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SÍMBOLO

Prof. Fernando Bayón

1. El símbolo y la hospitalidad del otro.


En su magnífico estudio sobre los griegos desde el punto de vista de los muy
olvidados factores irracionales de su experiencia del mundo, E. R. Dodds ha analizado
con detalle alguna de las características pertenecientes a la cultura tal y como fuera
descrita por Homero. Entre ellas, que el hombre homérico carezca de un concepto
unificado de lo que nosotros llamamos “alma” o “personalidad”. “Es bien sabido que
Homero parece atribuir al hombre una psykhé sólo después de la muerte, o cuando está
desmayándose, o moribundo, o amenazado de muerte. La única función que consta de la
psykhé respecto del hombre vivo es la de abandonarlo. No tiene tampoco Homero
ninguna palabra para la personalidad viviente. El thymós puede una vez haber sido un
“alma-aliento” o un “alma vital”; pero en Homero, ni es el alma, ni (como en Platón)
una “parte del alma”. Se le puede definir, en términos esquemáticos y generales, como
el órgano del sentimiento. (...) Pero, para el hombre homérico, el thymós tiende a no ser
sentido como parte del yo: aparece de ordinario como una voz interior independiente.”1
Homero no tiene una palabra para la personalidad viviente: y nosotros,
veintiocho siglos más tarde, nos hemos quedado sin ellas. Este hábito de entenderse con
los impulsos pasionales como si se trataran de un “no-yo” de la humanidad, ese thymós
que, como recoge Dodds, le dice al hombre homérico que en este momento debe comer,
o matar a un enemigo, o le aconseja seguir una determinada línea de actuación o le pone
palabras en la boca, tiene como efecto el que “los impulsos no sistematizados, no
racionales, y los actos que resultan de ellos, tiendan a ser excluidos del yo y adscritos a
un origen ajeno”2. Esta objetivación de las fuerzas irracionales arroja una doble
consecuencia: en primer lugar, que el carácter de un hombre y su conducta puedan ser
explicados en términos de conocimiento (así, por momentos, Homero no escribe que
“los troyanos huyeron sin resistirse” sino que “los troyanos recordaron la huida y
olvidaron la resistencia”); y, en segundo lugar, que la reconversión de lo irracional en
un “no-yo” le proporcione al hombre homérico la posibilidad de disfrutar el heroico
placer de dominar-se al no consentir con su thymós (cada vez que oyéndolo, se arriesga
a no escucharlo). La humanidad homérica, según este planteamiento, sólo se muestra

1
DODDS, E.R., Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1999, pp. 28ss.
2
Ibid., p. 30.

1
hospitalaria con sus pasiones si éstas regresan desde un “no-yo” con el que se puede
hablar igual que con un otro que inter-viene en nuestras vidas, en nuestro pecho, o en el
vientre, desde un extrarradio previamente fabulado, construido.
Este duro trasfondo de la idea homérica de thymós (que podría resumirse: para
ser hospitalario con toda su personalidad, este hombre ha de haber consentido primero
en una escisión de su personalidad) acaso nos sirva, salvadas las distancias, para
introducir al lector en la idea de símbolo, en la medida en que, expresado de forma muy
general, un símbolo es una clase especial de signo al que reconocemos por su
hospitalidad para con un sentido. No podemos dejar de lado la vieja genealogía, que se
remonta a la época romana, del symbolon como tessera hospitalis: una tésera o
planchuela con inscripciones que el anfitrión se dividía con su huésped en la hora de la
despedida para que, si años después él mismo o alguno de sus descendientes la
presentaban, pudiera otorgarles nuevamente la gracia de su hospitalidad. Sin haber
perdido su capacidad de sugerencia y su resultona plasticidad, a nadie se le escapa hoy
lo inconveniente que puede resultar en el extremo seguir abordando lo simbólico bajo
los auspicios de la metáfora de la tessera hospitalis. Desde luego, bajo esta metáfora el
símbolo parece adquirir la condición de contra-seña o credencial que, al exhibirse,
facilita la magia del re-conocimiento mediante la inadmisible burocracia de remitir a
una escena originaria en que el huésped y su anfitrión celebraron su despedida con un
ritual consistente en repartirse los pedazos de la tablilla de la hospitalidad, cuya
reconstitución en el futuro es la que abrirá nuevamente al extraño las puertas del hogar.
De todas formas, la metáfora de la tessera hospitalis, no obstante el rechazo que
pueda producirnos su metafísica de la “escena originaria”, sigue dando que pensar.
Sobre todo si, como pretendo defender, lo más importante en la idea de symbolon
desarrollada por esta metáfora no radica ni mucho menos en que se trata de una
credencial que redime a su tenedor del fastidio de quedarse a la intemperie y sin
alojamiento, sino en que convierte al receptor en alguien dispuesto a abandonar su
carácter inhóspito y a mostrarse hospitalario con aquél a quien la planchuela hace
aparecer delante de su puerta como un documentado. En otras palabras: la metáfora de
la tessera hospitalis deplaza el interés de lo simbólico desde el horizonte del
significante hacia el horizonte de su recepción, pues lo que da sentido, y calor vital, a
ese reconocimiento simbólico entre el huésped y su anfitrión es una modificación
positiva acontecida en el orden de la recepción. Quien realmente deja de comportarse

2
como un extraño no es el viajero que llama a la puerta, sino el dueño del hogar que lee
el symbolon que aquél porta -y enseña y encaja.
La metáfora de la tésera de la hospitalidad instala el interés del símbolo en el
horizonte de la acogida, de la recepción: de la interpretación. Y eso es algo que merece
la pena retener. El symbolon no surte su efecto únicamente en tanto reviviscencia de la
Trennung (división) como escena originaria. Apoyémonos en los límites de esta
metáfora, antes de olvidarla: la hospitalidad está legitimada en el futuro por aquella
donación de sentido del pasado consistente en encarnar, en escribir, en grabar en
materia contante y sonante, el hecho de la separación sobre una piedra cónica, o una
runa del futuro, o una tablilla del recuerdo que, a la vez que eran el signo
incontrovertible de la Trennung, contenían el poder de redimirla en lo porvenir. Por eso
mismo, presentar al cabo de los años el symbolon no suponía hacer memoria de una
hospitalidad pasada sino dar un nuevo presente al carácter hospitalario del hombre
impidiendo que el tiempo se plegara ciegamente sobre sí, o restañara su herida, pues
quienes exhiben el symbolon son siempre otros, los sucesores, los descendientes (no tan
otros, después de todo: la metáfora de la tessera hospitalis hace que a la base del uso de
lo simbólico persista un cierto clientelismo o, al menos, un principio de limitación de
los beneficiarios). En cierto sentido, el symbolon como tésera de la hospitalidad surte su
efecto más profundo, y hace justicia a su poder más radical, no al reconciliar lo mismo
que fue sino al permitir que sea acogido lo que es cada vez distinto, otro.

2. No un traductor de una totalidad perdida.


¿Qué es lo que simboliza el symbolon en tanto tésera de la hospitalidad? ¿Que se
acabó la errancia para su depositario? ¿Que, de errante o extraño, el symbolon le hace
pasar a la categoría de hospes3? Pero en ese caso, mientras el symbolon instaura
materialmente un encuentro, lo simbolizado –la posibilidad de la hospitalidad hacia el
hospes propiamente dicha- se dispone a saltar hecho literalmente pedazos: el sentido
más originario de esa instauración simbólica de un encuentro radica en su realización
por fragmentos. La magia de la hospitalidad la hicieron dos fragmentos que volverán al
cabo a su “ser natural”, que por cierto no es el de traductores de una totalidad perdida:
lo que traducen es la experiencia, de recurrente actualidad, de su carácter insuficiente e

3
El término latino hospes, como el castellano huésped que de él proviene, refiere tanto a la persona que
hospeda como a la hospedada. Aquí, me refiero con él sólo a esta última.

3
incompleto. Esta experiencia convierte al hospes -ahora en su doble acepción- de nuevo,
y siempre, en ignorante e ignorado, en inhóspito y errante, respectivamente.
No haría falta aclarar que la hospitalidad que nos interesa descubrir en los
símbolos es la hospitalidad para con el sentido: y el sentido nos es accesible sólo en la
medida en que participamos de un mundo en el que no vemos tanto la estabilización
objetiva de un orden de hechos y sucesos, cuanto la aspiración (que es política,
económica, estética, y religiosa) a una totalidad ordenada de significaciones y valores.
Una de las expresiones de esta “aspiración a la totalidad” que ha excitado con mayor
autoridad los centros vitales de la especie humana a lo largo de su historia, y la que más
ha requerido la mediación flexible del pensamiento simbólico, ha sido la mitología.
Bien porque los símbolos hicieran acto de presencia en ritos mantenidos socialmente, a
través de los cuales se hacía al individuo una pro-puesta de determinados sentimientos,
intuiciones y compromisos, bien porque, como ocurre en lo que Joseph Campbell ha
denominado “mitologías creativas”, el programa de comunicación de ciertas
experiencias individuales -de orden, de horror, de belleza- particularmente profundas
exigiese comprometer a determinados símbolos, si es que esa transmisión a los otros
quería alcanzar el valor, la fuerza y el vivo reconocimiento que son patrimonio de lo
mítico.4
Si los símbolos han sido tradicionalmente empleados como mediaciones en los
ritos donde se testaban esas propuestas co-activas de sentido que llamamos mitologías,
quizá sería necesario ver primero cuáles han sido las funciones que se les han asignado
a estas últimas. Seguimos en esto también a Campbell, quien distingue cuatro funciones
principales de una mitología cualquiera5. Primera: “reconciliar a la conciencia que
despierta con el mysterium tremendum et fascinans de este universo tal como es”.
Probablemente comprendamos mejor esta primera función de la mito-logía si nos
apoyamos en la consideración que hace Blumenberg acerca de la parte de relato que
inhiere en esa palabra: el aspecto mítico de la mitología. Lo califica de historia que
presenta un “alto grado de constancia en su núcleo narrativo y, asímismo, unos acusados
márgenes de capacidad de variación” y que es contada “para ahuyentar algo. En el caso
más inocuo, pero no el menos importante: el tiempo. Si no, algo ya de más peso: el
miedo.” Con lo que esa reconciliación con el universo tal como es que observa
Campbell como primera función de la mitología consistiría en realidad, y de forma

4
Vid. CAMPBELL, JOSEPH, Las máscaras de Dios: Mitología creativa, Madrid, Alianza, 1999, p. 24.
5
Vid. Ibidem., pp. 23-28

4
mucho más emocionante que una “simple” reconciliación con el universo, en desarrollar
el logos inherente a esas historias (mitos) que son la manifestación de un
distanciamiento, de una superación, de un amortiguamiento de un amargo “tú a tú”
anterior con aquello que Blumenberg denomina “el absolutismo de la realidad”, cuyo
“informe bloque de poderío” es desmontado a través del mito en multitud de poderes
repartidos que compiten entre sí.6
Situar en este contexto al símbolo es una tarea irremplazable de la investigación.
Los otros tres contextos en que podemos instalarlo se corresponden con las otras tres
funciones de la mitología seleccionadas por Campbell. Así, la segunda consiste en
presentar una imagen interpretativa total del universo: una versión cósmica de lo
mismo que dijo Hamlet (Acto tercero, escena II) en su parlamento a los cómicos para
solicitarles naturalidad en su declamación, pues sólo con realismo el drama surtiría el
efecto de un lazo con que coger la conciencia del rey asesino: el objeto del arte
dramático “ha sido y es presentar, por decirlo así, un espejo a la Humanidad; mostrar a
la virtud sus propios rasgos, al vicio su verdadera imagen, y a cada edad y generación su
fisonomía y sello característico”. La tercera función de la mitología sería la de imponer
un orden moral. Ahora, la previa analogía de raíz shakespeariana entre el objeto del
drama y el de la mitología, propuesta por el propio Campbell, deberá reajustar su
metáfora del espejo si es que quiere seguir siendo aceptable. Porque ese espejo que son
el drama o la mitología refleja no tanto la naturaleza en sí, sino la imagen del deseo de
que los individuos se adapten a su grupo social y se aclimaten a las condiciones
históricas y geográficas que lo condicionan, aunque sea mediante un expediente de
ruptura con la naturaleza a través de, como recuerda con gusto Campbell,
circuncisiones, subincisiones, escarificaciones y otras marcas corporales y tonsuras
espirituales -que hacen que, ahora sí, el espejo de la Humanidad sea auténticamente
shakespeariano-. Finalmente, la cuarta función de la mitología (o, en nuestra
perspectiva, el cuarto con-texto de lo simbólico) es para el autor de “Las máscaras de
Dios” precisamente el más crítico: “ayudar al individuo a centrarse y desenvolverse
íntegramente, de acuerdo con d) él mismo (el microcosmos), c) su cultura (el
mesocosmos), b) el universo (el macrocosmos) y a) el terrible misterio último que está

6
Me baso en: BLUMENBERG, HANS, Trabajo sobre el mito, Barcelona, Paidós, 2003, pp. 21ss.

5
dentro y más allá de todas las cosas: De donde retroceden las palabras, junto con la
mente, sin haber llegado.”7
Pero, ¿de qué tipo de signos estamos tratando para que puedan mediar en
operaciones mito-lógicas como estas cuatro que hemos descrito brevemente? ¿Cómo
hay que caracterizar lo simbólico, cómo obtener un cumplido retrato de algo que, por lo
que vamos viendo, tanta ayuda presta al desarrollo de ese logos de lo mítico en el cual
hemos detectado “aspiraciones de poder” tan diversas como: co-accionar moralmente a
un grupo social; presentarle una interpretación total del universo, a la que por norma se
anexiona la promesa de que, al participar de ella, uno podrá con-sentir funcionalmente
con su cultura; e incluso realizar, si se me permite la expresión, un casting de todas las
fuerzas cósmicas que sea capaz de desabsolutizar lo absoluto, y corregir de paso
nuestros miedos, a través de mil y una especificaciones de su sentido?

3. Símbolo e historia, donde no hay reine Sprache o lengua sagrada.


Podríamos comenzar respondiendo que los símbolos son, en expresión de
Gilbert Durand, “signos lejanos”.8 Lejanos porque no refieren a objetos sensibles ni
eligen sus significados entre las cosas susceptibles de ser traídas ante los ojos o puestas
de un golpe delante de nadie. El símbolo no refiere a un significado. Remite a un
mundo. No es vehículo de un mensaje. Con-tiene en sí un entorno comunicativo. No
traduce un significado por un significante en base a una serie adecuada de razones fijas
y argumentos convencionales que habría de recibir “como de prestado” de parte de un
programa conceptual que sería el fundamento mecanizado, lógico, previo, constrictivo y
exterior del que dependería su poder expresivo. Por algo defendió Juan Eduardo Cirlot,
en la introducción a su imprescindible diccionario, que el símbolo “es una realidad
dinámica y un plurisigno cargado de valores emocionales e ideales, esto es, de
verdadera vida.”9 Por algo escribió Hans-Georg Gadamer, en uno de sus textos más
elocuentes, que “lo simbólico no sólo remite al significado, sino que lo hace estar
presente: representa el significado. (...) representación no quiere decir que algo esté ahí
en lugar de otra cosa, de un modo impropio e indirecto, como si de un sustituto o un
7
CAMPBELL, J., op.cit., p. 27. Campbell atribuye a la “mitología creativa” estas propiedades: “corrige
la autoridad manteniendo las formas que produjeron y dejaron atrás otras vidas pasadas. Renovando el
acto de la experiencia, devuelve a la existencia lo que tiene de aventura, a la vez que destruye y reintegra
lo fijo, lo ya conocido, en el fuego creativo del sacrificio de ese algo en constante devenir que no es sino
la vida, no como será o debería ser, como era o como nunca será, sino como es, en profundidad,
desenvolviéndose, aquí y ahora, dentro y fuera.”
8
Vid. DURAND, GILBERT, La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu, 19682, p. 12.
9
CIRLOT, JUAN EDUARDO, Diccionario de símbolos, Madrid, Siruela, 20004, p. 17.

6
sucedáneo se tratase. Antes bien, lo representado está ello mismo ahí y tal como puede
estar ahí en absoluto.”10
¿Cómo interpretar estos rasgos, aparentemente contradictorios, para extraer de
ellos un retrato fiable de lo simbólico? De un lado, los símbolos representan
sensiblemente aquello que significan: son sentido encarnado, significado encarnizado, e
implican, por eso, un acrecentamiento dinámico en el ser de nuestra realidad, pues no
trafican con un objeto-verdad que pudiera ser localizado en o ilustrado por otros
medios. Desde este punto de vista, el símbolo tiene un poder epifánico. Pero, de otro
lado, el símbolo no acaba jamás de adecuarse a sus significados, retardando ad infinitum
esa adecuación sin prometerla siquiera: alusivo, ensayístico, parabólico, tentativo, pone
sus verdades a circular por el multiplicado torrente sanguíneo del sentido: ahora agua
instala al lector en un universo donde los sueños de autoridad y gobierno se destruyen
cómicamente (como en aquel régimen de un poco de conserva y cuatro tragos de agua
fría que prescribiera el doctor Pedro Recio al señor gobernador Sancho Panza y que le
fue matando de hambre mientras sus ínfulas iban muriendo de despecho); ahora lo
instala ante la imagen de la cólera diluvial de un Dios que se ceba contra toda carne en
aquel subió el nivel de las aguas mucho, muchísimo sobre la tierra, y quedaron
cubiertos los montes más altos que hay debajo del cielo de Génesis, 7, 19 (y esta
imagen, en un dinamismo que es esencial para entender cómo funciona lo simbólico,
vuelve a probar su sentido al reinstalarse en o transbordar a infinitos relatos posteriores,
el más bello e impresionante, en este caso, quizá sea el contenido en el Libro XI del
“Paraíso perdido” de Milton, cuando el Ángel Miguel limpia el nervio óptico de Adán
para que pueda tener la visión de todos los caminos de la Muerte en el futuro y
desciendan de golpe sobre él todos los males que distribuirán los siglos extra-
paradisum, entre ellos también, de nuevo, el diluvio que hace rodar el edificio del
mundo hasta el fondo del agua; el mar cubría al mar, mar sin orillas). Ascética y
purificadora, peligrosa y regenerativa, disolutora y retonificante, sería incorrecto afirmar
que el agua, como símbolo, representa o tiene todos estos significados: ni siquiera
bastaría con captar sus ambivalencias si no se capta simultáneamente que sus contra-
dicciones son momentos estructurales de un ciclo de vida y muerte que ella tiende
simbólicamente a consagrar, un racimo, u orden con-sentido de imágenes, a través de
cuyas oposiciones se propone una leyenda de extinción y sanación.

10
GADAMER, H.-G., La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, 1998, p. 90.

7
Se trata, como se ha visto, sólo de un caso, de un ejemplo. El reto estriba en
pensar lo simbólico al mismo tiempo bajo sus aspectos epifánico y ensayístico, es decir,
como presencia carnal insustituible y a la vez tentativa de sentido inadecuada. Para
comprender mejor el marco en que se desenvuelve este reto, que es de naturaleza
hermenéutica, me gustaría dedicar algunas palabras a la relación entre símbolo e
historia que, a veces, de forma peligrosamente equivocada habría que añadir, ha querido
ser tematizada bajo el signo de un antagonismo radical. El peligro reside en soportar su
proximidad –símbolo/historia- sólo a cambio de defender para ambos un régimen de
inmunidad. La filosofía hermenéutica, por ejemplo -y por el contrario-, dirige sus
esfuerzos a tomar conciencia de que la realidad humana es el producto de un proceso de
interpretación que, al desarrollarse en el medium universal del lenguaje, tiene un
impacto ontológico que sólo puede explicarse si reconocemos en la realidad misma un
carácter simbólico en virtud del cual requiere de la interpretación para acrecentar su ser,
dar de sí y realizarse.11 En esta versión hermenéutica de la ontología, el mundo del
hombre queda referido originariamente al lenguaje, y a la interpretación, en la medida
en que éstos constituyen el marco de posibilidad para la “realización de la realidad”, que
ya no está compuesta de mónadas independientes y autistas, soberana cada cuál de una
idea panorámica del mundo, sino más bien de arracimamientos de valores, clusters de
verdades y reenvíos de visiones antropológicas. Ni la historia es algo marginal para el
símbolo, ni el símbolo es algo excesivo para la historia: manteniendo a Benjamin como
un rumor de fondo, podría asegurarse que el animal humano es, siempre a pequeña
escala, relativamente libre de decidirse por una u otra meta (Ziel) para la dinámica de la
historia; pero ese empeño debe separarse en cada caso radicalmente del sueño mesiánico
de ponerle a ésta su final (Ende). Y el lenguaje simbólico no es un lenguaje mesiánico,
ni nos Libera de ni otorga Plenitud a los tiempos: el bucle hermenéutico formado por
estas dos afirmaciones “la interpretación surte efectos transformadores en el corazón
mismo de lo real” y “todo lo existente tiene un temperamento simbólico –o, con
Cassirer, una preñez simbólica- que en el fondo revela su necesidad de verse
interpretado” nos ayuda a comprender hasta qué punto símbolo e historia son momentos
de un horizonte mudable, profano, contingente, finito, de indigencia y posibilidad,
desde el que no esperamos sino que creamos el sentido.

11
Vid. la entrada “Hermenéutica filosófica” a cargo de Luis Garagalza en: ORTIZ-OSÉS, A.;
LANCEROS, P., Diccionario de hermenéutica, Bilbao, Universidad de Deusto, 20044, p.187.

8
Paul de Man, precisamente en un ensayo titulado “La tarea del traductor de
Walter Benjamin”, se hace eco de algunas ideas que aprovecharé para describir el
funcionamiento del lenguaje simbólico. Lo que me interesa aquí de este texto de Paul de
Man es la manera tan económica como pone en claro que la historia para Benjamin
consiste en la representación (acting out) de la separación entre el lenguaje sagrado o
puro (reine Sprache) y el lenguaje poético (simbólico: lleno de impurezas y
asentimientos relativos), y que tomar conciencia de esta Trennung es un momento
estructural de nuestra correcta comprensión de lo histórico. Por tanto, el símbolo
“descanoniza” el sentido, “dándole un movimiento de desintegración, de
fragmentación”: es tan inadecuado a su objeto que sólo le queda ser recurrente,
repetitivo, masivo. Este movimiento simbólico del sentido “es un vagabundeo, un errar
(errance), una especie de exilio permanente, si se quiere, pero no es realmente un exilio
permanente ya que no hay patria, nada de lo que uno haya sido exiliado. Y lo que menos
hay es algo como la reine Sprache, un lenguaje puro, que sólo existe como disyunción
permanente que habita todos los lenguajes como tales, incluyendo, y en especial, a la
lengua que llamamos propia. Lo que ha de ser la lengua propia es la más desplazada, la
más alienada de todas. Ahora bien, a este movimiento, a este errar del lenguaje que
nunca alcanza el objetivo, que está siempre desplazado en relación con lo que tenía
intención de alcanzar, es a este errar del lenguaje, a esta ilusión de una vida que es sólo
vida después de la vida, a lo que Benjamin llama historia.”12

4. El árbol de la fuerza y el árbol del caos.


Los símbolos son hemorragias del sentido que pretenden ser cortadas mediante
múltiples esfuerzos de ordenamiento y clasificación (ritos, arquetipos, mitologías). Hay
una cierta intrepidez salvaje en lo simbólico: no puede dar muestras de fatiga en sus
tendencias valorativas, o relajar sus co-acciones imaginarias o dejar de pluriemplear sus
instintos expresivos, pues “sabe” que son los valores, el imaginario y las expresiones de
la realidad misma los que están en juego. Quizá por este motivo, lo simbólico ha sido
interpretado, en innumerables ocasiones, como “el otro lado” de la realidad: válvula de
escape o punto de fuga de un cosmos sobredeterminado por sus imágenes cientificistas,
constreñidoras y, para muchos, frustrantes. Aquí reside, también, un error sobre el que
conviene alertar o una tentación a la que conviene resistirse –a ser posible, de una

12
MAN, PAUL DE, La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990, p. 142.

9
manera diversa a la propuesta por Wilde-. Lo simbólico no es la compensación
irracional a la era del triunfo del trust de los científicos como monopolizadores de la
verdad, ni la ventana a la que se asoma para inflar el pecho de O2 una humanidad que no
puede con el victorianismo de la razón. Como queda dicho, la hermenéutica nos ha
enseñado que habérnosla con lo simbólico no es algo sublime-excepcional (con que nos
enredamos, por poner un único ejemplo, al acudir a una representación de “Tristán e
Isolda”, de Wagner -“¡Oh dulce noche! ¡Noche eterna! ¡Augusta, sublime noche de
amor! ¿A quién amparaste, a quién sonreíste? ¿cómo, sin temor, podrá despertar fuera
de ti?”-): habérselas con lo simbólico es la descripción de la posición estructural del ser
humano en el mundo. Esto no obstante, desenmarañar las raíces de la existencia, y
llamarlas separadamente, pongo por caso, Fuerza y Caos, o Saber y Eros, o Salvación y
Mundo, o Ciencia y Vida, es una fábula que forma parte de los rudimentos de las artes,
las religiones, e incluso de la filosofía y el pensamiento social. Ofrezco el esquema de
una de estas fábulas. Pertenece a Ulrich, el protagonista de la novela “El hombre sin
atributos” de Robert Musil. Avanzada su desdivinizada odisea, entiende que su vida
crece de dos árboles, como si se trataran de dos trayectorias de su existencia imposibles
de unificar:
Árbol de la fuerza Árbol del Caos (y del amor)
Cuelgan de él todas las inclinaciones a lo Desprovisión de atributos. Impresión de
malo e inflexible. Manifestación de todo que no sucede más que otro tanto: la vida
comportamiento incrédulo, objetivo y se precipita contra unas cuantas docenas de
vigilante. moldes de los que sale la realidad.
El mundo (Hölderlin: en Alemania ya no Notar cómo en todos los ambientes en que
hay hombres, solo profesiones) del trabajo: nos movemos falta algo: ningún sistema
duro, frío y coactivo. establecido posee el secreto de la paz.
“Lo que suele llenar el tiesto en el que Bajo este signo se desarrollan todas las
crecen las raquíticas plantas de la moral”: variantes “antirrealistas”: resistencia al
esa inactiva mitad del ser que proyecta otra orden vigente, ensayismo y sentido de la
mitad, activa, revoltosa y menos posibilidad versus pedante precisión. Vivir
indulgente, como una sombra. las ideas y no la historia universal.
Actitud fundamental de Univocación: ley Alegoría. Resbaladiza lógica del alma que
del claro pensar (que lo mismo inspira una nos sensibiliza con el hecho de que las
conclusión lógica como al cerebro de un relaciones “hombre a hombre” nunca

10
chantajista). llegarán a ser puramente objetivas.

Y Manfred Frank, en un ensayo sobre Musil, resume además estas dos corrientes
con gran precisión13:

Verdad Alegoría
Identidad Analogía
Repetición Transformación
Precisión Alma
Ocurre otro tanto Ocurre lo inesperado
Ratioide: No Ratioide: el concepto cuya aplicación
lo científicamente sistematizable; lo coloca el material de la experiencia bajo un
caracterizado por una cierta monotonía de punto de vista y lo ordena conforme a ley
los hechos; lo sintetizable en leyes y reglas no capta la riqueza de lo experimentable.
que tiene su análogo moral, pues la moral No describir la desviación de forma
surge de la repetibilidad y la imitación de negativa, como falta a la norma, sino
las experiencias y la seguridad de los positivamente: como facultad de una
valores sociales. variación incontrolable e imprevisible,
pues es propio de la realidad trascenderse.

Estas tablas proponen una fábula en torno a esa fractura que el ser humano ha
creído constitutiva de su insatisfactoria relación con la verdad. Hoy hemos aprendido,
tras Cassirer y otros, a reconocer en el fruto más exquisito que cuelga del árbol de la
fuerza (la ciencia) también una forma simbólica; y a promover ulteriores fracturas en el
interior del árbol del amor, la más moderna y reiterada de las cuales es la que distingue
entre alegoría y símbolo. Apenas podremos emplearnos aquí en esta diferencia que data
de tiempos no muy anteriores a los de Schiller y Goethe. Si acaso, podemos escuchar a
Gadamer cuando afirma: “En su origen la alegoría forma parte de la esfera del hablar,
del logos, y es una figura retórica o hermenéutica. En vez de decir lo que realmente se
quiere significar se dice algo distinto y más inmediatamente aprehensible, pero de
manera que a pesar de todo esto permita comprender aquello otro. En cambio, el
símbolo no está restringido a la esfera del logos, pues no plantea en virtud de su

13
Véase, para el esquema de Musil: MUSIL, R., El hombre sin atributos, 2, Barcelona, Seix-Barral,
19926, pp. 358ss. FRANK, MANFRED, Dios en el exilio, Madrid, Akal, 2004, pp. 343-360.

11
significado una referencia a un significado distinto, sino que es su propio ser sensible el
que tiene “significado”. (...) en el concepto del símbolo resuena un trasfondo metafísico
que se aparta por completo del uso retórico de la alegoría. Es posible ser conducido a
través de lo sensible hasta lo divino; lo sensible no es al fin y al cabo pura nada y
oscuridad, sino emanación y reflejo de lo verdadero. El moderno concepto de símbolo
no se entendería sin esta subsunción gnóstica y su trasfondo metafísico.”14
Probablemente estemos ahora en mejores condiciones para volver sobre el reto de
pensar lo simbólico como simultaneamiento de lo visible y lo invisible, auspiciado por
el encuentro de sus dos rostros, epifánico y tentativo, revelador e irremediablemente
inadecuado. Esta es es la meta-fisica del símbolo: ensayar con su cuerpo un más allá de
su cuerpo, tentar con su carne al sentido allende la carne. Sólo ensayos, sólo tentativas,
sin que ese allá se desate del límite sensible, ni éste obture sus poros volviéndose opaco.

5. Una hospitalidad del sentido sin genes totalitarios.


Para describir mejor la fractura (símbolo/alegoría) producida con la modernidad
dentro del árbol que usualmente se plantaba, teniendo siempre en cuenta la colocación
del árbol de la ciencia, al otro extremo del jardín del existencia –ya no paradisíaca-,
hemos de llamar la atención, una vez más, sobre lo importante que es no perder nunca
de vista el horizonte de recepción de los símbolos. O, en otras palabras, que éstos no
funcionan per se y libremente, sino dentro de un marco, lo suficientemente flexible
como para no convertir la intrepidez del símbolo en la mera contraseña de una ley, de
tecnologías de poder que, precisamente en razón del éxito con que se imponen,
podemos llamar mitos. Hans Blumenberg ha hecho hincapié en este punto para
desmarcarse muy inteligentemente de Ernst Cassirer, quien describió al ser humano
como un animal symbolicum, “cuya prestación originaria consistiría en transformar el
entendimiento de la “impresión” externa en “expresión” de la interioridad, sustituyendo
de esa forma algo extraño e inaccesible por algo que los sentidos pueden asir. El
lenguaje, el mito, el arte y la ciencia son, según Cassirer, otras tantas regiones de esas
formas simbólicas, las cuales, en principio, no hacen sino repetir aquel proceso primario
de transformación de la “impresión” en “expresión”. Pero esta teoría de Cassirer –añade
Blumenberg- renuncia a explicar por qué el hombre recurre a las formas simbólicas.”15
Y hay más: por lo que respecta a su trabajo sobre el mito, pese a reconocer en él una

14
GADAMER, H.- G., Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 19977, pp. 110s.
15
BLUMENBERG, H., Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999, p. 124.

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ordenación del mundo de la experiencia de igual categoría, en principio, que la llevada a
cabo por la ciencia y el arte, Cassirer no estaba interesado en la cuestión de su recepción
“sino sólo y exclusivamente en la de su origen y su carácter primigenio precisamente
porque consideraba el mito bajo el aspecto de su terminus ad quem. (...) Yo, en cambio,
opino que, para percibir su cualidad de aportación genuina, el mito ha de ser descrito
bajo el aspecto de su terminus a quo. El criterio del análisis de su función será,
entonces, su distanciamiento de, no su acercamiento a.”16
El símbolo es, propiamente, el horizonte de recepción de lo mítico. Instalados en
ese horizonte, esto es, viendo el símbolo bajo su aspecto de término a partir del cual
creamos el sentido, y no de término hacia el cual se dirige el sentido, las diferencias
entre el funcionamiento de lo alegórico y lo simbólico se acentúan en la dirección
siguiente. Angus Fletcher, en su imprescindible estudio sobre la Alegoría, nos describe
de qué clase son las fuerzas que ella desata en el interior de un texto: por ejemplo, la
alegoría tiene la capacidad de proveer a la imaginación de su receptor de equivalentes
narrativos y dramáticos de diagramas visuales y geométricos. El protagonista de un
texto u obra alegóricos actuará como endemoniado por el sentido, como poseído por un
significado, así las más de las ocasiones el héroe desempeñará el papel de intermediario
entre el Hado y la fortuna personal, entre las esferas humana y divina, dando muestras
de un caracter daimónico, enérgico, como dueño de un poder no adulterado que
deleitará a los espectadores. Además de actuar libre de las habituales restricciones
morales, el héroe alegórico es una agencia que calcula e impone un orden imaginativo
sobre el caos del mundo, de modo que logra suscitar en su audiencia –dentro y fuera de
la obra en que aparece- una curiosidad cuasi científica acerca de la manera como
acabarán tramándose las cosas. Al arbitrar su propio destino sobre una colección
azarosa de gentes y circunstancias, la alegoría concede a su protagonista un máximo de
realización de sus deseos, al que normalmente le acompaña un máximo de restricciones
como anexos a sus sueños de jerarquización y separación de las esferas17.
Por comparación, el modo simbólico de articular el sentido presenta rasgos muy
diferentes desde el punto de vista de su recepción. El modo como ordena nuestra
experiencia no suscita en el lector una simple curiosidad cuasi científica acerca de cómo
acabarán concertándose las piezas de la realidad, ya que no está inspirado en una

16
BLUMENBERG, H., Trabajo sobre el mito, Barcelona, Paidós, 2003, p. 185
17
Vid. FLETCHER, ANGUS, Allegory. The Theory of a Symbolic Mode, Ithaca and London, Cornell
University Press, 1995, 5ª impresión, p. 68s.

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geometrización de la verdad. El símbolo no funciona como una agencia daimónica que
clasifica nuestras vivencias conforme a esa mecánica del suspense del significado que
sólo se resolvería una vez que la flecha del Hado ha ido a detenerse en una u otra casilla
radial de la ruleta de la Fortuna. Los datos más significativos que baraja el símbolo no
se injertan en nuestras actividades perceptivas desde el exterior y por la intervención de
un agente manipulador, valorativo e impositivo. Por el contrario, el modo simbólico de
organización de la experiencia humana nos sensibiliza con el hecho de que a la base de
todas nuestras vivencias perceptivas preexiste una determinada impregnación de
significado. Que la realidad sensible entraña siempre un determinado orden de verdad y
una cierta sugerencia de sentido, que ella representa de forma carnal e inmanente, y no
porque se los hayan injertado desde un afuera donde opera un daimon o ángel de los
significados. Eso es lo que Cassirer denominó, con feliz expresión, “preñez simbólica”:
“ese entrelazamiento ideal, esa relación que el fenómeno perceptual dado aquí y ahora
guarda respecto de un todo con sentido, es lo que queremos designar con la expresión
preñez.”18
El proceso simbólico es como una corriente de vida y pensamiento que, dice
Cassirer, surca la conciencia produciendo, con su flujo, la multiplicidad y la cohesión,
riqueza y continuidad, diversidad y constancia. Lo simbólico es lo real mismo en tanto
sugeridor de con-textos para la experiencia de la conciencia. Lo simbólico, además, no
se atiene a un modo invariable de significar su sentido: la idea de “pureza” puede surcar
nuestra conciencia si quien la organiza son ciertas imágenes de “agua”, de “luz”, de
“niño”, de “música”, de “fuego”... Esa errancia del sentido; ese transbordar; ese rechazo
constitutivo a asociaciones necesarias (de modo que la forma simbólica se esclerosa allí
donde el sentido deviene en obvio clisé: tinieblas = terror); esa resistencia íntima a ser
organizado conforme a un arte que “convencionalizara” completamente sus clusters
imaginarios (por ejemplo, el arquetipo romancesco del héroe: racimo de belleza, virtud,
castidad, magia, aventura, orden, reconocimiento, luz...) bajo pena de que éstos pasen a
ser nada más que un grupo de signos esotéricos19; todo esto forma parte del
temperamento simbólico. Y es interesante desplazar este temperamente a lo social.
“Fruto de la transfiguración de una relación de fuerza en relación de sentido, el
capital simbólico saca de la insignificancia en cuanto carencia de importancia y

18
CASSIRER, ERNST, Filosofía de las formas simbólicas, III, México, F.C.E., 19982, p. 239.
19
Vid., FRYE, NORTHROP, Anatomy of criticism, Princeton-New Jersey, Princeton University Press,
199010, p. 102

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sentido.”20 Bourdieu nos habla, ya no desde una ontología hermenéutica, sino desde un
pensamiento social que se preocupa de los efectos simbólicos del capital económico,
cultural, religioso, estético, etc., gracias al cual empieza a ser obvio que estamos
instalados en un mundo. Que sabe que lo simbólico inhiere también (y sobre todo) en
esa red de hechizos, seducciones y luchas orientadas a la obtención del reconocimiento
inter-subjetivo. Que el ser humano es un animal symbolicum porque se aplica
diariamente en multitud de actos y ritos institucionales de los que pretende arrancar una
investidura simbólica que le consagre socialmente. Y no hay peor desposesión –dice
Bourdieu- que la de los vencidos en la lucha simbólica por el reconocimiento.
Esa errancia del sentido que contempláramos antes como la movilidad que le era
específica a los procesos simbólicos parece que, después de todo, no yerra tanto: que
los fragmentos del sentido se arraciman en relatos que siempre con-vienen a los
mismos, que recurrentemente dejan de instituir e investir a algunos, a muchos, a la
mayoría. La incertidumbre al estilo posmoderno, dice uno de sus mejores analistas,
Zigmunt Bauman21, gesta la demanda cada vez más elevada de expertos en identidad: el
fundamentalismo es un fenómeno profundamente posmoderno, no un regreso al pasado,
sino un “regreso al futuro”. Desde ninguna ontología hermenéutica, creo, se debería
dejar de lado el problema de que el sentido en amplias regiones geográficas y
espirituales de esta época parece exigirse y producirse en circunscripciones simbólicas
instituidas para apuntalar una preciosa autoseguridad (a efectos de identidad, control
político, dominación cultural y discriminación religiosa o social). Estas páginas han
querido, sencillamente, aplicarse en una idea: el trabajo sobre el símbolo debe sentar
una y otra vez las bases para que su hospitalidad con el sentido esté libre de genes
totalitarios.

20
BOURDIEU, PIERRE, Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 319.
21
Vid. BAUMAN, ZYGMUNT, La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001, pp. 203-228.

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