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Los Sínodos episcopales han tomado conciencia creciente de que la Iglesia se halla ante
una doble necesidad: por una parte debe mantener plena fidelidad a las verdades
fundamentales de nuestra fe; por otra los trastornos espirituales de estos tiempos
vuelven especialmente acuciante la tarea de la interpretación. Puede que interpretación y
fidelidad presenten una cierta tensión mutua, pero justamente de esa forma están
indiscutiblemente vinculadas: sólo quien vuelve de nuevo accesible la verdad, quien la
transmite realmente, es quien le es fiel; pero también sólo quien permanece fiel,
interpreta correctamente. Una interpretación que no es fiel, ya no explica, sino que
falsea. Insistir en la fidelidad no significa renunciar a la interpretación, impulsar a "la
estéril repetición de viejas fórmulas", sino, muy al contrario, exigir decididamente una
interpretación adecuada.
Una vez expuestas las consideraciones anteriores, el documento romano pasa a ocuparse
del artículo concerniente a la esperanza de la vida eterna: "Si a los cristianos no les
consta con certeza el contenido de las palabras "vida eterna", entonces se desvanecen las
promesas del Evangelio y el significado de la creación y la redención, e incluso la vida
terrena queda desposeída de toda esperanza". Ese es justamente el peligro que la
Congregación para la Fe ve cernirse hoy: "Se discute de hecho la existenc ia del alma y
el significado de la vida después de la muerte, preguntándose qué sucede entre la muerte
del cristiano y la resurrección universal. Todo ello desconcierta a los creyentes, porque
no encuentra ya su modo de hablar acostumbrado v los conceptos que les son
familiares".
Este es otro aspecto característico del texto romano, que subraya la conexión existente
entre el lenguaje de la plegaria (que en la Iglesia es esencialmente diacrónico y por tanto
"católico") y el lenguaje de la teología. Puesto que las "verdades fundamentales de la fe"
pertenecen a todos los creyentes, constituyendo el contenido concreto de la unidad de la
Iglesia, el lenguaje fundamental de la fe no puede ser un lenguaje de especialistas. En
cuanto ciencia, la teología precisa de ese argot técnico; en cuanto interpretación,
intentará continuamente retraducir sus contenidos. Pero tanto lo uno como lo otro está
referido al lenguaje fundamental de la fe, que sólo se puede seguir desarrollando en la
tranquila continuidad de la Iglesia orante, sin tolerar rupturas repentinas. De aquí las dos
tareas, no contradictorias, sino complementarias, de la teología: debe investigar,
discutir, experimentar; pero no puede darse a sí misma su objeto, sino que está referida
siempre a la "esencia de la fe", que es fe de la Iglesia. Se trata de profundizar esa
esencia, de desarrollarla, pero no de cambiarla o sustituirla.
EL DEBATE TEOLÓGICO
testimonio el Catecismo holandés (publicado tan sólo un año después del Concilio) y el
propio Misal de Pablo VI.
Insistiendo en la idea desde otra perspectiva, podemos comparar con una especie de
necrofilia la forma como el método histórico-crítico trata al objeto: los diversos datos
son detenidos en su respectivo momento y fijados en aquel punto. En relación con la fe
cristiana, ello significa que se intenta aislar la forma más antigua a partir de sus
configuraciones posteriores, para obtener finalmente en estado "puro" el mensaje de
Jesús. Todo lo demás se declara añadido humano, cuyo proceso de formación puede
rastrearse; sólo el historiador puede entonces tener en sus manos la clave de un mensaje
entendido tan arqueológicamente. Ya no entra en consideración el que en la historia
pueda haber su sujeto continuo, en quien la evolución sea fidelidad y que tenga en sí
plena autoridad.
pretendido. Por lo demás hoy sabemos que el término bíblico "dormir" no significa
inconsciencia, sino que era sencillamente un sinónimo usual de "muerte" cuyo
contenido podía llenarse de diversos modos y que los cristianos llenaron con la
concepción de la vida (consciente) junto al Señor.
En vista de estos obstáculos, algunos teólogos católicos, ya desde los años cincuenta y
sobre todo a partir del Vaticano II, se han buscado otra salida. En conexión con las ideas
de E. Troeltsch y K. Barth recalcan la plena inconmensurabilidad existente entre tiempo
y eternidad. El que muere, sale del tiempo y entra en el "fin del mundo", que no es algo
cronológico, sino lo distinto de los días de este eón. Barth trató de explicarse así la
expectativa cristiana primitiva de un próximo fin del mundo: el fin del tiempo es
completamente limítrofe a él y se inserta en medio de él. Esta idea ha sido empleada
ahora para aclarar la resurrección: Si al morir se sale al no-tiempo, al fin del mundo, es
que se entra en el retorno de Cristo y en la resurrección de los muertos. Al no haber
"estado intermedio", no se precisa de ningún alma para mantener la identidad del
hombre: "estar con el Señor" y resurrección de los muertos es igual. Pareció encontrarse
el huevo de Colón: la resurrección sucede en la muerte.
Pero hay una cuestión. El cuerpo del hombre, inseparable de él según estas
consideraciones, permanece después de la muerte sin duda alguna en el espacio y el
tiempo; no resurge, sino que es puesto en la tumba. Para el cuerpo no vale la
destemporalización que domina más allá de la muerte. Entonces ¿para quién vale? ¿O es
que hay algo separable del cuerpo que subsiste en la corrupción espacio temporal de
éste? Y si hay ese algo, ¿por qué no se le puede llamar alma? ¿Con qué derecho se le
llama cuerpo, si evidentemente no tiene nada que ver con el cuerpo histórico del hombre
y su materialidad? ¿No es ya dualismo postular tras la muerte un segundo cuerpo, cuyo
origen y modo de existir permanecen en la oscuridad?
Todavía otro segundo grupo de cuestiones, ¿cómo puede haber llegado a su final la
historia en algún sitio (fuera del propio Dios), mientras en realidad está todavía en
camino? La idea correcta de fondo de la inconmensurabilidad entre el más allá y el más
acá, ¿no queda simplificada de un modo equívoco y arbitrario (puesto que de eternidad
sólo se debería hablar con referencia al propio Dios?) ¿Qué futuro espera a la historia y
al cosmos? ¿Llegan alguna vez a su consumación o permanece un eterno dualismo entre
tiempo y eternidad, que nunca se funde? Las respuestas no son unitarias y tienden a
dejar abierto el interrogante, pero la lógica interna del conjunto lleva a considerar
superfluo un término temporal de la historia y una culminación del cosmos, puesto que
la resurrección ya ha tenido lugar y en ella el individuo ha entrado ya en el fin del
mundo.
No rechazo las valiosas ideas sueltas que han aflorado gracias a las nue vas reflexiones
que he tratado de resumir; provechoso resulta ya sólo el llevar hasta el final el
experimento de intentar describir estos contenidos recurriendo a una nueva
JOSEPH RATZINGER
terminología. Pero contemplando sin prejuicios el resultado, hay que confesar: No, no
es posible; no se puede retroceder sin más dos milenios para trasplantarse de nuevo al
lenguaje de la Biblia. Un exegeta como G. Lohfink lo ha reconocido sin ambages: el
biblicismo no es ninguna posibilidad; también el nuevo camino rebasa en mucho la
Biblia, reformando su terminología mucho más de lo que la tradición lo había hecho.
Por ahí no se llega a la "palabra pura" de la Biblia, ni tampoco a una mayor lógica del
pensamiento. Y a cambio la predicación ha perdido su lenguaje. Pues la resurrección
inmediata de un amigo difunto no se le puede poner de manifiesto a nadie; un tal
ejemplo del término "resurrección" es un típico giro de erudito, pero no una expresión
posible de la fe común y entendida en común. Además de la imposibilidad de introducir
en la predicación los rodeos hermenéuticos necesarios para comprender esa fórmula, el
teólogo aparece así encerrado en un getto teológico, lingüístico y mental, en que no se
puede comunicar con nadie. De aquí la urgencia objetiva de la alusión que la
Congregación para la Fe hace al irrenunciable "refugio" lingüístico del asunto de
referencia en la palabra "alma"; de aquí también su correcta pretensión de preservar la
interrelación entre la resurrección de todo el hombre y la inmortalidad del alma.
Ciertamente un teólogo que abogue hoy por la existencia y la inmortalidad del alma,
encontrará oposición por muchas partes; pero desde luego no defiende nada absurdo
desde el punto de vista científico y filosófico. Al contrario, frente a los simplismos
intelectuales y los olvidos históricos se pronuncia por un pensamiento más preciso y
más global, y puede estar seguro de que no está solo. En cambio con la teoría de la
resurrección en la muerte rompe los puentes de comunicación, lo mismo con la filosofía
que con la historia del pensamiento cristiano. Este cambio en la relación de la fe con la
razón y con la unidad interna de su propia historia es propiamente el trasfondo
metodológico de todo el proceso.
Fe y razón filosófica
modo fiable por la continuidad de la tradición, sino que ha de ser hallado de nuevo por
el método histórico mediante reconstrucción a partir del pasado. Ahora aparece como un
segundo aspecto de la crisis de inseguridad que afecta a la relación entre fe y razón:
también lo teológico ha de purificarse de todo añadido filosófico. Un factor importante
de esta perspectiva es la desconfianza de la razón filosófica, sin caer en la cuenta de que
en ambos casos se trata de "razón" y que por tanto la reconstrucción histórica no hace
aflorar la fe en estado "puro". No vamos a entrar aquí en una discusión detallada de
esto: vamos a intentar nada más dos observaciones en torno a la cuestión de si el
vincular la resurrección con la inmortalidad del alma no procede de una inadecuada
admisión de filosofía en el seno de la fe.
2.º Pero por muy legítimo que sea recordar la permanente integración en el alma de la
materia transformada en cuerpo, quedarían cambiados los acentos si pareciese que esto
es la condición auténtica y esencial de la vida eterna. Eso es falso: la materia es en
principio condición de muerte para la vida. Pues ¿en qué nos basamos para esperar vida
eterna? Esta pregunta nuclear se deja de lado en las discusiones sobre dualismo y
monismo. Lo que impulsa al hombre a exigir durabilidad no es el yo aislado, sino la
experiencia del amor: el amor quiere la eternidad del amado y por tanto también la
propia. La respuesta cristiana es que la inmortalidad no radica en el propio hombre, sino
en la relación con lo que es eterno y da sentido a la eternidad: la verdad, el amor. El
hombre puede vivir eternamente porque es capaz de entrar en relación con lo que da
eternidad. Lo que en el hombre proporciona un punto de apoyo para esta relación, es lo
que llamamos alma, que no es sino la capacidad de relación del hombre con la verdad,
con el amor eterno. Y así resulta lógica la concatenación: La verdad, que es amor, es
decir Dios, da al hombre eternidad y puesto que en el espíritu humano, en el alma
humana queda integrada materia, por ello la materia alcanza en él la capacidad de
plenificación en la resurrección.
JOSEPH RATZINGER