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Manifiesto del Colectivo Malgré Tout


1. El fin de la historia

El tiempo de las políticas revolucionarias ha perdido vigencia, nos dicen, porque el


tiempo mesiánico ha muerto. Pero es todo lo contrario: una política libertaria no puede
existir hoy día a menos justamente que ella misma logre deshacerse del tiempo
mesiánico. Ya no se ha de luchar más por que venga un día el fin de la historia o el reino
transparente de la libertad, muy simplemente porque la libertad ya no se ha de confundir
con un estado que podamos alcanzar, sino más bien con un acto que es necesario
encarnar. Por lo tanto, la lucha es verdaderamente política cuando actúa la libertad. Es
por ello que los actos libres son tan raros y las promesas de libertad tan frecuentes. Por
otra parte, al mismo tiempo que del tiempo mesiánico, una política de la no dominación
tendría que deshacerse de los amos liberadores que nos prometen la felicidad futura a
cambio de la sumisión actual. La modernidad concibió el tiempo mesiánico bajo la figura
mítica del progresismo, que implicaba que gracias al progreso en los diferentes dominios
de la vida—técnico, económico, social y político—, el hombre pasaría a ser cada día más
libre. Y aquello había de suceder porque, como enseñaba el marxismo, era la vida
material de una comunidad la que determinaba la conciencia de sus habitantes. Mas si
bien es cierto que la conciencia está sobredeterminada, eso es lo que la distingue de la
libertad. En el seno de su situación, Espartaco no actuó de manera menos libre que el
Che.
No es instituyendo nuevas formas de vivir como seremos más libres, sino lo
contrario: es actuando libremente como podemos inventar nuevos modos de vida. Lo
mismo se puede decir con respecto a la razón y la justicia: no se trata de desembocar,
hacia el final de la historia, en un mundo más justo y racional, puesto que la razón y la
justicia no son los fines de la rebelión sino sus causas. Si tenemos razón de rebelarnos, es
porque en nuestra rebeldía hay una razón, una verdad, una justicia. Sea lo que fuere, no
deberíamos preguntarnos qué es lo que debemos hacer para que la humanidad sea libre un
día, sino más bien qué es lo que debemos hacer para ser libres aquí y ahora. Es por esta
razón que preferimos hablar de “acción restringida.” La acción restringida busca
separarse de esa visión dialéctica que sostiene que la rebelión actual es validada o
justificada por un devenir del mundo en su globalidad. Lo que se ha roto no es la política
libertaria, sino el relato épico donde las fuerzas progresistas toman ventaja sobre las
fuerzas reaccionarias y erradican finalmente la escasez, la explotación, la barbarie y el
sufrimiento. La historia no ha terminado, simplemente porque no tiene fin. Pero, sin
embargo, si se debe nombrar el fin de algo, es precisamente el de una historia con fin o el
del tiempo mesiánico.

2. La acción restringida

La acción restringida es la práctica política sin promesa mesiánica. Es, en situación,


una apuesta sin garantías por la ruptura de un statu quo. Esta ausencia de garantías es lo
que la aleja de cualquier vanguardismo.
En efecto, el rol militar de la vanguardia, siempre fiel al modelo progresista, era el de
mostrar los puntos donde una situación debía ser atacada a fin de que, a través de su
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destrucción, fuera logrado el objetivo político de un nuevo statu quo, completamente


diferente del precedente y supuestamente mejor. Así, la vanguardia era prisionera de una
ideología determinista según la cual, una vez conocidas las correlaciones de fuerzas del
momento, el futuro pasaría a ser algo analíticamente previsible. Por ello, la vanguardia
era capaz de salirse de la situación para mirar la historia como el despliegue progresivo
de un plan: el futuro se mostraba tan necesario como el pasado, y la revolución nada más
como una aceleración del tiempo histórico. Lo cual, por consecuencia, reducía la libertad
aquí y ahora, la decisión revolucionaria, su invención y su novedad, a una necesidad
ineluctable, tan previsible como para Dios lo fue la traición de Judas. La idea de que un
statu quo posterior a la situación actual es previsible se basa en un saber de las leyes del
progreso histórico. Frente a dicha idea, dos cosas pueden ocurrir: o bien todo nuevo
acontecimiento se reduce a un “hecho” explicable y representable conforme a los
parámetros de un modelo; o bien, si el modelo no lo prevé, el acontecimiento no existe.
Lo mismo había observado Sartre a propósito del análisis que los marxistas hicieron
de la rebelión húngara del ’56: antes de haber realizado cualquier investigación, antes de
ponerse a pensar en lo que ocurrió allá, el acontecimiento ya entraba dentro de las
posibilidades previstas por el modelo oficial. Para algunos, se trataba de una reacción
contrarevolucionaria que en el contexto de la guerra fría había sin duda sido apoyada por
el capitalismo occidental; para otros, los trotskistas, se trataba de una rebelión de la clase
obrera contra la burocracia estalinista. Tanto en un caso como en el otro, nada nuevo
había ocurrido: se trataba de un hecho previsible porque dejaba intactos los modelos de
análisis respectivos. Se puede decir que hoy en día ocurre algo similar cuando se intenta
explicar la rebelión zapatista de Chiapas. La apuesta sin garantías por la ruptura de la
situación es al mismo tiempo una apuesta por el azar, por lo no determinado o lo no
previsible. Es una opacidad en nuestros modelos: sólo los poderosos pueden aspirar a
dominar, prever, y determinar todo lo que es.
Nosotros por nuestra parte no podemos más que anhelar aquel acontecimiento que
destotaliza el saber y el modelo de los poderosos. No se trata de una vocación
irracionalista, sino todo lo contrario, se trata de deshacer la vieja alianza entre
racionalidad y determinismo. A decir verdad, no hay razón para identificar a los rebeldes
históricos con las vanguardias o con los poderosos progresistas. Cuando los
revolucionarios actuaban y pensaban, se preguntaban qué podrían hacer que fuera libre y
radical en la historia. Pero inmediatamente se presentaba un amo liberador que
declaraba: “Estamos haciendo la historia, estamos dirigiendo la humanidad hacia su
salvación.” Y a fuerza de tener un ojo puesto en el presente y otro en el futuro, la
izquierda ha estado padeciendo de estrabismo… Es por esta razón que no podemos dejar
de apreciar las declaraciones del subcomandante zapatista Marcos cuando compara su
rebelión con la escritura de un poema: lejos de un esteticismo banal, su comparación lo
aleja de la lógica del fin y los medios. Mallarmé ciertamente revolucionó el lenguaje
poético, pero él, por su parte, solamente se propuso hacer algo absolutamente
revolucionario en poesía. La promesa de un mundo mejor ya no puede legitimar la
acción política o, dicho de otra manera, el fin no justifica los medios. No podemos
continuar comiéndonos a los antropófagos para terminar con el canibalismo. A partir del
momento en que una acción restringida se transforma en acción global, ya sólo se puede
pensar en ella en términos de un ejército del bien y, por lo tanto, en términos de una
buena barbarie.
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Así, durante los años de la guerra fría, muchos creyeron que se debía apoyar a la
Unión Soviética, “patria universal del socialismo”, y esto a pesar de los crímenes de
Stalin. ¡Qué importaban los millones de muertos si era para que el mundo fuera
finalmente feliz! Pero esta crítica no significa que es necesario oponer a los viejos
fundamentos revolucionarios la legalidad democrático-burguesa de los derechos del
hombre y la consigna reaccionaria de “salvar el cuerpo,” como proponen los humanistas a
fin de despolitizar las situaciones donde no hay más sujeto sino objetos-cuerpos a salvar.
(De hecho, la acción restringida no excluye la violencia sino el poder o la dominación
armada.) En efecto, hoy en día nos proponen un modelo que se conforma con ser una
inversión caricaturesca del modelo precedente. Es como si nos llegaran del futuro
mensajes bárbaros y amenazadores. En lugar de un mesías, nos anuncian el apocalipsis.
Con esa excusa se pretende conservar las cosas tales como están y limitar toda acción
política a una defensa democrático-burguesa de los derechos del hombre, de la legalidad
constituida, y del consenso mayoritario. Tal es la visión posmoderna del fin de la historia:
este mundo es el mejor de los mundos posibles porque cualquier otro no puede ofrecernos
nada más que una prodigiosa barbarie. De esta manera, la acción política ya no se
justifica por un bien futuro sino por un mal siempre listo a regresar, de tal modo que no
tiene ni siquiera iniciativa propia: la acción política se ha transformado en pura reacción
de cara a lo peor. Es la trampa en la que desgraciadamente caen los grupos “anti.”

3. El mundo del espectáculo

Así, la gente ocupa el puesto de un espectador-jurado—la opinión pública—que


condena o aprueba el comportamiento de los demás, los verdaderos actores públicos. No
son los hombres y las mujeres quienes construyen libremente una vida diferente, es el
público representado por una encuesta, un gráfico, las cifras. No se busca dividir las
conciencias sino ganar adhesiones o consenso. No se incita al pensamiento, se excita el
sentido común, la opinión. Es por eso que este individuo-espectador no se concibe como
sumergido en una situación, no es ni obrero, ni mujer, ni inmigrante, ni persona
incapacitada: es una conciencia ilusoriamente transhistórica y trans-situacional. Su juicio
sobre lo que ocurre, a pesar de estar indisolublemente ligado al sentido común o a la
norma consensual de una época, es vivido simplemente como lo “humano.”
El individuo-espectador es una invención particularmente eficaz de la era mediática.
En efecto, un dispositivo mediático o comunicacional se caracteriza por la construcción
de tres lugares: el del destinador, el de destinatario y el del referente o “realidad”
comunicada. El destinador, en los medios, es generalmente anónimo. ¿Quién redacta el
cable o la información? ¿Quién es el “objetivo” de la cámara? El destinatario, por su
parte, es el punto de vista mayoritario. Es así como el obrero, la mujer, el inmigrante, la
persona incapacitada se transforman en individuos-espectadores cuando ocupan el lugar
del destinatario de ese mensaje. Ocupar ese lugar significa aceptar todos los presupuestos
discursivos sin los cuales sería imposible decodificar el mensaje: se trata de todo un
sentido común. Para volverse destinatario, es necesario abandonar el ser en situación para
transformarse en un “hombre común,” un “hombre de la calle,” ni más ni menos que una
mirada dominante o mayoritaria. Finalmente, el referente o la “realidad” construida por
los medios no es la situación concreta del obrero, la mujer, el inmigrante, la persona
incapacitada, sino el “mundo.” El “mundo” es un conjunto de hechos: guerras,
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genocidios, hambrunas, noticias en breve, crisis del dólar, desastres ecológicos, boletines
meteorológicos, partidos de fútbol o estrenos de películas, presentados sin una idea de
continuidad y sin contextualización histórica o situacional. El “mundo” es todo aquello
que constituye los temas de opinión y que es parte de la comunicación y la sociabilidad
cotidianas.
Así, muchos progresistas se preguntan: ¿qué podemos hacer con lo que pasa en el
mundo? ¿Qué podemos hacer frente a hechos tales como la masacre de Rwanda, el
agujero en la capa de ozono o el intervencionismo norteamericano? La respuesta puede
parecer decepcionante: nada. Porque este conjunto de hechos llamados “mundo” es una
construcción destinada al individuo-espectador y no a un hombre en situación. O en otros
términos, tal mundo no existe fuera de los presupuestos discursivos que lo constituyen.
De modo que tal mundo no se puede asumir sin asumir al mismo tiempo sus
presupuestos, sin ocupar el lugar del destinatario o del individuo-espectador. Es necesario
elegir: mundo o situación, ya que son dos realidades que se excluyen mutuamente, de la
misma manera que se excluyen individuo y sujeto político. ¿Podría esta observación
significar un reconocimiento de la impotencia de la acción restringida, situacional, frente
al mundo? Muy al contrario: es el “mundo” el que reduce toda acción política a la
impotencia, ya que la substrae de una situación concreta. Esto significa que la
preocupación mediática por el mundo no sólo nos pone en posición de impotencia frente
a su espectáculo, sino que también nos anestesia y nos impide actuar allí donde,
efectivamente, podemos hacerlo: en nuestra situación.
Así, la acción restringida se opone a cualquier vano impulso o voluntad de poder, a
todo mesianismo omnipotente que desde de una posición quasi-delirante mira al mundo
como es y decreta como debería ser. Si la acción restringida es una praxis en y por la
situación, esto se debe a que su delimitación y sus términos no son unos datos
proporcionados por los medios. Lo que se presenta como situación debe ser a la vez fruto
de una búsqueda, un pensamiento y una praxis a partir de la cual podamos decir: si tal es
la estructura de la situación en cuestión, tal será entonces nuestra apuesta. En tal caso,
incluso los errores formarán parte de un momento en la reconstrucción de una praxis
libertaria. En este sentido, es necesario ser concreto: el “mundo” como una totalidad de
hechos es una ilusión mediática, ya que lo único que existe es la multiplicidad de las
situaciones. Cada una de ellas nos reenvía así a un problema, a un universal concreto que
se distingue radicalmente del “mundo” como totalidad arbitraria.

4. El mundo del capital


La otra tentación que ha dominado en la teoría y la praxis modernas de la acción
política es la idea de que pudiese existir una situación capaz de subsumir a todas las
demás. Desde esta perspectiva, la represión sexual, la discriminación racial, la sumisión
falocéntrica de las mujeres, la internación de los dementes, la normalización de los
marginales, y cualquier otro conflicto social se sumía a una sola gran lucha fundacional:
la lucha de clases. O dicho de otra manera, todas las situaciones eran superestructurales
con relación a una situación estructural básica: la del capitalismo y su mundialización.
No se trata, por supuesto, de negar la explotación capitalista o la tiranía del capital, ni
la sacralización de la mercancía. En nuestra opinión, el error es creer que la
medicalización de la subjetividad, la discriminación racial, la codificación de la familia,
la “tecnificación” de la vida y otras realidades de nuestra época son consecuencias de un
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modo de producción. Lo que numerosas investigaciones históricas nos permiten hoy en


día constatar es que esos modos de ser, de actuar, de conocer e incluso de amar, surgieron
de rupturas históricas anteriores a la aparición y la institución del capitalismo como modo
de producción e intercambio de mercancías. Por lo tanto, no sería falso hablar hoy de una
era “capitalística” en la cual se reúnen y conectan entre sí esta multiplicidad de
situaciones. La situación obrera es por lo tanto un universal concreto, que una cierta
izquierda ha transformado en abstracto en detrimento de las luchas de los obreros y de las
demás luchas. Por eso mismo, no se puede oponer el capitalismo con una situación global
alternativa llamada “socialismo.” Como nos lo enseñó el mismo Marx, es el capitalismo
el que, por la universalización del intercambio mercantil, ha creado lo que hoy llamamos
el “mundo.”
El mundo como globalidad no existe sin el aplastamiento de toda situación concreta,
cualitativamente diferente de la violencia cuantitativa de la mercancía. El argumento de la
“complejidad” del mundo actual, que considera vana toda tentativa de transformarlo, es
una consecuencia del fracaso del hecho de actuar al nivel de una globalidad o de un
sistema-mundo. Es la ilusión producida por la reducción de la multiplicidad situacional a
un sólo principio explicativo. Entre las figuras centrales del sentido común actual que
provocan la angustia de la gente, al mismo tiempo que aseguran y estructuran su
impotencia, se encuentran lugares comunes como: “el mundo es cada vez más pequeño”
o “en este fin de siglo todo se acelera” o incluso “no se ve pasar el tiempo.” Estos son los
temas propios de la experiencia dolorosa que estructura la subjetividad de nuestros
contemporáneos.
Si el mundo es cada vez más pequeño, si no se puede ir nunca a ninguna parte porque
todo está siempre “en el mismo lugar,” entonces aparece la estructura de la trampa que
impide todo acto libre. Pero, cuando a esto se le agrega un tiempo vertiginoso, la trampa
termina de cerrarse. Por otra parte, estas frases propias de la sociedad del espectáculo le
caen como un guante a la lógica de la mercancía: son los enunciados de un mundo
fundado en la búsqueda de la ganancia y de la eficacia. En efecto, el mundo es pequeño,
incluso ínfimo, cuando se lo piensa desde el problema de la superproducción de
mercancías imposibles de colocar. La broma de “vender refrigeradores a los Esquimales”
es la realidad del mundo de la mercancía, cada día más estrecho. Es por eso que el
refrigerador, como toda mercancía, debe ser perecedero, dado que antes que el Esquimal
haya pagado la segunda cuota, un nuevo modelo estará acabando de salir de las fábricas.
Así, el tiempo se vuelve vertiginoso, el tiempo no le deja tiempo al tiempo: es la barbarie
de una sociedad estructurada a base de la producción de mercancías.
Este mundo se refleja en la ideología de las sociedades del espectáculo: nuestros
contemporáneos se perciben a sí mismos como “unidades productivas” en lo económico
pero también en lo afectivo, lo corporal, lo social, etc. Se encuentran atrapados así en esta
visión liberticida que los separa de sus situaciones concretas. El mundo aparece entonces
dividido en dos categorías, conforme a un verdadero darwinismo de supermercado: de un
lado está una gran masa de gente fatigada, sin fuerzas (la aceleración del tiempo y el
encogimiento del espacio constituyen la experiencia propiamente dicha de toda
depresión); y del otro están los fuertes, hacedores y productivos, que dominan el mundo
pero con la angustia permanente de caer en el primer grupo. No es extraño que en esta
visión espectacular no aparezcan las consideraciones concretas de personas en situación,
dado que es lo propio de toda ideología dominante consensual hacerlas desaparecer. El
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enunciado “el mundo es uno sólo y es cada vez más pequeño” es la proposición totalitaria
que tiende a ocultar que la realidad es infinita en sus dimensiones y posibilidades.
Decir que todo es parecido y que todo es pequeño es una profesión de fe reaccionaria
con efectos gravísimos sobre la realidad. Que el tiempo se nos escapa, a causa de una
sorprendente aceleración en el fin de siglo, es una pseudo-constatación socio-histórica
que intenta disimular que cada día puede contener una eternidad, es decir que en un mes
de insurrecciones, en algunos años de experiencia autogestionaria o en todos aquellos
acontecimientos donde actúa el sujeto político libre, la sospecha ancestral de que entre los
minutos del reloj se refugia la eternidad queda confirmada.

5. El universal concreto

Vamos ahora a definir qué entendemos por “universal concreto.” Decimos que es la
acción política restringida la que, sobre la base de una situación concreta, procede a una
ruptura universal al nivel de su calidad y su estructura. Universal porque, contrariamente
a un modelo global que ignora la particularidad de los elementos de la situación, lo que
cuestionamos es el núcleo fundador de esta situación. Es por eso que sería un error, como
veremos en un momento, confundir la acción restringida con una reivindicación parcial,
limitada o sectorial.
No es la dialéctica reformismo-revolución la que aquí está en juego: la visión global y
totalitaria de la sociedad no pertenece únicamente a las concepciones modernas de la
revolución, sino también al reformismo. Tomemos primeramente un ejemplo clásico: el
de la clase obrera. Como su nombre lo indica, esta clase es una parte o un sub-conjunto
de una situación: el sistema capitalista de producción. Como tal, esta clase puede hacer
una reivindicación parcial o corporativa en función de sus intereses. Por ejemplo, una
reivindicación sindical. Dicha reivindicación es perfectamente “negociable” dentro del
marco de la situación, y puede incluso obtener una decisión favorable de la justicia
ordinaria a partir del momento en que la clase se sindicaliza. Pero tal como le solían
reprochar los marxistas a los tradeunionistas, toda acción en ese sentido—incluso
violenta—puede ser social, pero no es política en la medida en que no vuelve a poner en
cuestión la estructura de la situación. Lo justo en este caso no es que a los obreros se les
pague más o menos, sino que sea destruido ese sistema de alienación de su tiempo de
trabajo.
Por tal razón, esta posición no es “negociable,” o no deja posibilidad de respuesta
desde la normalidad de la situación, puesto que implica su destrucción. De esta manera la
acción política cesa de ser una reivindicación parcial para transformarse en una
singularidad: algo no previsible por la situación puesto que a la vez cuestiona sus
fundamentos. Desde ese momento, ya no se trata de una clase sino de un sujeto político
inclasificable o anormal. Este sujeto no existe fuera de la situación. Si bien es de ahí que
surge, el sujeto no está ligado a la situación, dado que la situación no lo prevé. Al mismo
tiempo, esta singularidad es universal a partir del momento en que introduce una ruptura
que concierne a todos los habitantes de la situación (burgueses, pequeño-burgueses,
intelectuales, artistas, proletarios, etc.), quienes deben ahora decidir entre comprometerse
o no comprometerse con la lucha que pone en cuestión no sólo la situación que habitan,
sino también lo que son ellos mismos.
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Es por ello que el compromiso con una lucha se distingue completamente de la


solidaridad exterior o humanista. Tomemos un segundo ejemplo: el de la población negra
en Estados Unidos. Como sub-conjunto o parte de una situación, los negros han luchado
por su derecho a ser reconocidos como iguales a los blancos. No sólo en lo que concierne
al derecho a voto, sino también en lo que concierne a sus funciones: un negro no debe ser
objeto de discriminación en su candidatura a un puesto de trabajo, dado que él es “tan
capaz como un blanco” de ejecutarlo, lo que significa que cumple todas las condiciones
que el sistema exige. Es por ello que el primer paso para liberarse de la esclavitud fue el
de adoptar, en el siglo pasado, la religión de los blancos: ser cristiano era el equivalente
de ser “humano,” ser como el blanco, desde, por supuesto, el punto de vista de la visión
blanca del mundo. En el transcurso de este siglo, el equivalente fue la integración:
asimilarse al sistema y al modo de vida de los blancos para conquistar los mismos
derechos que ellos. Muchos blancos pudieron, de esta manera, dar lecciones de tolerancia
a sus compatriotas racistas: “los negros no son malos por naturaleza, existen los negros
buenos, aquellos que viven como nosotros, los blancos, aquellos que son buenos
americanos.” De premio, incluso los enviaron a Vietnam para demostrarles que entre
americanos no había ninguna distinción de raza.
Pero al mismo tiempo, ciertos grupos negros radicales comenzaron a criticar el
“mundo de los blancos.” El cretinismo de ciertos intelectuales—sin distinción de piel—
interpretó estas críticas como un racismo a la inversa: el desprecio del “hombre blanco” y
la reivindicación de la negritud (black is beautiful). Pero el “hombre blanco” no es tal o
cual miembro de la “raza blanca,” no se trata de un argumento racista, sino del “hombre
blanco” como modelo de comportamiento o como modo de ser: imagen identificatoria
con la que tanto los blancos como los negros pueden identificarse. Y es que la minoría
negra puso en evidencia—como el feminismo por otra parte—que el “hombre blanco” es
una norma de comportamiento y una concepción del mundo que se impone a todos los
habitantes de una situación. Así, quien se compromete por la causa negra no lo hace por
simple solidaridad exterior o humanista, sino por un verdadero compromiso que implica
el cuestionamiento de una situación en la que él también está implicado. Esta lucha es
entonces concreta y universal por lo mismo que no es negociable por medio de alguna
gestión o legalidad vigente.

6. El sujeto político

Por lo tanto, podemos definir el sujeto de la acción restringida como una “minoría.”
Pero es necesario despejar este concepto de dos malentendidos posibles. En primer lugar,
la minoría no es un concepto referente a lo cuantitativo. Así, las mujeres son una
“minoría” cuantitativamente mayoritaria. Por otra parte, el término “minoría” ha sido
utilizado por los posmodernos para hablar de un “derecho a la diferencia,” que no es otro
que el reconocimiento “de derecho” de una realidad “de hecho”: la diversidad cultural.
Pero por supuesto, en el momento en que invocan ese derecho, sus ideólogos sólo son
capaces de reconocer las diferencias mínimas, de un exotismo simpático. Este derecho se
derrumba cuando se trata de diferencias bien acentuadas como la extirpación o los
asesinatos tiránicos de ciertos regímenes tercer mundistas. ¿Es posible ver en la masacre
de Rwanda tan sólo un fenómeno cultural? En nuestra opinión, una “minoría” es un grupo
que confronta una imagen mayoritaria o una norma de la situación. Por eso mismo, no se
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trata de una reivindicación parcial o sectorial que invocaría a lo sumo una aplicación de
los derechos del hombre.
La lucha de la minoría es universal siempre y cuando ataque un sentido común
mayoritario, una normalidad situacional que concierne a todos sus habitantes. Desde este
punto de vista, la lucha de la minoría no es, como decimos, “negociable,” no encuentra
solución desde el punto de vista de la gestión de la situación. No se trata entonces de
solidarizarse con una minoría ni de intervenir donde se manifiesta, sino de tener el coraje
de convertirse en minoritario o de traicionar lo que la mayoría, a modo de norma, espera
de nosotros. Convertirse en minoritarios es convertirse en imprevisibles: es componer un
sujeto político que se encuentre desplazado con relación a todos los posibles que una
situación nos propone. Este acto libre es el único legítimo, el único fundamento que la
acción política restringida puede reivindicar.

7. Lo serio y lo trágico

Habiendo fundado la lucha en el futuro, en la idea de un mundo mejor, más racional y


más justo, la modernidad revolucionaria funcionaba bajo un modelo “épico” donde las
fuerzas progresistas de la liberación tomaban ventaja sobre los ejércitos reaccionarios de
la opresión y la barbarie. La victoria final significaba el establecimiento de un mundo
libre, justo y racional. Los políticos gestionarios—hoy dominantes—no conciben más
que hechos “serios.” Lo serio, es lo que se piensa, aunque sea ilusoriamente, como
reparable a corto o largo plazo, desde la normalidad de la situación. Frente a lo serio no
hay victoria sino una “curación.” Toda lucha que reivindica una parcialidad “negociable”
cae en la trampa desde el comienzo debido a la lógica gestionaria, administrativa o legal
de lo que es serio. Por ello, es necesario no confundir el lado espectacular o la violencia
de una acción con su “radicalidad” política. La clandestinidad en sí misma no es
suficiente para que un grupo se transforme en sujeto político, para que se convierta
efectivamente en minoritario. Por su parte, la acción restringida recupera en cambio una
dimensión “trágica” del sujeto político, al operar sobre el único punto no negociable en
términos de gestión, es decir, sobre un posible imprevisible o “imposible” desde el punto
de vista de la normalidad de un statu quo: lo que precisamente funda la situación, su
punto catalizador, aquello que hace posible el hecho de que exista. Decimos que este
punto es inconsistente porque los enunciados que le dan verosimilitud y sentido a una
situación cualquiera no pueden tomarle en cuenta. La inconsistencia es un no-sentido al
que renuncia necesariamente la consistencia de la situación.
Por esta razón, desde la perspectiva del sentido común o del consenso, esta verdad es
imperceptible: no es un dato que puede mostrarse sino una realidad que debe forzarse.
Así por ejemplo, en la Europa del siglo XIX, el hecho de que el capitalismo industrial
generaba terribles desigualdades sociales era un dato visible para todo el mundo. Era la
preocupación “seria” presente en todos los estudios de la sociedad como en las novelas de
Dickens o de Zola. Pero como tal, no podía más que invocar un principio humanista de
asistencia privada o estatal. Esta asistencia, como es de esperarse, respondía
perfectamente a la lógica del sistema: el Estado o las organizaciones caritativas se
encargaban de mantener en vida y en buena salud, durante los meses de baja en la
producción, a una enorme cantidad de mano de obra que podía ser utilizada en el
momento deseado. Desde la lógica del sistema, esta miseria podía ser inhumana pero no
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era esencialmente injusta. La compra-venta de mano de obra se efectuaba de acuerdo a la


ley del mercado libre. Es lo que dijo Marx contra Proudhon: la explotación capitalista no
es un robo porque cabe perfectamente en los cánones de la legalidad democrático-
burguesa establecida. El capitalista y el obrero intercambian “libremente” dinero por
trabajo. Y sin embargo, para Marx ese intercambio es forzado: el trabajo no puede ser
comprado y vendido como una mercancía por ser justamente lo que produce toda
mercancía. Por esa razón, esta injusticia estructural nada tiene que ver con una falla o un
mal funcionamiento parcial del capitalismo: de un lado es perfectamente consistente y
nada se le puede reprochar; por otro lado, esta injusticia es la que lo funda o lo hace
posible, es su punto inconsistente, necesariamente invisible para el capitalismo en sí.
De este modo, las reglas libres, justas y racionales del mercado, la ley de la oferta y la
demanda, provienen de una injusticia, una alienación y un absurdo imperceptibles para el
sistema, y por consecuencia son perfectamente legales y consensuales incluso para una
cantidad de obreros y sindicalistas. Es por esta razón que no es tanto la injusticia la que
enciende la rebelión, sino la rebelión la que fuerza la inconsistencia del sistema: es a la
luz del proyecto político revolucionario que el sistema se revela injusto. Cuando los
militantes de la minoría negra llegan a decir: un negro puede ser un blanco y un blanco no
es necesariamente un blanco—puede convertirse en negro, o en minoritario—lo que
hacen es castigar una situación no solamente en un punto imperceptible y absurdo desde
la lógica de esta misma situación, sino también en el fundamento que permite explicar
tanto la discriminación (“no son como nosotros,” dicen ciertos blancos) como el
integrismo (“somos como ellos,” responden ciertos negros).

8. La ética del individuo

Desde este punto de vista, no hay, en situación, una señal de alarma que convoque a
los habitantes a rebelarse en su contra: todo individuo es un ser en situación y, a su pesar,
es poseído por sus presupuestos. Bajo este aspecto, ejecuta como un destino los roles que
la situación le presenta. El individuo-espectador permanece entonces impotente frente al
“mundo” porque los únicos problemas que se puede plantear son aquellos que el sentido
común de la situación es capaz de responder. La indignación o el horror que quizás
experimente frente a un hecho—la pobreza, por ejemplo, o la discriminación—nunca
sirven para generar una acción política. Para el individuo, únicamente pueden ocurrir
cosas “serias” frente a las cuales invoca el saber del gestionador o la intervención del
juez. El individuo se pregunta cómo pudo haberse producido un hecho, pero nunca sobre
su por qué. La cuestión del por qué reenvía al punto catalizador de la situación, a su
fundamento o a su condición de existencia, al ángulo muerto o al núcleo opaco e
inaccesible para él. No es por casualidad que la ideología posmoderna, defendiendo el
consenso y la legalidad existentes como marco de toda política, reivindica la figura del
individuo. Frente a las viejas políticas de masa, el individuo es visto como un núcleo de
racionalidad y lucidez.
De Le Bon a Freud y más allá, el hombre masa fue concebido como aquel que anula
su individualidad reflexiva para obedecer como un hipnotizado o un zombie las órdenes
del Partido, del Führer o del sacerdocio, y que de repente se vuelve capaz de la peor
barbaridad. No obstante, ¿por qué habrían de dejar de ser individuos muchos individuos
juntos? ¿Por qué si un hombre reflexiona a solas dejaría de reflexionar al reunirse con
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otros? Uno se imagina que si una multitud actúa junta de manera uniforme, es porque
cada individuo abandonó “su” voluntad, “sus” decisiones propias, para someterse a la
decisión de Otro. A menudo este Otro se caracteriza por un “Se” impersonal al que el
individuo delega su reflexión y su voluntad. Pero sin embargo es lo contrario: el
individuo como entidad autónoma, es decir como alguien que crea sus propias reglas de
comportamiento, es una ilusión. No hay nada más que un “se dice,” “se ve,” “se hace”:
cuando el individuo se pone a hablar, su voz emite discursos redactados en otro lugar; si
sus ojos ven es siempre la mirada de otro; si actúa es porque interpreta un rol que se le ha
asignado. El individuo se constituye como tal a partir de su identificación con un modelo
dominante. De tal modo que, al contrario de lo que piensan numerosos autores, no existe
el individuo no alienado, auténtico, libre más allá de la mascarada social; en el individuo
no hay ningún núcleo crítico. Al contrario: al verse como una unidad indivisible,
autónoma, el individuo niega el hecho que es un ser en situación, que está constituido de
lenguajes, valores, creencias, o mitos que él ni ha hecho, ni domina.
Si podemos imaginar la situación como una pieza de teatro, el individuo que toma
parte en ella siempre está desempeñando un papel. Es de ahí de donde proviene la ilusión
de indivisibilidad, de continuidad en el tiempo: él es siempre el mismo porque repite el
mismo rol en una misma situación. Pero el hecho es que, estando siempre en situación, el
individuo es otro cada vez que la situación cambia: hay una discontinuidad en el tiempo.
Cuando los ideólogos de la posmodernidad reivindican la individualidad, lo hacen en
función de un derecho a desplazarse, a conservar sus creencias religiosas o políticas, a
leer y decir lo que uno quiere, a vivir según su voluntad, etc. Con esto creen responder a
integrismos de todo tipo: se trata claramente de una recuperación del viejo derecho
liberal. Pero este derecho es únicamente un derecho formal que no contempla la
integración esencial del individuo, su destino, puesto que, para constituirse como
individualidad, el individuo debe interpretar un rol pre-establecido. El individuo no existe
fuera de la situación que lo constituye y no puede reivindicar ninguna libertad si no
transforma, si no cuestiona esta situación. De manera que no existe libertad de
pensamiento que no esté ligada a una práctica transformativa del statu quo, y no existe
acción radical que no se remita al punto inconsistente de la situación.
La reivindicación única y solitaria del libre pensamiento, como si en él se encontrara
la libertad humana, es una ilusión individualista de las “almas bellas.” Esta crítica del
individuo, sin embargo, lejos de inducirnos a poner en peligro los derechos adquiridos
gracias a luchas históricas, nos permite pensar en términos de derechos cívicos. Si los
individuos pueden actuar y pensar sin restricciones, es gracias a los derechos cívicos ya
conquistados. Estos derechos fueron inventados por un proyecto revolucionario que
respondía a una concepción determinada del hombre; es decir, no se trataba del desarrollo
de la naturaleza “libre” del individuo.

9. Una política no estatal

Cuando hablamos de sujeto, es necesario no confundir este concepto con la idea de


una “subjetividad” como núcleo de experiencias individuales o colectivas, aún si es cierto
que un individuo o un colectivo puede constituirse, eventualmente, en sujeto político (y
también artístico, científico o amoroso, como lo concibe el filósofo Alain Badiou). En
efecto, un individuo o un colectivo se constituye en sujeto cuando entra en relación, por
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su práctica o su pensamiento, con una verdad de la situación, ese punto inconsistente que
la funda, ese punto catalizador que es la condición de su posibilidad.
Cabe repetirlo: este sujeto encarna un acto libre precisamente porque la situación es
incapaz de prever su acción, o porque dicha acción no es “negociable” de acuerdo a una
legalidad establecida. De esta manera, a través de la idea de una acción restringida
intentamos definir una política que no se confunda con la simple gestión estatal. En
efecto, en su definición clásica—es decir la que encontramos en cualquier diccionario—
la política es asociada con el “arte de gobernar la república,” es decir, con la habilidad, el
saber o la técnica para administrar los asuntos o problemas públicos. Es por ello que la
idea de política ha quedado indisolublemente ligada a la de Estado. Sin embargo, es
importante no confundir el Estado con la simple institución o el organismo estatal.
Usando una definición más amplia, deberíamos pensar lo “estatal” como el estado normal
de cualquier situación. Desde tal perspectiva, toda acción “negociable,” toda
reivindicación social parcial o corporativa que se demuestre administrable o capaz de ser
solucionada a partir de una legalidad establecida, es parte de esta definición estatal de la
política, incluso si se apoya, para conquistar su reivindicación, en medios ilegales. Es por
eso que en nuestros días el gran desafío es pensar la política desplazando la cuestión del
poder de su posición central.
Hoy, el Estado como lugar de poder efectivo que debería ser ocupado por un partido
políticamente revolucionario, sea por fuerza o por voto, pasa a ser una ilusión formidable.
Y ello simplemente porque la falta de fundamento y de legitimación de una situación no
es algo que depende del Estado: el Estado no hace más que sobrecodificar una realidad de
la cual es más efecto que causa. En cierto modo, eso es algo que los marxistas sabían, y
sin embargo, pensaron que un cambio en la legislación y en los aparatos ideológicos del
Estado favorecería la transformación revolucionaria de la sociedad (hacia el fin de su
vida, no obstante, Lenin se dio cuenta del error: “Hemos pintado de rojo el Estado
zarista…”). Así, en la Rusia soviética y en otros Estados, una serie de dispositivos de
poder del estado burgués no sólo fueron pintados de rojo sino también conducidos a su
más alto grado de barbarie: la medicalización de la subjetividad, la normalización, la
alienación mediática, la discriminación racial y la explotación de los trabajadores.
Bastaba simplemente agregar a esta barbarie el adjetivo “revolucionario” para que, en
nombre del bien futuro, incluso sus víctimas lo aceptaran. Aún hoy en día cuando muchos
de estos viejos revolucionarios nos hablan de sus proyectos de sociedad futuros, podemos
observar claramente hasta qué punto continúan siendo prisioneros de los presupuestos en
los que se sostienen las situaciones actuales. En estos proyectos hay también una
concepción estatista y gestionaria de la política (quieren estar listos en caso de que
lleguen al poder). Una vez más, se trata del buen órden, la sociedad racional, la
distribución justa, las relaciones realmente libres entre los hombres. Una vez más, se trata
de la buena barbarie contra la mala, la idea paradójica de un amo liberador y el
imperativo de un “deber ser” del mundo…
Podríamos decir que la acción política restringida y el pensamiento de la situación
hacen un llamado a la humildad libertaria: si de algo podemos hablar, es tan sólo de la
situación en la que vivimos, y esto de por sí ya es bastante difícil. Pero no se trata sólo de
humildad; esta posición es una posición crítica: cualquier saber relacionado a una
situación ulterior que sería necesario alcanzar no puede ser más que una vana
especulación, debido a que ningún saber puede liberarse de los presupuestos de la
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situación en la que nace. Es por ello que el pensamiento de la rebelión no aspira a ningún
saber sino a una verdad, a una relación con el ser de la situación, este agujero, esta
opacidad en el saber establecido. Y ello se debe a que la situación, lejos de provincializar
la acción, nos refiere al pensamiento de un universal concreto.

10. Conclusión

El desafío de nuestra época es el de pensar e inventar una nueva praxis libertaria.


Dicha praxis implica la formación de una miríada de organizaciones y de experiencias
minoritarias y concretas, no como medio para llegar un día a ser mayoritario, sino como
vía para inventar y crear una vida y una política basadas en la libertad. Renunciar a ser
mayoritario no es la consigna del fracaso o la impotencia. Debido a que representa las
imágenes y estructuras dominantes, la mayoría es la más impotente desde el punto de
vista de la libertad. Es necesario comprender que poder y potencia son dos realidades que
se excluyen mutuamente: para cambiar la vida nadie es más impotente que un amo lleno
de poder. Concebido y estructurado en función de la toma del poder estatal—violenta o
electoral—, el partido resulta ser, hoy en día, la figura misma de esta impotencia,
especialmente porque como lo hemos visto, el partido se basa en la suposición de que el
poder, aquello que funda la situación, se encuentra en el Estado. El partido es un
organismo que, con la excusa de unificar la multiplicidad de las luchas minoritarias en
una estrategia global—nacional o mundial—aparta a las minorías de sus situaciones para
transformarlas en una mayoría “alternativa.”
Así, al mismo tiempo que el tiempo mesiánico, lo que se debe cuestionar es el
partido, el amo liberador par excellence. Eso es lo que cualquier militante ha vivido en su
práctica cotidiana: todo el trabajo y la experiencia concreta reunida por las
organizaciones de base como resultado tanto de errores como de derrotas, son eliminados
de un tirón por las consignas “abstractas” del partido, simplemente porque para este
último, la estrategia global y la llegada al poder pasan a ser sus prioridades por encima de
las acciones concretas y restringidas, siempre con la ilusión de que, cuando acceda al
poder, las cosas, en su totalidad, van a cambiar. Sin embargo, no hay solución de
continuidad entre la política (minoritaria)—potencia—y la gestión (mayoritaria)—poder.
Aunque estén estructuralmente condenadas a cohabitar, debemos romper con la ilusión de
que es necesario llegar a ser mayoritario para poder hacer una política de minorías.
Una multiplicidad de grupos y colectivos libertarios—ligados en cada caso a un
universal concreto—, tal es la imagen de una potencia política radical múltiple. Sin
embargo, la no-totalización o la no-sumisión de esta multiplicidad al poder “impotente”
del Partido no implica que el intercambio de experiencias entre estos grupos no sea
deseable e incluso indispensable. El momento es duro, el desafío es grande, pero la
fidelidad con dos siglos de luchas revolucionarias nos permite conservar el mismo
impulso, el mismo deseo que las han inspirado. En lugar de llorar sobre las ruinas del
viejo edificio revolucionario, debemos pensar que esta fragmentación, esta dispersión,
esta no-totalidad, son precisamente las condiciones para que una nueva potencia
revolucionaria se libere del mito totalitario del progresismo mesiánico.

Septiembre de 1995
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Traducido por Pablo Méndez y Sebastián Touza

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