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2. La acción restringida
Así, durante los años de la guerra fría, muchos creyeron que se debía apoyar a la
Unión Soviética, “patria universal del socialismo”, y esto a pesar de los crímenes de
Stalin. ¡Qué importaban los millones de muertos si era para que el mundo fuera
finalmente feliz! Pero esta crítica no significa que es necesario oponer a los viejos
fundamentos revolucionarios la legalidad democrático-burguesa de los derechos del
hombre y la consigna reaccionaria de “salvar el cuerpo,” como proponen los humanistas a
fin de despolitizar las situaciones donde no hay más sujeto sino objetos-cuerpos a salvar.
(De hecho, la acción restringida no excluye la violencia sino el poder o la dominación
armada.) En efecto, hoy en día nos proponen un modelo que se conforma con ser una
inversión caricaturesca del modelo precedente. Es como si nos llegaran del futuro
mensajes bárbaros y amenazadores. En lugar de un mesías, nos anuncian el apocalipsis.
Con esa excusa se pretende conservar las cosas tales como están y limitar toda acción
política a una defensa democrático-burguesa de los derechos del hombre, de la legalidad
constituida, y del consenso mayoritario. Tal es la visión posmoderna del fin de la historia:
este mundo es el mejor de los mundos posibles porque cualquier otro no puede ofrecernos
nada más que una prodigiosa barbarie. De esta manera, la acción política ya no se
justifica por un bien futuro sino por un mal siempre listo a regresar, de tal modo que no
tiene ni siquiera iniciativa propia: la acción política se ha transformado en pura reacción
de cara a lo peor. Es la trampa en la que desgraciadamente caen los grupos “anti.”
genocidios, hambrunas, noticias en breve, crisis del dólar, desastres ecológicos, boletines
meteorológicos, partidos de fútbol o estrenos de películas, presentados sin una idea de
continuidad y sin contextualización histórica o situacional. El “mundo” es todo aquello
que constituye los temas de opinión y que es parte de la comunicación y la sociabilidad
cotidianas.
Así, muchos progresistas se preguntan: ¿qué podemos hacer con lo que pasa en el
mundo? ¿Qué podemos hacer frente a hechos tales como la masacre de Rwanda, el
agujero en la capa de ozono o el intervencionismo norteamericano? La respuesta puede
parecer decepcionante: nada. Porque este conjunto de hechos llamados “mundo” es una
construcción destinada al individuo-espectador y no a un hombre en situación. O en otros
términos, tal mundo no existe fuera de los presupuestos discursivos que lo constituyen.
De modo que tal mundo no se puede asumir sin asumir al mismo tiempo sus
presupuestos, sin ocupar el lugar del destinatario o del individuo-espectador. Es necesario
elegir: mundo o situación, ya que son dos realidades que se excluyen mutuamente, de la
misma manera que se excluyen individuo y sujeto político. ¿Podría esta observación
significar un reconocimiento de la impotencia de la acción restringida, situacional, frente
al mundo? Muy al contrario: es el “mundo” el que reduce toda acción política a la
impotencia, ya que la substrae de una situación concreta. Esto significa que la
preocupación mediática por el mundo no sólo nos pone en posición de impotencia frente
a su espectáculo, sino que también nos anestesia y nos impide actuar allí donde,
efectivamente, podemos hacerlo: en nuestra situación.
Así, la acción restringida se opone a cualquier vano impulso o voluntad de poder, a
todo mesianismo omnipotente que desde de una posición quasi-delirante mira al mundo
como es y decreta como debería ser. Si la acción restringida es una praxis en y por la
situación, esto se debe a que su delimitación y sus términos no son unos datos
proporcionados por los medios. Lo que se presenta como situación debe ser a la vez fruto
de una búsqueda, un pensamiento y una praxis a partir de la cual podamos decir: si tal es
la estructura de la situación en cuestión, tal será entonces nuestra apuesta. En tal caso,
incluso los errores formarán parte de un momento en la reconstrucción de una praxis
libertaria. En este sentido, es necesario ser concreto: el “mundo” como una totalidad de
hechos es una ilusión mediática, ya que lo único que existe es la multiplicidad de las
situaciones. Cada una de ellas nos reenvía así a un problema, a un universal concreto que
se distingue radicalmente del “mundo” como totalidad arbitraria.
enunciado “el mundo es uno sólo y es cada vez más pequeño” es la proposición totalitaria
que tiende a ocultar que la realidad es infinita en sus dimensiones y posibilidades.
Decir que todo es parecido y que todo es pequeño es una profesión de fe reaccionaria
con efectos gravísimos sobre la realidad. Que el tiempo se nos escapa, a causa de una
sorprendente aceleración en el fin de siglo, es una pseudo-constatación socio-histórica
que intenta disimular que cada día puede contener una eternidad, es decir que en un mes
de insurrecciones, en algunos años de experiencia autogestionaria o en todos aquellos
acontecimientos donde actúa el sujeto político libre, la sospecha ancestral de que entre los
minutos del reloj se refugia la eternidad queda confirmada.
5. El universal concreto
Vamos ahora a definir qué entendemos por “universal concreto.” Decimos que es la
acción política restringida la que, sobre la base de una situación concreta, procede a una
ruptura universal al nivel de su calidad y su estructura. Universal porque, contrariamente
a un modelo global que ignora la particularidad de los elementos de la situación, lo que
cuestionamos es el núcleo fundador de esta situación. Es por eso que sería un error, como
veremos en un momento, confundir la acción restringida con una reivindicación parcial,
limitada o sectorial.
No es la dialéctica reformismo-revolución la que aquí está en juego: la visión global y
totalitaria de la sociedad no pertenece únicamente a las concepciones modernas de la
revolución, sino también al reformismo. Tomemos primeramente un ejemplo clásico: el
de la clase obrera. Como su nombre lo indica, esta clase es una parte o un sub-conjunto
de una situación: el sistema capitalista de producción. Como tal, esta clase puede hacer
una reivindicación parcial o corporativa en función de sus intereses. Por ejemplo, una
reivindicación sindical. Dicha reivindicación es perfectamente “negociable” dentro del
marco de la situación, y puede incluso obtener una decisión favorable de la justicia
ordinaria a partir del momento en que la clase se sindicaliza. Pero tal como le solían
reprochar los marxistas a los tradeunionistas, toda acción en ese sentido—incluso
violenta—puede ser social, pero no es política en la medida en que no vuelve a poner en
cuestión la estructura de la situación. Lo justo en este caso no es que a los obreros se les
pague más o menos, sino que sea destruido ese sistema de alienación de su tiempo de
trabajo.
Por tal razón, esta posición no es “negociable,” o no deja posibilidad de respuesta
desde la normalidad de la situación, puesto que implica su destrucción. De esta manera la
acción política cesa de ser una reivindicación parcial para transformarse en una
singularidad: algo no previsible por la situación puesto que a la vez cuestiona sus
fundamentos. Desde ese momento, ya no se trata de una clase sino de un sujeto político
inclasificable o anormal. Este sujeto no existe fuera de la situación. Si bien es de ahí que
surge, el sujeto no está ligado a la situación, dado que la situación no lo prevé. Al mismo
tiempo, esta singularidad es universal a partir del momento en que introduce una ruptura
que concierne a todos los habitantes de la situación (burgueses, pequeño-burgueses,
intelectuales, artistas, proletarios, etc.), quienes deben ahora decidir entre comprometerse
o no comprometerse con la lucha que pone en cuestión no sólo la situación que habitan,
sino también lo que son ellos mismos.
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6. El sujeto político
Por lo tanto, podemos definir el sujeto de la acción restringida como una “minoría.”
Pero es necesario despejar este concepto de dos malentendidos posibles. En primer lugar,
la minoría no es un concepto referente a lo cuantitativo. Así, las mujeres son una
“minoría” cuantitativamente mayoritaria. Por otra parte, el término “minoría” ha sido
utilizado por los posmodernos para hablar de un “derecho a la diferencia,” que no es otro
que el reconocimiento “de derecho” de una realidad “de hecho”: la diversidad cultural.
Pero por supuesto, en el momento en que invocan ese derecho, sus ideólogos sólo son
capaces de reconocer las diferencias mínimas, de un exotismo simpático. Este derecho se
derrumba cuando se trata de diferencias bien acentuadas como la extirpación o los
asesinatos tiránicos de ciertos regímenes tercer mundistas. ¿Es posible ver en la masacre
de Rwanda tan sólo un fenómeno cultural? En nuestra opinión, una “minoría” es un grupo
que confronta una imagen mayoritaria o una norma de la situación. Por eso mismo, no se
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trata de una reivindicación parcial o sectorial que invocaría a lo sumo una aplicación de
los derechos del hombre.
La lucha de la minoría es universal siempre y cuando ataque un sentido común
mayoritario, una normalidad situacional que concierne a todos sus habitantes. Desde este
punto de vista, la lucha de la minoría no es, como decimos, “negociable,” no encuentra
solución desde el punto de vista de la gestión de la situación. No se trata entonces de
solidarizarse con una minoría ni de intervenir donde se manifiesta, sino de tener el coraje
de convertirse en minoritario o de traicionar lo que la mayoría, a modo de norma, espera
de nosotros. Convertirse en minoritarios es convertirse en imprevisibles: es componer un
sujeto político que se encuentre desplazado con relación a todos los posibles que una
situación nos propone. Este acto libre es el único legítimo, el único fundamento que la
acción política restringida puede reivindicar.
7. Lo serio y lo trágico
Desde este punto de vista, no hay, en situación, una señal de alarma que convoque a
los habitantes a rebelarse en su contra: todo individuo es un ser en situación y, a su pesar,
es poseído por sus presupuestos. Bajo este aspecto, ejecuta como un destino los roles que
la situación le presenta. El individuo-espectador permanece entonces impotente frente al
“mundo” porque los únicos problemas que se puede plantear son aquellos que el sentido
común de la situación es capaz de responder. La indignación o el horror que quizás
experimente frente a un hecho—la pobreza, por ejemplo, o la discriminación—nunca
sirven para generar una acción política. Para el individuo, únicamente pueden ocurrir
cosas “serias” frente a las cuales invoca el saber del gestionador o la intervención del
juez. El individuo se pregunta cómo pudo haberse producido un hecho, pero nunca sobre
su por qué. La cuestión del por qué reenvía al punto catalizador de la situación, a su
fundamento o a su condición de existencia, al ángulo muerto o al núcleo opaco e
inaccesible para él. No es por casualidad que la ideología posmoderna, defendiendo el
consenso y la legalidad existentes como marco de toda política, reivindica la figura del
individuo. Frente a las viejas políticas de masa, el individuo es visto como un núcleo de
racionalidad y lucidez.
De Le Bon a Freud y más allá, el hombre masa fue concebido como aquel que anula
su individualidad reflexiva para obedecer como un hipnotizado o un zombie las órdenes
del Partido, del Führer o del sacerdocio, y que de repente se vuelve capaz de la peor
barbaridad. No obstante, ¿por qué habrían de dejar de ser individuos muchos individuos
juntos? ¿Por qué si un hombre reflexiona a solas dejaría de reflexionar al reunirse con
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otros? Uno se imagina que si una multitud actúa junta de manera uniforme, es porque
cada individuo abandonó “su” voluntad, “sus” decisiones propias, para someterse a la
decisión de Otro. A menudo este Otro se caracteriza por un “Se” impersonal al que el
individuo delega su reflexión y su voluntad. Pero sin embargo es lo contrario: el
individuo como entidad autónoma, es decir como alguien que crea sus propias reglas de
comportamiento, es una ilusión. No hay nada más que un “se dice,” “se ve,” “se hace”:
cuando el individuo se pone a hablar, su voz emite discursos redactados en otro lugar; si
sus ojos ven es siempre la mirada de otro; si actúa es porque interpreta un rol que se le ha
asignado. El individuo se constituye como tal a partir de su identificación con un modelo
dominante. De tal modo que, al contrario de lo que piensan numerosos autores, no existe
el individuo no alienado, auténtico, libre más allá de la mascarada social; en el individuo
no hay ningún núcleo crítico. Al contrario: al verse como una unidad indivisible,
autónoma, el individuo niega el hecho que es un ser en situación, que está constituido de
lenguajes, valores, creencias, o mitos que él ni ha hecho, ni domina.
Si podemos imaginar la situación como una pieza de teatro, el individuo que toma
parte en ella siempre está desempeñando un papel. Es de ahí de donde proviene la ilusión
de indivisibilidad, de continuidad en el tiempo: él es siempre el mismo porque repite el
mismo rol en una misma situación. Pero el hecho es que, estando siempre en situación, el
individuo es otro cada vez que la situación cambia: hay una discontinuidad en el tiempo.
Cuando los ideólogos de la posmodernidad reivindican la individualidad, lo hacen en
función de un derecho a desplazarse, a conservar sus creencias religiosas o políticas, a
leer y decir lo que uno quiere, a vivir según su voluntad, etc. Con esto creen responder a
integrismos de todo tipo: se trata claramente de una recuperación del viejo derecho
liberal. Pero este derecho es únicamente un derecho formal que no contempla la
integración esencial del individuo, su destino, puesto que, para constituirse como
individualidad, el individuo debe interpretar un rol pre-establecido. El individuo no existe
fuera de la situación que lo constituye y no puede reivindicar ninguna libertad si no
transforma, si no cuestiona esta situación. De manera que no existe libertad de
pensamiento que no esté ligada a una práctica transformativa del statu quo, y no existe
acción radical que no se remita al punto inconsistente de la situación.
La reivindicación única y solitaria del libre pensamiento, como si en él se encontrara
la libertad humana, es una ilusión individualista de las “almas bellas.” Esta crítica del
individuo, sin embargo, lejos de inducirnos a poner en peligro los derechos adquiridos
gracias a luchas históricas, nos permite pensar en términos de derechos cívicos. Si los
individuos pueden actuar y pensar sin restricciones, es gracias a los derechos cívicos ya
conquistados. Estos derechos fueron inventados por un proyecto revolucionario que
respondía a una concepción determinada del hombre; es decir, no se trataba del desarrollo
de la naturaleza “libre” del individuo.
su práctica o su pensamiento, con una verdad de la situación, ese punto inconsistente que
la funda, ese punto catalizador que es la condición de su posibilidad.
Cabe repetirlo: este sujeto encarna un acto libre precisamente porque la situación es
incapaz de prever su acción, o porque dicha acción no es “negociable” de acuerdo a una
legalidad establecida. De esta manera, a través de la idea de una acción restringida
intentamos definir una política que no se confunda con la simple gestión estatal. En
efecto, en su definición clásica—es decir la que encontramos en cualquier diccionario—
la política es asociada con el “arte de gobernar la república,” es decir, con la habilidad, el
saber o la técnica para administrar los asuntos o problemas públicos. Es por ello que la
idea de política ha quedado indisolublemente ligada a la de Estado. Sin embargo, es
importante no confundir el Estado con la simple institución o el organismo estatal.
Usando una definición más amplia, deberíamos pensar lo “estatal” como el estado normal
de cualquier situación. Desde tal perspectiva, toda acción “negociable,” toda
reivindicación social parcial o corporativa que se demuestre administrable o capaz de ser
solucionada a partir de una legalidad establecida, es parte de esta definición estatal de la
política, incluso si se apoya, para conquistar su reivindicación, en medios ilegales. Es por
eso que en nuestros días el gran desafío es pensar la política desplazando la cuestión del
poder de su posición central.
Hoy, el Estado como lugar de poder efectivo que debería ser ocupado por un partido
políticamente revolucionario, sea por fuerza o por voto, pasa a ser una ilusión formidable.
Y ello simplemente porque la falta de fundamento y de legitimación de una situación no
es algo que depende del Estado: el Estado no hace más que sobrecodificar una realidad de
la cual es más efecto que causa. En cierto modo, eso es algo que los marxistas sabían, y
sin embargo, pensaron que un cambio en la legislación y en los aparatos ideológicos del
Estado favorecería la transformación revolucionaria de la sociedad (hacia el fin de su
vida, no obstante, Lenin se dio cuenta del error: “Hemos pintado de rojo el Estado
zarista…”). Así, en la Rusia soviética y en otros Estados, una serie de dispositivos de
poder del estado burgués no sólo fueron pintados de rojo sino también conducidos a su
más alto grado de barbarie: la medicalización de la subjetividad, la normalización, la
alienación mediática, la discriminación racial y la explotación de los trabajadores.
Bastaba simplemente agregar a esta barbarie el adjetivo “revolucionario” para que, en
nombre del bien futuro, incluso sus víctimas lo aceptaran. Aún hoy en día cuando muchos
de estos viejos revolucionarios nos hablan de sus proyectos de sociedad futuros, podemos
observar claramente hasta qué punto continúan siendo prisioneros de los presupuestos en
los que se sostienen las situaciones actuales. En estos proyectos hay también una
concepción estatista y gestionaria de la política (quieren estar listos en caso de que
lleguen al poder). Una vez más, se trata del buen órden, la sociedad racional, la
distribución justa, las relaciones realmente libres entre los hombres. Una vez más, se trata
de la buena barbarie contra la mala, la idea paradójica de un amo liberador y el
imperativo de un “deber ser” del mundo…
Podríamos decir que la acción política restringida y el pensamiento de la situación
hacen un llamado a la humildad libertaria: si de algo podemos hablar, es tan sólo de la
situación en la que vivimos, y esto de por sí ya es bastante difícil. Pero no se trata sólo de
humildad; esta posición es una posición crítica: cualquier saber relacionado a una
situación ulterior que sería necesario alcanzar no puede ser más que una vana
especulación, debido a que ningún saber puede liberarse de los presupuestos de la
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situación en la que nace. Es por ello que el pensamiento de la rebelión no aspira a ningún
saber sino a una verdad, a una relación con el ser de la situación, este agujero, esta
opacidad en el saber establecido. Y ello se debe a que la situación, lejos de provincializar
la acción, nos refiere al pensamiento de un universal concreto.
10. Conclusión
Septiembre de 1995
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