Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
1
indiferentes a su presencia o decidían tratarlo sólo como a un simple
ascensorista.
- ¿ Adónde va?
- Ah! A la Compañía de Seguros…
- “La Principal” Compañía de Seguros, muy bien.
- Así es. ¿Qué piso es?
- Depende…
- ¿Cómo?
- Claro. Administración está en el once y Ventas en el diez.
- Ah! Administración.
- Muy bien, suba que lo llevo al once.
- Gracias.
A Vicente, sentirse útil lo hacía sentirse bien. Le gustaba dialogar con los
pasajeros cuando se presentaba la ocasión o al menos meter algún
bocadillo de vez en cuando. En cambio, lo que más le molestaba, eran las
primeras horas de la tarde, cuando algunos de los empleados del edificio,
2
en grupo, casi siempre algo chispeados, regresaban del almuerzo. Venían
bromeando entre ellos y ni siquiera le dirigían la palabra porque Vicente ya
sabía que todos ellos eran de Turismo “Siete lagos” y que iban al octavo
piso.
- ¿Baja?
- Sí. Arriba.
- Pero ¿sube o baja?
- Le digo que sí, que bajo. Súbase que bajamos.
3
Quien así hablaba quería que su charla fuera estrictamente privada y si
había algo que esconder y no quería que se enteraran los demás, bueno,
eso la transformaba en sumamente atractiva a sus oídos.
De esa manera, inmutable, dando la espalda a los pasajeros y mirando
fijamente al tablero, que cuando el ascensor estaba lleno, se ubicaba a
escasos cinco centímetros de su naríz, Vicente desaparecía físicamente
ante los ojos de aquellos que susurraban algún secreto, mientras él afinaba
sus oídos para no perder palabra.
Así se había enterado que los abogados del quinto piso Fleischman &
Antunez habían perdido dos juicios en la misma semana. Que el jefe de
personal de Rodepra S.A., del sexto, era un déspota con sus empleados y
los hacía entrar media hora antes que la que marcaba el reglamento. Que la
Agencia de Publicidad Publika Advertising estaba a punto de perder la
cuenta de automóviles que habían ganado hacía sólo un mes y como si
eso fuera poco, la recepcionista del tercero, de 22 años, salía con el cadete
de la empresa, siete años menor.
Cuando algunos pasajeros subían con aire de superioridad, él sonreía
interiormente, gozando el hecho de que los demás no sabían todo lo que él
sabía.
Las semanas siguientes transcurrieron tranquilas, hasta que una tarde
después del almuerzo, cuando las puertas estaban por cerrarse, dos
hombres altos, bien trajeados, se introdujeron de golpe en el ascensor , tal
como era su costumbre, sin saludar. Eran el Dr. Ordoñez y Gutiérrez del
piso once.
El Dr. Ordoñez, presidente de “La Principal” Cía. de Seguros, era uno de
esos tipos impecablemente vestidos que, por su sola presencia, imponían
respeto. Pero no un respeto de admiración, sino más bien, de temor.
Ya de lejos uno notaba que era un hombre importante.
Uno sabía que no debía mirarlo a los ojos ni acercársele demasiado. Su
rostro estaba endurecido en un gesto de permanente desagrado, como si
una comida le hubiera caído mal para siempre, o se lamentara de tener que
compartir en un pequeño espacio, unos segundos con seres tan inferiores
como los que poblaban en ese momento el ascensor.
4
En cambio Gutiérrez, el jefe de personal, si bien por su actitud y su
vestimenta parecía un gangster de la misma banda, tenía todo el aspecto
de que a él aquella misma comida le había caído bien.
Mientras dos cadetes, a viva voz, comentaban el resultado del partido del
domingo, Vicente, antes de oprimir los botones correspondientes, escuchó
un susurro a sus espaldas.
5
Enseguida supo que esta era su oportunidad de averiguar quién había
faltado el día anterior. Al principio le preguntó cómo andaba, si seguía
fumando tanto y ella le reveló que sí, que casualmente, ahora bajaba a
comprarse dos atados. El, cambiando de tema, le dijo que a la que hacía
tiempo que no veía era a Leonor, la chica nueva y ella le contestó que allí
estaba siempre, sentada en su escritorio todo el santo día frente a ella.
Al llegar a planta baja y despedirse, Vicente comprendió que ya no
obtendría de ella ninguna otra información.
Mientras pasaban las horas, las posibilidades de averiguar algo se
reducían. Los viajes se sucedían uno tras otro y casi ningún empleado de la
empresa estaba fuera de su puesto o bien, alguno que bajaba hasta el
kiosco a comprar algo, no era de suficiente confianza como para que él lo
encarara con tamaña pregunta.
Hasta que la salvación vino en forma de Tito, el extrovertido cadete de la
empresa.
Tito era todo un personaje. Llevaba sus 17 o 18 años con mucho orgullo y
se desplazaba dentro y fuera de la empresa con la desenvoltura de un
gerente desfachatado.
Venía cargado de sobres de diferentes tamaños, paquetes de galletitas,
atados de cigarrillos y una selección de pastillas varias que llevaba con gran
soltura en un equilibrio inestable.
6
¿ A ver? Ayer a Matías no lo ví en todo el día. Ese puede ser. Ah, no!
Ahora que me acuerdo, estaba en comisión. Ese no faltó.
El ascensorista miró hacia ambos lados del pasillo a ver si venía alguien
más, oprimió el botón del piso once y se introdujo la pastilla en la boca,
mientras una explosión de menta le estallaba en la garganta.
- ¿ Y nadie más?
- ¿ Y qué se yo? Dejame pensar. Lucía, Enzo, Colombres… No, estaban
todos. ¡Ya sé! ¡Ledesma!
- ¿Quién?
- Julio Ledesma, de archivo. Ese flaquito, tímido, medio tucumano, que no
habla con nadie.
- Ledesma…¿Y hoy, vino?
- Sí, después cuando se vaya lo vas a reconocer enseguida, porque
siempre mira hacia abajo. Y tiene un traje beige que no se lo saca ni
para dormir y hoy, creo que vino con una corbata roja.
- Creo que lo ubico, siempre saluda como si estuviera pidiendo permiso.
- No sabés. Pobre tipo. Hace dos meses tuvo una nena que le nació con
problemas, pero por favor no digas nada. Yo me enteré de casualidad.
Pero el tipo falta para llevar la nena al hospital y no le dice nada a nadie
porque no quiere que nadie se entere. Y cada vez que Gutiérrez le
pregunta por qué faltó, el tipo baja la vista y le dice que no se sentía con
ganas. ¡Uy, llegamos! Y perdonáme, pero creo que perdiste la apuesta.
- No importa, Tito. Gracias por el dato.
Ahora que sabía quién había faltado, sólo cabía esperar la hora de salida
para reconocer a Ledesma.
De pronto, se sentía exultante y como no había movimiento a esa hora,
decidió levantar la tapa del banquito alto donde guardaba su revista y
consideró que ese era un buen momento para premiarse con las aventuras
de Flashman, el Justiciero.
7
Luego de una media docena de viajes intrascendentes, como él los llamaba,
se estaban haciendo las seis de la tarde , hora de salida del personal de
algunas oficinas del edificio.
Por supuesto, no todos salían a la misma hora. Así como los de “Turismo
Siete Lagos” y los de la agencia de publicidad , eran de los últimos en irse,
las chicas de la Compañía Tabacalera del Norte eran sumamente puntuales
tanto para entrar a las nueve como para irse a las seis. Lo mismo sucedía
con los empleados de “La Principal” que seguramente, comenzaban a
prepararse a las seis menos cuarto, porque a las seis en punto estaban
todos listos esperando el ascensor.
Llegado el momento, no quería perder la oportunidad de reconocer a
Ledesma, de modo que aguardó en planta baja hasta encontrarse con
Recalde y le pidió que se ocupara de los otros pisos y que le dejara el diez y
el once que él “los desagotaba”.
Al llegar al piso diez, el ascensor se llenó rápidamente. Vicente, de un
vistazo, comprobó que allí no viajaba Ledesma y tuvo que discutir con
algunos que pretendían subir a toda costa y hasta tuvo que bajar a un par
de pasajeros porque excedían la cantidad permitida.
Al realizar un segundo charter, como lo llamaban con Recalde cuando
realizaban viajes directos sin paradas en otros pisos, el ascensor se volvió a
llenar, Ledesma tampoco estaba y los reclamos eran mayores por la
demora.
Cuando por fin llegó al piso once, echó un nuevo vistazo y de pronto, entre
Betty , Leonor y un tipo alto de contaduría vió el rostro esquivo de Ledesma.
Mientras todos parecían hablar a la vez, Ledesma, pegado a la pared del
fondo, no hablaba con nadie y parecía estar sufriendo interiormente.
Incluso, una o dos veces, pasó su dedo índice por el cuello de su camisa
como para aflojarlo, resoplando en una clara señal como si le faltara el aire.
Al bajar, todos se despidieron de Vicente y hasta se empujaban unos a
otros para salir antes.
Ledesma fue el último en bajar y cuando se despidió educadamente,
Vicente buscó sus ojos esquivos y a su hasta mañana le agregó una
sonrisa.
8
Las siguientes dos semanas, transcurrieron sin grandes novedades. Hubo
un poco de movimiento por el posible alquiler de las oficinas del cuarto y del
séptimo piso, que estaban desocupadas y el casting convocado por la
agencia de publicidad, alegró las tardes de Vicente con modelos de
veintidós a veinticinco años, que parecían competir no sólo en su actitud
sexy, sino hasta en el tono de voz ronca con el que, seductoramente, como
si le estuvieran pidiendo otra cosa, le suplicaban: por favor, al nueve.
El siguiente lunes, amaneció lluvioso. Eso lo puso algo molesto porque los
pasajeros mojados, además de chorrearle todo el piso del ascensor con la
descarga del agua de los paraguas, capitalizaban como único tema de
conversación el estado del tiempo.
Así se sucedieron varios viajes, hasta que a media mañana, con cinco
pasajeros a bordo y justo antes de cerrarse las puertas, sorpresiva, e
inexplicablemente secos, se introdujeron el Dr. Ordoñez y Gutiérrez, quien
asintió con la cabeza con un Buenas, mientras Ordoñez, tal como era su
costumbre continuó sin saludar. Ante ese hecho, Vicente había desarrollado
una técnica para ridiculizar a su adversario. A viva voz, muy amablemente y
mirándolo a los ojos, saludó con un: Buenos días, Dr. Ordoñez. Y ante el
palpable silencio, todo el ascensor se volvió hacia el personaje maleducado
que, visiblemente molesto, no respondió al saludo.
Vicente sonrió interiormente y volvió su cabeza hacia el tablero aguzando
sus oídos , esperando que comenzaran las primeras conversaciones.
El murmullo no se hizo esperar. A los consabidos comentarios sobre la
lluvia que parecía no parar, escuchó confusamente la conversación entre el
Dr. Ordoñez y Gutiérrez, que esta vez parecían hablar en voz aún más baja.
9
Vicente se quedó frío mientras bajaban dos chicas del quinto, junto a
Fleischman, el abogado. Luego paró en la agencia donde bajaron un
creativo y un hombre de cuentas y al llegar al piso once, sólo se limitó a
abrir la puerta sin dejar de mirar fijamente al tablero que tenía delante de
sus narices.
Los hombres bajaron en silencio, sin mirarlo.
Al llegar a planta baja, Julio Recalde se acercó y comenzó a hacerle un
monótono y predecible comentario sobre la lluvia, pero Vicente estaba
ausente, pensando en lo que acababa de escuchar. Tal vez, debía hacer
algo con su vida. Algo valioso. Algo heróico. Algo que llenara de orgullo esa
vida gris y sin sentido que habitaba todos los días. Y tal vez, estaba escrito
en su destino que él era el elegido, como el enmascarado justiciero, él
también tenía una misión, él era quien debía “salvar” a Ledesma, de una
muerte segura. Y así lo haría.
En los siguientes viajes, actuó como un autómata pensando que debía
elaborar un plan. Después de lo que había escuchado, Gutiérrez quedaba
descartado. Evidentemente el asesino de Ledesma sería el repelente Dr.
Ordoñez. Y debía hacer algo pronto, sólo faltaban cuatro días para el fin de
semana, porque el sábado ya sería fin de mes. Mientras una y otra vez
escuchaba en su cabeza “… a ese lo “liquido” yo.”
Tal vez, tendría que …
Tenía que conseguir a alguien que lo hiciera por él. ¿Pero quién? El no conocía
10
a ese tipo de gente. El era un hombre honesto que no se codeaba con
malandras ni asesinos.
Además, una cosa era salvar a Ledesma y otra muy distinta matar a una
persona. ¿Matar?¿Pero de qué estaba hablando? La sola idea le daba
escalofríos. ¿Cómo a un tipo como él se le ocurría una idea semejante?
Hablar de la muerte de alguien era llegar demasiado lejos. Y la verdad era que
él no era capaz de matar ni una mosca. El, ni siquiera era capaz de lastimar o
herir conscientemente a alguien. Decididamente, la muerte era un límite que no
estaba dispuesto a atravesar.
Ahora, bien, tampoco podía permitir que el Dr. Ordoñez matara impunemente a
Ledesma delante de sus narices, sin que él hiciera nada para impedirlo. Cada
vez, la solución se le presentaba más clara: tenía que conseguir a alguien que
lo hiciera por él. Y él no conocía a nadie.
Sin embargo recordaba que una vez Recalde le había dado la tarjeta de un tipo
muy extraño, que viajó con él a solas. El tipo se iba a encontrar con un cliente
de la compañía de seguros y aprovechó el viaje a solas, para ofrecerle sus
servicios. Parece que se ocupaba de fingir hurtos, falsos robos en casas de
familia, hacía desaparecer automóviles para que sus dueños cobraran el
seguro, y si se daba el caso, por supuesto, por un precio mayor, también podía
hacer desaparecer personas.
Vicente había quedado muy impresionado, en aquella ocasión, y recordó que
tal vez, todavía tuviera la tarjeta en su billetera. Buscó en los distintos
compartimientos y justo detrás de un pequeño y resquebrajado calendario del
año pasado, la encontró.
Por supuesto, el oficio que aparecía en la tarjeta era una fachada, aunque
pensándolo bien, algo tenía de cierto.
El texto simplemente decía:
Ricardo Sanders
“El Mago”
y daba un número de teléfono.
Vicente introdujo rápidamente la tarjeta en el bolsillo derecho de su saco, como
si temiera que alguien pudiera verla.
11
Por un instante, pensó en el pobre Ledesma, tan ajeno a todo lo que pudiera
sucederle y enseguida decidió que esa misma noche, al salir del trabajo
llamaría a “El Mago”.
12
Vicente estuvo a punto de revelarle su verdadero nombre, pero enseguida
pensó que era mejor que nadie supiera su verdadera identidad.
Seguramente, Sanders también era un nombre falso.
13
Por un lado, tenía que elegir cuál sería la manera de eliminar a Ordoñez. Al
no tener fotografías de su futura víctima, debía resolver el modo de
indicarle a Sanders quién era Ordoñez para que lo identificara y lo siguiera
sin levantar sospechas. Debía evitar hablar con Sanders dentro del edificio,
porque Recalde podría reconocerlo y se sorprendería de saber que Vicente
lo conocía y además…
14
Cuando subía Ledesma tenía ganas de hablarle, de tranquilizarlo, de decirle
que todo iba a salir bien. El iba a salvarle la vida. Pero sabía que no podía
hablar con nadie. Nada debía vincularlo con un asesinato.
Y cuando subía Ordoñez, sentía un nudo en el estómago ante su sola
presencia. A veces le parecía que Ordoñez, en plena conversación, lo
observaba detenidamente, como si sospechara algo.
En los viajes que siguieron después del almuerzo, un nuevo terror se instaló
en su mente. Sanders era un profesional y, seguramente, no sería nada
barato. ¿ Cómo podría él, con su pequeño sueldo de ascensorista, pagar
por tamaño trabajo?
Por lo poco que había leído en historietas, o por lo que había visto en las
películas, en el mundo del hampa, las deudas son sagradas. Se pagan por
las buenas o por las malas.
Este tema lo torturó durante toda la tarde, hasta que lenta e
inexorablemente, se hicieron las ocho menos cuarto de la noche.
Como lo hacía habitualmente, Vicente se cambió con su ropa de calle.
Primero colgó prolijamente su traje de ascensorista, lo alisó y acomodó
exageradamente y lo guardó en el pequeño placard del cuarto donde
compartía también algunos instrumentos de limpieza como escobas, baldes
y escobillones. Luego tomó su camisa escocesa, se colocó sus pantalones
de franela gris, sólo un poco más oscuros y arrugados que los del traje del
uniforme y por último se calzó su incansable saco marrón de invierno.
Luego tomó un gran peine que guardaba en el bolsillo izquierdo del saco y
mirándose en un pequeño espejo circular que colgaba detrás de la puerta y
que habían adquirido a medias con Recalde, lenta y obsesivamente,durante
varios minutos comenzó a peinarse. Después se acomodó el cuello de la
camisa y con un suspiro que acumulaba, tal vez, todo el hastío del día,
apagó la luz y cerró la puerta despacio.
El “London” era un bar con mucho movimiento durante el día y solía tener
sus mesas permanentemente ocupadas, pero a la noche, cuando faltaba
15
poco para cerrar, bajaba la iluminación general del local y sólo se ocupaban
unas pocas mesas.
Vicente llegó a las ocho y diez y se ubicó en un rincón, en una mesa del
fondo. Por un instante se tentó con leer el periódico que acababa de
comprar, pero enseguida recordó que debía plegarlo y ponerlo bajo su
brazo para que Sanders lo identificara.
Antes de llamar al mozo echó una mirada alrededor.
En una de las mesas, una chica sola, perfeccionaba su maquillaje frente a
un pequeño espejo que había extraído de su cartera,
En otra, una pareja parecía estar discutiendo en forma contenida.
En distintos ángulos, había mesas ocupadas por hombres solos, que
perdían el tiempo fumando o mirando cansadamente hacia la calle.
Cuando llegó el mozo, pidió un café y comenzó a preguntarse si había
elegido bien la ubicación. Estaba a dos mesas de la mesa ocupada más
cercana. Sabía que debía ser discreto y hablar en voz baja y esperaba que
Sanders también lo fuera.
A las ocho y cuarto estaba sumamente impaciente y no sabía si beber su
café o esperar a Sanders como símbolo de cortesía.
Sorpresivamente, la puerta se abrió y apareció un hombre de unos cuarenta
años, muy bien vestido, que echó una mirada general al local, como
escrutando cada mesa.
Vicente se paralizó. No esperaba que ese fuera Sanders y si bien no tenía
una idea formada de cómo sería físicamente un asesino, nunca lo había
imaginado así.
El hombre giró levemente la cabeza hacia el lado opuesto y con una sonrisa
seductora, avanzó hacia la mesa de la chica sola que, rápidamente, y con
una amplia sonrisa, guardó el espejo en la cartera y le dio la bienvenida con
un beso.
Fue en ese momento, al volver la cabeza, que se sobresaltó. No estaba
solo. A su derecha, sentado a su mesa estaba Sanders tendiéndole la
mano.
- ¿ Eduardo?
Vicente tardó en contestar. El corazón le latía tan a prisa que parecía
desbocado.
16
- S…Sí.- contestó, afirmando también con la cabeza.
- Ricardo Sanders – dijo el otro y recién allí Vicente le tendió su mano que
Sanders apretó como si quisiera desarticularla por completo.
- ¿Por dónde entró? – preguntó VIcente.
- Yo estaba aquí antes que usted. En esa mesa. – dijo con mirada pícara,
señalando una mesa del costado a la que Vicente no había prestado
demasiada atención.- Tengo que tomar mis recaudos. Debía
cerciorarme de que no fuera una trampa. Y de que usted viniera solo.
- Comprendo. –dijo, mientras de un trago terminaba su café.
Al llegar el mozo, Sanders agregó:
- Me cambié a la mesa del señor. Y traigame otro café.
- ¿Y usted? – preguntó el mozo mirando a Vicente, visiblemente molesto
por el cambio de mesa.
- Yo también, pero el mío, cortado.
- Bien. Usted sabe lo que hago. Quiero que me cuente sintéticamente qué
es lo que quiere que haga, cuando y dónde.
- Bueno.- dijo Vicente y por primera vez pareció estudiar a su interlocutor.
17
- ¿Y cómo?
- Eliminándolo a él, antes.
- Bien. Vayamos por pasos. ¿Dónde trabaja usted?
- Aquí a media cuadra. De la vereda de enfrente. En el 666 de la Avenida.
- ¿Y qué hace?
- Soy ascensorista.
- ¿Y cómo se enteró que ese hombre va a cometer un crimen?
- Trabajo en el mismo edificio y, justamente, en uno de los viajes, hablaba
en voz baja con otro y lo escuché claramente,
- ¿Tiene alguna foto del él como para que pueda identificarlo?
- Precisamente, ese es el problema. No la tengo. El es el presidente de
“La Principal” Compañía de seguros que está en el piso diez y once del
edificio.
- Un momento. Yo conozco ese edificio.
- ¿En serio?- mintió Vicente como si no supiera que había hablado con
Recalde.
- Sí. Es como una galería que da a Hipólito Yrigoyen. Y una vez fui a “La
Principal” porque un cliente quería que yo estuviera presente y leyera
detenidamente todas las cláusulas de su póliza antes de firmarla.
- ¿Para qué?
- El quería que yo hiciera desaparecer su coche y antes de asegurarlo,
quería estar seguro de que se lo pagarían.
- ¿ Y lo logró?
- Por supuesto. Primero hubo que esperar algún tiempo antes de hacerlo,
pero después, tardaron en admitir que el automóvil se había esfumado
para siempre, pero le tuvieron que reconocer el cien por cien de lo que
marcaba la póliza. Pero vayamos a lo nuestro. ¿ Cómo supo de mí?
¿Quién me recomendó?
18
Sanders lo miró con recelo, porque estaba tardando demasiado en
contestar.
19
Sanders extrajo un pequeño anotador del bolsillo trasero de su jean junto a
una lapicera, escribió algo y enseguida lo colocó delante de Vicente.
El texto decía:
¿Cuál es el nombre del sujeto? No me lo diga. Escríbalo.
20
lo encendió al primer intento con un reluciente encendedor de oro,
que tenía todo el aspecto de no haber sido comprado por él.
- Mire Sanders. – dijo Vicente.- Voy a ser sincero con usted. Creo que el
precio del trabajo es justo por el riesgo que representa. Eso no lo
discuto. Pero en mi caso, ocho mil pesos es una cifra inalcanzable.
- Por favor. - dijo Vicente. – No se lo tome así. Tal vez, haya alguna
alternativa.
- No sé. Algo…
21
- Sí. Si por ejemplo yo le brindara algún servicio. Si yo le diera
información… En mi ascensor sube mucha gente con problemas y a
veces escucho cosas que no debiera.
- Por ejemplo…
- ¿Y qué se yo? La semana pasada subió una pareja que había chocado
el coche que manejaba ella. Y no se ponían de acuerdo sobre lo que
debían decir. Si manejaba él, la póliza reconocía su parte. Pero si
manejaba ella, no recibían casi nada. En mi caso, yo podría
recomendarlo a usted.
- Ajá.
- Otro día subieron dos tipos que salían de ver al abogado y necesitaban
urgente comprar un testigo. Yo podría haberles dado su tarjeta.
- Déjemelo pensar,
22
deuda.
- Todos los que usted diga.
Vicente las miró como si fuera la primera vez que las veía y luego, mirando
sigilosamente a ambos lados las guardó en el bolsillo del saco.
- Una cosa más .-dijo Sanders con aire severo.- Apenas nos estamos
conociendo pero quiero que sepa una cosa: no soporto que me mientan.
¿Está claro?
23
raras. De modo que aunque estaba aún temblando y dudaba de lo que
realmente había ocurrrido, decidió calmarse.
- Disculpen señores. -dijo el mozo, dirigiéndose a ambos – Si me
permiten, les voy a tener que cobrar porque vamos a cerrar.
24
- Ya me va a pasar. – contestó Vicente mientras un sudor frío corría por
su espalda. – Le explico. Si llama allí, tiene que preguntar por Vicente
porque a las chicas , una vez, les hice creer que me llamaba Vicente y
desde entonces, todas me llaman así.
- Jamás pensé que sería tan difícil matar a una persona.- pensó Vicente ,
pero no lo dijo.
Al llegar a la puerta, sólo quedaba una mesa ocupada por un hombre que,
intentaba leer un diario,acercándolo a escasos diez centímetros de sus ojos
mientras una luz pálida parpadeaba intermitentemente.
Cuando salieron a la calle, la luz se apagó.
El cambio de temperatura fue brusco. Del aire acondicionado de la
confitería, al calor de la avenida, sumado al vaho caliente que salía de la
rejilla de ventilación del subte,el choque producía una sensación pegajosa y
extraña.
25
- Mire, cuanto menos sepa usted de todo esto, mejor. – dijo Sanders y
ambos partieron con rumbos distintos.
26
que él no recordaba ningún BMW, que él era nocturno y entraba a las veinte
horas y se iba a las ocho de la mañana y tal vez, ese automóvil estuviera
estacionado allí durante el día y se fuera antes de que él entrara, pero de
todas maneras se iba a fijar en los registros.
Al rato volvió y le explicó que el único BMW que figuraba allí era la cochera
veintiseis que estaba ubicada al fondo y que tenía libre la veintisiete.
Sanders, con una amplia sonrisa, reservó la veintisiete, le pagó el día
completo por adelantado y luego, caminando lentamente, se perdió en la
Avenida.
El plan comenzaba a funcionar.
27
- Depende.- dijo Sanders. –Antes tengo que solucionar un problemita que
tengo en el motor. Así que usaré la cochera como taller. Cualquier cosa,
le aviso.
- De acuerdo, señor. - contestó el otro y comenzó a llenar una planilla,
mientras él sonreía interiormente porque lo habían llamado “señor”.La
autoridad que daba un traje, nunca fallaba. El traje era un uniforme digno
que lo convertía automáticamente en un ciudadano respetable. Y ante
cualquier problema, eso era precisamente lo que quería que recordaran
de él.
Sanders avanzó hacia el fondo con el Ford Fairlane negro que esa misma
mañana le había prestado el gitano de la calle Warnes.
Aunque los automóviles no se parecían en nada, salvo en el color negro,
según su amigo, eso era lo más parecido a un BMW que le podía conseguir.
Al estacionar sobre el número veintisiete, notó que, tal como lo esperaba, la
cochera veintiseis permanecía vacía, de modo que Ordoñez no había
llegado todavía.Entonces, apagó el motor, encendió un cigarrillo y se dedicó
a esperar.
Por suerte, la cochera estaba a unos cincuenta metros de la casilla de la
entrada, lo cual le aseguraba que el guardia tendría una visión bastante
lejana de lo que ocurría al fondo el establecimiento.
Al apagar el tercer cigarrillo la imponente silueta del BMW se recortó en la
entrada, mientras se dirigía al fondo. El auto se acercó cauteloso y con una
audaz maniobra Ordoñez lo metió de culata.
Al ver los vidrios polarizados Sanders se abstuvo de girar la cabeza, pero
cuando el Dr. Ordoñez bajó con su maletín, Sanders le echó una mirada
despreocupada que era lógica para cualquier conductor que estuviera
estacionado y otro automóvil se ubicara a su lado.
Ordoñez vestía un traje azul petróleo, bien cortado y llevaba un maletín de
cuero negro.
Mientras se alejaba hacia la entrada, su andar acompasado tenía un cierto
aire marcial. Caminaba con gran seguridad, como si desfilara. Con la
espalda recta como un general pasando revista a su tropa.
28
Cuando desapareció por la Avenida, Sanders encendió un cigarrillo en vez
de apresurarse a bajar. Debía darle tiempo a que regresara, en el caso de
que hubiera olvidado algo.
Al terminar el cigarrillo, se cercioró de que no viniera nadie, bajó despacio
con su caja de herramientas y como si fuera lo más natural del mundo, se
ubicó delante del capó del BMW y con un par de pinzas comenzó a
maniobrar hábilmente sobre la cerradura.
Considerando la distancia que los separaba, en caso de que el guardia
mirara hacia el fondo de la cochera, sólo vería a Sanders, que había
levantado el capó de su automóvil y estaba arreglando ese “problemita” que
tenía en el motor.
Lo importante – pensó – es no abollar la carrocería.
Al cabo de unos minutos de hacer palanca, la traba cedió limpiamente y
pudo levantar el capó.
Todo lo que necesito ahora – se dijo – es darle un toque a los frenos. Deben
funcionar correctamente a velocidad normal, pero al pasar los cien o
cientoveinte kilómetros, deben trabarse, volviendo al auto ingobernable.
“El Mago” atornilló y desatornilló piezas con gran destreza hasta que
concluyó con su trabajo. Bajó el capó y logró trabarlo de tal manera que
permaneció cerrado, sin abollar la carrocería en lo más mínimo. Sin prisa,
se limpió las manos con una franela, guardó la caja de herramientas en el
baúl de su propio automóvil, lo puso en marcha y luego de intercambiar
saludos con el guardia, se perdió lentamente en la Avenida como si acaso
ese jueves fuera un día más.
Por su parte, Vicente pasaba la mano por su pelo una y otra vez en señal
de nerviosismo, aunque él no parecía darse cuenta. Dos o tres veces
intentó retomar la lectura de “El Enmascarado” para distraerse, pero no
pudo concentrarse.
Al llegar a planta baja, en vez de aguardar dentro del ascensor, se
apresuraba a controlar a los pasajeros que subían por el otro ascensor. Fue
así que entre un grupo de pasajeros que se apiñaban para entrar al
asecensor de Recalde, descubrió a Ledesma.
29
Por un instante sintió como un vuelco en el corazón y la necesidad
imperiosa de advertirle que su vida corría peligro, que se cuidara porque el
Dr. Ordoñez lo iba a matar. Debía avisarle que, aunque nunca habían
hablado entre ellos, él estaba al tanto de su desgracia, lo apreciaba mucho
y él mismo se iba a ocupar de protegerlo.
Corrió unos pasos hacia el otro ascensor, pero llegó justo en el momento en
que se cerraban las puertas. Rápidamente, volvió al suyo y oprimió el botón
del piso once, sin parar en los otros pisos. Tal vez, pudiera alcanzarlo y
hablar con él antes de que llegara a su oficina. Pero de pronto, pensó en
Sanders y detuvo el ascensor.Cualquier detalle que pusiera en descubierto
el plan, podía echarlo todo a perder. Si Ledesma se asustaba, tal vez
hablaría con alguien y a partir de allí los acontecimientos se tornarían
impredecibles. Además, Sanders jamás le perdonaría un error de esa
naturaleza.
Volvió a planta baja respirando ofuscadamente y a lo largo del día se fue
calmando , hasta que llegaron las siete de la tarde, la hora de salida del Dr.
Ordoñez y todo volvió a complicarse.
Ahora, lo único que falta es que baje en mi ascensor. – pensó.- Verlo entrar
sin saludar, con ese repulsivo aire de superioridad. Sentir su respiración en
mi nuca, eso es algo que no resistiría. No lo podría soportar.
Al llegar a planta baja, puso el stop, cerró con llave los controles y se
apresuró a hablar con Recalde.
- Cubríme por un rato que voy al baño.- dijo y desapareció antes de que
Recalde pudiera contestar palabra alguna.
A las siete y diez el Dr. Ordoñez, con la misma pulcritud con la que había
llegado, se retiró de la empresa.
Vicente calculó que veinte minutos era tiempo más que suficiente para
regresar a su trabajo sin problemas, de modo que cuando se encontró con
Recalde le agradeció que lo cubriera y tuvo que morderse la lengua para no
preguntarle si el Dr. Ordoñez ya se había retirado.
En ese mismo momento a unos metros de allí, un BMW negro con vidrios
polarizados iniciaba su elegante marcha hacia el Country de Ingeniero
Maschwitz , donde el Dr. Ordoñez tenía su residencia.
30
El viernes, al llegar al trabajo, encontró a todos convulsionados.Alguien le
daba la terrible noticia: habían matado a Ledesma. La noche anterior había
entrado un desconocido a su casa y de cinco disparos, había acabado con
él. Pero eso no era todo. La policía lo estaba esperando a Vicente, para
interrogarlo, pero por otro asunto.Querían saber si conocía a un tal Julio
Acevedo, alias “Ricardo Sanders”, alias ”El Mago”. Ante la negativa de
Vicente, los policías le explicaron que habían detenido a Acevedo por
intento de asesinato hacia el Dr. Ordoñez,presidente de “La Principal”
Compañía de Seguros.El intento fue frustado, Acevedo fue detenido y en su
declaración afirmó que no estaba solo, que ese era un trabajo a pedido de
Eduardo, el ascensorista del edificio.
Si bien en su documento, su verdadero nombre era Vicente Gómez, los
policías deducían que Eduardo Rodríguez era el “alias” utilizado por Vicente
para cubrirse, puesto que la descripción dada por Acevedo, coincidía
exactamente con la del ascensorista.
Mientras sucedía esto, en la planta baja, muchos empleados curiosos que
ingresaban al edificio, en vez de subir al otro ascensor , se agolpaban
rodeando a Vicente y a los policías.
Ante el bochorno de esta situación, Vicente vio que uno de los agentes,
sorpresivamente, lo esposaba, mientras le decía: nos va a tener que
acompañar ya mismo. Y de un empujón se lo llevaba detenido.
Vicente no pudo soportar tanta humillación y comenzó a respirar ofuscado y
en un instante, comenzó a voltear la cabeza violentamente hacia un lado y
el otro, hasta que de pronto, despertó.
Estaba acostado, en su propia cama, totalmente transpirado y el corazón le
latía desbocado. Miró el reloj. Todavía, por suerte, era la noche del jueves y
todo había sido nada más que una terrible pesadilla.
31
Vicente,visiblemente cansado, llegó a su trabajo unos minutos más tarde
que de costumbre. Después de la pesadilla de la noche anterior,
permaneció mucho tiempo despierto y le costó conciliar el sueño.
Como un autómata comenzó con los primeros viajes sin prestar demasiada
atención a los pasajeros. Hasta que lo llamaron del piso once y al abrirse la
puerta subió Tito, el cadete, sumamente excitado.
- ¿Te enteraste de lo de Ledesma? – disparó Tito.
Vicente sintió como una trompada en el estómago y comenzó a mover la
cabeza negando el hecho. No podía ser cierto que hubieran matado a
Ledesma. Todo su plan para protegerlo se derrumbaba como un castillo de
naipes , cayendo en cámara lenta. No podía ser cierto que la peor de sus
pesadillas se transformara de pronto en un sueño premonitorio. Tito le
seguía hablando, pero él no le prestaba atención. En su cabeza resonaban,
una y otra vez, las terribles palabras de Ordoñez: “Antes del fin de semana
a ese lo liquido yo!”
Todo sucedía velozmente , las imágenes se agolpaban en su mente y veía
a la beba enferma en su cama, a la madre inválida y el cuerpo inerte de
Ledesma, salpicado de sangre, desarticulado en el piso.
- Hey, Vicente! Contestáme. ¿Estás bien?
- SI , viejito. Ya pasó.
- Te decía que si ¿te enteraste de lo que le hicieron a Ledesma?
Vicente negó con la cabeza, mientras Tito, abriendo grandes los ojos, como
gozándose la primica, le dijo:
- Lo rajaron!
- ¿Qué?
- Que lo rajaron, lo echaron.
- ¿Cuándo?
- Ayer a última hora. Gutiérrez lo llamó a su despacho y le dio la novedad.
Así que ayer fue el último día que vino.
- Pero ¿Ledesma está vivo?
- Claro que está vivo!
- ¿Estás seguro que está vivo?
- Claro, Vicente. ¿ Qué decís? Que te echen de un laburo no es la muerte
de nadie.
32
Vicente respiró hondo sintiendo un profundo alivio. Si Ledesma estaba vivo,
ya tendría tiempo de conseguirse otro trabajo y de rehacer su vida. Lo
importante es que está a salvo, pensó, mientras abría la puerta de la planta
baja.
- Voy al kiosco. ¿Querés que te traiga algo? – dijo Tito.
- No, Tito , gracias. Ya me trajiste lo que necesitaba.
Fue una imagen fugaz, poque enseguida se cerraron las puertas, pero al
llegar a planta baja, todavía la recordaba en detalle.
El resto de la mañana transcurrió relativamente tranquila, pero
curiosamente , no pudo transportar a ningún empleado de “La Principal”
como para enterarse sobre lo que ocurría.
Recién al mediodía, a la hora del almuerzo, subió un contingente en el
piso once, que le llenó el ascensor , en el que todos hablaban a la vez y
echó, de una buena vez, la luz que le faltaba al asunto.
33
- …parece que iba a cientocuarenta y le fallaron los frenos...
- …estuvieron como tres horas para sacarlo…
- …fue un accidente, pero te juro que cuando te trataba despectivamente ,
yo mismo, varias veces, tuve ganas de matarlo…
- …anoche, cuando volvía a su casa …
- …¿te parece que nos dejarán ir a casa?...
- …Ay, nena ¿pero qué te crees? ¿Qué es el colegio esto?
34
- ¿Sube?- preguntó un tipo alto , rubio, que venía con otro pelirrojo con
pinta de extranjero.
- Sí, arriba.
- Piso once, por favor.
- Cómo no – dijo Vicente, cerró las puertas y partió rápidamente sin
esperar más pasajeros.
El tipo rubio le explicaba al otro, en voz baja, que mientras el auto existiera,
siempre iban a correr el riesgo de que lo encontraran. Para cobrar la póliza,
lo que necesitaban era que el auto, literalmente, desapareciera.
Vicente, sorpesivamente, pensó que esta era su primera oportunidad de
comenzar a saldar su “pacto” con Sanders. De modo que se volvió
rápidamente y con su mejor sonrisa, les propuso:
- Disculpen que me meta, pero creo que puedo ayudarlos. -y con gran
soltura les extendió la primera de las veinte tarjetas que le había
entregado Ricardo Sanders, “El Mago” o como quiera que se llamase.
Mientras les explicaba los detalles, comprendió que su vida había
cambiado para siempre. Ya nada sería igual. Y era bueno que
comenzara a acostumbrarse.
F I N
35