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“El ascensorista” Norberto Costa

Retazos, siempre retazos. Su vida estaba condenada al fracaso de escuchar


fragmentos de conversaciones que comenzaban en el ascensor y siempre
terminaban en otro lugar . Como si la parte más jugosa de cualquier historia, le
fuera vedada de antemano.
Subir, bajar, subir, era el juego absurdo de todos los días. Arriba, abajo, arriba,
siempre encerrado en esa jaula de acero, condenado a viajar a ninguna parte.
Comandante de una nave estrecha que conocía demasiado, Vicente saludaba
a sus ocasionales pasajeros con cierto optimismo, como si el viaje de segundos
qie iban a compartir, fuera una larga travesía llena de aventuras.
Enfundado en la resignada dignidad de su traje de franela gris con botones tan
plateados como su cabello, y con su gastada, pero siempre limpia, camisa
celeste con corbata azul, Vicente Gómez era toda una institución dentro del
edificio. No como Julio Recalde, el otro ascensorista de aspecto cansino que,
casi, no intercambiaba palabras con los pasajeros.
Tal vez, por un misterioso pacto con la administración, Recalde había logrado
reemplazar la corbata azul del uniforme por un anacrónico corbatín de cuerdas
que, sumado a sus mostachos canosos y tristes, le daban el aspecto de ser un
viejo sheriff del oeste venido a menos, cuya presencia dentro del ascensor era
tan indiferente y se mimetizaba de tal manera con su entorno, que parecía ser
parte del equipamiento.
Vicente, en cambio, era el ascensorista preferido, el confesor, el cómplice,
donde siempre se obtenía un punto de vista muy particular, ya sea sobre el
estado del tiempo, la política, el deporte, el arte o la filosofía de la vida, tema
sobre el cual, se declaraba un especialista.
Se diría que Vicente era un tipo que quería vivir y no se resignaba a ser
enterrado en vida en ese nicho de dos por dos. Era injusto, pero así eran las
cosas.
Por suerte, estaba el enmascarado. Para impartir un poco de justicia en este
mundo tan despiadado. El enmascarado no era otro más que Flashman, el
protagonista de la historieta que devoraba Vicente cuando los pasajeros eran

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indiferentes a su presencia o decidían tratarlo sólo como a un simple
ascensorista.

- ¿Y Vicente? ¿ Siempre con tu revistita vos?


- Sí, doctor Ribelli. Es mi forma de volar. De hacer más llevadero este…
- Quinto, por favor.
- Como no, señorita.

Siempre la interrupción, la realidad fragmentada como un rompecabezas del


que sólo podía reunir unas pocas piezas.
Así como había días en los que todos indicaban el piso al que se dirigían
con gran seguridad, había otros en los que venían pasajeros dubitativos,
visitantes ocasionales del edificio que se quedaban eternamente mirando la
pizarra negra con pequeñas letras blancas a la que, inexplicablemente, le
faltaban bastantes letras como para llegar a ser medianamente legible y no
se decidían a preguntar.
Un anciano muy bien vestido, pero de andar lento estaba en esa situación
cuando Vicente lo interrumpió:

- ¿ Adónde va?
- Ah! A la Compañía de Seguros…
- “La Principal” Compañía de Seguros, muy bien.
- Así es. ¿Qué piso es?
- Depende…
- ¿Cómo?
- Claro. Administración está en el once y Ventas en el diez.
- Ah! Administración.
- Muy bien, suba que lo llevo al once.
- Gracias.

A Vicente, sentirse útil lo hacía sentirse bien. Le gustaba dialogar con los
pasajeros cuando se presentaba la ocasión o al menos meter algún
bocadillo de vez en cuando. En cambio, lo que más le molestaba, eran las
primeras horas de la tarde, cuando algunos de los empleados del edificio,

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en grupo, casi siempre algo chispeados, regresaban del almuerzo. Venían
bromeando entre ellos y ni siquiera le dirigían la palabra porque Vicente ya
sabía que todos ellos eran de Turismo “Siete lagos” y que iban al octavo
piso.

- Y cuando el tipo termina de hacerle la pregunta, el loro lo mira y le dice:


¡Con usted ya van cuatro!
- Ja,ja, ja!!!
- Ja, ja, ja!!!

Siempre retazos. Fragmentos. Estaba predestinado a escuchar el final de


un chiste que jamás sabría completo o el principio de una historia de la que
jamás conocería el final.
Pero no todo era así. Por suerte, estaban las cinco chicas de Contaduría de
la Compañía Tabacalera del Norte, en el tercero, que siempre al llegar por
la mañana y al despedirse por la tarde lo saludaban con un besito, “como a
un padre”, decían, aunque él, tal vez fantaseando con avances menos
incestuosos prefería que lo llamaran tío.
A veces, de puro aburrimiento, le gustaba jugar con el sentido ambiguo y
paradójico de las palabras.

- ¿Baja?
- Sí. Arriba.
- Pero ¿sube o baja?
- Le digo que sí, que bajo. Súbase que bajamos.

Inventaba pequeños juegos, estrategias para matar el tiempo, aunque el


tiempo no sólo no moría, sino que tal vez, fuera el verdadero asesino de esa
rutina.
Últimamente, estaba acostumbrado a seguir dos o tres conversaciones en
paralelo, sin perder palabra de lo que decían, pero la experiencia le había
enseñado que las conversaciones más interesantes eran aquellas que se
llevaban a cabo en voz baja.

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Quien así hablaba quería que su charla fuera estrictamente privada y si
había algo que esconder y no quería que se enteraran los demás, bueno,
eso la transformaba en sumamente atractiva a sus oídos.
De esa manera, inmutable, dando la espalda a los pasajeros y mirando
fijamente al tablero, que cuando el ascensor estaba lleno, se ubicaba a
escasos cinco centímetros de su naríz, Vicente desaparecía físicamente
ante los ojos de aquellos que susurraban algún secreto, mientras él afinaba
sus oídos para no perder palabra.
Así se había enterado que los abogados del quinto piso Fleischman &
Antunez habían perdido dos juicios en la misma semana. Que el jefe de
personal de Rodepra S.A., del sexto, era un déspota con sus empleados y
los hacía entrar media hora antes que la que marcaba el reglamento. Que la
Agencia de Publicidad Publika Advertising estaba a punto de perder la
cuenta de automóviles que habían ganado hacía sólo un mes y como si
eso fuera poco, la recepcionista del tercero, de 22 años, salía con el cadete
de la empresa, siete años menor.
Cuando algunos pasajeros subían con aire de superioridad, él sonreía
interiormente, gozando el hecho de que los demás no sabían todo lo que él
sabía.
Las semanas siguientes transcurrieron tranquilas, hasta que una tarde
después del almuerzo, cuando las puertas estaban por cerrarse, dos
hombres altos, bien trajeados, se introdujeron de golpe en el ascensor , tal
como era su costumbre, sin saludar. Eran el Dr. Ordoñez y Gutiérrez del
piso once.
El Dr. Ordoñez, presidente de “La Principal” Cía. de Seguros, era uno de
esos tipos impecablemente vestidos que, por su sola presencia, imponían
respeto. Pero no un respeto de admiración, sino más bien, de temor.
Ya de lejos uno notaba que era un hombre importante.
Uno sabía que no debía mirarlo a los ojos ni acercársele demasiado. Su
rostro estaba endurecido en un gesto de permanente desagrado, como si
una comida le hubiera caído mal para siempre, o se lamentara de tener que
compartir en un pequeño espacio, unos segundos con seres tan inferiores
como los que poblaban en ese momento el ascensor.

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En cambio Gutiérrez, el jefe de personal, si bien por su actitud y su
vestimenta parecía un gangster de la misma banda, tenía todo el aspecto
de que a él aquella misma comida le había caído bien.
Mientras dos cadetes, a viva voz, comentaban el resultado del partido del
domingo, Vicente, antes de oprimir los botones correspondientes, escuchó
un susurro a sus espaldas.

- Tenemos que hablar. – dijo Ordoñez.


- ¿Sobre? – inquirió Gutiérrez.

Odoñez adoptó de pronto un aire enigmático y miró a ambos lados, como si


le molestara la presencia de testigos. Los dos cadetes, una chica rubia que
había subido en el quinto y no se sabía bien a qué piso iba y hasta un
cafetero que se había instalado silenciosamente detrás suyo.

- Ayer…- dijo Ordoñez con aire grave.- Volvió a faltar.


- Esto no puede ser.
- Por supuesto , debemos hacer algo. Y pronto.

Los hombres se bajaron en el once y se perdieron en el pasillo lateral.


Al cerrarse la puerta del ascensor, Vicente pensó ¿Quién habría faltado
ayer? Y enseguida ¿Qué habría hecho el enmascarado en su lugar?
Entonces, comenzó a pasar revista a un listado imaginario con los nombres
de cada uno de los empleados de “La Principal”. A unos los identificaba por
el nombre, a otros por el apellido y a varios más los recordaba por detalles
como la petisa de remera roja, la morocha de la minifalda azul, el flaco alto
con cara de japones y corbata finita,etc.
¿De quién hablarían el Dr. Ordoñez, presidente de la empresa y Gutierrez,
el jefe de personal? ¿Quién habría faltado ayer? Y sobre todo ¿Por qué
hablaban en voz tan baja, con ese aire tan enigmático de algo que le harian
a alguien de la empresa que estaba definitivamente condenado?
La tarde transcurrió tranquila, con viajes silenciosos de pocos pasajeros,
hasta que en el siguiente viaje al piso once, subió Betty, la Jefa de
Contaduría de “La Principal”.

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Enseguida supo que esta era su oportunidad de averiguar quién había
faltado el día anterior. Al principio le preguntó cómo andaba, si seguía
fumando tanto y ella le reveló que sí, que casualmente, ahora bajaba a
comprarse dos atados. El, cambiando de tema, le dijo que a la que hacía
tiempo que no veía era a Leonor, la chica nueva y ella le contestó que allí
estaba siempre, sentada en su escritorio todo el santo día frente a ella.
Al llegar a planta baja y despedirse, Vicente comprendió que ya no
obtendría de ella ninguna otra información.
Mientras pasaban las horas, las posibilidades de averiguar algo se
reducían. Los viajes se sucedían uno tras otro y casi ningún empleado de la
empresa estaba fuera de su puesto o bien, alguno que bajaba hasta el
kiosco a comprar algo, no era de suficiente confianza como para que él lo
encarara con tamaña pregunta.
Hasta que la salvación vino en forma de Tito, el extrovertido cadete de la
empresa.
Tito era todo un personaje. Llevaba sus 17 o 18 años con mucho orgullo y
se desplazaba dentro y fuera de la empresa con la desenvoltura de un
gerente desfachatado.
Venía cargado de sobres de diferentes tamaños, paquetes de galletitas,
atados de cigarrillos y una selección de pastillas varias que llevaba con gran
soltura en un equilibrio inestable.

- ¿Querés una, Vicente? – le ofreció haciendo malabarismos con la mano


libre que abría hábilmente un paquete de pastillas.
- Bueno, gracias. – dijo Vicente mientras se demoraba quitándole el
envoltorio cuidadosamente y aguardaba que viniera más gente para
iniciar el viaje.
- Decime , Tito. Vos que lo sabés todo. Le hice una apuesta a un amigo y
le dije que tu empresa es todo un ejemplo. Allí nunca falta nadie.
- ¿En serio que apostaste a eso?
- Sí. Y tomamos el día de ayer y yo le aposté que ayer habían venido
todos como siempre. ¿Vos sabés algo?
- No es tan así. Somos gente cumplidora , pero no es para tanto. Está
bien que yo, hasta ahora, nunca falté. Pero, a ver, dejame pensar.

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¿ A ver? Ayer a Matías no lo ví en todo el día. Ese puede ser. Ah, no!
Ahora que me acuerdo, estaba en comisión. Ese no faltó.

El ascensorista miró hacia ambos lados del pasillo a ver si venía alguien
más, oprimió el botón del piso once y se introdujo la pastilla en la boca,
mientras una explosión de menta le estallaba en la garganta.

- ¿ Y nadie más?
- ¿ Y qué se yo? Dejame pensar. Lucía, Enzo, Colombres… No, estaban
todos. ¡Ya sé! ¡Ledesma!
- ¿Quién?
- Julio Ledesma, de archivo. Ese flaquito, tímido, medio tucumano, que no
habla con nadie.
- Ledesma…¿Y hoy, vino?
- Sí, después cuando se vaya lo vas a reconocer enseguida, porque
siempre mira hacia abajo. Y tiene un traje beige que no se lo saca ni
para dormir y hoy, creo que vino con una corbata roja.
- Creo que lo ubico, siempre saluda como si estuviera pidiendo permiso.
- No sabés. Pobre tipo. Hace dos meses tuvo una nena que le nació con
problemas, pero por favor no digas nada. Yo me enteré de casualidad.
Pero el tipo falta para llevar la nena al hospital y no le dice nada a nadie
porque no quiere que nadie se entere. Y cada vez que Gutiérrez le
pregunta por qué faltó, el tipo baja la vista y le dice que no se sentía con
ganas. ¡Uy, llegamos! Y perdonáme, pero creo que perdiste la apuesta.
- No importa, Tito. Gracias por el dato.

Ahora que sabía quién había faltado, sólo cabía esperar la hora de salida
para reconocer a Ledesma.
De pronto, se sentía exultante y como no había movimiento a esa hora,
decidió levantar la tapa del banquito alto donde guardaba su revista y
consideró que ese era un buen momento para premiarse con las aventuras
de Flashman, el Justiciero.

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Luego de una media docena de viajes intrascendentes, como él los llamaba,
se estaban haciendo las seis de la tarde , hora de salida del personal de
algunas oficinas del edificio.
Por supuesto, no todos salían a la misma hora. Así como los de “Turismo
Siete Lagos” y los de la agencia de publicidad , eran de los últimos en irse,
las chicas de la Compañía Tabacalera del Norte eran sumamente puntuales
tanto para entrar a las nueve como para irse a las seis. Lo mismo sucedía
con los empleados de “La Principal” que seguramente, comenzaban a
prepararse a las seis menos cuarto, porque a las seis en punto estaban
todos listos esperando el ascensor.
Llegado el momento, no quería perder la oportunidad de reconocer a
Ledesma, de modo que aguardó en planta baja hasta encontrarse con
Recalde y le pidió que se ocupara de los otros pisos y que le dejara el diez y
el once que él “los desagotaba”.
Al llegar al piso diez, el ascensor se llenó rápidamente. Vicente, de un
vistazo, comprobó que allí no viajaba Ledesma y tuvo que discutir con
algunos que pretendían subir a toda costa y hasta tuvo que bajar a un par
de pasajeros porque excedían la cantidad permitida.
Al realizar un segundo charter, como lo llamaban con Recalde cuando
realizaban viajes directos sin paradas en otros pisos, el ascensor se volvió a
llenar, Ledesma tampoco estaba y los reclamos eran mayores por la
demora.
Cuando por fin llegó al piso once, echó un nuevo vistazo y de pronto, entre
Betty , Leonor y un tipo alto de contaduría vió el rostro esquivo de Ledesma.
Mientras todos parecían hablar a la vez, Ledesma, pegado a la pared del
fondo, no hablaba con nadie y parecía estar sufriendo interiormente.
Incluso, una o dos veces, pasó su dedo índice por el cuello de su camisa
como para aflojarlo, resoplando en una clara señal como si le faltara el aire.
Al bajar, todos se despidieron de Vicente y hasta se empujaban unos a
otros para salir antes.
Ledesma fue el último en bajar y cuando se despidió educadamente,
Vicente buscó sus ojos esquivos y a su hasta mañana le agregó una
sonrisa.

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Las siguientes dos semanas, transcurrieron sin grandes novedades. Hubo
un poco de movimiento por el posible alquiler de las oficinas del cuarto y del
séptimo piso, que estaban desocupadas y el casting convocado por la
agencia de publicidad, alegró las tardes de Vicente con modelos de
veintidós a veinticinco años, que parecían competir no sólo en su actitud
sexy, sino hasta en el tono de voz ronca con el que, seductoramente, como
si le estuvieran pidiendo otra cosa, le suplicaban: por favor, al nueve.
El siguiente lunes, amaneció lluvioso. Eso lo puso algo molesto porque los
pasajeros mojados, además de chorrearle todo el piso del ascensor con la
descarga del agua de los paraguas, capitalizaban como único tema de
conversación el estado del tiempo.
Así se sucedieron varios viajes, hasta que a media mañana, con cinco
pasajeros a bordo y justo antes de cerrarse las puertas, sorpresiva, e
inexplicablemente secos, se introdujeron el Dr. Ordoñez y Gutiérrez, quien
asintió con la cabeza con un Buenas, mientras Ordoñez, tal como era su
costumbre continuó sin saludar. Ante ese hecho, Vicente había desarrollado
una técnica para ridiculizar a su adversario. A viva voz, muy amablemente y
mirándolo a los ojos, saludó con un: Buenos días, Dr. Ordoñez. Y ante el
palpable silencio, todo el ascensor se volvió hacia el personaje maleducado
que, visiblemente molesto, no respondió al saludo.
Vicente sonrió interiormente y volvió su cabeza hacia el tablero aguzando
sus oídos , esperando que comenzaran las primeras conversaciones.
El murmullo no se hizo esperar. A los consabidos comentarios sobre la
lluvia que parecía no parar, escuchó confusamente la conversación entre el
Dr. Ordoñez y Gutiérrez, que esta vez parecían hablar en voz aún más baja.

- Quiero que desaparezca. – dijo Ordoñez.


- Dame tiempo hasta fin de mes para preparar su “liquidación” – contestó
Gutiérez.

Vicente parpadeó al escuchar esa palabra.


Ordoñez agregó algo más que no se pudo escuchar y por último añadió:
- …Me parece que, antes del fin de semana, a ese lo “liquido” yo.

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Vicente se quedó frío mientras bajaban dos chicas del quinto, junto a
Fleischman, el abogado. Luego paró en la agencia donde bajaron un
creativo y un hombre de cuentas y al llegar al piso once, sólo se limitó a
abrir la puerta sin dejar de mirar fijamente al tablero que tenía delante de
sus narices.
Los hombres bajaron en silencio, sin mirarlo.
Al llegar a planta baja, Julio Recalde se acercó y comenzó a hacerle un
monótono y predecible comentario sobre la lluvia, pero Vicente estaba
ausente, pensando en lo que acababa de escuchar. Tal vez, debía hacer
algo con su vida. Algo valioso. Algo heróico. Algo que llenara de orgullo esa
vida gris y sin sentido que habitaba todos los días. Y tal vez, estaba escrito
en su destino que él era el elegido, como el enmascarado justiciero, él
también tenía una misión, él era quien debía “salvar” a Ledesma, de una
muerte segura. Y así lo haría.
En los siguientes viajes, actuó como un autómata pensando que debía
elaborar un plan. Después de lo que había escuchado, Gutiérrez quedaba
descartado. Evidentemente el asesino de Ledesma sería el repelente Dr.
Ordoñez. Y debía hacer algo pronto, sólo faltaban cuatro días para el fin de
semana, porque el sábado ya sería fin de mes. Mientras una y otra vez
escuchaba en su cabeza “… a ese lo “liquido” yo.”
Tal vez, tendría que …

- Tercero, por favor.


- Siete.
- La agencia esa de publicidad ¿ es en el nueve, verdad?
- Sí, Publika.
- Gracias, allí voy.

Tal vez, lo primero que tenía que conseguir era…

- Un momento, no se vaya. Voy al ocho.


- Arriba que nos vamos.

Tenía que conseguir a alguien que lo hiciera por él. ¿Pero quién? El no conocía

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a ese tipo de gente. El era un hombre honesto que no se codeaba con
malandras ni asesinos.
Además, una cosa era salvar a Ledesma y otra muy distinta matar a una
persona. ¿Matar?¿Pero de qué estaba hablando? La sola idea le daba
escalofríos. ¿Cómo a un tipo como él se le ocurría una idea semejante?
Hablar de la muerte de alguien era llegar demasiado lejos. Y la verdad era que
él no era capaz de matar ni una mosca. El, ni siquiera era capaz de lastimar o
herir conscientemente a alguien. Decididamente, la muerte era un límite que no
estaba dispuesto a atravesar.
Ahora, bien, tampoco podía permitir que el Dr. Ordoñez matara impunemente a
Ledesma delante de sus narices, sin que él hiciera nada para impedirlo. Cada
vez, la solución se le presentaba más clara: tenía que conseguir a alguien que
lo hiciera por él. Y él no conocía a nadie.
Sin embargo recordaba que una vez Recalde le había dado la tarjeta de un tipo
muy extraño, que viajó con él a solas. El tipo se iba a encontrar con un cliente
de la compañía de seguros y aprovechó el viaje a solas, para ofrecerle sus
servicios. Parece que se ocupaba de fingir hurtos, falsos robos en casas de
familia, hacía desaparecer automóviles para que sus dueños cobraran el
seguro, y si se daba el caso, por supuesto, por un precio mayor, también podía
hacer desaparecer personas.
Vicente había quedado muy impresionado, en aquella ocasión, y recordó que
tal vez, todavía tuviera la tarjeta en su billetera. Buscó en los distintos
compartimientos y justo detrás de un pequeño y resquebrajado calendario del
año pasado, la encontró.
Por supuesto, el oficio que aparecía en la tarjeta era una fachada, aunque
pensándolo bien, algo tenía de cierto.
El texto simplemente decía:
Ricardo Sanders
“El Mago”
y daba un número de teléfono.
Vicente introdujo rápidamente la tarjeta en el bolsillo derecho de su saco, como
si temiera que alguien pudiera verla.

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Por un instante, pensó en el pobre Ledesma, tan ajeno a todo lo que pudiera
sucederle y enseguida decidió que esa misma noche, al salir del trabajo
llamaría a “El Mago”.

- Buenas noches. Por favor, con Ricardo Sanders.


- ¿Quién habla?
- Bueno, usted a mí no me conoce. En realidad, un amigo me dio su
tarjeta.
- Yo no soy Sanders. ¿Por qué asunto es?
- Es por una ….consulta…cómo le diría…
- Cuidado con lo que dice.
- Quisiera contratarlo para una …digamos…animación.
- Comprendo. Ahora le doy con él.

Luego de dos minutos extremadamente largos, una voz grave contestó el


teléfono.

- Habla Sanders, diga.


- Sanders, mucho gusto. Mire un amigo me dio su tarjeta y necesito hablar
con usted cuanto antes sobre un trabajo.
- Bien. No me explique nada por teléfono. ¿ Dónde está usted?
- En Avenida de Mayo entre Perú y Chacabuco. Tal vez, podríamos
encontrarnos mañana en un bar.
- Mañana martes, no puedo.Pero tal vez, el miércoles,a ver…en el
“London” ¿Lo conoce?
- Si, por supuesto, en la esquina con Perú.
- ¿A las seis está bien?
- No, vea. Yo termino a las ocho. ¿Ocho y cuarto le parece bien?
- Allí lo espero.
- Pero no nos conocemos.
- Traiga un diario y aunque esté sentado, déjelo doblado bajo el brazo. Yo
soy puntual. ¿ Cuál es su nombre?

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Vicente estuvo a punto de revelarle su verdadero nombre, pero enseguida
pensó que era mejor que nadie supiera su verdadera identidad.
Seguramente, Sanders también era un nombre falso.

- Eduardo – mintió Vicente. – Eduardo Rodríguez.


- Bien, Eduardo. Mañana lo espero allí. Y venga solo.
- No hay cuidado. Buenas noches.
- Buenas noches.

Al colgar, Vicente sintió un nudo en el estómago al comprender que


acababa de poner en funcionamiento la cuenta regresiva de una máquina
de matar. Ya no había tiempo de volver atrás. Luego, pensó en Ledesma.
Esta era su oportunidad de salvar una vida, aunque tuviera que ofrendar
otra a cambio.
Al salir del bar, sintió un gusto amargo en la boca.
Había dejado de llover y la Avenida parecía más triste esa noche. Los taxis
pasaban lentos como prostitutas sedientas.
Se dirigió a la parada. Todavía debía tomar dos colectivos para llegar a su
hogar donde, desde que su compañera había muerto hacía diez años,
nadie lo esperaba. Por un instante, sintió una desazón pensando en el
largo viaje.
Decididamente, vivía demasiado lejos.

El martes amaneció nublado y fue un día tan vacío e intrascendente que


hasta Vicente prefirió olvidar.
En cambio, el miércoles, pese a que el cielo había amanecido plomizo,
sorpresivamente, un rotundo rayo de sol partió la avenida en dos,
llenándola de una esperanza que se reflejaba en un alborotado vuelo de
palomas que volaban en círculos cada vez más grandes.
Para los demás, tal vez, fuera un día más,
Pero Vicente sentía que ese era un día de mucho trabajo.
Debía averiguar varias cosas antes del encuentro con Sanders y sobre
todo, debía ordenar sus ideas.

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Por un lado, tenía que elegir cuál sería la manera de eliminar a Ordoñez. Al
no tener fotografías de su futura víctima, debía resolver el modo de
indicarle a Sanders quién era Ordoñez para que lo identificara y lo siguiera
sin levantar sospechas. Debía evitar hablar con Sanders dentro del edificio,
porque Recalde podría reconocerlo y se sorprendería de saber que Vicente
lo conocía y además…

- Quinto, por favor.


- Ocho.
- …pero eso fue en el primer tiempo, porque después del penal, Lorenzotti
se agrandó y hubo dos jugadas que hicieron tembar a Batista.
- A ese arquero no hay nadie que lo haga temblar.
- Por favor, al tercero.
- Como no. Arriba, que nos vamos.

El auto…- pensó Vicente. – El Dr. Ordoñez viene a trabajar en su BMW y


cuando regresa , a eso de las siete, llega hasta la playa de estacionamiento,
lo pone en marcha y se va. Tal vez, Sanders pueda seguirlo en otro
automóvil y en el trayecto hacia la casa de Ordoñez, pueda encerrarlo,
hacerle hacer alguna brusca maniobra que lo desvíe de la ruta haciéndole
perder el control del vehículo o dispararle a corta distancia.
De cualquier manera, el problema más grave que tenía por el momento, era
cómo hacer para que Sanders identificara al Dr. Ordoñez, sin que él
quedara expuesto.
Continuaron los viajes durante toda la mañana, y llegó a la conclusión de
que no debía preocuparse por los detalles. Después de todo, Sanders era
un especialista, sabría cómo hacerlo y por algo lo llamaban “El Mago”.
En el viaje siguiente subieron dos muchachos que iban al ocho, una chica
que iba a Fleischman y mezclado entre ellos, subió Ledesma. Después de
un buenos días dijo once y bajó la vista. Tenía grandes ojeras y todo el
aspecto de haber pasado la noche sin dormir.
Ultimamente, cada vez que Ledesma o el Dr. Ordoñez subían al ascensor,
se sentía sumamente nervioso.

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Cuando subía Ledesma tenía ganas de hablarle, de tranquilizarlo, de decirle
que todo iba a salir bien. El iba a salvarle la vida. Pero sabía que no podía
hablar con nadie. Nada debía vincularlo con un asesinato.
Y cuando subía Ordoñez, sentía un nudo en el estómago ante su sola
presencia. A veces le parecía que Ordoñez, en plena conversación, lo
observaba detenidamente, como si sospechara algo.

En los viajes que siguieron después del almuerzo, un nuevo terror se instaló
en su mente. Sanders era un profesional y, seguramente, no sería nada
barato. ¿ Cómo podría él, con su pequeño sueldo de ascensorista, pagar
por tamaño trabajo?
Por lo poco que había leído en historietas, o por lo que había visto en las
películas, en el mundo del hampa, las deudas son sagradas. Se pagan por
las buenas o por las malas.
Este tema lo torturó durante toda la tarde, hasta que lenta e
inexorablemente, se hicieron las ocho menos cuarto de la noche.
Como lo hacía habitualmente, Vicente se cambió con su ropa de calle.
Primero colgó prolijamente su traje de ascensorista, lo alisó y acomodó
exageradamente y lo guardó en el pequeño placard del cuarto donde
compartía también algunos instrumentos de limpieza como escobas, baldes
y escobillones. Luego tomó su camisa escocesa, se colocó sus pantalones
de franela gris, sólo un poco más oscuros y arrugados que los del traje del
uniforme y por último se calzó su incansable saco marrón de invierno.
Luego tomó un gran peine que guardaba en el bolsillo izquierdo del saco y
mirándose en un pequeño espejo circular que colgaba detrás de la puerta y
que habían adquirido a medias con Recalde, lenta y obsesivamente,durante
varios minutos comenzó a peinarse. Después se acomodó el cuello de la
camisa y con un suspiro que acumulaba, tal vez, todo el hastío del día,
apagó la luz y cerró la puerta despacio.

El “London” era un bar con mucho movimiento durante el día y solía tener
sus mesas permanentemente ocupadas, pero a la noche, cuando faltaba

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poco para cerrar, bajaba la iluminación general del local y sólo se ocupaban
unas pocas mesas.
Vicente llegó a las ocho y diez y se ubicó en un rincón, en una mesa del
fondo. Por un instante se tentó con leer el periódico que acababa de
comprar, pero enseguida recordó que debía plegarlo y ponerlo bajo su
brazo para que Sanders lo identificara.
Antes de llamar al mozo echó una mirada alrededor.
En una de las mesas, una chica sola, perfeccionaba su maquillaje frente a
un pequeño espejo que había extraído de su cartera,
En otra, una pareja parecía estar discutiendo en forma contenida.
En distintos ángulos, había mesas ocupadas por hombres solos, que
perdían el tiempo fumando o mirando cansadamente hacia la calle.
Cuando llegó el mozo, pidió un café y comenzó a preguntarse si había
elegido bien la ubicación. Estaba a dos mesas de la mesa ocupada más
cercana. Sabía que debía ser discreto y hablar en voz baja y esperaba que
Sanders también lo fuera.
A las ocho y cuarto estaba sumamente impaciente y no sabía si beber su
café o esperar a Sanders como símbolo de cortesía.
Sorpresivamente, la puerta se abrió y apareció un hombre de unos cuarenta
años, muy bien vestido, que echó una mirada general al local, como
escrutando cada mesa.
Vicente se paralizó. No esperaba que ese fuera Sanders y si bien no tenía
una idea formada de cómo sería físicamente un asesino, nunca lo había
imaginado así.
El hombre giró levemente la cabeza hacia el lado opuesto y con una sonrisa
seductora, avanzó hacia la mesa de la chica sola que, rápidamente, y con
una amplia sonrisa, guardó el espejo en la cartera y le dio la bienvenida con
un beso.
Fue en ese momento, al volver la cabeza, que se sobresaltó. No estaba
solo. A su derecha, sentado a su mesa estaba Sanders tendiéndole la
mano.
- ¿ Eduardo?
Vicente tardó en contestar. El corazón le latía tan a prisa que parecía
desbocado.

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- S…Sí.- contestó, afirmando también con la cabeza.
- Ricardo Sanders – dijo el otro y recién allí Vicente le tendió su mano que
Sanders apretó como si quisiera desarticularla por completo.
- ¿Por dónde entró? – preguntó VIcente.
- Yo estaba aquí antes que usted. En esa mesa. – dijo con mirada pícara,
señalando una mesa del costado a la que Vicente no había prestado
demasiada atención.- Tengo que tomar mis recaudos. Debía
cerciorarme de que no fuera una trampa. Y de que usted viniera solo.
- Comprendo. –dijo, mientras de un trago terminaba su café.
Al llegar el mozo, Sanders agregó:
- Me cambié a la mesa del señor. Y traigame otro café.
- ¿Y usted? – preguntó el mozo mirando a Vicente, visiblemente molesto
por el cambio de mesa.
- Yo también, pero el mío, cortado.

Luego que el mozo se alejara a una distancia prudencial, Sanders abrió el


fuego y comenzó a hablar en voz baja.

- Bien. Usted sabe lo que hago. Quiero que me cuente sintéticamente qué
es lo que quiere que haga, cuando y dónde.
- Bueno.- dijo Vicente y por primera vez pareció estudiar a su interlocutor.

Sanders era un tipo morocho, de unos treinta y cinco años, de aspecto


deportivo y con el pelo teñido de castaño oscuro. Tenía la piel de la cara
curtida con colores ligeramente distintos, como si alguna vez se la hubiera
quemado. Su nariz aplastada era típica de boxeador y vestía simplemente
una remera roja, jeans y unas impecables zapatillas blancas.

- Esto es sólo una consulta. – comenzó Vicente – Después veremos si…


- Adelante.
- Hay un tipo, presidente de una empresa, que antes del fin de semana,
va a cometer un crimen.
- Ajá.
- Y yo quiero evitarlo.

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- ¿Y cómo?
- Eliminándolo a él, antes.
- Bien. Vayamos por pasos. ¿Dónde trabaja usted?
- Aquí a media cuadra. De la vereda de enfrente. En el 666 de la Avenida.
- ¿Y qué hace?
- Soy ascensorista.
- ¿Y cómo se enteró que ese hombre va a cometer un crimen?
- Trabajo en el mismo edificio y, justamente, en uno de los viajes, hablaba
en voz baja con otro y lo escuché claramente,
- ¿Tiene alguna foto del él como para que pueda identificarlo?
- Precisamente, ese es el problema. No la tengo. El es el presidente de
“La Principal” Compañía de seguros que está en el piso diez y once del
edificio.
- Un momento. Yo conozco ese edificio.
- ¿En serio?- mintió Vicente como si no supiera que había hablado con
Recalde.
- Sí. Es como una galería que da a Hipólito Yrigoyen. Y una vez fui a “La
Principal” porque un cliente quería que yo estuviera presente y leyera
detenidamente todas las cláusulas de su póliza antes de firmarla.
- ¿Para qué?
- El quería que yo hiciera desaparecer su coche y antes de asegurarlo,
quería estar seguro de que se lo pagarían.
- ¿ Y lo logró?
- Por supuesto. Primero hubo que esperar algún tiempo antes de hacerlo,
pero después, tardaron en admitir que el automóvil se había esfumado
para siempre, pero le tuvieron que reconocer el cien por cien de lo que
marcaba la póliza. Pero vayamos a lo nuestro. ¿ Cómo supo de mí?
¿Quién me recomendó?

Vicente se puso pálido. No podía contestar vagamente, porque eso pondría


furioso a Sanders. Pero si él mencionaba a Recalde, tarde o temprano,
Sanders hablaría con él, agradeciéndole, y Recalde comenzaría a hacerle
preguntas a Vicente. Y como si eso fuera poco, “El Mago” no tardaría
mucho en descubrir que él no era Eduardo sino Vicente.

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Sanders lo miró con recelo, porque estaba tardando demasiado en
contestar.

- Un amigo …del edificio.


- ¿Pero quién?
- El otro ascensorista, Recalde…
- Ya lo ubico. ¿Uno de bigotes?
- Sí. El me dió una tarjeta suya el año pasado, por si alguna vez la
necesitaba. Por suerte, me acordé…y aquí estamos.
- Muy bien.
- Pero hay un tema que quiero aclararlo de antemano.
- Diga.
- Yo soy de los que piensan que “un secreto es un secreto cuando no se
lo comparte con nadie” Y la verdad, no quisiera que Recalde sepa nada
de este asunto. No quiero dejar ningún cabo suelto.
- Descuide. Para los demás, yo a usted no lo conozco. Y a mí también me
interesa que cuando la policía comience a interrogar, nadie empiece a
atar cabos.

En ese momento se abrió la puerta del bar y un tipo calvo, de campera


negra, echó una mirada escrutadora a cada uno de los presentes y al verlos
a ellos, en la mesa del fondo, se dirigió hasta allí como si fuera a hablarles y
se sentó en la mesa de al lado, no sin antes volverlos a mirar.
Sanders y Vicente se miraron y sin decir palabra, de común acuerdo,
decidieron hablar en voz aún más baja.

- ¿Cuánto tiempo tenemos? – dijo Sanders en un susurro.


- Tenemos que actuar rápido. –dijo Vicente – El amenazó con hacerlo
antes del fin de semana. Hoy es miércoles, nos quedan sólo dos días.

Luego de decir “tenemos” y “nos quedan”, Vicente comprendió que se


estaba involucrando demasiado, como si fuera un cómplice de Sanders.
Debía tener más cuidado sobre la forma de tratar el tema. Después de todo,
él era un simple cliente que encargaba un trabajo.

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Sanders extrajo un pequeño anotador del bolsillo trasero de su jean junto a
una lapicera, escribió algo y enseguida lo colocó delante de Vicente.
El texto decía:
¿Cuál es el nombre del sujeto? No me lo diga. Escríbalo.

Rápidamente comprendió que esa actitud era una forma de proteger la


privacidad. Desde ninguna mesa, por más que aguzaran el oído, podrían
saber de quién estaban hablando. También recordó que muchas veces
llegaba correspondencia para Ordoñez y allí pudo conocer su nombre
completo.
Con la letra más clara que pudo, escribió:
Dr. Julio Aníbal Ordoñez
Y enseguida giró el anotador hacia Sanders, quien luego de leerlo, agregó
en voz baja:
- ¿Tiene automóvil?
- Sí. Por comentarios de sus empleados, sé que tiene un BMW negro con
vidrios polarizados. Y lo estaciona en una playa de estacionamiento que
está junto al edificio. Lo que todavía no he resuelto es cómo usted va a
poder identificarlo si yo no le indico cuál es Ordoñez.
- De eso no se preocupe. Tengo mis métodos.

En ese momento, el calvo de campera negra, luego de beber un trago de


whisky, giró la cabeza lentamente hacia ellos, no tanto por curiosidad, sino
con el movimiento mecánico de una vaca cansada.
Sanders y Vicente guardaron silencio y le devolvieron una dura mirada, pero
el tipo pareció no registrarlos.
Vicente comenzó a peinar con la mano su abundante cabello blanco, una y
otra vez. Ese era un gesto inconsciente que él hacía cuando estaba
sumamente nervioso.

- Ahora, viene un tema delicado.- dijo y tragó saliva.- Se trata de saber


¿cuánto me saldría este trabajo?
Sanders también pareció ponerse nervioso, porque sacó un atado de
cigarrillos aplastados, enderezó uno haciéndolo girar sobre la mesa y

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lo encendió al primer intento con un reluciente encendedor de oro,
que tenía todo el aspecto de no haber sido comprado por él.

- Vamos a ser claros. Dentro de los dos próximos días, yo resuelvo su


problema. Y una vez liquidado el asunto, usted me abona mis ocho mil
pesos. – dijo Sanders en voz muy baja.

A Vicente se le revolvió el estómago. Ni en la más negra de sus pesadillas


había imaginado una situación semejante. Por salvarle la vida a una
persona, de pronto se veía envuelto en una deuda impresionante, cuando él
apenas llegaba a ganar seiscientos pesos por mes.

- Mire Sanders. – dijo Vicente.- Voy a ser sincero con usted. Creo que el
precio del trabajo es justo por el riesgo que representa. Eso no lo
discuto. Pero en mi caso, ocho mil pesos es una cifra inalcanzable.

- Si no los tiene, no hablemos más. Hasta acá llegamos. A lo sumo


perdimos un par de horas tomando café. – dijo Sanders con una mirada
seria que Vicente nunca le había visto antes.

- Por favor. - dijo Vicente. – No se lo tome así. Tal vez, haya alguna
alternativa.

- ¿Alternativa? ¿Qué alternativa?

- No sé. Algo…

- Mire,Eduardo. Matar a un tipo no es un juego de niños. Y no dejar


huellas, sólo puede hacerlo un profesional como yo. De modo que
tómelo o déjelo.

- ¿Y de qué otro modo podría pagarle?

- ¿De qué otro modo?

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- Sí. Si por ejemplo yo le brindara algún servicio. Si yo le diera
información… En mi ascensor sube mucha gente con problemas y a
veces escucho cosas que no debiera.

- Por ejemplo…

- ¿Y qué se yo? La semana pasada subió una pareja que había chocado
el coche que manejaba ella. Y no se ponían de acuerdo sobre lo que
debían decir. Si manejaba él, la póliza reconocía su parte. Pero si
manejaba ella, no recibían casi nada. En mi caso, yo podría
recomendarlo a usted.

- Ajá.

- Otro día subieron dos tipos que salían de ver al abogado y necesitaban
urgente comprar un testigo. Yo podría haberles dado su tarjeta.

- Déjemelo pensar,

- El ascensor es un lugar privilegiado. Muchos ensayan lo que deben decir


y lo que no, antes de llegar. Otros suben despistados y no saben a quién
recurrir. Bien, yo estaría allí para recomendarlo.

- Sí. Después de todo, no sería la primera vez que hago un “pacto” de


esa naturaleza, pero requeriría un compromiso muy, muy serio de su parte.

En ese momento, el tipo calvo de campera negra abrió su billetera, colocó


un par de billetes bajo el vaso de whisky y haciéndole una seña al mozo, se
levantó y se fue, sin mirar otra cosa que la puerta de salida.
Sanders y Vicente le clavaron la mirada en la nuca y no la despegaron
hasta que el tipo desapareció en la Avenida.

- El tema es que necesitaría muchos de esos trabajos para pagar su

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deuda.
- Todos los que usted diga.

- Y no debe extenderse en el tiempo, por que sino dejaría de ser negocio


para mí.

- Perfecto. Creo que es un buen acuerdo y los dos saldremos ganando.

- Entonces va a necesitar esto.- dijo Sanders, mientras sacaba un fajo de


tarjetas personales y separaba unas veinte para entregarle.

Vicente las miró como si fuera la primera vez que las veía y luego, mirando
sigilosamente a ambos lados las guardó en el bolsillo del saco.

- Una cosa más .-dijo Sanders con aire severo.- Apenas nos estamos
conociendo pero quiero que sepa una cosa: no soporto que me mientan.
¿Está claro?

- S..Sí. .- dijo Vicente acompañando la afirmación con la cabeza.

Por un instante, la luz cambió. SI bien el interior de la confitería continuaba


en penumbras, un resplandor rojo iluminó de pronto la cara de Sanders.
Vicente se sobresaltó porque la luz no parecía venir de afuera, sino del
interior mismo de su rostro. Todo sucedió como en cámara lenta. El
pinchazo en el dedo, la hoja que recogía la huella, los ojos inyectados que
lo miraban fijo y la sentencia que decía: “Esto es todo lo que necesito,
compadre. Es la garantía de que usted va a cumplir exactamente con lo
pactado. Exactamente, o si no…”- decía Sanders aunque no parecía la voz
de Sanders. Y de pronto, como una alucinación, todo se esfumó. Volvió el
resplandor verde de la penumbra y la paz del “London”, mientras Vicente
intentaba infructuosamente bajo la poca luz, tratar de verse la incisión en
forma de cruz en el dedo pulgar, pero era imposible. Tal vez, el terror de
asumir un compromiso que lo sobrepasaba, le había hecho pensar cosas

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raras. De modo que aunque estaba aún temblando y dudaba de lo que
realmente había ocurrrido, decidió calmarse.
- Disculpen señores. -dijo el mozo, dirigiéndose a ambos – Si me
permiten, les voy a tener que cobrar porque vamos a cerrar.

Vicente se adelantó y tomando los tickets de ambos, se hizo cargo de la


cuenta, dejando la propina sobre la mesa.

- ¿Tan temprano cierran? – preguntó Sanders mirando el reloj en forma


exageradamente calma, como si nada de lo que recién había pasado,
hubiera pasado realmente.

- Así es.- dijo el mozo, alisando los billetes, mientras se alejaba de la


mesa como si no quisiera tener que quedarse para dar más
explicaciones.

- ¿Cómo sigue esto? – preguntó Vicente.

- No se preocupe. Ya tengo el nombre, se qué auto tiene, dónde lo guarda


y que se va, casi siempre, a eso de las siete. Con eso tengo bastante. Y
no me llame. Yo lo llamaré. Deme su teléfono. – dijo Sanders acercándole
el anotador que continuaba sobre la mesa.

- Le doy el del trabajo porque en casa no estoy nunca. Si llama a la


Compañia Tabacalera del Norte, las chicas me conocen y me avisan
enseguida. – dijo Vicente mientras anotaba el número y de pronto, comenzó
a ponerse pálido al comprender que Sanders lo llamaría preguntando por
Eduardo Rodríguez. Allí le dirían que no lo conocían, él aclararía que
quería hablar con el ascensorista de pelo blanco, entonces la chica le diría:
Ah! Entonces usted quiere hablar con Vicente, no con Eduardo. Espere un
segundo que ya lo llamo.

- ¿Se siente bien?- preguntó Sanders en un inesperado gesto de


humanidad.

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- Ya me va a pasar. – contestó Vicente mientras un sudor frío corría por
su espalda. – Le explico. Si llama allí, tiene que preguntar por Vicente
porque a las chicas , una vez, les hice creer que me llamaba Vicente y
desde entonces, todas me llaman así.

- ¿Vicente? –repitió Sanders con cara de asco, como si no hubiera un


nombre más horrible en el mundo.

- ¿Vamos? – dijo Vicente como para darle un corte al asunto.

Sanders guardó el anotador y la lapicera en el bolsillo trasero del jean y


ambos hombres se levantaron y se dirigieron a la puerta.

- Jamás pensé que sería tan difícil matar a una persona.- pensó Vicente ,
pero no lo dijo.

Al llegar a la puerta, sólo quedaba una mesa ocupada por un hombre que,
intentaba leer un diario,acercándolo a escasos diez centímetros de sus ojos
mientras una luz pálida parpadeaba intermitentemente.
Cuando salieron a la calle, la luz se apagó.
El cambio de temperatura fue brusco. Del aire acondicionado de la
confitería, al calor de la avenida, sumado al vaho caliente que salía de la
rejilla de ventilación del subte,el choque producía una sensación pegajosa y
extraña.

- Usted no me llame, a menos que haya surgido un nuevo trabajo. Y si me


llegara a ver rondando por aquí, no nos conocemos.- dijo Sanders y
agregó.- Todo saldrá bien.Y usted se enterará solo, sin que tenga
necesidad de avisarle. ¿De acuerdo?

- De acuerdo.- dijo Vicente, y cuando comenzaban a separarse, agregó:


¿cómo lo hará?

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- Mire, cuanto menos sepa usted de todo esto, mejor. – dijo Sanders y
ambos partieron con rumbos distintos.

Mientras se dirigía a la parada del colectivo, Vicente pensaba en mil cosas.


¿Qué arma utilizaría Sanders para asesinar a Ordoñez? ¿Por qué se había
negado a contarle cómo lo haría? Pensaba en cómo, poco a poco, él que
era un hombre honesto, un simple ascensorista, se había involucrado con
los acontecimientos de tal forma, que estaba a un paso de convertirse en
asesino.
Pensaba en Ledesma, a esa hora, preparando la cena en la cocina de una
casa, tal vez, tan humilde como la suya. Imaginaba a la beba, enferma,
tosiendo en su cuna y a su madre, impotente, postrada en la cama. De
pronto, las imaginó sin Ledesma, su único contacto con el mundo, su único
contacto con la vida. Esa imagen le daba fuerza como para seguir adelante.
Le daba la certeza de que lo que estaba haciendo era justo.
Mientras bajo la macilenta luz de la Avenida buscaba en el bolsillo derecho
del saco las monedas para el pasaje del colectivo, no tomaba conciencia de
que no tenía calle, no tenía mundo, porque era ascensorista desde los
veinte años y desde hacía cuarenta y seis años, vivía encerrado en esas
cuatro paredes metálicas. No leía diarios ni revistas de actualidad. Prefería
refugiarse en la fantasía de un comic, donde las cosas siempre terminaban
bien.
Cuando el colectivo comenzó a arrancar, Vicente comprendió que casi
pierde el viaje por estar totalmente distraido y tuvo que correrlo varios
metros hasta treparse, por fin, al estribo.

Entretanto, esa misma noche, en la vereda de enfrente, Sanders había


logrado llegar a la cochera y hablar con el cuidador para reservar un lugar
libre para el día de mañana.
El guardia le advirtió que la mejor manera de asegurarse un lugar por la
mañana era alquilarla ahora por un día y ya tendría reservado su lugar.
Sanders le advirtió que preferia una que estuviera bien cerca de donde su
amigo, el Dr. Ordoñez estacionaba su BMW negro. El cuidador le explicó

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que él no recordaba ningún BMW, que él era nocturno y entraba a las veinte
horas y se iba a las ocho de la mañana y tal vez, ese automóvil estuviera
estacionado allí durante el día y se fuera antes de que él entrara, pero de
todas maneras se iba a fijar en los registros.
Al rato volvió y le explicó que el único BMW que figuraba allí era la cochera
veintiseis que estaba ubicada al fondo y que tenía libre la veintisiete.
Sanders, con una amplia sonrisa, reservó la veintisiete, le pagó el día
completo por adelantado y luego, caminando lentamente, se perdió en la
Avenida.
El plan comenzaba a funcionar.

El jueves amaneció un hermoso día de sol. Vicente llegó al trabajo más


temprano que de costumbre como para no perderse nada, pero estaba
nervioso, había dormido mal.
Sentía que su vida había tomado otro rumbo. Un camino peligroso que
jamás había sospechado y del cual sería ya muy difícil salir. No sólo por el
crimen de Ordoñez, sino por la cantidad de trabajo sucio que se veía
obligado a ofrecer para saldar su endemoniada deuda con Sanders. Por
otro lado, “El Mago” era un frío asesino que no dudaría un instante en
hacerlo desaparecer de este mundo si él no cumplía con lo pactado.
A propósito, bajo la luz del ascensor,casi sin mirar, echó una mirada
distraída a su propio pulgar y un escalofrío lo invadió de pronto.Allí estaba
clara e impresionante la pequeña incisión que le hiciera Sanders, en forma
de cruz.
Los primeros viajes fueron rutinarios y comenzó a inquietarse a medida que
se acercaba la hora de entrada del Dr. Ordoñez. Aunque no era seguro que
tomara precisamente su ascensor, tenía terror de encontrarse con él.
Mientras tanto, a unos pocos metros de allí, un elegante Sanders , vestido
de traje gris plomo, presentando su ticket, le explicaba al cuidador de la
mañana que él, desde anoche, tenía reservada la cochera veintisiete. Luego
de buscarlo en los registros, el cuidador asintió, preguntándole si deseaba
reservarla también para mañana.

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- Depende.- dijo Sanders. –Antes tengo que solucionar un problemita que
tengo en el motor. Así que usaré la cochera como taller. Cualquier cosa,
le aviso.
- De acuerdo, señor. - contestó el otro y comenzó a llenar una planilla,
mientras él sonreía interiormente porque lo habían llamado “señor”.La
autoridad que daba un traje, nunca fallaba. El traje era un uniforme digno
que lo convertía automáticamente en un ciudadano respetable. Y ante
cualquier problema, eso era precisamente lo que quería que recordaran
de él.

Sanders avanzó hacia el fondo con el Ford Fairlane negro que esa misma
mañana le había prestado el gitano de la calle Warnes.
Aunque los automóviles no se parecían en nada, salvo en el color negro,
según su amigo, eso era lo más parecido a un BMW que le podía conseguir.
Al estacionar sobre el número veintisiete, notó que, tal como lo esperaba, la
cochera veintiseis permanecía vacía, de modo que Ordoñez no había
llegado todavía.Entonces, apagó el motor, encendió un cigarrillo y se dedicó
a esperar.
Por suerte, la cochera estaba a unos cincuenta metros de la casilla de la
entrada, lo cual le aseguraba que el guardia tendría una visión bastante
lejana de lo que ocurría al fondo el establecimiento.
Al apagar el tercer cigarrillo la imponente silueta del BMW se recortó en la
entrada, mientras se dirigía al fondo. El auto se acercó cauteloso y con una
audaz maniobra Ordoñez lo metió de culata.
Al ver los vidrios polarizados Sanders se abstuvo de girar la cabeza, pero
cuando el Dr. Ordoñez bajó con su maletín, Sanders le echó una mirada
despreocupada que era lógica para cualquier conductor que estuviera
estacionado y otro automóvil se ubicara a su lado.
Ordoñez vestía un traje azul petróleo, bien cortado y llevaba un maletín de
cuero negro.
Mientras se alejaba hacia la entrada, su andar acompasado tenía un cierto
aire marcial. Caminaba con gran seguridad, como si desfilara. Con la
espalda recta como un general pasando revista a su tropa.

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Cuando desapareció por la Avenida, Sanders encendió un cigarrillo en vez
de apresurarse a bajar. Debía darle tiempo a que regresara, en el caso de
que hubiera olvidado algo.
Al terminar el cigarrillo, se cercioró de que no viniera nadie, bajó despacio
con su caja de herramientas y como si fuera lo más natural del mundo, se
ubicó delante del capó del BMW y con un par de pinzas comenzó a
maniobrar hábilmente sobre la cerradura.
Considerando la distancia que los separaba, en caso de que el guardia
mirara hacia el fondo de la cochera, sólo vería a Sanders, que había
levantado el capó de su automóvil y estaba arreglando ese “problemita” que
tenía en el motor.
Lo importante – pensó – es no abollar la carrocería.
Al cabo de unos minutos de hacer palanca, la traba cedió limpiamente y
pudo levantar el capó.
Todo lo que necesito ahora – se dijo – es darle un toque a los frenos. Deben
funcionar correctamente a velocidad normal, pero al pasar los cien o
cientoveinte kilómetros, deben trabarse, volviendo al auto ingobernable.
“El Mago” atornilló y desatornilló piezas con gran destreza hasta que
concluyó con su trabajo. Bajó el capó y logró trabarlo de tal manera que
permaneció cerrado, sin abollar la carrocería en lo más mínimo. Sin prisa,
se limpió las manos con una franela, guardó la caja de herramientas en el
baúl de su propio automóvil, lo puso en marcha y luego de intercambiar
saludos con el guardia, se perdió lentamente en la Avenida como si acaso
ese jueves fuera un día más.

Por su parte, Vicente pasaba la mano por su pelo una y otra vez en señal
de nerviosismo, aunque él no parecía darse cuenta. Dos o tres veces
intentó retomar la lectura de “El Enmascarado” para distraerse, pero no
pudo concentrarse.
Al llegar a planta baja, en vez de aguardar dentro del ascensor, se
apresuraba a controlar a los pasajeros que subían por el otro ascensor. Fue
así que entre un grupo de pasajeros que se apiñaban para entrar al
asecensor de Recalde, descubrió a Ledesma.

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Por un instante sintió como un vuelco en el corazón y la necesidad
imperiosa de advertirle que su vida corría peligro, que se cuidara porque el
Dr. Ordoñez lo iba a matar. Debía avisarle que, aunque nunca habían
hablado entre ellos, él estaba al tanto de su desgracia, lo apreciaba mucho
y él mismo se iba a ocupar de protegerlo.
Corrió unos pasos hacia el otro ascensor, pero llegó justo en el momento en
que se cerraban las puertas. Rápidamente, volvió al suyo y oprimió el botón
del piso once, sin parar en los otros pisos. Tal vez, pudiera alcanzarlo y
hablar con él antes de que llegara a su oficina. Pero de pronto, pensó en
Sanders y detuvo el ascensor.Cualquier detalle que pusiera en descubierto
el plan, podía echarlo todo a perder. Si Ledesma se asustaba, tal vez
hablaría con alguien y a partir de allí los acontecimientos se tornarían
impredecibles. Además, Sanders jamás le perdonaría un error de esa
naturaleza.
Volvió a planta baja respirando ofuscadamente y a lo largo del día se fue
calmando , hasta que llegaron las siete de la tarde, la hora de salida del Dr.
Ordoñez y todo volvió a complicarse.
Ahora, lo único que falta es que baje en mi ascensor. – pensó.- Verlo entrar
sin saludar, con ese repulsivo aire de superioridad. Sentir su respiración en
mi nuca, eso es algo que no resistiría. No lo podría soportar.
Al llegar a planta baja, puso el stop, cerró con llave los controles y se
apresuró a hablar con Recalde.
- Cubríme por un rato que voy al baño.- dijo y desapareció antes de que
Recalde pudiera contestar palabra alguna.
A las siete y diez el Dr. Ordoñez, con la misma pulcritud con la que había
llegado, se retiró de la empresa.
Vicente calculó que veinte minutos era tiempo más que suficiente para
regresar a su trabajo sin problemas, de modo que cuando se encontró con
Recalde le agradeció que lo cubriera y tuvo que morderse la lengua para no
preguntarle si el Dr. Ordoñez ya se había retirado.
En ese mismo momento a unos metros de allí, un BMW negro con vidrios
polarizados iniciaba su elegante marcha hacia el Country de Ingeniero
Maschwitz , donde el Dr. Ordoñez tenía su residencia.

30
El viernes, al llegar al trabajo, encontró a todos convulsionados.Alguien le
daba la terrible noticia: habían matado a Ledesma. La noche anterior había
entrado un desconocido a su casa y de cinco disparos, había acabado con
él. Pero eso no era todo. La policía lo estaba esperando a Vicente, para
interrogarlo, pero por otro asunto.Querían saber si conocía a un tal Julio
Acevedo, alias “Ricardo Sanders”, alias ”El Mago”. Ante la negativa de
Vicente, los policías le explicaron que habían detenido a Acevedo por
intento de asesinato hacia el Dr. Ordoñez,presidente de “La Principal”
Compañía de Seguros.El intento fue frustado, Acevedo fue detenido y en su
declaración afirmó que no estaba solo, que ese era un trabajo a pedido de
Eduardo, el ascensorista del edificio.
Si bien en su documento, su verdadero nombre era Vicente Gómez, los
policías deducían que Eduardo Rodríguez era el “alias” utilizado por Vicente
para cubrirse, puesto que la descripción dada por Acevedo, coincidía
exactamente con la del ascensorista.
Mientras sucedía esto, en la planta baja, muchos empleados curiosos que
ingresaban al edificio, en vez de subir al otro ascensor , se agolpaban
rodeando a Vicente y a los policías.
Ante el bochorno de esta situación, Vicente vio que uno de los agentes,
sorpresivamente, lo esposaba, mientras le decía: nos va a tener que
acompañar ya mismo. Y de un empujón se lo llevaba detenido.
Vicente no pudo soportar tanta humillación y comenzó a respirar ofuscado y
en un instante, comenzó a voltear la cabeza violentamente hacia un lado y
el otro, hasta que de pronto, despertó.
Estaba acostado, en su propia cama, totalmente transpirado y el corazón le
latía desbocado. Miró el reloj. Todavía, por suerte, era la noche del jueves y
todo había sido nada más que una terrible pesadilla.

El viernes amaneció nublado. Las palomas de la Avenida de Mayo


revoloteaban inquietas en vuelos rasantes como si no hubiese cornisa que
les viniese bien.

31
Vicente,visiblemente cansado, llegó a su trabajo unos minutos más tarde
que de costumbre. Después de la pesadilla de la noche anterior,
permaneció mucho tiempo despierto y le costó conciliar el sueño.
Como un autómata comenzó con los primeros viajes sin prestar demasiada
atención a los pasajeros. Hasta que lo llamaron del piso once y al abrirse la
puerta subió Tito, el cadete, sumamente excitado.
- ¿Te enteraste de lo de Ledesma? – disparó Tito.
Vicente sintió como una trompada en el estómago y comenzó a mover la
cabeza negando el hecho. No podía ser cierto que hubieran matado a
Ledesma. Todo su plan para protegerlo se derrumbaba como un castillo de
naipes , cayendo en cámara lenta. No podía ser cierto que la peor de sus
pesadillas se transformara de pronto en un sueño premonitorio. Tito le
seguía hablando, pero él no le prestaba atención. En su cabeza resonaban,
una y otra vez, las terribles palabras de Ordoñez: “Antes del fin de semana
a ese lo liquido yo!”
Todo sucedía velozmente , las imágenes se agolpaban en su mente y veía
a la beba enferma en su cama, a la madre inválida y el cuerpo inerte de
Ledesma, salpicado de sangre, desarticulado en el piso.
- Hey, Vicente! Contestáme. ¿Estás bien?
- SI , viejito. Ya pasó.
- Te decía que si ¿te enteraste de lo que le hicieron a Ledesma?
Vicente negó con la cabeza, mientras Tito, abriendo grandes los ojos, como
gozándose la primica, le dijo:
- Lo rajaron!
- ¿Qué?
- Que lo rajaron, lo echaron.
- ¿Cuándo?
- Ayer a última hora. Gutiérrez lo llamó a su despacho y le dio la novedad.
Así que ayer fue el último día que vino.
- Pero ¿Ledesma está vivo?
- Claro que está vivo!
- ¿Estás seguro que está vivo?
- Claro, Vicente. ¿ Qué decís? Que te echen de un laburo no es la muerte
de nadie.

32
Vicente respiró hondo sintiendo un profundo alivio. Si Ledesma estaba vivo,
ya tendría tiempo de conseguirse otro trabajo y de rehacer su vida. Lo
importante es que está a salvo, pensó, mientras abría la puerta de la planta
baja.
- Voy al kiosco. ¿Querés que te traiga algo? – dijo Tito.
- No, Tito , gracias. Ya me trajiste lo que necesitaba.

La mañana transcurría lenta.Vicente trató de poner orden en su cabeza.Ya


se acercaba la hora en la que el Dr. Ordoñez ingresaba a la empresa. Pero
se dijo a si mismo que no le afectaria.Ahora que Ledesma estaba vivo, se
sentía con más fuerzas para enfrentar cualquier contrariedad.
En los próximos viajes transportó a las chicas del quinto que, como
siempre, lo saludaron afectuosamente con un beso, Betty que volvía de
comprar cigarrillos, Tito que volvía del kiosco y algunos muchachos de la
oficina de Turismo que entraban más tarde.

A media mañana, al detenderse en el piso once le llamó la atención la


extraña escena que se estaba desarrollando detrás del blindex cerrado del
hall. Gutiérrez, de espaldas al ascensor le hablaba a todo el personal de
“La Principal”, formado en el hall central, que permanecía de pie
escuchando en un respetuoso silencio.

Fue una imagen fugaz, poque enseguida se cerraron las puertas, pero al
llegar a planta baja, todavía la recordaba en detalle.
El resto de la mañana transcurrió relativamente tranquila, pero
curiosamente , no pudo transportar a ningún empleado de “La Principal”
como para enterarse sobre lo que ocurría.
Recién al mediodía, a la hora del almuerzo, subió un contingente en el
piso once, que le llenó el ascensor , en el que todos hablaban a la vez y
echó, de una buena vez, la luz que le faltaba al asunto.

- tipo joven, tendría cincuenta , cincuenta y dos años…


- …para mí, sesenta, siempre con esa cara de amargo…
- …y yo me quedé muda porque no me lo esperaba...

33
- …parece que iba a cientocuarenta y le fallaron los frenos...
- …estuvieron como tres horas para sacarlo…
- …fue un accidente, pero te juro que cuando te trataba despectivamente ,
yo mismo, varias veces, tuve ganas de matarlo…
- …anoche, cuando volvía a su casa …
- …¿te parece que nos dejarán ir a casa?...
- …Ay, nena ¿pero qué te crees? ¿Qué es el colegio esto?

Vicente escuchaba en silencio, mientras iba armando el rompecabezas.


Cada una de las piezas encajaba con otra, conformando un cuadro
escalofriante.
“El Mago” era un verdadero profesional. El plan había funcionado. El Dr.
Ordoñez estaba definitivamente muerto. Y el hecho de que pareciera un
accidente, evitaría que la policía metiera las narices en el asunto.
Se sentía confundido y tenía emociones mezcladas. Por un lado, lo llenaba
de satisfacción haber hecho justicia. En su vida rutinaria, por primera vez
sentía que había hecho algo heroico, como el enmascarado, algo que lo
despegaba de esa vida gris y sin sentido de todos los días. Al igual que
Flashman, el enmascarado, era el protagonista de una peligrosa aventura
donde una vez más triunfaba la justicia. Por primera vez sentía correr la
adrenalina por su cuerpo. Por primera vez, se sentía “vivo de verdad”.
Luego, sonaron en su cabeza las palabras de Ordoñez. “Antes del fin de
semana , a ese lo liquido yo.” , “…lo liquido yo.”, “…lo liquido yo.”
Vicente tenía una visión fragmentada, incompleta de la vida, que muchas
veces, como en este caso le hacía sacar conclusiones erróneas, por no
comprender el significado exacto de algunas palabras.
La realidad era algo que debía ir construyendo a través de comentarios,
suposiciones o rumores.
Podría decirse que era tan fragmentada culto como ignorante, de modo que
desconocía por completo el término contable “liquidar” o preparar una
liquidación, referido a un sueldo. Después de devorar páginas y páginas de
Flashman, durante años, estaba convencido de que cuando un personaje
decía que iba a “liquidar” a alguien, estaba hablando exactamente de
“eliminar físicamente a una persona” o de “matar a alguien”.

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- ¿Sube?- preguntó un tipo alto , rubio, que venía con otro pelirrojo con
pinta de extranjero.
- Sí, arriba.
- Piso once, por favor.
- Cómo no – dijo Vicente, cerró las puertas y partió rápidamente sin
esperar más pasajeros.
El tipo rubio le explicaba al otro, en voz baja, que mientras el auto existiera,
siempre iban a correr el riesgo de que lo encontraran. Para cobrar la póliza,
lo que necesitaban era que el auto, literalmente, desapareciera.
Vicente, sorpesivamente, pensó que esta era su primera oportunidad de
comenzar a saldar su “pacto” con Sanders. De modo que se volvió
rápidamente y con su mejor sonrisa, les propuso:

- Disculpen que me meta, pero creo que puedo ayudarlos. -y con gran
soltura les extendió la primera de las veinte tarjetas que le había
entregado Ricardo Sanders, “El Mago” o como quiera que se llamase.
Mientras les explicaba los detalles, comprendió que su vida había
cambiado para siempre. Ya nada sería igual. Y era bueno que
comenzara a acostumbrarse.

F I N

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