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El descubrimiento del prójimo: González Prada y el nacimiento de la

tradición democrática en el Perú.

Gonzalo Portocarrero
El “Discurso del Politeama”, texto escrito por Manuel González Prada en 1888, representa un
“acontecimiento” decisivo en la historia de la sociedad peruana. En efecto, significa una
ruptura radical con la tradición criolla y abre un nuevo horizonte para imaginar al Perú. A
partir de ese momento es posible pensar que la tradición criolla es etnocéntrica pues niega al
mundo indígena.
Ricardo Palma, el articulador de la conciencia criolla, considera que la guerra con Chile (1879-
1883) se perdió por culpa de los indios. En las batallas decisivas de Chorrillos y Miraflores, los
batallones de indígenas habrían corrido sin disparar un tiro. Entonces desde su perspectiva, la
criolla, no hay una salida visible para el Perú. Se instituye entonces un temple pesimista y
nostálgico. La perspectiva de González Prada es muy distinta. Los indios lucharon contra el ejército
chileno aún cuando lo hicieran en función de lealtades personales para con sus hacendados, casi sus
dueños. Ellos los trajeron a Lima como carne de cañón. Entonces, más que a la cobardía de los
indios, la derrota obedece a la improvisación y diletantismo de los criollos. En realidad, es curioso
que Palma esperara que los indios se identificaran con un país que los excluía. Su valoración resulta
totalmente injusta. Está saturada de racismo. En efecto, si se considera que los indios deberían haber
ofrendado sus vidas sin saber la razón de su sacrificio, es porque se considera que ellos no solo son
“propiedad común” de los criollos sino que además son “brutos”. Es decir, son pensados como seres
que por su misma inferioridad tienen deberes sin tener derechos.
Frente a este sentido criollo dominante es que tiene aquilatarse la novedad del discurso de González
Prada. Esta novedad es identificable en dos afirmaciones fundamentales.
La primera es: “I, aunque sea duro i hasta cruel repetirlo aquí, no imajinéis señores, que el espíritu
de servidumbre sea peculiar a sólo el indio de la puna: también los mestizos de la costa recordamos
tener en nuestras venas sangre de los súbditos de Felipe II mezclada con los súbditos de Huayna-
Cápac. Nuestra columna vertebral tiende a inclinarse.”
Y la segunda, la más decisiva, es la siguiente: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de
criollos i estranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está
formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera.”
Desde luego que estas dos afirmaciones tienen antecedentes en la obra de González Prada. No
obstante, ellas representan un “acontecimiento” en la medida en que rompen con la “mala
conciencia criolla” revelando la verdad escondida de la sociedad peruana. Con “mala conciencia
criolla” me refiero a un sentimiento de culpa o inautenticidad que se instala tempranamente en el
mundo colonial, entre los sectores dominantes. La causa de este sentimiento está en lo que puede
llamarse la “corrupción colonial del evangelio” . Es decir, en el hecho de que el mensaje cristiano
de que todos somos hijos de Dios fuera distorsionado en función de inferiorizar al indio y justificar
su dominación. En efecto, al indígena se le adjudicó una humanidad disminuida por una supuesta
tendencia al paganismo y la idolatría. Para los espíritus más sensibles la contradicción entre los
ideales cristianos y la realidad de explotación inmisericorde sobre el indígena, era una fuente de
constante desasosiego. No obstante, con la república, el mundo criollo, pese a su condición de
absoluta minoría, se definió como el germen de la nación peruana. Y en esta definición, lo más
importante era la ruptura con lo indígena. Es decir, los criollos se imaginan a sí mismos como
señores y a los indígenas como siervos.
En contra de esta doble impostura es que reacciona González Prada. Él es un criollo “culposo”, que
sabe perfectamente la “mentira” que perpetúa la servidumbre indígena. Y de otro lado, se da cuenta
de que una de las raíces de la tradición criolla es precisamente la negada cultura andina. Su discurso
llama, por tanto, a asumir como propio lo negado. Y, entonces, a tomar conciencia de que el Perú es
básicamente un país andino. De esta manera se abre una posibilidad de imaginarse como nación que
será retomada por Mariátegui y Arguedas. Tenemos entonces un acontecimiento que implica una
alternativa al pesimismo nostálgico de la tradición criolla.
Ahora bien, el discurso del Politeama es la primera intervención abiertamente política de Manuel
González Prada. Obedeciendo a un impulso moral, “rompamos el pato infame y tácito de hablar a
media voz” (p. 73), a los 44 años, González Prada decide hacer públicas sus ideas. Pese a que la
prensa oficial ignora el discurso, su gravitación es inmensa, y no hace más que crecer con los años.
Esta ponencia está destinada a identificar el proceso que lleva a la escritura del Discurso del
Politeama. Y la hipótesis que sostenemos es que el antecedente fundamental son las llamadas
Baladas Peruanas. Es en la escritura de estos textos que González Prada toma conciencia de la
mentira y debilidad de la tradición criolla.
II
Las llamadas Baladas Peruanas son la primera parte de una serie de poemas escritos por Manuel
González Prada con el título genérico de Baladas. El conjunto consta de tres partes: las de tema
peruano, las de temas diversos y las que tradujo del alemán. Según refiere Luis Alberto Sánchez
(Obras T. III. Vol. 3. P. 390), él mismo, aunque en conformidad con el hijo de Don Manuel, Alfredo
González Prada, bautizó la primera parte como Baladas Peruanas. Las Baladas permanecieron
inéditas salvo por unas pocas excepciones. Fueron recién publicadas en 1935 con prólogo de Luis
Alberto Sánchez.
Según Alfredo González Prada, en testimonio recogido por Sánchez, las llamadas Baladas Peruanas
fueron escritas sobre todo entre 1871 y 1879, cuando su autor residía en la hacienda familiar de
Tútume en el Valle de Mala. No obstante, Isabelle Tausin considera probable que “fueran escritas
precisamente en el encierro de Prada en la Lima ocupada por los chilenos cuando se abstuvo de salir
a la calle porque no quería ver la insolente figura de los vencedores”.(p.13)
Las dos hipótesis son plausibles. También podría especularse en torno que fueron escritas, al menos
en parte, en el periodo señalado por Alfredo, y que luego fueron corregidas durante la ocupación
chilena. En todo caso en las Baladas Peruanas hay dos presencias gravitantes. La primera es la del
Inca Garcilaso de la Vega, autor que González Prada leyó en su estancia en Tútume, la segunda son
los propios indígenas con los que el autor tomó contacto tanto en Mala como también en la
campaña de defensa de Lima contra la invasión chilena. En ambas circunstancias González Prada se
acercó a la humanidad de los indios y el resultado de este acercamiento es esa revaloración de la
historia peruana que es precisamente el motivo central de las Baladas Peruanas. En realidad,
estamos ante una representación revolucionaría y estremecedora de la historia del Perú. Una
recusación de la historia oficial que surge de la misma entraña de la mala conciencia criolla. Como
veremos, el fundamento de la poética de las Baladas es la toma de conciencia de la humanidad del
indio.
En este sentido las Baladas son la revelación que sigue a la ruptura con lo que hemos llamado la
“corrupción colonial del evangelio”; es decir, con ese imaginar al indígena como alguien
amenguado en su humanidad por una suerte de pecado original que sería el paganismo. Hecho que
lo descalificaría para ser objeto de piedad, para ser parte de una comunidad que englobe a señores y
siervos.
La balada se define como “un poema narrativo, usualmente simple y bastante corto, originalmente
destinado a ser cantado…Las baladas utilizan un lenguaje simple… cuentan la historia a través del
diálogo y de descripciones de las acciones de los protagonistas… hacen uso de refranes… La balada
popular (folk ballad) alcanzó su punto más alto en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, era
compuesta anónimamente y circulaba en forma oral. La balada literaria creada por un poeta, que
imita el género popular, suele tomar muchas de estas características”. (Karl Beckon and Arthur
Ganz Literary Terms A Dictionary. The Noonday Press. Nueva York 1989. P. 22) Por su lado Tauzin
escribe que la balada “… es un poema de apariencia popular dedicado a un tema histórico o
legendario” (p.8). “Lo que Prada aprecia en los modelos germanos es el distanciamiento u
objetivismo en momentos en que, por un fenómeno de moda y como rezago de la sensibilidad
romántica, imperan intimismo y sentimentalismo” (p .
Las Baladas Peruanas representan la cristalización del trasfondo ideológico de toda la obra de
González Prada. Allí están sus ideas fuerza sobre la realidad del Perú. Aquellas a las que sería fiel
toda su vida. ¿Qué lo impulsa a escribirlas? ¿Por qué recurre a un género discursivo tan ajeno a la
tradición peruana? Finalmente ¿por qué no las llega a publicar?
Las tres preguntas no pueden contestarse cada una por separado pues las respuestas se
complementan. En forma sumaria podría decirse que las Baladas son un proyecto inacabado cuya
intención original fue elaborar una épica nacional expresada en un género discursivo que a través de
fragmentos le permitiera totalizar una visión de conjunto de la historia del Perú. Sin embargo, el
proyecto fracasa en la medida de que su propia realización pone en evidencia la falta de una
“sustancia nacional” y por tanto la imposibilidad de imaginar, veraz o plausiblemente, una
comunidad que integre a criollos e indígenas.
¿Por qué atribuir a González Prada la intención de construir una épica nacional? La primera razón
es la necesidad que se vivía en su época por producir una narrativa que cimentara un nosotros
nacional. En este sentido el intento más exitoso fue el de Ricardo Palma con sus Tradiciones
Peruanas. La idea central de Palma es que el Perú es una colectividad criolla, a la que se integrarían
poco a poco, lentamente, los indígenas conforme pudieran regenerarse y dejar atrás su barbarie. En
realidad el mundo indígena está casi totalmente excluido de las Tradiciones Peruanas. Además,
como lo he examinado en otro texto, la comunidad criolla se imagina como fundamentada en el
señorío, en el sentido de estar integrada, no por ciudadanos, sino por señores que se definen por
situarse por encima de la ley. Se trata pues de una comunidad de cómplices o trasgresores que
adquieren identidad en referencia a los siervos, a los excluidos, a los “inocentones”, a aquellos que
si cumplen con la ley, es decir, frente a los indígenas. Para realizar este proyecto Palma crea un
género discursivo: la tradición. Una forma narrativa que fusiona la oralidad popular con anécdotas
extraídas de archivos y, finalmente, con una presencia personal que garantiza o acredita la verdad
del relato en términos de su representatividad respecto al espíritu de la época y la sociedad que
busca retratar. Es decir, Palma no reclama la exactitud histórica del erudito sino la fidelidad a lo que
realmente fue. La imaginación podría llegar más lejos y ser más veraz que la reconstrucción
histórica documentada. González Prada rechaza categóricamente el proyecto de Palma. Como
género literario la tradición le parece una “falsificación agridulce de la historia” (“…Pero en la
prosa reina siempre la mala tradición, ese monstruo enjendrado por las falsificaciones agridulces de
la historia i la caricatura microscópica de la novela” (p.65). Y como proyecto ideológico, encubridor
y mentiroso.
La segunda razón para atribuir a González Prada el intento de construir una épica nacional tiene que
ver con el género discursivo que eligió, es decir, la balada. A pesar de ser muy distinta de la
tradición, la balada, tal como la recrea González Prada comparte el mismo carácter fragmentario,
igual pretensión de constituir un corpus totalizante a partir de fragmentos significativos, y, también,
la importancia dada a la imaginación como modo de recrear la historia. En realidad ambas, la
tradición y la balada, pretenden sustituir a la historiografía documentada como forma de crear un
relato nacional, una narrativa capaz de crear un nosotros, un sentimiento de identificación con una
colectividad. No obstante, la balada, como se vio, es un género de origen popular que a fines del
siglo XVIII es apropiado por los intelectuales románticos europeos en función, muchas veces, de
crear imaginarios que robustezcan los sentimientos comunitarios. En efecto, aunque entre los
románticos la Balada tiene amplias posibilidades temáticas, mantiene del modelo original un tono
de distanciamiento y objetividad pues no se trata de expresar la experiencia particular de una
persona sino de dar cuenta de emociones típicas en una colectividad.
La tercera razón que hace verosímil sostener que la intención del autor era elaborar un relato
fundador de la nación peruana se encuentra en los mismos textos de las baladas. En algunos de ellos
son visibles los atisbos de ese proyecto que en definitiva no llegó a cuajar. Este es el caso de la
última de las Baladas Peruanas: Los Tres, donde a través de las figuras emblemáticas de los
(re)fundadores de la sociedad peruana, Manco Capac, Francisco Pizarro y Simón Bolívar se evoca
cada uno de los períodos de su historia. Es muy significativo que González Prada imagine la
instauración de cada época a partir de la voz. Manco Capac grita, Pizarro exclama y Bolívar dice. A
su manera cada uno reproduce el gesto bíblico de la creación. El poder del verbo que logra que la
realidad sea como el deseo del creador. Pero las enunciaciones son muy diferentes. El grito de
Manco apunta a sembrar “grandeza y dicha” a instituir un mundo donde “reinan paz, ventura y
bienes”. La exclamación de Pizarro tiene la intención opuesta. Se trata de generar miedo y
obediencia que se conviertan en riquezas para su beneficio personal. “Es mi ley la ley del fuerte/ a
mi la plata y el oro/ tiembla, oh Perú y obedece”. Finalmente el decir de Bolívar es liberador.
“América, juro/ tu libertad, o la muerte”. “y la América redime/ de españoles y de reyes”. En esta
balada está pues presente la idealización del Incario, la condena de la colonia y la exaltación de la
república. Es decir, los postulados que fundamentan la historia oficial. Historia con la que González
Prada discrepa pues en su obra queda clara la apreciación de que la república no eliminó el
colonialismo. Pero en Los Tres, la última balada de la serie, esta discrepancia desaparece. Es como
si González Prada en algún momento hubiera querido creer que la independencia fuera
efectivamente la refundación prometida, la culminación de esa épica liberadora.
En el mismo sentido puede mencionarse la primera balada que lleva como título Kon, en referencia
al dios de la tradición andina tal como es interpretada por Garcilaso. En esta balada se da cuenta de
la creación del mundo. Otra vez la palabra es el hecho decisivo pues todo se conforma según el
habla del Dios. Surgen entonces las montañas y los ríos, luego las plantas florecen y finalmente
aparecen los hombres. Pero las bendiciones de Kon no son correspondidas por los hombres. No hay
sacrificios ni holocaustos. Entonces, lleno de ira, Kon responde a la ingratitud de los hombres con la
esterilidad de la tierra, especialmente de la costa.
Es claro, por tanto, que el proyecto de las Baladas Peruanas implicaba poetizar toda la historia del
país. Desde su origen mitológico hasta su liberación gracias al establecimiento de la república. No
obstante el proyecto fracasa y queda inconcluso y hasta innombrado pues el título fue añadido
posteriormente. La hipótesis que podría explicar estos hechos es que a medida que avanza la
intención original se revela como una ilusión sin fundamento. El Perú está muy lejos de ser la
nación con que sueña la historia oficial. Es una sociedad desgarrada donde el hecho colonial está
muy presente, impidiendo la construcción de una comunidad, el surgimiento de vínculos de
fraternidad que fundamentaran un sentimiento de igualdad, el desarrollo de la ciudadanía.
Entonces las baladas dejan de lado su impulso original para convertirse en ese relato desgarrador
donde el tema que se reitera es la recurrencia de la injusticia. Ello significa que González Prada se
aleja de la propuesta del Inca Garcilaso y, también, de la historia oficial de su época. La denuncia de
la vigencia del colonialismo, y la consecuente imposibilidad de ser nación, es entonces el
involuntario punto de llegada de las Baladas Peruanas.
La ruptura con Garcilaso se da a dos niveles. Primero, la valoración de González Prada sobre el
Incario es ambigua. A veces, siguiendo a Garcilaso, el Imperio es presentado como una sociedad de
orden, abundancia y buen gobierno. Pero, en otras ocasiones, se subraya el carácter despótico de las
autoridades y la presencia de una servidumbre que aplasta a la gente común. Segundo, y más
decisivamente, la conquista y la colonia son valoradas como injustas y crueles. Moralmente
ilegítimas. La posición del Inca Garcilaso es muy distinta. No es que falten críticas a la codicia y a
la violencia de los españoles. No obstante estas críticas están subordinadas a una apreciación
fundamentalmente positiva. En efecto, la invasión española es imaginada como un hecho
“providencial”, como haciendo parte de los designios de Dios para la evangelización de las Indias.
Desde esta perspectiva, y pese a todas sus demasías, la conquista se justifica y se presenta como
definitivamente beneficiosa para los propios indios pues les abre las puertas de los cielos. Entonces,
Garcilaso no encuentra contradicción entre exaltar el imperio y aprobar la conquista española.
Puede entonces referir los sucesos más injustos y trágicos desde una posición distanciada, en un
tono, objetivo y sereno. Finalmente, Dios, Jesús y la Virgen María son los garantes de que todo lo
que ocurre tiene un sentido y no queda más que confiar en la infinita sabiduría de sus designios.
Significativamente la obra de Garcilaso acaba con este párrafo: “La Divina Majestad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, sea loada por todos los siglos de los siglos,
que tanta merced me ha hecho en querer que llegase a este punto. Sea para gloria y honra de su
nombre divino, cuya infinita misericordia, mediante la sangre de Nuestro Señor Jesucristo y la
intersección de la siempre Virgen María, su Madre, y de toda su Corte celestial, sea en mi favor y
amparo, ahora y en la hora de mi muerte, amén, Jesús, cien mil veces Jesús.” (p. 858). En este
marco teleológico y providencialista la historia siempre arriba a buen puerto. Muy distinta es la
posición de González Prada. Fuera de la seguridad aportada por la fe ciega de Garcilaso, la historia
le parece absurda y llena de injusticias. Su ruptura con la Iglesia Católica le hace pensar que la
religión fue un instrumento de opresión destinado a legitimar la barbarie de los conquistadores. De
allí que González Prada considerara necesaria atacar a la religión y, muy especialmente, a la Iglesia
Católica y las órdenes religiosas. Su obra, que se condensa en la superstición y el fanatismo, era el
obstáculo central para el desarrollo del pensamiento, la ciencia y la democracia.
La historia oficial surgió de la necesidad de crear un relato que instituya la naciente peruanidad en
las escuelas de la república. En otro trabajo he examinado la génesis y transformaciones de ese
relato. Aquí baste decir que pese a las críticas, el dominio español se legitima por el supuesto aporte
de una cultura superior que habría de fundirse con los elementos nativos para conformar la
nacionalidad peruana. En la representación de la colonia el énfasis está puesto en las ideas de
quietud y cercanía, de cristalización del mestizaje de donde surge el Perú republicano. La
valoración de González Prada es totalmente opuesta. La colonia es identificada como dominación,
abuso y crueldad. Y esta situación sobrevive con la república.
En realidad era muy difícil imaginar una comunidad nacional efectiva en una realidad tan
fragmentada y jerarquizada como la del Perú del siglo XIX. Pero tampoco era fácil reconocer el
sustrato colonial y postular la nación como una tarea por cumplir. De allí que la historiografía
criolla optara por la encubridora teoría del mestizaje. Riva Agüero, por ejemplo, postula al Perú
como una suerte de esencia, una patria a la que todos debemos culto. La colonia habría sido la
infancia o la edad media, en todo caso el momento en que germina la nación. En cambio para
González Prada la nación es una tarea pendiente que exige ante todo la cancelación de la
servidumbre indígena.
Veamos ahora algunas de las baladas más importantes para luego esbozar una síntesis de la visón a
la que llega González Prada.
III
Balada La india
La (im)posibilidad de un vínculo entre la india y el español se plantea sobre la base de un probable
intercambio en la cual ella aporta el oro de sus padres, mientras que él lleva la superioridad de su
raza. De esta unión entre el conquistador pobre y la india noble podría surgir una estirpe que seria el
germen de una sociedad mestiza. No obstante, esta posibilidad es solo una ilusión basada en el amor
de la india, de ese amor que la lleva a sacrificar el patrimonio de sus ancestros en función de
conseguir el reconocimiento amoroso del español. Pero, resulta que mientras que la india está
impulsada por el amor, el español lo está por la “fiebre de oro”, por obtener esas riquezas que
pongan atrás el pasado de pobreza que lastra y deprime su visión de si mismo. La riqueza es su
redención .
El español finge un amor que no siente para que la india le muestre el lugar donde está el oro. La
india calcula que su entrega y desprendimiento terminarán de persuadir al conquistador de lo
genuino de su afecto. Entonces, seria posible el vínculo amoroso.
Pero cuando la india se entera de que ella no es un objeto de amor válido, entonces su furia no tiene
límites de manera que termina asesinando al conquistador.
La pregunta clave, desde luego, es ¿Por qué el conquistador no se queda con el oro y la india?
Desde cierto punto de vista sería lo más lógico. Lo principal es ciertamente el oro. Pero, ¿por qué
no, también, comprometerse con una mujer que le demuestra tanta admiración? Aunque sea por
“nobleza” sino fuera por una atracción física. Tiene que concluirse entonces que el conquistador no
es una persona noble y que la india no le resulta atractiva en lo más mínimo, ella es una tonta y él
un aprovechador inescrupuloso.
Lo que pareció ser la cristalización de un lazo afectivo termina en el engaño y la venganza. Es como
si el español no pudiera dejar de engañar y la india no tuviera otra posibilidad de responder que no
fuera la violencia. La imaginación de esta dinámica es premonitoria y hasta profética. Queda claro
que a la traición le sucederá la violencia en una suerte de círculo interminable. Los indios se dejarán
engañar por el semblante de superioridad del español, pero una vez que perciban que se trata de una
manipulación no dudaran tomar la justicia entre sus manos.
La posibilidad de una sociedad mestiza legítima, basada en el vínculo amoroso entre los
conquistadores pobres y los nobles indígenas, apareció temprano en la historia colonial peruana.
Este era el proyecto de Gonzalo Pizarro: fundar un reino autónomo de la colonia española sobre la
base de la alianza entre los curacas indígenas y los soldados españoles. Alianza que se sostendría en
la continuidad del Estado Inca. No obstante, este proyecto fracasó pues los conquistadores se vieron
precisados a abjurar de sus princesas indígenas para contraer matrimonio con las mujeres españolas
que les fueron enviadas desde la península. Entonces, los mestizos se convirtieron en bastardos,
hijos ilegítimos, no deseados. Este es el caso paradigmático del capitán Garcilaso de la Vega y la
princesa Isabel Chumpiocllo, la progenitora del gran cronista mestizo. Solo en su fantasía el inca
logrará hacer compatibles a vencedores y vencidos, podrá construirse una identidad en la que se
figura como hijo con plenos derechos de la princesa indígena y el capitán español.
Balada: La hija del curaca
En la hija del curaca se plantea la posibilidad de un vínculo basado en una atracción irresistible. La
hija del curaca deslumbrada por el caballero español en el trasfondo paradisíaco de valle de Yucay.
La “volcánica pasión” surge de un reconocimiento mutuo que se gesta lentamente, en un
intercambio incesante de miradas. Aparentemente, no hay trabas para el vínculo entre la virgen del
sol y el gentil conquistador. Pareciera una “relación pura”. Otra vez la posibilidad de una nación, de
un mestizaje legitimo surgiría del amor entre un soldado y una princesa. Nuevamente, el desbalance
de estatus social queda compensado por la diferencia racial. La india es princesa de los inferiores y
el caballero es súbdito de los superiores.
No obstante, este amor, y todas las potencialidades de nación que encierra, no puede ser posible por
la infranqueable decisión del padre. Ese amor le resulta una vergüenza, una traición. Ambos
mundos no pueden mezclarse, al menos de una manera legítima. Desgarrada entre el amor y la
obediencia filial, la princesa fallece significativamente en el crepúsculo: cae la noche y muere el
amor.
El curaca alivia su desconsuelo con la idea de que hacer lo correcto vale, incluso más, que la vida
de su hija.
Balada: La confesión del Inca
En esta balada queda claro que la crítica a los conquistadores no significa una idealización del
imperio de los incas.
Por alguna razón el inca ha envenenado a su hijo y ahora pretende lograr paz en su conciencia sin
que haya un verdadero arrepentimiento de por medio. El rito consiste en lavarse la frente y las
manos y exclamar en voz alta: “dije al sol mi enorme crimen,/recibe el crimen o río:/ ve, y sepúltale
en el fondo/ de los mares cristalinos”.
No obstante, esta confesión es oída por un cuervo que dice en su graznido: “el monarca es
filicida: /dio mortal veneno al hijo.” Entonces, el crimen del inca ya no es un secreto pues mucha
gente ha oído al ave. Y la respuesta del soberano es ordenar a sus arqueros que maten al delator.
Finalmente la confesión no llega a ser exitosa pues el Inca no puede olvidar su crimen: “Más, de
entonces, el monarca/ vive mudo y pensativo, /que la voz tenaz del cuervo/ repercute en sus oídos”.
Es probable que por alguna razón de estado, el Inca haya asesinado a su hijo. Su pretensión es que
su crimen sea ignorado por sus súbditos y hasta olvidado por él mismo. Hay un ritual específico que
permitiría lograr ambos objetivos. No obstante este fracasa pues el filicidio es conocido por muchos
y, de otro lado, el tampoco logra la anhelada paz en su conciencia.
En realidad el Inca ha actuado contraviniendo las leyes de su sociedad en la falsa expectativa de que
su crimen permanezca impune. No se trata entonces de un padre modelo, de una autoridad justa.
El elemento decisivo en el fracaso del ritual es la presencia del cuervo. En el simbolismo de muchas
culturas el cuervo es portador de los malos augurios. “El cuervo aparece como un héroe solar y es
con frecuencia demiurgo o mensajero divino” (Pág. 286). Entonces la presencia del cuervo tendría
que interpretarse como señal de que los dioses han rechazado el rito y la pretensión del monarca. Su
despotismo y arbitrariedad no serán perdonadas. Todos conocerán la verdad y el mismo con su
tristeza pagará su culpa.
No está demás decir que el ritual que imagina González Prada estaba descrito por Garcilaso de la
Vega. A las orillas de los ríos, los hombres andinos manifestaban sus delitos, se “confesaban” y se
“purifican” pues las aguas se llevaban sus culpas. Se obtenía así la ansiada reconciliación. Pero en
este caso el ritual no funciona acaso porque no hay un auténtico dolor y arrepentimiento. En
realidad el inca volvería hacer lo mismo. Puede en él más la ambición que el amor a su hijo. Y su
apuesta a estar por encima de las leyes no tiene éxito porque los dioses a través de su mensajero
hacen evidente lo insensato de su posición. Habrá logrado su objetivo pero no podrá evadir la culpa,
ni el consiguiente desprestigio que su crimen le acarrea.
Esta balada implica una desmitificación del Imperio de los Incas como fundamentado en una
autoridad fuerte pero justa y benevolente. En efecto, en el relato la autoridad del Inca no tienen
contrapesos en la sociedad, es absoluta, pero de ninguna manera es justa ni benevolente.
Balada: Caridad de Valverde
En este poema, González Prada imagina la relación entre el cura Valverde y el conquistador
Francisco Pizarro en el momento en que se decide la muerte del inca Atahualpa “Juntos Valverde y
Pizarro, / en afable unión, alternan/ de negocios de las indias, / de Atahualpa y su sentencia.”
El ánimo de Pizarro es dubitativo. Algo lo detiene y no logra afirmar la sentencia de muerte del
Inca. En este momento, Valverde lo increpa y dice: “¡Muerte al Inca, muerte al Inca/ y, si temes y
flaqueas,/ apercíbeme la pluma:/ yo firmaré la sentencia.”
El título de la balada “Caridad de Valverde” es pues irónico. Mientras que Pizarro duda de la
justicia del magnicidio, el cura Valverde no tiene escrúpulos. Su “caridad” es su prestancia para
matar, su falta de conciencia. Para ambos lo importante son los negocios. Sin embargo en Pizarro
queda un atisbo de conciencia que no está presente en el cura Valverde. Esta situación pone en
evidencia el cinismo del cura y cuestiona el rol de la iglesia en la conquista. Resulta que quien
debería ser el guardián de la moral termina siendo el trasgresor más decidido. Su conocimiento del
evangelio no inhibe su feroz ambición. Paradójicamente Pizarro es representado como un mejor
cristiano pues hay un lastre que lo detiene, la conciencia de estar haciendo mal. Mientras tanto,
Valverde es figurado como un cínico sin conflictos, una personalidad escindida donde la devoción
cristiana no compromete en nada su actuación cotidiana.
Balada: El mitayo
En esta balada González Prada imagina el diálogo entre un hijo y un padre que está por encaminarse
a realizar su mita minera. Es decir el trabajo que recaía sobre los indios como parte del “pacto
colonial”. El padre llora y el hijo, en su inocencia, no logra comprender el motivo de la tristeza de
su progenitor.
En este contexto el padre le da una lección a su hijo. El vástago pregunta: “¿Por qué me ves y
lloras?/ ¿A qué regiones te vas?”. Y el padre responde: “la injusta ley de los Blancos/ me arrebata
del hogar: / voy al trabajo y al hambre, / voy a la mina fatal.” Entonces el niño quiere saber cuándo
volverá el padre. Y este responde que volverá: “cuando el llama de las punas/ ame al desierto
arenal.” A continuación el hijo inquiere nuevamente. Esta vez sobre el momento cuando el llama de
las punas amará a las arenas. Y el padre contesta que ello ocurrirá: “cuando el tigre de los bosques
beba las aguas del mar”. Finalmente, después de señalar varios sucesos imposibles, el padre dice:
“cuando el pecho de los blancos se conmueva de piedad”. Pero el hijo insiste sobre cuándo el pecho
de los blancos será piadoso y tierno. Entonces el padre sentencia lo definitivo: “hijo, el pecho de los
blancos no se conmueve jamás.”
González Prada plantea que la relación entre indios y blancos es definitivamente antagónica. Es una
“dominación total”. Entre los blancos no hay piedad, solo ambición. Y entre los indios reina el
fatalismo y la resignación. No aparecen posibilidades de cambio, de manera que el arreglo parece
ser para siempre. El indio sabe que la ley es injusta, que será usado como un animal al que se le
extrae toda su fuerza hasta la muerte. No obstante, no se resiste. Es un hombre bueno, que cumple
con la ley. Además, transmite a su hijo la idea de que nada puede hacerse, que a los indios solo les
toca obedecer.
Tanto el indio como el blanco están determinados por sus roles sociales. Se encuentran
despersonalizados o cosificados. La ambición reina en el pecho de los blancos y, de otro lado, lo
mismo ocurre con la compulsión a la audiencia en el pecho de los indios.
Cuando Weber conceptualiza el feudalismo en Europa considera que un elemento fundamental en la
relación entre señor y el siervo es la piedad, la existencia de una comunidad de sentimientos que
implica que el señor sabe que el siervo es un ser humano como él. Hay, entonces, una empatía que
impide la cosificación. Para el señor, el siervo “no es un animal o máquina”. Puede “apiadarse de
él”. Esta situación atempera la severidad de sus exigencias. No sucede lo mismo en contextos de
“feudalismo colonial”. Aquí, el otro, en este caso el indio, no es considerado parte de la comunidad
a la que pertenece el señor. No hay piedad, ni empatía. El siervo no puede esperar ninguna
benevolencia pues sus sentimientos son ignorados, es desconocida su condición humana. En
realidad “el feudalismo colonial” implica la radicalización del sistema vigente europeo. El diálogo
es imposible y lo que prima es la inflexibilidad de la norma. En todo caso se interpela al indio como
un mártir que, a través de un sufrimiento, que tendría que ser gozoso, puede redimirse de su
“pecado original, su paganismo.
Balda El chasqui
La misma situación se reproduce en la balada “el chasqui”. La historia narra el viaje de un español
enamorado hacia los brazos de su amada. La prisa domina el ánimo del español. Quiere llegar con
el crepúsculo. Montado sobre su ágil caballo no escatima en espuelazos para lograr su cometido.
Pero quien guía al caballo es un chasqui que pese a su agilidad no logra mantener el paso del
equino. Y el español lo amenaza: “ve delante a mi caballo;/ si cejas, ¡hay de tu vida!”. Por su parte
dice el indio: “¿piedad, piedad, Viracocha”/ clama el indio de rodillas; / más el blanco parte, vuela, /
y el sangriento azote vibra.
Finalmente el jinete logra su hazaña, pero: “y en el campo un ay expira, / que delante del caballo/
exhala el chasqui la vida”.
Otra vez, el indio chasqui es comandado a una tarea que le costará la vida. Su demanda de
compasión tiene como respuesta el azote del español. La vida del indio vale mucho menos que la
posibilidad de apurar el encuentro con la amada
Balada Canción de la india
En esta balada González Prada relata la actitud de una mujer indígena frente al secuestro de su
esposo que es conducido por los españoles para combatir en una guerra contra su propio pueblo.
La mujer maldice los blancos y trata de salvar a su esposo. La idea es huir. No obstante, el plan se
frustra, es demasiado tarde. Los blancos, “te embisten airados,/ te cubren de injurias,/ te ligan las
manos./ ¿A dónde te arrastran/ a modo de esclavo?/ ¿A dónde te llevan/ cual res de un rebaño?/ te
llevan, te arrastran, / a luchas de hermanos./ ¡maldita la guerra!/ ¡maldito los blancos!/.
En este caso no solo existe una conciencia de injusticia sino también está presente la posibilidad de
una acción: huir de la amenaza que representan los blancos. Pero el plan fracasa. En vez de
resignación y fatalismo encontramos odio y maldiciones. No es una víctima que se complace en su
impotencia, y que se limita a quejarse; es alguien que se rebela contra la injusticia y que en su
incapacidad de hacer algo efectivo, maldice. Nuevamente la relación se plantea como un
antagonismo radical. Pero esta vez sin embargo asoma la rebeldía.
IV
En forma sumaria las ideas de González Prada son las siguientes:
Primero; los tiempos prehispánicos son imaginados como ordenados pero no son ajenos tampoco a
la opresión y la injusticia.
Segundo; la conquista es representada como una empresa cuyo móvil fundamental es la codicia. La
iglesia no amortigua la crueldad de los españoles sino que la legitíma. Desde el punto de vista
fáctico esta apreciación es relativa pues, por ejemplo, el cura Valverde fue el único español que no
quiso tener ninguna participación en el botín recibido a propósito del rescate de Atahualpa.
Entonces, la dureza de esta apreciación debe ser entendida como la acentuación de una crítica a la
iglesia y sus representantes en la medida en que se prestaron a secundar la avaricia y crueldad de los
conquistadores en vez de refrenarla. Es como si González Prada hubiera esperado una cristiana
benevolencia hacia los vencidos. La decepción explica la amarga apreciación mencionada.
Tercero; el orden colonial aparece como basado en la violencia de los españoles y el fatalismo de
los indios. Y legitimado por la Iglesia. Los indios no forman una comunidad con los españoles. El
concepto de “feudalismo colonial” se encuentra en “estado práctico” en las baladas peruanas. Es
decir, descrito en sus efectos pero no conceptualizado o nombrado.
Cuarto; las figuras del indio y del blanco están esencializadas. El indio se define como impotente y
el español resulta codicioso e inhumano.
Quinto; en estas condiciones es imposible que surgan vínculos de amor entre blancos e indios. No
es posible la construcción de una familia o comunidad. En todo caso, los afectos son simulados o no
son correspondidos. Se trata del español que finge un amor para aprovecharse de la riqueza de la
india o de la ingenuidad de la india al ilusionar un amor que nunca le podrá ser correspondido. La
realidad, nadie quiere el vínculo. Los indígenas mayores lo viven como una traición y, de otro lado,
para los blancos es una contaminación. Sexto; si bien la violencia es la razón inmediata por la cual
los indios obedecen, lo más importante es, sin embargo, el fatalismo y la resignación. Pero en las
Baladas Peruanas no llega a quedar claro el por qué de estas actitudes. En todo caso parecen
remontarse a la etapa prehispánica, al despotismo de curacas e Incas. Séptimo; pese a predominar la
resignación, no es este el único talante entre los indígenas. También está el odio, la maldición, el
tratar de escapar ante un sistema al que valoran como injusto. Tampoco queda clara la fuente de
estas actitudes. De cualquier forma el mundo indígena parece debatirse entre la pasividad y las
fantasías de odio y revancha. Pero cuando estas son llevadas a la acción como en el caso de Túpac
Amáru el resultado es contraproducente. La alianza entre blancos y negros, el mundo criollo,
termina aplastando la rebelión indígena.
Las Baladas Peruanas empiezan como intento de elaborar una épica nacional pero terminan en la
constatación de que el Perú está aún muy lejos de ser una nación. Es por ello que González Prada
las deja sin terminar ni publicar. No obstante, habían cumplido una función importantísima. Fueron
el espacio donde su autor toma conciencia de la entraña colonial del Perú republicano. Entonces la
tarea no puede ser cantar una epopeya sino denunciar la impostura y la mentira. Y para hacerlo, el
ensayo es la forma más válida. Ya no la balada. Y a su manera el “discurso del Politeama” es uno de
los primeros y más importantes ensayos de Manuel González Prada.
Apéndice 1: Fundamentos teóricos: la noción de acontecimiento.
La noción de acontecimiento posibilita una ampliación de horizonte, afina nuestra sensibilidad de
manera de estar preparados para trascender el sentido común hoy hegemónico. Con su frase “el
búho de Minerva se lanza al vuelo al atardecer”, Hegel insinúa que solo podemos conocer una
época en el momento en que esta comienza a perder vigencia. Por tanto las posibilidades de que la
teorización guíe la acción política son muy relativas. Esta nota de cautela no está demás pues
aunque muchas veces se ha anunciado la crisis o declive del neoliberalismo, es todavía cierto que
vivimos dentro de su horizonte. Quizá, en todo caso, la noción de acontecimiento sea un augurio de
que algo está cambiando, que probablemente estemos ya en el declive de su vigencia. Pero de hecho
no tenemos certidumbres. La respuesta solo la tendremos en el futuro. Pese a todo, sin embargo, es
posible apostar a que esta noción revele las brechas de la hegemonía neoliberal. Sea como fuere, es
indiscutible que con el neoliberalismo se instauran maneras de pensar y sentir marcadas por el
objetivismo, el gradualismo y el individualismo.
En su clásico libro Todo lo sólido se disuelve en el aire, Marshall Berman define al modernismo
como “el intento que realizan los hombres y mujeres modernos por convertirse a la vez en sujetos y
objetos de la modernización, asumir el control del mundo modernos y hacer de él su hogar”. Es
difícil fechar con precisión la pérdida de fuerza del modernismo. Para Berman un hecho clave es el
creciente prestigio del estructuralismo a principios de la década de los años setenta. Según este
autor, el estructuralismo con su destierro del sujeto ofreció una suerte de coartada para los
modernistas desilusionados. En efecto, con su énfasis en los procesos objetivos, el estructuralismo
invisivilizaba la dimensión emancipatoria y creativa de la acción humana.
Quizá la cronología es más clara en el campo de política. Un primer hecho significativo es el golpe
del general Pinochet, en 1973. Surge entonces el primer régimen que tiene un programa económico
y social claramente fundamentado en el pensamiento neoliberal. En el mismo sentido, debe
mencionarse el ascenso al poder de la señora Thatcher, en Inglaterra, en 1978; y, finalmente, la
victoria de Reagan, en Estados Unidos, en 1980.
Esos triunfos políticos tienen como fundamento la crisis de las opciones social-demócratas y
revolucionarias. Y, también, de otro lado, la creciente influencia del pensamiento de Von Hayek, que
representa la principal inspiración de la escuela de economía de Chicago, espacio de donde emerge
Milton Friedman como el divulgador más vigoroso del evangelio neoliberal.
Según Von Hayek, existiría una suerte de “orden natural” en la sociedad cuyo eje es el mercado.
Toda intervención política es una interferencia que resta eficacia a los automatismos sociales. La
economía es pues un orden espontáneo altamente eficiente. La libre iniciativa y la competencia
garantizan, por sí solas, altas tasas de crecimiento económico y a la larga terminan por beneficiar a
todos los miembros de una sociedad. Desde esta perspectiva, la globalización se define como un
proceso ineludible al que solo queda someterse so pena de verse privado de los frutos del adelanto
tecnológico. En consecuencia, la política deja de ser el espacio de la construcción de lo colectivo
para convertirse en administración y estímulo a los mecanismos del mercado. Finalmente, la cultura
ya no es más un medio de realización o desarrollo de los individuos sino la materia prima de una
industria destinada a satisfacer la demanda de entretenimiento.
La crisis del modernismo no solo fue conceptual y política. En realidad, en mucho obedeció a la
incapacidad para materializar un orden social alternativo. Lo que pueden tener en común los
triunfos de Pinochet, Thatchet y Reagan es que ellos fueron precedidos por la crisis de las
orientaciones social demócratas y revolucionarias. Llegó un momento en que éstas, por fenómenos
como la inflación o el desorden social, dejaron de ser opciones creíbles de futuro. Fue entonces
cuando el neoliberalismo se presentó como la única posibilidad abierta. Y, mientras tanto, las
opciones modernistas se empecinaron en un estéril dogmatismo.
Si en el modernismo la realidad es concebida como una construcción social que puede alterarse en
función de los deseos y la agencia de los individuos y colectividades, con el neoliberalismo se
regresa a una suerte de naturalismo social. En este sentido, hay una clara continuidad entre el
positivismo, el estructuralismo, y las actuales teorías de la globalización. Todas estos enfoquen se
construyen sobre la llamada “muerte del sujeto”. En el mismo sentido, se impone una concepción
gradualista del cambio social. La idea de ruptura o revolución pierde vigencia y en su reemplazo se
entroniza la creencia en torno a lo molecular de los cambios sociales. Zizek dice que ahora es más
fácil imaginar un cambio social a partir de un hecho natural y contingente, como puede ser la caída
de un cometa o una pandemia viral, que como resultado de una acción política fundamentada en
proyectos alternativos.
En todo caso es muy claro que con la cristalización del neoliberalismo comienza un debilitamiento
de los vínculos sociales. Un aumento radical del miedo y la desconfianza. Mientras que en la época
modernista predominaba un sentimiento de esperanza, ahora sucede lo mismo con el miedo. El
catálogo de los miedos actuales es prácticamente interminable: miedo al otro, y por tanto
proliferación de rejas, cercos y personal de seguridad. Todo ello con la consiguiente fragmentación
de los tejidos sociales y el aislamiento de los individuos, y, también, con la competencia, la envidia
y la desconfianza hacia el otro. Tampoco hay que olvidar, desde luego, el miedo al futuro
(calentamiento global, choque de civilizaciones), el miedo a la enfermedad (SIDA, cáncer), y el
miedo a la pobreza.
En cualquier forma, lo característico de esta época son las altas tasas de crecimiento económico,
acompañadas sin embargo de una concentración cada vez mayor del ingreso. De manera paralela
hemos sido testigos del vaciamiento ideológico de la política y de la caída de muchos ideales. En su
reemplazo ha emergido la exigencia de goce como la consigna con la que somos invitados a vivir de
manera de evitar el aburrimiento producido por la precarización de las creencias y los deseos.
Situación que es el caldo de cultivo de las depresiones que son las “enfermedades del alma”
características de esta época. Antes de terminar este esbozo de nuestra época quisiera evitar la
impresión de nostalgia pues, en definitiva, el neoliberalismo se nutre de los impasses del
modernismo. Llegó un momento en que desde su horizonte se hizo evidente la imposibilidad de
imaginar un futuro. Además sus mandatos resultaron con frecuencia opresivos pues, lejos de
favorecer la liberación de los individuos, se convirtieron en exigencias de sacrificios infecundos.
Finalmente, hay mucho que recoger y aprender de la época neoliberal. Pero este es ya otro tema.
La noción de acontecimiento es elaborada por Alan Badiou en un libro, publicado en 1988, cuyo
título es precisamente El ser y el acontecimiento”. Es claro que la fecundidad de un concepto se
revela por su capacidad para hacer visibles hechos que se escapan al sentido común. En concreto, en
este caso, la noción del acontecimiento (re)introduce, en la época de auge del neoliberalismo, ideas
subversivas como la importancia del azar, el rol activo de los sujetos y la relevancia de las rupturas.
Se trata, en suma, de recuperaciones que no implican un retorno a la letra del modernismo pero si a
mucho de su espíritu. Quizá lo más novedoso sea su valoración de lo contingente e imprevisible
pues ahora nos resulta claro que el modernismo de los años 60 estaba demasiado confiado en la
existencia de una dinámica objetiva que impulsaría la liberación humana. Ahora, en cambio, no
estamos seguros de nada de manera que, con Badiou, solo queda apostar, estar listos, para lo
inesperado del acontecimiento.
Ahora bien, la idea de sujeto recupera la posibilidad de una agencia humana; pero no lo hace desde
la vieja perspectiva sartreana de una entidad soberana y constituyente sino en una nueva versión
donde el sujeto es razonado como surgiendo del mismo acontecimiento. Es así que para Badiou un
sujeto se define ante todo por la fidelidad a una verdad que se pone en evidencia en la ruptura que
significa el acontecimiento. Ocurre que el acontecimiento surge desde el trasfondo invisibilizado de
una situación. Desde aquello que, en la lógica hegemónica, no debería existir, pero que se revela de
una manera súbita e impredecible. Todo orden o estructura es pues más precario de lo que parece.
Alberga en su seno virtualidades negadas que en algún momento pueden irrumpir, abriendo
posibilidades alternativas.
Un acontecimiento es “una singularidad universal”. Un hecho que, aunque esté anclado en una
historia particular, implica algo válido para todos. El acontecimiento subvierte la hegemonía o
sistema de creencias de manera que se vuelve a hacer palpable el vacío primordial de la condición
humana, su falta de metas u objetivos predeterminados, el hecho de que el sentido es siempre una
construcción intersubjetiva. Pero junto con el vacío aparece una verdad universalizable, un camino
potencialmente abierto a todos. Para Badiou el ejemplo paradigmático de un acontecimiento es la
prédica de San Pablo. Es decir, la elaboración del universalismo cristiano. No se necesita ser
hombre o mujer, rico o pobre, joven o viejo, amo o esclavo, todos estamos invitados a vivir la buena
nueva: la resurrección de Jesucristo es prueba y anuncio de la vida eterna para todos los seres
humanos. Este mensaje cala hondo en una sociedad donde la entrega a la sensualidad del goce ha
terminado por producir un vacío espiritual.
Esa dimensión oculta o abisal de la que surge el acontecimiento se manifiesta en el malestar
subjetivo, en la insatisfacción no expresada que se acumula en una situación. Ahora bien, si
entendemos una situación como una estructura que no es todo lo que existe, entonces tenemos que
concluir que allí, en esa situación, esta presente algo más, un exceso no integrado de donde
justamente surgen esas novedades que son los acontecimientos.
Para Badiou, los acontecimientos surgen en distintas esferas de la vida. En el campo de la política,
del arte, la ciencia, y de la propia vida. Este último caso es el del amor. El sujeto se afirma, dilata su
potencia de existir, en la medida en que es fiel a ese acontecimiento que apertura un nuevo
horizonte de significados. De lo contrario, el acontecimiento se diluye, acaso, si dejar rastro.
En todo caso, el interés de esta noción está en reintroducir las ideas de sujeto, ruptura y comunidad,
exiliadas de lo pensable por la hegemonía neoliberal. Es sintomático que este concepto haya sido
elaborado por un autor que, como Badiou, pretendió ser fiel a las ideas dominantes de los años
sesenta. No obstante, se trata de una fidelidad relativa ya que antes que la letra, Badiou recupera el
espíritu libertario de esa época, tratando de actualizarlo para los tiempos de descreimiento y
escepticismo que actualmente corren.
Desde luego que este concepto puede ser criticado de distintas perspectivas. Para empezar, ¿no será
la noción de acontecimiento una secularización de la idea de milagro? ¿No justificara entonces una
espera optimista pero pasiva? De otro lado, ¿no podríamos acaso hablar de acontecimientos
negativos, en el sentido de hechos que disminuyen la potencia del ser, la capacidad de autopoiesis o
desarrollo de los seres humanos? Finalmente, la idea de que el acontecimiento “ocurre” es
problemática puesto que, como lo ha señalado el mismo Badiou, es necesario que el acontecimiento
sea “nombrado”, que se le otorgue un significado definido para que despliegue el conjunto de sus
posibilidades.
En síntesis, la noción de acontecimiento contiene intuiciones valiosas que es preciso desarrollar.
Surge en un “periodo de transición”, marcado por lo insatisfactorio que resulta para muchos la
dupla capitalismo globalizador – reinvindicación de particularidades; es decir, en medio del
capitalismo multicultural que no llega a producir un horizonte donde esté presente la aspiración a un
desarrollo humano. En esta coyuntura, la noción de acontecimiento induce una actitud de esperanza,
nos invita a pensar que lo dado no es natural ni eterno y que algo mejor (o peor) puede sobrevenir.
O, como dice Zizek, trata de preservar el altar aún cuando no sepamos cual es el dios que vendrá a
ocuparlo.
Apéndice 2 La “mala conciencia criolla”
Con el término “mala conciencia criolla” nos referimos a una estructuración de la subjetividad que
resulta característica de un grupo social que presiente lo ilegítimo de su posición en un mundo
social que se fundamenta en lo que debe llamarse “la corrupción colonial del evangelio”. En efecto
los pilares del mundo colonial, la servidumbre indígena y la esclavitud negra, suponían una
tergiversación del mensaje bíblico sobre la igualdad ontológica de los seres humanos. A los
indígenas se les hizo creer que su situación era consecuencia de una tendencia al paganismo, de un
pecado solo redimible mediante la obediencia y la aceptación del dominio colonial. Pero esta
prédica supone una disociación de la subjetividad pues se internalizan dos discursos antagónicos. El
discurso evangélico queda restringido en su validez a la esfera de los iguales. Y ello sin una razón
de fondo. De otro lado el discurso colonial de la jerarquía y la desigualdad es el trasfondo de los
vínculos con el mundo indígena. Se configura entonces una escisión cínica de la subjetividad. Se
trata de una tensión constituyente que se busca aliviar de diversas maneras. En lo principal
recurriendo a la idea de que los indios son naturalmente inferiores. El poder de este argumento es,
sin embargo, relativo, dada la claridad del mensaje cristiano. La sociedad colonial se coloca de
espaldas a la ley fundamental. En cierto sentido es un mundo que ha hecho un “pacto con el
demonio”. Tentados por la codicia, los españoles y sus descendientes criollos, ignoraron la ley de su
Dios, para dominar pueblos de una manera que no era concordante con sus creencias más
fundamentales. De allí que la espiritualidad colonial fuera tan contradictoria, que girara en torno,
simultáneamente, al anhelo de santidad y la trasgresión sistemática. La proliferación de conventos y
prácticas devotas se daba la mano con la recurrencia del abuso y la crueldad. Una sociedad
definitivamente injusta. Y no solo por el (con)trato entre españoles, peninsulares y criollos, e indios
y negros sino también por lo que ocurre en el propio mundo criollo donde también prolifera la
injusticia. Y es que la trasgresión tiene un carácter dinámico. No se detiene, una vez que prolifera.
La ley se debilita y el autoritarismo y la vivencia de injusticia tienden permear la experiencia de
todos.
Solo unos pocos pudieron tomar conciencia del desgarrador conflicto. Para la mayoría este conflicto
se vivía como una culpa. Y el sentimiento de culpa, dice Freud, es básicamente inconsciente.
Aunque se exprese como una necesidad de castigo; es decir, como una permanente autoagresión. Se
instituyen así subjetividades fragmentadas donde el conflicto y la guerra interior son las constantes.
La “mala conciencia criolla” como experiencia subjetiva del mundo se agudiza con la llegada de la
Ilustración al Perú a propósito del cambio en los planes de estudio del Convictorio de San Carlos,
promovido por Toribio Rodríguez de Mendoza. La lectura de Voltaire, Rousseau, Montesquieu fue
decisiva en la desmistificación del dominio español sobre América. De allí surge un temple crítico y
reformista, patente en autores como Pablo de Olavide, Hipólito Unánue, Baquíjano y Carrillo,
Manuel Lorenzo de Vidaurre, Francisco Javier Luna Pizarro, José Faustino Sánchez Carrión.
Apéndice 3 “la corrupción colonial del evangelio”
Bhabha dice que el colonialismo es un sinsentido en la medida en que sus prácticas niegan la
legitimidad que lo fundamenta. En el nombre de la civilización se da la rapiña y la explotación. Lo
mismo sucede en América cuando el Evangelio legitima el abuso y la expoliación del indio. La
defensa cristiana del colonialismo implicó la tergiversación del mensaje cristiano, pues llegó a
pensar la existencia de una desigualdad fundamental entre los seres humanos. En efecto, de un lado
estaban los españoles que habían conservado la creencia en el Dios verdadero. Y, de otro lado,
estaban los indios que no sólo se habían olvidado del Dios verdadero, sino que se habían dejado
tentar por las huacas y demonios para abogar al sol, las estrellas y otros ídolos. Entonces, los indios
resultaban culpables de una suerte de “pecado original” que no era común a toda la humanidad, sino
privativo de su raza. Este pecado original implicaba una culpa, un estar en deuda. Dada esta
situación, la redención pasaba por un renegar del demonio y una expiación redentora en la
aceptación sumisa de la dominación de los españoles. La idolatría de los indios habría enojado a
Dios y los instrumentos de la furia de Éste serían los españoles.
La “Plática para todos los indios”, documento fundamental de la Evangelización temprana enuncia
una presentación aparentemente simple de las creencias cristianas al mundo indígena. No obstante,
pese a su aparente ortodoxia, hay una inflexión característica que desvirtúa el mensaje cristiano,
justificando la dominación colonial.
“Habéis de saber que aquellos demonios que os dije tentaron a nuestros primeros padres y dieron
ocasión, tentándolos, para que pecasen y así pecaron. Y estos demonios son los que a nosotros cada
día nos aconsejan el pecar, engañándonos y persuadiéndonos lo malo y a vosotros (aunque no lo
veis) os ponen en vuestros corazones malos pensamientos, os dicen ‘adorad al sol, a la luna, a las
piedras, a los ídolos’. Y, por esto, habéis enojado en vuestros pecados mucho a Dios nuestro Señor”
(Pág. 28).
En este discurso el indio es constituido como un sujeto culpable, engañado, malo, en complicidad
con el demonio. La única perspectiva de redención es aceptar al verdadero Dios y sus emisarios.
En el “Tercero Catecismo y Exposición de la Doctrina Cristiana por Sermones” en el sermón XVIII
se escucha o lee:
“¿Has visto al perro que tirándole una piedra, deja de morder a quien se la tira y muerde la piedra?
Pues, así haces tú cuando adoras al sol que no sabe lo que haces, ¿piensas tú que, porque es tan
grande y tan resplandeciente el sol, que por eso es Dios? Es cosa de risa; tú indio miserable, eres
mejor y demás estima que el sol porque tienes alma y sientes y hablas y conoces a Dios” (Pág. 73).
“¿Quién os persuade a que adoréis las huacas? El diablo los quiere tener cautivos. ¿Quién habla
algunas veces en las huacas a los viejos? El diablo, enemigo vuestro. ¿Vosotros no veis como huyen
los cristianos y cómo, a su pesar, le echan de todo el mundo y, como Jesucristo vence y reina en
toda la tierra? Por ventura, ¿las huacas defendieron a vuestros pasados de los Huiracochas? ¿Cómo
no responde? ¿Cómo no habla? ¿Cómo no se defiende? Pues, quien a sí no se defiende ni ayuda,
¿cómo os ayudará a vosotros?” (Pág. 73 - 74).
Los indios son retratados como “víctimas culpables”. Su alianza con el demonio, su complicidad
con él los ha perjudicado en la medida en que los convierte en objeto de la ira de Dios y los deja
inermes frente a los Huiracochas. La mejor prueba de la superioridad de Jesucristo está,
precisamente, en el triunfo de los Huiracochas, en la conquista de los indios. ¿Por qué se habrían de
aliar los indios con una fuerza que no es capaz de protegerlos? En el sermón se presume que tras las
huacas está, efectivamente, el demonio y que la Conquista, más que obra de las armas españolas, es
un resultado providencial de la inteligencia divina. Cristo derrota a los demonios como los
españoles derrotaron a los indios.
Encontramos aquí las raíces profundas del racismo, puesto que la igualdad de los seres humanos
queda en suspenso por la perversión y complicidad de los indios con el demonio. Una asociación
que los degrada, que debía conducir a que los indios odien sus cultos ancestrales, pues ellos serían
la razón de ser de su mala fortuna, de la dominación a la que están sometidos. Ellos tienen que
pagar la pecaminosa alianza de sus antepasados.
Resulta, entonces, que el indio es objetivamente culpable y aunque él no haya pecado de por sí,
tiene que pagar una deuda. Ésta es, justamente, la torsión del mensaje evangélico, pues se construye
una “víctima culpable”, un sujeto menoscabado, impotente, que sólo en la obediencia puede
encontrar la redención. Queda atrás, entonces, el mensaje bíblico de la igualdad de todos los
hombres y el Evangelio cristiano de que los pobres están más cerca de Dios. En esta versión, los
españoles son los elegidos, los que tienen derecho en la medida en que adoran al Dios verdadero.
Así entendida, la evangelización equivale a un genocidio cultural, a la expectativa de destruir
totalmente una subjetividad para reconstruirla de raíz. El enunciador se coloca en la posición de
emisario de un Dios que demanda una entrega absoluta y que lo autoriza a “asesinar las almas”. Es
probable que haya un goce sádico en el despliegue de la enunciación. El interpelado, “el indio”, es
colocado en la imposible posición de víctima inocente, en la posición de la persona que se debe
sentir culpable de lo que no sabe. Conforme se va imponiendo la idea que las huacas son más
supersticiones que máscaras del demonio, el sujeto de la enunciación adquiere una característica
cínica, pues resulta que la culpabilidad que profiere no tiene sustento, pero aún así la mantiene. La
palabra cínico pertenece al vocabulario moral. Implica condenar a un sujeto por no hacer lo que
debe, por enmascararse en una apariencia que él sabe falsa. En otros lenguajes, la actitud cínica es
razonada de diferente manera. En todo caso, supone una escisión del sujeto, a un nivel de
desintegración y falta de coherencia. En psicoanálisis se habla de “denegación” para referirse a la
impostura de la persona que afirma algo que sabe es falso. El ejemplo clásico es el del “falo
materno”. Los niños creen que existe, aunque no lo puedan ver. Freud distingue la represión de la
denegación. En el primer caso, un individuo oculta o reprime algunos contenidos que le resultan
conflictivos. En el segundo caso, coexiste tanto la afirmación como la negación de la existencia de
un cierto objeto o cualidad. En la sociología contemporánea se habla de conciencias múltiples para
referirse al hecho de que una persona pueda pensar distintas cosas sobre lo mismo. En ambos casos
la idea es que la subjetividad puede estar desintegrada, articulando contenidos que son mutuamente
excluyentes. El problema de estas perspectivas es que pueden caer en un determinismo que
desvanece la posibilidad de un juicio moral. La explicación termina, casi, en una justificación. En el
caso del lenguaje moral no se trata tanto de explicar como de juzgar. Se presume que el sujeto
puede ser coherente, se le exige responsabilidad y como prima la escisión, entonces, se le llama
cínico.
¿En qué medida el cinismo imposibilita el goce sádico? ¿Hasta qué punto el cinismo tiene como
necesario correlato un sentimiento de culpabilidad? Las respuestas a estas preguntas no son fáciles,
pero, en todo caso, es claro el “silencio colonial”. El cínico no quiere hurgar en sus contradicciones
e inconsecuencias, produce un semblante, una “cara dura” que oculta sus verdaderos sentimientos.
La deformación del mensaje evangélico, es cínica e implica un semblante autoritario y opaco bajo
cuyo amparo se mezclan la culpa y el goce. Las conciencias múltiples, mientras tanto, conllevan
una desubjetivación o desindividualización, una pretensión de no hacerse cargo de lo que se hace.

Web: http://gonzaloportocarrero.blogsome.com/2008/03/10/el-descubrimiento-del-projimo-
gonzalez-prada-y-el-nacimiento-de-la-tradicion-democratica-en-el-peru/

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