sus madres a comer hierba, para crecer y engordar en
espera de ser vendidos y con su precio pagar un atraso o comprar un traje
nuevo, o unos zapatos.
A Francesco le gustaban los labrantíos, las praderas. Estaba solo y podía
pensar. A veces hacía cruces con palos que plantaba en tierra. Recuerda uno
de aquellos amiguitos cuya compañía tanto agradaba a Francesco y que,
pastor como él, acudía con su hatajo a los mismos rastrojos y barbechos. Era
buen compañero Francesco, agradable; hablaba, sí, pero no sabía jugar. “Era
un bobalicón- dirá muchos años más tarde en San Giovanni Rotondo él mismo-
; nunca he jugado en mi vida, ni cuando era niño.”
Pequeño, frágil y desnutrido, pasó alguna temporada con infección intestinal. El
médico, en aquellos tiempos en que tantos niños morían, después de intentar
algún remedio sin resultado satisfactorio, lo dejó por imposible. Una tarde de

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verano, en que había ido con su madre al campo, se echó la siesta en la
cabaña. Al despertar sintió hambre. Buscó en el cesto de la comida y encontró
los restos de la fritada de pimientos, que, por incomibles, habían dejado los
jornaleros a medio día. Se comió todo, le sentó bien y hasta se le curó la
infección.
También en el atajo, otra tarde, Orazio se miraba los brazos nervudos tostados
y miraba los de su hijo, frágiles, delgados, lampiños: “No quiero que te queme
el sol”, le dijo, y conociendo sus ideas, tan a menudo manifestadas, añadió: “Si
quieres, serás fraile.” Francesco clavó su viva mirada en los ojos bondadosos
de su padre, y no pudiendo dar crédito a lo que oía, comentó: “¿Pero, cómo, si
no tenemos dinero?” Ciertamente eran pobres, y sin dinero no hay estudios, y
sin estudios no hay convento, razonaba el zagal. Pero Orazio quería mucho a
su hijo pequeño y le manifestó una idea que le rondaba hacía tiempo en la
cabeza: “No te apures, yo ganaré dinero. Me iré a América. Podrás comprarte
libros y tener profesor.”
Antonio, un labrador de Pietrelcina, enseñaba el catecismo al niño que daba
muestras de ser listo y aplicado, pero no había escuela en el pueblo ni podían
pensar sus padres en enviarlo afuera a estudiar. Lo encomendaron, pues, a los
siete años, a un tal Mandato Sagitario, maestro sin título y que enseñó al
muchacho a distinguir las letras, a formar las sílabas y a escribir palotes.
Por aquel entonces llegó al pueblo un religioso exclaustrado, don Doménico
Tizzani, que había sido depuesto y que vivía oculto y casi sin salir de casa, con
una de sus antiguas penitentes. Su conducta no era ejemplar, pero sabía
gramática y latín. Unos cuantos labradores le llevaban a sus hijos y Giuseppa
también le confió a Francesco. Desde Buenos Aires enviaba puntualmente
Orazio las cinco liras que pagaba cada mes Francesco y así aprendía a escribir
al dictado, las cuatro reglas y a declinar el musa-musae. Los progresos no eran
muchos y a Giuseppa se le encogía el alma cada vez que don Doménico le
repetía: “Es torpe, no entiende, no adelanta…”
Giuseppa iba todos los días a Misa, pedía por su marido, tan lejos, por don
Doménico y su cómplice, que también eran almas; por aquel hijo querido, que
lleno de buena voluntad e inteligente, no valía para el trabajo y no adelantaba
en los estudios. No se explicaba el fracaso y el verle tratado de estúpido le
hacía sufrir. Quiso averiguar la incógnita. Con reserva, trató de sonsacar; y
Francesco que a sus once años no podía comprender la situación irregular de
su maestro, captaba instintivamente el motivo: “Si yo tengo torpe la cabeza es
porque él tiene enfermo el corazón.”
A veces Giuseppa lo encontraba llorando porque había oído una blasfemia.
Alguna vez, también, lo sorprendió dormido en el suelo con una piedra como
almohada “para mortificarse como el santo que había dicho el señor Cura en el
sermón.” Pero el fracaso en los estudios lo trastornaba todo; las ilusiones de la
madre y los más íntimos anhelos del hijo. Veinte años más tarde, recordando
esta triste encrucijada de su vida, dirá al Señor: “Tú veías las lágrimas amargas
que surcaban mis mejillas. Quería morir antes que desoír tu llamada…”, y no
podía estudiar, todo se venía abajo.

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Dios velaba, sin embargo, y el instinto maternal de Giuseppa dio con la
solución. Había que buscar otro maestro aunque fuese más caro y obligase a
nuevas privaciones. Acudió al profesor Ángelo Caccavo, que por no quitar un
alumno a don Doménico, con quien no quería reñir y a quien debía dinero,
rehusó. Pero a su clarividencia y bondad de madre, Giuseppa unía la intrépida
energía de mujer y con la ayuda de amigos y familiares de su marido ausente,
hizo campaña, insistió y consiguió su intento. El profesor Caccavo, libre
pensador, infatuado, aceptó al chico.
Tres años, de 1900 a 1903, frecuentó esa escuela y la inteligencia y tenacidad
del muchacho se hicieron admirar.
Un día, estando en clase, llegó a manos del profesor un papelito bien doblado
que resultó ser una ingenua declaración de años. Entre aquellos chicos y
chicas de doce a quince años, uno, en vez de atender la explicación, se
entretenía en decir por escrito su admiración y sentimientos a una compañera
sentada en otro banco. “¿Quien ha sido?”, preguntó el maestro. Y el autor,
puesto en pié y señalando con el dedo mintió limpiamente: “Francesco”. El
profesor se indignó. Sin recapacitar ni perder tiempo en coger la palmeta
propinó al inocente un par de puntapiés. Francesco no se quejó.
Cuando aclarado el incidente nadie podía quitarle los golpes, contento de que
se supiese la verdad, se consolaba pensando en su maestro lo que diría más
tarde: “Pero cuánto lo sintió después.”
Por aquella época la Masonería ahondaba sus raíces donde lustros más tarde
chuparían la savia y crecerían con pujanza los brotes del comunismo. En 1859,
veintiocho años antes de nacer el Padre Pío, el condado de Benevento fue
usurpado a la Santa Sede con los otros estados pontificios e incorporado al reino
de Italia. En el siglo XV, Benevento había formado parte del reino de Nápoles y
tras varias vicisitudes políticas, pertenecía al Papa desde que terminaron las
guerras napoleónicas, allá por el año 1815. Benevento, ciudad a 13 Kilómetros. De
Pietrelcina y a 170 metros de altitud, en las estribaciones de los Apeninos
Meridionales, fue hecha capital de la provincia que lindaba al Norte con
Campobasso; al Este, con Foggia; al Sur, con Avelino y al Oeste, con Caserta.
En todos los grados y a esfera nacional, provincial y local, la legislación laica se
hacía sentir. La Masonería, en el apogeo de su poder, trataba de conseguir su
meta acabando con la Iglesia y con el Cristianismo que “subyuga la razón”, para
dar paso al noble cometido y panacea universal: “la libertad de pensamiento”.
Precisamente, en el año que vio nacer al Padre Pío, se firmó la Ley que mandaba
quitar el Crucifijo de todos los centros de enseñanza, en el recién estrenado reino
de Italia con capital en Roma.
Pero no todo era cizaña en el campo del Señor. Aquel mismo año de 1887, el
gran Pontífice León XIII, con valentía y clara visión del futuro, publicó la
encíclica Rerum Novarum... Aquel año también llegó a sus plantas, desde
Lisieux, una jovencita de quince años a pedirle que la dejase entrar enseguida
en el Carmelo. La que había de enseñar al mundo el camino de la amorosa
confianza en Dios, Teresita del Niño Jesús. Y aquel mismo año y en el mes de

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mayo, en que nació el Padre Pío, fue solemnemente coronada la Santísima
Virgen de Pompeya e hizo su primera comunión la gran estigmatizada de
Lucca, Gemma Galgani.
Cuantas veces a lo largo de su vida y de sus cartas nombrará el Padre Pío a
Gemma a Teresita y a su querida Virgen de Pompeya.
La Masonería ciertamente combatía a la Iglesia exhibiendo las lacras sociales
de la época, analfabetismo y miseria entre otras cosas, como estandarte contra
ella.
Enconaba las heridas de los pobres en lugar de curarlas y hacía, de andrajos y
ropa sucia, sus banderas. La Iglesia, en cambio, siempre madre, desplegaba
su caridad sin límites por las manos de aquellos santos varones que todos
recordamos y que la Historia de Italia grabó con letras de oro en sus páginas
de principios de siglo XX; el Cottolengo, Don Bosco y Don Orione por nombrar
sólo a los más conocidos.
En éste ambiente tan contradictorio floreció la niñez de Francesco Forgione De
Nunzio que, a sus quince años, bien preparado intelectualmente por el profesor
Caccavo, con el permiso de Orazio que seguía en Buenos Aires y acompañado
por aquella santa mujer, Giuseppa, el día 6 de enero de 1903 se acercó a
llamar, con el corazón henchido de gozo y la mano temblorosa, a la puerta del
convento de los Padres Capuchinos de Morcone.

Casa Natal Del Padre Pío

Padres del Padre Pío

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Convento Noviciado de Morcone

Celda del Padre Pío

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CAPÍTULO SEGUNDO

NOVICIO Y ESTUDIANTE

“Hijo mío, el corazón se me hace trizas pero no te importen las lágrimas de tu


madre. Sigue tu vocación y que el Señor te haga Santo”. Con esas palabras,
que recordó siempre su hijo, le despidió Giuseppa al dejarlo en el convento
para que pudiera consagrarse a Dios.
Acababa de restaurarse la provincia capuchina de Foggia, que comprendía
también las provincias civiles de Benevento, Campobasso y Avelino. El Padre
Pío de Benevento, que la gobernaba ya como comisario desde 1899, fue
elegido Provincial aquel año de 1903.
De sus manos recibió el santo hábito Francesco, quince días después de su
llegada, exactamente el 22 de enero y desde aquel día lo llamaron Fray Pío,
nombre con que había de ser conocido, amado y perseguido durante el resto
de su vida. Contaba entonces quince años y medio de edad.
Durante el noviciado debe probarse la solidez de la vocación. Vocación es el
resultado de dos elementos igualmente necesarios: decidida voluntad de seguir
un determinado género de vida y además, conjunto de cualidades
indispensables para poder vivirlo. Los superiores tienen que cerciorarse de las
aptitudes físicas, intelectuales y morales del novicio y éste debe estudiar el
medio ambiente y las circunstancias en que ha de vivir, para ver si se
encuentra capacitado. Tienen, unos y otro, un año para decidir. El noviciado es
un verdadero noviazgo que puede romperse en cualquier momento por
cualquiera de las dos partes y que, si todo va bien, acaba en la boda del
novicio con la congregación, el día de los votos. Doce meses, pues, estuvo
Fray Pío en el Convento Noviciado de Morcone, en la capilla, en el pasillo, en el
refectorio y en la celda número 78, que tenía un ventanuco que daba al patio
interior.
La pobreza capuchina no podía hacérsele cuesta arriba. La vida conventual, la
comida el vestido, le parecían muy llevaderos después de la dureza de
aquellos años pasados en el ambiente familiar. Su humildad espontánea, su
temperamento afable, su caridad exquisita, su obediencia perfecta le atrajo la
admiración y el cariño de compañeros y superiores.
Con cuanta emoción recordará lustros más tarde, anécdotas de su noviciado:
“Un día, me acuerdo, que después del desayuno, el Padre Maestro castigó a
un novicio diciéndole que se diera disciplina hasta nueva orden. Era temprano,
las ocho; y nos fuimos a estudiar a nuestras celdas. Sobre las once salimos a
la limpieza del convento. En el pasillo oí unos gemidos y me detuve. Era el
novicio que cansado y sin fuerzas se lamentaba y azotaba todavía. Tuve miedo
y corrí al Padre Maestro, que se llevó las manos a la cabeza y me dijo: “de
prisa, dile que pare”. “¡Se había olvidado!”

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En otra ocasión, refiriéndose a aquel año, decía; “Todo era de todos, Todo era
común, hasta las sandalias y las camisas. Cuando el Padre Maestro nos
repartía la ropa, pasaba como en el cuartel. Una prenda era larga y la otra
corta; una caía ancha y la otra no entraba; y se desgarraba y había que
llevarla…El sistema de educación de aquellos tiempos era sui generis. No
teníamos en la celda ningún libro, ni religioso ni profano. Yo tenía quince
cuartillas escritas a mano, que las leía, las terminaba y vuelta a empezar”.
Cuando Orazio Forgione regresó de Buenos Aires, pasó por Morcone de
camino a Pietrelcina y quiso dar un abrazo a su hijo. Hacía siete años que no lo
veía. Estaba orgulloso, satisfecho y daba por bien empleado su voluntario
destierro y su trabajo. No se saciaban sus ojos de contemplar el sayal y la cara
de su hijo. Fray Pío escuchaba con los ojos bajos y contestaba sin levantarlos.
El Padre Maestro se dio cuenta y le dijo: “¡Puedes mirar a tu padre!”
El día 22 de enero de 1904, Fray Pío hace su primera emisión de votos, se
consagra oficialmente a Dios en la vida religiosa y termina el noviciado. Profeso
simple ya, Fray Pío pasa al convento de Sant Elia a Pianisi, de la provincia de
Campobasso, a estudiar Humanidades y Filosofía.
En el mes de octubre del mismo año, mientras arreglan la casa que amenaza
ruina, pasan los estudiantes a San Marco Della Catola, en la provincia de
Foggia, de donde regresan en abril del año siguiente.
En Sant Elia pasó, pues, sus primeros años el fraile, estudiando y dando
ejemplo de piedad profundamente sentida y de comportamiento impecable. Y
allí, profesó solemnemente el 27 de enero de 1907 cuando tenía veinte años no
cumplidos. La familia seráfica le acoge en su seno de forma definitiva y Fray
Pío exulta de gozo y rebosa de gratitud.
Fue destinado en noviembre siguiente a estudiar Teología en el convento de
Serracapriola en la provincia de Foggia y un año más tarde prosiguió los
mismos estudios en Montefusco de la provincia de Avelino.
En diciembre de 1908 recibió la tonsura, las ordenes menores y el
subdiaconado en la Catedral de Benevento. Fue ordenado diácono el día 18 de
julio de 1909 en el convento de Morcone donde había hecho el noviciado; y fue
consagrado sacerdote en la Catedral de Benevento el día 10 de agosto de
1910, recién cumplido los veintitrés años.
Había superado el joven religioso, con éxito creciente, los exámenes de
Teología Dogmática y Moral, de Historia de la Iglesia y de Derecho Canónico, a
pesar de sus continuos achaques. Había tenido que interrumpir varias veces
sus estudios por causa de la tuberculosis que le minaba. Se encontraba
reducido a condiciones físicas tales, que tuvieron que recurrir los Superiores a
la dispensa de la edad canónica, para poder ordenarlo sacerdote antes de un
desenlace mortal, que consideraban todos seguro e inminente. Pero llegó el día
de los días, el día sol, el día sagrado, “mi día”, como dirá más tarde: “Cuanto
gocé. Mi corazón ardía de amor más vivo que nunca. ¡Qué feliz fui! Entonces
comencé a saborear el Paraíso.

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Al mismo tiempo que la preparación intelectual, Fray Pío había cuidado con
mimo el adiestramiento de su voluntad para el gran paso de la primera subida
al altar. Sabemos, por una de sus cartas, que a los once años se consagró a
Dios y a San Francisco y que por aquel entonces tenía frecuentes visitas del
Ángel de la Guarda y de la Santísima Virgen. Pero estas gracias gratis datas
suponían la plena cooperación de un alma diáfana, radiante y generosa, en lo
que tiene de aportación personal.
Durante sus años de formación, el ardor que ponía en las faenas más
humildes, la perfecta observancia de las reglas y de las prescripciones
particulares de cada casa donde estuvo, las mortificaciones rigurosísimas a
que se sometía, los ayunos prolongados le purificaban más y más y le unían
sin cesar a su bien amado y buen Jesús. Se pasaba horas y horas en oración,
inmóvil, de rodillas; se flagelaba hasta sangrar; gozaba de mala salud, tenía
fiebres muy altas y se pasaba semanas y semanas sin comer.
En una ocasión en que llevaba varios días sin tomar alimento, el Padre Maestro
le mandó comer. Fray Pío obedeció, pero segundos después devolvió todo con
vergüenza y pesar. En otra ocasión, el mismo Padre Maestro no pudiendo
creer que viviese solo de la Sagrada Comunión, le prohibió recibirla. Se puso a
morir de inanición.
Fray Pío conoció su misión de vivir con Cristo Crucificado y se preparó
voluntaria y concienzudamente a reproducir el divino modelo y a ser como Él,
camino, verdad y vida para las almas y víctima perfecta para Dios. Este
ofrecimiento de inmolación voluntaria por los pecadores, lo mantuvo de novicio,
de estudiante y de clérigo, día a día, a lo largo de los ocho años de preparación
para el apostolado; y el Señor aceptó su ofrenda y los condujo a los más altos
grados de perfección.
Los sufrimientos físicos y de todo género de que venimos hablando santificaron
su alma generosa. El enemigo tenía que dar muestras de su rabia y le
persiguió con saña diabólica, cooperando así de forma eficiente al holocausto.
Por las noches, sobre todo, Fray Pío se las veía y deseaba ante las
intempestivas visitas de Lucifer, que revestido de las formas más dispares y
acompañado de sus satélites, llegaron a tirarlo de la cama y a quitarle la
camisa para apalearlo mejor.
Los frailes más ancianos no sabían a qué atenerse. Tenían pruebas innegables
de la acción diabólica más descarada; hablaban de exorcismos, de conjuros
como en la Edad Media. No se trataba de imaginación calenturienta ni
desequilibrio mental. Los hechos hablaban. El tentador quería desesperarlo a
toda costa.
Cuando volvía Fray Pío a su celda, encontraba todo patas para arriba; la cama
volcada, los libros revueltos, el tintero roto, la tinta estampada en la pared.
Muchas noches, sus vecinos de celda oían un estrépito espantoso, ruidos
continuos, alboroto. A la mañana siguiente se fijaban en las señales de
violencia que Fray Pío llevaba en la cara, en el cuerpo, en los hábitos y que
eran señal evidente de los malos tratos recibidos.

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Una calurosa noche de verano Fray Pío no podía conciliar el sueño. Oía pasos
de lado a lado en la celda continua y pensó: “Fray Anastasio tampoco puede
dormir por el calor, voy a charlar con él”. Abrió la ventana y al ir a llamar a su
vecino, que por cierto aquella noche no durmió en el convento, el miedo le
añudó la garganta. Un gran perrazo negro le miraba con ojos feroces. Sin darle
tiempo a gritar saltó en el vacío. Asustado, Fray Pío se dejó caer sobre la
cama.
En otra ocasión llamaron a la puerta de su celda. Era su director espiritual que
vivía en otra ciudad. Se saludaron cordialmente. El padre empezó a decirle
como había hecho el viaje para aconsejarle que debía pensar seriamente en
marcharse a casa, que no tenía verdadera vocación; que allí, en el convento,
no podía curar su enfermedad; que todas esas circunstancias debía aceptarlas
con voluntad manifiesta del Señor. Fray Pío no las tenía todas consigo.
Interiormente se encomendaba a Dios. Tuvo una idea. “Mire, Padre- le dijo-
vamos a gritar juntos: ¡Viva Jesús! “ Y Lucifer se deshizo en humo y mal olor.
Barbablú, como le llamaba Fray Pío, trataba de arrancarlo de las manos de
Jesús. Solo consiguió empujar más y más su alma generosa hacia el amor que
le consumía, le transformaba y le hacía repetir: “Beso la mano del que me
castiga, sabiendo como sé, que cuando me acongoja, me consuela. Sufro, pero
no me quejo, porque así lo quiere Jesús”.

Giuseppa De Nuncio Orazio Forgione Francesco a los


14 años

Convento de los frailes Capuchinos

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CAPÍTULO TERCERO
MINISTRO DEL SEÑOR
Durante los años de estudio, sobre todo poco antes de su ordenación
sacerdotal, Fray Pío tuvo que pasar largas temporadas en casa de su madre en
Pietrelcina, a causa de la grave enfermedad que le aquejaba. Ya sacerdote, a
pesar de los inmensos deseos que tenía de vida conventual, se vio obligado a
volver a su pueblo porque sus hermanos en religión temían contagiarse.
Huésped de su buena madre y de otros familiares más pobres que las ratas, no
tomaba las medicinas que le eran necesarias porque no podía adquirirlas. El
día de su primer Misa no hizo recordatorios porque no tenía con que pagarlos.
Orazio se encontraba de nuevo en América en busca de un pedazo de pan
para él y su familia. No pudo acompañar en aquel día solemne a su hijo,
Giuseppa, sí; arrodillada en el primer banco, con los ojos arrasados y las
mejillas húmedas de calientes lágrimas de gratitud.
Por aquel entonces San Pío X se esforzaba desde la Sede Apostólica en propagar
por el mundo cristiano la devoción a Cristo realmente oculto en la Eucaristía.
Quería sustituir la reverencia afectada por el amor verdadero, el temor servil por la
confianza filial. Quería que los fieles se alimentaran con frecuencia del Pan que da
fortaleza y del Vino que engendra vírgenes. El Modernismo, compendio de todas
las herejías, pululaba por doquier y el Papa sabía que el Santísimo Sacramento es
el mejor baluarte con que cuenta la Iglesia.
El Padre Pío, enfermo, tuberculoso, condenado por los médicos a morir en
cualquier momento, sube al altar de la iglesia de su pueblo, consciente de su
misión. Otro Cristo, luz del mundo, sal de la tierra, también él, quiere renovar el
sacrificio del Calvario como el Hijo de Dios nos mandó: convirtiendo el pan en
su Sagrado Cuerpo y el vino en su Sangre preciosa para iluminar y alimentar
las almas, para preservarlas del mal.
Le asistió y predicó la homilía el párroco de Pietrelcina, don Salvatore Pannullo,
que era primo de Giuseppa y a quien llamaba afectuosamente el Padre Pío: tío
Tore. Seis años casi ininterrumpidos, de 1910 a 1916, o sea, de los veintitrés a
los veintinueve años, el Padre Pío ejerció, sin nombramiento, el cargo de
coadjutor en su pueblo natal.
Vivía con su madre, aunque se pasaba los días en la iglesia. En la parte trasera
de la casa, se arregló un chamizo con techo de paja donde podía leer, rezar,
caer en éxtasis sin ser molestado.
Sus misas de cada día se hacían interminables, duraban tres, cuatro o más. Su
rostro, enfermizo, se iluminaba, se transfiguraba con reflejos de éxtasis entre
sonrisas seráficas y estremecimientos de dolor. La gente tenía sus quehaceres,
protestaba, sobre todo los domingos. No podía seguir así. Don Salvatore tenía
que intervenir de modo expeditivo para volverlo a la normalidad, pero, muy a
pesar suyo y de su genio, no siempre lo conseguía.

21
Aconsejado por el Padre Guardián del convento, que de vez en cuando se
daba una vuelta a ver como seguía el Padre Pío, acudió a un medio que a
pesar de su sencillez resultó eficaz. Entre semana le daba la llave de una
capilla semidestartalada donde podía celebrar a sus anchas sin llamar la
atención. Pero los domingos, cuando celebraba para el pueblo, si el Padre Pío
se paraba en cualquier parte de la Misa, don Salvatore desde el coro, desde el
confesionario, o desde la sacristía, le ordenaba mentalmente que prosiguiera; y
al instante el Padre Pío, como si nada extraño pasase, reanudaba la
celebración. Don Salvatore, comentado el hecho, añadía: “aún hay personas
que no creen en la transmisión del pensamiento”. Desde luego, pero también la
anécdota repetida e incontrovertible hace pensar en obediencia admirable y en
divina dignación.
Terminada la Santa Misa el Padre Pío se postraba en las gradas ante el
Sagrario; y él, sagrario viviente, entonces más que nunca; platicaba, amaba,
agradecía e irresistiblemente, volvía a caer en éxtasis de plenitud de vida que
acababa de recibir.
En una ocasión, llegó el sacristán a medio día a tocar el Ángelus; vio al Padre
Pío exánime, en tierra, junto al altar; lo llamó, quiso moverlo, no pudo. Aterrado
fue corriendo a decirle a don Salvatore que lo había encontrado muerto. Tío
Tore no se alarmó, tranquilizó al hombre, acudió con él a la iglesia y con el
precepto mental consabido lo devolvió a su ser.
La gente lo quería mucho. Tenía un atractivo entrañable. No se le acercaban
por temor al contagio, pero les tenía ganado el corazón. Varios médicos habían
diagnosticado tuberculosis pulmonar avanzada, que en aquellos tiempos era
tenida por enfermedad vergonzosa, por la peor de las epidemias y por el más
terrible de los contagios. Hasta en la sacristía le guardaban por separado el
cáliz, el alba, los ornamentos y purificadores, en cuarentena, por precaución. El
Padre Pío se daba cuenta de todo, pero no lo llevaba a mal. Si alguien se
permitía, voluntariamente o en forma instintiva, alguna indelicadeza por esta
causa, podía contar con una sonrisa de afecto y comprensión.
En 1914. El General de la Orden, viendo que el Padre Pío llevaba
prácticamente cinco años fuera del convento y ni se curaba ni se moría, le hizo
saber la conveniencia de pedir a Roma la secularización. Mucho sufrió el Padre
Pío con esta nueva cruz, pues no era solo el Padre General quien opinaba así;
el mismo tío Tore, sus familiares, la gente del pueblo querían que se quedase
con ellos definitivamente como sacerdote secular. El Padre Provincial, que
tanto le ayudó a seguir con su bien amado sayal franciscano, tuvo que
enfrentarse una tarde con una buena mujer, que a falta de argumentos
lingüísticos, le pedía en la calle con un garrote en la mano que no se lo llevase
de allí.
A todo esto, seguía el desequilibrio orgánico. Continuaban las insólitas subidas
de la fiebre que volvía inexplicablemente y de golpe, a la temperatura normal.
Sin dejarle las crisis agudas de tos, le aquejaban también fuertes dolores de
reuma.

22
Barbablú volvía a la carga como en los tiempos de estudiante y de novicio, pero
menos brutal, más ladino. Había modificado la estrategia para hacerle la guerra
más calculada, más psicotécnica. Sin ponerse de acuerdo con el cartero-
pensamos- hacía que le llegaran las cartas de su Director Espiritual
completamente en blanco, como si nada le hubiera escrito o con borrones de
tinta grandes como las mismas páginas. En una de estas ocasiones, tío Tore,
que le había abierto la carta, al encontrarse con semejante barrumbada negra,
cogió el hisopo, la roció con agua bendita y tal mezcla de tinta y agua hizo
aparecer al instante la primitiva caligrafía. “Esos cosacos habrán sido”, dijo el
Padre Pío a tío Tore por todo comentario.
El Padre Pío vivía en otra esfera, en otro mundo. Llevaba su doble vida, como
ahora se estila, pero en distinta dirección; hacia arriba, en vertical. Para los demás
ese mundo pasaba casi inadvertido, por inmaterial y extraterreno, porque no suele
verse con los ojos ni tocarse con las manos. En cambio, para el Padre Pío era
mucho, muchísimo más real que su misma madre, sus hermanos, los hombres del
pueblo, las casas, los campos, los árboles o los prados; más real que el sol y el
firmamento. El Padre Pío vivía en Dios, con Dios y para Dios.
Las experiencias místicas todas que tan admirablemente describieron Teresa
de Ávila y Juan de la Cruz: las sendas escondidas, las moradas serenas, las
citas placenteras, las noches espirituales, las regaladas fuentes, los aires
amorosos, fueron preparando, detalle a detalle, su alma angelical al encuentro
sagrado. Los dardos de fuego y llamas de amor vivas lo acrisolaron, paso a
paso, a lo largo de la subida al monte santo para fundirle en el amor.
Se había ofrecido víctima por los pecados del mundo y Dios consumó en él el
holocausto. Empezó asegurando: “Preferiría ser hecho mil pedazos antes de
ofender a Dios, lo más mínimo, una sola vez”, y terminaba diciendo con Pablo de
Tarso: “Deseo deshacerme en Ti, quiero ser plenamente tuyo, quiero ser otro
Tú…”
A los cuarenta días de su ordenación sacerdotal, el día 20 de septiembre de
1910, el Padre Pío se da cuenta con espanto de los primeros indicios de los
estigmas místicos, que van a identificarle desde entonces y hasta su muerte,
con Cristo en la Cruz. En su costado, en sus manos y en sus pies, cuando
concentraba su pensamiento en la Pasión, experimentaba un dolor como si con
una cuchilla desgarraban su carne. Ninguna señal externa, todavía, ni era
tampoco continuo el dolor.
El día 26 de agosto de 1912 se sintió herido en el pecho por un dardo de fuego
que le hizo exclamar: “Se han fundido su Corazón y el mío; ha retirado el
venablo, pero la herida es mortal”.
El día de Viernes Santo de 1913 se le apareció Jesús y lloró amargamente
confiando al amigo el desconsuelo que le dan los sacerdotes indignos.
Sabemos, también, que el día 14 de septiembre de 1915, festividad de la
exaltación de la Santa Cruz, después de cinco años de sufrir en forma
intermitente los estigmas, argumentaba ya sin descanso los atroces dolores de
la crucifixión; y que por entonces aparecieron en las palmas de sus manos

23
unas como marcas rosáceas que no llegaban a sangrar. Ese día el 14 de
septiembre, estaba Giuseppa esperándole para comer. Como tardase, pensó
que estaría orando. Tomó un cántaro y se fue por agua. Al pasar, de lejos, le
vio salir de la caseta del corral, nervioso y sacudiendo las manos como si le
quemaran. “¿Qué pasa, Francesco, que tocas la guitarra? “. El Padre Pío,
disimulando contestó: “Nada, mamá, que me hacen pupa”. Pero luego escribía
a su Director Espiritual: “Ahora me queman las manos, los pies y el corazón
como si un hierro al rojo me lo acuchillara”.
Las apariciones de la Santísima Virgen, San José, San Francisco le
acompañan, le confortan y compensan. Ya no es la tuberculosis quien lo mata:
“Su alma está en peligro de separarse de su cuerpo por no poder amar
bastante a Jesús”.

Calle de Pietrelcina Crucifijo ante el cual oraba

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CAPÍTULO CUARTO
METIDO A MILITAR
El día 3 de agosto de 1914 estalló la primera Guerra Europea. Los estadistas
de principio de siglo, para quienes los conflictos entre las naciones son la
principal belleza de la Historia y piensan que de las guerras se deriva todo bien,
no tenían ni idea de lo que aquella contienda iba a suponer. Cuatro años de
destrucción y muchos más de trágicas consecuencias, ruinas y miserias por
todo el continente fue el balance de una loca aventura que como todas las
guerras tuvo por principio la avaricia y el orgullo. Estos fueron los principales
culpables, más que Austria y Rusia, más que Alemania. Italia entró en conflicto
bélico el día 24 de mayo de 1915 uniéndose a los aliados.
A primeros de noviembre del mismo año, el Padre Pío fue llamado a filas.
Contaba entonces veintiocho años y hacía mes y medio que, como hemos
dicho, sufría los estigmas, invisibles aún, pero ya permanentes.
De Pietrelcina marchó al centro de movilización de Benevento. El 6 de diciembre
siguiente fue destinado a la Décima Compañía de Sanidad que tenía a cargo los
servicios del Hospital Militar de Nápoles. Pronto se dieron cuenta los Jefes, que el
recién llegado sanitario tenía más de enfermo que de enfermero y tras los
reconocimientos en uso, lo dieron por inútil temporal y lo mandaron a su casa con
prórroga de un año. Esto ocurría doce días después de su incorporación a la
unidad destacada en Nápoles, el 18 de diciembre de 1915.
Volvió muy contento el Padre Pío a su pueblo natal a pasar las Navidades con
su madre. Estuvo allí todo el mes de enero también, pero la movilización
general había despoblado los conventos y el Padre Guardián del de Santa Ana
de Foggia vino a finales de mes a llevárselo “por una temporada”. El veintitrés
de febrero, sin embargo, escribía a su madre y a tío Tore anunciándoles que
debía quedarse definitivamente en Foggia y que por consiguiente no contarán
con él en Pietrelcina.
El Padre Pío se alegraba de obedecer a sus Superiores y de llevar otra vez
vida de comunidad. Se hubiera quedado en Foggia si el Señor, como le había
profetizado años atrás cuando todavía no existía el convento de Nuestra
Señora de las Gracias en San Giovanni Rotondo, no hubiera tenido el designio
de llevarlo precisamente allí.
El invierno y la primavera los pasó tal cual, pero los calores del verano, en la
tórrida altiplanicie de las Apulias entre el Gárgano y los Apeninos, se le hacían
insoportables.
La fundación del convento de San Giovanni Rotondo data del siglo XVI.
Cerrado por la desamortización en el XIX, había sido restaurado y devuelto a
los Capuchinos en el año 1901. Su situación privilegiada, a 700 metros de
altura en las estribaciones del Monte Gárgano, hizo pensar al Padre Guardián
que le iría bien pasar allí una temporada. Subió por primera vez el día 22 de
julio. Estuvo tres semanas nada más, pero lo suficiente para que entrara de

25
lleno en los planes divinos y de regreso a Foggia escribiera al Padre Provincial
pidiéndole lo destinase a San Giovanni. Tres semanas más tarde, el día 3 de
septiembre de 1916, llegó nuestro biografiado, con nombramiento definitivo, al
convento de Nuestra Señora de las Gracias donde habría de vivir, amar y sufrir
a lo largo de más de cincuenta años.
Era entonces Guardián el Padre Paolino de Casacalende, que apreció
muchísimo siempre al Padre Pío y que fue más tarde Provincial de Foggia. El
Padre Pío se encargó de la dirección espiritual del colegio que la Comunidad
regenteaba y Fra Nicola hacía de limosnero.
En diciembre de aquél mismo año, cuando apenas llevaba tres meses de estancia
en San Giovanni Rotondo, el Padre Pío tuvo que volver a Nápoles a presentarse
en la unidad en que se encontraba destinado por haber pasado el año de licencia
temporal que se le había concedido. Nuevas revisiones y otro expediente médico
que termina con una nueva concesión de licencia temporal de medio año.
El Padre Pío viene a su amado convento mientras miles y miles de jóvenes
Italianos y de otras naciones en guerra, derraman su sangre y pierden la vida
en aras del instinto criminal que guía al hombre contra su hermano desde el
trágico episodio de la Biblia entre los primeros hijos de Adán.
Estamos en junio de 1917. Han pasado los seis meses de prórroga y el Padre
Pío, que ama a Dios, que ama a la Iglesia, que ama al Mundo, que ama a su
Patria, no sabe darse de abstracto. Se sacrifica minuto a minuto ofreciéndose
al Padre, como víctima unida a Cristo, por las locuras de los hombres que se
matan entre sí. Sufre mística, pero realmente en su propia carne, las agonías
de Getsemaní, de la Flagelación y de la Coronación de Espinas. Lleva con
Cristo, la cruz a cuestas camino del Calvario y se prepara a la crucifixión
definitiva con el Hermano mayor de todos los hombres.
Mientras tanto, la policía militar le busca por prófugo con orden de arresto. Se
han cursado telegramas apremiantes desde Nápoles, reclamando como
desertor ante el enemigo y en tiempo de guerra, a un tal Francesco Forgione
que no aparece ni en su pueblo natal ni en su último domicilio.
Uno de los primeros días de agosto, pasaba un guardia por delante de la casa
de Felicia Forgione; al verla le preguntó: “¿No conocerá usted por casualidad a
un tal Forgione Francesco?” “¡Pero si es mi hermano!” contestó. Y el guardia:
“¿Sabe dónde se encuentra?” – “Sí, claro, en San Giovanni Rotondo”
A mediados del mismo mes, se presentaban dos guardias a la puerta del
convento de Nuestra Señora de las Gracias con un oficio. Habían mirado por
todo el pueblo. Habían contestado a Pietrelcina que no aparecía ningún
Forgione, pero ante las reiteradas cartas a los apremiantes mandatos de
detención, el Jefe de Puesto pensó que también debía preguntar en el
convento de Nuestra Señora de las Gracias y el Guardián, al oír el nombre de
pila del Padre Pío, se echó a reír y les dijo quién era.
A su llegada a Nápoles, el Padre Pío se oyó tratar de prófugo. Le hablaron de
deserción, de civismo, de miedo, de obligaciones para con la Patria y la
Sociedad. Hasta le amenazó un comandante de llevarlo ante un Tribunal militar

26
y de hacerle un juicio sumarísimo. El Padre Pío aguantó el chaparrón y dio a
leer al oficial el documento que atestiguaba los seis meses de prórroga
concedidos en el mes de diciembre y que concluía con éstas palabras: …
“después espere órdenes”. “Las órdenes, explicó el soldado Forgione, las recibí
anteayer y aquí estoy.”
Todo se arregló, pero cuando él esperaba que como las veces anteriores lo
mandaran a casa, al menos con una nueva prórroga, se encontró con que un
coronel-médico leyó una ficha que le presentaron; le miró de lejos y sin más
exámenes ni mayores análisis lo declaró apto para servicios auxiliares.
Ya tenemos al Padre Pío vestido de caqui y metido a militar en el Cuartel Sales
de la capital napolitana. Su vida cuartelera fue para él dura al extremo.
Cualquier soldado tiene su problema humano; al Padre Pío se le añade otro: su
vida mística extraordinaria. Tiene ya treinta años. Es sacerdote. La vida de
cuartel le humilla: no es un legionario.
En éxtasis a cualquier hora. Sin comer, ni dormir, ni beber. Con el continuo
dolor de los estigmas que como sabemos, no eran visibles aún, tenía que
aguantar las pesadas bromas de la soldadesca que tomaba todo a chacota.
Las faenas más difíciles y más bajas se las reservaban a él. Se burlaban de
sus “extravagancias”, le trataban de chiflado, hacían chanza de la mañana a la
noche de sus rezos y de su pudor.
Física y moralmente estaba hecho trizas. Como pez en un rastrojo llegó a
desear la muerte.
El 7 de octubre fue dado de baja de todo servicio e ingresado en el Hospital de
la Santísima Trinidad del mismo Nápoles donde ocupó la cama número 53. La
fiebre altísima que ya había experimentado en otras ocasiones hacía saltar los
termómetros. Llegó a 46° y hasta 48°. Tenían que ponerle bolsas de hielo en el
pecho: quemaba como el fuego. Menos mal que el suplicio tocaba a su fin. El
día 5 de noviembre le dieron nueva licencia para cuatro meses por
broncoalveolitis doble, crónica e incurable; y el día 17 de marzo siguiente la
baja definitiva en el ejército italiano.
Es difícil hacerse idea de lo que tuvo que aguantar el Padre Pío en aquellos
“cien días” que hizo vida de cuartel. Fue brutal para su sensibilidad e inocencia:
fue un verdadero calvario. “Dios quiere que siga la misma suerte de tantos
hermanos nuestros”, escribía a poco de llegar a Nápoles; y aceptó la divina
Voluntad como lo había hecho hasta entonces y como lo hará hasta el fin de su
vida, aunque le parezca absurda y le abrase a fuego lento.
La experiencia militar del Padre Pío, desastrosa en apariencia, fue a plena luz
providencial. El conocimiento práctico de las miserias humanas, no se adquiere
esgrimiendo el hisopo o empuñando la cruz alzada y el Padre Pío lo habría de
necesitar para la misión que Dios le tenía destinada: sacar las almas del fango
y elevarlas a Él.
El Padre Pío no empuñó el fusil, pero con la oración y la penitencia ayudó en
gran manera a sus hermanos que luchaban. Mientras otros disparaban tiros, él
desgranaba avemarías. Pero también fue al frente. Veamos cómo. Estaba en el

27
Hospital de Nápoles en octubre de 1917 cuando se cernían sobre Italia los
negros nubarrones del desastre militar tras la derrota de Caporetto. La
situación del ejército llegó a ser desesperada. Raffaele Cadorna, general en
jefe, pagó sin culpa el fracaso y se fue depuesto del mando supremo. En
Treviso, a mil kilómetros de Nápoles, se despedía de sus oficiales de Estado
Mayor que lo querían, lo admiraban y lo sabían víctima de las intrigas políticas.
Aparentaba buen ánimo ante la desgracia, pero interiormente se encontraba
desesperado, deshecho. Cree que no podrá sobreponerse a la humillación.
Piensa en quitarse la vida.
La casa donde se encuentra está acordonada de triple guardia. Tienen órdenes
severas de impedir la entrada sin excepción alguna. Llueve intensamente. Los
austriacos están cerca. De madrugada tendrá que emprender la marcha
vergonzosa a retaguardia. Despide al asistente y se queda solo. Los nervios se
le crispan, los ojos se le desorbitan, empuña la pistola y echa atrás el cargador.
La bala está en la recámara, el dedo en el gatillo, el cañón en la sien. En la
penumbra de la estancia se dibuja luminosa la serena figura de un fraile que se
le acerca, lo abraza, lo consuela…: “Vengo de parte de Dios—le dice --.Él lo
sebe todo y lo puede todo”. Cuando desapareció la visión, tan de improviso
como había llegado, Cadorna se sentía dueño de sí mismo en la amarga
situación. Había dejado la pistola sobre la mesa y se preguntaba sereno:
“¿Quién será? ¿Cómo habrá entrado?”.
Tres años más tarde, en 1920, rehabilitado ya su nombre, no había podido
satisfacer su curiosidad ni mostrar la gratitud que guardaba a su nocturno
bienhechor, cuando oyó hablar del estigmatizado de San Giovanni Rotondo y
quiso ir a conocerlo. De incógnito, de paisano, se escondió entre la gente para
ver pasar a los frailes. Al cruzar su mirada con la del Padre Pío, que llegaba
entre ellos, le dio un vuelco el corazón. Sí, era él. Antes de que reaccionara, el
capuchino se separó del grupo, se le acercó y entre sonriente y malicioso, le
dijo: “Mi general, ¡Vaya nochecita aquella, eh!

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CAPÍTULO QUINTO
CRUCIFICADO CON CRISTO
En plena guerra europea, el día 13 de junio de 1917, cuando el Padre Pío
ignorante de la búsqueda de que era objeto pasaba sus primeros meses en
San Giovanni Rotondo, la Santísima Virgen decía en Fátima: “Muchas almas
van al infierno porque no hay quien rece y se sacrifique por ellas. Eco y
paráfrasis de aquellas palabras de su Hijo: “Si no hacéis penitencia, pareceréis;
si queréis ser discípulos míos, tomad vuestra cruz y seguidme.”
Sabemos que el Padre Pío se había ofrecido como víctima, desde muy joven, por
todos: por los que se encomendaban a él y por los que no lo hacían, por los justos
y por los pecadores. Pero una vez licenciado de su servicio militar, que tanta
maldad le había dado a conocer, quiso ofrecerse de manera más íntima y especial
por la Iglesia según las intenciones del Soberano Pontífice. El día del Corpus de
1918 hizo entrega de su ser en manos de Dios por las de su Santísima Madre.
Benedicto XV gobernaba la Nave de Pedro desde 1914. Elegido al estallar la
guerra europea, fue el Papa de la Paz. En la cúspide de su pontificado, tuvo
que hacer frente a aquellos años calamitosos de la Europa doliente, víctima de
la contienda tan mal cancelada en Versalles. Tenía que reorganizar también las
Misiones de los cinco continentes desbaratadas por la catástrofe bélica.
Durante su pontificado, la Virgen vino a Cova de Iría para decir al mundo
cristiano la realidad concreta, la desviación alarmante del siglo XX hacia el
materialismo ateo, llámese o no, comunista. La Virgen es madre y aconsejó el
remedio: la oración y el sacrificio.
El Padre Pío escuchó la voz a la que le hacen oídos sordos tantos cristianos. Se
ofreció víctima una vez más por los pecadores. Pidió, a imitación del Maestro, que
descargase sobre él la justicia divina en misión propiciatoria. Se sintió pararrayos
de la Humanidad y se ofreció voluntariamente a soportar el castigo, en sustitución,
por los pecados ajenos; como lo hizo Cristo, cabeza real de la Iglesia y según las
intenciones de Benedicto XV, entonces su cabeza visible.
La respuesta del Cielo no se hizo esperar. Le llegó el día 5 de agosto. La
Santísima Trinidad le envió un emisario que le transverberó el corazón. Aquella
tarde estaba confesando a los niños del colegio seráfico, cuando de repente, se
amedrentó a la vista de un personaje celeste que se le presentaba sin entrar por
los sentidos, sin verlo con los ojos, en forma directamente intelectual. Llevaba en
la mano un dardo encendidísimo en fuego de amor. Darse cuenta de su presencia
y verlo lanzar súbitamente el venablo contra su alma fue todo uno. El dolor
vivísimo de la transfixión aumentó la vehemencia del amor en lo más profundo de
su ser. Abrasado con el divino cauterio y encendidamente herido en un deleite
soberano que le hacía morir, dijo al niño que se estaba confesando, que por favor
se marchara, que se encontraba muy mal. Y así estuvo, traspasado de parte a
parte, hasta el día 7, con el alma en carne viva “que a eterna gloria sabe y toda
deuda paga”.
He aquí, según los maestros de mística, el signo de la máxima unión que
puede alcanzar el alma en la presente vida y que es ya un anticipo de la

29
felicidad eterna: el matrimonio espiritual entre Dios y el alma que le ha sido fiel.
El Padre Pío ha seguido de morada en morada hasta el íntimo tálamo; en el
cual, sin depender ya del cuerpo ni necesitar sentidos; sin imaginación, ni
puerta alguna natural, recibe a Dios y se le entrega en purísima fusión.
A sus treinta y un años ha recorrido la vida unitiva, ha cruzado la noche oscura
del espíritu, ha llegado a la cima; dónde con Juan y Teresa, dos enamorados
más, entre mil, puede cantar:
Quédeme y olvídeme,
El rostro recliné sobre el amado;
Cesó todo y déjeme
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado.
El día 20 de septiembre de aquel mismo año 1918, mes y medio después del
primer asalto del Cielo, el Padre Pío se encontraba solo en el convento. El Padre
Guardián había ido a predicar y Fra Nicola a recoger limosnas. Era por la mañana,
después de haber celebrado la Santa Misa. Estaba en el coro dando gracias. Se
quedó como dormido en apacible sueño. Los sentidos del cuerpo y las facultades
del alma en indecible quietud. Le rodeaba el más absoluto silencio. Una
agradabilísima sensación de paz de envolvía; pero, todo pasó como un
relámpago. Vio delante de sí al personaje que le había atravesado el alma, pero
sin dardo encendido; y con las manos, los pies y el costado, manando sangre.
El Padre Pío se estremeció. Se sentía morir, el corazón le saltaba del, pecho.
Cuando desapareció la visión, se dio cuenta de que también sus manos, sus pies
y su costado sangraban. Acababa de ser crucificado místicamente con Cristo.
La impresión de las llagas en el cuerpo del Padre Pío no fue la manifestación
de una nueva etapa en su ascensión hacia Dios. Sabemos que las llagas las
llevaba invisibles hacía ocho años y como queda dicho antes, no cabe unión
más sublime del alma con su Creador, que la que obtiene por el llamado
matrimonio espiritual. Los estigmas fueron sencillamente un signo externo de la
aceptación, por parte de Dios, del ofrecimiento del Padre Pío y de la unión
victimal, que como recompensa, le otorgaba con Cristo Redentor. En el
Gárgano, aquel lejano 20 de septiembre de 1918, la Santísima Trinidad rubricó
la obra que en éste medio siglo de hedonismo a ultranza iba a patentizar anta
la Humanidad, el mensaje que en el Gólgota, hace diecinueve siglos nos dio el
Nazareno, Hijo de Dios, Crucificado.
El Padre Paolino de Casacalenda y Fra Nicola se acostaron aquella noche sin
la menor sospecha. Tardaron más de una semana en darse cuenta. Los fieles
observaron que el Padre Pío mientras celebraba llevaba en el dorso de cada
una de sus manos una mancha de sangre. Se fijaron mejor; cambiaron
impresiones y por fin, una hija espiritual del Padre Pío, dijo a su hermano, el
Padre Guardián: “No parece que te hayas dado cuenta de la llagas que lleva el
Padre Pío en las manos. Ha debido recibir los estigmas como San Francisco.
El Padre Paolino, entre admirado y escéptico, no podía creerlo. Se propuso
indagar, pero en vano. El Padre Pío casi no salía de la celda, y cuando lo

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hacía, llevaba siempre las manos tapadas de una manera u otra. Durante la
Misa no podía verle de cerca. Llamó a la puerta de su celda y entró sin esperar
respuesta. El Padre Pío, sorprendido --- estaba escribiendo--- se puso de pie.
“Siga, siga --- le dijo el Padre Paolino ---; escriba, escriba; pasaba por aquí y…
“Se acercó a la ventana con aire distraído a mirar el jardín. El Padre Pío se
puso de nuevo a escribir y el Padre Paolino, disimulando cuanto pudo,
distinguió claramente la llaga en la palma y en el dorso de la mano derecha con
la que escribía; pero como la izquierda la tenía sujetando el papel, no pudo
verla más que por el dorso. Se marchó aturdido.
Consciente de su responsabilidad escribió enseguida al Provincial, Padre
Benedetto de San Marco in Lamis, diciéndole lo que pasaba y rogándole le
diera normas concretas a seguir. El Padre Pío seguía con las manos siempre
metidas en las mangas de la túnica o tapadas con el escapulario.
El Padre Paolino se animaba, se decidía a preguntarle la verdad de lo
acaecido; pero llegaba el momento, y él, su superior, su amigo, su confidente,
nunca se atrevió.
El rumor corrió primero soto voce, luego con mayor intensidad. La evidencia se
imponía. Los fieles llegaban cada vez más numerosos a oír su Misa y a
confesarse con él. El apasionamiento aumentaba. Los superiores decidieron
hacer un examen médico para cerciorarse de la realidad de los estigmas y
diagnosticar, si cabían, posibles causas naturales.

Estigmas en las manos Padre Pío en agosto de 1919

El Provincial de Foggia, Padre Benedetto de San Marco in Lamis, invitó al


profesor Luiggi Romanelli, médico-director del Hospital de Barletta, en la
provincia de Bari, a que estudiase el asunto y diera su parecer. Cinco

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concienzudos exámenes, a lo largo de dieciocho meses, le llevaron a dar en
noviembre de 1920 las conclusiones siguientes: “El Padre Pío lleva un corte
incisivo en el quinto espacio intercostal izquierdo, de siete a ocho centímetros
de longitud, paralelo a las costillas. De profundidad grande, pero difícil de
comprobar y del que mana, en abundancia, sangre arterial. Los bordes de la
llaga, de corte neto, no están inflamados y son muy sensibles a la menor
presión. Las lesiones de las manos y de los pies se hallan recubiertas por una
membrana de color rojo oscuro, sin ningún edema ni reacción inflamatoria.
Presionando con los dedos, por los dos lados de la palma y del dorso de la
mano, dan sensación de vacío”. Repetido varias veces el experimento, aunque
él mismo lo califica de inhumano, dio al médico la certeza absoluta de que la
herida traspasaba la mano por completo. Las lesiones no admitían calificación
alguna por sus características clínicas entre las quirúrgicas conocidas de origen
infeccioso. El profesor Romanelli, católico ferviente, no tuvo la menor duda del
carácter sobrenatural de los hechos; tardó en dar su informe para asegurarse
bien y guardó siempre gran aprecio al venerable estigmatizado.
La curia generalicia Capuchina, con sede en Roma, envió al doctor Amico
Bignami, profesor de patología general de la Universidad Central Italiana. Llegó
a San Giovanni Rotondo un mes después de iniciar su estudio el doctor
Romanelli, que, como dijimos, tardó año y medio en dar su diagnóstico. El tuvo
suficiente con estar un día y hacer una visita al enfermo para dar su informe el
26 de julio de 1919: “El estado fisiológico del enfermo es normal. Las heridas
que muestra en el tórax, manos y pies, han podido empezar por necrosis
neurótica múltiple de la piel. Han podido completarse por un inconsciente
fenómeno de sugestión y pueden ser mantenidas artificialmente por el ácido
yodhídrico de la tintura de yodo que se da el enfermo y que con el tiempo llega
a ser, aunque algunos médicos lo ignoren, fuertemente irritante y cáustico”.
El cáustico irritante es el materialismo, la pedantería del profesor Bignami,
incapaz de reconocer su ignorancia. Se dio cuenta, claro, que aquellas heridas
no admitían clasificación entre las que él conocía; no quiso admitir la
posibilidad de origen sobrenatural porque se daba de bofetadas con sus ideas
y se despachó insinuando que, consciente o inconscientemente, podían tener
por causa las malas artes del “enfermo”.
Poco después de recibir este informe la Curia Generalicia quiso rectificar su
desacierto e invitó a otro médico de Roma, el profesor Giorgio Festa, cirujano
objetivo, competente y católico, a que terciara en la disputa de opiniones. Tardó
varios meses en aceptar el ofrecimiento, pero luego se hizo muy amigo del
Padre Pío y le renovó sus visitas hasta el año 1938. Sus exámenes fueron
largos y minuciosos. Hizo alguno conjuntamente con el doctor Romanelli. En
concreto, uno, para ponerse de acuerdo sobre la forma de la llaga del costado,
que en principio apareció como un simple corte longitudinal de siete a ocho
centímetros---como dijimos--- y luego resultó ser en forma de cruz invertida,
pues presentaba otro corte transversal de unos cinco centímetros de longitud,
aunque superficial, que apenas interesaba la capa superior de la dermis. El
informe del doctor Festa coincidió con el del doctor Romanelli en cuanto al

32
estado general del Padre Pío: “Funcionamiento físico normal de los sistemas
respiratorio y circulatorio y del aparato digestivo; el más completo equilibrio del
sistema nervioso”.
Las llagas sangraban continuamente. Se podía calcular de veinticinco a
cincuenta gramos al día la sangre arterial. Ciertos días llegaban a más de cien.
Del costado manaba también a veces, pero no al mismo tiempo que la sangre y
nunca mezclada con ella, cierta cantidad de suero incoloro. Hacía pensar en el
“agua” que con la sangre vio el discípulo amado saliendo del costado de Cristo
cuando, colgado en la Cruz, fue atravesado por la lanza.
Pensemos en lo que de violento tuvieron para el estigmatizado aquellos
repetidos estudios, llevados a cabo no siempre de buena fe, y terminemos el
capítulo con el precioso testimonio del Padre Prieto de Ischitella, que fue más
tarde su Provincial: “Le dije que colocara las manos abiertas sobre el periódico
que había encima de la mesa. Al quitarse los guantes, se fueron pegadas con
ellos las postillas que tapaban la herida y vi perfectamente el agujero que
pasaba la mano de parte a parte. Es más, pude leer las letras de los titulares a
través de la llaga, y esto lo atestiguaría bajo juramento.

Crucifijo ante el cual recibió los estigmas

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CAPÍTULO SEXTO
UN EQUIPO DE CANÓNIGOS
La irradiación de santidad del Padre Pío de Pietrelcina atraía cada vez más
fieles a San Giovanni Rotondo. Su Misa, que ya no duraba tanto como al
principio de su sacerdocio cuando se extasiaba, se prolongaba, sin embargo,
hasta un par de horas algunos días y hacía que se llenara la pequeña iglesia
del convento. Su confesionario estaba rodeado de penitentes desde la mañana
hasta la noche. La gente se agolpaba a su paso para hablarle, tocarle la túnica
o encomendarle una intención. El pueblo sencillo, el de la misma naturaleza
que seguía a Cristo en Palestina, le testimoniaba de continuo ferviente cariño.
Pero la vida del Padre Pío, como la de todo cristiano, debía completar, en frase
del Apóstol, “lo que falta a la Pasión de Cristo”; y esto tanto más cuanto más
aspiraba a identificarse con Él. Los sufrimientos físicos del Señor fueron
atroces, la flagelación y crucifixión, sobre todo; pero sus sufrimientos morales,
sus humillaciones, fueron todavía mayores. El entendimiento humano llega al
límite de su capacidad, tiene que saltar en el vacío del misterio, deslumbrado
ante el impenetrable esplendor de un Dios colgado del patíbulo, desnudo ante
los impúdicos ojos de sus enemigos que, a carcajadas, celebran el triunfo.
Si de vez en cuando, lector, mientras sigues leyendo estas páginas dejas ir y venir
tu imaginación del Gárgano al Gólgota, y viceversa; o mantienes, mejor aún, las
dos imágenes superpuestas en la cámara de tu atención, comprenderás
perfectamente, admirarás y caerás de rodillas ente el modelo y ante la copia:
hombre como tú, pero que quiso y acertó a reproducirlo al pie de la letra.
Ya desde el año 1919, varios canónigos sembraron con habilidad las más
pérfidas insinuaciones por toda la comarca. El canónigo arcipreste de San
Giovanni Rotondo, Monseñor Guiseppe Prencipe, se constituyó su portavoz.
Por vía jurídica y complaciente, la del ordinario del lugar, Arzobispo de
Manfredonia, Monseñor Pascuale Gagliardi, y en Roma por la del Cardenal
Gaetano De Lay, secretario de la Sagrada Congregación Consistorial, llegaba a
la Suprema Congregación del Santo Oficio y presentaba allí al Padre Pío como
ambicioso, sensual e impostor.
Las calumnias, he dicho, llegaban a Roma por vía jurídica y complaciente.
Monseñor Gagliardi, en cuya arquidiócesis radica San Giovanni Rotondo, fue el
más encarnizado enemigo del Padre Pío y añadía veneno a las denuncias de
Monseñor Prencipe. En una reunión de Obispos declaró, con juramento, que
personalmente había descubierto en la celda del Padre Pío una botella de ácido
nítrico con el cual se hacía los estigmas, y que había encontrado, también, frascos
de variadas esencias con las que se perfumaba, a fin de que la gente creyera que
eran efluvios de fragancia carismática. Aseguraba también que, para él, el Padre
Pío era pura y simplemente un poseso del demonio y que había dado al clero de
toda su diócesis los órdenes oportunos para desenmascararlo.

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En Roma no podían pensar fácilmente que aquellas acusaciones, traídas por
personas de tal categoría jerárquica, fueran calumnias urdidas por motivos
sórdidos e inconfesables. Empezaron, pues a actuar “bajo secreto del Santo
Oficio”. La primera medida fue prohibir al Padre Pío que celebrara en público. La
reacción del pueblo sano fue de unánime repulsa. Las autoridades civiles
amenazaron con intervenir por la fuerza y se suspendió la orden a los quince días.
Decidieron entonces desterrarlo, enviándolo a cualquier ignoto convento de la
Orden en España. La gente lo adivinó y organizaron la resistencia. Día y noche
patrullaban armados alrededor del convento y, sin interrupción, renovaban las
guardias ante cada una de las salidas, decididos a todo. La autoridad
eclesiástica tuvo una idea luminosa: sacarlo rodeado de policías. Pero el jefe
de policía se negó a ello y, de acuerdo con el Alcalde, enviaron a Roma una
comisión a protestar ente las Congregaciones del Vaticano y ante los
ministerios italianos de Justicia y de Gobernación. Mientras tanto, las
manifestaciones populares se repetían en San Giovanni Rotondo, amenazando
con quemar las casas de los canónigos y el templo arciprestal de Monseñor
Prencipe, a quien suponían autor de las maniobras contra el estigmatizado.
Ante el cariz que tomaba el asunto decidieron en el Santo Oficio recluir al Padre
Pío en su celda, y para preparar el ambiente y justificar las medidas, dieron el 31
de mayo de 1923 el decreto siguiente: “La Suprema Congregación del Santo
Oficio encargada de la defensa de la fe y de las buenas costumbres, después de
una investigación llevada a cabo sobre los hechos atribuidos al Padre Pío de
Pietrelcina, de los Hermanos Menores Capuchinos, que vive en el Monasterio de
San Giovanni Rotondo en la diócesis de Foggia, declara que no consta de la
sobrenaturalidad de los hechos y exhorta a los fieles a conformar su actitud a la
presente declaración”. Hagamos una observación antes de proseguir la narración
de los hechos. San Giovanni Rotondo es y era entonces parroquia de la diócesis
de Manfredonia, y el decreto dice de la diócesis de Foggia. ¿Se equivocaron? ¿Lo
hicieron a intento por despistar las sospechas que empezaban a recaer sobre el
Arzobispo Gagliardi como cerebro de la persecución? Secreto del Santo Oficio.
A este decreto siguió otro, en los mismos términos, al año siguiente, con fecha
24 de julio de 1924. Se añadieron dos más en 1926, el 23 de abril y el 11 de
julio. Por fin el último, también condenatorio, el 22 de mayo de 1931. En todos
ellos se reitera a los fieles la más absoluta prohibición de visitarlo y de
mantener con él relación alguna, incluso epistolar.
Veamos ya la ralea de los denunciantes, pero antes dejemos bien sentado que
no sería leal falsear los hechos. El escándalo es escándalo en sí mismo y no
solo porque llegue a conocerse. Sería escandaloso, eso sí, no denunciar a los
causantes de tan abominables ataques y a los autores de tan canallescas
calumnias. La justicia se basa en la verdad y la verdad favorece al inocente. La
caridad, sin embargo, nos obliga a decir solamente lo necesario para la justa
defensa del agredido.
“Con mis propios ojos lo he visto perfumarse, lo juro sobre mi cruz pectoral”, había
perjurado archimintiendo Monseñor Gagliardi, Arzobispo de la diócesis a que
pertenecía y pertenece San Giovanni Rotondo. ¿Quién era este personaje que

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consiguió engañar a los Reverendísimos Padres del Santo Oficio y que les hizo
dar tan tremendos patinazos? Consagrado Obispo el día 25 de abril de 1897, ya
en 1903 los familiares de una religiosa le acusaron de haberla violado. El canciller
de la Curia, en una ocasión y una de las colegialas en otra, le sorprendieron
acostado en la alcoba, con la Superiora del establecimiento. Una religiosa
atestigua haberlo sorprendido repetidas veces en la sacristía con mujeres en
situaciones desairadas.
En 1910 fue denunciado a Roma por un sacerdote que se creyó con el deber
de hacer algo por el bien de la Iglesia y consiguió verse suspenso a divinis.
El que peca, no peca; peca el que denuncia al pecador y por eso debe ser
castigado. Así debía razonar nuestro singular Arzobispo. Idéntica suerte corrió
otro sacerdote en 1924, cuyo decreto de suspensión, publicado en el Boletín
Oficial del Arzobispo de Manfredonia, el 15 de julio de aquel año. Empezaba
así: “Una miserable culebreja, recogida, descongelada en el pecho, tan cuidada
y tan querida, se ha atrevido a denunciarme ante la Santa Sede…”
La indignación popular estalló contra él durante una procesión que presidía.
Tuvo que esconderse en la Catedral, y como también allí le perseguían a
pedradas, logró refugiarse en una taberna donde llegaron los guardias justo a
tiempo para salvarlo de una mujer que, cuchillo en mano, quería destriparlo.
De Monseñor Guiseppe Prencipe, arcipreste de San Giovanni Rotondo, diremos
solamente que parecía tener olvidados por completo sus deberes sacerdotales;
pero creía en el amor duradero. A diferencia de su Arzobispo, que iba de flor en
flor, el se contentaba con una o dos. Vivió amancebado con la misma mujer
durante diecisiete años, desde 1908 a 1925. Y cuando a ésta le llegó la sustituta,
despechada o arrepentida, declaró con hartos detalles sus amoríos. Monseñor
quiso justificarse diciendo que la declaración de su ex amante había sido urdida
por el Padre Pío para difamarle a él.
Estos dos principales enemigos fueron ayudados eficazmente por el canónigo
Palladino, gran paladín del amor humano, que tenía odio salvaje contra el
estigmatizado. Solía explotar en improperios rabiosos cuando alguien recordaba
su nombre: “lo quemaría vivo”, repetía. Contribuyó igualmente a hacer más
pesada la cruz del Padre Pío el canónigo Miscio, que escribió un libelo
desvergonzado, lleno de procacidades e intentó en el año 1925, hacer un chantaje
sacando 3.000 liras a los hermanos del Padre Pío, de todo lo cual quedó convicto
y confeso. Y para terminar citemos al Vicario Episcopal en San Giovanni Rotondo,
amigo y compinche de los anteriormente citados canónigos de la dolce vita, el
también canónigo de Nittis, que se pasaba diez meses del año sin ir a coro; gran
vividor y asiduo denunciante del Padre Pío, como lo llega a reconocer de su puño
y letra. Vendida su conciencia, fue causa de ruina para las almas y fomentó los
odios y bajas pasiones.
Como consecuencia de las denuncias de ésta pléyade de conspicuos varones, el
Padre Pío, que ignoraba las causas de la persecución, pasó diez años---de 1923 a
1933---secuestrado literalmente entre paredes de su celda, que a menudo besaba
con amor. Pero a veces el cautivo no podía contener los sollozos y lloraba
amargamente; no por él, “que no merecía otra cosa”, sino por las almas que se
veían privadas de su testimonio precisamente por aquellos que debían apoyarlo.

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CAPÍTULO SÉPTIMO
LA DEFENSA

Benedicto XV, cuyo pontificado tuvo lugar la estigmatización, visible, testimonió


siempre profunda veneración al Padre Pío, a pesar de las patrañas que
empezaban a llegar al Vaticano. A un Monseñor, que le hablaba mal del
estigmatizado, le dijo: “Está usted mal informado. Le mando que vaya a verle y
se convencerá del error en que se encuentra”. Y en otra ocasión aseguró: “El
Padre Pío es un hombre extraordinario, de los que suele enviar Dios a la tierra
de vez en cuando, para convertir a los hombres.
Benedicto XV murió en febrero de 1922, y en tiempos de Pío XI, su sucesor,
tuvieron lugar las acusaciones y medidas condenatorias del Santo Oficio, que ya
conocemos. No olvidemos que el primer decreto fue dado en el año 1923. Pío XI,
hombre de estudio profundo y de constancia prudente e indomable, desarrolló al
frente de los testimonios de la Iglesia una labor fecundísima. Tuvo muchos
sinsabores: la angustiosa situación de las dilatadas regiones cristianas que la
revolución soviética sumergía cada vez más en ruina material y moral y que
trataba de formar otra cabeza de puente en el extremo occidental de Europa con
la república comunistoide de España; la persecución sanguinaria de Calles en
Méjico, que tantas víctimas inmoló; la orientación cada vez más intransigente,
anticatólica y racista de la Alemania de Hitler.
Estos ingentes problemas, estas amarguras ecuménicas, no permitían al Papa
hacerse cargo personalmente del caso de San Giovanni Rotondo, pero su alma
grande buscó y consiguió esclarecer la verdad, y aunque tardó diez años, no tuvo
reparos en reconocer las equivocaciones lamentables de la Suprema
Congregación del Santo Oficio. Veamos como la bien urdida campaña de
difamación ante el mundo y la maquiavélica persecución del Arzobispo Gagliardi y
de sus canónigos ante Roma, encontraron apoyo de peso en el Vaticano, y como
la gallardía y varonil intrepidez de un grupo de valientes llevaron al Papa a conocer
la verdad y a devolver al Padre Pío su estima y la de la Iglesia.
Ya hablamos del lamentable informe del doctor Bignami, que llegó a Roma
como simple hipótesis, pero que para algunos, entre ellos ciertos miembros de
la Congregación de Religiosos, resultó ser apodíctico e incontrastable.
Cuando la prudencia cede las riendas a la desconfianza, la razón se desvía
fácilmente a la injusticia. No dieron importancia a los concienzudos informes de los
doctores Festa y Romanelli. A ello contribuyeron también las declaraciones del
famoso franciscano, Padre Agostino Gemelli, médico, rector de la Universidad
Católica de Milán, amigo íntimo del Papa y consultor del Santo Oficio, el cual
autorizaba de forma abrumadora la teoría del doctor Bignami. El Padre Gemelli
estuvo en San Giovanni Rotondo y a su regreso afirmó haber examinado las
llagas del joven capuchino, que “eran simples autolesiones más o menos
conscientes”. Un caso clínico más de histerismo.

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Su actitud, polo opuesto de la caridad y vil venganza de su malherido orgullo, le
hizo decir al ilustre Padre Gemelli la más cínica y desvergonzada mentira. Era
el 18 de abril de 1920. Había llegado la víspera, muy tarde, a San Giovanni
Rotondo. La Comunidad, que contaba entonces con ocho miembros: cinco
padres y tres hermanos, le acogió fraternalmente. Al fin y al cabo, hijos todos
del pobrecito de Asís, aunque él franciscano y ellos capuchinos. El Padre Pío
se encontraba en el coro rezando, y ante lo avanzado de la hora, el Padre
Guardián le aconsejó que esperara al día siguiente para poder hacer las cosas
con más detenimiento. Le acompañaron a una celda para que pasara la noche.
Muy de mañana, al día siguiente, se encontró en el pasillo de la sacristía con el
Padre Pío, le abordó, y después de saludarle, le dijo: “Padre, vengo a hacer un
examen clínico de sus heridas”. A lo que el Padre Pío, contestó: “¿Trae
autorización escrita de Roma?” Respondió el Padre Gemilla: “Escrita, desde
luego, no; pero, sin embargo…” y el Padre Pío: “Pues sin autorización escrita
no puedo enseñarlas”. Dicho esto siguió hacia la sacristía a revestirse para
celebrar. El Padre Gemelli quedó sorprendido. Sabía perfectamente que el
bueno del Padre Pío obedecía órdenes severísimas del Santo Oficio, del cual
él—recordémoslo—era consultor, pero herido en su amor propio fijó la mirada
en el Padre que se alejaba y le dijo en voz alta y sonora: “Muy bien, Padre,
ocasión tendremos de volver a hablar”. Inmediatamente s marchó del convento
de Nuestra Señora de las Gracias, y jamás volvió. Resultan indignas,
conociendo la verdad de los hechos, las posteriores afirmaciones, gratuitas y
falsas, verbales y escritas, del insigne Padre Gemelli.
Pero también el amor, el amor sencillo, apasionado a ultranza, rodeaba al
Padre Pío. El cielo daba de vez en cuando el aldabonazo del milagro y los
publicanos ocupaban los sitios dejados vacíos. Dos kilómetros alrededor del
convento de Nuestra Señora de las Gracias, no había entonces techo donde
guarecerse, pero eso no tenía importancia. La gente acampaba bajo la bóveda
celeste, descansaba en el suelo, se escudaba del sol bajo los almendros,
esperaban turno.
Las conversiones se multiplicaban en aquella encrucijada del Gárgano que
atraía a las almas descarriadas, sedientas de una paz que no habían
encontrado de espaldas a Dios.
Entre los milagros espirituales del Padre Pío descuella el de su primer
convertido, el de su primer hijo espiritual, Emmanuele Brunatto. Nació en Turín
en 1892. A los dieciocho años se escapó de su casa por ver de pasarlo mejor
sin trabajar. A los veinte, se casó con una mujer de treinta. Después de algún
tiempo la cambió, y más tarde se enamoró de una bella muchacha, Giulietta,
con la que vivió varios años. Organizó un comercio de compra-venta de
material bélico de desecho; se dedicó a la escena, a cantar en cabaret; montó
un taller de alta costura, siempre aspirando a más; nunca satisfecho. Estando
en Nápoles oyó hablar del capuchino estigmatizado de San Giovanni Rotondo.
Le interesó, sintió curiosidad. Una noche de luna caminaba solitario por el valle
desierto hacia el Gárgano, meta desconocida. Iba a ver a un santo.

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A la mañana siguiente entró receloso en la Iglesia de Nuestra Señora de las
Gracias. Había un fraile rezando. Se quedó mirándolo. No se movía. Paseó los
ojos por los contornos del humilde templo y volvió a reposarlos en el
ensimismado fraile, cuando éste levantó bruscamente la cabeza y le fulminó
con una mirada dura como si viera al diablo en persona, Brunatto pensó:
“Expresión desagradable, barba hirsuta, rostro de bandido. ¿Este es el santo y
me mira con odio? Bueno, ya no me mira…que siga rezando”.
Volvió la vista y continuaban fijos aquellos ojos que le habían mirado. Cerró los
suyos y seguía viéndolos clavados en su alma. No podía resistirlos. Salió
afuera. Huyó como loco. Agarrado a las descarnadas piedras de las paredes
del convento empezó a sollozar como un niño. “Señor mío y Dios mío, Señor
mío y Dios mío…”, estuvo repitiendo a lo largo de una hora, tal vez dos. Volvió
a la Iglesia. En la Sacristía, el Padre Pío, solo, le esperaba. Su faz era radiante,
su barba alisada, su mirada serena. Con ademán bondadoso le invitó a
ponerse de rodillas, y como cascada abierta de contenidas aguas, brotó de los
labios de Brunatto el torrente de pecados cometidos hasta entonces. La
absolución fue suave, dulcísona, articulada. Mientras le volvía la vida del alma
y la paz le inundaba su ser, una intensa fragancia de rosas y violetas
perfumaba el ambiente. Una vez más el hijo pródigo se fundía en abrazo
amoroso con el Padre que le había estado esperando.
Sería más armonioso decir ahora que desde entonces cambió todo y
radicalmente en la vida de Brunatto. No fue así: hubo algún bache. Dios deja
siempre que coopere la voluntad humana para asegurarse la confianza en el
amor y para poder premiar luego la libre aportación del hombre. Brunatto volvió
a Nápoles. Se encontró a Giulietta con otro amante. Quiso disuadirla. Llamó a
Turín a su mujer para arreglar su matrimonio. Las cosas fueron de mal en peor
y volvió a los brazos de Giulietta.
Por la noche veía los ojos que le miraron por primera vez en San Giovanni
Rotondo. Alguna vez, durmiendo, oía al Padre Pío que le llamaba. De acuerdo
con Giulietta, regresó al convento de Nuestra Señora de las Gracias y se
instalaron cerca, en una casa de campo, haciéndose pasar por hermanos.
Dormía cada uno en su cuarto. El trabajaba de representante; ella, de modista.
Brunatto sentía un imperioso deseo de penitencia. Se confesaba con el Padre
Pío, vivía como un anacoreta, se flagelaba, dormía en el suelo, quería
sinceramente como a una hermana a Giulietta, que después de un año de vivir
así ; aceptó marcharse a Florencia donde tenía asegurado el porvenir. Libre de
aquel amor humano, dio Brunatto rienda suelta al otro más intenso y sublime
que le llenaba el corazón. Se pasó a vivir al convento como familiar. Le
ayudaba la Misa al Padre Pío le cuidaba, le hacía compañía, era su confidente
y velaba su sueño. Cinco años ocupó la celda contigua a la del Padre, hasta
que la persecución los separó.
Muy a pesar suyo dejó Brunatto a su Padre Espiritual. Marchó del convento
dónde había sido feliz, jurándose a sí mismo defender al inocente y
desenmascarar al autor o autores del pérfido encarnizamiento.

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Procedió por su cuenta a una investigación profunda y minuciosa. Los
resultados fueron inverosímiles. Las carpetas se le colmaban de documentos
fidedignos que descubrían abrumadoras inculpaciones contra los enemigos del
Padre Pío. Con idéntico entusiasmo trabajaban Monseñor Sebastiano
Cuccarollo, Obispo de Bovino en la provincia de Foggia, y el abogado
Francesco Morcaldi, alcalde de San Giovanni Rotondo, quienes contaban en
Roma con el apoyo del Cardenal Gasparri, Secretario de Estado. Estaba
organizada la defensa.

Padre Pío y Francesco Morcaldi Convento de los frailes Capuchinos

Estigmas en las manos Dando Misa

Iglesia Santa María de las Gracias

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CAPÍTULO OCTAVO
EL ÁRBITRO PAPAL
Al expulsar a Brunatto del convento de Nuestra Señora de las Gracias no
sospecharon los capuchinos que colaboraban eficazmente con la Providencia. Si
le había rendido gran servicio al Padre Pío durante los cinco años que pasó en su
compañía, ahora, brutalmente separado de él, iba a ayudarle muchísimo más
desenmascarando y persiguiendo sin piedad a sus cobardes perseguidores.
Por su parte Monseñor Cuccarollo se encargó de otro cometido más conforme
a su reconocida bondad y no menos necesario. Allegó cuantos testimonios
pudo favorable a la persona y a las obras del Padre Pío. Consiguió un
maravilloso concierto de alabanzas aportadas por sacerdotes, religiosos,
seglares, convertidos, gente sencilla y hasta por comunistas e incrédulos que
manifestaban espontáneamente su admiración al fraile de las manos
traspasadas. Brunatto sacó cantidad de fotografías de aquel doble acopio de
testimonios, cartas, declaraciones juradas y toda clase de documentos. Por una
parte probaban la virtud acrisolada del Padre Pío, la eficacia espiritual de su
apostolado; por otra, la perfidia y corrupción de sus enemigos. Organizó una
docena de copias de cada uno de los sumarios y marchó a Roma en junio de
1925 para hacer entrega, personalmente, de un ejemplar a cada uno de los
Cardenales miembros del Santo Oficio. Brunatto sabía que ya en tiempos de
Benedicto XV había sido enviado a San Giovanni Rotondo un visitador
apostólico que indagó la verdad de los hechos con gran pericia y discreción.
Sabía también que interrogó separada y detenidamente a los superiores y
compañeros del Padre Pío, al alcalde y autoridades del pueblo, a fieles de
diversas clases sociales y desde luego, a él. Pedía lo mismo, que enviaran otra
vez un árbitro de la confianza del Papa: un juez instructor imparcial.
Pero Benedicto XV nunca perdió la confianza en la realidad sobrenatural que
encarnaba el santo capuchino, mientras que, a la sazón, las cosas habían
cambiado. ¿Creía Pío XI, dudaba,…?. Había que contar con la influencia del
Cardenal De Lai, amigo íntimo del capitán del equipo de canónigos, el Arzobispo
de Manfredonia. No podía despreciarse tampoco la influencia del Padre Gemelli,
íntimo, como sabemos, de Su Santidad. Además había que contar también con la
indecisión y pusilanimidad de algunos y con el fárrago de la burocracia vaticana.
Nada desanimó a Brunatto. Largas horas de desesperante espera, indiferencia
calculada, sonrisas complacientes, alusiones maliciosas. En Roma se
complican mucho los asuntos por las competencias de los diversos Ministerios
y por el enmarañamiento a que dan lugar complejas acciones que se
encadenan entre sí. Cuando además de todo esto se tropieza con intrigas
palaciegas y manejos cautelosos disfrazados de leal servicio a la Iglesia, hay
para echarlo todo a rodar. Brunatto no se desanimó, repito; luchaba por la
justicia esgrimiendo la espada de la verdad desnuda con audacia y tesón. Dios
y su amigo capuchino le apoyaban.

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Después de muchos meses en Roma, Brunatto vio un rayo de luz, consiguió un
resultado, pero grotesco. El Vaticano ordenó una investigación sobre la
conducta del canónigo Palladino y la confió al Arzobispo de Manfredonia,
Monseñor Gagliardi, precisamente el jefe de la banda, como ya queda dicho,
quien, a su vez, para que todo quedara en casa, delegó la encomienda en el
Arcipreste de San Giovanni Rotondo, Monseñor Prencipe. Hubo, pues, fiesta
de familia. Había para reír si no hiciese llorar. Los lobos aparecían ante el
Vaticano con piel de oveja y el manso cordero del Gárgano, víctima de sus
retorcidos colmillos, seguía recluido y callaba.
A todo esto ni Brunatto, ni Monseñor Cuccarollo, ni ninguno de los amigos del
Padre Pío sabía a ciencia cierta quién o quienes habían promovido la
persecución. El mismo Arzobispo Gagliardi, con pérfido cinismo, se había
“lamentado” alguna vez de los duros decretos del Santo Oficio contra un
“indefenso” religioso de su diócesis.
Pero un cardenal, en una de esas secretísimas sesiones de otra Congregación-
--entiéndase Ministerio---oyó a un Obispo, que no conocía, hablar con odio
contra el Padre Pío, y lo comunicó a Monseñor Cuccarollo, quien con mucha
cautela, atando cabos, hilvanando sospechas, apoyándose en la amistad
íntima de alguien que lo sabía, llegó a la certeza de que se trataba del
Arzobispo de Manfredonia, Monseñor Gagliardi, con la cuadrilla de
sinvergüenzas que nos es ya conocida.
Haber podido identificar a los responsables, era obra maestra del contraespionaje
organizado por Brunatto. El grupo de defensores aprovechó el triunfo y aquel
mismo año de 1926, en el mes de abril, publicaron bajo seudónimo un libro titulado
Padre Pío de Pietrelcina, que, apenas salido de prensa, fue adquirido casi en su
totalidad por el Vaticano y puesto en el Índice.
El impacto en las altas esferas eclesiásticas fue, sin embargo, tremendo. Nadie,
después de leer el libro, se atrevía a desmentir lo que espantaba pero
convencía. Nombres, apellidos, lugares y fechas llevaban a la evidencia de que
los calumniadores del Padre Pío habían abandonado por completo las
prácticas del culto divino por las sugestivas de la alcoba y el colchón. La
santidad del joven capuchino, que brillaba diáfana sobre el propio fango, les
resultaba incómoda. Un abismo lleva a otro abismo. La corrupción a la
iniquidad.
Pero la Suprema Congregación estaba comprometida. Imposible dar marcha
atrás. Resultaba más fácil seguir abofeteando a un humilde religioso, que
aguanta y reza, que enfrentarse con un Arzobispo y unos canónigos de armas
tomar, rodeados de mujerzuelas dispuestas a defenderse con las uñas. Y aún
quedaba otra posibilidad; los documentos del libro podían ser falsos. Con esta
secreta esperanza por parte de algunos y con indecible gozo de los valientes
defensores del Padre Pío, en marzo de 1927 fue nombrado Visitador Apostólico
Monseñor Bevilacqua. Prelado inteligente, nombró enseguida coadjutor suyo
seglar a Emmanuele Brunatto. El pánico cundió en las filas enemigas.

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Monseñor Bevilacqua había acertado en la elección de tan extraordinario
colaborador. Las pesquisas de Brunatto, objetivas, cuidadas, desplegaban
recursos de toda clase. Apuraban, agotaban, convencían. No siempre supo
Monseñor las estratagemas de que se había servido Brunatto para traerle
aquellos documentos fehacientes y comprometedores en extremo. Cuña de la
misma madera se las sabía todas. Había vivido demasiado él también para
dejarse engañar. Con apasionado ardor acechaba y sorprendía la prueba
decisiva. Adivinaba la astucia del acosado; luego, la desenmascaraba. No hubo
ardid ni fingimiento que no desenvolviera.
Los resultados de la visita pastoral, con la colaboración de Brunatto y de tantos
amigos que habían elegido el de la verdad, dio sus frutos. El canónigo Palladino
fue privado de su cargo, de celebrar Misa y de administrar Sacramentos por
inmoralidad manifiesta. Expulsado de San Giovanni Rotondo se refugió en el
Palacio Arzobispal de su protector, Monseñor Gagliardi. El canónigo Miscio fue
condenado por un tribunal civil a dieciocho meses de prisión. Monseñor Prencipe y
el también canónigo De Nittis convictos, vieron alejarse de momento la ejecución
de su condena gracias a la desesperada contraofensiva del Arzobispo Gagliardi
en Roma, que llegó a conseguir en septiembre, la sustitución de Monseñor
Bevilacqua. Pero aquel nido de víboras de San Giovanni Rotondo había sido
desarticulado. Las pruebas prueban. Roma no podía ignorar lo que todos sabían.
La alegre carrera eclesiástica del jefe de la banda, Arzobispo de Manfredonia,
Monseñor Pascuale Gagliardi, fue truncada por la destitución del cargo, la
privación de las insignias de obispo y el destierro.
El sustituto de Monseñor Bevilacqua como visitador apostólico llevaba
consignas más transigentes: no remover bajos fondos, apaciguar los ánimos,
tranquilizar las conciencias. Del Padre Pío pensaba así: “si el sufrimiento le
proporciona alegrías místicas, téngalo en abundancia”. No había llegado la
hora de la paz. Los decretos del Santo Oficio continuarán pesando en el alma
del Padre Pío durante seis años más, agravándose en los dos últimos, 1931-
1933, que los pasó totalmente incomunicado en su celda.
Los amigos del Padre Pío no desmayaban, volvieron a la carga. El alcalde
Morcaldi publicó en 1929 un libro titulado: CARTA A LA IGLESIA. A primeros
de 1933 aparecieron otros dos: LOS ANTICRISTOS EN LA IGLESIA DE
CRISTO y MISTERIOS DE CIENCIA LUCES DE FE, éste último del doctor
Festa. En alarde de intrepidez fueron presentados estos libros a Pío XI,
precisamente contra la falsedad del Padre Gemelli que, como dijimos, era
íntimo de Su Santidad. Pero el Papa, de aguda inteligencia y noble corazón, no
cerró los ojos a la verdad. Llamó a Monseñor Cuccarollo y le dijo textualmente:
“Podéis estar contentos, el Padre Pío queda rehabilitado et ultra. Por primera
vez en la historia de la Santa Iglesia, el Santo Oficio tiene que volver a comerse
sus decretos”. Era el 16 de julio de 1933. Había acabado la persecución.
El día que bajó el Padre Pío a celebrar la Santa Misa en la Iglesia de Nuestra
Señora de las Gracias, la emoción, las lágrimas y la alegría de los amigos e
hijos espirituales, que llevaban dos años sin verlo, le hizo comprender que no le
habían abandonado. Tenía entonces cuarenta y seis años.

45
Estaba tremendamente envejecido.

Padre Pío llorando

46
Fotocopia de informe del Visitador Apostólico sobre la falsedad de documentos
y grave calumnia contra Padre Pío a cargo del Canónigo Prencipe.

47
CAPÍTULO NOVENO
ESPLENDOR DE SANTIDAD

La grandeza de alma de Pío XI hizo por fin justicia al humilde hijo de San
Francisco de Asís. El Padre Pío pudo reanudar su apostolado. El grano de trigo,
escondido hasta entonces en la tierra de la injusta persecución, empezó a brotar
con empuje de fecundo apostolado. Los peregrinos aumentaban en progresión
geométrica, pues de regreso a sus casas, contaban los prodigios de que habían
sido protagonistas o testigos. Aquellos veinticinco años que siguieron a la
rehabilitación, fueron un período extraordinario de incalculable notoriedad. Si
exceptuamos el lustro de la segunda guerra mundial, fue una continua
peregrinación de millares y millares de devotos, venidos de los cuatro puntos
cardinales.
Con ellos llegó el dinero en abundancia. Aquel secarral pedregoso de los
alrededores del convento de Nuestra Señora de las Gracias, se convirtió pronto
en un hervidero de albañiles que construían casas, chalets, pensiones, hoteles
y que daban trabajo a gran número de obreros del contorno. Comenzó al
mismo tiempo la actividad comercial progresiva que procuró empleo a la
juventud aborigen, que hasta entonces se veía obligada a huir en busca de
trabajo al norte de Italia o en el extranjero.
El ambiente de San Giovanni Rotondo en los años anteriores a la guerra del
40-45, era encantador. A los conocidos de antes, se unían cada día centenares
de personas de toda condición social, atraídos por el amor de Dios por la
veneración al santo estigmatizado que lo hacía tangible. Muchos se quedaban
a temporadas. Algunos se afincaban allí para vivir y morir más cerca del cielo.
Al Padre Pío se le podía ver a cualquier hora. Hablaba con todos, Estaba a
disposición de todos. Confesaba mañana y tarde sin interrupción ni cortapisas.
Alguna vez, con buen tiempo, celebraba al aire libre porque la capilla del
antiguo convento resultaba insuficiente para albergar a los romeros.
La afabilidad del Padre Pío en aquel ininterrumpido coloquio con muchedumbres
llegadas de los cinco continentes, exhalaba sobrenaturalidad. Hablaba todos los
idiomas y dialectos. Políglota al estilo de los Apóstoles después de Pentecostés, lo
mismo le entendía el árabe que el americano, lo mismo el eslavo que el chino.
Centenares de testigos pueden dar fe de aquellos aromas místicos que
sahumaban su persona o los objetos por él tocados, o simplemente su nombre o
su recuerdo. Perfumes de gran intensidad que pudieron aspirar de forma
inesperada incluso los más rebeldes a creerlo.
La característica principal de esta fragancia misteriosa es su aparición y
desaparición instantánea e independiente de la voluntad del que quisiera seguir
respirando el embalsamado ambiente. Las esencias más agradables de rosas,
claveles, violetas, espliego, pino y azahar exhalaban en forma volátil y
trascendente las heroicas virtudes del Padre Pío que vivía ya en olor de santidad.

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El discernimiento de conciencia fue otro de los grandes dones que Dios otorgó
a su fiel servidor para hacer más provechoso su apostolado. Cuántos de
rodillas a sus plantas, llenos de buen deseo, pero incapaces de desenmarañar
su conciencia y sin saber cómo empezar, se encontraron con el confesor
adivino, de prodigiosa memoria, que les decía: “¡Ánimo!, vienes a pedir perdón
al Señor de esto, de esto y de esto”. Y cuantos, creyendo haber dicho todo y
esperando la absolución redentora, se oían: “¿Y aquello, hijo, y aquello…?.”
En el capítulo cuarto, relatamos un hecho de bilocación. Fueron muchísimas
las veces que el Padre Pío se trasladó, en forma insólita, a confortar a un
moribundo, a sostener la fe de un perseguido, a llevar ánimo a un alma
desalentada o en peligro. De la asistencia personal del Padre Pío a la cabecera
del lecho de muerte de su Vicario General, es testigo el actual Arzobispo de
Montevideo, Cardenal Barbieri, que fue despertado por el Padre Pío para que
acudiera a socorrer al moribundo.
He aquí otro caso ocurrido en Torre Maggiore a 46 Km. de San Giovanni
Rotondo. Michele, yesero de oficio, blasfemaba como un demonio del infierno,
porque soplaba bochorno, la hornaza revocaba el humo y no podía encenderla.
Después de echar por tierra a Dios y a los santos se metió con el Papa y el
Padre Pío. Oye pasos, se vuelve y ve a un fraile que le dice bondadoso: “la paz
sea contigo”. Luego se sienta en un cesto invertido y le pide fuego como si
fuera a fumar. Nuestro Michele capta la broma, empuña el tridente y enfurecido
hace ademán de atravesarlo. El fraile sonríe y señalando el horno apagado, le
dice: “no te enfades, te lo enciendo yo”. Y Michele: “¿serás tú como el Padre
Pío que va haciendo milagros para los tontos?”. Pero aún está hablando el
yesero cuando una llamarada le acaricia deslizándose hacia el horno, que arde
como la estopa. El fraile le sonríe otra vez y le asegura: “yo soy el Padre Pío”.
De rodillas, confuso, anonadado, se oye llamar por su nombre de pila: “Michele,
no tengas miedo, no blasfemes más”. Y mientras se alejaba el Padre, las
lágrimas surcaban por sus ennegrecidas mejillas.
Las profecías del Padre Pío fueron innumerables. Anunciaba hechos futuros
que solo por revelación divina podía conocer, lo mismo sobre acontecimientos
internacionales que sobre circunstancias de personas o lugares concretos.
Siempre inspiradas por la caridad, era suficiente en ocasiones un: “confíe en el
Señor” o “la misericordia de Dios es infinita”, para comprender que el Padre Pío
sabía y no quería dar la mala noticia.
En cuanto a milagros, permítame lector, relatar únicamente estos dos. El día 25 de
Junio de 1946, Guiseppe Canaponi, de Sarteano en Toscana, fue víctima de un
accidente de camión que le destrozó el fémur y la rótula izquierda. Recorrió media
docena de hospitales sin conseguir doblar la rodilla, que permanecía rígida, como
si toda la pierna fuese un solo hueso desde la cadera al tobillo. Dos años después
del accidente, en 1948, dando los cirujanos por inútil cualquier tentativa médica,
decidieron doblarle la rodilla por la fuerza, para lo cual le administraron anestesia
general. Durante la operación, sin querer, le volvieron a romper el fémur, pero la
rodilla no cedió. Había perdido ya toda esperanza de poder andar normalmente.
Tenía treinta y seis años y se consideraba un desgraciado. Pasaba crisis

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tremendas en que llegaba a blasfemar y a hacerse insoportable. Su mujer le
aconsejaba una visita al Padre Pío. Tras muchas deliberaciones, el día 28 de
diciembre de aquel mismo año, en la sacristía del convento de Nuestra Señora de
las Gracias esperaba turno para confesarse. Le llegó la vez, se acercó al Padre
Pío, dejó los bastones y se puso de rodillas como todos. Antes de empezar a
hablar él, le dijo el confesor: “Blasfemas mucho…te encolerizas… te desesperas…”
“Si Padre, sí, es verdad –contestó Canaponi–. Debe de ser la enfermedad, los
sufrimientos y las inyecciones que me han trastornado”. El confesor prosiguió:
“Pero luego te arrepientes, recapacitas, lloras…”. Canaponi pensaba: “Lo sabe
todo, me confiesa él…” y añadió dirigiéndose al Padre: “Pídale al Señor que me
quite estos defectos”. El Padre Pío se contestó: “Debes trabajar tú para corregirte;
si no, sería inútil la gracia que Dios te ha hecho”. Al oír esto y sólo entonces, se dio
cuenta el bueno de Canaponi de que se encontraba arrodillado hacía unos
minutos. Luego, afuera, anduvo, corrió, saltó porque podía y porque lo necesitaba.
Otro caso mundialmente célebre es el de Gemma Di Giorgi. Nació el día de
Navidad de 1939 en Palermo. Tenía tres meses cuando su madre se dio cuenta
de que los ojos de su hijita no reflejaban su cara. Espantadas, ella y su abuela,
llevaron a la niña al médico. El doctor las envió a un oculista y éste a otro. Los tres
diagnosticaron lo mismo; ciega porque carece de pupilas. La consternación de la
familia era inmensa. Una religiosa, tía de Gemma, escribió al Padre Pío
encomendándole el asunto y animó a la abuela a llevarla a San Giovanni Rotondo
para que hiciese allí su Primera Comunión.
Con gran fe y muchos sacrificios realizaron el viaje. El día 6 de junio de 1947, a las
cuatro de la tarde, llegaron al convento de Nuestra Señora De las Gracias. El
Padre Pío estaba confesando. Los penitentes eran muy numerosos; no les llegó el
turno. A la una de la madrugada fueron a la puerta del convento a tomar otra vez.
A las cuatro, se abrió la iglesia y a las cinco oyeron Misa que celebró el Padre Pío.
Gemma fue la primera en confesarse y a pesar de las repetidas advertencias de
su abuela, se le olvidó pedir el milagro. El Padre Pío, sin embargo, se había
tocado los ojos. Cuando le llegó el turno a la abuela eran las tres de la tarde.
Después de confesarse le dijo al Padre Pío que su nieta estaba llorando porque se
había olvidado pedirle el don de la vista. El Padre Pío, con voz persuasiva, le dijo
textualmente: “Ten fe. La niña no debe llorar. Tú no debes estar preocupada.
Gemma ve, lo sabes”. Embargada de emoción la señora besó la mano del santo
capuchino.
Después de la función eucarística vespertina, Gemma fue la primera en recibir
la Sagrada Comunión. El Padre Pío, además de la cruz que hizo antes con la
Sagrada Forma, como se acostumbraba entonces, trazó otra inmediatamente
después don la mano sobre los ojos de Gemma.
Días más tarde llevaron a la niña al oculista que repitió el diagnóstico: “Ciega
por carecer totalmente de pupilas”. “Y sin embargo, ve”, dijo la abuela. El doctor
no salía de su asombro. Puedes comprobarlo, lector, con los ojos que Dios te
ha dado. Gemma Di Giorgi vive, tiene veintinueve años, es religiosa de la
Divina Misericordia. Sigue ciega total para la ciencia, pero ve, como ves tú,
como veo yo.

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Confesando a un niño Padre Pío en el confesionario

Padre Pío dando la Comunión

Amigos del Padre Pío En la Santa Misa

Padre Pío leyendo la lectura

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CAPÍTULO DÉCIMO

ESTUVE ENFERMO…
(Mat. 25, 36)

Si Jesús sufre en todo enfermo y en todo enfermo pobre languidece, en todo


enfermo pobre, duplica su presencia. Así razonaba el Padre Pío. Sabía mucho
de dolor y de pobreza desde su niñez en Pietrelcina. Después de haber
admirado a lo largo de diez años su temple de acero, después de haberle
seguido, contemplando sus carismas, tal vez lleguemos a pensar que el Padre
Pío había perdido su sensibilidad exquisita. El recuerdo de la muerte de su
madre nos llevará a la realidad plenamente humana de un santo.
En diciembre de 1928, Giuseppa fue a San Giovanni Rotondo a visitar a su hijo.
Llevaba cuatro años sin verlo. Hacía mucho frío. Sencilla como siempre, no
aceptó un abrigo que le ofrecieron para ir al convento. No quería parecer una
señora. Asistió a la Misa del Gallo que celebró Francesco, pero al día siguiente
apareció con una fuerte congestión pulmonar. El alcalde Morcaldi consiguió
que autorizaran al Padre Pío para salir del convento a visitar a su madre
moribunda. Era en plena persecución, no lo olvidemos, aunque no estaba
todavía del todo incomunicado. A la cabecera de la cama, con la oración
sumisa y confiada a flor de labios, asistió al sereno apagarse de la vida de su
madre. Era el día 3 de enero de 1929. “Hágase siempre la voluntad de Dios”,
repetía a quien le daba el pésame; pero, una vez solo, la contenida emoción
rompió en sollozos. Se lamentó, lloró desconsolado como un niño horas y
horas. No pudo ir al cementerio. Tuvo que acostarse en la casa donde estaba.
No podía volver al convento. Daba lástima.
El Provincial de los Capuchinos le dio orden de que regrese inmediatamente.
Tres médicos presentes se opusieron a tamaño despropósito. El Padre
Provincial “asumió toda responsabilidad” y exigió el cumplimiento del mandato.
El Padre Pío convenció a todos de que mejor era la obediencia…. Tres
síncopes le dieron en el camino. A Cristo, más que la soga al cuello, le
arrastraba la sumisión a la voluntad del Padre y se desmayó tres veces camino
al Gólgota.
Ya en Pietrelcina, pero sobre todo desde que llegó a San Giovanni Rotondo, el
Padre Pío proyectaba una fundación que le permitiera cuidar a los enfermos
más pobres. En aquella época en que no se conocía el seguro de enfermedad,
el enfermo pobre no contaba más que con la caridad ajena, que nunca es
suficiente. En 1923 escribía: “Hace mucho que deseo tener un establecimiento
donde pueda cuidar al necesitado en cuerpo y alma al mismo tiempo”.
En el año 1925, a dos kilómetros del convento, en uno de los barrios de San
Giovanni Rotondo fundó una especie de consultorio-Hospital compuesto de dos
salas, dos habitaciones individuales y los servicios sanitarios más

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indispensables. Las limosnas y la desinteresada prestación de algunos
médicos de la localidad, permitieron cuidar gratuitamente hasta veinte
enfermos. El mismo alcalde Morcaldi, que ya conocemos, fue el administrador.
Trece años funcionó a satisfacción, hasta que en 1938 se hundió a
consecuencia de un terremoto, acabando con el edificio, pero no así con el
ánimo de su fundador.
La experiencia de aquellos años le hizo comprender como la medicina
encuentra ayuda eficaz en el afecto. Advirtió también, que cuando rodea
ambiente fraternal al enfermo, su alma descansa y busca a Dios. Cumplir bien
una obligación profesional no es suficiente. Hay que cuidar al enfermo como se
cuida a un hijo.
El día 9 de enero de 1940, el Padre Pío reunió a varios amigos entre los que se
encontraba el doctor Sanguinetti, y les habló de su proyecto de fundar un
hospital grandioso que habría de llamarse “Casa Sollievo Della Sofferenza”.
Al término de la reunión sacó del bolsillo una moneda de oro recibida como
limosna aquel día y se la entregó al doctor Sanguinetti diciéndole: “Esta es la
primera piedra”. Pronto comenzaron las tomas de contacto con ingenieros,
arquitectos, constructores, médicos, etc. Las opiniones, en general, eran más
bien desalentadoras. Muchos consideraban el proyecto descabellado; casi
todos, imposible de realizar.
Para llevar a cabo la empresa con las características que el Padre Pío quería,
en aquel terreno pedregoso, sin agua, en despoblado y sin caminos, se
necesitaba millones. Pero lo más difícil sería encontrar médicos, cirujanos,
especialistas, enfermeros que quisieran vivir en aquel desierto sin posibilidad
de tener clientela propia ni de alojar la familia. Más valía no empezar que tener
luego que abandonar la empresa una vez empezada la construcción. En junio
de aquel mismo año, Italia entró en la Segunda Guerra Mundial. La
movilización, las batallas y los bombardeos hacían más irrealizable aún el
sueño del Padre Pío, pero su confianza en Dios era inquebrantable. Una vez
que los americanos conquistaron la región y se establecieron con sus puestos
de mando y bases aéreas, empezaron a visitar al insólito taumaturgo, y muchos
católicos le hacían cuantiosos donativos para obras de caridad.
En 1942, Brunatto, el fiel amigo, su primer convertido, primer hijo espiritual y
primer defensor, que llevaba diez años en París y había conseguido labrarse
una fortuna, le envió para empezar su obra, un donativo regio de trescientos
millones de liras y luego repitió el gesto con frecuencia en cantidades de
importancia.
El dinero iba llegando. La riqueza, en noble misión, se puso al servicio de los
pobres. Los Bancos locales se ofrecieron también a financiar las obras, pero
sus servicios fueron cortésmente rechazados. El Padre Pío tenía otro banco y
otra Sociedad Anónima que daba al traste con toda financiación humana. En la
lista de los donativos hay partidas de mil liras, de cuatrocientos millones de liras
y de dos liras. Dios ve la cantidad, claro, pero ve, ante todo, el amor con que se
da.

54
El 5 de octubre de 1946 se constituyó ante notario la sociedad jurídica
“Refugio de Afligidos”, para atender en nombre de Cristo a cuantos pidan
asistencia. El 16 de abril de 1947 comenzaron los trabajos de desmonte y
nivelación. Se instalaron toda clase de talleres. Se produjo allí mismo la
electricidad necesaria. Se hizo la conducción de aguas al mismo tiempo que se
prepararon grandes cisternas para aprovechar las lluvias. Más de trescientos
peones y especialistas tuvieron trabajo a lo largo de nueve años. Construyeron
un hospital que, conforme a los deseos de su fundador, es al mismo tiempo la
casa de los pobres y el templo de la caridad.
El doctor Sanguinetti fue el hombre de confianza, el brazo derecho del Padre
Pío. Con su fidelidad exquisita, su constancia a toda prueba, su rectitud
ejemplar y su habilidad diplomática, iba resolviendo dificultades de todo orden e
iba haciendo frente a los gastos día a día, siguiendo puntualmente el consejo
del hombre de Dios que no le dejaba contraer deudas.
La casa Sollievo Della Sofferenza es uno de los mejores centros hospitalarios del
mundo, superior a cualquiera de las clínicas privadas de Italia. Dotada de las
instalaciones sanitarias más modernas, posee incluso terrazas donde se posan los
helicópteros, que combinan así la rapidez con la eficacia en el transporte de
heridos, enfermos y accidentados. Es espléndida, cómoda, lujosa,
arquitectónicamente regia como la ideo su fundador para Cristo en la persona de
los pobres. A 650 metros de altitud, su hermosa fachada blanca eleva el alma,
lleva a Dios. Prevista para 350 enfermos, hoy alberga cerca de mil. Tiene sus
propios talleres de carpintería, fontanería y mecánica, y todo el conjunto de
industrias de la alimentación. Posee laboratorio, farmacia, centrales térmica y
eléctrica autónomas, central de distribución de oxígeno, servicios administrativos,
imprenta, cine y capilla. Sus diez quirófanos están dotados de equipos con
instrumental ultramoderno. Cincuenta médicos y más de trescientos empleados
atienden los servicios a cualquier hora del día y de la noche.
El día 5 de mayo de 1956 fue la inauguración oficial. Asistió el Cardenal
Lercaro, Arzobispo de Bolonia, en representación de Pío XII. El Padre Pío
celebró la Santa Misa al aire libre ante 30.000 personas. Desde aquel día el
“irrealizable” ensueño de su fundador estaba realizado. Un prodigio más de su
confianza en Dios. El inmenso complejo hospitalario funcionaba subvencionado
por la Divina Providencia. Miles de millones de liras pasaron por las manos del
Padre Pío sin que se guardara un céntimo. Las tenía agujereadas, claro.

Día de la inauguración de la Después de la Con asistentes a la


casa inauguración en 1956 inauguración

55
Casa Sollievo Della Sofferenza – actual.

56
CAPÍTULO UNDÉCIMO

ORAD SIN DESCANSO


(Lc. 18, 1)

La Palabra de Dios en el instante de su unión hipostática con la naturaleza


humana se hizo oración. Oró sin cesar durante nueve meses en las virginales
entrañas de su Madre. Oró durante los treinta años que vivió en Nazaret y
durante los cuarenta días que precedieron al comienzo de su apostolado. Oró
antes de elegir a los apóstoles, antes de multiplicar los planes, antes de
resucitar a Lázaro, antes de Instituir la Eucaristía, antes de entregarse por
nosotros. Cristo oró en la Cruz y sigue orando en todos y cada uno de los
sagrarios de la Tierra.
Jesús recomendó de manera especial a sus discípulos la caridad y la oración.
“Amaos los unos a los otros como Yo os amo. En esto conocerán que sois mis
discípulos: en el mutuo amor que os tengáis”. En su oración sacerdotal
después de habérseles dado en alimento, pedía a su Padre por los apóstoles,
diciendo: “Que vivan en la unión de Amor en que Tú y Yo vivimos”.
En cuanto a sus consejos sobre la oración, Jesús no pudo ser más
machaconamente reiterativo. Les enseñó a orar, les dio normas a seguir, les
explicó con ejemplos, la humildad, la confianza con que debían pedir las cosas.
“Hasta ahora nada habéis pedido al Padre en mi nombre. Pedid y recibiréis
para que vuestro gozo sea completo”. “Si tu hijo te pide pan, ¿le darás una
piedra?”. “El Padre os ama”. Les inculcó sobre todo, la perseverancia con
aquellas dos parábolas deliciosas del Juez y la Viuda y la del hombre que se
levantó de la cama por la noche para prestar unos panes a su vecino pesado e
inoportuno.
Ya hemos visto, en el capítulo anterior, como el Padre Pío practicó la caridad
para con Dios. Veamos ahora como aquel amor a Dios, aquella confianza sin
límites que le hizo vivir en continuo contacto amoroso con Él le llevó, a
imitación de Cristo, a enseñar y a organizar la oración entre sus hijos
espirituales.
La vida de oración del Padre Pío nos es conocida. Los grupos de oración
fundados por él, son respuesta al deseo del Señor, a las instrucciones de los
santos a través de los siglos, y de manera especial, a las apremiantes llamadas
de Pío XII que, ante el peligro de la irreligión que invadía al mundo, no encontró
remedio más oportuno que la oración. Por eso la recomendó tanto a lo largo de
su glorioso pontificado.
El Padre Pío repetía lo mismo en particular que cuando hablaba en público:
“Escuchemos a Cristo, escuchemos al Papa, recemos sin descanso”. Todos
sabían que él se pasaba las noches, sin apenas dormir, en oración. Los
peregrinos, de regreso a sus casas, querían plasmar en su vida cotidiana de
alguna manera los consejos oídos al Padre en aquellas cortas, pero
inolvidables horas, pasadas en su compañía. Conocer al Padre Pío era motivo

57
de adhesión. Los que habían intimado más sentían necesidad de cultivar su
amistad mutua y de manifestar su conexión con San Giovanni Rotondo. Con
toda naturalidad coincidían en oír Misa a la misma hora y en el mismo templo,
se juntaban para hacer un rato de adoración ante el Santísimo o para rezar el
Rosario. Así fueron naciendo en diversas ciudades por propia iniciativa los
Grupos de Oración.
Notemos que así como la Casa Sollievo Della Sofferenza tuvo vida en la mente
del Padre Pío y solo años después alcanzó realidad, los Grupos de Oración se
iniciaron antes que el Padre Pío les diera nombre y los organizara. Tuvieron
origen, eso sí, en las enseñanzas del Padre, pero precedieron a su puesta en
marcha oficial. La posibilidad estaba garantizada por la anterior existencia.
Notemos también que los Grupos de Oración no tienen como finalidad exclusiva
reunirse unas cuantas personas a rezar Padrenuestros, Ave Marías o Salves.
Aspiran a formar almas de oración y, por consiguiente, a conducirlas a la
perfección cristiana de la vida. La oración y la santidad caminan paralelas. El
grado de unión divina alcanzado por el alma en su ascensión espiritual queda
patente en su manera de orar. Los adheridos a un Grupo de Oración se animan
mutuamente a recibir los sacramentos, al apostolado, a la unión don la Jerarquía.
El 15 de julio de 1950 encontramos por vez primera una lista de centros
inscriptos en una treintena de ciudades italianas, agrupados bajo el epígrafe
común de “Grupos de Oración de la Casa Sollievo Della Sofferenza”. Una de
las características que precisa la nota para la fundación de un centro es que
venga constituido bajo la dirección y presidencia de un sacerdote. Es voluntad
expresa del Padre Pío que quiere seguir fielmente las normas de la Iglesia para
evitar desviaciones.
Los fieles que pertenecen a un Grupo de Oración deben predicar con el
ejemplo en toda circunstancia, en todo el ambiente de su existencia. Deben
asistir a las funciones litúrgicas en la parroquia y deben cooperar
diligentemente en los diversos menesteres de la feligresía, pero manteniendo
un carácter de servicio humilde y apoyado en su unión a la Casa Sollievo Della
Sofferenza. La finalidad de los Grupos de Oración es, pues, sostener a la
Iglesia en su lucha contra el mal y en su expansión misionera por el mundo con
el único medio eficaz de que disponen: la oración, alma de todo apostolado.
Este espíritu de servicio a la Iglesia con la disponibilidad que al alma le da el
contacto con Dios en la oración, explica la extraordinaria difusión que
alcanzaron los Grupos y la favorabilísima acogida que les dispensaron
Párrocos y Obispos. Dos años después de su fundación eran ya centenares los
Grupos de Oración prosperaban llenos de pujanza dentro y fuera de Italia. El 2
de julio de 1959, cuando el Cardenal Tedeschini, legado papal, inauguró la
nueva Iglesia del convento de Nuestra Señora de las Gracias existían centros
florecientes en Francia, Suiza, Bélgica, Holanda, Alemania, América, India y
Turquía.
El primer congreso nacional de los Grupos de Oración se celebró en Catania
(Italia) en el mes de septiembre de 1959. Fue presidido por el Cardenal Lercaro
acompañado por diez Obispos residenciales. Hace poco el Cardenal Antoniutti,

58
Prefecto de la Congregación de Religiosos, ha aprobado por carta de los
Grupos de Oración del Padre Pío, que son ya decenas de millares en el
mundo.
La actividad de los Grupos de oración tiene en todas partes resultados
alentadores. En ellos se hace pública profesión de fe, se vence el respeto
humano, se fomenta el apostolado, se reaviva la unión de caridad al mismo
tiempo que se procura la perfección espiritual del afiliado. Dios nada puede
negar a las almas unidad con Cristo en la oración y de donde dos o más
cristianos se juntan para rezar, Cristo se les agrega: cumpliendo su promesa,
les hace compañía.

Padre Pío en otro momento de


Padre Pío en oración de penitencia
oración

Padre Pío en momento de penitencia y oración

59
Fotocopia: Con esta navaja el Padre Pío cortó el hilo del micrófono que le
habían escondido bajo la cama, se produjo un cortocircuito.

60
CAPÍTULO DUODÉCIMO

DINERO MALDITO
(Lc. 16, 9)

Así como en el capítulo sexto dimos cuenta de las andanzas de unos cuantos
canónigos de San Giovanni Rotondo, que motivaron la tremenda persecución
de que fue objeto el Padre Pío en su juventud, así ahora damos a conocer el
resumen histórico de un caso tristemente célebre y que marca el origen de otra
persecución, no menos cruel, contra el santo estigmatizado ya en los umbrales
de la eternidad. De joven fue aborrecido porque no transigió con el desenfreno
en las costumbres; anciano, ha sido maltratado con saña porque no cedió ante
las exigencias de los que, ávidos de dinero, querían arrebatarle lo que no podía
dar.
El escándalo Giuffré cundió por toda Italia en el año 1958 y sus efectos duran
aún después de más de una década. Fue conocido por “El banquero de Dios”,
yo lo llamaría el mercachifle del diablo. Giambattista Giuffré, modesto empleado
de Banca con pretensiones místicas, aprovechando las dificultades económicas
de la recién terminada guerra mundial en 1945, comenzó, manejado por los
Capuchinos, a trabajar por su cuenta. Fundó una organización financiera con
un sistema original de empréstitos y créditos que le permitió encauzar grandes
sumas de dinero, en su mayoría ahorradas con sacrificio por gente sencilla y
cándida.
Su Slogan era sugestivo: “Quien me presta, dobla”. El sistema ingenuo,
simplicísimo: el dinero que le confiaban le serví para pagar los intereses del
recibido anteriormente, y así en lo sucesivo. A nadie se le oculta lo frágil de
aquel castillo de naipes que, al menor soplo, iba de venirse abajo. Muchos
religiosos, sin embargo, no se detuvieron a indagar como podían producirse tan
descomunales beneficios; ni tampoco se hicieron el menor escrúpulo de
conciencia sobre la licitud moral de la operación monetaria; es más,
consideraron a Giuffré como providencial para poder construir conventos,
iglesias, hospitales y otras obras de piedad.
Giuffré se gloriaba, y no mentía, de tener eficaces protectores en el Vaticano.
Acertó en la elección de colaboradores que inspiraban confianza a los incautos:
personalidades eclesiásticas o religiosas, Obispos o superiores de algún
convento de renombre. Para los religiosos sin escrúpulos de conciencia
colaborar con Giuffré resultaba fácil y lucrativo. Bastaba pedir cien liras
prestadas, entregárselas al milagrero y luego, cada año, darle diez liras al
dueño del capital como intereses, quedándose con las otra noventa “para los
pobres”. Si en vez de cien liras se podía conseguir un empréstito de cien mil,
mejor; quedaban a la comunidad noventa mil liras anuales para “fines
benéficos”. Y si la cantidad llegaba a cien millones, miel sobre hojuelas; Giuffré,
al recibirlas, se comprometía a entregar cien millones cada año, de los cuales,
noventa, permitirían acometer “grandiosas y sacrosantas obras”

61
No te asombres, lector, reserva algo de tu capacidad admirativa para los
capítulos siguientes. Por una simple nota de abogado, consta que nueve mil
millones de liras fueron distribuidos, en su mayor parte, por Giuffré, a casas
religiosas “colaboradoras”. Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el
Reino de los Cielos, aseguró el Hijo de Dios, que no tenía donde reclinar su
cabeza.
En marzo de 1957 Giuffré, bien recomendado, acudió al Padre Pío a invitarle a
colaborar con él. El iluso traficante le ofreció sus servicios, pero el hombre de
Dios los rechazó indignado. A ningún cristiano le es lícito practicar la usura, que
resulta reprobable para un hijo de Francisco de Asís, el enamorado de la
pobreza.
Pío XII tuvo conocimiento de los manejos financieros de altas jerarquías de la
Iglesia en colaboración con Giuffré y les llamó severamente la atención por
medio de la Sagrada Congregación Consistorial en abril de 1957. Habló bien
claro sobre la ilicitud de tales operaciones monetarias y sobre las graves
consecuencias que podían acarrear.
Por entonces, Giuffré comenzó a no poder atender la carpeta de pagos, pues
los nuevos empréstitos no alcanzaban a colmar las gigantescas deudas que le
apremiaban. El melodrama se convertía en tragedia. La quiebre llegó en agosto
de 1958 con un saldo deudor de más de quinientos millones de liras.
Semejante bancarrota produjo un impacto público enorme. Su repercusión en
los ambientes eclesiásticos fue todavía mayor por las personalidades
comprometidas. Se habló de treinta mil prestamistas, la mayoría de clase social
carente de grandes recursos y que, de no recuperar sus préstamos, quedaban
reducidos a la miseria.
Entre los beneficiarios, o sea, los que habían recibido dinero de Giuffré, que no
pasaban de quinientos, se encontraban más de trescientos religiosos. He aquí
algunos: el Padre Silvano Brandi, del convento capuchino de Pesaro, recibió de
Giuffré 11.500.000 liras; el Padre Alfredo Mannoni, capuchino de Macerata,
1.800.000 liras; el Padre Nazareno da Casola Valsenio, del convento capuchino
de Castel San Pietro, 2.000.000 de liras; el guardián de los capuchinos de
Urbania, cobró de Giuffré, 1.032.000 de liras; el guardián de los capuchinos de
Ripatransone, 3.870.000 liras; el guardián de los capuchinos de Casola
Valsenio, 7.000.000 de liras. Por cuenta de Giuffré, los capuchinos de Vignola,
en la provincia de Módena, hicieron obras que costaron 32.500.000 liras; los
capuchinos de Piacenza construyeron por valor de 19.000.000; los de Cesena,
por 22.000.000; los de Cesenático, por más de 36.000.000. Así podíamos
seguir nombrando religiosos y conventos de casi todas las provincias
capuchinas de Italia.
Veamos ahora la contrapartida. La señorita Ferri, sobrina del Padre Colombo,
capuchino del convento del Santo Espíritu, en Rímini, aconsejada por su tío
entregó todos sus ahorros a Giuffré y no recobró ni una lira. El señor Torri
Libero, de Cesena, afirma haber entregado a Giuffré, por medio del entonces
Guardián de los capuchinos de Cesenático, 1.000.000 de liras; no ha recobrado
ni el capital ni los intereses que le prometieron. En el pueblo de Monghidoro, de

62
los Montes Apeninos, afirmó la señorita Jole Soglia, ante un magistrado de
Bolonia: “Giuffré y los Capuchinos han estafado cincuenta millones de liras, en
su mayoría ahorros de aquella pobre gente reducida ahora a la miseria”.
La lista sería interminable. Recordemos, sin embargo, un caso que por haber
ocurrido en San Giovanni Rotondo coincidiendo, la primera entrega del dinero,
con las fechas que Giuffré quiso operar con el Padre Pío, resulta muy
aleccionador. El secretario del Ayuntamiento, señor Baccala, aconsejado por el
entonces provincial de los capuchinos de Foggia reunió, de varios vecinos,
hasta 3.700.000 liras que entregó a Giuffré entre julio de 1957 y abril de 1958.
Fue convenido que los recibos irían a nombre de Padre Provincial y que Giuffré
entregaría el noventa por ciento de interés anual. Pero llegó el crac en agosto
del mismo año, como dejamos anotado antes, y el señor Baccala lo perdió
todo. El Padre Provincial se llamó andana y los prestamistas que tenían letras
de cambio y pagarés firmados por el secretario del Ayuntamiento, lo llevaron al
juzgado. El señor Baccala vio sus bienes embargados y vendidos en pública
subasta. La miseria y la tristeza lo llevaron al sepulcro en 1960.
Impresionantes documentos demuestran que los Capuchinos no solo traficaron
con Giuffré, sino que llegaron a obrar en múltiples ocasiones por cuenta propia,
pero a la sombra, maniobrando ellos mismos al banquero con astucia y mala
fe. El 12 de noviembre de 1958 Giuffré declara ante el Tribunal de Bolonia que
ha dejado todas sus disponibilidades que ascienden a varios miles de millones
de liras, a los Capuchinos. Ya no podían abusar más de su nombre. Si les
quedaba algo de vergüenza tuvieron que dejarla para bajar a la palestra a dar
la cara. Se adueñaron, sin permiso de Giuffré, de cuantos archivos y ficheros
tenía en su domicilio o en casa de sus colaboradores. Trataron de cobrar en
Bancos de Suiza cheques firmados por Giuffré de hasta 500.000.000 de liras y
alguno también en blanco. Ni la Hacienda Italiana, ni sus Tribunales, ni la
Policía, han conseguido saber con exactitud el montante de las operaciones
llevadas a cabo por Giuffré.
El Gobierno de Italia intervino oficialmente en el asunto. Ante las gravísimas
consecuencias de escándalo e injusticia que complicaban a la Orden
Capuchina, el Vaticano obligó a la Curia Generalicia Capuchina a hacerse
cargo de las deudas no pagadas por Giuffré. Era justo. Así, con fecha 15 de
mayo de 1964, el Superior General de la Orden Capuchina, en escrito
reservado para los miembros de la Congregación, reconoce entre las mayores
tribulaciones de la Orden en aquellos años: “El infame asunto de Giuffré que
nos obligó a pagar ingentes sumas de dinero y nos ha reducido al desastre
económico”.
Ni que decir tiene que muchas deudas contraídas sin recibos o con pocas a
nombre de los mismos Capuchinos, quedaron impagas como ha sido advertido
anteriormente. Giuffré no fue mala persona. Fue una víctima de la ambición
insaciable de los Capuchinos italianos. En sus últimos días, contestando a una
señora que desde San Giovanni Rotondo le había escrito, agradece
sinceramente el recuerdo, las plegarias y la bendición enviada por el Padre Pío,
precisamente cuando había sido abandonada por los Capuchinos al tener que

63
hacer frente ante los Tribunales. Legalmente Giuffré fue el único declarado en
quiebra. Ante el Tribunal de Dios cada cual dará cuenta de sus actos. Murió en
la mayor pobreza. No legó absolutamente nada. Su nombre figura labrado en
piedra, aún, en el frontispicio de algún convento Capuchino. Su recuerdo
todavía aprieta el corazón de muchos; todavía produce lágrimas.

Papa Pío XI

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CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO

SEGUNDA PERSECUCIÓN

Las provincias capuchinas más afectadas por el desastre financiero de Giuffré


fueron las de Bolonia, Parma, Florencia y Foggia. No solamente habían operado
con el seudo banquero siguiéndole en la ruina, sino que también, usando su
nombre, habían operado directamente acumulando cantidades por las que se
comprometían a pagar un módico interés anual y que les fueron reclamadas
urgentemente y a la vez, las tenían invertidas; les resultaba imposible devolverlas.
Parece mentira que religiosos, que libremente se habían obligado por voto a
vivir en pobreza, obraran así. Se lanzaron con vértigo de dinero a levantar
construcciones suntuarias por doquier. Solamente en la provincia capuchina de
Foggia, a la que pertenece San Giovanni Rotondo, construyeron un seminario
grandioso, curia provincial nueva con residencia y una Iglesia futurista.
Quisieron emular al Padre Pío y el diablo fue, una vez más, la mona de Dios. El
pueblo, siempre consecuente de sus dichos, por la cantidad de automóviles de
que disponían los Capuchinos los llamaba “Fray claxon”, como más tarde, en
Roma, habría de llamarlos “Fray pitillo”. ¡Qué tren de vida llevarían los profesos
de la pobreza para gastar en cinco años, solo en Foggia, mil seiscientos
millones de liras!
Pero llegó la bancarrota y se vieron de la noche al día brutalmente hundidos en
la angustia. Los prestamistas exigían la restitución total e inmediata de sus
depósitos. El desconcierto fue enorme. ¿Dónde encontrar cantidades
suficientes para saldar enseguida tantísima deuda? La situación se hizo
desesperada. Los acreedores conminaban amenazando.
Pío XII, para evitar mayores escándalos, que seguían produciéndose en
cadena por toda Italia, encargó a una comisión de Cardenales que detuvieran y
arreglaran el asunto. Esta comisión pagaba las deudas que aparecían avaladas
por los Capuchinos, cargándolas en cuenta a la Curia Generalicia de los
mismos en Roma. Renacía la calma entre los prestamistas, que iban
recobrando su dinero, pero la angustia aumentaba entre el Padre General y sus
definidores que iban palpando hasta qué extremos habían llegado sus súbditos
enseñados y alentados por ellos en idénticos manejos pecuniarios.
Era a la sazón Provincial de Foggia el Padre Amedeo de San Giovanni
Rotondo quien, de acuerdo con el General, Padre Clemente de Milwaukee,
pensó en la forma de llevar a la práctica una idea luminosa; colmar el pozo de
deudas de la provincia con la mina de oro que tenía el Padre Pío en la Casa
Sollievo Della Sofferenza. Había una dificultad: el genial Pontífice Pío XII, con
un rescripto del 4 de abril de 1957, había concedido al Padre Pío facultad para
poseer como propietario y para disponer como dueño de todos los bienes,
muebles e inmuebles de la Casa Sollievo Della Sofferenza, con absoluta
independencia. Sin dispensarle del voto de pobreza lo había liberado de toda
intromisión de sus superiores. El Padre Amedeo lo sabía. Pensó persuadirlo.

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Se presentó al Padre Pío y le pidió bonitamente que le diera unos centenares
de millones de liras para salir del apuro. El Padre Pío conocía a su Provincial,
que no se paraba en barras. Alegó hábilmente que tenía plena confianza en el
administrador de la Casa Sollievo. Le aconsejó que se dirigiera a él a ver si era
posible acceder a su petición. El administrador, seglar, ya no hablaba con su
superior, pero no ignoraba a quién tenía delante. Le hizo ver que era
materialmente imposible atender a su petición. La Casa Sollievo no podía
prescindir de esos centenares de millones que los Capuchinos necesitaban. Y
de acuerdo con el Padre Pío, para no desairar demasiado al Provincial le
ofreció como préstamo, no como donativo, cuarenta millones.
Obtenidos éstos, el Padre Provincial volvió a la carga una y otra vez; quería
doscientos, o, por lo menos, cien millones de liras. El Padre Pío y el administrador
contestaban siempre: “No podemos”. Las limosnas habían sido entregadas con un
fin determinado y ellos no podían destinarlas a otro sin consentimiento explícito de
los donantes. No podían traicionar la confianza que los fieles habían puesto en su
gestión. He aquí el origen de la segunda persecución contra el santo
estigmatizado. Su negativa a entregar los bienes de los pobres.
En octubre de 1958 había muerto su gran amigo y protector, el inolvidable Pío XII,
Juan XXIII carecía de la entereza indomable de su inmediato predecesor en el
Solio Pontificio. El Padre Amedeo y el Padre Clemente pensaron obtener de él la
anulación del insólito rescripto otorgado al venerable Capuchino. Para ello había
que convencerle de que Pío XII había estado equivocado teniéndolo por santo.
Comenzaron por lanzar en los medios vaticanos una serie de calumnias que, a
través de Monseñor Pietro Parente, asesor del Santo Oficio, debían llegar al Papa.
Es de notar que en la primera persecución los Capuchinos defendieron siempre a
su hermano en religión. Con él sufrieron y con él se regocijaron cuando Pío XI lo
declaró inocente devolviéndole plena libertad. Ahora, en la segunda, son ellos, los
que visten la misma túnica y se ciñen el mismo cordón de nudos, los que la
planean y la ponen en marcha con el fin, no lo olvidemos, de adueñarse de la
fortuna que la caridad cristiana había puesto en sus manos. Sus propios
superiores comienzan la campaña difamatoria contra él. Lo tachan de mal
administrador, de inmoral, de desobediente y rebelde, de instigador al fanatismo, a
la superstición y a la herejía.
Cuando Juan XXIII llevaba dos años de Papa, ya le pesaba tremendamente la
tiara. A las preocupaciones inherentes a su cargo de Pastor Supremo, añadíanse
las del Concilio que estaba preparando y las de su salud minada por la
enfermedad que había de llevarlo al sepulcro. Por una carta de uno de los
definidores generales de la Curia de Roma, escrita el 6 de junio de 1960, sabemos
que el Papa estaba cediendo a las presiones de que era objeto contra el Padre
Pío. El venerado anciano, sin embargo, se resistía a darle el golpe de gracia. Pero
el General, el Provincial y el nuevo Superior de San Giovanni Rotondo, nombrado
por ellos, el Padre Emilio Matrice, comenzaron a obrar por su cuenta.
El Padre Pío no quería darles el dinero de la Casa Sollievo, pero con un poco
de picardía podían quedarse ellos bonitamente con las limosnas que llegaban
al convento de todas partes del mundo y que por aquella época rebasaban el

66
millón de liras diario. El Padre Provincial dio orden de que los mil o mil
quinientos giros, cheques, cartas, talones, certificado, etcétera…, llegaban
diariamente a nombre de Padre Pío o a la Casa Sollievo, fueran entregados al
Padre Guardián. Un par de frailes bien preparados abrían el correo,
seleccionaban a su criterio y enviaban a la Casa Sollievo lo que les parecía.
Los donantes no enviaban sus sacrificios pecuniarios para saldar las deudas de
Giuffré; pero, poco le importaba ni al Guardián, ni al Provincial, ni al General. El
rescripto de Pío XII seguía en vigor, pero ¿para qué sirve un papel, aunque sea
firmado por un Papa, cuando se desprecia la conciencia? Llegaron en su
cinismo a dar las gracias a los bienhechores con un impreso que decía: “Por
favor, no envíe más sus donativos a la cuenta 13.4598; hágalo a la cuenta
13.8511. Gracias”. Fácilmente se adivina que la primera es la cuenta de la
Casa Sollievo y la segunda la del convento.
Pero todo esto había que justificarlo ante la Iglesia. Había que justificar también
la campaña de difamación llevada a cabo en el Vaticano. Había que convencer
a los Cardenales de la Comisión Administradora de las Obras de Religión,
encargados de liquidar las deudas de Giuffré. Esta Comisión podía, incluso sin
contar con el Papa, utilizar el activo de la Casa Sollievo para resarcirse de los
adelantos hechos a la Curia General de los Capuchinos, con lo cual éstos
sacarían a flote sus hundidas finanzas. Había que probar a toda costa que el
Padre Pío era un rebelde, un manirroto, un inmoral, un desequilibrado.

Papa Pío XII


El padre Clemente de Milwaukee, General de la Orden Capuchina; el Padre
Amedeo de San Giovanni Rotondo, Provincial de Foggia, y el Padre Emilio da
Matrice, Guardián del convento, de acuerdo con Monseñor Humberto Terenzi,
prelado romano íntimo amigo de Monseñor Pietro Parente, asesor del Santo
Oficio, ordenaron al Padre Giustino da Lecce que instalara micrófonos en el
confesionario del Padre Pío y grabara en cinta magnetofónica cuanto allí
hablasen confesor y penitentes. El Padre Giustino era el vecino de celda del
Padre Pío, era el “ángel de la guarda” que suelen dar en algunas casas
religiosas a los ancianos que no pueden valerse por sí solos. Su misión es
ampararlos en sus idas y venidas, ayudarles a vestirse y desnudarse, proteger
sus subidas y bajadas por las escaleras. El Padre Giustino llevaba tres años en
este cometido. Era el amigo íntimo, el protector calificado, el que iba a
traicionarle, el que iba a llevar a cabo el sacrílego proyecto.

67
Había que atar bien todos los cabos para asegurar el éxito. El Padre Giustino
instaló un micrófono en el confesionario de las mujeres, otro en el de los
hombres, otro en la celda número 5 donde solía confesar a penitentes más de
casa, otro en la hospedería y otro en una salita donde también, aunque sólo de
vez en cuando, confesaba. El Padre Giustino, además, llevaba otro micrófono
oculto bajo el escapulario para poder acudir a emplearlo en cualquier sitio
donde el Padre Pío pudiera encontrarse eventualmente. La grabación resultó
tan perfecta que el Padre Judas, digo Giustino, llegó a vanagloriarse de captar
hasta los suspiros, hasta la respiración de su víctima.
Treinta y siete cintas magnetofónicas grabaron por las dos bandas a lo largo de
los tres meses que duró la profanación sistemática más indigna, más
repugnante de que se tenga noticia a lo largo de la historia. Muchas
confesiones fueron violadas en sacrílega impiedad. Las cintas, arregladas,
amañadas incluso por el Padre Giustino y el Padre Emilio, eran enviadas a
mano, a Monseñor Terenzi, quien se encargaba de llevarlas al Santo Oficio.
Más de una señora se oyó repetir confidencialmente de pe a pa, lo que bajo
sigilo sacramental había manifestado al Padre Pío en el confesionario. El Padre
Giustino, a pesar de las recomendaciones de Monseñor Terenzi de hacerlo
todo bajo secreto del Santo Oficio, tuvo sus escapes.
Cuando el Padre Pío, alertado, descubrió los hilos y los micrófonos, sollozó
amargamente. Hizo comprobar el hecho al administrador de la Casa Sollievo y
al alcalde de San Giovanni Rotondo, señor Morcaldi, que se indignaron. Luego
llamó al Arzobispo de Manfredonia, que a la sazón era Monseñor Cesarano, se
le abrazó llorando y le dijo: “Esto me hacen mis propios hermanos”.
La pretensión de aquellos desalmados con sotana era conseguir pruebas
contra el Padre Pío. No dudaron ante los medios nefandos, esperando probar
inmoralidades, desvaríos, incapacidad. Querían también conocer con exactitud
los orígenes de las limosnas que seguían afluyendo en cantidad para, una vez
eliminado el Padre Pío, aprovecharlas mejor.
El Cardenal Ottaviani, prefecto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio,
conocedor de la situación financiera de los Capuchinos y de lo que eran
capaces de hacer hasta doblegar la voluntad del estigmatizado, envió en el
mes de abril de 1960 un hombre de su confianza, Monseñor Mario Crovini, para
que le informara de lo que ocurría en San Giovanni Rotondo. Debía poner
interés especial en la visita a la Casa Sollievo Della Sofferenza.
Monseñor Crovini, lleno de buena voluntad, comenzó su tarea pensando que
se trataba de líos e intrigas de poca monta. Reconoció la bondad del noble
anciano Capuchino, admiró su obra en la Casa Sollievo, notificó al Cardenal
Ottaviani el resultado de su investigación totalmente favorable. El Cardenal,
cuya entereza es reconocida, firmó un decreto en junio de aquel mismo año,
por el que ordenaba expulsar inmediatamente del Convento de Nuestra Señora
de las Gracias al Guardián, Padre Emilio da Matrice; al autor material de la
instalación de los micrófonos, Padre Giustino, y de algún otro. Pero ni
Monseñor Crovini, ni el mismo Cardenal Ottaviani sospechaban de la magnitud
de la conjura.

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El Padre Clemente de Milwaukee, en audiencia privada que le concedió el
Papa Juan XXIII, protestó indignado por el decreto del Cardenal: “que venía a
dar apoyo oficial al cisma carismático existente ya de hecho entre los fanáticos
del Padre Pío”. El decreto del Cardenal Ottaviani fue abrogado por el Papa.
Además ordenó una visita apostólica. Propuesto por los encarnizados
enemigos del estigmatizado, fue nombrado visitador Monseñor Carlo Maccari.
Estamos en julio de 1960.
El nuevo visitador apostólico, bien preparado por los Capuchinos, se propuso
desprestigiar al Padre Pío para desposeerle después, “razonablemente”, de la
Casa Sollievo, a favor de la Orden Capuchina. Le prohibió que saliera del
convento ni siquiera para llegarse a la Casa Sollievo. No le permitía hablar con
nadie, ni siquiera un segundo, fuera del confesionario. Así lo hizo saber por medio
de carteles colocados en sitios bien visibles. Quien deseaba confesarse tenía que
pedir hora por escrito, dando nombre y apellido. No cabía apelación.
Sistemáticamente negaba la confesión incluso a las personas más fieles al Padre
Pío. Con perfidia de mujerzuela lo iba cosiendo a alfilerazos. No perdía ocasión de
vejarle. Incluso le motejaba desde el púlpito cuando lo veía acurrucado al fondo
del coro. Llegó a detalles inverosímiles que el bolígrafo se resiste a describir. Un
día, por fin, creyéndole ya rendido, le propuso que renunciara voluntariamente a la
propiedad de la Casa Sollievo a favor de la Orden Capuchina. El noble anciano
contestó: “no puedo”. Herido en lo más íntimo de su amor propio, regresó a Roma.
Saltándose toda norma de derecho, incluso eclesiástico, hizo distribuir el día 3 de
octubre a los periodistas acreditados ante el Vaticano, unas hojas destinadas a la
gran Prensa, en la que se resumían los cargos contra el Padre Pío. Cargos que no
eran otra cosa que calumnias abyectas que comentó él mismo, al día siguiente, en
una conferencia de Prensa.
¿Cómo podían ponerse en duda afirmaciones de un prelado que decía hablar en
nombre del Papa, tras la misión oficial confiada por él? ¿Qué más querían los
periódicos de izquierda que poder hablar mal de un religioso, asesorados por un
Monseñor? La prensa entera, salvo contadas excepciones, se hizo eco de Maccari
y la campaña de difamación por toda Europa fue impresionante. Trataban al Padre
Pío de fanático, estafador, rebelde, paladín de cismáticos y herejes.
Mientras tanto en San Giovanni Rotondo imperaba un régimen de terror. Las
mofas más sarcásticas, los salivazos más inmundos, las puyas más mordaces
eran coreadas por la concurrencia de frailes que rodeaban al visitador
apostólico. Llegó un momento en que el Padre Guardián, Emilio da Matrice,
resultaba blando, y el visitador apostólico, aquel mismo mes de octubre, hizo
nombrar un duro, el Padre Rosario da Alimenosa, más apto para la vergonzosa
tarea. Apto para guardián de presidiarios o para jefe de bandoleros, y no para
Padre y amigo de almas consagradas.
El Padre Pío fue sometido a la vigilancia más deprimente. No podía salir de su
celda más que para decir Misa en minutos contados o para confesar en
segundos rigurosamente controlados. Cualquier prolongación era castigada sin
contemplaciones con la retirada inmediata del permiso que imposibilitaba
ulteriores confesiones. Nadie podía acercársele a susurrarle una palabra ni a

69
entregarle una esquela. El altar donde celebraba Misa y los accesos al mismo
fueron rodeados de cadenas, barreras o rejas. Las mujeres tenían que esperar
turno de espaldas al confesionario. Un volver la cabeza, una mirada furtiva al
Padre Pío, era motivo para verse expulsada del templo. Estaba severamente
prohibido besarle la mano o hacerle la menor reverencia. Le fue suprimido el
“ángel guardián” que había sustituido al Padre Giustino, el instalador de los
micrófonos. Le negaban día tras día el medio vaso de refresco que en verano
bebía por las tardes. En una ocasión resbaló bajando las escaleras y cayó en
los peldaños. Un religioso que llegaba tras él intentó ayudarle, pero el
Guardián, que contemplaba la escena, gritó con ademán descompuesto:
“¡OBEDIENCIA!” Y el Padre Pío, solo, con sus manos ensangrentadas, se
agarró como pudo a la baranda y logró incorporarse ante los impávidos ojos de
su carcelero. Otro día cayó al suelo en el retrete y allí estuvo más de dos horas
sin poder levantarse.
El Padre Rosario tenía para el Padre Pío corazón de hiena. Sabía que vivía de
milagro. Diariamente perdía por sus cinco llagas, más de cien gramos de
sangre, y en las veinticuatro horas del día no tomaba más de doscientos
gramos de alimento. Pero el Padre Pío veía en su Superior y en sus
perseguidores almas creadas por Dios y redimidas por Cristo, en cuya imitación
los perdonaba, y como Él, en silencio, agonizaba por ellos.
Por fin llegó el día de la vergonzosa victoria. El 17 de noviembre de 1961, el
Superior General de los Capuchinos se presentó personalmente en San
Giovanni Rotondo. Tras enseñar al Padre Pío un documento del Vaticano,
firmado por un Cardenal, para hacerle creer que el rescripto de Pío XII había
sido abrogado, le conminó, en virtud de santa obediencia, a firmar un
documento por el cual hacía entrega, total e inmediata, de todos los títulos de
propiedad de la Casa Sollievo Della Sofferenza a favor de la Orden Capuchina.
El venerable anciano, acorralado, pidió veinticuatro horas para consultarlo con
Dios. Solo él sabe cuánto sufrió su alma al ver conculcados, de forma tan
brutal, los sagrados derechos de su persona; solo Él sabe cuánto de heroico
puso en aquella firma que le despojaba de todo a favor de sus desalmados
enemigos y le ponía, más que nunca, y por completo, a su entera y pérfida
disposición. Las 200.000 acciones de la Casa Sollievo fueron entregadas en el
banco Vaticano, llamado normalmente Instituto para las Obras de Religión, al
haber de la Curia Generalicia de los Capuchinos. Todo estaba consumado.
En el documento que ya nombramos en el capítulo anterior y que fue incluido
en Analecta Ordinis Fratrum Minorum Capuccinorum, de mayo de 1964, vol. 80,
fasc. 9, el Padre Clemente de Milwaukee dice textualmente, refiriéndose a San
Giovanni Rotondo: “El asunto está tan complicado, tan enrevesado, que aquí
no puede ser explicado, ni aclarado, ni ordenado lo más mínimo. Sobre todo
porque no es posible divulgar hechos que sería indispensable conocer para
entenderlo. Baste saber lo que sigue: todo lo que hemos hecho, lo mismo en la
provincia de Foggia que a cada uno de los hermanos, ha sido hecho después
de haber informado a la Autoridad Eclesiástica, y las más de las veces por
orden suya.”

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¿Qué Autoridad Eclesiástica existe por encima del Superior General de la
Orden Capuchina? ¿La Suprema? ¿A qué asunto se refiere? ¿Al impío de los
micrófonos? ¿A la descarada expoliación de las acciones de la Casa Sollievo
Della Sofferenza? ¿A los dos? Allá el ex General con su conciencia, pero
mientras otra cosa no se demuestre, la Historia dirá: “El crucificado de
Pietrelcina padeció debajo del poder de Poncio Milwaukee.

71
72
CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO

UN OBISPO FUERA DE SERIE

Hemos visto las consecuencias desastrosas de los manejos financieros de


Giuffré en las diversas provincias capuchinas. También se encontró arruinada
la diócesis de Papúa, cuyo obispo, Monseñor Girolamo Bortignon, es
capuchino. Prelado de categoría activo, inteligente y enérgico pero sin corazón.
Ocupa la sede desde 1949. Antes, de 1938 al 42, fue Provincial en Venecia.
Entabló gran amistad con el patriarca de dicha ciudad, Cardenal Roncalli,
cuando ocupó la sede desde 1954 al 58. El futuro Juan XXIII solía enviarle, con
frecuencia, a su secretario, Monseñor Capotilla, a cambiar impresiones y a
pedirle consejo. Metido en grandiosas construcciones allá por el año 1956
reunió, sacándolos de donde pudo por toda la diócesis e incluso con créditos
bancarios, mil millones de liras que confió a Giuffré, pactando con él un interés
anual del cien por ciento.
La usura es un pecado, va contra la conciencia. Así pensamos tú y yo, lector,
pero nuestro obispo no pensaba así. Es más, como las grandiosas
construcciones estaban paralizadas por falta de medios económicos, tras el
derrumbamiento del tinglado financiero, le sabía a cuerno quemado que los
Grupos de Oración, muy florecientes en su diócesis, y que ya venía
persiguiéndolos desde 1950, recaudasen limosnas que enviaban
periódicamente a rellenar las arcas de la Casa Sollievo que allá, al sur de Italia,
nadaba en dinero. De este cometido solía encargarse una buena mujer llamada
Constantina, casada con un obrero del campo y que había sido curada
milagrosamente de un tumor canceroso por el Padre Pío. En agradecimiento
iba y venía de Padua a San Giovanni Rotondo. Besaba las manos de su
bienhechor y le entregaba las cantidades últimamente reunidas. Todo aquel
dinero, pensaba el Obispo, recaudado en su diócesis tenía destino en las obras
diocesanas. Para conseguirlo había que desarticular los Grupos de Oración,
donde se hacían colectas, e impedir a toda costa las peregrinaciones a San
Giovanni Rotondo.
Empezó por disolver en su diócesis todos los Grupos de Oración “como
contrarios al espíritu de la Iglesia”. Hubo estupor en algunos y desorientación
en los demás, pero un buen grupo de personas, juzgando la orden arbitraria e
injusta, no la acataron. Fueron públicamente acusados de fanatismo y rebelión.
Se vieron repetidas veces expulsados del templo donde se habían reunido
simplemente a rezar. Ultrajados en su fe y en su dignidad, protestaron con
cartas y telegramas dirigidos al Vaticano. Como suele hacer Roma en estos
casos, remitió las quejas al Obispo que le había dado origen. Monseñor montó
en cólera y publicó una severa amonestación “contra el complot de disidentes”
en el Boletín Diocesano con fecha 7 de noviembre de 1960. Hacía dos años
que había muerto Pío XII.

73
La gran amistad que unía al Obispo Bortignon con Monseñor Loris Capotilla,
secretario particular de Juan XXIII y la hermandad de hábito con los enemigos
capuchinos que conocimos en el capítulo anterior, le proporcionaban una
situación de privilegio para obrar a mansalva. Por otra parte, él tenía que
ayudarles en la destrucción del hermano incómodo de San Giovanni Rotondo
cuyo nombre, ni quería oír, ni pronunciaba. La acusación más temible, que en
tiempos del Concilio Vaticano II podía esgrimirse contra un sacerdote, era la de
destruir la unidad. Y el Padre Pío, según él, estaba creando el cisma interior al
oponer la Iglesia carismática a la jerarquía.
Tras las ideas y palabras siguieron los actos. Un buen día la señora
Constantina fue citada por un delegado episcopal que le pidió sin circunloquios
la entrega del importe de las colectas realizadas para las obras del Padre Pío.
La negativa fue rotunda. El furor del Obispo, violento. El día 4 de febrero de
1960 –no precisamente en la Edad Media- la señora Constantina fue puesta en
“entredicho” por haberse apropiado del dinero que decía llevar al Padre Pío.
Fue privada, pues, de recibir los sacramentos.
Los sacerdotes, don Attilio Negrisolo y don Nelio Castello, el primero profesor
del Seminario diocesano y el segundo coadjutor de una parroquia, se
distinguían mucho por su entusiasmo en los Grupos de Oración y por sus
frecuentes viajes a San Giovanni Rotondo. Los dos se confesaban con el Padre
Pío. El Obispo prohibió en toda su diócesis el celebrar la Santa Misa por las
intenciones del capuchino estigmatizado. Los dos sacerdotes sabían que tal
orden, además de arbitraria, carecía de sentido. No hicieron caso. Fueron
citados ante el Tribunal Diocesano para responder de acusaciones sobre
inmoralidad y malversación de fondos. Nada pudo probárseles, pero fueron
suspendidos a divinis, o sea, se les retiró las licencias de celebrar la Santa
Misa y de administrar sacramentos. Ante tamaña injusticia acudieron a la
callada por respuesta. Apelaron ante las autoridades judiciales del Estado, que
se inhibieron apoyándose en el Tratado de Letrán, que como el Concordato de
España, deja al criterio del Obispo el que un eclesiástico pueda ser o no
procesado ante la autoridad civil.
Al conocer estas tentativas de propia defensa, el Obispo de Padua decidió que
don Attilio estaba loco. Quiso internarlo en un manicomio, pero antes trató de
preparar la opinión pública. Pronto corrió la noticia por la ciudad; “don Attilio ha
perdido la cabeza”. Pasando luego los a los hechos, el 7 de febrero de 1960 el
Obispo Bortignon comisionó al señor Cura de la Parroquia donde viven los
padres del “chiflado” para que en su nombre diera a los ancianos la triste
noticia. Además de recalcar la necesidad de internarlo, se ofrecía a sufragar los
gastos generosamente. Les pedía su ayuda y les rogaba que guardaran
secreto y obraran con discreción. Unos meses de cuidados en una clínica
mental podían volverlo a su sano juicio.
Oídas así las cosas de boca de un sacerdote amigo, en tono de conmiseración
persuasiva, impresionaron muchísimo a los buenos padres de don Attilio. Poco
después de esta visita llegó a casa el presunto loco acompañado de un amigo.
Quedó sorprendido por la extraña actitud que tenían para con él. Lo abrazaban

74
una y otra vez, lloraban, le suplicaban con insistencia que no les abandonase
más. Las escenas, además de angustiosas, resultaban incoherentes. El amigo,
del todo desorientado, también sabía a qué atenerse. Llamado aparte por el
señor Negrisolo se enteró de la visita del párroco y de las pretensiones del
Obispo e inmediatamente le contó todo a don Attilio. El desconsuelo de todos
se trocó en indignación común.
Cuando dos días más tarde el Canciller del Obispado se trasladó
personalmente a la localidad donde vivía la familia Negrisolo, acudió primero al
despacho parroquial y desde allí envió al párroco en el coche del Obispo a
buscar al padre de don Attilio para ver si había conseguido de su hijo la
voluntaria internación en un centro psiquiátrico. El señor Negrisolo iba
preparado. A las melosas preguntas del comisionado, contestó: “quisiera saber
primero quien ha dicho en el tribunal de la curia diocesana, que me he
construido una casa con el dinero robado por mi hijo de las colectas hechas en
Padua a favor del Padre Pío”. El Canciller se puso pálido y calló. Luego,
dirigiéndose al párroco, el señor Negrisolo le sugirió: “si le apetece la cura de
reposo, hágala usted” Y salió de estampía.
Como los padres de don Attilio no habían colaborado, el Obispo Bortignon
pensó en conseguir un certificado médico que lo declarase enfermo mental. Dio
el encargo a un sacerdote de su confianza que trató de obtenerlo,
naturalmente, sin previo examen del pretendido enfermo. Un especialista, que
ni siquiera conocía a don Attilio, no aceptó el juego, pero se admiró de las
tragaderas del Obispo y del servilismo del presbítero. Otro médico, que lo
conocía, contestó que era una persona normal por completo y de mucho valer.
Un tercero, al que voluntariamente acudió don Attilio, profesor de medicina
legal en la Universidad Pontificia Lateranense y catedrático de la Universidad
Central de Roma, firmó las conclusiones que sin palabras técnicas firmaría
cualquiera que lo conozca. Don Attilio Negrisolo es un gran hombre, un gran
sacerdote y un gran amigo. A pesar de lo que le han hecho sufrir sigue en sus
cabales, camino de la perfección cristiana que el Padre Pío le señaló.
Pero volvamos a los métodos maquiavélicos de Su Excelencia Reverendísima
el Obispo de Padua, Monseñor Girolamo Bortignon. Llamó a solas a don Attilio
y le aseguró que si se hacía pasar por loco, le perdonaba todo, incluso el
haberse confesado con su confesor. Estaba dispuesto también a devolverle las
licencias. Increíble, pero cierto. Las palabras textuales fueron: “Solamente
simulando que estás loco podrás evitar las penas que merecen tus enormes
delitos”. Con métodos importados del otro lado del telón de acero trataba de
obtener una confesión que sustituyera a la carencia absoluta de pruebas. El
Obispo es el representante de la autoridad suprema del Papa en la diócesis. El
Obispo es esencial a la estructura jerárquica de la Iglesia. El Obispo es el
representante de Dios. Precisamente por esto las injusticias cometidas por un
Obispo adquieren mayor gravedad.
El fin último de Monseñor Bortignon era quedarse con las limosnas destinadas
a la Casa Sollievo y vengarse del Padre Pío a quien, además, ni siquiera llegó
a conocer. Le tenía fobia. Denigrando a sus discípulos en la diócesis, creía

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encauzar hacia él las fuentes de donde brotaban las limosnas, al mismo tiempo
que desprestigiaba al estigmatizado. La persona de los dos beneméritos
sacerdotes era y sigue siendo un pretexto. Desarticular los Grupos de Oración,
colaborar con sus hermanos de la Orden en la lucha contra el estigmatizado y
robarle los bienes materiales, fue el objetivo verdadero.
La campaña de injurias y difamación fue en aumento. Muchísimos fieles
llegaron a creer que los dos encartados por el Obispo eran verdaderamente
ladrones, inmorales, rebeldes, cismáticos, herejes y hasta idólatras. Ladrones,
porque habían robado lo que decían recaudar para San Giovanni Rotondo;
inmorales, porque so capa de ascetismo, se daban al desenfreno; rebeldes,
porque desobedecían obstinadamente a su prelado; cismáticos, porque
fomentaban la separación de la jerarquía al creer en falsos carismas; herejes,
porque tenían al Padre Pío, con desprecio del Papa, como cabeza visible de la
Iglesia fundada por Cristo; e idólatras, porque se arrodillaban ante el Padre Pío
y no tenían más Dios que a él.
Los principios jurídicos de Monseñor Bortignon pueden deducirse de cuanto
llevamos dicho; cuando las pruebas no existen hay que castigar sin ellas. El
presunto reo debe acatar la sentencia y someterse a la injusticia. Tratar de
demostrar la propia inocencia es nuevo y mayor delito. Para no ser castigado
hasta confesarse culpable de lo que él desea o imagina.
El Obispo redujo a la miseria a dos de sus hermanos en Cristo y colaboradores
en el cuidado de las almas, les privó de toda paga o subvención económica e
incluso prohibió que les ayudasen dándoles hospitalidad. Les negó lo que no se
niega al presidiario. Más tarde, fingiéndose magnánimo o creyéndolos
agotados, intentó hacerles aceptar el perdón, que sin condiciones, les ofrecía.
Pero don Attilio y don Nello descubrieron la estratagema. Si aceptaban el
perdón, hacían tácita confesión de culpabilidad, por eso contestaron
agradeciéndolo y exigiendo que demostrara antes en que habían delinquido. La
sola acusación de que tenía pruebas era que los dos sacerdotes seguían
dirigiéndose con el Padre Pío; pero Monseñor Bortignon es listo y sabía que
esa única causa de su aborrecimiento no le servía legalmente. Es derecho
inalienable de todo cristiano dirigirse con el confesor que más le agrade. En la
carta, muy respetuosa, que le dirigieron el día 10 de enero de 1962 es estos
términos, le manifestaban la sumisión y obediencia más sincera.
Sabiendo que Monseñor Bortignon había elevado a Roma las acusaciones
contra ellos de herejía, cisma, conspiración y falso misticismo; sabiendo que
había hecho creer a Juan XXIII que el causante de todo era el Padre Pío,
responsable último de los delitos que alentaba entre sus fieles, y en vista de
que la situación seguía estacionaria, el 21 de abril siguiente, los perseguidos
enviaron un detallado informe a varias Congregaciones romanas y a la
Secretaría de Estado. No hubo respuesta. Es resultado fue provocar, de
acuerdo con la Curia Generalicia de los Capuchinos, nuevas medidas contra el
Padre Pío y contra sus adictos que ya describimos en el capítulo anterior.
Públicamente se les negó la Comunión y en algún caso se utilizó a los guardias
para echarlos del templo. Para el Obispo Bortignon, el Padre Pío era

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simplemente un mito, un ídolo del que se servían unos grupos de exaltados
para luchar contra la jerarquía. “Tiempo llegará—dijo Cristo—en el cual quien
os matare creerá hacer algo acepto a Dios”
Un sacerdote de Padua llegó a decir a un señor que le había encargado la
celebración de la Santa Misa por las intenciones de Padre Pío: “Por un cerdo,
si quieres, te diré una Misa; por tu Padre Pío, ni hablar”. Un día, una monja—
también de Padua--, mientras explicaba el catecismo decía que el demonio
puede entrar en el cuerpo de un hombre y daba como ejemplo al Padre Pío,
quien simulaba ser santo y era un poseso. Todos estos, como el Padre
Giustino, seguían las enseñanzas de su superior. La responsabilidad del
Obispo de Padua es inmensa ante Dios.
Centenares de cartas, telegramas, mensajes, súplicas y protestas seguían
llegando al Vaticano. Era inútil. Por eso Brunatto, el gran amigo de siempre, el
gran defensor de la primera persecución, acude al campo de la lucha. Con unos
cuantos amigos componen un libro blanco que titulan Padre Pío, para presentarlo
en la ONU. Reparan en el documentado volumen las difamaciones de Monseñor
Maccari en Roma y de Monseñor Bortignon en Padua. Consiguen esclarecer el
sacrilegio de los micrófonos en el confesionario. Hacer saber a los donantes la
expoliación total de que el Padre Pío ha sido objeto, y a todos sus amigos la
persecución y malos tratos que sufre. La última noticia que da este libro blanco es
la siguiente: el documento que acaba de aparecer, firmado por el Padre Pío, en el
que asegura no ser maltratado ni perseguido por sus superiores, se lo mandó
copiar y firmar, por santa obediencia, el Provincial de Foggia, Padre Clemente de
Santa María in Punta, amigo íntimo de Monseñor Bortignon.
Las autoridades del Vaticano estaban preocupadas. El Padre Giustino se había
defendido enseñando órdenes escritas que comprometían a sus superiores, a
Monseñor Terenzi y a Monseñor Parente, consultor éste último del Santo Oficio. El
Padre Giustino llegó a decir: “si hablo, hago temblar las columnas de la Iglesia”.
Con la aparición del libro blanco en Ginebra, en junio de 1963, coincidió con la
muerte del Papa Juan XXIII. El día 21 de junio del mismo año fue elegido Paulo
VI. Un rayo de esperanza vino a alegrar los corazones oprimidos. Por no
causar preocupaciones al nuevo Papa y darle tiempo para enterarse de la
situación, decidieron los autores del libro blanco no presentarlo en la O.N.U. El
día 6 de febrero de 1964 Paulo VI recibió, en audiencia privada, a Monseñor
Crovini, que, como se recordará, había sido enviado por el Cardenal Ottaviani a
San Giovanni Rotondo antes que Monseñor Maccari y que tanto estimaba al
Padre Pío. La entrevista fue provechosa, Paulo VI se dio cuenta de cómo
habían sido sistemáticamente bloqueadas cuantas cartas e informes eran
favorables al estigmatizado. El, que siendo Arzobispo de Milán, dijo que valía
más una Misa celebrada por el Padre Pío que una misión, supo entonces
también que el capuchino estigmatizado había anunciado que sería elegido
Papa. Por no desautorizar a Juan XXIII, sin duda, prefirió ir despacio. Al mes
siguiente de la entrevista con Monseñor Crovini, envió el Papa a un Cardenal
de Curia a San Giovanni Rotondo, donde permaneció varios días.

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Desde entonces cambiaron mucho las cosas, por lo menos exteriormente. Al
Guardián, Padre Rosario de Alimenosa, sucedió con nombramiento de
“delegado” el Padre Carmelo de San Giovanni in Galdo. El Provincial, Padre
Emilio da Matrice, había sido sustituido con el título de “administrador
apostólico” por el Padre Clemente de Santa María in Punta. Los cambios de
actitud, sin embargo, no fueron efectivos. La astucia sucedió a la violencia.
Siguió el régimen de prisión con distintos carceleros. Una de las medidas del
nuevo Guardián fue alejar del Padre Pío los médicos de la Casa Sollievo,
amigos personales y profesionales competentes. Se le nombró médico de
cabecera al doctor Sala, que para evitar situaciones desagradables había sido
despedido del gran complejo hospitalario.
De esta forma, el doctor Sala quedó constituido dueño y árbitro absoluto de la
salud e integridad física del estigmatizado, que siguió siendo víctima hasta su
muerte del odio de sus hermanos, lo mismo que los dos dignísimos sacerdotes,
don Attilio y don Nello siguen siéndolo de ese Obispo fuera de serie que se
llama Monseñor Girolamo Bortignon.

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CAPÍTULO DÉCIMOQUINTO

NACIDO PARA EL CIELO

Hemos seguido paso a paso al Padre Pío en su camino de ascensión al Calvario


en imitación de Cristo. Más de cincuenta años de sufrimientos habían llevado al
estigmatizado a la cima de las moradas divinas. La sed de sufrimientos no se
apagaba. El amor de Dios, correspondido tan fidelísimamente, exigía mayor
generosidad. Dios se sirvió en este empeño de la mezquindad humana. Uno de
los religiosos del convento repetía con frecuencia a los visitantes: “¿A qué venís, a
ver a un viejo que chochea?” Pero sabían todos ellos que le llevaba a Dios porque
les leía el corazón. Un año antes de que se pusiera de moda la minifalda, empezó
el Padre Pío a exigir a sus penitentes que vistieran por debajo de las rodillas.
Ya hemos visto como Monseñor Maccari, que fue enviado a San Giovanni
Rotondo a enterarse para luego informar, en su misión de visitador apostólico,
se irrogó no sólo el papel de juez, sino el de ejecutor de la justicia. Fue al
convento de Nuestra Señora de las Gracias con un plan preconcebido de
acuerdo con los enemigos irreconciliables del Padre Pío. Ante su negativa a
entregarle por las buenas los miles de millones que le pedían, no vacilaron en
echar mano de los más bajos procederes, llegando al sacrilegio. Ellos, los
encargados de regir una de las órdenes religiosas de mayor prestigio en la
historia de la Iglesia, iban de abismo en abismo. De la mano de Monseñor
Maccari, hostigándole y guardándole la espalda lo manejaron para ir juntos
contra el que ha sido—la Historia juzgará---el más grande santo capuchino.
Con la visita de Monseñor Maccari, comenzaron pues, los ocho años de
persecución sorda, cruel, preconcebida, para derrumbar la entereza moral del
Padre Pío y la fe y el cariño de sus amigos. Tras la campaña de difamación de la
Prensa italiana y extranjera que siguió a la desenfadada conferencia del visitador
apostólico, la afluencia de los fieles a San Giovanni Rotondo disminuyó
muchísimo. Las trabas que en el ejercicio de su apostolado ponían al Padre Pío,
eran cada vez más rígidas, más deprimentes y alejaban a todo el que no tenía el
espíritu de fe necesario para ver la mano de Dios detrás de tanta injusticia.
Cuando en 1961, y sobre todo en 1963, como hemos visto, los amigos del Padre
Pío, haciendo alarde de generosa valentía y de noble fidelidad ante un amigo
ultrajado, organizaron, a su vez una campaña de Prensa para revelar la falsedad
de las calumnias y la realidad de la persecución, los cristianos del mundo entero
se asombraron y volvieron a millares a ver al capuchino estigmatizado,
renovándose los prodigios y conversiones hasta la hora de su muerte.
En 1965 el Padre Pío rogaba a una joven que iba en peregrinación a Lourdes:
“Pídele a la Virgen que se me lleve, no puedo más”. Por entonces dijo también:
“El mundo está ardiendo, recemos, hagamos penitencia por los elegidos en
esta hora de las tinieblas”. Y a otra de sus dirigidas: “Estoy deprimido; ésta
persecución me desmorona”. Por aquella época solicitó autorización para pedir
la muerte al Señor, obediencia que no le concedió el Superior.

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En 1918, precisamente el 7 de octubre, cincuenta años antes, decía a una de sus
hijas espirituales: “Me encuentro yo también con la epidemia. Que contento me
vería si esta enfermedad llegara a darme el golpe de gracia; pero no puedo
esperarlo; tengo que seguir viviendo mucho tiempo todavía para apurar el Cáliz de
Getsemaní hasta la última gota y para exhalar el último suspiro en el calvario,
abandonado de todo y de todos. Mis sufrimientos crecen más y más, sin
descanso. Ya sé que así lo ordena el Señor y que de esta manera desea ser
querido por sus criaturas”.
Había corrido la voz entre sus amigos de que el Padre Pío viviría hasta los
noventa años. Esperaban que se le hiciera justicia en vida; pero los caminos
del Señor son distintos. Cristo murió abandonado de todos y rodeado de sus
peores enemigos. No podía, por tanto, ser otra la suerte de quien vivió para
imitarlo. El Padre Pío anunció su muerte y la esperaba. Para los demás llegó
como un ladrón, como dice Cristo.
Seguían en pie los decretos del Santo Oficio de la primera persecución, las
malevas acusaciones de Monseñor Bortignon y el despecho de la Curia
Generalicia de los Capuchinos. Seguían injustamente castigados sus
incondicionales amigos. Había desaparecido en circunstancias sospechosas
Brunatto, su más fiel defensor. El Padre Pío iba perdiendo fuerzas. En marzo de
1968 comenzó a celebrar la Misa sentado y a ser llevado en una silla de ruedas de
un sitio a otro. Seguía tomando somníferos recetados por el doctor Sala, que le
perjudicaban. Él lo sabía, confiaba en Dios y los tomaba. Quien durante cincuenta
años había sostenido milagrosamente su vida, podía tolerar el perjuicio del
fármaco hasta donde le servía de santificación y podía impedir mayores efectos
nocivos. Con razón decía aquel fraile: “O es un tonto o es un santo”, hablando de
las medicinas que tomaba el Padre Pío.
A primeros de septiembre de 1968 se vio afectado por una congestión pulmonar
que agravaba su ya crónica asma, pero que a nadie alarmó. El día 20 de
septiembre, quincuagésimo aniversario de la aparición de los estigmas, lo celebró
el Padre en la intimidad, aunque varios millares de hijos espirituales habían
acudido a celebrar tan fausto acontecimiento. Ninguna participación oficial de
autoridad eclesiástica o capuchina.
A las diez de la noche, cuando el enfermo descansaba hacía dos horas, el doctor
Sala y el Padre Guardián organizaron una gran traca delante del convento. Incluso
tiraron algún petardo ante la puerta de su celda, en el pasillo, con lo que le
desvelaron y le hicieron pasar tan mala noche, que al día siguiente, sábado, día
21, no pudo celebrar Misa.
El domingo 22 debía celebrar Misa cantada a las cinco de la mañana. Al llegar
a la sacristía, vio revestido ya a dos Padres que iban a ayudarle y les dijo:
“Quítense los ornamentos porque no me atrevo a celebrar”. El Padre Guardián,
que estaba en el coro dispuesto a tocar el órgano, al enterarse de lo que
ocurría en la sacristía, bajó malhumorado y sin contemplaciones ordenó al
Padre Pío que celebrara. Ante las manifestaciones de excusa del buen Padre,
se lo mandó en virtud de santa obediencia. El Padre Pío obedeció. Cristo vino a
este mundo a obedecer, y por obediencia subió al Calvario. Así también su fiel
discípulo subió las gradas del altar y, agonizando, levantó por última vez el
Cuerpo y la Sagrada Sangre de su Maestro.

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Se confundió varias veces durante la celebración. Al “Pater” entonó el “Sursum
Corda”: su corazón se elevaba; le llevaba hacia el cielo. Después de la
comunión se desvaneció unos instantes. Al volver en sí dijo: “Si me repite, se
acabó”.
Aquella tarde del día 22 se acostó muy pronto, y hasta media noche llamó
cinco o seis veces al Padre Pellegrino de San Elia a Pianisi, que desde hacía
varios años era su enfermero y casi su único amigo. Pasada la media noche
empezó a preguntarle la hora con insólita insistencia. De repente, le dijo: “¿Has
celebrado ya?”. A lo que el Padre Pellegrino contestó: “Es muy temprano,
Padre, todavía”. El enfermo añadió: “Esta mañana celebrarás por mí”. Aquellas
palabras le parecieron extrañas al Padre Pellegrino, pero no se atrevió a pedir
explicación.
Poco después de la una de la madrugada el moribundo se confesó con su
enfermero; y ayudado por él, se sentó en un sillón que tenía en la celda. Salió
por su propio pie al pasillo y encendió la luz. Allí respiraba mejor. Minutos
después el Padre Pellegrino lo vio tan débil que en la silla de ruedas lo volvió a
la celda. Estaba muy pálido, su sudor era frío, respiraba con mucha fatiga.
Era ya la una y media de la madrugada cuando el Padre Pellegrino decidió
llamar a otro religioso para que le sustituyera a la cabecera del enfermo,
aunque éste, casi sin fuerzas, le decía: “No molestes a nadie; no llames a nadie
por mí”. Fue al teléfono y avisó al doctor Sala rogándole que viniera
inmediatamente. El doctor tardó sobre un cuarto de hora. Al llegar y ver al
enfermo, creyendo que se trataba de uno de los habituales ataques de asma, le
puso una inyección. Luego lo colocaron en el sillón de la celda donde repetía
sin cesar: “Jesús, María…Jesús, María…”, con voz muy débil. Pasó otro cuarto
de hora. Sobre las dos, al ver que no surtía efecto la inyección, empezaron a
llamar a otras personas. Fueron acudiendo un sobrino del Padre Pío, otros dos
médicos, el Padre Guardián y los demás del convento.

Papa Juan XXIII, 1958-1963 Papa Paulo VI

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Celda donde vivió y murió el Padre Pío
Todos se arrodillaron y rezaron alrededor del moribundo mientras uno de los
Padres le daba la Extremaunción. Sus labios con movimiento imperceptible,
seguían repitiendo: “Jesús, María…, Jesús, María…” Sin la menor contorsión. Sin
agonía, con un suspiro, el alma de Padre Pío voló al Creador y su cabeza se
reclinó suavemente hacia el pecho. Eran las dos y treinta y cinco de la madrugada.
Había muerto.

Padre Pío y la Virgen de Fátima


Como reguero de pólvora corrió la noticia por el mundo. Se decía también que a
última hora habían desaparecido los estigmas de las manos, de los pies y del
costado. Cuesta creerlo, pero fue así. Lo que la ciencia no supo explicar ni la
medicina curar, unas llagas profundas, viejas, de cincuenta años, cicatrizaron
solas en el momento de la muerte. La última costra o postilla, casi blanca, de cinco
o seis centímetros de larga, cayó mientras vestían al cadáver. La víspera había
recogido otras dos postillas más pequeñas, caídas de las manos mientras
celebraba su última Misa. Tres médicos y diez o doce religiosos son testigos.
Un cuarto de hora después de la muerte del Padre Pío estaba de cuerpo presente
en la galería. El examen que hicieron del cadáver se redujo a constatar la
completa desaparición de las llagas, e incluso de las cicatrices. En su lugar
quedaba una epidermis suave y sonrosada como la de un niño. ¿Por qué al vestir

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el cadáver le pusieron los mitones que solía llevar en vida? ¿Por qué dieron lugar
con este proceder a la duda y a la polémica? Los frailes estaban desorientados,
llenos de miedo. Tal vez el Padre Guardián pensó que era signo de abandono de
Dios lo que de forma tan clara hablaba de su intervención directa. Le mandó poner
los mitones y los calcetines. Es más, para que nadie osara quebrantar sus
órdenes, prohibió a los religiosos, bajo pena de pecado mortal, que lo tocaran. En
aquellas primeras horas de desconcierto nadie se atrevía a mencionar para nada
la desaparición de las llagas.
El Provincial, Padre Clemente de Santa María in Punta, tan conocido por su
desprecio al venerable estigmatizado a quién atribuía una santidad fingida
cuando se enteró de la desaparición de las llagas hizo un comentario cáustico
tratando de falso una vez más al recién fallecido: “Si no tenía llagas; ¿Para qué
llevaba guantes?” Luego, sin decir nada a nadie, retiró del archivo unas
radiografías de las manos, pies y costado del Padre Pío, sacadas en 1954 por
orden del entonces Guardián de San Giovanni Rotondo, Padre Carmelo da
Sessanno, fidelísimo amigo del estigmatizado. Las llevó a Roma, donde hizo
creer que habían sido hechas después de su muerte, con el reconocimiento
médico legal, que tampoco se llevó a cabo, como sabemos, pues un cuarto de
hora después de fallecer ya estaba en el pasillo de cuerpo presente.
Al amanecer fue bajado el cadáver a la Iglesia de Nuestra Señora de las
Gracias, donde permaneció tres días con sus noches. Aún quedaban millares
de fieles de los que habían acudido para acompañar al Padre en sus bodas de
oro con las llagas de Cristo. Algunos que habían emprendido el regreso a sus
hogares volvieron a San Giovanni Rotondo al conocer la noticia. Otros muchos
acudieron durante aquellos tres días de Italia, Francia, España, Inglaterra,
Austria, Suiza, América y Filipinas. Más de cien mil personas le rindieron
honores póstumos en gran tributo de veneración, cariño y gratitud.
A las tres de la tarde del día 26 de septiembre dieron comienzo los funerales
sin ningún representante del Vaticano. El General de los Capuchinos, sucesor
del Padre Milwaukee, concelebró la Misa de “corpore insepulto “con una
treintena de Padres y Sacerdotes, entre los que se encontraban el Padre
Giustino que instaló los micrófonos y el Padre Rosario, que fue su carcelero. Su
alma, presente ya a la contemplación divina, flotaba en aquel ambiente de
silencio majestuoso. Repartía testimonios íntimos de gratitud a los amigos que
le habían ayudado con su amor y a los enemigos que le habían ayudado con
su odio a escalar el Gólgota, que tan cerca está física y cronológicamente de
los aleluyas de la Resurrección. Su alma, repito, endiosada, quería ya y sigue
queriendo como Dios Padre a justos y pecadores, a los amigos y a los que, sin
merecerlo, también lo eran.
El recorrido del cortejo fúnebre y triunfal, duró cuatro horas por las calles de
aquel pueblo suyo de adopción, San Giovanni Rotondo, al que tanto amaba.
Cerca ya de las nueve de la noche fue inhumado en el Sepulcro de la Cripta
que había sido bendecido el domingo anterior cuando nadie sospechaba que al
Padre Pío le quedaban pocas horas de vida. Una vez más se veía la mano de
Dios.

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El día 21 de octubre el Papa Paulo VI se admiraba del testimonio fehaciente de
fidelidad que había sido dado por el pueblo cristiano en el entierro del Padre
Pío.
Lo propuso de modelo de vida religiosa, pero recordemos el resultado de aquel
“rehabilitado et ultra”, dicho por Pío XI, cuando aseguró que los decretos
condenatorios del Santo Oficio quedaban sin efecto, pero no rehabilitó por
escrito lo que por escrito se había condenado injustamente. Exijamos ahora
que lo que no se ha hecho en vida del Padre Pío se haga con toda clase de
formalidades, por escrito y por decreto, después de su muerte. Él goza ya de la
visión beatífica y poco puede interesarle personalmente, pero la verdad y la
justicia lo exigen. El Papa no tuvo reparo en entregar el proceso de la Monaca
de Monza cuidadosamente guardado en secreto durante tres siglos en los
archivos arzobispales de Milán. Sabemos el escándalo que ha producido en la
prensa y en el cine. El Papa debe exigir que se revisen los procesos canónicos
y las sentencias condenatorias contra un hombre que acababa de fallecer. Bien
probadas las cosas deben castigarse las actuaciones ilegales del Obispo
Bortignon, del entonces Superior General de los Capuchinos y de quien resulte
culpable.
No olvidemos que siguen perseguidos en Padua los Grupos de Oración y
siguen suspensos a divinis dos beneméritos sacerdotes y que los Capuchinos
siguen disfrutando de bienes ingentes que se han apropiado contra la voluntad
de los donantes y contra el deseo claramente manifestado en su testamento
por el Padre Pío.
Lo hemos dicho varias veces. Lo repetimos para terminar. El Papa y solo el
Papa puede hacer justicia en este caso. Esperar a que el Padre Pío sea
canonizado, esperar a que sus enemigos sean juzgados por Dios y que sus
discípulos predilectos sigan santificándose bajo la humillación y el castigo,
sería prolongar una injusticia. Decir de palabra que están libres los que
sufrieron persecución y cambiar, promoviendo a mejores cargos a los
culpables, como tantas veces ha hecho Roma, sería echarse tierra a los ojos.
Estamos en tiempos en que el fariseísmo está deshonrado. La verdad, caiga
quien caiga; la verdad y solo la verdad, que la verdad nos llevará a la justicia y
en la justicia florecen el amor y la paz.

Última Misa del Padre A espaldas, Jesús en la


Padre Pío en Misa
Pío Cruz

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Cama, Crucifijo y Reclinatorio

Entrada a la celda del Padre Pío

Rosario que usaba el Padre Pío

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Otra vista de la celda del Padre Pío

Últimas sandalias del Padre Pío

Ventana desde donde daba la bendición

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EPÍLOGO

Lector, te dejo. Gracias por haberme atendido. Sé que te quedas preocupado


porque no es una novela lo que todavía tienes entre las manos. Es un retazo
de historia de la Iglesia en la que has nacido, a quien quieres como yo y en
cuyo regazo deseas morir. Nos duele ver enferma a la madre que nos llevó en
sus entrañas; pero, no por eso vamos a negar la dolencia. Pongámosle
remedio, en cuanto de nosotros depende, con mayor entrega y cariño. No
escondamos la cabeza bajo el ala ni pretendamos dejar todo en manos de
Dios, cuando Él quiere servirse de nosotros. Ahora más que nunca es
necesaria en todos la sinceridad, reconocimiento de lo que hemos hecho mal y
la firme voluntad de enmienda, si queremos que la Iglesia resplandezca a la faz
del mundo en toda la hermosura con que Cristo la vistió.
El día 8 de diciembre del pasado año 1968 el Cardenal Lercaro presidió una
reunión conmemorativa del Padre Pío en el salón parroquial de la Iglesia de
San José, de Bolonia, regenteada por los Padres Capuchinos. El Cardenal, que
fue tan amigo del venerable estigmatizado y que sin perder la admiración por
él, dejó enfriar su amistad en tiempos del Concilio Vaticano II, dio ahora un
testimonio, sin precedentes en un purpurado, de la persecución de que había
sido objeto y de la heroicidad de las virtudes practicadas por el santo religioso.
Empezó por señalar el hecho histórico de un pobre capuchino, en un humilde
convento del sur de Italia, que ha sido la admiración de los cinco continentes a
lo largo de medio siglo. Luego, puso de manifiesto su espíritu de oración, su
pobreza, y, ante todo, su silencio sobrehumano, como el de Cristo, ante la
persecución encarnizada que le configuró con Él a lo largo de su vida,
“empezando precisamente por la incredulidad y oposición de aquellos que
podían y debían haberle comprendido los primeros”.
Refiriéndose a las causas de la primera persecución, dijo el Cardenal: “La
austeridad de su vida humilde, el celo de su palabra y de su ministerio vinieron
a incomodar a los pastores locales y a provocar la crisis de la Iglesia de
Manfredonia envenenada por la infidelidad, desfigurada por hechos
abominables cometidos en el lugar santo y cargada de monstruosas
complicidades. La condenación llevada a cabo por la Autoridad Suprema, el
juicio que la provocó, no justificado por un examen objetivo, le encontraron
siempre dispuesto a la obediencia silenciosa…, y, como Jesús, callaba”. “Se
habló y se escribió contra él, se vio burlado y tachado de hipócrita
exhibicionista… y, como Jesús, callaba.
Refiriéndose a la segunda parte del misterioso drama, prosigue el Cardenal:
“Viejas pasiones de hombres desbordados por la vida y nuevas apetencias de
dinero levantaron con increíble audacia y cínica crueldad otra persecución
contra el justo desarmado… Experimentó la angustia de procedimientos
arbitrarios; de medidas severísimas, injuriosas, perversas, sin reaccionar, sin
reclamar… Le separaron de sus fieles amigos, y en su lugar le pusieron

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enemigos empujados por el miserable rencor del mediocre que no aguanta la
superioridad de la virtud. Sus propios hermanos en religión le atormentaron y
aquel que según la tradición de los Capuchinos se le había dado como bastón
de su ancianidad, fue el miserable que llevó hasta el sacrilegio su beso de
traidor,…y, como Jesús, callaba”
Ya no soy yo, lector amigo, quien te ha revelado lo más vergonzoso, es el
propio Cardenal Lercaro quien lo denuncia y nadie pondrá en duda el amor a la
Iglesia del eminente purpurado. Te confieso que la lectura íntegra de su
discurso, que me llegó después de acabar el libro, dejó en mi alma una paz
sensible que hasta aquel momento había sido intelectual. El silencio puede ser
complicidad, o, en el mejor de los casos, cómoda indiferencia. Defender la
inmaculada memoria de un santo y el inalienable derecho de unos amigos, me
ha llevado a publicar los procedimientos innobles de sus perseguidores. Porque
me indigné al saberlo y porque no quise hacerme el ciego ni el mudo, he
puesto mi pobre colaboración al servicio de la verdad y de la justicia. Mi libro es
un grito de defensa, es un acto de fe, es un testimonio de amor sincero y total a
la Esposa de Cristo, nuestra Madre la Iglesia, y en ella, a Dios.

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BIBLIOGRAFÍA

Para ampliar detalles sobre la vida del Padre Pío y para poder consultar
documentos que no tienen cabida en este ensayo histórico, son excelentes:

En italiano:
PADRE PÍO Storia d’ una vittima.
De Francobaldo Chiocci y Luciano Cirri
Tres tomos editados por “I libri del NO” Roma

En francés:
PADRE PÍO DE PIETRELCINA Vie - Oeuvres – Passion
De Ennemond Boniface.
Editado por “La Table Ronde” Paris

En español:

EL PADRE PÍO DE PIETRELCINA Un caso inaudito en la historia de la Iglesia.


De Francisco Sánchez Ventura y Pascual
Publicado por “Editorial Círculo” de Zaragoza

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ÍNDICE

Prefacio – Añoranzas, vii


Introducción, 9
Capítulo I – Los quince primeros años, 11
Capítulo II – Novicio y estudiante, 17
Capítulo III – Ministro del Señor, 21
Capítulo IV – Metido a militar, 25
Capítulo V – Crucificado con Cristo, 29
Capítulo VI – Un equipo de canónigos, 35
Capítulo VII – La defensa, 39
Capítulo VIII – El árbitro Papal, 43
Capítulo IX – Esplendor de santidad, 49
Capítulo X – Estuve enfermo (Mt. 25, 36), 53
Capítulo XI – Orad sin descanso (Lc. 18,1), 57
Capítulo XII – Dinero maldito (Lc. 16,9), 61
Capítulo XIII – Segunda persecución, 65
Capítulo XIV – Un obispo fuera de serie, 73
Capítulo XV – Nacido para el cielo, 79
Epílogo, 87
Bibliografía, 89

91
Este libro se imprimió en

STVDIVM Ediciones
Bailén, 19
Madrid-13

JULIO GUERRERO CARRASCO

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