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John Stuart Mili

El sometimiento
de la mujer
Ciencias sociales
John Stuart Mili

El sometimiento
de la mujer
Prólogo, traducción y notas
de Carlos Mellizo

El libro de bolsillo
Sociología
Alianza Editorial
T ítu lo o r ig in a l: The Subjection ofWomen
T ra d u c to r: Carlos Mellizo

Diseno de cubierta: Alianza Editorial


Ilustración de cubierta: Angel Uriarte

Reservados todos los derechos, Ei contenido de esta obra está protegido por la
Ley, que establece penas de prisión y/o multas, adem ás de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren,
distribuyeren o com unicaren públicam ente, en todo o en parte, una obra litera­
ria, artística o científica, o su transform ación, interpretación o ejecución artística
fijada en cualquier tipo de soporte o com unicada a través de cualquier medio,
sin la preceptiva autorización.

© del prólogo, traducción y notas: Carlos M ellizo, 2010


© Alianza Editorial, S. A., M adrid, 2010
Calle Ju an Ignacio Luca de Tena, 15;
28027 Madrid; teléfono 91 393 88 88
w w w .a li a n z a e d i t o r ia l .e s
ISBN : 978-84-206-6913-7
D epósito legal: M. 7.9 6 8 -2 0 1 0
Im preso e n E F C A , S. A .
Printed in Spain

S I Q U IE R E R E C IB IR IN F O R M A C IÓ N P E R IÓ D IC A S O B R E LA S N O V E D A D E S D E
ALIANZA E D IT O R IA L , E N V ÍE UN C O R R E O E L E C T R Ó N IC O A LA D IR E C C IÓ N :

alianzaeditorial@anaya.es
Prólogo

John Stuart M ili com puso El sometimiento de la m u ­


jer entre los años 1860 y 1861, en colaboración con su
hijastra Helen Taylor. Su esposa Harriet había falleci­
do de una congestión pulm onar en el otoño de 1858
y había sido enterrada en el cem enterio de Saint Ve­
rán, en las cercanías de Avignon. Allí residiría Mili
con su hija política durante buena parte del tiem po
que le quedó de vida, y allí m urió a la edad de sesen­
ta y siete años, en la m añana del 7 de mayo de 1873.
En su Autobiografía, com o enseguida veremos, nos
dice Mili que en Helen encontró a la persona ideal
que viniera a ocupar el lugar que Harriet Taylor había
tenido en su vida. Durante siete años y medio, H a­
rriet y John Stuart estuvieron unidos en m atrim onio,
pero la relación había empezado m ucho antes. Según
su propio testim onio, M ili conoció a Harriet Taylor
en 1830, cuando él tenía veinticinco años y ella vein­
titrés. Aunque transcurrió algún tiem po antes de que
7
8 C A R L O S M E L L IZ O

su amistad llegara a ser íntim a o confidencial, desde


el principio Mili tuvo el profundo sentimiento de que
aquella m ujer era la persona más admirable que hasta
entonces había conocido. En ningún capítulo de los
escritos publicados por M ili hay especial referencia
a su m adre, H arriet Burrow, fallecida en 1854. En
los párrafos de la Autobiografía elim inados antes de
enviar el m anuscrito a la im prenta, las alusiones a
ella nos la describen com o persona enteram ente
dedicada a las tareas del hogar, sin am biciones ar­
tísticas o intelectuales de ningún tipo. Y lo que es
m ás grave, carente de «verdaderos» afectos de es­
posa y m adre, siendo en esto, a ju icio de M ili, un
ejem plo más de la frialdad e indiferencia típicas del
alma inglesa. Del padre de M ili, de su severidad,
afición al estudio y rigor pedagógico en la educa­
ción del joven John Stuart se nos da detallada y am ­
plia inform ación en la Autobiografía. De la madre,
éste es el breve retrato que nos dejó su h ijo en los
papeles inéditos que sólo saldrían a la luz un siglo
después de su m uerte:

Una madre verdaderamente tierna y cariñosa -lo cual es


una rareza en Inglaterra- habría hecho, primero, que mi
padre fuese una persona diferente; y en segundo lugar,
que sus hijos crecieran amando y siendo amados, Pero
mi madre, con las mejores intenciones, sólo supo gastar
su vida trabajando como una esclava para ellos. Hizo por
sus hijos todo lo que pudo, y la querían porque era bon­
dadosa con ellos; pero para que mi madre se hubiera he­
cho amar de verdad, imitar e incluso obedecer, ello ha-
PR O LO G O 9

bría requerido de ella cualidades que, desgraciadamente,


no poseía1.

C o n trastan , com o decíamos, estas palabras de Mili


hablando de su madre con las muchas expresiones de
admiración que dedicó a las otras dos m ujeres con las
que tuvo oportunidad de convivir, y cuya participa­
ción en la com posición de El sometimiento de la m u ­
jer fue por él abierta y gustosamente reconocida. Por
lo que se refiere a Harriet Taylor, son tantas las veces
que aparece su nom bre en los escritos autobiográfi­
cos de Mili que no sería posible recogerlas todas en
este lugar. Basten algunas para darnos idea de la in ­
condicional y absoluta veneración que M ili dispensó
siempre a su amada.

Para el círculo de sus amistades sociales —nos dice—, era


una mujer hermosa y aguda, con un aire de natural distin­
ción que era apreciado por todos los que se acercaban a
ella; para el círculo de los íntimos, era una mujer de pro­
fundos y poderosos sentimientos, de una inteligencia pe­
netrante e intuitiva, y de una naturaleza poética y medita­
tiva en grado eminente [...]. En ella, la absoluta emancipa­
ción de toda clase de superstición [...] y su decidida protesta
contra muchas cosas que son todavía parte de la estableci­
da constitución de la sociedad no eran el resultado de una
inteligencia implacable, sino del vigor de sus nobles y ele­
vados sentimientos, y podían coexistir con una naturaleza
venerable en grado sumo. En lo que se refiere a sus carac­

I . The Early Draft o f John Stuart MilVs «Antobiography», 184.


10 C A R L O S M E L L IZ O

terísticas espirituales y a su temperamento y organización,


a menudo la he comparado, tal y como era entonces, con
Shelley; pero en pensamiento e inteligencia, Shelley, en la
medida en que pudo desarrollar sus poderes durante su
corta vida, fue un niño si se lo compara con lo que ella lle­
gó a ser. [...] Sus cualidades intelectuales estaban al servicio
de un carácter moral que era a la vez el más noble y más
equilibrado que jamás he encontrado en mi vida (Autobio­
grafía, pp. 201-203).

O tros contem poráneos suyos nos han dejado una


opinión menos favorable de su carácter. Lo más pro­
bable es que, sin ser persona de virtudes tan sublimes
com o las que M ili le atribuye, fuese una m ujer nota­
ble en m uchos aspectos, digna com pañera del filóso­
fo. En cualquier caso, se conocieron cuando ella esta­
ba ya casada con Mr. John Taylor, hom bre - a decir de
M ili- de la m áxim a rectitud, de ideas liberales y am ­
plios conocim ientos, pero que no logró establecer
con su esposa el nivel de com unicación que hubiera
sido deseable, dando ello lugar, siquiera indirecta­
m ente, a que se iniciase entre Harriet Taylor y el filó­
sofo una íntim a relación semiclandestina, escandalo­
sa para su época y quizá tam bién para la nuestra, que
sólo llegaría a normalizarse con la m uerte de Mr. Tay­
lor y la legítima unión de los enamorados.
Del m atrim onio Taylor había nacido Helen, la m e­
nor de la familia, a quien desde m uy pronto M ili con ­
sideró com o hija suya. Andando el tiem po, y tras el
fallecim iento de su madre, Helen asumiría las funcio­
nes de colaboradora en los proyectos de su padrastro,
pró lo go
11

quien de nuevo reconocería, nunca sabremos con


qué grado de objetividad, la ayuda de su nueva com ­
pañera. Hay un largo fragmento de la Autobiografía
en el que se habla de los resultados que en la mente de
un escritor tiene siempre la estrecha convivencia con
otras personas que com parten sus pensam ientos y es­
peculaciones. Cuando las cuestiones de interés co­
mún son comentadas entre ellas en el transcurso de
la vida cotidiana, dice Mili, las conclusiones debidas
a la pluma de una de estas personas son, en realidad,
de paternidad conjunta, y a menudo resulta difícil, si
no imposible, determinar qué pertenece a una y qué
a las otras. Hablando de su colaboración con Harriet
Taylor, Mili llega a afirmar que, no sólo durante sus
años de m atrim onio, sino tam bién durante los lus­
tros de estrecha amistad que los precedieron, «todos
mis escritos publicados son tanto obra m ía com o
suya» (254). De hecho, va m ucho más allá al asegurar
que, por encim a de esa general, profunda e indiscer­
nible influencia ejercida en él por su esposa, es preci­
samente lo que de más valioso hay en las obras fir­
madas por él lo que puede claramente identificarse
como «em anaciones suyas» [de Harriet]. M ili confie­
sa, pues, no tener en esos libros parte mayor de la que
tuvo cuando adoptó ideas de otros autores anteriores
a él. Niega, de este m odo, plena originalidad a la gran
mayoría de los escritos publicados con su nombre.
Hoy nadie presta crédito a estas excesivas declara­
ciones de modestia, aunque sí parece indiscutible que
dos de los títulos milleanos de mayor difusión -Sobre
12 C A R L O S M E L L IZ O

la libertad y El sometimiento de la m u jer- contaron


con la directa participación de Harriet y, en el caso
del segundo, tam bién con la de su hijastra Helen.
M ención explícita de la colaboración prestada por
Helen en la com posición de este ensayo queda regis­
trada en las páginas finales de la Autobiografía:

El otro tratado escrito en este tiempo [1860-1861] -dice


allí M ili- es el que se publicó años más tarde bajo el título
The Subjection of Women [El sometimiento de la mujer].
Fue escrito por sugerencia de mi hija para dejar constancia
de las que eran mis opiniones sobre esta gran cuestión [...].
Tal y como fue hecho público en última instancia, contie­
ne importantes ideas de mi hija y pasajes de sus propios es­
critos que enriquecen la obra (pp. 273-274).

Nacida en 1831, muy poco antes de que tuviera lu ­


gar el primer encuentro entre Harriet Taylor y John
Stuart Mili, Helen fue la hija preferida de Harriet y
heredó su repertorio de ideas reformistas, plasm án­
dolas en diferentes obras con una dedicación e inten­
sidad poco com unes en su época. Ella y sus dos
herm anos vivieron en un hogar en el que las reglas
tradicionales de la vida m atrim onial eran rigurosa­
mente observadas, pero donde la som bra de M ili
ocupaba casi por com pleto los sentimientos de la
madre de familia. Durante su juventud emprendió
la carrera de actriz. Con el seudónimo de «Miss Tre-
vor» adquirió cierta fama representando papeles de
im portancia para compañías teatrales de ám bito p ro­
vincial en el norte de Inglaterra, apoyada en esto por
13

su madre, quien la sostuvo económ icam ente durante


aouellos años. Tras la m uerte de Harriet en 1858, He­
len Taylor asumió las funciones de ayudante y secre-
tar-a Mili, redactando gran parte de su correspon­
dencia y colaborando con él en numerosos proyectos,
muy especialmente en la edición últim a de la Auto­
biografía y, com o ya se ha indicado, en la com posi­
ción del presente ensayo. Lo que Mili tiene que decir
de ella no difiere en esencia de las alabanzas dedica­
das anteriormente a su m ujer:

Aunque la inspiradora de mis mejores ideas ya no estaba


conmigo -escribe en la Autobiografía refiriéndose a la
muerte de Harriet-, no me encontraba completamente
solo: mi esposa me había dejado una hija, mi hijastra He­
len Taylor, que había heredado mucho de la sabiduría de
su madre y de su nobleza de carácter, y cuyos talentos fue­
ron creciendo y madurando hasta el día de hoy dedicados
al mismo propósito, y han hecho que su nombre sea mejor
y más conocido que el de su madre. Y predigo que su fama
será aún mucho mayor si ella vive lo suficiente como para
colmar el alto destino a que ha sido llamada. Del valor que
tuvo para mí el contar con su directa cooperación diré algo
ahora: de lo que a ella debo en lo referente a sus consejos,
a sus grandes poderes de pensamiento original y a su acer­
tado juicio práctico, sería inútil que yo intentase dar aquí
una idea adecuada. Seguramente nadie ha sido tan afortu­
nado como lo fui yo; pues tras sufrir una pérdida tan gran­
de como la mía, alcancé otro premio igual en la lotería de
la vida: otra compañera que me dio estímulo y consejo, y
que me procuró una instrucción de la más alta calidad.
Quien, tanto ahora como de aquí en adelante, piense en la
14 C A R L O S M E L L IZ O

obra que he realizado, no debe olvidar nunca que ésta no es


el producto de un solo intelecto, sino de tres (pp. 271-272).

Ya fallecidos su madre y John Stuart, Helen Taylor


continuó luchando por los m ism os ideales y adquirió
una notable reputación com o activista a favor del su­
fragio fem enino y otros derechos de la mujer. En
1876, tras una vigorosa cam paña, salió elegida m iem ­
bro de la Com isión Escolar de Londres por el distrito
de Southwark, posición que conservó en las dos elec­
ciones siguientes. Durante sus nueve años en la C o­
m isión, luchó por la elim inación de la indigencia in ­
fantil, la abolición de las escuelas de pago y el castigo
corporal, la reducción del núm ero de alumnos en el
aula, la igualdad salarial para maestros de escuela de
am bos sexos, y una idéntica subvención pública para
las escuelas de niños y las de niñas. A principios de la
década de 1880 se unió al llamado M ovim iento de
Reform a M oral, fundado para redimir a las mujeres
forzadas al ejercicio de la p rostitu ción y para co m ­
batir todo tipo de discrim inación sexual. En 1885,
cuando el voto fem enino no estaba aún reconocido,
se presentó a las elecciones parlamentarias com o re­
presentante del Partido Radical por el distrito londi­
nense de Camberwel; y aunque no resultó elegida,
prosiguió m ilitando en favor de reformas sociales de
signo feminista, tales com o el derecho de las madres
separadas a la custodia de sus hijos. Empresas políti­
cas que contaron con su apoyo activo fueron el m ovi­
m iento por la independencia de Irlanda y la elim ina-
pro lo go
15

ción de las consecuencias discrim inatorias implícitas


en la Ley de Enfermedades Contagiosas de la India,
La Ley había sido aprobada inicialm ente por el Parla­
mento Británico en 1864, tras la alarma provocada en
Inglaterra por el alto porcentaje de enfermedades ve­
néreas entre el personal m ilitar del Ejército Colonial.
El decreto daba autoridad a agentes de policía vesti­
dos de paisano para que identificasen a las prostitutas
en las guarniciones y ciudades designadas, forzándo­
las a someterse a un examen médico y al tratam iento
correspondiente, así com o a que las mujeres conta­
m inadas debían ser internadas en hospitales por un
período de tres meses, tiem po que después fue exten­
dido a un año. Sin embargo, ninguna medida similar
fue aplicada a los varones que frecuentaban el trato
con prostitutas y otras mujeres, m ientras que la p o­
blación fem enina en los barrios pobres fue sometida
a una indiscrim inada y violenta inspección, dando
lugar a frecuentes abusos policiales que fueron de­
nunciados por las víctimas. En 1869 se debatió en el
Parlamento la propuesta de aplicar las mismas m edi­
das en el norte de Inglaterra y en otras regiones del
país. Ello provocó una extendida cam paña de oposi­
ción bajo el liderazgo de la prom inente feminista Jo-
sephine Butler, cam paña en la que Helen Taylor m ili­
tó vigorosamente. La Ley de Enfermedades C onta­
giosas fue por fin derogada en 1886.
La petición som etida por M ili al Parlamento en ju ­
nio de 1866 en apoyo del sufragio fem enino también
es atribuida a Helen Taylor, y fue publicada con su
16 C A R L O S M E L L IZ O

firm a en el num ero de la Westminster Review corres­


pondiente a enero de 1867. Un episodio de interés es­
pecial en la vida de esta m ujer singular fue la desave­
nencia entre ella y su padrastro durante la campaña
de Mili para ser reelegido al Parlamento después de
servir tres años en la Cám ara de los Comunes. Mili
term inaría perdiendo las elecciones. Fue poco antes
de celebrarse éstas cuando, respondiendo a una pre­
gunta acerca de sus ideas sobre religión, Mili pareció,
en opinión de su hijastra, suavizar su proverbial
ateísmo. Indignada por lo que ella consideraba una
debilidad motivada por intereses electorales, Helen,
que se encontraba entonces en la residencia familiar
de Avignon, escribió una carta implacable a su pa­
drastro censurándolo por tan cuestionable conducta.
Dirigiéndose a él con un distante «Decir Mr. Mili», se
asom bra de hasta qué punto las presiones electorales,
la ansiedad y la pasión política del m om ento pueden
apoderarse del alma de una persona, y le reprende
por haber com etido la insensatez de «cambiar sus
respuestas acerca de asunto tan im portante [com o la
religión]», en lugar de mantenerse firme en su cono­
cida postura.
Me faltan palabras —le dice—para expresarle la vergüenza
que siento. Y es Vd. quien invita la publicación de una car­
ta que me hace enrojecer al pensar la opinión que, al leer­
la, tendrán de usted todos aquellos que le conocen y saben
cuál es su modo de pensar. Le ruego y le suplico que rehú­
se Vd. decir sobre este asunto ni una sola palabra que di­
fiera de lo que Vd. ya ha dicho. Copie tan literalmente
17
pr O u x ;o

como pueda la carta que le adjunto [...] y lo que usted dijo


sobre sí mismo en las elecciones anteriores. Remita a la
aente a esos testimonios, y niéguese a pronunciar una pa­
labra más. No dañe su reputación de hombre franco y sin­
cero; no cierre Vd. la puerta, con procedimiento tan ruin y
con subterfugios tan miserables como esta carta, a todo fu­
turo poder de utilidad de la libertad religiosa. No deje Vd.
que le induzcan a decir ninguna cosa nueva, grande o pe­
qu eña. Esto es lo que sus oponentes quieren que usted
haga: quieren que Vd. siga hablando hasta que diga alguna
cosa que ellos puedan utilizar... Si le hablo con firmeza y
tengo fuertes sentimientos sobre este asunto, es porque
qu ed a mucho trabajo que hacer en el futuro, y usted es la
persona indicada para llevarlo a cabo. No debería usted, en
un descuidado momento de precipitación, contestar a una
carta para adoptar una postura que muy justamente ellos
le echarán a Vd. en cara si en el futuro intentara usted
adoptar otra más noble y más explícita (cit. por McDo­
nald, p. 215).

En cartas que hoy no se conservan y a las que H e­


len alude en correspondencia posterior, M ili explicó
a su hijastra lo injustificado de tanta alarma. Las car­
tas siguientes de Helen muestran que ésta pareció al
fin entender la postura de Mili, llegando a disculpar­
se de algún m odo por lo excesivo de su reacción ori­
ginal.
Helen m ilitó en uno de los primeros partidos so­
cialistas de Gran Bretaña: la Federación Dem ocrática,
precursora de la Federación Social-D em ócrata, a su
vez precedente del actual Partido Laborista. Publicó
18 C A R L O S M E L L IZ O

durante su vida numerosos artículos en revistas de


signo progresista, editando las obras postumas del fa­
m oso historiador y defensor de la causa feminista
Henry Thom as Bukle. Helen se retiraría de la vida
pública siendo ya septuagenaria. Durante sus últimos
años residió en el sur de Inglaterra. Falleció en 1907,
y sus restos descansan en el cem enterio de Torquay.

El propósito de M ili en este ensayo es dem ostrar que


la sujeción legal de las mujeres a los varones es una la­
cra que ha de ser sustituida por una absoluta igual­
dad entre am bos sexos. La discrim inación contra la
mujer, y el consiguiente som etim iento que la subor­
dina al hom bre, es un hecho universal -argum enta
Mili— basado principalm ente en la circunstancia de
que el varón es superior en fuerza física. Aunque las
sociedades civilizadas reconocen que el poder físico
no le da derecho a un individuo a gobernar la vida de
otro, la mayor fuerza m uscular de los hom bres ha
sido y sigue siendo en cierta m edida la raíz de su
supremacía social. Ante tal estado de cosas, la em an­
cipación de la m ujer ha de ser defendida, siquiera sea
con fines utilitarios, poniendo así fin al régimen pa­
triarcal que las ha tenido sometidas desde los oríge­
nes de la especie humana. Mili estaba convencido de
que el progreso m oral e intelectual de la humanidad
habrá de dar com o resultado un más alto grado de fe­
licidad para todos. Liberar a la m ujer de su posición
subordinada contribuiría en alto grado a materializar
PROLOGO
19

ese ideal progresista. La supeditación de un sexo a


otro es, pues, errónea en sí m ism a y uno de los más
graves impedimentos para el buen desarrollo de la es­
pecie. Debemos negar que el poder y el privilegio ha­
yan de ser otorgados a uno de los sexos y excluidos
del otro.
Para apoyar su postura, M ili com bate el argum en­
to tradicional de que, naturalmente, las mujeres son
inferiores a los hom bres en toda una serie de activi­
dades que han sido siempre desempeñadas por indi­
viduos de sexo masculino. Sólo dejando que la m ujer
se dedique librem ente a las ocupaciones que le dicte
su voluntad podrem os ver si verdaderamente está in ­
capacitada para ellas o no. Hasta que las condiciones
de igualdad no sean establecidas, no podrem os deter­
minar cuáles son de hecho las diferencias naturales
entre ambos sexos.
La educación tradicional recibida por las mujeres
ha confinado a éstas a una serie de actividades dicta­
das por un prejuicio heredado de siglos. En el pasado,
la dom inación masculina pudo ser suavizada, en el
mejor de los casos, por el sentimiento caballeresco
que permitía a las mujeres adquirir un cierto grado
de dignidad. Esto ocurría cuando su dueño, por las
razones que fueren, optaba ser benevolente con ellas.
Ya es hora, arguye Mili, de sustituir la condescendien­
te generosidad del caballero-sultán-am o, por un régi­
men de justicia en el que no se asuma que en el trato
entre hom bre y m ujer «él tiene derecho a mandar y
ella tiene la obligación de obedecer». Los privilegios
20 C A R L O S M E L L IZ O

sociales otorgados al varón por el m ero hecho de ser­


lo y no por sus propios logros, hacen que éste sea ins­
pirado por la peor clase de orgullo. La situación se
agrava cuando el general sentim iento varonil de su­
perioridad respecto al otro sexo se com bina con la
circunstancia de que el varón posea autoridad legal
sobre una persona particular: la legítima esposa. Ello
convierte el m atrim onio en un tipo de relación que
contradice los principios de la justicia social. Sólo im ­
poniendo un tipo de educación según el cual se reco­
nozcan iguales derechos en el débil que en el fuerte,
habrá posibilidad de poner freno a la conducta abu­
siva en lo que a la relación hom bre-m ujer se refiere.
El segundo beneficio proveniente de liberar a la
m ujer permitiéndola practicar sus facultades sería,
com o decíamos, el de duplicar la masa de recursos
mentales disponibles para ser empleados en prove­
cho de la humanidad:

Allí donde ahora hay un individuo preparado para benefi­


ciar al género humano y promover la mejora general ejer­
ciendo como maestro de escuela o como administrador en
alguna rama de los asuntos públicos o sociales, existiría la
posibilidad de que hubiese dos. La superioridad mental del
tipo que sea está hoy en todas partes muy por debajo de la
demanda; hay una tal deficiencia de personas competentes
[...], que es sobremanera seria para el mundo la pérdida de
la mitad del talento que posee.

Mili no recom ienda que la m ujer deba abandonar


por com pleto los deberes domésticos para los que fue
PR Ó LO G O
21

tradicionalmente educada y para los que es muy p o­


sible que posea un talento natural. De lo que se trata
es de expandir su radio de influencia, obligando a los
varones a com petir con ellas.
Éstos son, en apretado resumen, algunos de los
contenidos fundamentales del texto. Pero es la pro­
funda elaboración que M ili realiza sobre un reper­
torio relativamente reducido de ideas básicas respec­
to al sometimiento (y liberación) de la mujer lo que da
al ensayo su valor de universalidad y permanencia.
Aunque muchas de las propuestas milleanas en favor
de la emancipación femenina resulten hoy evidentes de
suyo, y hasta moderadas según los más progresivos
criterios feministas de la hora presente, estamos ante
una de las obras de M ili de mayor actualidad. Sus re­
comendaciones siguen teniendo vigencia entre gru­
pos hum anos dentro de sociedades no desarrolladas,
y también en amplios ámbitos de convivencia del
mundo socializado.
Para los lectores de lengua española será de interés
recordar la especial atención que doña Emilia Pardo
Bazán dedicó a este escrito de John Stuart Mili, den­
tro de su general devoción a la causa de la liberación
de la mujer. Una versión española de The Subjection
of Women, prologada por doña Emilia, ha circulado
durante años por España y Latinoam érica con el títu­
lo de La esclavitud fem en in a 2. Es improbable que la
2. Es la versión disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cer­
vantes (http://www.cervantesvirtual.com). También hay una re­
ciente edición de esa obra en Madrid, Artemisa Ediciones, 2008.
22 C A R L O S M H L LI2 0

traducción m ism a del texto de M ili pertenezca tam­


bién a doña Emilia, quien suele figurar exclusiva­
m ente com o autora del prólogo. En cualquier caso,
conviene indicar aquí que La esclavitud fem enina es,
más que una estricta y com pleta traducción realizada
según los criterios actuales de fidelidad al texto, una
suerte de apasionada recreación literaria de la obra
original. El resultado es un libro que, sin traicionar
totalm ente los contenidos de la versión en lengua in­
glesa, está m uy lejos de responder en sus páginas a la
organización del ensayo, a lo que M ili verdaderamen­
te dice en él y a su manera de decirlo.
La utilidad que sin duda tuvo esa versión durante
más de un siglo no excluye la necesidad de publicar
ahora esta otra, espero que notablem ente más cerca­
na al texto en inglés. He utilizado la edición de The
M odern Library Classics, The Basic Writings o f John
Stuart Mili: On Liberty\ The Subjection o f Women &
Utilitarianism, con una Introducción de J. B. Schnee-
wind, y notas y com entario de Dale E. Millar, Nueva
York, 2002. Es una excelente reimpresión de la edi­
ción de 1870, la última en publicarse en vida de Mili.

Carlos M e l l iz o

Departamento de Filosofía
Universidad de Wyoming
Bibliografía

Las Collected Works de John Stuart Mili, publicadas en 25


volúmenes por la Universidad de Toronto bajo la dirección
de John M. Robson, incluyen en el volumen número 21
The Subjection ofWomen y otros escritos feministas de Mili
y de Harriet Taylor. El título general del volumen, con una
introducción de Stefan Collini, es Essays on Equality, Law,
and Education (1984). Otra edición, algo anterior, de obras
milleanas sobre asuntos relacionados con la emancipación
de la mujer es la de Alice Rossi -Essays on Sex Equality
(University of Chicago Press, 1970).

Selección de obras de John Stuart Mili


traducidas al castellano

Autobiografía, traducción, prólogo y notas de Carlos Melli­


zo, primera edición, revisada, en «Área de conocimien­
to: Elumanidades», Madrid, Alianza Editorial, 2008.
La utilidad de la religión, prólogo, traducción y notas
de Carlos Mellizo, primera edición, revisada, en «Área de
23
24 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M u je r

conocimiento: Humanidades», Madrid, Alianza Edi­


torial, 2009.
Capítulos sobre el socialismo, traducción y notas de Dalma-
ció Negro Pavón, Madrid, Aguilar, 1993.
Del gobierno representativo, presentación de Dalmacio Ne­
gro Pavón, traducción de Marta C. C. de Iturbe, Ma­
drid, Tecnos, 1985.
Consideraciones sobre el gobierno representativo, prólogo y
traducción de Carlos Mellizo, Madrid, Alianza Edito­
rial, 2001.
La naturaleza, prólogo y traducción de Carlos Mellizo,
Madrid, Alianza Editorial, 1998.
Sobre la libertad, con un ensayo de Isaiah Berlin, prólogo
de Pedro Schwartz, traducción de Pablo de Azcárate,
álbum de Carlos Mellizo, Madrid, Alianza Editorial,
1992.

Selección de libros y artículos


sobre John Stuart Mili y su obra

Am o s, S., «The Subjection o f Women», Westminster Re-


vievv, núm. 37 (1870), pp. 63-89.
A n n a s , J., «Mili and the Subjection of Women», Philo-
sophy, 52 (1977), pp. 179-194.
A n s c h u t z , R. P., The Philosophy of John Stuart Mili, Ox­
ford, Clarendon Press, 1963.
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El sometimiento de la m ujer
5

El objeto de este ensayo es explicar tan claramente


como pueda los fundamentos de una opinión que he
mantenido desde la época en que por primera vez me
formé opiniones acerca de asuntos sociales o políticos
y que, en lugar de haberse debilitado o modificado, ha
ido haciéndose más y más fuerte con el progreso de la
reflexión y de la experiencia de la vida, a saber: que el
principio que regula las actuales relaciones sociales en­
tre ambos sexos -la subordinación legal de un sexo al
otro- es en sí mism o erróneo, y ahora uno de los prin­
cipales impedimentos para la m ejora del género hu­
mano; y que debería ser sustituido por el principio de
perfecta igualdad entre ambos, sin admitir poder o
privilegio en uno, ni inferioridad en el otro.
Las palabras m ism as necesarias para expresar la
tarea que m e he propuesto muestran cuán ardua es.
29
30 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U IE r

Pero sería un error suponer que la dificultad del caso


tiene que residir en la insuficiencia u oscuridad de los
fundamentos racionales sobre los que descansa mi
convicción. La dificultad es la que existe en todos los
casos en los que hay una masa de sentim iento contra
la cual hay que enfrentarse.
Mientras una opinión está fuertem ente enraizada
en los sentimientos, gana estabilidad, en lugar de per­
derla, cuando tiene una carga preponderante de ar­
gumentos en contra de ella. Pues si fuese aceptada
com o resultado de un argumento, la refutación de di­
cho argumento podría debilitar la solidez de la con­
vicción; mas cuando ésta se apoya solamente en el sen­
timiento, cuanto peor preparada está para una disputa
argumentativa, tanto más persuadidos están sus parti­
darios de que su sentimiento ha de tener una raíz to­
davía más profunda, friera del alcance de los argumen­
tos; y mientras ese sentimiento permanece, continúa
siempre levantando nuevas fortificaciones de argu­
mento para reparar el daño que ha sido hecho en las
viejas. Y hay tantas causas que tienden a hacer que los
sentimientos conectados con este asunto sean los más
intensos y más hondamente enraizados de todos los
que se reúnen para proteger las viejas instituciones y
costumbres, que no necesitamos dar muchas vueltas
para descubrir que, por ahora, continúan estando m e­
nos minados y debilitados que otros por el progreso de
la gran transición espiritual y social moderna; y no po­
demos tampoco suponer que aquellas actitudes bárba­
ras a las que los hom bres se aferran por más tiem po
31
L'KO

sean menos bárbaras que aquellas otras que fueron


abandonadas más temprano.
Se mire por donde se mire, es dura la tarea de quie­
nes atacan una opinión casi universal. Tendrán que
ser muy afortunados, así com o extraordinariamente
capaces, si consiguen hacerse oír en absoluto. Tienen
más dificultad en lograr que se les oiga en juicio, que
la que cualquier otro litigante pueda tener para con ­
seguir un veredicto. Si por la fuerza logran que se les
escuche, están sujetos a una serie de requisitos lógicos
totalmente diferentes de los que se les exige a otras
gentes. En todos los otros casos, el peso de la prueba
es responsabilidad de quien acusa. Si una persona es
acusada de asesinato, corresponde a quienes la acu­
san el dar una prueba de su culpa; no es la persona
acusada la que tiene que probar su propia inocencia.
Si hay una diferencia de opinión acerca de la realidad
de un supuesto acontecim iento histórico en el que los
sentimientos de los hom bres no están, en general,
muy interesados -e l sitio de Troya, por ejem plo—, se
espera que quienes afirm an que dicho acontecim ien­
to tuvo efectivamente lugar, expongan sus pruebas
antes que a los del bando contrario pueda pedírseles
que digan nada; y en ningún m om ento se requiere de
estos últimos que hagan otra cosa que no sea m ostrar
que la evidencia expuesta por los otros carece de va­
lor alguno. De igual m odo, en asuntos prácticos, se
supone que el peso de la prueba es obligación de
quienes están contra la libertad, de quienes propug­
nan alguna restricción o prohibición, ya sea lim itan­

i
.
V

32 EL S O M E T IM IE N T O D E LA JM U JE r

do de algún modo la libertad general de los actos hu­


manos, o mediante alguna descalificación o dispari­
dad de privilegio que afecte a una persona o a un tipo
de personas en com paración con otras. A priori, la
presunción está a favor de la libertad y la imparciali­
dad. Se m antiene que no debe haber control allí don­
de éste no sea requerido por el bien com ún, y que la
ley no debe hacer acepción de personas, sino que
debe tratar a todos por igual, excepto cuando una de­
sigualdad en el trato es exigida por razones positivas
de justicia o de prudencia política. Pero a quienes
m antienen la opinión que yo profeso no se les conce­
derá el beneficio de acogerse a ninguna de estas reglas
de evidencia. Es inútil que yo diga que quienes m an­
tienen la doctrina de que los hom bres tienen derecho
a mandar y que las mujeres están bajo la obligación
de obedecer, o que los hom bres son aptos y las m uje­
res ineptas para desempeñar labores de gobierno, son
en este caso los acusadores y están obligados a m os­
trar pruebas positivas para probar sus asertos, o, de
110 hacerlo así, a resignarse a que sean rechazados. Es
igualmente inútil que yo diga que aquellos que nie­
gan a las mujeres cualquier libertad o privilegio que
se les permite a los varones -enfrentándose así a dos
presupuestos, pues están oponiéndose a la libertad y
recomendando el favoritismo—deben ser obligados a
producir la más estricta prueba para apoyar su caso;
y que, a menos que logren hacerlo hasta el extremo
de disipar toda duda, el veredicto debe ir contra ellos.
Éstos serían alegatos válidos en cualquier otro caso
LNO 33

común, pero no se pensará que lo sean en éste. Antes


de que yo confiara en hacer impresión alguna, no
sólo se esperaría de m í que respondiese a todo lo que
se ha dicho acerca de esta cuestión por quienes de­
fienden la opinión opuesta, sino que tam bién im agi­
nara yo todo lo que pudo haber sido dicho por ellos,
y que descubriera sus probables razones y respondie­
ra a todas las que encontrase. Y además de refutar to ­
dos sus argumentos afirmativos, se m e pediría asi­
mismo que produjese tam bién invencibles argum en­
tos positivos para probar uno negativo. Mas, aun en
el caso de que yo pudiera hacer todo esto y dejara a la
facción contraria con una pila de argumentos míos
irrefutados y sin uno solo de los suyos sin refutar, se
pensaría que había hecho m uy poco; pues una causa
que está apoyada de un lado por la costumbre uni­
versal, y del otro por tan gran preponderancia de sen­
timiento popular, se supone que tiene a su favor un
prejuicio más fuerte que cualquier convicción que
una apelación a la razón tendría el poder de producir
en cualquier intelecto, excepto en los de condición
excepcional. No m enciono estas dificultades para
quejarme de ellas. En prim er lugar, porque sería inú­
til; [dichas dificultades] son inseparables del hecho
de enfrentarse a los entendimientos de la gente y a la
hostilidad de sus sentim ientos y de sus tendencias
prácticas. Y, ciertam ente, los entendimientos de la
gran mayoría del género hum ano necesitarían estar
mucho m ejor cultivados de lo que hasta ahora ha
sido el caso, antes de que pueda pedírseles que p on ­
34 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U j j &

gan tanta confianza en su propio poder de estimar


argumentos, que al prim er ataque argumentativo
que no sean capaces de resistir lógicam ente, renun­
cien a principios prácticos que adquirieron a poco de
nacer y con los cuales se criaron, y que constituyen
una gran parte del orden actualm ente imperante. No
disputo, pues, con ellos porque tengan poca fe en ar­
gumentaciones, sino porque tienen demasiada en la
costum bre y en el sentim iento general. Uno de los
prejuicios característicos de la reacción del siglo xix
contra el siglo x v m es el de atribuir a los elementos
irracionales de la naturaleza hum ana la infalibilidad
que, supuestamente, el siglo x v m había atribuido a
los elementos racionales de la misma. Hemos susti­
tuido la apoteosis de la Razón por la apoteosis del
Instinto; y llamamos instinto a todo lo que hallamos
dentro de nosotros m ism os sin que podam os darle
un fundam ento racional. Esta idolatría -infinita­
m ente más degradante que la otra, ju n to con las per­
niciosísimas adoraciones falsas del día presente (de
las cuales dicha idolatría es ahora su soporte funda­
m e n ta l)- seguirá probablem ente m anteniendo el te­
rreno que ha ocupado, hasta que no ceda ante una
sana psicología que descubra la verdadera raíz de
m ucho de lo que es hoy reverenciado com o intención
de la Naturaleza y designio de Dios. Por lo que se re­
fiere a la presente cuestión, acepto gustoso las condi­
ciones desfavorables que el prejuicio m e ha asignado.
Consiento en que la costum bre establecida y el senti­
m iento general deberían ser tenidos por evidencias
35
UN O

decisivas en contra mía, a m enos que pueda m ostrar­


se que, a lo largo de los tiempos, esa costumbre y ese
s e n t i m i e n t o han debido su existencia a otras causas
ajenas a la solidez de los mismos, y que han sacado su
poder, no de las m ejores partes de la naturaleza hu­
m a n a ,sino de las peores. Estoy dispuesto a aceptar
que el juicio vaya en contra mía, a m enos que pueda
yo mostrar que el juez que m e juzga ha sido corrom ­
pido. La concesión no es tan grande com o puede pa­
recer, pues probar esto es, con mucho, la porción más
fácil de m i tarea.
La generalización de una práctica es en muchos
casos fuerte indicación de que dicha práctica es, o,
por lo menos, fue alguna vez algo que conducía a fi­
nes laudables. Tal es el caso cuando se adoptó la prác­
tica por vez prim era, o cuando siguió conservándose
después com o m edio de alcanzar dichos fines; y estu­
vo fundamentada en la experiencia, por ser el modo
en que estos fines podían ser alcanzados más eficaz­
mente. Si la autoridad de los hom bres sobre las m u ­
jeres, cuando se estableció por prim era vez, hubiera
sido el resultado de una com paración consciente en­
tre los diferentes m odos de constituir el gobierno de
la sociedad; si después de intentar otros m odos de or­
ganización social —el gobierno de las mujeres sobre
los hombres, la igualdad entre am bos sexos y cual­
quier otra com binación que pudiera inventarse acer­
ca de las m aneras de gobernarse—se hubiera decidido
que, según el testim onio de la experiencia, la m odali­
dad de gobierno según la cual la m ujer está totalm en­
36 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U J q j

te bajo el dom inio del hom bre, sin participar en ab­


soluto en asuntos públicos, y obligada legalmente a
obedecer al hom bre al que ha unido su suerte, era el
arreglo más conducente a la felicidad y bienestar de
los dos, podría haberse pensado razonablemente que
había alguna evidencia a favor de que, cuando fue
adoptado, [dicho m odo de gobierno] era el mejor;
aunque, incluso entonces, las consideraciones que lo
hacían recomendable pudieron después —igual que a
lo largo del tiem po ocurrió con muchos otros hechos
primitivos de la mayor im p ortan cia- haber dejado de
existir. Pero la condición del presente caso es en todos
los respectos la opuesta. En prim er lugar, la opinión a
favor del sistema actual que subordina enteramente
el sexo más débil al sexo más fuerte, se apoya única­
mente en la teoría: no se ha intentado jam ás ningún
otro sistema. De tal m odo, que no puede pretenderse
que la experiencia -e n el sentido vulgar de esta pala­
bra, [es decir], com o algo que se considera opuesto a
la teo ría- haya pronunciado veredicto alguno. Y en
segundo lugar, la adopción de este sistema de desi­
gualdad nunca fue el resultado de una deliberación, o
de una premeditación, o de ideas sociales, o de algu­
na noción acerca de lo que pudiera ser conducente al
beneficio del género hum ano o al buen orden de la
sociedad. Surgió simplemente del hecho de que, des­
de los primeros albores de la sociedad hum ana, cada
m ujer (debido al valor que le asignaban los hombres,
junto con el hecho de su inferioridad en fuerza mus­
cular) se encontró en un estado de esclavitud con res­
37
UNO

pecto a algún hom bre. Las leyes y las formas de go­


bierno siempre empiezan por reconocer las relacio­
nes que encuentran existiendo entre los individuos.
lo que era un m ero hecho físico, lo convierten en un
derecho legal, le dan la sanción de la sociedad y se di­
rigen principalmente a asegurar y proteger estos de­
rechos, sustituyendo así el conflicto irregular y sin ley
oue surge de la fuerza física. De este m odo, quienes
estaban ya obligados a obedecer, fueron legalmente
forzados a seguir obedeciendo. La esclavitud, de ser
una mera cuestión de fuerza entre el am o y el esclavo,
pasó a ser algo regulado y se convirtió en materia
contractual entre los amos, los cuales, obligándose
los unos a los otros para obtener así com ún protec­
ción, garantizaron con su fuerza colectiva las posesio­
nes privadas de cada uno, incluyendo sus esclavos. En
épocas tempranas, la gran mayoría de los del sexo
masculino eran esclavos, así com o la totalidad de las
del sexo femenino. Y tuvieron que pasar m uchos si­
glos -algunos de una alta cu ltu ra- antes de que algún
pensador tuviese la decisión de poner en duda la rec­
titud y la absoluta necesidad social de una esclavitud
y de la otra. Pensadores de este tipo fueron surgiendo
gradualmente; y, por lo m enos (con la ayuda del ge­
neral progreso de la sociedad), la esclavitud del sexo
masculino ha sido abolida desde hace tiem po en to­
dos los países de la Europa cristiana (aunque en uno
de ellos sólo ha llegado a ocurrir esto en los últimos
años); y [la esclavitud] del sexo fem enino se ha ido
cambiando gradualmente a una form a de dependen­
38 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

cia más suavizada. Pero esta dependencia, tal y conio


existe en el presente, no es una institución original y
nueva que ha sido iniciada partiendo de considera­
ciones de justicia y de conveniencia social; es más
bien el primitivo estado de esclavitud perpetuado a
través de mitigaciones y m odificaciones sucesivas
ocasionadas por las mismas causas que han suaviza­
do los modales generales de com portam iento, y que
han puesto a todas las relaciones humanas más bajo
el control de la justicia y del sentim iento hum anita­
rio. No ha perdido el tinte de su origen brutal. Del
mero hecho de que exista, no puede derivarse, por
tanto, presuposición alguna en favor suyo. La única
presuposición de ese tipo que podría suponerse que
tiene, habría de fundarse en el hecho de que [el so­
m etim iento de las mujeres a los hombres] ha durado
hasta ahora, a pesar de que tantas otras cosas que
provinieron del m ism o origen odioso han sido ya eli­
minadas. Y esto es, ciertamente, lo que hace que re­
sulte extraño a oídos de la gente ordinaria el afirmar
que la desigualdad de derechos entre hom bres y m u­
jeres no tiene otra fuente original que la de la ley del
más fuerte.
Que esta afirm ación tenga el efecto de una parado­
ja es en algunos respectos atribuible al progreso de la
civilización y a la m ejora de los sentimientos morales
de la humanidad. Vivimos ahora -e s decir, una o dos
naciones de las más civilizadas del m undo viven aho­
r a - en un estado en el que la ley del más fuerte pare­
ce haber sido abandonada com o principio regulador
39
UNO

de los asuntos del m undo; nadie la profesa, y en lo


que se refiere a la mayoría de las relaciones entre los
seres humanos, a nadie se le perm ite practicarla.
Cuando alguien se las arregla para hacerlo, es bajo
capa de algún pretexto que le da la apariencia de te­
ner de su parte algún interés social general. Siendo
éste el ostensible estado de cosas, la gente se com pla­
ce en decir que la ley de la m era fuerza ha term inado;
que la ley del más fuerte no puede ser la razón de la
existencia de cosas que han perm anecido operando
con pleno vigor a lo largo de los tiempos hasta el m o­
mento presente. Cualquiera que haya sido el origen
de nuestras instituciones presentes, se piensa que és­
tas sólo han podido preservarse hasta el período de
avanzada civilización actual, gracias a un bien funda­
do sentimiento de adaptación a la naturaleza hum a­
na y por estar dirigidas al bien com ún. [Quienes así
piensan] no entienden la gran vitalidad y durabilidad
de aquellas instituciones que ponen el derecho allí
donde está el poder; [no entienden] con cuánta in ­
tensidad son conservadas; cóm o las buenas, así com o
las malas inclinaciones y sentimientos de quienes tie­
nen el poder en sus m anos, coinciden en querer rete­
nerlo; cuán lentam ente estas malas instituciones van
cediendo, una por una, prim ero las más débiles, em ­
pezando por aquellas que están menos entremezcla­
das con los hábitos cotidianos de la vida; y cuán rara­
mente aquellos que han obtenido el poder legal por­
que prim ero tuvieron el poder físico, han perdido la
posesión de dicho poder legal antes de que el poder
40 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

físico pasara a pertenecer a otro bando. El hecho de


que no haya tenido lugar un cam bio en lo que res­
pecta a la fuerza física de las mujeres, com binado con
todas las notas peculiares y características del caso,
dejó claro desde el principio que esta ram a del siste­
ma de derecho fundado en la fuerza, aunque suaviza­
da en épocas tempranas en mayor grado que muchas
otras en lo que respecta a sus manifestaciones más
atroces, habría de ser la últim a en desaparecer. Era
inevitable que este caso particular de una relación so­
cial basada en la fuerza sobreviviese entremezclado
con generaciones de instituciones fundamentadas en
la justicia equitativa, com o casi única excepción al ca­
rácter general de sus leyes y costumbres. Com o 110 ha
proclamado su origen, y com o su verdadero carácter
no ha sido revelado mediante la discusión, no se re­
para en que desentona con la civilización moderna,
de igual m odo a com o la esclavitud doméstica entre
los griegos desentonaba con la noción que ellos te­
nían de sí m ism os de ser un pueblo libre.
Lo cierto es que la gente de la presente generación
y de las dos o tres generaciones pasadas ha perdido
todo sentido práctico de la primitiva condición de la
humanidad; y sólo los pocos que han estudiado his­
toria con precisión, o han frecuentado m ucho las
partes del m undo que están ocupadas por represen­
tantes vivientes de épocas remotas, son capaces de
formarse una imagen m ental de lo que la sociedad
fue en aquel entonces. La gente no se da cuenta de
cóm o en las edades primitivas la ley de la fuerza su-
L'N'O 41

perior era la norm a de vida; cuán pública y abierta­


mente fue reconocida. Y no digo «cínicamente» ni
«desvergonzadamente», porque estas palabras im pli­
carían un sentim iento de que había algo de lo que
avergonzarse; y ninguna noción de ese tipo pudo en­
contrar sitio en la m ente de una persona de aquellas
épocas, com o no fuera un filósofo o un santo. La his­
toria proporciona una cruel experiencia de lo que es
la naturaleza humana, al m ostrar cuán sistemática­
mente el respeto debido a la vida, a las posesiones y a
la entera felicidad terrenal de toda clase de personas,
les fue concedido en la medida en que tenían el poder
de hacerse respetar; cóm o todos los que ofrecieron
resistencia a las autoridades que tenían las armas en
sus manos, no sólo tuvieron contra sí la ley de la fuer­
za, sino tam bién todas las otras leyes y todas las n o ­
ciones de deber social, por muy odiosa que hubiera
sido la provocación contra la que habían reacciona­
do; y cóm o a ojos de aquéllos contra quienes resistie­
ron, no sólo fueron culpables de crim en, sino preci­
samente del peor de todos los crímenes, haciéndose
así merecedores del castigo más cruel que los seres
humanos podían infligir. El primer pequeño vestigio
de un sentim iento de obligación en un ser superior
dirigido a reconocer algún derecho en los inferiores
empezó cuando [el superior] fue llevado, por propia
conveniencia, a hacerles alguna promesa. Aunque es­
tas promesas, incluso cuando estaban sancionadas
por los juram entos más solemnes, fueron durante si­
glos revocadas y violadas a la m enor provocación o


42 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

tentación, es probable que esto, excepto en personas


de m oralidad inferior a la m oralidad media, no se lle­
vara a cabo en la mayoría de los casos sin algún re­
m ordim iento de conciencia. Las antiguas repúblicas,
al estar desde un principio fundadas m ayorm ente en
algún tipo de contrato m utuo, o, en cualquier caso, al
estar integradas por personas que no eran m uy desi­
guales en cuanto a fuerza, proporcionaron en conse­
cuencia el prim er ejem plo de una porción de relacio­
nes hum anas bien acotada y puesta bajo el dominio
de una ley distinta de la de la fuerza. Y aunque la ori­
ginal ley del más fuerte perm aneció operando sin res­
tricción entre ellos y sus esclavos, y tam bién (excepto
cuando había límites establecidos por un pacto ex­
preso) entre un estado y sus súbditos u otros estados
independientes, la abolición de aquella ley primitiva,
aun partiendo de un ámbito tan estricto, supuso el
comienzo de la regeneración de la naturaleza huma­
na, dando a luz sentimientos de cuyo valor inmenso,
incluso para los intereses materiales, la experiencia
iba pronto a dar testimonio, y que, a partir de enton­
ces, sólo requerirían ser aumentados, no creados.
Aunque los esclavos no eran parte de la república, fue
en los estados libres donde prim ero se tuvo el senti­
m iento de que los esclavos deberían tener derechos,
com o seres hum anos que eran. Creo que fueron los
estoicos (excepto en la medida en que la ley judaica
constituye una excepción) los primeros que enseña­
ron com o parte de la moralidad, que los hom bres es­
taban vinculados a sus esclavos por obligaciones m o­
43
UN O

rales. En teoría, nadie pudo haber sido ajeno a esta


creencia, una vez que el cristianismo ganó im portan­
cia; y tras el surgim iento de la Iglesia católica, tam po­
co faltaron personas dispuestas a defenderla. Sin em ­
bargo, hacer que dicha creencia se pusiera en práctica
fue la tarea más ardua que la Cristiandad tuvo que rea­
lizar jamás. Por más de m il años, la Iglesia continuó
luchando por ella sin ningún éxito perceptible. No
fue por falta de poder sobre las mentes de los h om ­
bres. Su poder era prodigioso. Era capaz de hacer que
reyes y nobles renunciaran a las posesiones que más
valoraban, para enriquecer así a la Iglesia. Podía ha­
cer que miles de personas en la flor de su vida y en el
punto más alto de sus ventajas mundanales, se ence­
rraran en conventos para procurar su salvación m e­
diante la pobreza, el ayuno y la oración. Podía enviar
a cientos de miles de hom bres por tierra y mar, Euro­
pa y Asia, a que liberaran el Santo Sepulcro. Podía ha­
cer que los reyes renunciaran a esposas que eran o b ­
jeto de su apasionado amor, porque la Iglesia declara­
ba que caían dentro del séptimo grado de parentesco
(del decim ocuarto, según nuestros cálculos). Todo
esto pudo hacer [la Iglesia católica]; pero no logró
hacer que los hom bres lucharan m enos entre sí, ni
que tiranizasen m enos cruelm ente a sus siervos y,
cuando podían, a los ciudadanos. No logró que re­
nunciaran al uso de la fuerza militante o triunfante.
No se les pudo obligar a esto hasta que ellos m ism os
se vieron a su vez sometidos por un poder superior.
Sólo gracias al poder creciente de los reyes se pudo
V

44 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JE R

poner fin a las luchas, excepto a las que tenían lugar


entre los reyes m ism os o entre los que com petían por
llegar a serlo. Sólo por el crecim iento de una rica y
guerrera burguesía en las ciudades fortificadas, y de
una infantería formada por la plebe, la cual resultó
ser más poderosa en el cam po de batalla que la indis­
ciplinada caballería, pudo limitarse de algún modo la
insolente tiranía que los nobles ejercían sobre la bur­
guesía y el pueblo llano. Y se persistió en esto no sólo
hasta que los oprimidos hubieron logrado un poder
que les capacitaba para realizar con frecuencia espec­
taculares actos de venganza, sino hasta m ucho des­
pués. Y en el continente, m ucho de esto continuó
hasta el tiem po de la Revolución Francesa. En Ingla­
terra, la más tem prana y m ejor organización de las
clases democráticas term inó con ello más pronto m e­
diante el establecimiento de leyes igualitarias y de ins­
tituciones nacionales libres.
Si la gente, por lo com ún, suele darse tan poca
cuenta de cuán com pletam ente, a lo largo de la por­
ción más larga de la historia de nuestra especie, la ley
de la fuerza fue la reconocida norm a de conducta ge­
neral, siendo cualquier otra norm a una consecuencia
especial y excepcional derivada de com prom isos pe­
culiares; y [si la gente suele darse tan poca cuenta] de
lo reciente que es la fecha en que se ha empezado a
pretender que los asuntos de la sociedad en general se
regulen por alguna ley m oral, en medida igualmente
pequeña recuerda o considera la gente cóm o institu­
ciones y costumbres que nunca tuvieron otro funda­
UN O
45

mentó que la ley de la fuerza, han durado hasta épo­


cas y estados de opinión general que jamás habrían
permitido su establecimiento. Hace m enos de cua­
renta años, a los ingleses todavía les estaba legalmen­
te permitido mantener a otros seres humanos en escla­
vitud, como propiedad vendible; y en el siglo presente,
pueden capturarlos y llevárselos, para literalmente
matarlos luego a trabajar.
Este caso absolutamente extremo de la ley de la
fuerza, condenado hasta por quienes pueden tolerar
casi toda otra form a de poder arbitrario, y que, de to ­
dos los otros, es el que presenta las características más
repulsivas para los sentimientos de todos los que lo
consideran desde una posición imparcial, era la ley
en la civilizada y cristiana Inglaterra que está en la
memoria de personas aún vivas. Y en una mitad de la
América anglosajona, hace tres o cuatro años, no so­
lamente existía la esclavitud, sino que la trata y la cría
de esclavos con el propósito expreso de hacer negocio
era una práctica general entre los [llamados] slave
States. Y sin embargo, no sólo se tenía contra estas
prácticas un sentim iento contrario más fuerte, sino
que, al m enos en Inglaterra, había una m enor canti­
dad de sentim iento o de interés en favor de ello, que
[en favor] de cualquier otro de los acostumbrados
abusos de fuerza; pues su motivación era el puro y
descarado deseo de ganancia, y aquellos que se bene­
ficiaban de esta práctica eran una fracción num érica­
mente muy pequeña del país, mientras que el senti­
miento natural de quienes no estaban personalmente
46 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE r

interesados en ella, era de aborrecim iento absoluto.


Un caso tan extremo hace casi superfluo que nos re­
firamos a ningún otro. Pero consideremos la larga
duración de la m onarquía absoluta. Actualmente, en
Inglaterra existe la convicción casi universal de que el
despotismo m ilitar es un ejem plo de la ley de la fuer­
za, sin ningún otro origen o justificación. Y sin em­
bargo, en todas las naciones de Europa, excepto en
Inglaterra, o bien con tin ú a existiendo, o acaba de
dejar de existir; y tiene todavía un fuerte grupo de par­
tidarios entre todo tipo de gente, en especial entre
personas de posición e influencia. Tal es el poder de
un sistema establecido, incluso cuando está lejos de ser
universal; cuando no sólo ha habido en casi todo pe­
ríodo de la historia grandes y bien conocidos ejem ­
plos del sistema contrario, sino que éstos han sido
casi invariablemente proporcionados por las com u­
nidades más ilustres y más prósperas. También en
este caso, el que ostenta un poder indebido, la perso­
na directam ente beneficiada por él, es sólo una per­
sona, m ientras que los que están sujetos a ella y su­
fren por su causa son literalmente todos los demás. El
yugo es natural y necesariamente hum illante para to­
das las personas, excepto para quien está en el trono
y, com o m ucho, para quien espera sucederle. ¡Cuán
diferentes son estos casos del que se refiere al poder
de los hom bres sobre las mujeres! No estoy ahora
prejuzgando la cuestión de su justificabilidad. Estoy
m ostrando en qué vasta medida no podría dejar de
ser más permanente, incluso sin ser justificable, que
47
UN O

esos otros dom inios que han conseguido durar hasta


nuestro propio tiempo. Cualquiera que sea la gratifi­
cación del orgullo que se da en la posesión del poder,
y cualquiera que sea el interés personal en su ejerci­
cio, en este caso no está confinado a una clase lim ita­
da, sino que es com ún a todo el sexo masculino. Para
la mayoría de quienes lo defienden, en lugar de ser
una cosa deseable en abstracto, o -c o m o ocurre con
ios fines políticos usualmente perseguidos por las
facciones- de poca im portancia privada excepto para
los líderes, es algo que llega hasta la casa de la perso­
na y hasta el m ism o hogar de cada jefe de familia y de
cada individuo que espera serlo. El patán ejerce o va
a ejercer su parte de este poder, igual que lo hace el
noble de la más alta alcurnia. Y es éste un caso en
el que el deseo de poder es fuerte en grado sumo;
pues todo aquel que desea poder, desea más que nada
ejercerlo sobre quienes están más cerca de él; con
quienes pasa su vida; con quienes tiene más intereses
en común, y en quienes cualquier independizarse de
la autoridad que él ejerce va a interferir frecuente­
mente con sus preferencias individuales. Si, en los
otros casos especificados, poderes basados solamente
en la fuerza y con m ucho m enos apoyo, van desapa­
reciendo tan lentam ente y con tanta dificultad, m u­
cho más lo será así en éste, incluso si se basa en un
fundamento que no es m ejor que los otros. También
hemos de considerar que quienes poseen el poder tie­
nen en este caso mayores facilidades que en ningún
otro para evitar que surja un levantamiento en con­
1
48 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JER

tra suya. Cada una de estas súbditas [es decir, cada


m ujer], vive bajo la mirada, y casi podría decirse que
en manos de uno de los amos, y en mayor intimidad
con él que con ninguna otra de sus cosúbditas, sin
m odo de unirse con ellas para rebelarse contra él, sin
tener poder para vencerlo, siquiera sea en la menor
cosa, y, por otra parte, con los más fuertes motivos
para buscar su favor y evitar ofenderlo. En las luchas
por la em ancipación política, todo el mundo sabe
cuán a menudo sus prom otores pueden ser compra­
dos mediante soborno, o intimidados con actos de
terror. En el caso de las mujeres, cada m iem bro de la
clase som etida se encuentra en un estado crónico
de soborno y de intimidación combinados. A la hora de
ofrecer resistencia, m uchos de los líderes, y, en mayor
medida, los que les siguen, deben sacrificar casi por
completo los placeres y alivios que le corresponden
com o individuos. Si alguna vez un sistema de privile­
gio y de sujeción forzosa ha tenido el yugo bien apre­
tado alrededor del cuello de quienes estaban som eti­
dos por él, ha sido éste. Todavía no he m ostrado que
sea un sistema malo; pero todo el que pueda pensar
en el asunto tendrá que darse cuenta de que, incluso
si lo fuera, iba a durar más que toda otra form a de
autoridad injusta. Y cuando resulta que algunas de esas
otras [formas de autoridad injusta] existen todavía
en muchos países civilizados, y que otras sólo han de­
saparecido muy recientemente, sería extraño que la
que está más hondam ente enraizada hubiera sido de­
bilitada de manera perceptible en sitio alguno. Más
49

razón hay para sorprenderse de que las protestas y los


testimonios contra ella hayan sido tan numerosos e
A portantes com o de hecho lo son.
Algunos objetarán que no puede establecerse una
comparación adecuada entre el dom inio del sexo
masculino y las formas de poder injusto que he adu­
cido para ilustrarlo, pues dichas formas son arbitra­
rias y han tenido lugar com o resultado de una usur­
pación, mientras que ésta es, por el contrario, natural.
¿Pero es que hubo alguna vez una forma de dominio
que no pareciera natural a quienes la poseían? Hubo
un tiempo en el que la división de la humanidad en
dos grupos -u n o pequeño formado por los amos, y
otro num eroso formado por los esclavos- parecía,
hasta en la consideración de las mentes más cultiva­
das, ser natural, e incluso la única condición natural
de la especie hum ana. Nada menos que un intelecto
que contribuyó tanto al progreso del pensamiento
humano com o el de Aristóteles mantuvo esta opi­
nión sin albergar sobre ella la m enor duda o recelo; y
la fundamentó en las mismas premisas sobre las que
usualmente está basado un igual aserto acerca del do­
minio de los hom bres sobre las mujeres, a saber: que
hay en el género hum ano naturalezas diferentes, na­
turalezas libres y naturalezas esclavas; que los griegos
eran de naturaleza libre, y las razas bárbaras de los
tracios y de los asiáticos eran de naturaleza esclava.
Pero ¿qué necesidad hay de que m e retrotraiga hasta
Aristóteles? Quienes poseían esclavos en el Sur de los
Estados Unidos, ¿no mantenían la misma doctrina
50 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M U J ^

con todo el fanatismo con que los hom bres se aferran


a teorías que justifican sus pasiones y legitiman sus
intereses personales? ¿No convocaron a cielos y tie­
rras para que testificasen que el dom inio del hombre
blanco sobre el negro es natural, que la raza negra es
por naturaleza incapaz de ser libre y que está destina­
da a la esclavitud? Algunos llegaron, incluso, al extre­
m o de decir que la libertad de los obreros manuales
es antinatural en todos los sitios. Por su parte, los teó­
ricos de la monarquía absoluta han afirmado siempre
que ésta es la única form a natural de gobierno, deri­
vada del orden patriarcal, el cual fue la primigenia y
espontánea form a de sociedad, estructurada según el
modelo de la paternal, la cual es anterior a la sociedad
misma y, según mantienen ellos, la más natural de to­
das. Y, por supuesto, la m ism a ley de la fuerza ha sido
siempre, para quienes no podían invocar ninguna
otra, el fundamento más natural de todos para ejer­
cer la autoridad. Las razas conquistadoras mantienen
que es un dictado de la Naturaleza el que los conquis­
tados obedezcan a los conquistadores, o, com o para­
frasean eufónicamente, que las razas más débiles y
menos dadas a la guerra deban someterse a las más
agresivas y viriles. El más pequeño conocim iento
acerca de lo que era la vida hum ana en la Edad Media
muestra cuán sumamente natural le parecía a la no­
bleza el dom inio de los señores feudales sobre hom ­
bres de condición humilde, y cuán antinatural le re­
sultaba la idea de que una persona de la clase inferior
se proclamase igual a los señores o ejerciera autori­
51
UNO

dad sobre ellos. Y apenas si le parecía menos así a la


clase que estaba sometida. Los siervos emancipados y
}0s burgueses, incluso en sus luchas más vigorosas,
nunca tuvieron la pretensión de obtener una parte de
autoridad; sólo pedían una mayor o m enor lim ita­
ción en el poder que los tiranizaba. Cuán cierto es
que, generalmente, «antinatural» sólo significa «de­
sacostumbrado», y que todo lo que es acostumbrado
parece natural. La sujeción de las mujeres a los h om ­
bres, al ser una costumbre universal, hace que todo lo
que se aparte de dicha costumbre resulte, muy natu­
ralmente, antinatural. Pero hasta qué punto, incluso
en este caso, el sentim iento depende de la costumbre,
se echa de ver por una amplia experiencia. Nada
asombra más a las gentes que viven en lugares rem o­
tos del mundo, cuando aprenden por primera vez
algo sobre Inglaterra, que el que se les diga que [el
país] está bajo una reina; la cosa les parece tan anti­
natural, que casi no pueden creerla. A los ingleses
esto no les parece antinatural en modo alguno por­
que están acostumbrados a ello; pero sí sienten que es
antinatural que las mujeres sean soldados o m iem ­
bros del Parlamento. En las épocas feudales, por el
contrario, no se pensaba que la guerra y la política
fuesen antinaturales para las mujeres porque no era
algo desacostumbrado: parecía natural que las m uje­
res de las clases privilegiadas tuviesen un carácter va­
ronil, en nada inferior al de sus maridos y padres, ex­
cepto en fuerza corporal. La independencia de las
mujeres les parecía bastante menos antinatural a los
52 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M U j Eí

griegos que a otros pueblos de la antigüedad, p0r


causa de las fabulosas Amazonas (de quienes se pen­
saba que eran históricas), y por el ejemplo parcial qüe
proporcionaban las mujeres espartanas, las cuales,
aunque no estaban menos sometidas legalmente que
en otros estados griegos, eran de hecho más libres;
y com o estaban entrenadas en ejercicios corporales
igual que los hombres, daban sobrado ejemplo de
que no estaban naturalmente descalificadas para di­
chos ejercicios. No hay apenas duda de que la expe­
riencia espartana le sugirió a Platón, entre otras mu­
chas doctrinas suyas, la de la igualdad social y políti­
ca de ambos sexos.
Pero se dirá que el dom inio de los hombres sobre
las mujeres difiere de todos estos otros en que no es
1111 dom inio por la fuerza: es aceptado voluntaria­
mente; las mujeres no se quejan y consienten en él.
[A esto respondo:] En prim er lugar, un gran número
de mujeres no lo aceptan. Desde que ha habido mu­
jeres capaces de dar a conocer sus sentimientos en sus
escritos (el único modo de hacerlos públicos que la
sociedad les permite), un creciente núm ero de ellas
han hecho constar su protesta contra su presente
condición social; y recientemente, muchos miles de
mujeres, encabezadas por las más eminentes que son
conocidas del público, han solicitado al Parlamento
su admisión en el Sufragio Parlamentario. La deman­
da de que las mujeres sean educadas tan sólidamente
y en las mismas ramas del saber que los hombres va
creciendo cada vez con mayor intensidad y con gran-
53
UN'O
des probabilidades de éxito; y su demanda de ser ad­
mitidas en profesiones y ocupaciones que hasta aho­
ra les han estado vedadas se hace cada año más ur-
oente. Aunque no hay en este país, com o hay en los
Estados Unidos, convenciones periódicas y un par­
tido organizado para promover los Derechos de la
Mujer, sí hay una numerosa y activa Asociación, or­
ganizada y administrada por mujeres, con el objeto,
más limitado, de obtener el derecho al voto. Pero no
es sólo en nuestro país ni en América donde las m u­
jeres están empezando a protestar más o menos co­
lectivamente contra las desventajas bajo las que tie­
nen que moverse. Francia e Italia, Suiza y Rusia
ofrecen ahora ejem plos de lo m ism o. Cuántas más
mujeres habrá que abriguen en silencio aspiraciones
similares, nadie puede saberlo; pero hay abundantes
señales de cuántas las abrigarían, si no fuesen tan
enérgicamente adoctrinadas para reprimirlas com o
contrarias a las propiedades de su sexo. Debe tam ­
bién recordarse que ninguna clase esclavizada pidió
jamás libertad com pleta de un golpe. Cuando Simón
de M onfort llamó a los diputados de los comunes
para que se sentaran por vez primera en el Parlamen­
to, ¿soñó alguno de ellos pedir que una asamblea ele­
gida por los de su condición formase y deshiciese m i­
nisterios y diese dictados al rey en asuntos de Estado?
Ningún pensam iento así entró en la imaginación de
ios más am biciosos. La nobleza ya había conseguido
estas pretensiones; los comunes no pretendían más
cosa que librarse de impuestos arbitrarios y de la in-
54 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M u ¡^

tolerable opresión individual de los oficiales del rey.


Es una ley política natural el que aquellos que se en­
cuentran bajo un poder de origen antiguo nunca co-
m iencen por quejarse del poder m ism o, sino de su
ejercicio opresivo. Nunca faltan mujeres que se que.
jan del maltrato que reciben de sus maridos. Y habría
infinitam ente más, si la queja no fuese una de las ma­
yores provocaciones para que el m altrato se repita y
aumente. Es esto lo que frustra todos los intentos de
m antener el poder [en m anos del varón], pero prote­
giendo a la m ujer de sus abusos. En ningún otro caso
(excepto en el de un niño) es la persona que ha sufri­
do un daño probado judicialm ente puesta otra vez
bajo el poder físico del culpable que infligió dicho
daño. Com o consecuencia de esto, las esposas, inclu­
so en los casos más graves y prolongados, pocas veces
se atreven a recurrir a las leyes que han sido hechas
para su protección; y si en un m om ento de indigna­
ción incontenible, o por intervención de los vecinos,
son llevadas a hacerlo [es decir, a recurrir a la ley],
todo su esfuerzo posterior es revelar lo menos posible
y rogar que el hom bre que las tiraniza sea eximido de
su merecido castigo.
Todas las causas, tanto sociales com o naturales,
se combinan para hacer improbable que las mujeres se
rebelen colectivam ente contra el poder de los hom ­
bres. Elasta ahora, están en una posición diferente
de la de todas las otras clases sometidas, en cuanto
que sus amos requieren de ellas algo más que un
servicio. Los hom bres no solam ente quieren la obe-
55
L'NO

pericia de las m ujeres, sino que quieren tam bién


cus sentimientos. Todos los hom bres, excepto los
niás brutos, desean tener en la m ujer que está más
estrechamente vinculada a ellos no una esclava fo r­
zosa, sino voluntaria; no una m era sierva, sino una
favorita. Han puesto en práctica, por tanto, todos
los medios para esclavizar las mentes de sus m uje­
res. Los amos de todos los demás esclavos, para
mantener la obediencia de éstos, recurren al miedo,
ya sea al miedo que ellos m ism os pueden inspirar o
a miedos religiosos. Los amos de m ujeres querían
algo más que simple obediencia, y dirigieron toda la
fuerza de la educación a lograr este propósito suyo.
Todas las mujeres, desde sus años de infancia, son
educadas en la creencia de que el ideal de su carác­
ter es com pletam ente opuesto al del hom bre: no
una voluntad independiente y un gobernarse m e­
diante autocontrol, sino som etim iento y sumisión
al control de otros. Todos los sistemas de m oral les
dicen que es el deber de las mujeres, y los senti­
mientos que de hecho les son naturales, el vivir para
otros; el hacer com pleta abnegación de sí mismas
y no tener vida excepto en sus afectos. Y por «sus
afectos» debe entenderse, exclusivamente, aquellos
que se les perm ite tener, es decir, los que se dirigen a
los hombres a quienes están vinculadas, o a los hijos
que constituyen una atadura adicional e indisoluble
entre ellas y un hom bre. Cuando ponem os juntas
tres cosas - l a prim era, la atracción natural entre se­
xos opuestos; la segunda, la entera dependencia de
1
56 E l. S O M E T IM IE N T O D E L a

la m ujer con respecto al m arido, hasta el punto de


que cada privilegio o regalo que ella disfruta depe^.
de enteram ente de la voluntad de él; y, finalmente,
que el objeto principal del afán hum ano, la consid?,
ración, y todos los objetos a los que se dirige la am.
bición social sólo pueden obtenerse, generalmente
a través del varón—, sería un milagro el que la finali­
dad. de ser atractivas a los hom bres no se hubiera
convertido en la estrella polar de la educación feme­
nina y de la form ación del carácter [femenino]. \
una vez que se hubo conseguido este gran medio de
influir en las m entes de las m ujeres, un instinto
de egoísmo llevó a los hom bres a utilizarlo hasta el
m áxim o, com o m odo de m antenerlas en sujeción,
presentándoles la mansedumbre, la obediencia y la
renuncia a toda voluntad individual propia, así como
su entrega al hom bre, com o parte esencial del atrac­
tivo sexual femenino. ¿Puede ponerse en duda que
cualquiera de los otros yugos que la humanidad ha
logrado rom per habría subsistido hasta ahora si hu­
bieran existido los m ism os medios, y éstos se hubie­
ran utilizado con igual persistencia a fin de hacer
que las mentes se som etieran a ellos? Si se hubiera
hecho que el objeto de la vida de todo joven plebe­
yo hubiera sido encontrar el favor personal de algún
patricio, o el objeto de todo siervo [el encontrar] el
[favor] de algún amo; si su dom esticación en com­
pañía de dicho amo y una participación en los afec­
tos de éste hubieran sido presentadas com o premios
que todos deberían buscar, pudiendo los aspirantes
57
L’.n'O

¡nejor dotados y más am biciosos contar con los pre-


lios más codiciados; y si cuando este prem io hu ­
biera sido obtenido se le aislara [al siervo] con un
-nuro de bronce apartándolo de cualesquiera otros
intereses que no se centraran en su amo, y de senti­
m ientos y deseos que no fuesen com partidos o in ­
culcados por él, ¿no habrían sido los siervos y los se­
ñores, los plebeyos y los patricios, tan claram ente
diferenciados unos de otros hasta el día de hoy,
como lo son los hom bres y las mujeres? ¿Y no ha­
bría creído todo el mundo, excepto algún pensador
desperdigado aquí y allá, que esas diferencias eran
un hecho fundam ental e inalterable de la naturaleza
humana?
Las consideraciones que preceden son de sobra
suficientes para m ostrar que la costum bre, por muy
universal que sea, no procura en este caso prueba
presuntiva alguna, y no debería crear ningún prejui­
cio en favor de un arreglo que sitúa a las mujeres en
un estado de som etim iento social y político a los va­
rones. Pero puedo ir aún más allá y m antener que el
curso de la historia y las tendencias de la progresiva
sociedad humana no sólo no ofrecen ninguna prueba
presuntiva en favor de este sistema de desigualdad
de derechos, sino que presentan una fuerte prueba
en contra; y que, de acuerdo con lo que ha sido el
curso de la m ejora hum ana hasta el día de hoy, y
con lo que la corriente m oderna nos dice, [dicho
sistema de desigualdad] es una reliquia del pasado
que resulta discordante con el futuro y que debe de­
58 E L S O M E T IM IE N T O D E La M ^ í

saparecer necesariam ente. Porque, ¿cuál es la carac


terística peculiar del m undo m oderno, la principa
diferencia que distingue las instituciones modernas
las ideas sociales m odernas, la vida m oderna
ma, de los tiem pos pasados? [La característica peen,
liar del m undo m oderno] es que los seres humanos
no nacen ya predestinados a ocupar en la vida el 1^
gar que les estaba reservado, encadenados por un
eslabón inexorable al puesto para el que nacieron
sino que son libres de emplear sus facultades v
cuantas oportunidades favorables se les ofrezcan
para conseguir lo que estim en más deseable. La so­
ciedad hum ana de antaño estaba constituida sobre
un principio muy diferente. Todos nacían en una
posición social fija y eran m antenidos en ella por la
fuerza de la ley, o privados de los medios por los que
podrían haber salido de ella. De igual m odo a como
unos nacen blancos y otros negros, así había tam­
bién unos que nacían esclavos y otros libres, con de­
rechos de ciudadanía; unos nacían patricios y otros
plebeyos; unos nacían nobles feudales y otros sim­
ples súbditos y roturiers [m iem bros de la plebe]. Un
esclavo o siervo nunca podía liberarse a sí m ism o, ni
llegar a lograrlo, com o no fuese por voluntad del
amo. En la mayoría de los países europeos, los ple­
beyos no pudieron alcanzar la nobleza hasta finales
de la Edad Media, y ello se consiguió com o conse­
cuencia del aum ento del poder real. Incluso entre
los nobles, el hijo mayor era el único heredero de las
posesiones paternas; y pasó m ucho tiem po antes de
59
t& o

stablecerse definitivam ente que el padre podía des­


p recia rlo . Entre las clases trabajadoras, sólo aque­
jaos que nacían siendo m iem bros de una liga, o eran
* dmitidos por los m iem bros de ésta, podían practi-
~ir legalícente su oficio dentro de sus límites loca­
le s - y nadie podía practicar un oficio que se conside­
rase importante, de otro m odo que no fuera el
modo legal, es decir, el procedim iento que la autori­
dad había establecido. M uchos fabricantes han su­
bido a la picota por atreverse a ejercer su negocio
con nuevos y m ejores m étodos. En la Europa m o ­
derna y, sobre todo, en aquellas partes que han par­
ticipado en mayor m edida de todas las otras m e jo ­
ras modernas, prevalecen ahora doctrinas diam e­
tralmente opuestas. La ley y el gobierno no asumen
la tarea de prescribir quién ha de ser y quién no ha
de ser el que dirija una operación social o industrial,
o qué modos de realizarla son los legales. Estas cosas
se dejan a la libre elección de los individuos. Inclu ­
so las leyes que requerían que los obreros sirvieran
primero un período de aprendizaje han sido revoca­
das al haber sobradas garantías de que en todos
aquellos casos en los que el aprendizaje sea necesa­
rio, su necesidad bastará para hacerlo obligatorio.
La antigua teoría era que había que dejar la m enor
cantidad posible de cosas a la elección del agente in ­
dividual; que todo lo que éste tuviera que hacer fue­
se -e n la m edida de lo p o sib le- planeado para él por
una m ente superior. [Se pensaba que] dejándolo
actuar por sí m ism o, de seguro iba a equivocarse.
60 EL S O M E T IM IE N T O D E LA

La convicción m oderna, el fruto de m il años de ex.


periencia, es que las cosas en las que el individuo es
la persona directam ente interesada nunca van bien
excepto cuando se dejan a la discreción de dicha
persona; y que cualquier reglam entación impuesta
por autoridad, a menos que vaya dirigida a proteger
los derechos de otros, habrá de ser necesariamente
dañina. Esta conclusión, a la que se ha llegado poco
a poco, y que no fue adoptada hasta que práctica­
mente se hubo hecho, con desastroso resultado,
toda posible aplicación de la teoría contraria, preva­
lece ahora universalmente (en el sector industrial)
en los países más avanzados, y casi universalmen­
te en todos los que aspiran a algún tipo de progreso.
No es que se suponga que todos los procedimientos
sean igualmente buenos o que todas las personas es­
tén igualm ente acreditadas para todo. Lo que ocu­
rre es que ahora se sabe que la libertad individual es
la única cosa que procura la adopción de los m ejo­
res procedim ientos y que pone cada trabajo en ma­
nos de quienes están m ejor preparados para reali­
zarlo. Nadie piensa que sea necesario hacer una ley
según la cual sólo se perm ita a un hom bre de brazos
fuertes ser herrero. La libre com petencia basta para
hacer que los herreros sean hom bres de brazos fuer­
tes, porque los que tienen brazos débiles pueden ga­
nar más dedicándose a ocupaciones para las que es­
tán m ejor dotados, En consonancia con esta doctrina,
se considera que es traspasar los límites apropiados
de la autoridad el determ inar de antem ano, basán-
61

¿ose en alguna presunción general, que ciertas per­


sonas no están dotadas para hacer ciertas cosas. Hoy
es perfectamente sabido y admitido que si algunas
de esas presunciones existen, ninguna de ellas es in ­
falible. Incluso cuando en una mayoría de casos la
presunción esté bien fundada, lo cual no es proba­
ble que suceda, siempre habrá un puñado de casos
excepcionales en los que dicha presunción no será
válida. Y en estos casos es una injusticia para los in ­
dividuos y un detrim ento para la sociedad el levan­
tar barreras que estorben el uso de sus facultades
para su propio beneficio y para el de otros. Por otra
parte, en aquellos en los que la incapacidad sea real,
los motivos ordinarios de la conducta hum ana bas­
tarán para impedir que la persona incompetente reali­
ce su intento o persista en él.
Si este principio general de la ciencia social y eco­
nómica no es verdadero; si los individuos, con tanta
ayuda como la que puedan obtener de quienes los co­
nocen, no son mejores jueces de sus propias capaci­
dades y vocación profesional que la ley y el gobierno,
el mundo tendrá que abandonar dicho principio
cuanto antes y volver al viejo sistema de reglas y res­
tricciones. Pero si el principio es verdadero, tendre­
mos que actuar com o quien cree en él, y no decretar
que el haber nacido hem bra en lugar de varón, lo
mismo que el haber nacido negro en lugar de blanco,
o plebeyo en lugar de noble, determine la posición de
la persona a lo largo de su vida, e impida que la gen­
te alcance las posiciones sociales más elevadas y, con
62 E L S O M E T IM IE N T O D E LA Mi f
VÍij'

la excepción de unos pocos, las ocupaciones respes


bles. [...] Incluso si admitiéramos absolutamente to
das las razones que se han esgrimido en favor de ]a
superioridad de los varones para realizar las funci0.
nes que ahora les están reservadas, el m ism o argu.
m entó podría alegarse en este caso que el que se ale­
ga para prohibir que los m iem bros del Parlamento
tengan legalmente que cum plir con algún requisi­
to 1. Si sólo una vez en un período de doce años la$
condiciones de elegibilidad hicieran que se excluye-
se a una persona bien dotada, ello significaría una
auténtica pérdida, al tiem po que la exclusión de mi­
les de personas m al dotadas no im plicaría ganancia
alguna. Pues si la constitución del cuerpo electoral
dispone a los electores a escoger personas mal dota­
das, siempre hay infinidad de personas así de entre
las que escoger. En todas las funciones de alguna di­
ficultad e im portancia, quienes pueden desempe­
ñarlas bien siempre son m enos de los necesarios, in­
cluso aplicando los más am plios criterios de elec­
ción. Y cualquier m odo de restringir el núm ero de
candidatos a la hora de hacer una selección, privará
a la sociedad de la oportunidad de ser servida por
individuos com petentes, sin protegerla por ello de
los incom petentes.
En la hora presente, en los países más avanzados,
los im pedim entos de las m ujeres son el único caso,
excepto uno, en que las leyes y las instituciones cla­

1. Mili se refiere aquí a requisitos de género, etnia, etc.


63

sifican a las personas en el m om ento m ism o de na-


- v ordenan que no se les perm ita en ningún m o-
C&y y .1 . T
^ento de sus vidas com petir por ciertas cosas. La
otra excepción es la de la realeza. Hay personas que
nacen para ocupar el trono; nadie que no pertenez-
ca a la familia real podrá ocuparlo jam ás, y ni si­
quiera nadie dentro de esa familia podrá alcanzarlo
de otro modo que no sea por sucesión hereditaria.
Todas las demás dignidades y ventajas sociales están
abiertas a la totalidad del sexo m asculino. Muchas,
desde luego, sólo pueden alcanzarse si se poseen ri­
quezas, pero cualquiera puede aspirar a adquirir
riquezas, y de hecho éstas son alcanzadas por m u­
chos hombres del origen más humilde. Para la gran
mayoría las dificultades son prácticam ente insupe­
rables, a m enos que vengan en su ayuda accidentes
afortunados. Pero ningún ser hum ano de sexo m as­
culino se halla limitado por una prohibición legal, y
no hay ley ni opinión que añada obstáculos artifi­
ciales a los obstáculos naturales. La realeza es, com o
he dicho, la excepción. Pero en este caso todo el
mundo tiene el sentim iento de que es una excep­
ción, una anom alía en el m undo m oderno, en clara
oposición a sus costumbres y principios, sólo ju sti­
ficable por especiales demandas que indudable­
mente existen, a las cuales, no obstante, los diversos
individuos y naciones conceden diferentes grados
de im portancia. Pero en este caso excepcional en el
que una alta función social es, debido a importantes
razones, asignada por nacim iento en vez de estar
64 E L S O M E T IM IE N T O D E La

abierta a ia com petencia, todas las naciones e indiyj


dúos acuerdan adherirse en lo sustancial al princ¡
pió del que sólo nom inalm ente se apartan; pueslj
m itán la asignación de esta alta función mediante
condiciones que tienden declaradamente a impedí
que la persona a la que en apariencia [dicha fun.
ción] pertenece, pueda verdaderamente realizarla^
al m ism o tiem po, la persona por la que tal función
es de hecho realizada -q u e es el que tiene el cargo de
[Primer] M in istro - obtiene el puesto tras participar
en una com petición de la que ningún ciudadano
adulto de sexo m asculino es excluido. Las limitacio­
nes, por tanto, a que las m ujeres se ven sujetas por el
m ero hecho de nacer son los únicos ejem plos de ese
tipo que pueden encontrarse en la legislación mo­
derna. En ningún otro caso excepto en éste -caso
que afecta a la mitad de la raza hum ana—el acceso a
las altas funciones sociales les está prohibido a todas
aquellas personas condicionadas por una fatalidad
de nacim iento que ningún em peño ni ningún cam­
bio de circunstancias podrá remediar. Ni siquiera
los im pedim entos religiosos -lo s cuales, además,
casi han dejado de existir de hecho en Inglaterra y
en E u rop a- cierran el paso a la persona inicialm en­
te descalificada, si ésta se convierte. Así pues, la su­
bordinación social de las m ujeres destaca com o un
hecho aislado en las instituciones sociales moder­
nas; es una brecha solitaria dentro de lo que ha lle­
gado a ser ley fundam ental de dichas instituciones,
única reliquia de un viejo m undo de ideas y eos-
65

nibres que se ha desintegrado en todo lo demás,


w, m íe retiene esta sola cosa, del m áxim o interés
A * 1 1 ’
Universal. Es com o si un dolmen gigantesco o un
-asto tem p lo de Júpiter O lím p ic o ocupara la sede de
$.in pablo [sic] y recibiera diarias m anifestaciones
je adoración, m ientras que sólo se recurriera a las
demás iglesias cristianas para observar ayunos y ce­
lebrar festividades, Esta total discrepancia entre un
hecho social y todos los demás hechos que lo acom ­
pañan, y la radical oposición entre su naturaleza y el
m ovim iento progresista de que hace alarde el m un­
do moderno y que sucesivamente ha quitado de en
medio todo lo demás que tenía un carácter análogo,
ofrece ciertam ente seria materia de reflexión a todo
cuidadoso observador de las tendencias humanas.
El hecho revela que hay una presunción prim a facie
del lado desfavorable, que supera con m ucho cual­
quier otra que la costum bre y el uso pudieran crear
del lado favorable; y debería bastar para hacer que,
por lo menos, este asunto -c o m o el de elegir entre el
republicanismo y la realeza- estuviese más equili­
brado.
Lo menos que puede pedirse es que la cuestión
no sea considerada con el prejuicio impuesto por lo
que de hecho ocurre ahora y por la opinión vigente,
sino que por sus propios m éritos quede abierta a
debate com o m ateria de justicia y de utilidad. La de­
cisión acerca de esto, com o acerca de cualesquiera
otros arreglos sociales del género hum ano, habrá de
depender de lo que una estim ación ilustrada de las
56 e l s o m e t im ie n t o de
U

tendencias y las consecuencias pueda mostrar


es lo que resulta más ventajoso para la humanid^
en general, sin distinciones de sexo. Y el debate
ne que ser un debate de verdad, que llegue hasta
fundam entos y que no se quede satisfecho con postu
ras vagas y generales. No será suficiente, por ejempj0
afirm ar en térm inos generales que la experiencia <fe
la hum anidad se ha pronunciado a favor del sistema
que existe actualm ente. La experiencia no puede ha­
ber decidido entre dos cursos de acción si sólo ha
experim entado uno de ellos. Si se dice que la doctri­
na sobre la igualdad entre los sexos se apoya sola­
m ente en la teoría, debe recordarse que la doctrina
contraria tam bién se ha construido basándose úni­
cam ente en la teoría. Y todo lo que se aduce a favor
suyo por experiencia directa es que la humanidad
ha sido capaz de existir bajo dicho sistema, y que ha
logrado adquirir el grado de m ejora y prosperidad
que ahora vemos; pero el que esa prosperidad se
haya alcanzado más pronto o sea ahora mayor de lo
que habría sido bajo otro sistema, no es algo que la
experiencia pueda decirnos. Por otra parte, la expe­
riencia sí nos dice que cada paso hacia la m ejora se
ha visto tan invariablem ente acom pañado de un
paso a favor de la elevación de las m ujeres en la es­
cala social, que los historiadores y filósofos han sido
llevados a adoptar la elevación o la denigración de
las m ujeres com o el criterio más seguro y más co­
rrecto para determ inar el grado de civilización de
un pueblo o de una época. A través de todo el pedo-
67

progresivo de la historia de la hum anidad, la


ondic^ n ^as muÍeres ^ o aproxim ándose
ttás y más a una igualdad con los varones. Esto no
, ueba de suyo que la asim ilación deba llegar a una
Ig u a ld a d completa; pero, ciertam ente, hace que pre­
s u m a m o s que tal es el caso.
Tampoco nos proporciona razón alguna para decir
que la naturaleza de ambos sexos los hace aptos para
las funciones y posición que tienen ahora. Apoyán­
dome en el sentido com ún y en la constitución de la
mente humana, niego que alguien conozca o pueda
conocer la naturaleza de los dos sexos mientras sólo
hayan sido vistos en la relación mutua que ahora
mantienen. Si alguna vez se hubieran encontrado
hombres en una sociedad sin m ujeres, o m ujeres
sin hombres, o si hubiera habido alguna vez una so­
ciedad de hom bres y mujeres en la cual las mujeres
no se hallaran bajo el control de los hombres, algo
podría saberse con certeza sobre las diferencias m en­
tales y morales que puedan ser inherentes a la natura­
leza de cada sexo. Lo que hoy día llamamos «la natu­
raleza» de las mujeres es una cosa eminentemente ar­
tificial, resultado de una forzada represión en algunas
direcciones, y de un estímulo antinatural en otras.
Puede afirmarse sin escrúpulo que ninguna otra cla­
se de seres dependientes ha tenido su carácter tan en­
teramente distorsionado de lo que son sus proporcio­
nes naturales, com o consecuencia de su relación con
sus amos. Pues si las razas conquistadas y esclavizadas
han sido en algunos respectos reprimidas con mayor
68 EL S O M E T IM IE N T O D E LA

violencia [que las mujeres], lo que en dichas razas no


ha sido aplastado bajo la bota de hierro ha sido gene,
raímente dejado intacto; y si a ello se le ha dado algu­
na libertad para desarrollarse, lo ha hecho de acuerdo
con sus propias leyes. Pero en el caso de las mujeres,
un cultivo de estufa e invernadero ha sido siempre
aplicado a algunas capacidades de su naturaleza, para
beneficio y placer de sus amos. Y así, ciertos produc­
tos de la fuerza vital general brotan de m odo exube­
rante y alcanzan un gran desarrollo en este ambiente
recalentado y bajo este cultivo y riego constantes,
mientras que otros brotes de la m ism a raíz, que son
dejados a la intemperie y bajo los rigores del viento
invernal, a propósito cubiertos de hielo por todas
partes, tienen un crecim iento raquítico, y algunos
son quemados con fuego y desaparecen. Y los hom­
bres, con esa falta de habilidad para reconocer lo que
es su propia obra, falta que es característica de las
mentes poco analíticas, creen indolentemente que el
árbol crece de suyo en la form a en que ellos lo han
hecho crecer, y que m oriría si una mitad suya no fue­
se inmersa en un baño de vapor, y la otra mitad aban­
donada en la nieve.
De todas las dificultades que impiden el progre­
so del pensam iento y la form ación de opiniones
bien fundam entadas acerca de la vida y de los con­
venios sociales, la mayor en este m om ento es la in­
descriptible ignorancia y descuido de la hum ani­
dad respecto a las influencias que form an el carác­
ter humano. Cualquier porción de la especie humana
69
L'NO

q Ue ahora sea o parezca ser de una determ inada


manera, suponem os que tiene una tendencia n atu ­
ral a ser com o es, a pesar de que el conocim iento
más elemental de las circunstancias en que dicha
porción de la hum anidad ha sido puesta indica cla­
ramente cuáles son las causas que la hicieron ser
así. Porque un cottier2 [irlandés] que se retrasa m u ­
cho en pagar la renta no es muy trabajador, habrá
gente que piense que los irlandeses son perezosos
por naturaleza; porque las C onstituciones pueden
ser derogadas cuando las autoridades encargadas
de aplicarlas se levantan en armas con tra ellas, h a­
brá gente que piense que los franceses son incapa­
ces de gobernarse según un sistema de libertad;
porque los griegos hicieron tram pas a los turcos, y
los turcos sim plem ente saquearon a los griegos, h a­
brá gente que piense que los turcos son más since­
ros por naturaleza; y porque las m ujeres, com o a
menudo se dice, no se preocupan de la política sino
únicamente de los personajes de la m ism a, se supo­
ne que el bien com ún les interesa m enos que a los
hombres. La historia, sin embargo, que es ahora
mucho m ejor entendida que antes, nos enseña otra
lección con tan sólo m ostrarnos la extraordinaria
susceptibilidad de la naturaleza hum ana a influen­
cias externas, y la variabilidad extrem a de aquellas
manifestaciones suyas que se suponen más univer­
sales y uniform es. Pero en la historia, com o en los

2. Arrendatario que paga tributo al señor feudal.


70 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U jg j

viajes, los hom bres sólo ven lo que ya tenían pre.


viam ente en la cabeza; y pocos son los que apren­
den m ucho de la historia y no ponen en ella lo mu­
cho que ya traen consigo cuando se ponen a estu­
diarla.
De ahí que, en lo referente a la dificilísim a cues­
tión de cuáles son las diferencias naturales entre los
sexos -a su n to sobre el que es im posible en el esta­
do presente de la sociedad obtener un conocim ien­
to com pleto y co rre cto -, ocurra que m ientras casi
todo el m undo dogm atiza sobre él, casi todos des­
cuidan y trivializan el único m edio por el que po­
drían obtener alguna luz sobre él. Tal m edio consis­
te en un estudio analítico de la más importante
ram a de la psicología: las leyes de la influencia de
las circunstancias en el carácter. Pues por muy
grandes y aparentem ente inextirpables que puedan
ser las diferencias m orales e intelectuales entre los
hom bres y las m ujeres, la evidencia de que se trata
de diferencias naturales sólo puede ser negativa.
Las cosas que podem os inferir que son naturales
son aquellas que de ninguna m anera podrían ser
artificiales - e l residuo que queda tras elim inar to­
das las características de cada sexo que pueden ser
explicadas por razones de educación o por circuns­
tancias externas. El más profundo conocim iento de
las leyes de la form ación del carácter es indispensa­
ble, incluso para poder afirm ar que hay una dife­
rencia, y m ucho más indispensable para establecer
en qué consiste esa diferencia entre am bos sexos,
7i

considerados como seres morales y racionales. Y com o


hasta ahora no hay nadie que tenga ese co n o ci­
miento (pues apenas si hay asunto que, en prop or­
ción a su im portancia, haya sido tan poco estudia­
do), no hay persona que esté capacitada para tener
una opinión segura acerca de la cuestión. C o n jetu ­
ras es lo único que puede hacerse en la actualidad;
conjeturas m ás o m enos probables, de m ayor o m e ­
nor autoridad, según el conocim iento que se tenga
de las leyes de la psicología aplicadas a la form ación
del carácter.
Incluso el conocim iento prelim inar de las dife­
rencias que ahora existen entre los sexos, dejando
aparte toda cuestión acerca de cóm o han llegado a
ser lo que son, se.halla todavía en el estado más ru ­
dimentario e incom pleto. Los que practican la m e­
dicina y los psicólogos han podido determ inar en
cierta medida las diferencias en la constitución del
cuerpo, y éste es un elem ento im portante para el
psicólogo. Pero apenas si hay algún m édico que
también sea psicólogo. Respecto a las características
mentales de las m ujeres, sus observaciones no tie­
nen más valor que las de los hom bres com unes y co ­
rrientes. Es éste un asunto sobre el que nada defini­
tivo podrá saberse m ientras las únicas personas que
pueden conocerlo -la s m ujeres m ism as- sigan di­
ciendo tan poco, y se las fuerce a que ese poco que
dicen no sea verdad en la mayoría de los casos. Es
fácil conocer a m ujeres estúpidas. La estupidez es
más o m enos igual en todo el m undo. Las ideas y
72 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M U je ^

sentim ientos de una m ujer estúpida pueden ser ave­


riguados con certeza fijándonos en las nociones y
sentim ientos del círculo que rodea a la persona. No
es así con aquellos cuyas opiniones y sentimientos
son una em anación de su propia naturaleza y facul­
tades. Sólo m uy de cuando en cuando se da el caso
de algún hom bre que tiene un conocim iento tolera­
ble del carácter de las m ujeres, incluso de su propia
familia. No me refiero a sus capacidades; éstas nadie
las conoce, ni siquiera las m ujeres m ism as, pues la
mayoría de esas capacidades ni siquiera les han sido
requeridas. Me refiero a sus pensam ientos y senti­
mientos que de hecho se dan. Muchos hombres creen
que conocen perfectam ente a las m ujeres porque
han tenido relaciones am orosas con varias, quizá
con muchas de ellas. Y es posible que, si son buenos
observadores y sus experiencias se refieren a la cua­
lidad tanto com o a la cantidad, hayan aprendido
algo acerca de la naturaleza fem enina -im portante,
sin duda alguna—. Pero de todo lo demás, pocas per­
sonas son generalmente más ignorantes que ellos.
Pues son pocos de los que [ese «todo lo demás»]
está tan cuidadosam ente escondido. En general, la
situación más favorable que puede tener un hombre
para estudiar el carácter de una m ujer es el caso de
su propia vida, pues las oportunidades son mayores
y los casos de una total com penetración no son tan
excepcionalm ente raros. Y de hecho creo que ésta es
la fuente de la que ha provenido cualquier conoci­
miento' que m erezca la pena tener sobre el asunto.
Pero la mayoría de los hom bres ha tenido la op ortu ­
nidad de estudiar así más de un solo caso. Por con ­
siguiente, uno puede, hasta un grado casi risible, in ­
ferir cóm o es la m ujer de un hom bre, de lo que son
sus opiniones acerca de las m ujeres en general. Mas
para hacer que esto produzca algún resultado, la
mujer debe m erecer que se la conozca, y el hom bre
no sólo ha de ser un juez com petente, sino tam bién
de un carácter tan com prensivo y tan bien adaptado
al de ella, que o bien pueda leer su alma mediante
una intuición simpática, o bien no haya en él nada
que haga que ella sienta timidez de descubrirse.
Pienso, sin em bargo que sería extrem adam ente raro
ver que estas dos condiciones se dieran a la m ism a
vez. A m enudo puede suceder que haya una co m ­
pleta unidad de sentim iento y una com unidad de
intereses en lo referente a todas las cosas externas, y
sin embargo que el uno tenga poco acceso a la vida
interior del otro, com o si sólo se conocieran super­
ficialmente. Incluso cuando existe un verdadero
afecto, la autoridad del hom bre, por un lado, y la
subordinación de la m ujer, por otro, impiden que
haya una confianza perfecta entre los dos. Aunque
puede que no haya nada que se esconda de propia
intención, hay m ucho que no se muestra. E n la rela­
ción análoga que se da entre el padre y el hijo, se da
un fenóm eno paralelo que ha sido observado por
todo el m undo. ¡Cuántos son los casos en los que el
padre, a pesar de que haya afecto por ambas partes,
ni conoce ni sospecha aspectos del carácter de su
74 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M u ^

hijo, con los que los amigos y com pañeros de éste


están familiarizados! La verdad es que la posición de
inferioridad con respecto a otra persona es mu^
poco propicia para abrirse sincera y completamente
a ella. El miedo a que em peore su opinión o sus sen­
tim ientos hacia nosotros es tan fuerte, que incluso
en individuos de carácter m uy recto se da una ten­
dencia inconsciente a m ostrar sólo su lado bueno, o
el lado que, aunque no sea el m ejor, es el que más les
gusta que se vea. Y podría decirse confidencialm en­
te que casi nunca tiene lugar un conocim iento pro­
fundo de otra persona, excepto entre individuos
que, además de tener una relación m uy íntima,
com parten un m ism o nivel. Cuánto más verdadero,
entonces, será todo esto cuando uña de las perso­
nas, la mujer, no solam ente se halla bajo la autori­
dad de otra, el hom bre, sino que tam bién se le ha
inculcado com o un deber pensar que todo ha de es­
tar subordinado a la com odidad y placer de éste, el
cual no debe ver ni sentir nada que provenga de ella,
que no vaya dirigido a agradarle. Todas estas difi­
cultades estorban el cam ino para que un hombre
logre alcanzar un conocim iento profundo, ni si­
quiera de la única m ujer a la que, en general, tiene
oportunidad de estudiar. Cuando, además de esto,
consideram os que entender a una m ujer no signifi­
ca necesariam ente entender a cualquier otra m ujer;
que incluso si pudiéram os estudiar a muchas m u je­
res de una única clase social, o de un solo país, no
entenderíam os por ello a las m ujeres de otras clases
sociales y otros países; y que, aun suponiendo que lo
lográsemos, se trataría solam ente de m ujeres perte­
necientes a un único período de la historia, pode­
mos asegurar sin riesgo a equivocarnos que el co n o ­
cim ien to que los hom bres adquieren de las mujeres,
incluso lim itándose a las que han existido y existen
ahora, y sin referencia alguna a las que existirán en
el futuro, es sobrem anera im perfecto y superficial, y
siem pre lo será hasta que las m ujeres m ism as hayan
contado todo lo que tienen que contar.
Y ese m om ento no ha llegado todavía, ni llegará
corno no sea gradualm ente. Sólo fue ayer cuando
las mujeres lograron estar cualificadas para alcanzar
logros literarios, o les fue perm itido por la sociedad
contar alguna cosa al público general. Hasta ahora,
muy pocas se atreven a contar nada que los h o m ­
bres de los que depende su éxito literario no quie­
ran oír. Recordem os de qué m odo, hasta época muy
reciente, la expresión de opiniones desacostum bra­
das o de sentim ientos que se estim aban excéntricos,
era y hasta cierto punto continúa siendo recibida,
incluso proviniendo de autores del género m asculi­
no; podrem os, entonces, imaginar, siquiera vaga­
mente, bajo qué im pedim entos una m ujer que ha
sido criada en la doctrina de que la costum bre y la
opinión establecida son su regla soberana, se verá a
la hora de intentar expresar en libros cosas que sur­
gen de las profundidades de su propia naturaleza.
La m ujer m ás insigne que ha dejado tras sí escritos
suficientes para darle un rango em inente en la lite­
76 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M\jj

ratura de su país, pensó que era necesario escribir el


siguiente motto al inicio de su obra más atrevida3-
«Un hom m e p e u t braver Vopinion; une fem m e doit
s y soumettre» [«Un hom bre puede arriesgarse a de­
safiar la opinión establecida; una m ujer debe some­
terse a ella»]. La mayor parte de las cosas que las
m ujeres escriben acerca de las m ujeres es una mera
adulación a los hom bres. Y en el caso de mujeres
solteras, m ucho parece tener la única intención de
aum entar sus oportunidades de conseguir marido.
Muchas de ellas, tanto casadas com o solteras, van
más allá del lím ite e inculcan un servilism o que so­
brepasa lo que es deseado o apreciado por hombre
alguno, excepto por los más vulgares. Pero esto no
se da ahora con tanta frecuencia com o se daba has­
ta época muy reciente. Las m ujeres dedicadas a la li­
teratura hablan cada vez con mayor libertad y están
más dispuestas a expresar sus verdaderos senti­
m ientos. Por desgracia, especialm ente en este país,
son ellas m ism as productos tan artificiales, que sus
sentim ientos están com puestos de un pequeño ele­
m ento de observaciones y reflexiones propias, y de
otro m ucho más grande de asociaciones adquiridas.
Esto continuará siendo así cada vez m enos, pero se­
guirá siendo verdad en gran medida, siempre que
las instituciones sociales se nieguen a adm itir el
m ism o libre desarrollo de originalidad en las m uje­
res que el que les es posible a los hom bres. Cuando

3. Mme. de Stael, en su libro Delphine.


77
v&o

llegUe ese m om ento, y no antes, veremos, y no sólo


o i r e m o s , lo que es necesario saber acerca de la na­
turaleza de las m ujeres y de la adaptación de otras
cosas a ella.
Me he detenido tanto en las dificultades que en el
presente impiden que los hombres tengan un autén­
tico conocimiento de la verdadera naturaleza de las
mujeres porque en esto, com o en otras muchas cosas,
opinio copiae inter maximas causas inopiae est4; y hay
pocas probabilidades de que se dé un pensamiento
razonable acerca de este asunto, mientras la gente
siga jactándose de entender perfectamente una cues­
tión sobre la que la mayoría de los hombres no sabe
absolutamente nada, y de la que en el m om ento pre­
sente es imposible que varón alguno tenga un cono­
cimiento que le capacite para dictar a las mujeres la
ley que les indique a éstas cuál es y cuál no es su vo­
cación. Afortunadamente, un conocim iento tal no es
necesario para un propósito práctico relacionado con
la posición de las mujeres respecto a la sociedad y la
vida. Pues, según todos los principios involucrados
en la sociedad moderna, la cuestión pertenece a las
mujeres mismas y ha de ser resuelta por su propia ex­
periencia y mediante el uso de sus propias facultades.
No hay medio de averiguar lo que una o muchas per­
sonas pueden realizar, com o no sea dejándolas que lo

4. Bacon, Prefacio al Novurn Orgcimim: «Una impresión general


de abundancia es una de las mayores causas de la pobreza». En el
original: Cum opinio copiae inter maximas causas inopiae sit...
78 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U ) ^

intenten; y no hay medio de que nadie pueda descu­


brir por ellas lo que les procurará felicidad, ni lo que
deben o no deben hacer.
De una cosa sí podemos estar ciertos: que lo que es
contrario a la naturaleza de las mujeres es algo que
ellas nunca harán si se deja que su naturaleza actúe
libremente. La ansiedad del género hum ano por in­
tervenir en ayuda de la naturaleza por miedo a que la
naturaleza no logre realizar su propósito es una
preocupación absolutamente innecesaria. Lo que por
naturaleza las mujeres no pueden hacer es entera­
mente superlluo que se lo prohibam os. Lo que pue­
den hacer, aunque no tan bien com o los hombres que
com piten con ellas, la com petición m ism a las exclui­
rá de hacerlo. Nadie está exigiendo obligaciones de
protección ni privilegios a favor de las mujeres; lo
único que se pide es q u e ja s obligaciones de protec­
ción y los privilegios a favor de los hom bres sean eli­
minados. Si las mujeres tienen una mayor inclinación
natural hacia unas cosas que hacia otras, no harán
falta leyes ni aleccionamientos de carácter social para
hacer que la mayoría de ellas prefiera dedicarse a las
primeras antes que a las segundas. En cuanto a las ac­
tividades en las que los servicios de la m ujer están en
mayor demanda, la libre com petición hará que se
mantenga con fuerza el incentivo para que se dedique
a ellas. Y, com o las palabras mismas implican, las
mujeres son más solicitadas para aquellas cosas para
las que están m ejor dotadas; asignándoles estas ta­
reas, las facultades colectivas de ambos sexos podrán
aplicarse al todo, con la mayor cantidad de valiosos
resultados.
La opinión general de los hombres se supone que
es ésta: que la vocación natural de la m ujer es la de ser
esposa y madre. Digo que «se supone» porque, a juz­
gar por las acciones -p o r la general constitución de la
sociedad en el presente- uno podría inferir que su
opinión es la diametralmente opuesta. Uno podría
suponer que lo que piensan los varones es esto: que la
que se dice ser la vocación natural de las mujeres es,
de entre todas las demás vocaciones, la que más re­
pugna a su naturaleza; pues si se les dejara ser libres
para hacer algo diferente -contand o con que otros
medios de vida u otra manera de ocupar su tiempo y
sus facultades les fueran asequibles-, no habría sufi­
cientes mujeres que estuvieran dispuestas a aceptar la
condición que se dice que les es natural. Si ésta es la
opinión de los varones en general, bueno sería que
fuera expresada en voz alta. Me gustaría oír a alguien
enunciar abiertamente la siguiente doctrina (ya im ­
plicada en mucho de lo que se escribe sobre el asun­
to): «Es necesario para la sociedad que las mujeres se
casen y produzcan hijos; pero no lo harán, a menos
que se las obligue. Por lo tanto, es preciso obligarlas».
Los méritos del caso quedarían entonces claramente
definidos. Sería exactamente el mismo que el de los
que propugnan la esclavitud en Louisiana: «Es nece­
sario cultivar algodón y azúcar; los hom bres blancos
no pueden producirlos, y los negros no quieren ha­
cerlo por el jornal que queremos darles. Ergo han de
80 EL S O M E T IM IE N T O D E l.A M U j j j ]

ser obligados a ello.» Un ejemplo todavía más próxi­


mo es el del reclutamiento forzoso: han de tenerse
marineros que defiendan el país; con frecuencia ocu­
rre que ellos no se alistan voluntariamente; por tanto,
ha de existir un poder que los, fuerce a enrolarse,
¡Cuántas veces se ha utilizado este tipo de lógica! Y si
no fuera porque hay en él un defecto, sin duda habría
seguido teniendo éxito hasta el día de hoy. Pero al ar­
gumento se le puede oponer este contraargumento:
«En primer lugar, paga a los marineros el honesto
precio de su trabajo. Cuando hayas hecho que merez­
ca la pena estar a tu servicio, lo mism o que estar al
servicio de otros patronos, entonces no tendrás más
dificultades que los demás en obtener sus servicios.»
A esto no hay más réplica lógica que la siguiente: «No
lo haré»5; y com o ahora la gente no sólo tiene ver­
güenza, sino que no tiene deseos de robarle al traba­
jador su jornal, el alistamiento voluntario no tiene
partidarios. Los que intentan forzar a las mujeres al
m atrim onio mediante el procedimiento de cerrarles
las demás puertas se exponen a una refutación pare­
cida. Si verdaderamente quieren decir lo que dicen,
su opinión debe ser, evidentemente, que los hombres
no hacen que la condición de casadas les resulte lo su­
ficientemente deseable a las mujeres com o para que
el m atrim onio sea recomendable en sí mismo. No es
señal de que el favor que uno ofrece sea muy atracti­
vo si solamente permite la opción de Hobson: «o eso,

5. Es decir, «No les pagaré e! precio honesto de su trabajo».


o nada»6. Y aquí está, según pienso, la clave que ex­
plica los sentimientos de esos hombres que tienen
verdadera antipatía a que las mujeres y los varones
disfruten de igual libertad. Creo que lo que temen no
es que las mujeres no quieran casarse -p u es no pien­
so que alberguen verdaderamente ese tem or-, sino
que insistan en que el m atrim onio se realice en con­
diciones de igualdad; temen que todas las mujeres de
espíritu y capacidad prefieran hacer cualquier otra
cosa, según ellas nada degradante, antes que casarse,
cuando casarse significa entregarse a un amo, que
también será am o de sus posesiones. Y en verdad, si
esta consecuencia fuese un elemento necesario del
matrimonio, creo que la aprensión estaría bien fun­
dada. Estoy de acuerdo con quienes piensan que es
probable que pocas mujeres capaces de hacer otras
cosas escogerían esa suerte si se les ofrecieran otras
posibilidades de lograr una posición convencional­
mente honorable en la vida, a menos que estuviesen
bajo un entreinem ent7 irresistible que las hiciese in­
sensibles a cualquier otra opción que no fuera el m a­
trimonio mismo. Y si los hombres están determina­
dos a que la ley del m atrim onio sea una ley de despo­

6. Se cuenta que un tal Hobson tenía un negocio de caballos, y al


que llegaba al establo a alquilar un animal, le obligaba a escoger
el que estaba más cerca del portón: o ése, o ninguno.
7. El término tiene dos significados en francés, ambos válidos en
el contexto: un «adiestramiento» o «entrenamiento», o un «arre­
batamiento» o «urgente necesidad pasional.» Probablemente Mili
está utilizando la palabra en su segundo sentido.
82 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M U JS r I

tismo, desde luego tienen razón, en lo que a política


m atrim onial se refiere, cuando la única opción que
les dejan a las mujeres es «la opción de Hobson.»
Pero en ese caso, todo lo que se ha hecho en el mun­
do m oderno para aflojar las cadenas que pesan sobre
la mente de las mujeres ha sido una equivocación.
Nunca debería habérseles perm itido recibir una edu­
cación literaria. Las mujeres que leen y, en mucha
mayor medida, las mujeres que escriben son, en el ac­
tual estado de cosas, una contradicción y un elemen­
to perturbador; y fue un error educarlas para que ad­
quirieran otros conocim ientos que no fuesen los de
una odalisca o los de una sirviente doméstica.
r

II

Convendrá empezar el estudio detallado del asunto


fijándonos en una rama del mism o a la que nos ha
llevado el curso de nuestras observaciones, a saber:
las condiciones que las leyes de éste y de otros países
anexionan al contrato m atrimonial. Se pensaría que
al ser el m atrim onio el destino que la sociedad ha
asignado a las mujeres, el futuro para el que han sido
educadas y el objetivo que debe ser anhelado por to ­
das ellas -excepto las que son demasiado poco atrac­
tivas com o para ser escogidas por un hom bre com o
compañera suya-, se ha hecho todo lo necesario para
que esta condición fuese para ellas la más deseable, de
tal modo que no tuvieran motivo para lamentar el
que se les haya negado cualquier otra opción. La so­
ciedad, sin embargo, tanto en esto com o, al principio,
en todos los demás casos, ha preferido alcanzar su
83
84 E L S O M E T I M I E N T O D E La M U fjj

objetivo sirviéndose de medios tu rbio s, en vez de me.


dios nobles; pero éste es el único caso en el que, sus-
tancialmente, ha seguido utilizándolos hasta el día de
hoy. Originalmente, las m ujeres eran tom adas porl3
fuerza o eran regularmente vendidas p o r su padre al
marido. Hasta una época reciente de la historia euro-
pea, el padre tenía el poder de d isponer el matrimo­
nio de su hija según su propio gusto y voluntad, sin
consideración alguna por los de ella. La Iglesia, cier­
tamente, tenía tanta fe en una m oralidad mejor, que
requería un form al «sí» de la m ujer en la ceremonia
m atrimonial; pero no se le pedía nada que demostra­
se que su consentim iento era algo m ás que mera­
mente obligatorio; y era prácticam ente imposible
que la chica rehusara obedecer si el padre insistía, ex­
cepto, tal vez, cuando podía obtener protección de la
religión mediante una seria determ inación de pro­
nunciar votos monásticos. Después de la boda, el va­
rón tenía antiguamente (aunque esto fue anterior al
cristianismo) poder absoluto sobre la vida y la muer­
te de su esposa. Ella no podía recurrir a ley alguna
para enfrentarse a él; él era el único tribunal y la úni­
ca ley. Por m ucho tiempo, él podía repudiarla a ella,
pero ella no tenía un poder correspondiente respecto
a él. Según las antiguas leyes de Inglaterra, al esposo
se le denom inaba amo y señor de la esposa; era literal­
m ente considerado com o soberano suyo, hasta el
punto de que el asesinato de un varón a manos de su
m ujer recibía el nom bre de traición (traición menor ;
diferente de la alta traición), y era castigada con ma­
r
f
I p °s
85

r crueldad de la que normalmente se empleaba en


•aSos de alta traición, pues la pena era m orir en la h o­
guera. Como estas barbaridades han caído en desuso
(la mayoría de ellas no fueron nunca abolidas for­
malmente, o lo fueron cuando dejaron de ser practi­
cadas), los hombres suponen que ahora está todo
como debería estar en lo referente al contrato m atri­
monial; y se nos dice constantemente que la civiliza­
ción y el cristianismo han restaurado los justos dere­
chos de la mujer. M ientras tanto, la mujer sigue sien­
do la sirviente esclavizada de su marido; y lo es en
medida no menor, en lo que a obligación legal se refie­
re, que la de los esclavos ligados a sus amos. En el altar
pronuncia un voto de obediencia al marido por toda la
vida; y ese voto la obliga efectivamente, por ley, duran­
te toda su vida. Los casuistas dirán que esa obligación
de obedecer no llega al extremo de forzar a la esposa a
participar en los crímenes del marido, pero ciertamen­
te se extiende a todo lo demás. No puede hacer absolu­
tamente nada sin su permiso, siquiera tácito. No pue­
de adquirir propiedad como no sea para él; en el m o­
mento en que algo es de ella, aunque sea por herencia,
se convierte ipso facto en propiedad del esposo. A este
respecto, la posición de la esposa bajo el derecho co­
mún de Inglaterra es peor que la de los esclavos en m u­
chos países. Según el derecho romano, por ejemplo,
un esclavo podía tener su peculiurn1, que hasta cierto
1. Una suerte de salario que el esclavo o la esclava podían ir acu­
mulando hasta alcanzar la cantidad necesaria para comprar su li­
bertad.
86 E L S O M E T IM IE N T O D E LA Müj¡¡-

punto la ley le garantizaba para su uso exclusivo.


clases altas en este país han dado a sus mujeres
beneficio análogo mediante contratos especiales a]
margen de la ley: dinero para pequeños gastos, etc
Com o el sentimiento paternal es más fuerte en los
padres que su conciencia de clase con los de su pr0.
pió sexo, un padre preferirá generalmente a su hija
antes que a su yerno, el cual es un extraño para él.
Mediante convenios, los [padres] ricos se las arreglan
para sustraer del absoluto control del esposo la tota­
lidad o siquiera una parte de la propiedad heredada
por la esposa; pero no logran que dicha propiedad
permanezca completamente bajo el control de ésta;
lo más que pueden hacer es impedir que el marido la
despilfarre, pero al mism o tiem po privan a la legíti­
ma propietaria del uso de sus bienes, pues la propie­
dad misma queda fuera del alcance de am bos; y en lo
que se refiere a los ingresos derivados de ella, el tipo
de acuerdo que más favorece a la esposa (el llamado
«para su uso separado»), lo único que hace es impe­
dir que el marido los reciba, en lugar de la esposa:
debe pasar por las manos de ésta. Pero si, en cuanto
ella los recibe, él se los quita haciendo uso de la vio­
lencia personal, no puede ser castigado, ni puede
obligársele a que los restituya. Ésta es toda la protec­
ción que, bajo las leyes de nuestro país, los nobles
más poderosos pueden dar a su hija en lo que respec­
ta a su marido. En la inmensa mayoría de los casos no
hay convenio alguno, y la absorción de todos los de­
rechos, toda la propiedad y toda libertad de acción es
completa. Ambos [marido y mujer] son denom ina­
dos «una persona bajo la ley», con el propósito de
que se entienda que todo lo que es de ella es también
de él; Pero nunca se deduce de esto la paralela infe­
rencia de que todo lo que es de él también es de ella.
La máxima nunca se aplica contra el varón, excepto
cuando se le hace responsable ante terceros de las ac­
ciones de la mujer, igual que se le hace responsable al
amo de las acciones de sus esclavos o de su ganado.
En modo alguno pretendo decir que, en general, las
esposas no son tratadas m ejor que los esclavos; pero
ningún esclavo lo es tal por tanto tiempo, ni de una
manera tan absoluta com o una esposa. Casi ningún
esclavo, excepto el que está inmediatamente vincula­
do a la persona del amo, es un esclavo en cada hora y
cada minuto del día. Por lo común, lo mism o que un
soldado, tiene una tarea fija que cumplir; y cuando la
termina, o en sus horas de descanso, dispone, aunque
con ciertas limitaciones, de su propio tiempo, y tiene
una vida de familia en la que el amo rara vez se en­
tromete. El «tío Tom»2, bajo su primer amo, tenía una
vida independiente en su «cabaña», casi en la misma
medida en que cualquier hombre que trabaja lejos de
su hogar puede tenerla en el seno de su familia. Pero
no puede ser así en el caso de una esposa. Ante todo,
una mujer esclava tiene (en los países cristianos) el re­
conocido derecho y la obligación moral de negarle a su

2. Se refiere al personaje de la novela de Harriet Beecher Stowe La


cabaña del tío Tom, publicada originalmente en 1852.
88 E L S O M E T IM IE N T O D E LA ]

amo intimidades extremas. Una esposa no tiene ese i


derecho; por brutal que sea el tirano al que por maja I
suerte se ve encadenada —aunque sepa que él la odia y ¿
que su placer cotidiano es torturarla, y aunque a ella le
sea imposible no aborrecerlo—, él siempre podrá exigjf
de ella, por la fuerza, la máxima degradación que pue-
de sufrir un ser humano: la de ser instrumento de una
función animal contraria a sus inclinaciones.
Si su propia persona está sujeta a esta ínfima clase
de esclavitud, ¿qué ocurre mientras tanto con los hi­
jos en los que ella y su amo tienen un interés conjun­
to? Por ley, son los hijos de él. Sólo el padre tiene de­
rechos legales sobre ellos. La m ujer no puede realizar
ninguna acción respecto a ellos, com o no sea por en­
cargo de él. Incluso después de que él ha muerto, ella
no es su guardiana legal, a menos que el difunto le
haya dado ese título en su testamento. El padre hasta
tenía el poder de apartar a los hijos de su madre y pri­
varla de los medios de verlos o de mantener corres­
pondencia con ellos, hasta que dicho poder fue de al­
gún modo restringido por la ley del Sargento Tal-
fourd3. Tal es el estado legal de la esposa. Y de tal
estado no tiene medio de escaparse. Si deja a su ma­
rido, 110 puede llevarse nada con ella: ni a sus hijos ni
nada que con derecho pueda considerar suyo. Si el
marido así lo desea, puede obligarla a volver, o por la
fuerza de la ley o por la fuerza física; o puede conten-
3. Thomas Talfourd (1795-1854), miembro del Parlamento in­
glés, que introdujo una legislación que permitía a las madres te­
ner la custodia de sus hijos menores de siete años.
89
pos

tarse con quedarse para su propio uso con todo lo


ella gane o reciba de sus parientes y amigos. Sólo
una separación legal decretada por un tribunal de
• ticia puede permitirla vivir aparte de su marido
sin tener que estar obligada a volver bajo la custodia
de un iracundo carcelero, o capacitarla para hacer
uso de sus ganancias sin tem or a que un hom bre al
que quizá no haya visto en veinte años aparezca un
buen día y arrebate con todo. Hasta hace poco, los
tribunales de justicia concedían esta separación legal
a unos costes que eran inaccesibles a todo el que no
pertenecía a las clases más altas. E incluso ahora es
concedida únicamente en casos de deserción o de ex­
trema crueldad [por parte del m arido]; y a pesar de
ello, a diario se reciben quejas de que se concede con
demasiada facilidad. Ciertamente, si a una m ujer se le
niega en la vida otra opción que no sea la de conver­
tirse en servidora personal de un déspota, y depende
totalmente de la suerte de encontrar a un hombre
que haga de ella su favorita en vez de su esclava, es
circunstancia todavía más agravante el que sólo se le
permita probar suerte una vez. La natural secuela y
corolario de tal estado de cosas sería que, com o toda
su vida depende de obtener un buen amo, debería
permitírsele intentarlo una y otra vez hasta encon­
trarlo. No quiero decir con esto que debería perm itír­
sele este privilegio. Ése es un asunto por completo di­
ferente. La cuestión del divorcio, en el sentido de que
éste conlleve la libertad de volver a casarse, es algo
que cae fuera de m i propósito. Todo lo que quiero
90 E L S O M E T IM IE N T O D E F a x .

decir aquí es que para quienes sólo se les permite la ser •


vidumbre, el elegir qué tipo de servidumbre es su i
co alivio -s i bien sobremanera insuficiente-. Al negár, ?
sele esto a la esposa, su asimilación con una esclava es
completa -c o n una esclava, además, sujeta a una forma i
de esclavitud que no es ciertamente la más suave-. pUes
en algunos códigos de esclavitud, el esclavo podía, bajo !f
ciertas circunstancias de maltrato, obligar al amo a ven­
derlo a otro dueño. Pero no hay en Inglaterra suficien­
te acumulación de maltratos, si excluimos el adulterio
que libere a una esposa del hombre que la atormenta.
No es m i deseo exagerar, ni el asunto necesita exa­
geración alguna. He descrito la situación legal de
la esposa, no el trato que de hecho recibe. Las leyes
de la mayoría de los países son m ucho peores que la
gente que las aplica, y muchas de ellas continúan
siendo leyes debido a que m uy pocas veces o nunca se
ponen en práctica. Si la vida m atrim onial fuese lo
que podríam os esperar que pudiera ser fijándonos
sólo en las leyes, la sociedad sería un infierno en la
tierra. Por fortuna, hay sentimientos e intereses que
hacen que m uchos hom bres excluyan, y que la gran
mayoría de ellos suavice, los impulsos y tendencias
que conducen a la tiranía. Y de esos sentimientos, el
vínculo que une a un hom bre con su m ujer nos ofre­
ce, en un estado norm al de cosas, el ejemplo incom­
parablemente más fuerte. El único otro vínculo que
se le aproxima en intensidad -e l que une a un padre
con sus hijos— tiende, salvo en casos excepcionales, a
fortalecer el primero y no a entrar en conflicto con éste.
91

Pues es un hecho cierto que, como, en general, los va­


rones no causan, ni las mujeres sufren todo el dolor que
podría ser causado y sufrido si todo el poder de tiranía
¿£ que el varón es legalmente investido fuese puesto
en práctica, quienes defienden la forma presente de la
institución matrimonial piensan que toda su iniqui­
dad está justificada; y que cualquier queja que surja
no es otra cosa que un mero rebelarse contra el mal,
que siempre es el precio que ha de pagarse por todo
gran bien. Pero las mitigaciones que se dan en la
práctica y que son compatibles con el m antenim ien­
to, con toda su fuerza legal, de éste o de cualquier
otro modo de tiranía, en lugar de ser una disculpa
para el despotismo, sólo sirven para probar el poder
que la naturaleza humana posee a la hora de reaccio­
nar contra las instituciones más viles, y el grado de
vitalidad con que en el carácter humano las semillas
del bien, así como las del mal, se difunden y propa­
gan. Nada puede decirse acerca del despotismo en el
seno de la familia que no pueda también decirse del
despotismo político. No todo rey absoluto se sienta
ante su ventana para disfrutar los lamentos de sus
súbditos mientras éstos son torturados, ni los despo­
ja de sus últimos harapos dejándolos que tiriten de
frío en el camino. El despotismo de Luis X V I no fue
el despotismo de Felipe el Hermoso, o el de Nadir
Sha, o el de Calígula; pero fue lo suficientemente
malo como para justificar la Revolución Francesa, e
incluso para paliar sus horrores. Si se hiciera apela­
ción a los intensos lazos que existen entre las esposas
92 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M U jer

y sus maridos, exactamente lo m ism o podría hacerse


en referencia a la esclavitud doméstica. En Grecia y
Roma era muy com ún que los esclavos se sometieran
a la muerte por tortura antes que traicionar a sus
amos. En las proscripciones de las guerras civiles de
Roma, se señaló que las esposas y los esclavos habían
sido leales hasta el heroísmo, mientras que los hijos
habían sido traicioneros con mucha frecuencia. Y sin
embargo, sabemos con cuánta crueldad trataron mu­
chos rom anos a sus esclavos. Pero la verdad es que
estos intensos sentimientos individuales no alcanzan
alturas tan espectaculares com o las que se logran bajo
las instituciones más atroces. Es una parte de la iro­
nía de la vida el que los sentimientos más fuertes de
devota gratitud de los que es susceptible la naturaleza
humana surjan en los seres humanos hacia aquellos
que, teniendo el absoluto poder de destrozar nuestra
existencia terrenal, se abstienen voluntariamente de
ejercer tal poder. Sería una tarea cruel detenernos a
averiguar cuán grande es el lugar que ocupa dicho
sentimiento en la mayoría de los seres humanos, in­
cluso en su devoción religiosa. Vemos a diario cómo
su gratitud hacia el Cielo parece ser estimulada al
contemplar a esos prójim os suyos con los que Dios
no ha sido tan compasivo com o lo ha sido con ellos.
Tanto si la institución a defender es la esclavitud, o
el absolutismo político, o el absolutismo del cabeza
de familia, siempre se espera que la juzguemos par­
tiendo de sus ejemplos m ejores; y se nos presentan
cuadros de amoroso ejercicio de la autoridad por un
lado y de amorosa sumisión por el otro; de una sabi­
duría superior ordenando todas las cosas para bien
Je sus subordinados, rodeada de sonrisas y bendicio­
nes provenientes de éstos. Todo lo cual convendría
ser dicho si alguien tuviera la pretensión de afirmar
que no hay tal cosa com o un hombre bueno. Pero
¿quién duda de que puede darse una gran bondad,
una gran felicidad y un gran afecto viviendo bajo el
gobierno absoluto de un buen hombre? Mas las leyes
y las instituciones han de ser adaptadas no a los hom ­
bres buenos, sino a los malos. El m atrim onio no es
una institución destinada a unos pocos individuos
selectos. A los hombres no se les exige probar testi­
monialmente, antes de la ceremonia matrimonial,
que se puede confiar en ellos y darles la autoridad de
ejercer el poder absoluto. El vínculo de afecto y obli­
gación que un hom bre siente hacia la m ujer y los h i­
jos es muy fuerte en aquellos individuos cuyos senti­
mientos generales de carácter social son intensos, y
en muchos que son poco sensibles respecto a víncu­
los sociales de cualquier otro tipo; pero hay infinidad
de grados de sensibilidad e insensibilidad respecto a
la obligación m atrimonial, lo mismo que hay infini­
dad de grados de bondad y de maldad en los hom ­
bres; y puede llegarse al extremo de quienes no sien­
ten el m enor apego y sobre los cuales la sociedad no
tiene influencia alguna, com o no sea recurriendo a su
ultima ratio, es decir, a los castigos de la ley. En cada
grado de esta escala descendente hay hombres a los
que se les conceden todos los poderes legales de un
94 e l S O M E T IM IE N T O D E LA iMUje„
T
i p°s
suponer que se puede realmente impedir esta bruta­
marido. Hasta el más vil delincuente tiene una mujer
vinculada a él, contra la cual puede cometer cual­ lidad mientras siga dejándose a la víctim a en poder
quier atrocidad menos matarla; e incluso esto es alg0 del verdugo. Hasta que una condena por violencia
que el marido, si es tolerablemente cauto, puede ha­ personal [por parte del m arido], o apurando mucho,
cer sin m ucho peligro de que se le aplique la pena le­ una reincidencia en el delito después de la primera
gal. Cuántos miles de esposos hay entre las clases so­ condena no dé derecho a la m ujer a obtener ipso fa c­
ciales de cada país, que sin ser delincuentes en un to un divorcio o, cuando m enos, una separación le­
sentido legal en ningún otro respecto -p u es en cual­ gal, el intento por suprimir estos «asaltos con inten­
quier otro lugar sus agresiones encuentran resisten­ ción de crimen» mediante penas legales fracasará por
c ia - cometen habitualmente excesos de violencia físi­ falta de un demandante o por falta de testigos.
ca contra su pobre esposa, la cual, estando sola, o por Cuando consideramos lo vasto que en cualquier
lo menos sin ayuda de personas adultas, no puede gran país es el núm ero de hombres que son poco más
hacer frente a esa brutalidad ni escapar de ella. Y que bestias, y que este hecho jam ás les impide, gracias
cuántos hay a quienes la total dependencia de sus es­ a la ley del m atrim onio, conseguir una víctima, la
posas respecto a ellos no inspira en sus miserables y amplitud y profundidad de sufrimiento humano
salvajes naturalezas sentimientos de generosa tole­ causado de esta m anera por abuso de la institución
rancia, y no ven honor alguno en portarse bien con ¿a matrimonial alcanza dimensiones asombrosas. Esto,
persona a quien en la vida le ha tocado confiar ente­ si sólo nos referimos a los casos extremos. Pero hay
ramente en la amabilidad del marido; muy al contra­ una triste sucesión de grados de profundidad antes
rio, tienen la idea de que la ley les ha entregado a sus de llegar a ellos. Tanto en la tiranía doméstica com o
esposas com o si éstas fueran un objeto de su propie­ en la tiranía política, el caso de los m onstruos absolu­
dad, que ellos pueden usar com o les plazca; y que no tistas nos dice cóm o es la institución al m ostrarnos
se espera que tengan hacia ellas la m ism a considera­ que apenas hay horror que no pueda darse bajo ella si
ción que se requiere en su trato con las demás perso­ así le place al déspota, y arrojando de esta manera
nas. La ley, que hasta hace poco dejaba prácticamen­ una luz poderosa sobre la terrible frecuencia con que
te sin castigar estos atroces excesos de opresión do­ deben tener lugar cosas solamente un poco menos
méstica, ha hecho en estos últimos años algunos atroces. Los amigos totales son tan escasos com o los
ciébiles esfuerzos por reprimirlos. Pero sus intentos ángeles, quizá todavía más escasos; pero son muy fre­
han logrado poco, y no puede esperarse que hagan cuentes los feroces salvajes con sólo ocasionales to ­
mucho, pues es contrario a la razón y a la experiencia ques de humanidad. Y en el amplio espacio que sepa-
96 e l. s o m e tim ie n to d e u v
M
LTS*
ra a éstos de quienes son dignos representantes de Jg
especie humana, ¡cuántas formas de bestialidad v
egoísmo, con frecuencia bajo un barniz externo deci
vilización, e incluso de sofisticación, viviendo en p^
con la ley, manteniendo una creíble apariencia ante
todos aquellos que no están bajo su poder y, sin em-
bargo, suficiente para hacer de la vida de quienes síU
están un torm ento y una carga! Repetir aquí los luga­
res comunes acerca de la incapacidad de los hombres
para ejercer el poder -co sa que, tras siglos de discu­
siones políticas todos nos sabemos de m em oria-, s¡
no fuera porque casi nadie piensa en aplicar esas má­
ximas al caso en el que, entre todos los demás, son
más aplicables: el del poder, no puesto en manos de
un hom bre aquí y otro hombre allá, sino el que se
ofrece a todo varón adulto, aunque sea el más vil y
desalmado. No es porque se sepa que un hombre no
ha quebrantado ninguno de los Diez Mandamientos,
o porque mantenga una actitud respetable con aque­
llas personas a quienes no puede obligar a que tengan
coito con él, o porque no estalle en violentos accesos
de ira contra quienes no están obligados a aguantar­
lo, la razón por la que nos es posible averiguar cuál
será su conducta en la libre intimidad del hogar. In­
cluso los hombres más comunes y corrientes reser­
van su lado violento, m alhumorado y descaradamen­
te egoísta para mostrarlo con aquellos que no tienen
el poder de hacerles frente. La relación de los supe­
riores con sus subordinados es el caldo de cultivo de
estos vicios de carácter, los cuales, dondequiera que
den, surgen de esa fuente. Un hombre que es desa­
gradable o violento con sus iguales, de seguro ha vivi­
do entre personas subordinadas a él, a quienes podía
■gustar o intimidar hasta la sumisión. Si la familia en
u modalidad más perfecta es, como a menudo se
dice, una escuela de compasión, ternura y amoroso
olvido de sí mismo, todavía más a menudo puede de­
cirse que, en lo que respecta a su jefe, es una escuela
de perversidad, de represión, de ilimitada arbitrarie­
dad^ y de un tremendo e idealizado egoísmo, del cual
el sacrificio es sólo una forma particular: pues el cui­
dado de la mujer y de los hijos es sólo un ocuparse de
ellos en cuanto que son parte de los intereses y pro­
piedades del varón, siendo su felicidad personal in­
molada en cada detalle a todos los caprichos y prefe­
rencias de éste. ¿Podría encontrarse algo mejor en la
institución matrimonial tal y como ahora existe? Sa­
bemos que las malas tendencias de la naturaleza hu­
mana sólo pueden mantenerse dentro de ciertos lí­
mites cuando no se les da campo abierto para que se
expansionen. Sabemos que, en virtud del impulso y
el hábito, cuando no del deliberado propósito, casi
todo individuo a quien otras personas están someti­
das, continúa invadiendo sus derechos hasta que és­
tas se ven obligadas a ofrecer resistencia. Siendo tal la
tendencia común de la naturaleza humana, el poder
casi ilimitado que las instituciones actuales dan al va­
rón sobre otro ser humano -la persona con quien re­
side y a quien tiene constantemente en su presencia-
es un poder que saca a relucir y hace que salgan a la
98 E L S O M E T IM IE N T O D E r * . "M

superficie los gérmenes latentes de egoísmo qUe ya


cen en los rincones más oscuros de su naturaleza- es ^
un poder que reaviva y enciende sus más escondido- ’■
rescoldos de ira y resentimiento, y le permite dar ■
rienda suelta a esos puntos de su carácter que en to <
das las demás relaciones con otras personas juzgaría '
necesario reprimir y esconder, represión que, con el -
paso del tiempo, habría llegado a ser una segunda na- ■
turaleza. Sé que también hay que fijarse en la otra
cara de la moneda. Concedo que la esposa, si no pue. j
de ofrecer resistencia, puede, por lo menos, vengarse-
puede hacer que la vida del marido sea extremada­
mente desagradable, y con ese poder le es posible ga­
nar muchos puntos en los que debería (y otros en los
que no debería) prevalecer. Pero este instrumento de
autoprotección -qu e podríamos llamar «el poder
de la bronca» o «la sanción de la regañina»- adolece
del fatal defecto de cumplir mejor su función cuando
se dirige contra los superiores menos tiranos, y actúa
a favor de los subordinados que menos lo merecen.
Es el arma de las mujeres irritables y obstinadas; de
quienes harían el peor uso del poder si lo tuvieran en
su mano y generalmente abusan de tal arma. Las per­
sonas de carácter amable no pueden recurrir a ese
medio, y las más nobles lo desprecian. Por otra parte,
los maridos contra quienes se utiliza con mayor éxito
son los maridos más moderados e inofensivos, los
cuales no pueden ser llevados, ni siquiera mediante
provocación, a ejercer su autoridad con excesiva du­
reza. El poder que tiene la esposa de ser desagradable,
lo que generalmente produce es una contra-tiranía y
hace que los maridos menos inclinados a ser tiranos
se conviertan en las víctimas.
¿Qué es, pues, lo que realmente atempera los efec­
t o s corruptores del poder y lo hace compatible con
tanta cantidad de bien como de hecho vemos? La
mera zalamería femenina, aunque de gran efecto en
casos particulares, es de muy poca consecuencia a la
hora de modificar las tendencias generales de la situa­
ción, pues su poder dura solamente mientras la m u­
jer es joven y atractiva, y a menudo únicamente en la
medida en que su encanto resulta nuevo y no se ve
disminuido por la familiaridad. Además, en muchos
hombres no tiene nunca una influencia notable. Las
causas verdaderamente mitigantes son: el afecto per­
sonal que crece con el paso del tiempo en la medida
en que la naturaleza del varón es susceptible de ello y
el carácter de la mujer es lo suficientemente compati­
ble con el del marido como para lograr que surja; los
intereses comunes de ambos respecto a los hijos, y un
común interés general respecto a terceras personas (si
bien en esto hay muy serias limitaciones); la verdade­
ra importancia de la esposa en el diario bienestar y
satisfacción del marido, y el valor que éste da a su
mujer por otorgarle tal beneficio, cosa que, en un
hombre capaz de tener sentimientos por los demás,
es el fundamento de que él se cuide de ella por ser ella
quien es; y, finalmente, la influencia que naturalmen­
te ejercen sobre casi todos los seres humanos aquellos
que están cerca de sus personas (si es que no hay una
100 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U ]£R

franca hostilidad entre ellos), y que tanto por su tra­


to directo como por el imperceptible contagio de sus
sentimientos y disposiciones, con frecuencia son ca­
paces —a menos que reciban una influencia opuesta
igualmente poderosa- de obtener un grado de poder
enteramente excesivo e irrazonable sobre la conducta
del superior. A través de esta variedad de medios, la
esposa frecuentemente ejerce un poder, que puede
llegar a ser excesivo, sobre el hombre; puede afectar
su conducta en cosas en que ella quizá no esté prepa­
rada para ejercer una buena influencia, cosas en las
que dicha influencia quizá no sólo sea incompetente,
sino también moralmente errónea, y que podría ser
atajada por el marido si se le dejara campo libre para
hacerlo. Pero ni en los asuntos de familia ni en los
asuntos de Estado es el poder una compensación por
la pérdida de la libertad. El poder de la esposa a me­
nudo le da a ésta cosas a las que no tiene derecho,
pero no le garantiza los derechos que realmente le co­
rresponden. La esclava favorita de un sultán tiene a
otras esclavas bajo su mando, a las que tiraniza; pero
lo deseable sería que ni tuviera esclavas ni fuese ella
misma una esclava. Enterrando su propia existencia
en el marido, anulando su voluntad o persuadiendo
al esposo de que no tiene otra voluntad que no sea la
de él en lo referente a su vida en unión, y haciendo
que el propósito de su vida consista en afectar los
sentimientos del marido, puede que una esposa en­
cuentre satisfacción influyendo y, probablemente,
pervirtiendo la conducta de éste en aquellos asuntos
externos a la familia en los que nunca ha estado pre­
parada para juzgar, o en los que ella misma se ve in­
fluida por algún prejuicio personal u otro tipo de
partidismo. En consecuencia, tal y como están ahora
las cosas, aquellos que dispensan a su mujer mayor
atención son los que, por influencia de ésta, se hacen
tanto peores como mejores en todas las cuestiones
que caen más allá de la familia. A la mujer se le ha en­
señado que no tiene que meterse en asuntos fuera de
ese ámbito; y como consecuencia, rara vez tiene una
opinión honesta y responsable sobre ellos. Ocurre,
pues, que casi nunca se mete en dichos asuntos con
un legítimo propósito, sino que en general lo hace
con un propósito interesado. Ni sabe ni le preocupa
qué lado es el que tiene la razón en política; pero
sabe qué lado es el que traerá dinero o invitaciones,
qué lado dará un título a su marido, un trabajo a su
hijo y una buena boda a su hija.
Mas en este punto cabrá hacerse la pregunta: ¿pue­
de una sociedad existir sin gobierno? En una familia,
como en un Estado, alguna persona tiene que ser la
que mande. ¿Quién habrá de decidir cuando dos per­
sonas casadas difieren de opinión? Las dos no pueden
salirse con la suya; debe llegarse a una decisión, tanto
si favorece a la una como si favorece a la otra.
No es verdad que en todas las asociaciones volun­
tarias entre dos individuos, uno de ellos deba ser el
señor absoluto; y es todavía menos verdad que la ley
deba determinar cuál de los dos ha de serlo. Después
del matrimonio, el caso más frecuente de asociación

L
102 E L S O M E T I M I E N T O D E LA .Vltjjg^

voluntaria tiene lugar en los negocios; y no se estirna


necesario adoptar en una asociación de este tipo un
arreglo según el cual uno de los socios tenga el con­
trol absoluto sobre el asunto a resolver, y que todos
los demás estén obligados a obedecer sus órdenes
Ninguna persona entraría a formar parte de una aso­
ciación que le hiciera someterse a las decisiones de un
socio principal, sólo con los poderes y privilegios de
un empleado o un agente. Si la ley considerase otros
contratos del mismo modo que considera el contrato
matrimonial, ordenaría que uno de los socios admi­
nistrase un negocio compartido con otros, como si se
tratara de un asunto privado; que los otros sólo tu­
viesen un poder delegado, y que este socio principal
fuese designado de acuerdo con una presunción ge­
neral de la ley, por ejemplo, el hecho de ser el máá
viejo. La ley nunca hace esto. Tampoco la experiencia
muestra que sea necesario que entre los socios haya
de existir una teórica desigualdad de poder, o que la
asociación haya de incluir Otras condiciones además
de aquellas a las que los socios se comprometen por
los términos del contrato. Y sin embargo, parecería
que el poder exclusivo podría concederse en casos de
asociación por negocios con menos peligro para el
inferior que en el caso de matrimonio, pues en aqué­
llos el inferior puede eliminar ese poder mediante el
procedimiento de salirse de la asociación. La esposa
no tiene ese poder, e incluso si lo tuviera es casi siem­
pre más deseable que utilice todos los demás medios
antes de recurrir a la separación.
103
pOS

£s completamente cierto que cosas que han de deci­


dirse todos los días y que no pueden ir ajustándose
gradualmente ni esperar a que se alcance un com pro­
miso deben depender de una sola voluntad: una per­
sona es la que debe tener el control absoluto. Pero de
ello no se sigue que haya de ser siempre la misma per­
sona. El arreglo natural es que haya una división de
poderes entre las dos, cada poder siendo absoluto en
ía rama ejecutiva de su respectivo departamento, re-
quiriéndose que cualquier cambio en el sistema y
principio se realice con el consentimiento de ambas
personas. La división no puede ni debe ser preesta­
blecida por la ley, pues debe depender de las capaci­
dades e inclinaciones individuales. Si las dos personas
así lo deciden, pueden determinar esa división en el
contrato matrimonial, tal y como a menudo se hace
ahora con los acuerdos de tipo pecuniario. Rara vez
habría dificultad en decidir esas cosas por mutuo
consentimiento, a menos que el matrimonio fuese
una de esas uniones infelices en las que todas las co­
sas, incluyendo ésta, se convierten en objeto de alter­
cados y disputas. La división de derechos se seguiría
naturalmente de la división de deberes y funciones;
y eso se hace ya por consentimiento o, en cualquier
caso, no por ley sino por costumbre general, modifi­
cada y modificable según el gusto de las personas
afectadas.
En la práctica, las verdaderas decisiones —al mar­
gen de quien haya recibido la autoridad legal- depen­
derán en gran medida, como siempre ocurre, de las
1(7 4 EL S O M E T I M I EN I O D E M tjjg g - 105
po$
I
respectivas capacidades. El mero hecho de que el es- í do está la sombra amenazante de un tribunal de jus­
poso es normalmente el que tiene más edad dará en i ticia al que saben que pueden estar obligados a obe­
la mayoría de los casos preponderancia al hombre, al - decer. De acuerdo con esto, hemos de suponer que la
menos hasta que ambos lleguen a esa etapa de la vida ■ decisión del tribunal de justicia no sería examinar
en que la diferencia de años carece de importancia [imparcialmente] la causa, sino dictaminar siempre a
También, la voz más fuerte caerá normalmente del > favor de la misma parte, es decir, a favor del acusado.
lado, sea éste el que fuere, de quien procure los me- t Si ello es así, tal disposición [de los tribunales] sería
dios de subsistencia. La desigualdad que proviene de motivo para que el demandante se aviniera en casi
esta fuente no depende de las leyes matrimoniales ! todos los casos a una decisión por arbitraje, pero da-
sino de las condiciones generales de la sociedad hu- \ tía lugar al efecto contrario en el acusado. El poder
mana y cómo ahora está constituida. La influencia de despótico que la ley otorga al marido puede ser una
la superioridad mental, ya sea general o especial, y de razón que haga que la mujer dé su asentimiento a
una mayor capacidad de decisión, explicará en gran cualquier compromiso mediante el cual el poder sea
medida la desigualdad. Así lo hace en el presente. Y prácticamente compartido por los dos, pero no pue­
este hecho nos muestra cuán poco fundamento hay de ser la razón por la cual el marido lo haga. El hecho
para la idea de que los poderes y responsabilidades de de que siempre hay un compromiso práctico entre
quienes son socios en la vida (igual que los socios en gente que se comporta decentemente -aunque al me­
un negocio) no pueden llegar a repartirse satisíacto- nos una de las partes no se halle bajo necesidad física
ñ ám ente por mutuo acuerdo. Siempre están así re­ o moral de hacerlo-, muestra que los motivos natu­
partidos, excepto en casos en que la institución ma­ rales que llevan al acuerdo voluntario de una vida en
trimonial es un fracaso. La situación nunca llega al común entre dos personas de manera aceptable para
extremo en que todo el poder esté de un lado y toda ¡ ambas por lo general prevalecen, excepto en casos
la obediencia del otro, excepto cuando la unión ha f desfavorables. Ciertamente, la situación no es m ejo­
sido un fracaso absoluto, y disolverla sería una bendi- f rada porque la ley ordene que la superestructura de
ción para ambos contrayentes. Algunos podrían de­ un gobierno libre haya de elevarse sobre la base legal
cir que la verdadera razón por la que un amigable del despotismo, por un lado, y de la sumisión, por el
arreglo de diferencias se hace posible es porque se . otro; y que toda concesión hecha por el déspota pue­
sabe que el poder legal de obligar está siempre ahí, da, por mero gusto suyo y sin el menor aviso, ser re­
como una posibilidad en reserva; y la gente se some­ vocada. Además de que ninguna libertad vale mucho
te al arbitrio de un tercero porque como telón de fon- | cuando está basada en fundamento tan precario, sus
106 E L S O M E T I M I E N T O D E LA MUJER 1

condiciones no serán probablemente las más justas


cuando la ley arroja un peso tan prodigioso sobre
uno de los platillos de la balanza; es decir, cuando el
arreglo se realiza entre dos personas, una de las cua­
les tiene derecho a todo, y la otra a nada, excepto
cuando la buena voluntad de la primera se lo permi­
ta, aunque siempre bajo la más gravosa obligación
moral y religiosa de no rebelarse en casos de opre­
sión.
Un pertinaz adversario, llevado hasta el extremo,
podría decir que los maridos desean, ciertamente, ser
razonables y hacer justas concesiones a sus compañe­
ras sin estar obligados a ello, pero que las esposas no
quieren; que si a ellas se les permite disfrutar de algu­
nos derechos, no reconocerán derecho alguno en los
demás y no cederán en nada, a menos que se vean
obligadas, por la autoridad del marido, a ceder en
todo. Esto podría haberse dicho por muchas perso­
nas hace unas generaciones, cuando las sátiras contra
las mujeres estaban de moda y los hombres pensaban
que era ingenioso insultar a las mujeres por ser lo que
los hombres habían hecho de ellas. Pero hoy día no
habrá nadie digno de respuesta que se atreva a decir­
lo. No es la doctrina del presente que las mujeres son ¡
menos susceptibles que los hombres de albergar bue­
nos sentimientos y consideración hacia aquellos con
quienes les unen los más fuertes lazos. Al contrario,
se nos dice constantemente que las mujeres son me­
jores que los hombres; y quienes dicen eso son preci­
samente los que están totalmente opuestos a tratarlas
107

com o si fuesen así de buenas. De tal manera que ese


dicho ha llegado a convertirse en un tópico m onóto­
no e hipócrita dirigido a poner cara de cumplidos
después de soltar un insulto, que se parece a aquellas
celebraciones de clemencia real que, según Gulliver4,
el rev de Lilliput siempre añadía a sus más sanguina­
rios decretos. Si hay algo en lo que las mujeres son
mejores que los hombres, es ciertamente en su capa­
cidad de hacer sacrificios por los de su familia. Pero
pongo poco énfasis en esto, mientras siga enseñándo­
seles universalmente que han nacido y han sido crea­
das para sacrificarse. Pienso que la igualdad de dere­
chos suavizaría la exagerada auto-abnegación que en
la hora presente es el ideal artificial del carácter feme­
nino, y que una buena mujer no tendría que ser más
sacrificada que el mejor hombre; y, por otra parte, los
varones serían mucho más generosos y sacrificados
que en el presente, pues no se íes enseñaría a adorar
su propia voluntad como cosa tan admirable como
para convertirse en ley para otro ser racional. No hay
nada que los hombres aprendan más fácilmente que
esta auto-adoración; todas las personas privilegiadas
y todas las clases privilegiadas la han tenido. Cuanto

4. Personaje protagonista de Los viajes de Gulliver, de Jonathan


Swift (1667-1745). Leemos allí: «Fue costumbre introducida por
este Príncipe y sus ministros [...] que, después de haber decretado
una cruel ejecución, [...] el Emperador siempre pronunciaba un
discurso dirigido a todo el Consejo, expresando su gran compa­
sión y ternura, cualidades suyas que eran reconocidas por el mun­
do entero».
108 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M u j e r

más descendemos en la escala humana, tanto más in­


tenso es este sentimiento ególatra; y alcanza su grado
máximo en aquellos que ni se elevan ni pueden espe­
rar elevarse jamás sobre nadie que no sea una desdi­
chada esposa y unos desdichados hijos. Las excepcio­
nes honorables son proporcionalmente menos que
en el caso de casi toda otra enfermedad humana. La
filosofía y la religión, en lugar de suprimirla, son ge­
neralmente sobornadas para defenderla; y nada es ca­
paz de controlarla como no sea ese sentimiento prác­
tico de igualdad entre los seres humanos, que es la
teoría del cristianismo, pero que el cristianismo nun­
ca enseñará en la práctica mientras siga sancionando
instituciones basadas en una arbitraria preferencia de
un ser humano sobre otro.
Hay, sin duda, mujeres, lo mismo que hay hom­
bres, que no se sentirán satisfechas con una igualdad
de trato y no encontrarán paz mientras la voluntad o
el capricho respetados no sean exclusivamente los su­
yos. Tales personas son sujetos apropiados para la ley
del divorcio. Únicamente sirven para vivir solas, y
ningún ser humano debería ser forzado a compartir
su vida con ellas. Pero la subordinación legal tiende a
hacer que ese tipo de carácter sea más frecuente entre
las mujeres, en lugar de ser menos. Si el hombre ejer­
ce todo su poder, la mujer queda, desde luego, des­
trozada; pero si es tratada con indulgencia y se le per­
mite asumir poder, no hay regla que ponga límite a
sus intromisiones. La ley, al no determinar sus dere­
chos y al no permitirle teóricamente ninguno, está de
hecho declarando que la medida de las cosas a las que
la mujer tiene derecho es lo que ella misma se las in­
genie para conseguir.
La igualdad ante la ley de las personas casadas no
sólo es el único modo en que esa particular relación
puede ser consistente con un trato justo entre ambas
partes y llevar a la felicidad de los dos, sino que tam ­
bién es el único medio de hacer que la vida diaria de
ia humanidad sea, en un noble sentido, una escuela
de cultivo moral. Aunque la verdad no sea sentida o
reconocida de manera general hasta que pasen m u­
chas generaciones, lo cierto es que la única escuela de
auténtico sentimiento moral es la sociedad entre
iguales. Hasta ahora, la educación moral de la huma­
nidad ha emanado principalmente de la ley de la
fuerza y está adaptada casi exclusivamente a las rela­
ciones que la fuerza crea. En los estados menos avan­
zados de la sociedad, la gente apenas reconoce rela­
ción alguna con sus iguales. Ser un igual equivale a
ser un enemigo. La sociedad, desde su puesto más
alto hasta el más bajo, es una larga cadena, o mejor
dicho, una escala en la que cada individuo está por
encima o por debajo de su vecino más próximo, y en
la que, si no manda, debe obedecer. De acuerdo con
esto, las morales existentes están sobre todo diseña­
das para una relación de mando y obediencia. Sin
embargo, el mando y la obediencia son desafortuna­
das necesidades de la vida humana; la sociedad en la
igualdad es el normal estado de cosas. Ya en la vida
moderna, y cada vez en mayor medida conforme ésta
110 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

va mejorando progresivamente, mando y obediencia


se convierten en hechos excepcionales de la vida, y la
asociación entre iguales es la regla general. La mora­
lidad de las primeras edades se basaba en la obliga­
ción de someterse al poder; la de edades inmediata­
mente posteriores, en el derecho del débil a la mode­
ración y protección del fuerte. ¿Por cuánto más
tiempo podrá conformarse una forma de sociedad y
de vida con una moralidad que fue hecha para otra?
Hemos tenido la moralidad de la sumisión y la mora­
lidad de la caballerosidad y la generosidad; ahora ha
llegado el tiempo de la moralidad de la justicia. Siem­
pre que en edades pasadas se ha intentado organizar
la sociedad en un régimen de igualdad, la Justicia ha
hecho valer su derecho a ser el fundamento de la vir­
tud. Así fue en las repúblicas libres de la Antigüedad.
Pero incluso en las mejores de éstas, el régimen de
igualdad estaba limitado a los varones libres; los es­
clavos, las mujeres y los residentes sin derecho al voto
se hallaban bajo la ley de la fuerza. La influencia con­
junta de la civilización romana y del cristianismo fue
borrando estas distinciones, y en teoría (si bien sólo
parcialmente en la práctica) declaró que los derechos
de los seres humanos como tales tenían preeminencia
sobre los basados en el sexo, la clase o la posición so­
cial. Las barreras que habían empezado a ser elimina­
das fueron de nuevo erigidas por las conquistas del
norte; y toda la historia moderna consiste en el lento
proceso mediante el que, desde entonces, han ido de­
rrumbándose poco a poco. Estamos entrando en un
111

nuevo orden de cosas en el que la justicia volverá a ser


la virtud prim aria, basada, com o antes, en una aso­
ciación en la igualdad pero tam bién en el afecto m u­
tuo; sin tener sus raíces en el instinto de autoprotec-
ción entre iguales, sino en un cultivado afecto entre
ellos; sin dejar a nadie fuera, sino extendiendo a to ­
dos la m ism a m edida de igualdad. Es sabido que la
humanidad no prevé clara y distintamente sus pro­
pios cambios, y que sus sentim ientos se adaptan a las
épocas pasadas, no a las del porvenir. Ver el futuro de
la especie ha sido siempre el privilegio de las élites in ­
telectuales o de quienes han aprendido de ellas; tener
los sentim ientos de ese futuro ha sido la distinción, y
a menudo el m artirio, de una élite todavía más esca­
sa. Instituciones, libros, educación, sociedad: todo
continúa preparando a los seres hum anos para lo vie­
jo, m ucho después de haber llegado lo nuevo; y en
mucha m ayor medida es ello así cuando lo nuevo
sólo está llegando. Pero la verdadera virtud de los se­
res hum anos es la capacidad de vivir juntos com o
iguales sin reclam ar nada para sí excepto las mismas
cosas que están librem ente dispuestos a conceder a
los demás, considerando cualquier clase de mando
como una necesidad excepcional y, en cualquier caso,
pasajera, y prefiriendo, siempre que sea posible, aso­
ciarse con quienes m andar y obedecer son activida­
des que pueden alternarse y pueden ser ejercidas recí­
procamente. En la vida tal y com o está constituida en
la hora presente, no hay nada que perm ita cultivar
esas virtudes m ediante el ejercicio. La familia es una
112 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M u j e r

escuela de despotismo en la que las virtudes del des­


potism o, pero tam bién sus vicios, son abundante­
mente alimentados. La ciudadanía, en los países li­
bres, es en parte una escuela de convivencia en la
igualdad; pero la ciudadanía ocupa sólo un pequeño
lugar en la vida m oderna, queda lejos de lo que son
los hábitos diarios y no afecta a la mayoría de los sen­
tim ientos. La familia justam ente constituida sería la
verdadera escuela donde im partir las virtudes de la li­
bertad. Es indudable que la familia es escuela sufi­
ciente de todo lo demás. Siempre será una escuela de
obediencia para los hijos y una escuela de mando
para los padres. Lo que se necesita es que sea también
una escuela de com prensión m utua en la igualdad, de
convivencia en el amor, sin que el poder caiga de un
lado y la obediencia de otro. Esto debería darse entre
los padres. Sería, entonces, un ejercicio de esas virtu­
des que cada uno necesita aplicar en todas las demás
relaciones, y un m odelo para los hijos de los senti­
m ientos y de la conducta que su preparación tem po­
ral, por m edio de la obediencia, está destinada a que
se conviertan en sentimientos y conducta habituales
y norm ales para ellos. La educación m oral de la hu­
manidad nunca estará adaptada a las condiciones de
la vida para las que todo otro progreso hum ano es
una preparación, hasta que se practique dentro de la
familia la misma regla moral que es propia de la cons­
titución norm al de la sociedad hum ana. Todo senti­
m iento de libertad que pueda existir en un hombre
cuyos seres queridos más próxim os e íntim os son
aquellos sobre los que tiene absoluta autoridad no es
el auténtico o cristiano am or a la libertad, sino más
bien lo que el am or a la libertad supuso generalm en­
te en la Antigüedad y en la Edad Media: un intenso
sentimiento de la dignidad e im portancia de su pro­
pia persona, que hace que él aborrezca el yugo para sí
niism o, pero sin rechazarlo (todo lo abstractam ente
que se quiera) cuando se trata de im ponerlo sobre
otros, para interés y glorificación de sí mismo.
Estoy dispuesto a adm itir (y en ello consiste el fun­
damento m ism o de mis esperanzas) que hay m uchos
matrimonios, incluso bajo la ley actual (la gran m a­
yoría probablemente entre las clases altas de Inglate­
rra), que viven en el espíritu de una justa ley de
igualdad. Las leyes jam ás m ejorarían si no hubiese
numerosas personas cuyos sentimientos morales son
mejores que las leyes existentes. Tales personas debe­
rían apoyar los principios por los que aquí estoy abo­
gando, cuyo único objeto es hacer que todos los m a­
trimonios se asem ejen a lo que los suyos son ahora.
Pero incluso personas de considerable valía m oral, a
menos que sean tam bién pensadoras, están más que
dispuestas a creer que leyes o prácticas cuyos males
ellas no han experim entado personalmente no pro­
ducen mal alguno, sino que (si parecen haber recibi­
do la aprobación general) son probablemente fuente
de bien y es un error oponerse a ellas. Sería, sin em ­
bargo, un gran error que estas personas casadas,
como nunca se detienen a pensar en las condiciones
legales que las unen, y com o viven y se sienten en
114 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M ü ]E

todo m om ento legalmente iguales, supusieran qüe


tal es tam bién el caso con todos los demás matrimo­
nios, siempre que el m arido no sea un reconocido ru­
fián de mala fama. Suponer esto sería dar muestra de
una igual ignorancia, tanto acerca de lo que es la na­
turaleza hum ana com o de lo que es la realidad de los
hechos. Cuanto m enos dotado esté un hom bre para
tener poder, cuanto m enos probable sea que se le
perm ita ejercerlo sobre una persona con el volunta­
rio consentim iento de ésta, tanto más se complacerá
en tom ar conciencia del poder que la ley le otorga,
llevando sus derechos legales hasta el lím ite extremo
que la costum bre (la costum bre establecida por hom­
bres com o él) le permita, y com placiéndose en hacer
uso de ese poder, sólo para avivar la agradable sensa­
ción de poseerlo. Y lo que es todavía peor: en los sec­
tores naturalm ente más brutales y m oralm ente me­
nos educados de las clases bajas, la esclavitud legal de
la esposa y su sujeción física a la voluntad del marido
com o m ero instrum ento suyo, hace que éste sienta
un especie de desdén y desprecio hacia su propia mu­
jer, que no siente hacia las demás m ujeres ni hacia
ningún otro ser hum ano con el que entra en contac­
to; lo cual hace que su esposa le parezca sujeto apro­
piado para cualquier tipo de indignidad. Que un
agudo observador de las señales del sentim iento que
haya tenido la oportunidad requerida juzgue por sí
m ism o si éste es o no es el caso; y si descubre que lo
es, que no se extrañe ante el disgusto y la indignación
que puedan sentirse contra instituciones que llevan
115

naturalmente a este depravado estado de la mente


humana.
Quizá se nos diga que la religión im pone el deber
la obediencia; y así, cualquier hecho establecido
que es demasiado malo para que se admita cualquier
0tra defensa en su favor nos es siempre presentado
como un m andato de la religión. La Iglesia, bien es
verdad, lo incluye en sus form ularios, pero sería difí­
cil derivar tal m andato de los principios del cristia­
nismo. Se nos dice que San Pablo dijo: «Esposas, obe­
deced a vuestros maridos;» pero tam bién fue él quien
dijo: «Esclavos, obedeced a vuestros am os»5. No fue
el trabajo de San Pablo, ni fue consistente con sus fi­
nes, la propagación del cristianism o, ni incitar a n a­
die a rebelarse contra las leyes existentes. La acepta­
ción por parte del apóstol de las instituciones sociales
tal y como las encontró no debe interpretarse com o
una desaprobación de cualquier intento por m ejo ­
rarlas en el m om ento oportuno, lo m ism o que su de­
claración «No hay autoridad sino por Dios, y las que
hay por Dios han sido ordenadas»6, tam poco da
aprobación al despotism o militar, y sólo a él, com o la
forma cristiana de gobierno político, y ordena que
la obedezcamos pasivamente. Pretender que el cris­
tianismo se proponía estereotipar form as existentes
de gobierno y de organización social, y protegerlas
frente al cam bio, es reducirlo al nivel del islam ism o o

5. Colosenses, 3: 18, 22.


6. Romanos, 13: 1.
116 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M it,Y I ’' 117
,Ei< f [pos
del brahm anism o. Es precisamente porque el cristia- ! i para los hijos. A alguna gente le escandaliza sentí
nism o no ha hecho esto, por lo que ha sido la religión 1 j^entalmente ' la ‘ J __ de
1 idea J --------
una-------------i—
separación *--—
de - intereses
de la parte progresiva de la humanidad, y el islamis­ en asuntos de dinero, pues la ven com o algo inconsis-
mo, brahm anism o y com pañía han sido las de las tente con la fusión ideal de dos vidas en una. Yo, por
partes estacionarias de la misma; o por m ejor decirlo mi parte, soy uno de los más entusiastas partidarios
(pues realmente no hay tal cosa com o una sociedad de la comunidad de bienes cuando ésta es el resulta­
estacionaria), de sus partes decadentes. Ha habido do je una entera unidad de sentimientos entre los
abundancia de gentes, en todas las edades del cristia­ propietarios, que hace que todas las cosas sean com u-
nismo, que han intentado hacer de él una religión de ncs entre ellos. Pero no me gusta una comunidad de
esa clase, de convertirnos en una suerte de cristianos- bienes basada en la doctrina del «lo que es mío es
musulmanes, con la Biblia por el Corán, prohibién­ tuvo, pero lo que es tuyo no es mío.» Y preferiría de-
donos toda clase de mejora; y grande ha sido su po­ clinar mi participación en un contrato de ese tipo,
der, y m uchos han sacrificado sus vidas presentándo­ aunque yo fuera la persona que se beneficiara de él.
les resistencia. Pero esas gentes han sido resistidas, y Esta particular injusticia y opresión ejercida sobre
la resistencia nos ha hecho lo que ahora somos, y nos las mujeres, que es, en la estimación general, más ob ­
hará lo que hemos de ser. via que todas las demás, admite remedio sin necesi­
Después de lo que se ha dicho acerca de la obliga­ dad de interferirse con otros abusos; y no hay apenas
ción de la obediencia, será casi superfluo decir nada duda de que será la prim era en remediarse. Ya hoy, en
acerca de un punto especial incluido en la cuestión muchos de los nuevos y varios de los viejos Estados
general. Ese punto es el del derecho de la mujer a te­ de la Confederación Americana, se han insertado
ner propiedades suyas. Pues no necesito esperar que provisiones, incluso en las Constituciones escritas,
este tratado haga impresión alguna sobre quienes ne­ para asegurar a las mujeres igualdad de derechos a
cesiten argumentos para que se les convenza de que la este respecto; y en virtud de tales provisiones ha m e­
herencia o las ganancias de una m ujer deberían ser jorado m aterialm ente la posición, en la relación m a­
tan suyas después del m atrim onio com o lo eran an­ trimonial, por lo m enos de aquellas mujeres que tie­
tes. La regla es simple: todo aquello que pertenecería nen propiedades, dejándoseles que conserven un ins­
al marido o a la m ujer si no estuvieran casados, debe­ trumento de poder al que no han renunciado con su
ría permanecer bajo su exclusivo control durante el firma, e impidiendo tam bién el escandaloso abuso de
m atrim onio; lo cual no impide que se pueda unir la la institución m atrim onial que tiene lugar cuando un
propiedad mediante acuerdo, con el fin de preservar- hombre atrapa a una joven para que se case con él sin
118 EL S O M E T IM IE N T O DE I A i
A ,

acuerdo previo alguno, con el único propósito de \


apoderarse de su dinero. Cuando el soporte de la fa
m ilia depende, no de las propiedades, sino de los sa I
larios, el arreglo com ún según el cual el varón es el ^
que gana el sueldo y la esposa adm inistra el gasto do- í
m éstico m e parece, en general, la más apropiada divi- ?
sión del trabajo entre las dos personas. Si, además del 5
sufrim iento físico de dar hijos al m undo y de asumir i
toda la responsabilidad de su cuidado y educación f
durante los prim eros años, la m ujer se ocupa de la 1
cuidadosa y económ ica aplicación de las ganancias
del m arido al bienestar general de la familia, no sólo 5
está llevando la parte justa, sino generalmente más
que la parte justa del trabajo corporal y m ental que se f
requiere para que el m atrim onio continúe su existen- !
cia en unión. Si la m ujer asume todavía una parte í
adicional, rara vez la librará de esto, y sólo la impedi­
rá cum plir sus funciones adecuadamente. El cuidado \
que ella no puede dispensar a los hijos y a la casa na- j
die se encarga de asumirlo; los hijos, si no mueren, ;
irán creciendo com o pueden; y la administración de I
la casa puede que llegue a ser tan deficiente que su- í
ponga, en térm inos económ icos, una gran reducción ;
del valor de las ganancias de la esposa. No pienso, por ¡
tanto, que en un estado justo de cosas, sea una cos­
tum bre deseable el que la m ujer contribuya con su f
trabajo a los ingresos de la familia. En un injusto es- í
tado de cosas puede que hacerlo le sea útil, al hacer de \
ella un ser de mayor valor a ojos del hom bre que es |
legalmente su amo; pero; por otra parte, le capacita a I
¿ste para abusar más de su poder, forzando a la espo­
sa a trabajar y dejando que ella se encargue de m an-
tener a la fam ilia con sus esfuerzos m ientras él gasta
la mayor parte de su tiem po bebiendo y haciendo el
vago. El poder de ganar dinero es esencial para la dig­
n id a d de una m ujer si no tiene propiedades indepen­
dientes. Pero si el m atrim onio fuese un contrato en­
tre iguales sin que en él estuviese im plicada la obliga­
ción de la obediencia; si la unión no fuese llevada al
extremo de convertirse en la opresión de quienes su
matrimonio no es más que un agravio, sino que cual­
quier m ujer m oralm ente con derecho a ello pudiera
obtener una justa separación (no hablo ahora de un
divorcio); y si ella pudiese entonces encontrar los
mismos empleos honorables que están librem ente a
disposición de los varones, entonces no sería necesario
que, para su protección, tuviera que hacer este particu­
lar uso de sus facultades durante el m atrimonio. Igual
que un hom bre cuando elige una profesión, así tam ­
bién cuando una m ujer se casa, generalmente puede
entenderse que está eligiendo administrar un hogar y
criar una fam ilia com o tarea primordial a la que de­
dicar sus esfuerzos durante los años de su vida que se
necesiten para tal propósito; y puede tam bién enten­
derse que está renunciando, no a todos los demás o b ­
jetivos y ocupaciones, pero sí a todos los que no sean
compatibles con los requerim ientos que se precisan
para el propósito en cuestión. Según este principio, el
ejercicio habitual o sistemático de ocupaciones fuera
del hogar o de trabajos que no pueden realizarse en la
120 E L S O M E T IM IE N T O D E LA

casa le estaría prácticam ente prohibido a la may0r


parte de las mujeres casadas. Pero debería haber la
m áxim a flexibilidad para adaptar la regla general a las
aptitudes individuales de cada persona; y nada debe­
ría impedir qüe una m ujer con facultades excepcional­
mente adaptadas para otro tipo de actividad siguiera
libremente su vocación, a pesar de estar casada, siem­
pre y cuando se tom aran las medidas pertinentes para
suplir las deficiencias inevitables que surgiesen en el
cum plim iento de sus funciones ordinarias com o ama
de casa. Estas cosas, una vez que la opinión sobre el
asunto hubiera sido rectam ente dirigida, podrían sin
peligro ser reguladas por la opinión, sin interferencia
alguna de la ley.
III

Sobre el otro punto en el que debe buscarse una ju s­


ta igualdad para las m ujeres —su admisibilidad a to ­
das las funciones y ocupaciones hasta ahora reservadas
como m onopolio al sexo más fuerte-, no creo que
tenga mayor dificultad en convencer a quien m e haya
seguido en lo que ya he dicho sobre la cuestión de la
igualdad de las m ujeres en el seno de la familia. Pien­
so que los hom bres se aferran a las limitaciones de las
mujeres fuera del hogar, a fin de m antener su subor­
dinación en la vida doméstica; pues la generalidad
del sexo m asculino no puede tolerar la idea de vivir
con un igual. Si no fuera por esto, creo que casi todo
el mundo, en el estado actual de opinión en materia
de política y economía política, admitiría la injusticia de
excluir a la m itad de la raza humana de la mayor par­
te de las ocupaciones lucrativas, y de casi todas las al-
121
122 E L S O M E T IM IE N T O D E LA Mjj v'

tas funciones sociales, ordenando que las mujeres


desde su nacim iento, ni están ni pueden llegar a estar
preparadas para desempeñar trabajos que están le
galmente abiertos a los individuos más estúpidos v
groseros del otro sexo, o que si de hecho están prepa
radas, esas ocupaciones les estarán prohibidas, paj-a
que así queden reservadas para beneficio exclusivo de
los varones. En los dos últim os siglos, cuando (cosa
que apenas ocurría) se pensaba que, además del he­
cho m ism o, había que dar alguna razón que justifica­
ra la lim itación de las mujeres para realizar ciertos
trabajos, rara vez se daba com o razón su inferior ca­
pacidad m ental, en la cual, en épocas en que las fa­
cultades personales fueron realmente puestas a prue­
ba en las luchas de la vida pública de las que las
m ujeres no fueron excluidas, nadie creyó verdadera­
mente. La razón que se dio en aquellos días no fue,
pues, la incapacidad de las mujeres, sino el interés de
la sociedad, lo cual quería decir el interés de los varo­
nes, lo m ism o que la raison d Jétat\ significando la
conveniencia del gobierno y el apoyo a la autoridad
existente, se estim aba suficiente razón para explicar y
excusar los crím enes más flagrantes. En la hora actual
el poder utiliza un lenguaje más suave; y cuando
oprim e a alguien, siempre pretexta estar haciéndolo
por su bien. De acuerdo con esto, cuando algo se les
prohíbe a las mujeres, se piensa que es necesario de­
cir, y deseable creer, que son incapaces de hacerlo; y

1. Razón de Estado.
w
111
• fR »
123

e están apartándose del verdadero cam ino del éxi-


! ^ y de la felicidad cuando aspiran a ello. Mas para
l ugcer esta razón plausible (no digo que válida), quie-
¡ s ja utilizan han de estar preparados para llevarla
mucho más lejos de donde nadie se atrevería en vista
¿e la experiencia presente. Pues no es suficiente m an­
tener que la m ujer m edia está peor dotada que el
hombre medio de algunas de las más altas facultades
mentales; o que hay m enos m ujeres que hom bres que
estén preparadas para ocupaciones y funciones del
más alto carácter intelectual. Es necesario m an te­
ner que ninguna m ujer en absoluto está dotada para
ellas, y que hasta las m ujeres más eminentes son infe­
riores en facultades mentales al más m ediocre de los
hombres a quienes esas funciones incum ben en el
presente. Pues si el desarrollo de la función se decide
por com petición, o por cualquier otro m odo de se­
lección que tenga en cuenta el interés público, no hay
necesidad de tem er que cualquier empleo im portan­
te recaiga en m anos de m ujeres inferiores al hom bre
medio, o a la m edia de sus com petidores de sexo
masculino. El único resultado será que habrá m enos
mujeres que hom bres en esos empleos, un resultado
que de seguro tendrá lugar, en cualquier caso, aunque
sólo sea por la preferencia que probablem ente ha­
brán de sentir la mayoría de las mujeres por una vo­
cación en la que nadie está dispuesto a com petir con
ellas. Ahora bien, ni siquiera el más enconado detrac­
tor de las m ujeres se atreverá a negar que cuando
añadimos la experiencia de los tiem pos actuales a la
124 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U jg^

de edades pasadas, las mujeres, y no sólo unas pocas


sino muchas, han demostrado ser capaces de hacer
toda cosa, quizá sin excepción alguna, que es hecha !
por hom bres, y de hacerla con éxito y de manera con­
vincente. Lo m áxim o que puede decirse es que hay i
m uchas cosas que ninguna de ellas ha realizado con
tanto éxito com o algunos hom bres; muchas cosas en >
las que no han alcanzado el rango superior. Pero son
extrem adam ente pocas las tareas que dependen ex- •
elusivamente de las facultades mentales, en las que las
mujeres no han alcanzado las cotas casi más altas. ¿N0
es esto suficiente, y más que suficiente, para hacer $
que sea una tiranía para ellas y un detrim ento para la
sociedad el que no se les perm ita com petir con hom­
bres en el ejercicio de esas funciones? ¿No es una sim- i
pie perogrullada decir que m uchas funciones son a l
m enudo desempeñadas por varones que están mu­
cho peor preparados que m uchas mujeres y que se- •
rían derrotados por éstas en una abierta y justa com- j
petición? ¿Qué tiene que ver el que pueda haber hom­
bres en alguna otra parte, dedicados por completo a j
otras cosas, que puedan estar m ejor capacitados que i
estas mujeres para las ocupaciones en cuestión? ¿No j
es esto algo que ocurre en todas las competiciones? j
¿Hay tan gran sobrante de hom bres capacitados para |
las tareas más sofisticadas, que podam os permitirnos j
rechazar el servicio de cualquier persona competen- f
te? ¿Estamos tan seguros de encontrar siempre al \
hom bre apropiado para todo deber o función de im- [
portancia social que esté vacante, com o para permi- \
tirnos el lujo de poner una barrera impidiendo el paso
media humanidad, rehusando de antemano servir­
los de sus facultades, por distinguidas que sean? E in­
cluso si pudiéramos valernos sin ellas, ¿sería consisten­
te con la justicia rehusar a las mujeres la parte de honor
y distinción que les corresponde, o negarles el derecho
moral que todos los seres humanos tienen de escoger
sus ocupaciones (excepto las que dañen a los demás),
según sus preferencias y a su propio riesgo? No sólo les
afectaría a ellas tal injusticia, sino también a quienes es­
tán en posición de beneficiarse de sus servicios. Orde­
nar que un determinado tipo de personas no podrán
ser médicos, o abogados, o miembros del Parlamento,
no sólo es dañarlas a ellas, sino que es también dañar a
todos aquellos que emplean a médicos o a abogados, o
a quienes eligen a miembros del Parlamento y se les pri­
va del efecto estimulante de una mayor competición
entre los esfuerzos de quienes compiten, limitando
también sus posibilidades de elección individual.
Quizá sea suficiente que m e limite, en los detalles
de mi argumento, a las funciones de naturaleza pú­
blica. Pues si tengo éxito refiriéndome a éstas, proba­
blemente se m e concederá que las mujeres debieran
ser admitidas en cualesquiera otras ocupaciones en
las que es de im portancia que se las admita o no. Y
en esto voy a empezar señalando una función que se
distingue notablem ente de todas las demás, y a la cual
el derecho que tienen las mujeres es independiente de
toda cuestión que pueda surgir acerca de sus faculta­
des. Me refiero al sufragio, tanto parlamentario com o
-‘m a
wM
: -Í5
126 EL S O M E T IM IE N T O D E u "
A Mi * r

municipal. El derecho de participar en la elección de


quienes han de ejercer un cargo público es una cosa
com pletam ente distinta de la de com petir por el car
go mismo. Si nadie pudiera votar por un miembro ^
del parlam ento que no estuviera preparado para ser S
un candidato, el gobierno sería, ciertam ente, una es- ■
trecha oligarquía. Tener voz en la elección de escoger S
a aquellos por quienes uno es gobernado es un me­
dio de autoprotección que les es debido a todos, aun­
que la persona haya de estar siempre excluida del de- ¡
recho de gobernar; y que las mujeres están capacita­
das para participar en esa elección puede presumirse
del hecho de que la ley ya les concede ese derecho en
el caso de mayor im portancia para ellas; la elección ;
del hom bre que va a gobernar a una m ujer hasta el
fin de su vida se supone que es una elección volunta- I
ria realizada por ella misma. En el caso de la elección
a cargos públicos, es responsabilidad de la ley cons- |
titucional rodear el derecho al sufragio de todas las \
seguridades y lim itaciones necesarias; pero a cuales­
quiera seguridades que se estimen suficientes en el
caso del sexo masculino, no se requerirá que se aña­
dan otras en el caso de las mujeres. No hay ni la me­
n or som bra de justificación para que las mujeres no |
sean admitidas al sufragio según las mism as condi- j
ciones y límites bajo los cuales se admite a los varo- ]
nes. Lo más probable es que la mayoría de las muje- !
res de una clase social determinada no tengan una j
opinión política diferente de la mayoría de los hom- \
bres de la m ism a clase, a m enos que la cuestión afee- í
127
x&s

te de alguna m anera los intereses de las m ujeres com o


tales; y si tal es el caso, es preciso que las m ujeres teñ­
eran acceso al sufragio com o garantía de una justa e
igual consideración. Esto debería resultar obvio, in ­
cluso para aquellos que no coinciden con ninguna
otra de las doctrinas que defiendo. Incluso si toda
mujer fuera una esposa, y si toda esposa debiera ser
mía esclava, tanto más tendrían estas esclavas necesi­
dad de protección legal; y ya sabemos qué tipo de
protección legal tienen los esclavos allí donde las leyes
son hechas por sus amos.
Con respecto a la capacidad de las mujeres, no sólo
para participar en elecciones, sino tam bién para de­
sempeñar cargos ellas mism as o ejercer profesiones
que impliquen im portantes responsabilidades públi­
cas, ya he observado que esta consideración no es
esencial a la cuestión práctica en disputa, pues toda
mujer que tiene éxito en una profesión libre prueba
por ese m ism o hecho que está facultada para ello. Y
en el caso de los cargos públicos, si el sistema político
del país es tal que excluye a los varones ineptos, tam ­
bién excluirá a las m ujeres ineptas; pero si no es así,
no hay un m al adicional en el hecho de que las perso­
nas que el sistema admite sean m ujeres u hom bres.
Por lo tanto, m ientras se reconozca que siquiera unas
pocas m ujeres están capacitadas para estos cargos, las
leyes que cierran la puerta a esas mujeres excepciona­
les no pueden ser justificadas por la opinión que se
tenga acerca de las capacidades de las m ujeres en ge­
neral. Aunque esta últim a consideración no sea esen-
128 E l S O M E T IM IE N T O n c i . ,
LA

cial, está lejos de ser despreciable. M irándola sin pre


juicios, vemos que da mayor energía a los argurnen
tos contra quienes se ceban en la pretendida incapa
cidad femenina, y los refuerza sirviéndose de consi-
deraciones de utilidad práctica.
Hagamos prim ero abstracción com pleta de todas
las consideraciones psicológicas que tiendan a mos­
trar que cualesquiera diferencias mentales que se su­
ponga que existen entre las m ujeres y los hombres no
son sino el efecto natural de su educación y circuns­
tancias, y no son indicación de una diferencia radical
m ucho m enos de una inferioridad radical, de natu­
raleza. Consideremos a las m ujeres solamente tal y
com o son ahora, o com o se sabe que han sido, y las
capacidades que ya han m ostrado poseer de una ma­
nera práctica. Lo que ya han hecho, por lo menos eso,
está demostrado que pueden hacerlo. Cuando consi­
deramos la asiduidad con que se les ha enseñado a
alejarse de ocupaciones u objetivos reservados para
los hom bres, en lugar de prepararlas para ello, es evi­
dente que estoy tom ando en su favor un terreno muy
m odesto cuando m e baso para defenderlas en lo que
de hecho ya han logrado. Pues, en este caso, la prue­
ba negativa es de poco valor, y la prueba positiva es
decisiva. No puede inferirse que es imposible que una
m ujer llegue a ser un Hom ero, o un Aristóteles, o un
Miguel Ángel, o un Beethoven, sólo porque ninguna
m ujer haya producido hasta ahora obras compara­
bles a las suyas en ninguna de esas líneas de excelen­
cia. Este hecho negativo deja, com o m ucho, la cues-
tjón en el aire, y abierta a discusiones de carácter psi­
cológico. Pero es absolutamente cierto que una m ujer
nuede ser una reina Isabel, o una D eborah2, o una
juana de Arco, pues en estos casos no se trata de infe­
rencias, sino de hechos. Ahora bien, es una conside­
ración curiosa el que las únicas cosas de las que la ley
actual excluye a las m ujeres son cosas que las mujeres
han probado que pueden hacer. N o hay ninguna ley
ene impida a una m ujer haber escrito todos los dra­
mas de Shakespeare, o com puesto todas las óperas de
¡Víozart, Pero si la reina Isabel o la reina V ictoria no
hubiesen heredado el trono, no se les habría enco­
m endado cargo político alguno, función en la que la
primera dem ostró ser igual a los hom bres de Estado
más insignes.
Si hay algo definitivo que pudiera deducirse de la
experiencia, sin análisis psicológico alguno, sería
esto: que las cosas que a las mujeres no se les permite
hacer son precisam ente aquéllas para las que están
especialmente cualificadas; pues su vocación para el
gobierno se ha m aterializado y se ha hecho eviden­
te a través de las pocas oportunidades que se les han
dado, m ientras que en las líneas de distinción que les
estaban librem ente permitidas no se han distinguido
de modo tan eminente. Ya sabemos cuán reducido es
el número de reinas que presenta la historia, com pa­
rado con el núm ero de reyes. De este pequeño núm e­

2. Personaje del Antiguo Testamento que inspiró a los israelitas


en su victoria contra los ejércitos de Canán. Jueces, 4,5.
130 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

ro, una proporción m ucho mayor ha demostrado


poseer talentos para gobernar, aunque muchas de las
reinas han ocupado el trono en períodos difíciles. Es
tam bién de notar que, en m uchas ocasiones, se han
distinguido por m éritos totalm ente opuestos a los
que se suele imaginar que son característicos de las
mujeres, pues han sido am pliam ente reconocidas
tanto por la firmeza y vigor de su m ando, com o por
su inteligencia. Cuando a las reinas y emperatrices
añadim os las regentes y las virreinas de provincias, la
lista de mujeres que han llegado a ser líderes eminen­
tes de la hum anidad se alarga enorm em ente*. Este
hecho es tan innegable, que alguien, hace tiempo,
trató de refutar el argumento e hizo de la verdad ad­

* Esto es especialmente verdad si nos referimos a Asia, además de


Europa. Si un principado hindú es gobernado enérgica, vigilante
y económicamente; si el orden es allí preservado sin opresión; si se
extiende el cultivo de la tierra y el pueblo prospera, en tres de cada
cuatro casos estará bajo el gobierno de una mujer. Este hecho,
para mí totalmente inesperado, lo he comprobado tras un largo
conocimiento de los gobiernos hindúes. Hay muchos ejemplos de
esto; pues aunque, según las instituciones hindúes, una mujer no
puede reinar, ella es la regente legal de un reino mientras el here­
dero es menor de edad; y las minorías de edad son frecuentes en
una tierra en que las vidas de los gobernantes de sexo masculino
a menudo terminan prematuramente como resultado de la inac­
tividad y de excesos sensuales. Cuando consideramos que estas
princesas jamás han sido vistas en público, jamás han conversado
con un hombre fuera de su familia, excepto tras una cortina, que
no leen, y que si alguna vez lo hicieron, no hay libro alguno escri­
to en sus lenguas que pueda darles la menor instrucción acerca de
asuntos políticos, es notable el ejemplo que procuran de la capaci­
dad natural que tienen las mujeres para gobernar. [Nota del autor.]
TRES 131

mitida un insulto adicional contra las mujeres dicien­


do que las reinas son m ejores que los reyes porque,
bajo los reyes, las m ujeres gobiernan; pero bajo las
reinas, son los varones los que lo hacen.
Puede parecer un gasto inútil de razonam iento ar­
güir contra un mal chiste, pero estas cosas afectan las
mentes de la gente; y he oído a hom bres citar este di­
cho con aires de estar pensando que había en él algo
de verdad. Sea ello com o fuere, podrá servirnos igual de
bien que cualquier otra cosa com o punto de partida
para la discusión. Digo, pues, que no es verdad que
bajo los reyes reinen las mujeres. Tales casos son en­
teramente excepcionales; y hay reyes débiles que con
tanta frecuencia han gobernado mal bajo la influen­
cia de favoritos de sexo m asculino com o de mujeres.
Cuando un rey, sólo por sus inclinaciones amatorias,
es gobernado por una m ujer, no es probable que el
gobierno sea bueno, aunque incluso en casos así hay
excepciones. Pero la historia de Francia cuenta con
dos reyes que durante m uchos años han cedido vo­
luntariamente las riendas de los asuntos públicos,
uno a su madre, y el otro a su herm ana; uno de ellos,
Carlos V III, era sólo un m uchacho, pero al hacerlo si­
guió las intenciones de su padre, Luis XI, el m onarca
más hábil de su tiempo. El otro, San Luis, fue el m e­
jor y uno de los más vigorosos gobernantes desde los
tiempos de Carlom agno. Ambas princesas3 goberna­

3. Se refiere a Ana de Beauyeu, hermana de Carlos VIII, y a Blan­


ca de Castilla, madre de Luis IX,
132 E L S O M E T IM IE N T O D E LA M UJER

ron de una m anera que apenas fue igualada por nin­


gún príncipe entre sus contemporáneos. El emperador
Carlos V 4, el príncipe más político de su tiempo, que
tenía a su servicio más hom bres expertos que ningún
otro m onarca tuvo jam ás, y que era uno de los sobe­
ranos menos inclinados a sacrificar sus intereses a
sentimientos personales, hizo a dos princesas de su
familia gobernadoras de los Países Bajos y mantuvo a
una o a la otra en ese puesto durante toda su vida
(luego les sucedió una tercera). Ambas gobernaron
con notable éxito, y una de ellas, M argarita de Aus­
tria, fue una de las más hábiles personalidades políti­
cas de su época. Hasta aquí, por lo que se refiere a un
lado de la cuestión. Hablem os ahora del otro. Cuan­
do se dice que bajo las reinas son los hom bres quienes
gobiernan, ¿debe entenderse lo m ism o que cuando se
dice que los reyes son gobernados por las mujeres?
¿Quiere decirse que las reinas escogen com o sus ins­
trum entos de gobierno a sus com pañeros de placeres
personales? El caso es raro, incluso con aquellas rei­
nas que han dem ostrado tener tan pocos escrúpulos
en este punto com o Catalina II5; y no es en estos ca­
sos, precisamente, en donde hem os de ir a buscar
buen gobierno com o resultado de una influencia
masculina. Por lo tanto, si fuera verdad que la admi­
nistración está en m anos de m ejores hom bres bajo

4, Carlos I de España y V de Alemania (1500-1558).


5. Catalina la Grande (1729-1796). Llegó a ser emperatriz de Ru­
sia en 1762. Durante años cedió las riendas del poder a su aman­
te Grigori Potemkin (1739-1791).
tres 133

una reina que bajo un rey, ello debe ser porque las
reinas tienen una capacidad superior para escogerlos.
Y, consiguientemente, las m ujeres han de estar m ejor
cualificadas tanto para el puesto de soberana com o
para el de prim era m inistra; pues la m isión principal
de un prim er m inistro no es gobernar en persona,
sino el de encontrar a los individuos m ejor prepara­
dos para llevar cada departam ento de los asuntos pú­
blicos. La más rápida capacidad de intuición para en­
trar en el carácter de las gentes, que es uno de los pun­
tos en los que se admite la superioridad de las mujeres
sobre los hom bres, tiene que hacerlas, si las supone­
mos iguales en otros respectos, más aptas que los
varones en esa elección de instrum entos, que es lo
más im portante que ha de hacer todo el que tenga
una m isión relacionada con el gobierno de la hum a­
nidad. Incluso una m ujer sin principios com o C a­
talina de M édicis supo apreciar el valor del can ci­
ller de FH opital6. Pero es tam bién verdad que las
reinas más insignes han sido insignes por sus p ro­
pios talentos para el gobierno y han sido bien servi­
das precisam ente p or esa razón. Retuvieron en sus
manos la suprem a dirección de los asuntos de Esta­
do; y si prestaron oídos a buenos consejeros, dieron

6. Catalina de Médicis (1519-1589), reina regente de su hijo Car­


los IX de Francia desde 1560 hasta su muerte. Fue en parte res­
ponsable de la matanza de San Bartolomé (1572), en la que cien­
tos de protestantes perdieron la vida. Con anterioridad, mostró
mayor tolerancia durante el período en que fue aconsejada por el
canciller Michel de FHopital (1507-1573).
134 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

con ese hecho prueba evidente de que su ju icio las


capacitaba para tratar con las grandes cuestiones del
gobierno.
¿Es razonable pensar que quienes están preparados
para las grandes funciones de la política son incapa­
ces de prepararse para las funciones menores? ¿Hay
una razón en la naturaleza de las cosas por la que las
esposas y herm anas de los hom bres de Estado, admi­
nistradores, directores de com pañías y gerentes de
instituciones públicas hayan de ser incapaces de ha­
cer lo que es hecho por sus herm anos y esposos? La
verdadera explicación es sum am ente clara: y es que a
las princesas, al haber sido puestas en lugar más alto
que los varones por razón de su rango, y no en lugar
más bajo por razón de su sexo, nunca se les enseñó
que era im propio de ellas ocuparse de política; más
bien, se les perm itió sentir el generoso interés, natu­
ral en personas cultivadas, por los grandes asuntos
que sucedían en torno a ellas y en los que podían ser
llamadas a tom ar parte. Las damas de las familias rei­
nantes son las únicas m ujeres a las que se les permite
el m ism o grado de interés y desarrollo que a los hom­
bres; y es precisam ente en su caso en el que no se ve
que exista inferioridad alguna. Exactam ente allí y en
la m ism a medida en que las facultades de las mujeres
para gobernar han sido probadas, se ha descubierto
que dichas facultades eran adecuadas.
Este hecho está de acuerdo con las m ejores conclu­
siones generales que la im perfecta experiencia del
m undo parece sugerirnos por el m om ento, en lo que
TRES 135

se refiere a las aptitudes características de las mujeres,


tal y com o las mujeres han sido hasta ahora. No digo
que tal y com o continuarán siéndolo en el futuro;
pues com o ya he indicado más de una vez, considero
pretencioso que nadie trate de decidir lo que las m u ­
jeres son o no son, o pueden o no pueden ser, por
constitución natural. Hasta la hora presente se las ha
mantenido en un estado tan antinatural en lo que se
refiere a su espontáneo desarrollo, que su verdadera
naturaleza ha sido de hecho deformada y disfrazada;
y nadie puede afirmar con seguridad, si a la naturale­
za de la m ujer se le dejara escoger su dirección tan li­
bremente com o se les deja a los hom bres, y no se in ­
tentara darle más inclinación artificial que las reque­
ridas por las condiciones de la sociedad hum ana para
hombres y mujeres por igual, que habría una diferen­
cia notable, o quizá ninguna diferencia en absoluto,
en el carácter y capacidades que fueran m anifestán­
dose. Ahora m ostraré que, incluso las m enos discuti­
bles de las diferencias que actualmente existen, muy
bien puedan haber sido producidas por circunstan­
cias accidentales, y no sean diferencias de capacidad
natural. Así, observando a las m ujeres tal y com o nos
son conocidas en la experiencia, podría decirse de
ellas, con mayor verdad de lo que dicen otras genera­
lizaciones sobre este asunto, que la inclinación natu­
ral de sus talentos es hacia lo práctico. Este dictamen
se ajusta a lo que ha sido la historia pública de las
mujeres en el presente y en el pasado. Es tam bién algo
que la com ún y diaria experiencia nos confirma.
136 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U J£ r

Consideremos la especial naturaleza de las capacida­


des m entales más características de una m ujer de ta­
lento. Todas ellas son de un tip o que hace a las mu­
jeres idóneas para la práctica y las orienta en ese
sentido. ¿Qué quiere decirse cuando se habla de la ca­
pacidad de la m ujer para la percepción intuitiva? Sig-
nifica una rápida y correcta penetración en la esencia
de un hecho que se le presenta. Nada tiene que ver
con principios generales. Nadie ha percibido jamás
una ley general de la naturaleza mediante intuición,
ni ha llegado a través de ella a descubrir una regla ge­
neral de deber o de prudencia. Éstos son resultados
que se alcanzan tras una lenta y cuidadosa recolec­
ción de experiencias; y ni los hom bres ni las mujeres
de intu ición destacan n orm alm ente en este campo,
a m enos, naturalm ente, que la experiencia necesaria
sea tal que pueda ser adquirida por ellos mismos.
Pues lo que llam am os su sagacidad intuitiva les hace
especialmente aptos para acum ular esas verdades ge­
nerales que pueden ser recogidas con ayuda de sus
individuales medios de observación. Por consiguien­
te, cuando las m ujeres se arriesgan a estar tan bien
provistas com o los hom bres, m ediante la lectura y la
educación, de los resultados de las experiencias de
otras personas (utilizo la expresión se arriesgan a pro­
pósito, pues en lo que se refiere al tipo de conoci­
m iento que puede prepararlas para las grandes cues­
tiones de la vida las únicas m ujeres educadas son las
que se han educado por su cuenta y riesgo), están en
general m ejor equipadas que los hom bres, de los re­
137

quisitos esenciales para actuar con destreza y éxito.


Los hombres a quienes se les han enseñado muchas
cosas tienden a ser deficientes para «sentir» el hecho
presente; en los asuntos concretos que se les presen­
tan y sobre los que se les pide que tom en decisiones,
no ven lo que realmente tienen delante, sino lo que se
les ha enseñado que debían esperar. Esto no suele
ocurrir con m ujeres de algún talento. Su capacidad
Je «intuición» no les perm ite caer en ese error. Con
igualdad de experiencia y de facultades generales,
normalmente una m ujer ve m ucho más que un h om ­
bre en lo que está inm ediatamente ante ella. Pues
bien, esta especial sensibilidad para apreciar lo pre­
sente es la cualidad principal de la que depende la ca­
pacidad para la práctica, entendida ésta com o distin­
ta de la teoría. Descubrir principios generales perte­
nece a la facultad especulativa; discernir y separar los
casos particulares en los que dichos principios son o
no son aplicables es lo que constituye el talento prác­
tico, y para esto tienen las mujeres, tal y com o son
ahora, una peculiar aptitud. Admito que no puede
haber buena práctica si faltan los principios, y que el
lugar predom inante que la rapidez de observación
ocupa entre las facultades femeninas hace a las m uje­
res susceptibles de llegar a generalizaciones precipita­
das basándose en su propia observación, si bien al
mismo tiem po las capacita tam bién para rectificar
esas generalizaciones, ya que su capacidad de obser­
vación cubre un horizonte más amplio. Pero el co­
rrectivo para este defecto es el acceso a la experiencia
138 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M UJER

de la raza hum ana, el conocim iento general: exacta­


mente lo que la educación está m ejor capacitada para
proporcionar. Los errores de una m ujer son específi­
cam ente los m ism os de un hom bre que se ha educa­
do por sí m ism o, el cual ve con frecuencia lo que los
hom bres que han sido preparados según el procedi­
m iento rutinario no ven, pero que cae en errores por
no saber cosas que se han sabido desde hace mucho
tiem po. Desde luego, ha adquirido gran parte del co­
nocim iento preexistente, pues, de no ser así, no ha­
bría podido hacer el m enor progreso; pero lo que
sabe lo ha captado en fragmentos y al azar, lo mismo
que las mujeres.
Pero esta gravitación de las m entes femeninas ha­
cia lo presente, hacia lo real, hacia el hecho concreto,
aunque en su exclusivismo pueda ser una fuente de
errores, también es una útil protección contra el
error contrario. La principal y más característica abe­
rración de las m entes especulativas com o tales con­
siste, precisamente, en la falta de esa percepción vivaz
y de ese perm anente, sentido del hecho objetivo. Por
falta de esto, con frecuencia no sólo descuidan la con­
tradicción que los hechos externos presentan contra
sus teorías, sino que pierden la noción de lo que es el
legítimo propósito de la especulación m ism a, y dejan
que sus facultades especulativas se pierdan en regio­
nes que no están pobladas por seres reales, animados
o inanimados, ni siquiera idealizados, sino por som­
bras personificadas creadas por las ilusiones de la me­
tafísica o por el m ero enredo de palabras, y piensan
TRES 139

que estas som bras son el objeto propio de la más alta


v trascendente filosofía. Pocas cosas pueden ser de
mayor valor para un hom bre de teoría y especula­
ción, dedicado no a recoger materiales de conoci­
miento por observación, sino a elaborarlos mediante
procesos de pensam iento hasta convertirlos en verda­
des universales de la ciencia y en leyes de conducta,
que hacer sus especulaciones en com pañía y bajo la
crítica de una m ujer verdaderamente superior. Nada
puede com pararse a esto para lograr que m antenga
sus pensam ientos dentro de los límites de las cosas
reales y de los hechos concretos de la naturaleza. Una
mujer rara vez corre sin control tras una abstracción.
La habitual dirección de su mente, que la lleva a tra­
tar con objetos individuales y no con objetos en gru­
po; y (lo que está relacionado estrecham ente con
esto) su interés más vivo en los sentim ientos presen­
tes de las personas, lo cual la hace considerar antes
que nada, en cualquier cosa que pretenda aplicarse a
la práctica, de qué m odo serán las personas afectadas
por ello: estas dos cosas hacen sum am ente im proba­
ble que la m ujer tenga fe en ningún tipo de especula­
ción que pierda de vista a los individuos y trate de co­
sas com o si éstas existieran para beneficio de alguna
entidad imaginaria, de alguna creación de la m ente,
no resoluble en sentim ientos propios de los seres vi­
vos. Los pensam ientos de las mujeres son, así, tan ú ti­
les para dar realidad a los de los hom bres pensadores,
como los pensam ientos de los hom bres lo son para
dar volum en y anchura a los de las mujeres. En pro­
140 E L S O M E T I M I E N T O D E LA MUJER.

fundidad, entendida ésta com o algo diferente de la


amplitud, dudo m ucho que, incluso ahora, las muje­
res estén en algún tipo de desventaja comparadas con
los hom bres.
Si las actuales características m entales de las muje­
res son, así, valiosas, incluso com o ayuda a la especu­
lación, todavía son más im portantes, una vez que la
especulación ha hecho su trabajo, para llevar los re­
sultados de la especulación a la práctica. Por las razo­
nes que ya se han expuesto, las m ujeres son, en com­
paración, menos propensas a caer en el error común
en que caen los hom bres: el de seguir apegados a sus
reglas, incluso en casos cuyas particularidades los sa­
can de la categoría en que dichas reglas son aplica­
bles, o requieren especial adaptación a ellas. Conside­
remos ahora otra de las admitidas superioridades de
las mujeres inteligentes, a saber: su mayor rapidez
de aprehensión. ¿No es ésta una cualidad que de ma­
nera preeminente prepara a una persona para la
práctica? En la acción, todo depende continuamente
de decidir con prontitud. En la especulación, nada.
Un pensador puro puede esperar, puede tomarse
tiem po para considerar las cosas, puede reunir prue­
bas adicionales; no está obligado a com pletar su filo­
sofía de una vez por tem or a que se le escape la opor­
tunidad de hacerlo. El poder de deducir la m ejor con­
clusión posible partiendo de datos insuficientes 110 es
de ningún m odo inútil en filosofía; la construcción
de una hipótesis provisional consistente con todos los
hechos conocidos es a m enudo una base necesaria
141

para ulteriores investigaciones. Sin embargo, esta fa­


cultad es más un servicio a la filosofía que la principal
condición para su ejercicio; y tanto para su función
auxiliar com o para la principal, el filósofo puede to ­
rnarse el tiem po que quiera. No necesita tener la ca­
pacidad de hacer con rapidez lo que hace; más bien,
lo que necesita es paciencia, trabajar despacio hasta
que las revelaciones imperfectas se hayan perfeccio­
nado y una conjetura haya madurado hasta conver­
tirse en un teorema. Por el contrario, para aquellos cuya
función es tratar con lo fugaz y perecedero -c o n hechos
individuales y no con categorías o especies de he­
chos-, la rapidez de pensam iento es la facultad más
importante después del poder de pensar mismo.
Quien no tiene sus facultades listas para reaccionar
inmediatamente en las contingencias de la acción es
lo mism o que si no las tuviera en absoluto. Puede que
esté preparado para criticar, pero no está preparado
para actuar. Pues bien, es en esa rapidez de pensa­
miento en lo que declaradamente destacan las m u je­
res, así com o los hom bres que más se parecen a las
mujeres. El otro tipo de hom bre, por preeminentes
que puedan ser sus facultades, sólo lentam ente llega a
poseer un com pleto dom inio de las mismas; la rapi­
dez de ju icio y la prontitud en actuar juiciosam ente,
incluso en cosas que conoce bien, son el resultado
gradual y tardío de un penoso esfuerzo que, final­
mente, se convierte en hábito.
Quizá se diga que la mayor susceptibilidad nervio­
sa de las m ujeres las descalifica para la práctica, ex­
142 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE

cepto en las tareas de la vida doméstica; pues las hace


inconstantes, cambiadizas, demasiado susceptibles a
la influencia del m om ento, incapaces de perseverar
con firmeza, irregulares e inseguras en el poder de
usar sus facultades. Creo que estas frases resumen la
mayor parte de las objeciones que se presentan co­
m únm ente contra la habilidad de las mujeres para
tratar con la clase más alta de asuntos serios. Mucho
de todo esto es el sobrante de energía nerviosa echa­
da a perder, y term inaría cuando dicha energía estu­
viese dirigida a un propósito determinado. Mucho es
tam bién resultado del condicionam iento al que cons­
ciente o inconscientem ente se las ha sometido; así lo
vemos en el ejem plo de los ataques de «histeria» y de
los desmayos, que han desaparecido casi totalmente
desde que pasaron de moda. Además, cuando la gen­
te se cría, com o ocurre con m uchas mujeres de la cla­
se alta (aunque m enos en nuestro país que en cual­
quier otro), igual que plantas de invernadero, prote­
gidas de todos los cam bios de aire y temperatura, y
sin preparación para ninguna de las ocupaciones
y ejercicios que dan estímulo y desarrollo al sistema
circulatorio y muscular, m ientras que su sistema ner­
vioso, especialmente en el departam ento emocional,
se m antiene en juego con una intensidad que no es
natural, no es extraño que las que no m ueren de tisis
se críen con constituciones propensas a desequili­
brarse por la m enor causa, ya sea interna o externa, y
sin energía para realizar tareas físicas o mentales que
requieran continuidad de esfuerzo. Pero las mujeres
r
que desde la infancia son educadas para ganarse la
vida no m uestran ninguna de estas características, a
menos que estén encadenadas a un exceso de trabajo
sedentario y confinadas en habitaciones insalubres.
Las mujeres que en sus prim eros años han participa­
do en la saludable educación física y libertad corporal
de sus herm anos, y que durante su vida posterior res­
piran suficiente aire puro y hacen ejercicio, muy rara
vez padecen una excesiva susceptibilidad nerviosa
que pueda descalificarlas para realizar tareas de vigor
y energía. Hay, desde luego, un cierto porcentaje de
personas de am bos sexos en quienes un desusada­
mente alto grado de sensibilidad nerviosa es consti­
tucional y de un carácter tan m arcado que llega a ser
el rasgo de su organism o que ejerce la influencia m a­
yor sobre todo el carácter de los fenóm enos vitales.
Ese tipo de constitución, com o otras estructuras físi­
cas, es hereditario y se transm ite tanto a los hijos
como a las hijas; pero es posible, y probable, que el
temperamento nervioso (com o suele llamarse) sea
heredado por un mayor núm ero de m ujeres que de
hombres. Vamos a asumir que así es. Pregunto en­
tonces: ¿se ha com probado que los hom bres de tem ­
peramento nervioso no tienen las cualidades que se
precisan para realizar deberes y alcanzar metas n or­
malmente buscadas por los hombres? Las peculiari­
dades de tem peram ento son, sin duda, dentro de
ciertos límites, un obstáculo para triunfar en ciertas
ocupaciones, aunque pueden ser una ayuda en otras.
Pero cuando la ocupación coincide con el tempera-
144 E L S O M E T IM IE N T O D E La VlU)ER

m entó, y algunas veces incluso cuando no coincide


hom bres de una alta sensibilidad nerviosa nos dan
continuam ente los más brillantes ejemplos de éxito
Se distinguen en sus m anifestaciones prácticas prin­
cipalmente en esto: en que siendo susceptibles de un
más alto grado de entusiasmo que los que son de otra
constitución física, sus poderes, cuando son estimu­
lados, difieren de lo que son en su estado ordinario
más que en el caso de otra gente. Estos hombres se al­
zan por encima de sí mismos, por así decirlo, y hacen
fácilmente cosas de las que serían totalmente incapa­
ces en otros m om entos. Mas este elevado entusiasmo
no es, excepto en débiles constituciones corporales,
una mera chispa m om entánea que se desvanece in­
m ediatam ente sin dejar huellas y que es incompatible
con la persistente y constante persecución de un ob­
jetivo. Es característico de un tem peram ento nervio­
so el ser capaz de un entusiasmo «sostenido», el cual
logra m antener gracias a largos y continuados esfuer­
zos. Es lo que queremos decir con la palabra «espíri­
tu». Esto es lo que hace com petir al caballo de carre­
ras de buena casta, que no am inora su velocidad en la
carrera hasta caer muerto. Esto es lo que ha hecho
que muchas m ujeres delicadas mantuvieran la más
sublime com postura, no sólo ante el patíbulo, sino
tam bién a lo largo de una extendida sucesión de tor­
turas mentales y corporales. Es evidente que las per­
sonas de este tipo de tem peram ento son particular­
m ente aptas para lo que podríam os llamar el depar­
tam ento ejecutivo del liderazgo de la humanidad.
Son la materia prim a de la que salen los grandes ora­
dores, los grandes predicadores, los impresionantes
¿¡fundidores de influencias morales. Puede que su
constitución se estime m enos predispuesta para las
cualidades que se requieren de un m iem bro del G abi­
nete de Estado o de un juez. Así sería si se siguiera ne­
cesariamente la consecuencia de que la gente excita­
ble ha de estar siempre en un estado de excitación.
Mas esto es enteram ente una cuestión de preparación
y entrenamiento. Un sentim iento fuerte es el instru­
mento y elem ento esencial de un fuerte autocontrol;
pero requiere ser cultivado en esa dirección. Cuando
lo es, no sólo form a a los héroes del impulso, sino
también a los de la auto-conquista. La historia y la ex­
periencia prueban que los caracteres más apasiona­
dos son los más fanáticam ente rígidos en su sentido
del deber cuando su pasión ha sido educada para ac­
tuar en esa dirección. El juez que pronuncia una de­
cisión justa en un caso en que sus propios sentim ien­
tos se hallan intensam ente interesados en la parte
contraria, saca de esa m ism a fuerza de sentimientos
ese firme sentido de obligación de ser justo, que le ca­
pacita para lograr esta victoria sobre sí mismo. La ca­
pacidad de tener ese elevado entusiasmo que lleva al
ser humano a salir de su carácter cotidiano, reacciona
sobre el carácter cotidiano m ism o. Sus aspiraciones y
poderes cuando se encuentra en ese estado excepcio­
nal, se convierten en el prototipo con el que com para
y por el que juzga sus sentimientos y m odos de pro­
ceder en otras ocasiones; y sus propósitos habituales
146 EL S O M E T IM IE N T O DE La MU}£ rT I ^ 147

asumen un carácter moldeado por y asimilado a los ses nos procuran uno de los m ejores ejem plos de lo
m om entos de elevada excitación, si bien éstos, debi­ que un pueblo es cuando se le deja que se guíe por sí
do a la naturaleza física del ser hum ano, sólo puedan mismo (si puede decirse que se guían por sí m ism os
ser transitorios. La experiencia que tenemos de la- aquellos que durante siglos han estado bajo la in ­
razas y de los individuos no m uestra que quienes fluencia de un m al gobierno y del directo ad octri­
poseen un tem peram ento excitable estén en general namiento de una jerarquía católica y de una sincera
peor preparados para la especulación o para la praxis creencia en la religión católica). El carácter irlandés
que los de tem peram ento m enos excitable. Los fran­ debe, pues, considerarse com o un caso desfavorable;
ceses y los italianos son sin duda, por naturaleza, más y sin embargo, siempre que las circunstancias del in ­
nerviosam ente excitables que las razas teutónicas; y dividuo han sido siquiera favorables en grado m íni­
siquiera com parados con los ingleses, tienen habitual mo, ¿qué otro pueblo ha m ostrado mayor capacidad
y diariam ente una vida em ocional m ucho más inten­ para la más variada y m ultiform e gama de eminencia
sa. Pero ¿han sido por ello m enos insignes en la cien­ individual? Igual que los franceses com parados con
cia, en la política, en em inencia legal y judicial, o en la los ingleses, los italianos con los suizos, y los griegos
guerra? Hay abundante prueba de que los griegos o italianos con las razas germánicas, así ocurre cuan­
fueron desde antiguo, com o sus descendientes y su­ do com param os a las m ujeres con los hom bres: que,
cesores continúan siéndolo, una de las razas más ex­ en general, hacen las m ism as cosas, con alguna varia­
citables del género hum ano. Y sin embargo, no hace ción en el particular grado de excelencia. Pero no ten­
falta que nos preguntem os en qué logro alcanzado go la m enor razón para dudar de que las harían igual
por los seres hum anos no destacaron de m anera ex­ de bien, sin diferencia alguna, si su educación y pre­
traordinaria. Los rom anos, probablem ente, siendo paración estuviesen dirigidas a corregir, en lugar de
tam bién un pueblo m eridional, tuvieron en sus orí­ agravar, los puntos débiles de su tem peramento.
genes el m ism o tem peram ento; pero el fírm e carácter Supongamos, no obstante, que sea verdad que las
de su disciplina nacional, com o el de los espartanos, mentes de las m ujeres son por naturaleza más voláti­
los hizo ser ejem plo del tipo opuesto de carácter na­ les que las de los hom bres, m enos capaces de perseve­
cional; la mayor fuerza de sus sentim ientos naturales | rar durante largo tiem po en un m ism o esfuerzo con­
se hizo patente en la intensidad con que su tempera­ tinuo, más dispuestas a dividir sus facultades entre
m ento original hizo posible dar paso al artificial. Si muchas cosas que a seguir un solo cam ino hasta lle­
estos casos dan ejem plo de lo que un pueblo natural­ gar al punto más alto que pueda alcanzarse en él:
m ente excitable puede llegar a ser, los celtas irlande- pues bien, aun suponiendo lo anterior, quedará por
148 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U ,E r

dem ostrar si este funcionam iento exclusivo de una


parte de la m ente, este dejar que un solo objeto ab­
sorba toda la facultad de pensar, este concentrarse en
una sola operación, es la norm al y sana condición de
las facultades humanas, incluso para usos especulati­
vos. Creo que lo que se gana en especial desarrollo
gracias a esta concentración, se pierde en capacidad
m ental para los otros propósitos de la vida; e incluso
en el pensam iento abstracto, es m i fírme opinión que
la m ente logra más volviendo con frecuencia a un
problem a difícil, que deteniéndose en él sin interrup­
ción. Sea ello com o fuere, para los propósitos de la
praxis, desde el ám bito más hum ilde hasta el más ele­
vado, la capacidad de pasar prontam ente de un obje- i
to a otro sin dejar que el resorte activo del intelecto se
agote entre los dos, es un poder m ucho más valioso;
y este poder lo poseen las m ujeres de un m odo pree­
m inente, en virtud de esa m ism a movilidad de la que
se les acusa. Quizá posean ese poder por naturaleza, í
pero ciertam ente lo tienen ahora com o resultado del j
entrenam iento y la enseñanza que reciben; pues casi i
la totalidad de las ocupaciones de las m ujeres consis­
te en m anejar pequeños pero múltiples detalles, en
cada uno de los cuales la m ente no puede detenerse
siquiera un m inuto, teniendo que pasar a otras cosas;
y si hay algo que requiere más pensam iento, deben
sacar tiem po para pensarlo en los ratos perdidos. Se
ha señalado la capacidad que m uestran las mujeres
para dedicarse a pensar bajo circunstancias y en
m om entos en los que casi todos los varones encon-
trarían una excusa para ni siquiera intentarlo; y la
mente de una mujer, aunque puede que se ocupe so­
lamente de cosas pequeñas, apenas puede permitirse
el lujo de descansar, cosa que el varón hace a menudo
cuando no está m etido en lo que él decide considerar
como ocupación principal de su vida. La ocupación
ordinaria en la vida de una m ujer consiste en cosas en
general; y éstas no cesan nunca, com o nunca cesa el
mundo de dar vueltas.
Pero (se dice) hay prueba anatóm ica de la superior
capacidad m ental de los hom bres, com parada con la
de las mujeres: aquéllos tienen un cerebro más gran­
de. A esto respondo diciendo, en prim er lugar, que el
hecho m ism o es dudoso. En m odo alguno ha logra­
do establecerse que el cerebro de una m ujer sea m e­
nor que el de un hom bre. Si ello se deduce m eram en­
te del hecho de que la armazón corporal de la m ujer
es generalmente más pequeña que la del hom bre, este
criterio nos llevaría a extrañas consecuencias. De
acuerdo con él, un hom bre alto y m em brudo tendría
que ser superior en inteligencia a un hom bre peque­
ño; y un elefante o una ballena tendrían por fuerza
que exceder a toda la humanidad. El tam año del ce­
rebro en los seres hum anos, dicen los anatóm icos, va­
ría mucho m enos que el tam año del cuerpo, o inclu­
so el de la cabeza; y no podem os inferir una cosa de la
otra. Es un hecho que algunas mujeres tienen un ce­
rebro tan grande com o el de cualquier varón. Sé que
un hombre que había pesado m uchos cerebros hu ­
manos dijo que el más pesado de todos los que había
150 e l S O M E T I M I E N T O D E LA M \;m

puesto en la balanza, m ucho m ás pesado que el de


Cuvier7, pertenecía a una mujer. En segundo lugar
debo observar que la relación precisa que existe entre
el cerebro y los poderes intelectuales todavía no ha
sido bien entendida y sigue siendo objeto de gran dis­
puta. No cabe duda de que hay una relación muy es­
trecha. El cerebro es, ciertam ente, el órgano material
del pensam iento y el sentim iento; y, haciendo ahora
abstracción de la gran controversia, todavía no re­
suelta, respecto a la asignación de las diferentes facul­
tades mentales a las diferentes partes del cerebro, ad­
m ito que sería una anom alía y una excepción a todo
lo que sabemos acerca de las leyes generales de la vida
y del m undo orgánico, si la medida del órgano fuese i
totalm ente indiferente a la función del m ism o; si no
hubiese un increm ento de poder, derivado de la ma- j
yor m agnitud del instrum ento. Pero la excepción y la ¡
anom alía serían exactam ente igual de grandes si el
órgano ejerciese influencia «sólo» por su magnitud.
En todas las demás delicadas operaciones de la natu- j
raleza -d e las cuales, las de la creación animada son |
las más delicadas, y, de entre éstas, las del sistema ner- j
vioso son las más delicadas—, las diferencias en sus
efectos dependen tanto de las diferencias de cualidad
en los agentes físicos, com o de su cantidad; y si la
cualidad de un instrum ento ha de ser calibrada por
la sutileza y delicadeza del trabajo que puede hacer,
las indicaciones apuntan hacia una mayor sofistica-

7. El paleontólogo francés Georges Cuvier (1769-1832).


ir

cióñ media en el cerebro y en el sistema nervioso de


}as mujeres que en los de los hom bres. Si dejam os
Je lado la abstracta diferencia de cualidad —la cual es
¿osa difícil de verificar-, es sabido que la eficacia de
un órgano no sólo depende de su medida, sino de su
actividad; y de ésta podem os tener un cóm puto apro­
ximado fijándonos en la energía con que la sangre
circula por dicho órgano, pues tanto el estímulo
como la fuerza reparadora dependen principalm ente
¡je la circulación. No sería sorprendente —es, de h e­
cho, una hipótesis que coincide bien con las diferen­
cias que se observan entre las operaciones mentales
de ambos sexos— si los hom bres tuviesen en general
ventaja en lo que a la medida del cerebro se refiere, y
las mujeres fuesen superiores en lo relativo a la activi­
dad de la circulación cerebral. Los resultados que,
fundándonos en la analogía, tal conjetura nos llevaría
a esperar de esta diferencia de organización, se co ­
rresponderían con algunos de los que vem os más
comúnmente. En prim er lugar, podría esperarse que
las operaciones m entales de los varones fuesen más
lentas; que los hom bres no pensaran ni sintieran con
tanta presteza com o las mujeres. Los cuerpos grandes
necesitan m ás tiem po para actuar plenamente. Por
otra parte, una vez que el cerebro del varón estuviera
en pleno funcionam iento, podría asumir más traba­
jo. Sería m ás persistente en m antener una línea de
pensamiento una vez tom ada; tendría más dificultad
en cambiar de una modalidad de acción a otra, pero en
el asunto en el que estuviera inm erso, podría persistir
152 EL S O M E T I M I E N T O D E La M U j e j .

sin pérdida de fuerza y sin sentimiento de fatiga. Y ¿no


vemos que, de hecho, las cosas en que los varones
destacan más son aquellas que requieren más trabajo
lento y mayor persistencia en una sola idea, mientras
que las mujeres son las que m ejor desempeñan las ta­
reas que deben hacerse rápidamente? El cerebro de
una m ujer se fatiga antes, se agota más pronto. Pero
dado el grado de agotamiento, debemos esperar verlo
recuperarse antes. Repito que esta manera de ver las co­
sas es puramente hipotética; sólo pretende sugerir una
línea de investigación. He repudiado, por tanto, la no­
ción de que se sabe con certeza que hay una diferencia
en la fuerza o dirección de las capacidades mentales de
ambos sexos; y, mucho menos, que se sepa en qué con­
siste esa diferencia. Tampoco es posible que esto llegue
a saberse mientras las leyes psicológicas de la forma­
ción del carácter sigan siendo tan poco estudiadas, in­
cluso de manera general, y jam ás se hayan aplicado en
modo alguno a este caso particular; mientras las más
obvias causas externas de las diferencias de carácter
continúen siendo habitualmente ignoradas, pasadas
por alto por el observador, y desdeñadas con una espe­
cie de arrogante desprecio por las prevalecientes escue­
las de historia natural y de filosofía mental, las cuales,
tanto si buscan en el m undo m aterial la diferencia
que distingue principalmente unos seres humanos de
otros, com o si la buscan en el mundo del espíritu, coin­
ciden en descalificar a quienes prefieren explicar estas
diferencias recurriendo a las diferentes relaciones de los
seres hum anos con la sociedad y la vida.
A tan ridículo extrem o llegan las nociones form a­
das acerca de la naturaleza de las m ujeres -m e ra s ge­
neralizaciones empíricas que se construyen, sin filo­
sofía o análisis alguno, sobre los prim eros ejemplos
que se presentan-, que la idea popular sobre la m ujer
varía de país a país, según que las opiniones y las cir­
cunstancias sociales de cada uno hayan dado a las
mujeres que en él viven un especial desarrollo, o n in ­
gún desarrollo en absoluto. Un oriental piensa que
las mujeres son por naturaleza voluptuosas; y se ve el
abuso violento que, basándose en esto, se hace de
ellas en los escritos hindúes. Un inglés norm alm ente
piensa que las m ujeres son frías. Las cosas que se di­
cen acerca del carácter caprichoso y cam biante de las
mujeres son en su mayoría de origen francés. Según
el famoso dístico8 de Francisco I, sube y baja. En In ­
glaterra es observación com ún que las mujeres son
mucho más constantes que los hom bres. La incons­
tancia ha sido considerada un descrédito para la m u­
jer, por más tiem po en Inglaterra que en Francia;
además, las m ujeres inglesas están, en su naturaleza
más recóndita, m ucho más som etidas a la fuerza de
la opinión. Ha de hacerse notar, a propósito de esto,

8. Se refiere a la conocida sentencia del rey francés: «Mujer cam­


biante, jamás constante. Insensato el varón que en ella confía».
Esta visión del carácter femenino como realidad mudadiza es
también frecuente en la tradición española. Por ejemplo, Calde­
rón hace afirmar a su personaje Don Félix «[que] quien va a decir
mujer / empieza a decir mudanza» (También hay duelo en las d a­
mas, Jorn. I, Esc. II).
154 EL SO M E T IM IE N T O DE L a MUJE

que los hom bres ingleses se hallan en circunstancias


especialmente desfavorables para intentar juzgar qu¿
es o qué no es natural, no solamente respecto a las
mujeres, sino tam bién respecto a los varones o a to­
dos los seres hum anos en general, al menos si sólo
tienen una experiencia inglesa en la que basarse; pues
no hay otro lugar en el que la naturaleza humana
muestre tan poco de sus rasgos originales. Tanto en el
buen sentido com o en el malo, los ingleses están más
alejados del estado natural que otros pueblos moder­
nos. Son, más que cualquier otra gente, un producto
de la civilización y la disciplina. Inglaterra es ei país
en el que la disciplina social ha tenido mayor éxito,
no tanto en conquistar, com o en suprim ir lo que
pueda entrar en conflicto con ella. Los ingleses, más
que cualquier otro pueblo, no sólo actúan, sino que
sienten de acuerdo con la regla. En otros países, la
opinión enseñada, o lo requerido por la sociedad,
puede que sea el poder más fuerte; pero los impulsos
de la naturaleza individual siempre pueden verse por
debajo de lo que se enseña, a m enudo resistiéndolo;
puede que la regla sea más fuerte que la naturaleza,
pero la naturaleza está siempre ahí. En Inglaterra, por
el contrario, la regla ha sustituido en gran medida a la
naturaleza. La mayor parte de la vida se vive, no si­
guiendo la inclinación bajo el control de la regla, sino
sin tener más inclinación que la de seguir la regla
mism a. Ahora bien, esto tiene sin duda su lado bue­
no, pero tiene tam bién otro terriblem ente malo; y
hace por fuerza que un inglés esté especialmente mal
! preparado para juzgar sobre las tendencias originales
{ de la naturaleza hum ana partiendo de su propia ex-
| periencia. Los errores a los que están som etidos los
1 observadores en otras partes sobre este asunto son de
i un carácter diferente. Si un inglés es ignorante res-
; pecto a la naturaleza hum ana, un francés tiene pre-
’ juicios sobre ella. Los errores de un inglés son negati-
< vos; los de un francés, positivos. Un inglés imagina
que no existen cosas porque no las ve nunca; un fran­
cés piensa que deben de existir siempre y necesaria­
mente, precisam ente porque no las ve. Un inglés no
conoce la naturaleza porque nunca ha tenido la op or­
tunidad de observarla; un francés generalmente la
; conoce en gran parte, pero a m enudo la entiende mal
porque sólo la ha visto sofisticada y distorsionada.
! pues el estado artificial introducido por la sociedad
| disfraza de dos m aneras diferentes las tendencias na-
| turales de la cosa que es objeto de observación: o ex­
tinguiendo la naturaleza o transform ándola. En el
, primer caso queda solam ente un residuo esquelético
; de la naturaleza que va a ser estudiada; en el segundo,
I queda m ucho, pero puede haberse expandido en di-
| recciones diferentes de aquella en la que le corres-
j pondía crecer.
j He dicho que no puede ahora saberse cuánto de
j las existentes diferencias mentales entre hom bres y
j mujeres es natural y cuánto artificial; que no puede
saberse si hay diferencias naturales en absoluto, o, su­
poniendo que todas las causas artificiales de la dife­
rencia fuesen eliminadas, qué características natura-
156 E L S O M E T I M I E N T O D E LA
157

les nos serían reveladas. No voy, por tanto, a intentar tar su capacidad en filosofía, ciencia o arte. Es sólo en
resolver lo que he afirmado que es imposible. Pero la la presente generación cuando sus intentos han sido
duda no impide que hagamos conjeturas; y allí don­ alguna m anera num erosos, e incluso ahora son
de la certeza es inalcanzable, puede que encontremos muy escasos en todas partes, excepto en Inglaterra y
los medios de llegar a un cierto grado de probabili­ en Francia. Es im portante que nos preguntemos si
dad. El prim er punto -e l origen de las diferencias qUe una mente en posesión de los requisitos necesarios
de hecho se observan- es el que resulta más accesible para ser una em inencia de prim era categoría en la es­
a la especulación; y trataré de aproxim arme a él to­ peculación o en el arte creativo podría, si seguimos
m ando el único cam ino por el que puede ser alcanza­ un mero cálculo de probabilidades, haberse esperado
do: siguiendo las consecuencias mentales de las in­ que surgiera durante ese lapso de tiem po entre las
fluencias externas. No podem os aislar a un ser huma­ mujeres cuyos gustos y posicion personal las perm i­
no de las circunstancias propias de su condición, de tían dedicarse a tales actividades. En todas las cosas
m anera que logremos determ inar experimentalmen­ para las que hasta ahora han tenido tiem po —en to ­
te lo que habría sido por naturaleza; pero podemos das, excepto en aquéllas en las que ya han alcanzado
considerar lo que es, y cuáles han sido sus circunstan­ los más altos grados en la escala de excelencia, espe­
cias, y si una cosa ha sido capaz de producir la otra. cialmente en el departam ento al que han estado dedi­
Tom em os, pues, el único caso notable que la ob­ cadas por más tiem po, esto es, a la literatura (prosa y
servación nos proporciona acerca de la aparente infe­ poesía)—, las mujeres han alcanzado la cantidad de lo ­
rioridad de las mujeres respecto a los hom bres, apar ­ gros y han obtenido tantos y tan altos premios com o
te de la m eram ente física de fuerza corporal: ninguna podía esperarse de la cantidad de tiem po dedicado y
obra de filosofía, ciencia o arte, que merezca ser con­ del número de com petidoras. Si nos retrotraem os al
siderada de prim era categoría, ha sido realizada por período antiguo, cuando m uy pocas mujeres lo in ­
una mujer. ¿Hay algún m odo de explicar esto sin su­ tentaban, hubo, sin embargo algunas que alcanzaron
poner que las mujeres son naturalm ente incapaces de el éxito con notable distinción. Los griegos siempre
producirlas? contaron a la poetisa Safo entre sus grandes poetas; y
En prim er lugar, podem os legítimam ente cuestio­ muy bien podem os suponer que Myrtis, quien se
nar si la experiencia nos ha proporcionado datos su­ dice que fue la m aestra de Píndaro, y Corina, quien
ficientes para hacer una inducción. Apenas han cinco veces le arrebató el prem io de poesía, tuvieron
transcurrido tres generaciones desde que las mujeres, suficiente m érito com o para ser comparadas con
salvo m uy raras excepciones, han empezado a ejerci­ aquel gran nom bre. Aspasia no nos dejó ningún es-

...L
158 KL S O M E T IM IE N T O D E LA ^

crito filosófico, pero es un hecho admitido que Só­


crates recu rrió a ella solicitando instrucción, y qUe
luego reconoció haberla obtenido.
Si consideram os las obras realizadas por mujeres
en los tiem pos m odernos y las com param os con las
de los varones, ya sea en el cam po del arte o en el de
la literatura, la inferioridad que puede observarse se
resuelve esencialm ente en una sola cosa, si bien es so­
brem anera im portante: ausencia de originalidad. No
una ausencia total, pues todo producto de la mente
que posea algún valor sustantivo tiene una originali­
dad de suyo, es una concepción de la mente misma,
110 una copia de otra cosa. Pensam ientos originales
—en el sentido de no haber sido tom ados de otra per­
sona, de derivarse de las propias observaciones o pro­
cesos intelectuales del ser p en san te- abundan en los
escritos de las mujeres. Pero todavía no han produci­
do ninguna de esas grandes y luminosas ideas nuevas
que m arcan una era en la historia del pensamiento, ni
ninguno de esos conceptos artísticos fundamental­
mente nuevos que abren panoram as de posibles efec­
tos nunca imaginados con anterioridad y originan
una nueva escuela. Sus com posiciones están mayor­
m ente basadas en cim ientos de pensam iento ya exis­
tentes, y sus creaciones no se apartan m ucho de mo­
delos que ya existían. Ésta es la clase de inferioridad
que sus obras m anifiestan; pues en lo que se refiere a
ejecución, en lo concerniente a la detallada aplicación
de ideas y a la perfección de estilo, no hay inferiori­
dad alguna. Nuestros m ejores novelistas, en lo tocan-
te a la com posición y al m anejo de detalles, han sido
' principalmente m ujeres; y no hay en toda la literatu­
ra moderna más elocuente vehículo de pensam iento
que el estilo de M adam e de Stael, ni un ejem plo de
j excelencia pu ram en te artística que supere la prosa
de Madame Sand, cuyo estilo actúa sobre el sistema
nervioso com o una sinfonía de Haydn o Mozart. Alta
originalidad de concepción es, com o he dicho, lo que
falta. Veamos ahora de qué m anera puede explicarse
esta deficiencia.
Recordemos, pues, en lo que se refiere al pensa­
miento puro, que durante todo ese período de la exis­
tencia del m undo y del progreso de la civilización, en
que grandes y fructíferas verdades nuevas fueron al­
canzadas por la m era fuerza del genio, con poco estu-
! dio previo y poca acum ulación de conocim iento, las
S mujeres no se preocuparon en absoluto de la especu-
; lación. Desde los días de Hypatía9 hasta los de la Re-
; forma, la ilustre Eloísa10 es casi la única m ujer a quien
, le hubiera sido posible algún logro de ese tipo; y no
sabemos cuán grande fue en ella la capacidad especu­
lativa que se perdió para el género hum ano por culpa
de las desdichas de su vida. Desde que un núm ero

9. Hypatía (h. 370-415), filósofa y matemática griega, que enca­


bezó la escuela neoplatónica en Alejandría.
10. Eloísa (b. 1098-1164) mantuvo con su tutor y amante Abe­
lardo una nutrida correspondencia filosófica. Descubiertos estos
amores secretos, Abelardo sufrió el castigo de la castración, y tan­
to él como Eloísa terminaron sus vidas recluidos en sendos con­
ventos.
160 EL S O M E T IM IE N T O D E LA MUJE r

considerable de mujeres empezó a cultivar el pensa­


m iento serio, nunca ha sido posible lograr la origina­
lidad fácilmente. Casi todos los pensamientos que
pueden alcanzarse por la m era fuerza de facultades
originales se han alcanzado ya hace tiem po; y la ori­
ginalidad, en cualquier sentido que queram os dar­
le a la palabra, apenas es hoy conseguida, excepto por
mentes que se han sometido a una elaborada discipli­
na y están profundamente versadas en los resultados
del pensam iento previo. Creo que ha sido Mr. Mau-
rice11 quien, hablando de la sociedad actual, ha hecho
notar que sus pensadores más originales son aquellos
que han conocido más rigurosam ente lo que ha sido
pensado por sus predecesores; y que éste seguirá sien­
do el caso de ahora en adelante. Cada nueva piedra
añadida al edificio tiene ahora que ser colocada sobre
las muchas otras que ya están ahí; y éstas son tantas
que quienquiera que aspire a participar en la etapa
actual de la construcción tiene que pasar por el pro­
ceso de subir hasta la cima y llevar los materiales has­
ta allí. ¿Cuántas mujeres hay que hayan pasado por
tal proceso? M rs. Som erville12, quizá la única entre
las m ujeres, sabe de matemáticas lo que se necesita
para hacer un descubrim iento m atem ático de consi­
deración. ¿Es prueba de inferioridad fem enina el que
ella no haya sido una de las dos o tres personas que du-

11. (John) Frederick Denison Maurice (1805-1872), teólogo que


llegó a ser figura importante en el movimiento socialista cristiano.
12. La autora escocesa Mary Fairfax Somerville (1780-1872) es­
cribió sobre matemáticas y ciencias físicas.
TRES
161

rante su vida han asociado sus nom bres con algún


avance sorprendente en esa ciencia? Dos m ujeres13,
desde que la ciencia política llegó a ser una ciencia,
han sabido lo suficiente acerca de esa disciplina com o
para escribir cosas de utilidad sobre la materia. ¿De
cuántos de los innum erables hom bres que han escri­
to acerca de esto durante el m ism o período de tiem ­
po es posible decir más sin faltar a la verdad? Si hasta
ahora no ha habido ninguna m ujer que se haya dis­
tinguido com o gran historiadora, ¿qué m ujer ha teni­
do la erudición necesaria para ello? Si ninguna m ujer
es una gran filóloga, ¿qué m ujer ha estudiado sánscri­
to y eslavo, el gótico de Ulphilas, o el persa del Zen-
davesta? Incluso en los asuntos prácticos, todos sabe­
mos cuál es el valor de la originalidad de los genios
que no han recibido enseñanza alguna: inventan de
nuevo, en form a rudim entaria, algo que ha sido ya
inventado y m ejorado por m uchos inventores sucesi­
vos. Cuando las m ujeres hayan tenido la preparación
que se requiere ahora de todos los varones para ser
eminentemente originales, entonces podrem os em ­
pezar a juzgar por experiencia cuál es su capacidad de
originalidad.
Sin duda ocurre a m enudo que una persona que
no ha estudiado amplia y detalladamente los pensa­
mientos de otros sobre un asunto, tiene, por sagaci­

13. Una de ellas fue Harriet Martineau (1802-1876), quien escri­


bió varios libros sobre economía. La otra podría ser la propia Ha­
rriet Taylor, quien, según testimonio de Mili, colaboró con él en la
composición de los Principios de Economía Política.
162 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JEr

dad natural, una afortunada intuición que dicha per­


sona puede sugerir pero que no puede probar, y q Ue
sin embargo, cuando madura, puede llegar a ser una
im portante contribución al conocim iento. Mas in­
cluso entonces no puede hacérsele justicia a tal intui­
ción hasta que otra persona adecuadamente prepara­
da la tom a en sus manos, la som ete a prueba, le da
una form a científica o práctica, y la pone en el lugar
que le corresponde entre las establecidas verdades de
la filosofía o de la ciencia. ¿Debem os suponer que
esos pensam ientos afortunados no se les ocurren a las
mujeres? No. De hecho, son centenares los pensa­
m ientos de este tipo que se le ocurren a toda mujer
inteligente. Pero se pierden en su mayoría por falta de
un esposo o un amigo que posea ese otro tipo de co­
nocim iento que le capacita para estimarlos adecua­
damente y presentarlos al m undo; e incluso cuando
son así presentados ante el m undo, aparecen como si
fueran sus propias ideas y no las de la verdadera au­
tora. ¿Quién podrá saber cuántos de los pensamien­
tos expuestos por escritores de sexo m asculino fue­
ron sugeridos por una mujer, habiendo sido la sola
labor del hom bre verificarlos y pulirlos? Si se me per­
m ite juzgar guiándom e por m i propio caso, han sido,
ciertam ente, una gran proporción.
Si pasamos ahora de la especulación pura a la lite­
ratura en su sentido más estricto y a las bellas artes,
hay una razón sobrem anera obvia por la que la litera­
tura escrita por m ujeres es, en sus rasgos principales,
una im itación de la de los hom bres. ¿Por qué no es la
TRES 163

literatura rom ana original, com o los críticos han pro­


clamado hasta la saciedad, sino una im itación de la
griega? Sim plem ente porque los griegos vinieron an­
tes. Si las m ujeres vivieran en un país diferente del de
los hom bres, y no hubieran leído nunca los escritos
de éstos, habrían tenido una literatura propia. Lo que de
hecho ocurre es que no han creado una porque ya
se encontraron con otra literatura ya creada y en
estado m uy avanzado. Si no hubiera habido una
suspensión del con ocim ien to de la A ntigüedad, o si
el Renacim iento hubiera tenido lugar antes de que se
construyeran las catedrales góticas, éstas jam ás se ha­
brían construido. Vemos que en Francia y en Italia, la
imitación de la literatura antigua detuvo el desarrollo
de la originalidad, incluso después de que este desa­
rrollo hubiera comenzado. Todas las m ujeres que es­
criben son discípulas de los grandes escritores de sexo
masculino. Las obras primerizas de un pintor, inclu­
so si es un Rafael, no pueden distinguirse, en lo que a
estilo se refiere, de las de su maestro. Ni siquiera M o-
zart m uestra su poderosa originalidad en sus prim e­
ras piezas. Lo que los años hacen en el desarrollo de
un individuo con talento es lo que las generaciones
hacen en el desarrollo de una colectividad. Si la litera­
tura fem enina está destinada a tener un carácter co­
lectivo diferente del de la literatura masculina, según
la diferencia que pueda existir entre las tendencias
naturales de am bos grupos, será necesario que trans­
curra un lapso de tiem po m ucho mayor, antes de que
pueda em anciparse de la influencia de m odelos acep­
164 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

tados y guiarse por sus propios impulsos. Pero si,


com o pienso, resulta que no hay tendencia natural al­
guna que sea com ún a las m ujeres y que distinga su
genio del de los hom bres, cada escritora individual
tendrá, sin embargo, sus propias tendencias persona­
les, las cuales están ahora subyugadas por la influen­
cia del precedente y del ejem plo; y hará falta que pa­
sen todavía más generaciones antes de que su indivi­
dualidad esté lo suficientem ente desarrollada corno
para superar esa influencia.
Es en las Bellas Artes propiam ente dichas donde la
evidencia prim a facie de los inferiores poderes de ori­
ginalidad en las mujeres parece a prim era vista ser
más fuerte; pues la opinión pública, por así decirlo,
no las excluye del ejercicio de esas artes, sino que más
bien las anim a a practicarlas, y su educación, en vez
de dejar de lado este capítulo, pone en él el mayor én­
fasis, sobre todo entre las clases afluentes. Y sin em­
bargo, es en esta línea de trabajo, más que en muchas
otras, donde se han quedado más por debajo de la
m áxim a em inencia alcanzada por los varones. Este
defecto, sin embargo, no necesita más explicación
que el consabido hecho de siempre, más universal­
m ente verdadero en las bellas artes que en cualquier
otra cosa: la vasta superioridad que tienen las perso­
nas profesionales sobre las amateurs. A las mujeres de
las clases educadas se les enseña más o m enos alguna
ram a de las bellas artes, pero no de tal m anera que
puedan ganarse la vida o alcanzar una importante
posición social ejerciéndolas,, Las m ujeres artistas son
tres 165

simplemente am ateur ,& Las excepciones son única­


mente del tipo que confirm a la regla general, A las
mujeres se les enseña m úsica, pero no con el p rop ó­
sito de que sean com positoras, sino únicam ente in ­
térpretes; por consiguiente, sólo com o com positores
son los varones superiores a las mujeres. Entre las b e­
llas artes, la única que en cierta medida las m ujeres si­
guen com o profesión y com o ocupación de toda la
vida es la de actriz teatral; y es un hecho reconocido
que en esto son iguales, si no superiores, a los varo­
nes. Para que la com paración sea justa, ésta debería
hacerse entre lo que producen las mujeres en cual­
quier rama de las artes y lo que producen los h om ­
bres que no tienen las artes com o profesión. En lo re­
ferente a la com posición musical, por ejemplo, las
mujeres han producido obras tan buenas com o las que
se deben a com positores aficionados de sexo m ascu­
lino. Hay ahora unas pocas mujeres, muy pocas, que
practican la pintura com o profesión; y éstas han em ­
pezado a m ostrar tanto talento com o podría esperar­
se. Incluso los pintores de sexo m asculino (y que me
perdone Mr. R uskin14) han sido incapaces de pintar
ninguna figura notable durante estos últim os siglos, y
pasará m ucho tiem po antes de que lo consigan. La
razón por la que los pintores de antaño fueron tan in­
mensamente superiores a los m odernos es que una

14. John Ruskin (1819-1900), artista y crítico de arte cuyos jui­


cios fueron ampliamente aceptados durante las últimas décadas
del siglo xix.
166 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U )ER

clase de hom bres inm ensam ente superior se dedicó


entonces a ese arte. En los siglos x iv y x v , los pinto­
res italianos eran los hom bres más completos de su
tiem po. Los más distinguidos eran hom bres de cono­
cim ientos y poderes enciclopédicos, com o lo fueron
los grandes hom bres de Grecia. Pero en su época, las
bellas artes figuraban, según el sentim iento y la esti­
m ación de los hom bres, entre las grandes cosas en
las que podía destacar un ser hum ano; y ellas podían
hacer de los hom bres lo que sólo la distinción po­
lítica o m ilitar puede hoy hacer de ellos; acompa­
ñantes de los soberanos y personas iguales a las de
m ás alta nobleza. En la edad presente, los hombres
de calibre semejante al de aquéllos, si quieren alcanzar
la fam a y ser útiles al m undo m oderno, encuentran
más im portantes cosas que hacer que pintar. Y sólo
m uy de cuando en cuando acontece que un Reynolds
o un Turner (de cuyo rango entre los hom bres emi­
nentes no pretendo opinar) se dedican a ese arte. La
m úsica pertenece a otro orden de cosas; no requiere
los m ism os poderes m entales de carácter general,
sino que parece depender más de dones naturales; y
puede parecer sorprendente el que no pueda encon­
trarse a ninguna m ujer entre los grandes composito­
res musicales. Mas incluso este poder natural requie­
re estudio y dedicación profesional para que logre
crear grandes obras. Los únicos países que han pro­
ducido com positores de prim era categoría, incluso
dentro del sexo m asculino, han sido Alemania e Italia
—países en los que, tanto en lo referente a la educa­
167

ción especial com o a la general, las m ujeres han per­


manecido por detrás de las m ujeres en Francia e In ­
glaterra, y han sido generalmente (puede decirse esto
sin temor a exagerar) m uy poco instruidas, sin culti­
var apenas ninguna de las altas facultades de la m en ­
te. Y en esos países, los hom bres que conocen los
principios de la com posición musical se cuentan por
cientos -q u izá por más de cientos, probablemente por
miles—, m ientras que las m ujeres no pasan de unas
veintenas. D e m anera que tam bién aquí, si nos guia­
mos por la media, no podem os esperar ver más de
una m ujer em inente por cada cincuenta varones que
lo sean; y las tres últimas centurias no han producido
cincuenta com positores eminentes de sexo m asculi­
no, ni en Alem ania ni en Italia.
Hay otras razones, además de las que hem os dado
aquí, que ayudan a explicar por qué las m ujeres per­
manecen por detrás de los hom bres, incluso en acti­
vidades que están abiertas a am bos sexos. Para em pe­
zar, pocas m ujeres tienen tiem po para dedicarse a
ellas. Esto puede que parezca una paradoja, pero es
un indudable hecho social. El tiem po y los pensa­
mientos de toda m ujer tienen antes que dedicarse a
cosas de orden práctico. Está, en prim er lugar, el cui­
dado de la fam ilia y las tareas domésticas, lo cual ocu ­
pa por lo m enos a una m ujer en cada familia, gene­
ralmente la m ujer en edad m adura y con experiencia
adquirida; ello es siempre así, a m enos que la familia
sea lo suficientem ente rica com o para delegar dichas
tareas en una agente contratada, exponiéndose así a
168 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JER

todo el gasto y malversación inseparables de este


m odo de proceder. La supervisión de un hogar, aun
cuando no resulte laboriosa en otros aspectos, es ex­
trem adam ente onerosa para la m ente; requiere cons­
tante vigilancia, tener ojo para todos los detalles; y ¿
cualquier hora del día presenta problemas previstos e
imprevistos de los que la persona encargada de resol­
verlos no puede nunca liberarse totalm ente. Si una
m ujer pertenece a una clase y está rodeada de unas
circunstancias que en cierto m odo le perm iten estar
libre de estas cuitas, siempre tendrá que ocuparse de
dirigir a la familia entera en lo referente a sus relacio­
nes sociales con los demás, es decir, a lo que suele lla­
marse vida de sociedad; y cuanto m enos se la requie­
ra para realizar aquellas primeras tareas, mayores se­
rán sus obligaciones para con las segundas: cenas,
conciertos, fiestas de noche, visitas matutinas, escri­
bir cartas y todo lo que se relaciona con estas cosas. Y
todo esto, además del absorbente deber que la socie­
dad im pone sobre las mujeres: el de resultar encanta­
doras. Una m ujer inteligente del más alto rango des­
cubre que ya tiene trabajo suficiente en el que em­
plear sus talentos con sólo cultivar la elegancia en sus
modales y en las artes de la conversación. Limitándo­
nos a considerar el asunto en su cara exterior, me
perm ito decir esto: el grande y continuado ejercicio
de pensam iento que todas las m ujeres que dan algu­
na im portancia a vestirse bien (no quiero decir con
vestidos caros, sino con buen gusto y de acuerdo con la
convenance natural o artificial) deben dedicar a sus
TRES 169

propios vestidos y quizá tam bién a los de sus hijas lle­


garía m uy lejos si se empleara en lograr respetables
resultados en arte, en ciencia o en literatura; pero de
hecho absorbe m ucho de su tiem po y de su poder
niental disponibles, y no puede dedicarlos a ninguna
de esas cosas*. Si fuera posible que todo este cúmulo
de pequeños intereses prácticos (que se hacen gran­
des para ellas) les dejara, o bien m ucho tiem po dis­
ponible, o m ucha energía y libertad mental para de­
dicarse al arte o a la especulación, tendrían por fuer­
za una cantidad m ucho más grande de facultades
activas que la gran mayoría cié los varones. Pero no es
esto todo. Aparte de las funciones habituales que ocu­
pan la vida de una m ujer, tam bién se espera que
ponga su tiem po y sus facultades a disposición de
todo el m undo. Aunque un hom bre no tenga una
profesión que le exima de tales demandas, puede, sin

* «Parece ser la misma correcta disposición mental la que capacita


a un hombre para adquirir la verdad, o la idea justa de lo que es
apropiado, tanto en el adorno como en los más estables principios
del arte. Tiene el mismo centro de percepción, aunque es el centro
de un círculo más reducido. Esto puede ilustrarse si nos referimos a
la moda en el vestido, en la cual se permite tener buen o mal gusto.
Las partes que componen el vestido están continuamente cambian­
do de grandes a pequeñas, de cortas a largas; pero la forma general
sigue permaneciendo constante: es un mismo vestido que continúa
relativamente fijo, aunque sobre fundamentos muy frágiles; mas es
en esto en lo que ha de basarse la moda. Quien inventa con mayor
éxito, o se viste con mejor gusto, si hubiera empleado su sagacidad
en propósitos más elevados, habría descubierto que posee igual
destreza o el mismo buen gusto en las más altas empresas del arte».
Sir Joshna Reynolds. Discourses, Disc. vii. [Nota del auto?'.]
170 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M UJER

ofender a nadie, dedicar tiem po a otra ocupación de


su gusto, ocupación que se acepta com o excusa váli­
da para que él no atienda a cada demanda casual que
se le haga. ¿Son las ocupaciones de una mujer, espe­
cialm ente las que ella ha escogido voluntariamente,
consideradas com o algo que puede excusarla de rea­
lizar los que suelen llamarse «requerimientos de la
sociedad»? Rara vez se perm ite una excepción a sus
deberes más necesarios y más característicos de su
sexo. Es preciso que haya una enfermedad en la fami­
lia o algún otro suceso fuera de lo com ún, para que se
le perm ita dar a sus propios asuntos precedencia so­
bre el entretenim iento de los demás. Siempre tiene
que estar al servicio de alguien, generalmente de todo
el m undo. Si tiene un proyecto de estudio o algún pa­
satiempo, debe aprovechar cualquier breve descanso
que la ocasión le presente por casualidad, para dedi­
carse a ellos. Una dama célebre, en una obra que es­
pero se publique algún día, hace con verdad la obser­
vación de que todo lo que una m ujer hace lo hace a
ratos sueltos. ¿Es, entonces, de extrañar si la m ujer no
alcanza el más alto grado de em inencia en cosas que
requieren atención constante y centrar en ellas el in­
terés principal de toda una vida? Tal ocurre con la fi­
losofía, y tal ocurre, sobre todo, con el arte, en el cual,
además de dedicar a él pensam ientos y emociones, se
requiere que tam bién la m ano se m antenga en cons­
tante ejercicio para lograr una alta destreza.
Hay otra consideración que debe añadirse a las an­
teriores. En las varias artes y ocupaciones intelectua­
tres
171

les hay un grado de destreza que es suficiente para


que la persona pueda ganarse la vida ejerciéndolas, y
hay un grado superior del cual dependen las grandes
obras que inm ortalizan el nom bre de su autor. Para
alcanzar el prim er grado hay motivos adecuados en el
caso de todos aquellos que siguen esa ocupación pro­
fesionalmente; el otro grado rara vez se alcanza si no
hay en la persona, o no lo ha habido durante algún
período de su vida, un ardiente deseo de celebridad.
Por lo com ún, ninguna otra cosa es estímulo sufi­
ciente para emprender la larga, paciente y dura tarea
que, incluso en el caso de personas con grandes do­
nes naturales, se requiere absolutamente para alcan­
zar esa gran em inencia de la que ya poseem os esplén­
didos m onum entos del más alto genio. Pues bien, ya
sea debido a una causa natural o artificial, las mujeres
rara vez tienen este deseo de fama. Su am bición está
generalmente confinada a ám bitos más reducidos. La
influencia que desean ejercer es sólo sobre las perso­
nas que las rodean más de cerca. Su deseo es ser acep­
tadas, amadas o admiradas por aquellos a quienes
ven con sus propios ojos; y el grado de com petencia
en el saber, en las artes y en otros campos, que sea su­
ficiente para lograr eso, casi siempre basta para con­
tentarlas. Es éste un rasgo de carácter que no puede
ignorarse cuando tratam os de juzgar a las mujeres tal
y com o de hecho son. Pienso que en m odo alguno es
ésta una característica inherente a las mujeres. Es sólo
el resultado natural de sus circunstancias. En los va­
rones, el deseo de fam a es fomentado por la educa­
172 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M u j e r

ción y por la opinión pública; «despreciar los placeres


y vivir días laboriosos» es parte de las «mentes no­
bles», aunque se hable de ello com o «su última enfer­
m edad»15, y es estimulado por el acceso que la fama
procura a todos los objetos am bicionados, incluso el
favor de las mujeres, m ientras que a las mujeres mis­
mas todos estos objetos les están vedados, y hasta el
propio deseo de fama se considera que es en ellas un
atrevim iento y un rasgo poco femenino. Además,
¿cóm o podría ser que los intereses de una m ujer no
estén concentrados en las impresiones hechas sobre
aquellos que están presentes en su vida diaria, cuan­
do la sociedad ha ordenado que todos sus deberes
han de estar dirigidos a ellos, y ha planeado las cosas
de tal m odo que todas sus com odidades han de de­
pender de ellos? El natural deseo de ser bien conside­
rados por nuestros prójim os es igual de fuerte en una
m ujer que en un hom bre. Pero la sociedad ha organi­
zado las cosas de tal m anera que, en todos los casos
ordinarios, la consideración pública sólo le es asequi­
ble a la m ujer si tiene prim ero la consideración del
m arido o de sus parientes de sexo m asculino; y esta
consideración privada le es negada cuando ella se
hace individualmente prom inente, o se m uestra con
características que no son las de un ser enteramente
dependiente de los hombres. Cualquiera que sea ca­
paz, siquiera en grado m ínim o, de estimar la influen­
cia que tiene en la m ente la entera posición domésti-

15. Citas tomadas del poema de John Milton, Lycidas, 70-72.


ca y social de una persona, y el hábito de toda una
vida, verá fácilm ente en esa influencia una explica­
ción com pleta de casi todas las diferencias obvias en­
tre las m ujeres y los hom bres, incluyendo todas aque­
llas que im plican inferioridad del tipo que sea.
En cuanto a las diferencias morales consideradas
como algo distinto de las intelectuales, la distinción
que com únm ente se hace suele dar ventaja a las m u ­
jeres. Se dice que son m ejores que los hom bres: vano
elogio que tiene que provocar una amarga sonrisa en
toda m ujer de temple, pues no hay otra situación
en la vida en la que el orden establecido mande, com o
cosa natural y apropiada, que los m ejores obedezcan
a los peores. Si ese elogio inútil sirve para algo, es sólo
como una form a de que los hom bres admitan la in ­
fluencia corruptora del poder; pues es ésa, cierta­
mente, la única verdad que el hecho, si es que en rea­
lidad es un hecho, sirve para probar o ilustrar. Y «es
cierto» que la servidumbre, excepto cuando em bru­
tece a la persona, y aunque corrom pa a unos y a
otros, parece que corrom pe m enos a los esclavos que
a los amos. Es más saludable para la naturaleza m oral
el estar som etido, aunque sea por un poder arbitra­
rio, que el ejercer un poder arbitrario sin límites. Se
dice que las m ujeres caen bajo la ley penal con menos
frecuencia; que contribuyen con m uchas menos
ofensas que los hom bres al calendario criminal. No
dudo de que lo m ism o puede decirse, con igual ver­
dad, de los esclavos negros. Quienes están bajo el
control de otros no pueden com eter crímenes con
174 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JER

frecuencia, a m enos que lo hagan bajo el m ando y


para beneficio de sus amos. No puedo pensar en nin­
gún otro ejem plo más claro de la ceguera con que el
m undo, incluyendo el grem io de los hom bres estu­
diosos, ha pasado por alto todas las influencias de las
circunstancias sociales, que su estúpido desprecio
por la naturaleza intelectual de las m ujeres, y sus es­
túpidos panegíricos a su naturaleza m oral.
Ese dicho elogioso sobre la superior bondad moral
de las mujeres puede em parejarse con un m enospre­
cio por su mayor propensión al favoritismo moral. Se
nos dice que las m ujeres no son capaces de resistir sus
partidism os personales; que su ju icio en asuntos se­
rios se ve condicionado por sus simpatías y antipa­
tías. Asumiendo que así sea, todavía queda por pro­
bar que las m ujeres sean erróneam ente llevadas por
sus sentim ientos más a m enudo que los hom bres por
sus intereses personales. La principal diferencia que
se da en este caso es que los hom bres son desviados
de la ruta del deber y del interés público para benefi­
cio de sí m ism os, y las m ujeres (a quienes no se les
perm ite tener sus propios intereses privados), por su
consideración hacia otra persona. Ha de tenerse tam­
bién en cuenta que toda la educación que las mujeres
reciben de la sociedad les inculca el sentim iento de
que sólo los individuos relacionados con ellas son los
únicos a los que ellas deben estar obligadas, los úni­
cos cuyos intereses deben recibir su apoyo. Así, por lo
que respecta a la educación recibida, se las deja total­
m ente al margen hasta de las ideas elementales que se
TRES 175

supone debe poseer todo ser inteligente acerca de in ­


tereses más amplios o de objetos m orales más altos.
Las quejas contra ellas se resuelven, pues, sencilla­
m ente en esto: que cum plen demasiado lealmente el
único deber que se les ha enseñado, y casi el único
que les está perm itido practicar.
Las concesiones de los privilegiados a los no privi­
legiados son tan pocas veces suscitadas por otro m o ­
tivo que no sea el poder de extorsión que poseen és­
tos, que todos los argumentos en contra del privilegio
sexual probablem ente han de ser poco tenidos en
cuenta por la generalidad de las gentes, m ientras pue­
da decirse que las mujeres no se quejan del m ism o.
Este hecho, ciertam ente, perm ite a los hom bres rete­
ner su injusto privilegio por más tiem po, lo cual no
hace que sea m enos injusto. Exactam ente lo m ism o
puede decirse de las m ujeres en el harén de un orien­
tal: no se quejan de que no se les perm ita tener la li­
bertad de las m ujeres europeas. Piensan que nuestras
mujeres son insufriblem ente audaces y poco fem eni­
nas. Incluso es m uy raro que los hom bres se quejen
del orden general de la sociedad; y tal queja sería aún
más rara si no supieran que en otros lugares existe un
orden social diferente. Las mujeres no se quejan de lo
que en general les ha caído en suerte; m ejor dicho, se
quejan, sí, pues los lam entos sobre su triste destino
son m uy com unes en los escritos de las mujeres, y lo
habrían sido todavía más siempre que no se sospe­
chara que n o tenían ningún objetivo práctico. Sus
quejas son com o las que los hom bres pronuncian
176 EL SO M E T IM IE N T O DE LA M u j e r

acerca de las generales insatisfacciones de la vida hu­


m ana; no pretenden im plicar censuras contra nadie
ni prom over cam bio alguno. Pero aunque las muje­
res no se quejan del poder de los m aridos, cada una
se queja de su propio m arido o de los maridos de sus
amigas. Es lo m ism o en todos los demás casos de ser­
vidumbre, al m enos en los com ienzos del movimien­
to de em ancipación. Los siervos no se quejaban al
principio del poder de los am os, sino únicamente de
su tiranía. Los Com unes empezaron por reclamar
unos pocos privilegios municipales; luego pidieron
estar exentos de ser gravados con impuestos sin su
consentim iento; pero en aquel tiem po hubieran esti­
mado sobrem anera presuntuoso reclam ar una parti­
cipación en la soberana autoridad del rey. El caso de
las mujeres es ahora el único caso en el que rebelarse
contra las reglas establecidas es algo que todavía se
m ira con los m ism os ojos con que antes se miraba a
un súbdito que reclam aba el derecho de rebelarse
contra su rey. Una m ujer que se une a cualquier m o­
vim iento que su m arido desaprueba hace de ella mis­
m a una m ártir sin ni siquiera poder ser un apóstol,
pues su m arido puede legalmente poner fin a su
apostolado. No puede esperarse que las mujeres se
dediquen a la em ancipación de las m ujeres hasta que
los hom bres, en núm ero considerable, estén prepara­
dos para unirse a ellas en la empresa.
IV

Queda una cuestión de no menos importancia que las


que ya hemos comentado, que puede ser muy fastidio­
samente preguntada por quienes se oponen a lo aquí
dicho, y cuyas convicciones han sido de algún modo
sacudidas en su punto fundamental. ¿Qué bien ha de
esperarse de los cambios propuestos en nuestras cos­
tumbres e instituciones? ¿Mejoraría la condición de la
humanidad si las mujeres fuesen libres? Si no, ¿para
qué perturbar sus mentes e intentar hacer una revolu­
ción social en nom bre de un derecho abstracto?
Difícilm ente puede esperarse que esta pregunta se
haga con respecto al cam bio propuesto en la condi­
ción de la m ujer dentro del m atrim onio. Los sufri­
mientos, inm oralidades y males de todo tipo produ­
cidos en innumerables casos por la sujeción de mujeres
individuales a hom bres individuales son demasiado
177
178 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M UJER

terribles com o para ser pasados por alto. Las perso­


nas que no piensan o que piensan intencionadamen­
te, contando sólo aquellos casos que son extremos o
que atraen la atención del público, pueden decir que
los males son una excepción; pero nadie puede ser
ciego al hecho de que existen ni a su intensidad. Y es
perfectam ente obvio que el abuso de poder no puede
ser controlado mientras ese poder continúe. Es un
poder que se da o se ofrece, no a hom bres buenos, o
a hom bres decentem ente respetables, sino a todos los
hom bres, tam bién a los más brutales y más crimina­
les. No hay más control que el que pueda proporcio­
nar la opinión pública, y hom bres así no están en ge­
neral al alcance de ninguna opinión que no sea la de
otros hom bres com o ellos. Para que individuos así no
tiranizasen brutalm ente al ser hum ano a quien la ley
obliga a aguantar todo lo que venga de ellos, la socie­
dad tendría que haber alcanzado un estado paradi­
síaco. Ya no habría entonces necesidad de leyes que
pusieran coto a las malvadas tendencias de los hom­
bres. Astrea1 no sólo habría tenido que volver a la tie­
rra, sino que el corazón del hom bre más perverso se
habría convertido en su templo. La ley de la servi­
dum bre en el m atrim onio es una m onstruosa con­
tradicción a todos los principios del m undo moder­
no y a toda la experiencia gracias a la cual esos prin­

1. En la mitología griega, la virgen Astrea es la primera diosa de


la justicia, a quien Zeus transformó en la constelación Virgo
como recompensa a su lealtad.
CUATRO 179

cipios han sido lenta y trabajosam ente elaborados. Es


el único caso, ahora que la esclavitud de los negros ha
sido abolida, en que un ser hum ano en pleno uso
de todas sus facultades es puesto a la tierna merced de
otro ser hum ano, con la esperanza de que este otro
ser utilizará su poder para bien de la persona som eti­
da a él. El m atrim onio es el único tipo de esclavitud
reconocido por nuestras leyes. Ya no hay esclavos le­
gales, excepto toda am a de casa.
No es, por tanto, en esta parte del asunto donde
puede que se hiciera la pregunta cui bono?2. Quizá se
nos diga que el mal superaría al bien, pero la realidad
del bien no admite disputa. Sin embargo, con respecto
a la más amplia cuestión de la abolición de las limita­
ciones de las mujeres, esto es, el reconocimiento de que
son iguales a los hombres en todo lo que se refiere a la
ciudadanía -lib re acceso a todos los empleos honora­
bles, así com o a los medios de preparación y educación
que capacitan para esos empleos—, hay muchas perso­
nas para las que no es suficiente que la desigualdad no
tenga justa o legítima defensa; requieren que se les diga
qué expresa ventaja se obtendría aboliéndola.
A lo cual respondo, en prim er lugar, diciendo que
se obtendría la ventaja de tener la más universal y ex­
tendida relación hum ana regulada por la justicia y no
por la injusticia. Para quien adjunte algún valor m o ­
ral a las palabras, no habrá ejem plo o ilustración que

2. ‘¿Para bien de quién?’ Es decir, ¿qué bien se produciría con la


liberación de la mujer?
180 EL SO M E T IM IE N T O DE LA M U je r

exprese m ejor que el enunciado anterior la enorme


ganancia que ello supondría para la naturaleza hu­
mana. Todas las tendencias egoístas, la autovenera-
ción y la injusta preferencia por uno m ism o que exis­
ten entre el género hum ano tienen su fuente y raíz, y
derivan su principal alimento, de la presente consti­
tución de la relación entre hom bres y mujeres. Pién­
sese lo que es para un chico ir haciéndose hombre en
la creencia de que sin m érito o esfuerzo alguno por su
parte, aunque pueda ser el individuo más frívolo,
vano, ignorante y estólido de toda la especie, por el
m ero hecho de haber nacido varón tiene el derecho
de ser superior a cada una de las personas de toda la
otra mitad de la raza hum ana, incluyendo, probable­
m ente, algunas cuya verdadera superioridad sobre él
ha tenido ocasión de experim entar diariamente y a
todas horas. Y aunque en toda su conducta siga habi­
tualm ente la guía de una mujer, si es un estúpido,
pensará que ella no es ni puede ser igual a él en habi­
lidad y en capacidad de juicio; y si no es un estúpido,
todavía peor: pues verá que ella es superior a él, y se­
guirá creyendo que, a pesar de tal superioridad, él tie­
ne derecho a m andar y ella tiene la obligación de obe­
decer. ¿Cuál será el efecto de esta lección en el carác­
ter del varón? Los hom bres de las clases cultivadas a
m enudo no reparan en cuán profundam ente penetra
en las mentes masculinas. Pues entre las personas de
buenos sentim ientos y buena crianza, la desigualdad
se m antiene en lo posible fuera de su vista; sobre
todo, fuera de la vista de los niños. La m ism a obe­
CUATRO 181

diencia se requiere de los chicos para con su padre


que para con su madre; no se les perm ite que dom i­
nen a sus hermanas, ni están acostumbrados a que
éstas ocupen una posición subalterna con respecto
a ellos, sino al contrario; se hacen prom inentes las
compensaciones que conlleva el sentim iento caballe­
roso, m ientras que la servidumbre que ello acarrea se
deja en un segundo plano. Así, ocurre a m enudo que
los jóvenes bien educados de las clases altas escapan
en sus prim eros años a las malas influencias de la si­
tuación; y sólo las experim entan cuando, llegados a la
mayoría de edad, caen bajo el dom inio de la realidad
tal y com o es. Estas personas no saben muy bien
cuándo surge en un m uchacho que ha sido educado
de otra m anera la noción de su superioridad inhe­
rente con respecto a las chicas; cóm o va creciendo
conforme crece él, y haciéndose más fuerte conform e
él se hace más fuerte; cóm o en la escuela es inoculado
por un alum no en otro alumno; en qué m om ento un
joven se siente superior a su madre teniendo, quizá,
paciencia para con ella, pero no verdadero respeto;
y cuán sublim e y sultanesco sentido de superioridad
experimenta, por encim a de cualquier otra cosa, so­
bre la m ujer a la que honra admitiéndola com o com ­
pañera de su vida. ¿Cóm o imaginar que todo esto no
va a pervertir por com pleto la m anera de ser del
hombre, ya sea com o individuo o com o m iem bro de
la sociedad? Puede establecerse un paralelo exacto
con el sentim iento de un rey hereditario que se con ­
sidera excelente y por encim a de todos los demás por
182 EL S O M E T I M I E N T O D E LA M U }E r

el hecho de haber nacido rey; o, en el caso de un no­


ble, por haber nacido noble. La relación entre marido
y m ujer es muy parecida a la que se da entre el señor
y el vasallo, excepto que la m ujer está som etida a una
obediencia más ilimitada que la del vasallo. C om o­
quiera que el carácter del vasallo haya sido afectado
por su subordinación, ¿a quién se le oculta que el del
señor fue afectado de m anera inm ensam ente peor,
ya porque fuese llevado a creer que sus vasallos eran
realmente superiores a él, o por sentir que estaba en
una posición de m ando sobre personas que eran tan
buenas com o él, sin m érito ni esfuerzo alguno por su
parte, excepto el de haberse tom ado, com o dice Fíga­
ro3, la molestia de nacer? La autoadoración del m o ­
narca o del señor feudal es igualada por la del varón.
Los seres hum anos que se crían desde la infancia en
posesión de distinciones que ellos no han ganado por
su esfuerzo, presumen de ellas com o un pavo real de
sus plumas. Aquellos a quienes sus privilegios obteni­
dos sin m érito inspiran adicional humildad -privile­
gios que estiman desproporcionados- son siempre
los m enos y los m ejores. Los demás están inspirados
por el orgullo, por la peor clase de orgullo, que es el
que se valora a sí m ism o por ventajas accidentales, y
no por sus propios logros; sobre todo, cuando el sen­
tim iento de estar por encim a del otro sexo en su tota­
lidad se com bina con el hecho de poseer autoridad

3. Personaje de Beaumarchais (1732-1799) que aparece en sus


dos piezas teatrales El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro.
1 sobre una persona en particular de dicho sexo. La si­
tuación, que podría ser una escuela de responsable y
afectuosa tolerancia para aquellos cuyos más fuertes
rasgos de carácter son el sentido de responsabilidad
1 y el afecto, es para hom bres de otro estilo una Aca-
í demia o G ym nasium regularmente constituido para
j instruirlos en las mañas de la arrogancia y el avasalla­
miento. Vicios son estos que, si son refrenados en
quienes los practican por la certeza de que encontra­
rán resistencia en el trato con otros hom bres iguales,
estallarán sobre quienes se encuentran en una posi­
ción que les obliga a tolerarlos; y así, ocurre que los
hombres se vengan en su desgraciada esposa para re­
sarcirse de este m odo del control a que deben som e­
terse en su trato con los demás.
El ejem plo proporcionado, y la educación dada a
los sentim ientos al basar los fundam entos de la vida
doméstica en un tipo de relación que contradice los
primeros principios de la justicia social, ha de tener
por fuerza, dada la naturaleza hum ana misma, una
pervertidora influencia de tal calibre, que con nuestra
experiencia actual apenas si podríam os llegar a im a­
ginar el enorm e cam bio a m ejor que tendría lugar si
lo elim ináram os. Todo lo que la educación y la civili­
zación están haciendo para borrar las influencias que
sobre el carácter tiene la ley de la fuerza, reemplazán­
dolas por las de la justicia, perm anecerá en la m era
superficie m ientras la ciudadela del enemigo no sea
atacada directam ente. El principio del m ovim iento
moderno en el orden de la m oral y de la política es
184 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

que la conducta, y sólo la conducta, es lo que da de­


recho a obtener respeto; que no es lo que los hom­
bres son, sino lo que hacen, lo que constituye su re­
clam ación de que se les trate con deferencia; que es
el m érito, y no el nacim iento, lo que da derecho a
reivindicar poder y autoridad. Si no se permitiera
que ninguna autoridad que no fuese de suyo tem­
poral fuera ejercida por un ser hum ano sobre otro,
la sociedad no se dedicaría a edificar con una mano
propensiones que luego tiene que refrenar con la
otra. Por prim era vez en la historia del hom bre so­
bre la tierra, el niño sería verdaderam ente educado
en la dirección en que debería ir; y cuando se hicie­
ra mayor, habría una posibilidad de que no se apar­
tase de ella. Pero m ientras en la entraña m ism a de la
sociedad siga im perando el derecho del más fuerte
sobre el más débil, el intento de hacer que el igual
derecho del débil sea el principio de sus actos exter­
nos será siem pre un em peño cuesta arriba; pues la
ley de la justicia, que es tam bién la del cristianismo,
nunca llegará a apoderarse de los sentim ientos más
íntim os del hom bre, los cuales siem pre estarán ope­
rando contra dicha ley, incluso cuando se sometan a
ella.
El segundo beneficio que ha de esperarse de per­
m itir a las m ujeres el libre uso de sus facultades, de­
jándolas que decidan libremente en qué emplearse y
dándoles acceso al m ism o cam po de ocupación y a
las mismas recompensas e incentivos que a los demás
seres hum anos, sería el de duplicar la masa de facul­
CUATRO 185

tades mentales disponibles para ser empleadas en


distinguido servicio de la humanidad. Allí donde
ahora hay un individuo preparado para beneficiar al
género hum ano y promover la m ejora general ejer­
ciendo com o m aestro de escuela o com o adm inistra­
dor en alguna ram a de los asuntos públicos o socia­
les, existiría la posibilidad de que hubiese dos. La su­
perioridad m ental del tipo que sea está hoy en todas
partes muy por debajo de la demanda; hay una tal de­
ficiencia de personas competentes que hagan bien
cosas que requieran para ser realizadas con éxito un
grado considerable de destreza, que es sobrem anera
seria para el m undo la pérdida de la mitad de la can­
tidad de talento que posee. Es verdad que esta canti­
dad de poder m ental no se ha perdido totalm ente.
Mucho de este poder es empleado - y habría de ser en
cualquier caso em p lead o- en asuntos domésticos y
en las otras pocas ,ocupaciones que les están ahora
permitidas a las mujeres. Y de las restantes, se obtie­
ne indirecto beneficio en m uchos casos particulares a
través de la influencia personal que ejercen mujeres
individuales sobre hom bres individuales. Pero estos
beneficios son parciales; su radio cié influencia es ex­
tremadamente lim itado; y si deben admitirse, por un
lado, com o una deducción de la cantidad de nuevo
poder social que se adquiriría al dar libertad a toda
una m itad de la suma de inteligencia hum ana que
hay en el m undo, debe admitirse tam bién el beneficio
del estímulo que sería dado a la inteligencia de los va­
rones al verse obligados a com petir; o (para usar una
186 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JER

expresión más adecuada) al encontrarse en la necesi­


dad de merecer la precedencia antes de que pudieran
esperar obtenerla.
Este gran increm ento añadido al poder intelectual
de la especie y a la suma total de inteligencia disponi­
ble para la adm inistración de sus asuntos sería obte­
nido, en parte, mediante una m ejor y más completa
educación intelectual de las mujeres, la cual mejora­
ría entonces pa ri passu4 que la de los varones. Las
mujeres en general serían educadas de tal manera que
tendrían igual capacidad que los hom bres de su mis­
m a clase social para entender los negocios, los asun­
tos públicos y las más altas cuestiones de especula­
ción; y las elites de uno y otro sexo que estuviesen
preparadas, no sólo para com prender lo realizado o
pensado por otros, sino para pensar o hacer algo de
im portancia ellas mismas, se encontrarían, ya fuesen
de un sexo o de otro, con las mismas facilidades para
m ejorar y ejercitar sus facultades. De este modo, el
ensancham iento de la esfera de acción de las mujeres
sería para bien, al hacer que su educación ascendiese
al m ism o nivel que la de los hom bres, logrando así
que un sexo participase de todas las m ejoras introdu­
cidas en el otro. Pero independientem ente de esto, el
m ero hecho de derribar la barrera entre am bos ten­
dría en sí m ism o una virtud educativa del máximo
valor. El m ero deshacerse de la idea de que todos los
asuntos más im portantes del pensam iento y de la ac-

4. En latín en el original: ‘a igual paso’.


¡ CUATRO 187
I

ción, todas las cosas que son de interés general y no


¡ sólo de interés privado son cosas de hom bres, de las
cuales las m ujeres han de estar apartadas, ya sea m e­
diante una expresa y total prohibición, o tolerándolas
j fríamente en lo poco que se les permita; la m era con-
i ciencia que una m ujer entonces tendría de ser un ser
humano com o cualquier otro, capacitada para esco­
ger sus fines, atraída o invitada por los m ism os ali­
cientes que los que pueda tener cualquier otra p er­
sona para interesarse en lo que es de interés para los
seres hum anos, con derecho a ejercer su parte de in­
fluencia en todos los asuntos hum anos en los que hay
cabida para una opinión individual, tanto si ella in­
tenta participar directam ente en ellos o no: sólo esto
tendría com o efecto una inm ensa expansión de las
facultades de las m ujeres, así com o un aum ento en el
alcance de sus sentim ientos morales.
Además de aum entar la cantidad de talento dispo­
nible para llevar los asuntos hum anos, la cual, cierta-
{ mente, no es en la actualidad tan abundante com o
I para perm itirnos prescindir de una m itad de lo que la
j naturaleza nos ofrece, la opinión de las mujeres posee-
j ría entonces una influencia, no más grande, sino más
beneficiosa sobre la gran masa de creencia y senti-
j miento hum anos. Digo más beneficiosa y no más
grande, porque la influencia de las m ujeres sobre el
general tono de opinión ha sido siempre, o por lo
menos desde las épocas más antiguas que conoce­
mos, muy considerable. La influencia de las madres
sobre el tem prano carácter de sus hijos y el deseo de
188 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

los hombres jóvenes de ser aceptados por mujeres jó ­


venes han sido en todos los tiem pos de los que tene­
mos noticia agentes im portantes en la form ación del
carácter, y han determinado algunos de los pasos
principales en el progreso de la civilización. Incluso
en la edad hom érica, ociSúc ante las TpcoáSac éXxe-
aircéTiÁouc es un reconocido y poderoso motivo de
acción en el gran H éctor5. La influencia m oral de las
mujeres ha operado de dos maneras. En prim er lu­
gar, ha tenido una influencia suavizadora. Quienes
estaban más expuestas a ser víctim as de la violencia
han tendido naturalm ente a lim itar su esfera lo más
posible y a m itigar sus excesos. Quienes no fueron
educadas para la lucha, se han inclinado natural­
mente a favor de cualquier otro m odo de resolver las
diferencias que no fuera luchar. En general, las que
han sufrido más com o consecuencia de haber dado
el hom bre rienda suelta a su pasión egoísta han sido
las partidarias más enérgicas de toda ley m oral que
ofreciera m edios de poner freno a la pasión. Las mu­
jeres fueron un poderoso agente para inducir a los
conquistadores del norte a adoptar el credo del cris­
tianismo, un credo m ucho más favorable a las m uje­
res que cualquier otro que le había precedido. La
conversión de los anglosajones y de los francos pue­
de decirse que fue iniciada por las esposas de Edel-

5. En La Ilíada, la motivación principal de este héroe homérico


era su preocupación por los sentimientos que las mujeres troya-
nas tenían hacia él (Libro VI, versos 441-443).
CUATRO 189

berto y de Clovis6. La otra m anera en que el efecto de


la opinión de las m ujeres se ha hecho notar ha sido en
el estímulo que han dado a esas cualidades m asculi­
nas que, al no haber sido las mujeres preparadas para
poseerlas, necesitaban que se encontrasen en sus pro­
tectores. El valor y las demás virtudes militares en ge­
neral se han debido siempre, en gran medida, al de­
seo que sintieron los hom bres de ser admirados por
las mujeres; y este estímulo llega m ucho más allá de
lo que se refiere a esta clase de cualidades eminentes,
pues debido a un efecto m uy natural derivado de su
posición, el m ejor pasaporte para lograr la adm ira­
ción y el favor de las m ujeres siempre ha sido que los
hombres tuviesen una alta opinión de ellas. De la
combinación de estas dos clases de influencia así ejer­
cida por las m ujeres surgió el espíritu caballeresco,
cuya peculiaridad consiste en estar dirigido a com bi­
nar el más alto nivel de virtudes guerreras, con el cul­
tivo de una clase de virtudes totalm ente diferentes: la
gentileza, la generosidad y la abnegación en favor de
las clases no militares e indefensas en general, y una
especial sum isión y adoración a las mujeres; éstas
fueron distinguidas de las demás clases indefensas
por las altas recom pensas que podían conceder vo­
luntariamente a quienes se esforzaban por obtener

6. Reyes paganos que se casaron con mujeres cristianas y que lue­


go se convirtieron al cristianismo. Edelberto (h. 552-616) fue rey
de Kent y su consorte se llamó Berta, fallecida hacia el año 612.
Clovis (h. 466-511) fue un rey franco, casado con la que más tar­
de sería canonizada como Santa Clotilde (h. 470-545).
190 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JER

sus favores, en lugar de someterlas por la fuerza. Aun­


que, por desgracia, la práctica caballeresca no llegó a
alcanzar su nivel teórico y se quedó en esto todavía
más corta de lo que generalmente suele quedarse la
teoría de la práctica, queda hoy com o uno de los más
preciosos m onum entos en la historia m oral de nues­
tra especie com o ejem plo señero de un concertado y
organizado intento de una sociedad desorganizada
y confundida en grado sumo, por hacer surgir y lle­
var a la práctica un ideal m uy adelantado a su condi­
ción social y a sus instituciones; y ello, hasta el punto
de haber sido un intento totalm ente frustrado en su
objetivo principal, y, sin embargo, nunca enteramen­
te ineficaz, pues ha dejado una im presión notable y,
por lo general, altamente valiosa en las ideas y senti­
m ientos de todas las épocas subsiguientes.
El ideal caballeresco es el punto culm inante de la
influencia de los sentim ientos de las mujeres en el
cultivo m oral de la humanidad. Y si las mujeres han
de perm anecer en su situación subordinada, sería
muy de lam entar que el estándar caballeresco se des­
vaneciera por com pleto, pues es el único capaz de
m itigar las consecuencias desmoralizadoras de esa
posición. La caballerosidad fue el intento de infundir
elem entos m orales en un estado de la sociedad en el
que, para bien o para mal, todo dependía de la bra­
vura individual, bajo las influencias suavizadoras de
la delicadeza y generosidad individuales. En las socie­
dades m odernas, todas las cosas, incluso los asuntos
militares, se deciden, no por un esfuerzo individual,
|c u a tr° 191
l

: sino por combinadas operaciones de números; pues


la principal ocupación de la sociedad ha cambiado
de la lucha a los negocios, de la vida militar a la vida
industrial. Las exigencias de la vida nueva no son más
exclusivas de las virtudes de la generosidad que las
de la vieja, pero ya no depende enteramente de ellas.
Los fundamentos principales de la moralidad en los
tiempos modernos han de ser la justicia y la pruden­
cia; el respeto de cada uno a los derechos de los de­
más y la habilidad de cada individuo a cuidarse por sí
mismo. La caballerosidad dejó que todas las formas
reinantes de mala conducta quedasen por toda la so­
ciedad sin im pedim ento legal alguno; sólo estim u­
ló a unos pocos a hacer el bien como algo preferible
al mal por la dirección que dio a los instrumentos de
alabanza y admiración. Pero la verdadera dependen­
cia de la moralidad debe estar siempre basada en sus
sanciones penales, en su poder de disuadirnos de ha­
cer el mal. La seguridad de la sociedad no puede des­
cansar únicamente en rendir honor a lo que es justo;
¡ es ésta una motivación bastante débil en todos, ex­
cepto en unos pocos, y totalmente inoperante en la
gran mayoría. La sociedad moderna es capaz de re­
primir el mal en todos los diferentes apartados de la
vida, mediante el adecuado ejercicio de la superior
fuerza que la civilización le ha otorgado, haciendo así
que la existencia de los miembros más débiles de la
í sociedad (que ya no están totalmente indefensos sino
j que se hallan protegidos por la ley) les resulte tolera­
ble, y no tengan que depender de los sentimientos ca-
1
192 E L S O M E T IM IE N T O D E LA MUJH r

ballerescos de aquellos que están en posición de tira­


nizar. Las bellezas y encantos del carácter caballeresco
siguen siendo lo que fueron, pero los derechos del dé­
bil, así como el bienestar general de la vida humana
descansan ahora sobre un soporte mucho más segu­
ro y más firme; o por mejor decirlo, lo hacen así en
todas las relaciones de la vida, excepto en la conyugal.
En la hora presente, la influencia moral de las mu­
jeres no es menos real, pero ya no tiene un carácter
tan marcado y definido; casi ha llegado a formar par­
te de la influencia general de la opinión pública. Me­
diante el proceso de contagiar a otros su compasión,
y por el deseo que tienen los hombres de brillar ante
las mujeres, los sentimientos de éstas tienen un gran
efecto en mantener vivo lo que queda del ideal caba­
lleresco, y en fomentar sentimientos y continuar tra­
diciones de valor y generosidad. En estos aspectos del
carácter, su nivel es más alto que el de los hombres; en
lo tocante a la cualidad de la justicia, es algo inferior
Por lo que se refiere a las relaciones propias de la vida
privada, generalmente puede decirse que su influen­
cia, en conjunto, estimula las virtudes más tiernas y
obstaculiza las más duras, si bien este dictamen ha de
dar cabida a todas las modificaciones que dependen
del carácter individual. En la principal de las grandes
pruebas a las que es sometida la virtud en los asuntos
de la vida, a saber, el conflicto entre el interés [pro­
pio] y los principios [morales], la tendencia de la in­
fluencia femenina es de un carácter muy mezclado.
Cuando los principios [morales] afectados resultan
C U A TRO 193

ser algunos de los muy pocos que el curso de su edu­


cación religiosa o moral ha impreso fuertemente en
ellas, son potentes auxiliares de la virtud; y sus espo­
sos e hijos son a menudo motivados por ellos para
realizar actos de abnegación de los que sin ese estímulo
habrían sido incapaces. Pero con la actual educación
y posición de las mujeres, los principios morales que
han sido impresos en ellas sólo cubren una parte re­
lativamente pequeña del ámbito de la virtud, y son,
además, principalmente negativos; prohíben actos en
particular, pero tienen poco que ver con la dirección
general de pensamientos y propósitos. Siento tener
que decir que el interés altruista en la dirección gene­
ral de la vida, es decir, la dedicación de energías a
propósitos que no encierran una promesa de mejora
privada para la familia, es algo que muy pocas veces
es animado o estimulado por influencia de las m uje­
res. Merecen ser de algún modo censuradas por no
apoyar objetivos de los que no han aprendido a ver
sus ventajas, y que apartan a sus hombres de ellas y de
los intereses de la familia. Pero la consecuencia de esto
es que la influencia de las mujeres es a menudo desfa­
vorable a la virtud pública.
Sin embargo, las mujeres van teniendo alguna in­
fluencia en lo que se refiere a dar el tono a las morali­
dades públicas, desde que su esfera de acción se ha
ensanchado un poco y desde que un número consi­
derable de ellas se ha ocupado de una manera prácti­
ca en promover objetivos más allá de la propia fami­
lia y de los intereses del hogar. La influencia de las
194 EL SO M E T IM IE N T O DE LA M U [ER

mujeres cuenta considerablemente en dos de las ca­


racterísticas más notables de la vida europea moder­
na: su aversión a la guerra y su dedicación a la filan­
tropía. Ambas características son excelentes; pero
por desgracia, si la influencia de las mujeres es valio­
sa en cuanto que da estímulo a estos sentimientos en
general, en las aplicaciones particulares la dirección
que da a esos sentimientos es a menudo tan dañina
corno útil. Más particularmente, en el campo de la fi­
lantropía, donde las áreas principalmente cultivadas
por las mujeres son el proselitismo religioso y la cari­
dad. «Proselitismo religioso» en el propio país, no es
sino otra forma de decir «radicalización de animosi­
dades religiosas»; fuera del propio país, es normal­
mente un ciego correr tras un objetivo, sin saber o sin
prestar atención a los fatales daños -fatales para el
objetivo religioso mismo, así como para otros objeti­
vos deseables- que pueden producirse por culpa de
los medios empleados. En cuanto a la caridad, es ésta
una materia en la que el efecto inmediato sobre las
personas directamente afectadas, y la consecuencia
última que tiene para el interés general, son suscepti­
bles de estar entre sí en guerra abierta. Pues la educa­
ción que se les da a las mujeres (una educación de los
sentimientos, más que del entendimiento), y el hábi­
to que se les ha inculcado durante toda la vida y que
consiste en fijarse en los efectos inmediatos sobre
personas particulares, y no en los efectos remotos so­
bre clases de personas, las hacen incapaces de ver y
reacias a admitir la tendencia en último término per­
C U A TRO 195

niciosa de cualquier forma de caridad o filantropía


que se encomiende a sus sentimientos compasivos.
La grande y creciente masa de ignorante y miope be­
nevolencia que al arrebatar de las manos de las gentes
el cuidado de sus propias vidas, y al excusarlas de las
desagradables consecuencias de sus propios actos, so­
cava los fundamentos del autorrespeto, la autoayuda
y el autocontrol, que son condiciones esenciales de la
prosperidad individual y de la virtud social; este des­
perdicio de recursos y de sentimientos benevolentes
que produce mal en lugar de bien aumenta conside­
rablemente como consecuencia de las contribuciones
de las mujeres y es estimulado por su influencia. No
es éste un error que las mujeres sean susceptibles de
cometer allí donde tienen realmente el control de los
instrumentos de beneficencia. Ocurre algunas veces
que las mujeres que administran las obras públicas de
caridad -c o n su visión de los hechos presentes y, en
especial, con su capacidad de entrar en las almas y
sentimientos de aquellos con quienes están en con­
tacto inmediato, cosa en la que generalmente las m u­
jeres superan a los hombres—reconocen de la mane­
ra más clara la influencia desmoralizadora que tienen
las limosnas dadas o la ayuda prestada, y podrían dar
lecciones sobre el asunto a muchos economistas polí­
ticos de sexo masculino. Pero las mujeres que se limi­
tan a dar su dinero y que no tienen la oportunidad de
ver cara a cara los efectos que ello produce, ¿cómo
podrían preverlos? Una mujer que nace para unirse a
lo que son generalmente las mujeres en el presente,
196 EL SO M E T IM IE N T O B E L a M U JE R

¿cómo podrá apreciar el valor de depender de sí mis­


ma? Ella no es autodependiente; no se le ha enseñado
qué es la auto dependencia; su destino es recibir todo
de los demás; por lo tanto, si este arreglo le resulta a
ella suficientemente aceptable, ¿por qué va a ser malo
para los pobres? Las nociones del bien a las que la
mujer está acostumbrada son las que ven a éste com o
bendiciones provenientes de un ser superior. Olvida
que ella no es libre y que los pobres lo son; que si se
les da lo que necesitan sin que ellos lo ganen, no pue­
de obligárseles a ganarlo; que no puede ser que todo
el mundo sea cuidado por todo el mundo, sino que
tiene que haber algún motivo que induzca a las per­
sonas a cuidarse por sí mismas; y que ayudarlas a
ayudarse por sí mismas, si son físicamente capaces de
ello, es la única obra de caridad que a fin de cuentas
resulta ser verdaderamente caritativa.
Estas consideraciones muestran con cuánta utili­
dad la parte que las mujeres tienen en la formación
de la opinión general sería mejorada mediante esa
más amplia instrucción y ese trato práctico con las
cosas en las que influyen sus opiniones, que necesa­
riamente surgirían de su emancipación social y polí­
tica. Pero la m ejora que se conseguiría como resulta­
do de la influencia ejercida por ella en sus respectivas
familias sería aún más notable.
A menudo se ha dicho que en las clases sociales
más expuestas a la tentación, la esposa y los hijos de
un hombre tienden a hacerlo honesto y respetable,
tanto por la influencia ejercida directamente por su
CUATRO 197

mujer, como por la preocupación que él siente por el


futuro bienestar de sus hijos. Puede que esto sea así, y
sin duda lo es frecuentemente con quienes son más
débiles y malvados. Y esta influencia beneficiosa sería
preservada y reforzada bajo leyes igualitarias; pues no
depende del espíritu de servidumbre de la mujer,
sino que, muy al contrario, es disminuida por la falta
de respeto que las clases inferiores de hombres sien­
ten siempre en el fondo de su alma hacia aquellas
personas que están sujetas a su poder. Pero conforme
vamos ascendiendo en la escala, encontramos una se­
rie de fuerzas motivadoras completamente diferen­
tes. La influencia de la esposa tiende en lo posible a
impedir que el marido caiga por debajo del estándar
de aprobación del país. Y tiende con igual fuerza a
impedirle que ascienda por encima de él. La mujer es
el instrumento auxiliar de la opinión pública común.
Un hom bre que se casa con una m ujer inferior a él
en inteligencia, encuentra en ella un perpetuo peso
muerto o, peor que un peso muerto, una resistencia a
su avance siempre que aspire a ser m ejor de lo que la
opinión pública requiere que sea. Resulta casi im po­
sible que un hombre limitado de esta manera logre
alcanzar virtudes excelentes. Si su opinión difiere de
la opinión de la masa; si ve verdades que las masas no
han vislumbrado todavía, o si, sintiendo en el fondo
de su corazón verdades que las masas sólo han reco­
nocido nominalmente, le gustaría actuar de acuerdo
con esas verdades de manera más concienzuda y es­
crupulosa que la generalidad del género humano.
198 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U )ER

Para todos los deseos y aspiraciones de este tipo, el


matrimonio es uno de los mayores impedimentos, a
no ser que el varón haya tenido la fortuna de casarse
con una mujer mucho más superior al nivel común
de lo que él mismo es.
Porque, en primer lugar, siempre se requiere algún
sacrificio personal, ya sea de significación social o de
consecuencias pecuniarias; quizá, incluso, hasta im­
plique riesgo de perder los medios de subsistencia.
Tal vez el varón esté dispuesto a afrontar estos sacrifi­
cios y riesgos por sí mismo; pero se abstendrá de ha­
cerlo antes de imponer esa carga sobre su familia. Y
en este caso, su familia significa su mujer y sus hijas;
pues el varón siempre tendrá la esperanza de que sus
hijos varones sientan como siente él; y que los sacrifi­
cios que él tenga que sobrellevar, también los sobre­
llevarán ellos gustosamente en la lucha por la misma
causa. Pero la situación con sus hijas es diferente:
puede que el matrimonio de éstas dependa de ello. Y
su mujer, que es incapaz de participar o de entender
los objetivos por los cuales se hacen esos sacrificios;
que si pensara que merecían sacrificio lo haría sola­
mente por fe en el marido y para procurar su bien;
que no puede participar del entusiasmo ni del orgu­
llo que él pueda sentir, al tiempo que las cosas que él
está dispuesto a sacrificar son completamente por
ella, ¿no haría que el marido m ejor y más desintere­
sado dudara antes de hacerla sufrir tales consecuen­
cias? Aunque no fueran las comodidades de la vida,
sino solamente la consideración social lo que se estu­
CU ATRO 199

viera arriesgando, la carga sobre la conciencia y los


sentimientos del marido seguiría siendo muy severa.
Cualquier hombre que tenga esposa e hijos «ha dado
rehenes a Mrs. Grundy»7. La aprobación de esa pode­
rosa mujer puede que a él le resulte indiferente; pero
es de gran importancia para su esposa. Puede que el
marido esté por encima de la opinión pública, o que
encuentre suficiente compensación al contar con la
opinión de quienes piensan como él. Pero el esposo
no puede ofrecer compensación a las mujeres que es­
tán relacionadas con él. La casi invariable tendencia
de la esposa a compartir los mismos criterios im ­
puestos por la sociedad es algo que a veces, con gran
injusticia, se les reprocha a las mujeres y es considera­
do como un síntoma de debilidad e inmadurez por
su parte. En las clases acomodadas, la sociedad hace
que la vida entera de una mujer sea un continuo sa­
crificio. Exige de ella que reprima constantemente to­
das sus inclinaciones naturales, y lo único que le da
como recompensa, por lo que frecuentemente mere­
ce el nombre de martirio, es «consideración». Esta
consideración va inseparablemente unida a la del m a­
rido; y después de pagar con creces para conseguirla,

7. Protagonista del dram a Speed the Plough, de T hom as M orton


(1764-1838). M rs. G rundy es una m ujer dom inadora y pedante,
con ideas tradicionales sobre m oral y costum bres. «D ar rehenes a
Mrs. Grundy» es una frase hecha que se utilizaba en época de M ili
para expresar la situación de inferioridad en que se encuentra una
persona que da m otivos para sufrir las represalias impuestas por
la sociedad establecida.
200 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JE R

la mujer descubre que puede perderla por razones


que, según lo que ella siente, nada tienen que ver. Ha
sacrificado toda su vida por lograrla, pero su marido
no sacrificará ni siquiera el menor capricho, extrava­
gancia o excentricidad: alguna cosa no reconocida
por el mundo, que tanto el mundo como la esposa
estarán de acuerdo en tildar de locura, ¡si no de algo
peor! El dilema adquiere su máxima dureza cuando
se refiere a la muy meritoria clase de hombres que,
sin poseer talentos que les capaciten para hacerse un
nombre entre aquéllos con cuya opinión coinciden,
mantienen dicha opinión por convicción y se sienten
en honor y conciencia obligados a defenderla profe­
sándola públicamente; y dan todo su tiempo, trabajo,
y medios de subsistencia en apoyo de cualquier cosa
que la favorezca. El peor caso de todos es aquel en que
esos hombres no tienen un rango o posición que, de
suyo, les dé acceso o les excluya de la que es conside­
rada como m ejor sociedad, y su admisión en ella de­
penda sobre todo de lo que se piense de ellos perso­
nalmente. En casos así, aunque la crianza y los hábi­
tos de estos hombres no tuvieran nada de rechazable,
el hecho de identificarse con opiniones y modos de
conducta pública inaceptables para los que dan el
tono a la sociedad, daría lugar a su total exclusión.
Muchas mujeres se jactan (erróneamente nueve de
cada diez veces) de que nada les impide a ella y a su
marido tratar con la alta sociedad de su vecindario
—sociedad en la que otros que ella conoce bien y que
llevan la misma clase de vida participan libremente-,
C UA TRO 201

excepto que su marido es, por desgracia, un disiden­


te, o tiene la reputación de participar en politiquerías
de signo radical. Eso es lo que, según ella, le impide a
George obtener una comisión o un puesto, a Caroli-
ne conseguir un buen partido, y a ella y a su marido
recibir invitaciones, quizá también honores, a los
que, por lo que ella puede ver, tienen igual derecho que
algunos. Con una influencia así en cada hogar, ya sea
ejercida directamente o actuando con igual poder sin
ser positivamente afirmada, ¿será de extrañar que la
gente en general siga manteniéndose en ese mediocre
nivel de respetabilidad que se está convirtiendo en
característica sobresaliente de los tiempos modernos?
Elay otro aspecto sobremanera ofensivo en el efec­
to no directamente de las limitaciones de las mujeres,
sino de la ancha línea de separación que esas limita­
ciones crean entre la educación y el carácter de una
mujer y los de un. hombre, que requiere considera­
ción: nada puede ser más desfavorable para esa unión
de pensamientos e inclinaciones que es el ideal de la
vida de un matrimonio. Una íntima asociación entre
dos personas que son radicalmente diferentes es un
sueño imposible. Puede que la disimilitud atraiga,
pero es la semejanza lo que retiene; y es en propor­
ción a esa semejanza como los individuos pueden
proporcionarse m utuamente una vida feliz. M ien­
tras las mujeres sigan siendo tan diferentes a los
hombres, no será de extrañar que hombres que so­
lamente piensan en sí mismos sientan la necesidad de
tener el poder arbitrario en sus manos, para así dete­
202 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

ner in lim ine 8, mediante el procedimiento de decidir


cada cuestión según sus propias preferencias, un vita­
licio conflicto de inclinaciones. Cuando la gente es di­
ferente en extremo, no puede haber una verdadera
identidad de intereses. Muy frecuentemente ocurre
que hay una reconocida diferencia de opinión entre
personas casadas, acerca de los puntos más importan­
tes de su deber. ¿Hay realmente una verdadera unión
matrimonial cuando esto tiene lugar? Y, sin embargo,
no es infrecuente en ninguna parte cuando la mujer
posee resolución de carácter; y es éste un caso muy co­
mún en los países católicos, en los cuales se ve apoyada
en su disidencia por la única otra autoridad a quien se
le ha enseñado a obedecer: el cura.
Con el acostumbrado descaro de quien sin disputa
tiene el poder, la influencia de los curas sobre las mu­
jeres es atacada por escritores protestantes y liberales,
no por ser mala en sí misma, sino porque constituye
una autoridad rival a la del marido y da lugar a una
rebelión contra la infalibilidad de éste. En Inglaterra,
existen a veces conflictos semejantes cuando una es­
posa evangelista se une a un marido de confesión di­
ferente; pero, en general, es posible deshacerse de esta
disensión reduciendo las mentes de las mujeres a una
tal nulidad que no tengan más opiniones que las de
Mrs. Grundy9, o las que el marido las mande tener.
Cuando no hay diferencias de opinión, meras dife-

8. ‘Desde el principio’.
9. Véase nota 7, p. 199.
CUA TRO 203

rendas de gusto pueden ser suficientes para erosionar


en gran medida la felicidad de la vida matrimonial. Y
aunque pueda estimular las propensiones amatorias
de los varones, no conduce a la felicidad del matrimo­
nio el exagerar mediante diferencias de educación las
diferencias de nacimiento que ya puedan existir entre
los sexos. Si el marido y la mujer son personas bien
criadas que saben comportarse, se tolerarán mutua­
mente sus gustos respectivos; ¿pero es esa mutua tole­
rancia lo que se busca cuando la gente entra en el esta­
do de matrimonio? Estas diferencias de inclinación ha­
rán que de manera natural sus deseos sean diferentes,
o reprimidos por afecto o por un sentido del deber, en
casi todas las cuestiones domésticas que surjan. ¡Qué
diferencia no habrá en lo que se refiere a los círculos
sociales que marido y mujer quieran frecuentar! Cada
uno deseará la compañía de gente que comparta sus
gustos; y las personas que resulten agradables al espo­
so le serán indiferentes o positivamente desagradables
a la esposa; y sin embargo, ambos tendrán que recibir
las mismas visitas, pues ahora las personas casadas no
viven en partes separadas de la casa ni tienen listas de
visitantes totalmente diferentes, como ocurría en el
reinado de Luis XV. Tampoco podrán evitar tener de­
seos diferentes en lo que se refiere a la educación de los
hijos: cada uno deseará ver reproducidos en ellos sus
propios gustos y sentimientos. Y, o bien se llegará a un
compromiso en el que cada cónyuge quede solamente
satisfecho a medias, o la esposa tendrá que ceder, a me­
nudo con amargo sufrimiento; y con intención o sin
204 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

ella, su oculta influencia continuará oponiéndose a


los propósitos del marido.
Sería, desde luego, extremadamente erróneo supo­
ner que estas diferencias de sentimiento e inclinación
existen solamente porque las mujeres son criadas de
modo diferente al de los hombres, y que no habría di­
ferencias de gusto bajo cualesquiera otras imagina­
bles circunstancias. Pero no hay nada exagerado en
afirmar que las diferencias de crianza agravan in­
mensamente las diferencias naturales y las hacen total­
mente inevitables. Mientras las mujeres sigan criándo­
se tal y como ahora, rara vez coincidirá verdaderamen­
te un hombre con una mujer en los gustos y deseos de
la vida cotidiana. Tendrán que renunciar a ello como
algo inalcanzable y abandonar todo intento por con­
seguir en la intimidad de su vida diaria ese ídem velle,
Ídem nolle 10 que es el reconocido vínculo de toda ver­
dadera asociación; o si el hombre consigue obtenerlo,
será porque ha escogido a una mujer que es una nu­
lidad tan completa que no tiene en absoluto ni un ve­
lle ni un nolle, y está dispuesta a conformarse con
cualquier cosa que le digan. Incluso este cálculo pue­
de que falle; pues la incapacidad y la falta de espíritu
no siempre son garantía de la sumisión que con tan­
ta confianza se espera de ellas. Y si lo fueran, ¿es éste
el ideal del matrimonio? ¿Qué es, en un caso así, lo
que el hombre consigue? ¿Una sirvienta distinguida,
una enfermera o una amante?

10. ‘Q uerer lo m ism o y no querer lo m ism o’.


CU A TRO 205

Por el contrario, cuando cada una de las dos per­


sonas, en lugar de ser una nulidad, es un algo; cuan­
do las dos se sienten vinculadas la una a la otra y no
son en un principio muy desiguales, la participación
constante en las mismas cosas, asistida por una m u­
tua simpatía, hace que surja de cada una su latente
capacidad de interesarse en cosas que al principio
sólo interesaban a la otra. Y de este modo se consigue
una asimilación de gustos y de modos de ser, en par­
te como resultado del cambio que imperceptible­
mente se va operando en las dos, pero sobre todo por
un verdadero enriquecimiento de ambas naturalezas,
cada una adquiriendo gustos y capacidades de la otra,
además de las suyas. Esto ocurre a menudo entre dos
amigos del mismo sexo que mantienen una relación
muy frecuente en la vida diaria; y sería también co­
mún, si no lo más común, en el matrimonio, si no
fuera por la educación totalmente diferente recibida
por los miembros de uno y otro sexo, lo cual hace casi
imposible que se forme una verdadera unión bien
consolidada. Si se remediase esto, cualesquiera que
pudieran seguir siendo las diferencias de gusto, ha­
bría por lo menos, como regla general, una completa
unidad y unanimidad en lo referente a los grandes
objetivos de la vida. Cuando las dos personas se pre­
ocupan por los mismos grandes objetivos y se ayu­
dan y animan mutuamente en cualquier cosa que
vaya dirigida a lograrlos, los asuntos menores en los
que puedan diferir sus gustos no son tan importantes
para ellos; y hay, así, fundamento para una amistad
206 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

sólida de carácter duradero, que hace que, más que


cualquier otra cosa durante toda la vida, el mayor
placer de cada uno provenga de dar placer al otro y
no de recibirlo.
He considerado hasta ahora los [malos] efectos so­
bre los placeres y beneficios de la unión matrimonial,
que dependen de la mera desemejanza entre la espo­
sa y el marido; pero esta tendencia perniciosa se agra­
va prodigiosamente cuando se trata de una deseme­
janza de inferioridad. La mera desemejanza, cuando
significa solamente una diferencia de buenas cualida­
des, puede ser más un beneficio para la mejora mu­
tua que una inconveniencia para la comodidad.
Cuando cada uno imita, desea y trata de adquirir las
virtudes particulares del otro, la diferencia no produ­
ce una diversidad de interés, sino una creciente iden­
tidad del mismo, y hace que cada uno tenga todavía
más valor para el otro. Pero cuando uno de los cón­
yuges es con mucho el inferior de los dos, tanto en
habilidad mental como en enseñanza recibida, y no
está intentando de una manera activa, por estímulo
del otro, ascender al nivel de éste, toda la influencia
que pueda venir de la conexión con el desarrollo del
superior se deteriora; y ello es todavía más así en un
matrimonio siquiera tolerablemente feliz, que en
otro que sea infeliz. No es con impunidad como el
superior en intelecto se encierra con un inferior y lo
escoge como su único acompañante íntimo. Cual­
quier asociación que no mejora, se deteriora; y ello es
más así cuanto más cercana e íntima es la asociación.
CUATRO 207

Incluso un hombre realmente superior empieza casi


siempre a deteriorarse cuando de manera habitual es
(según el dicho) «el rey de su acompañamiento»; y
siempre lo es con su acompañante más habitual el
marido que tiene una esposa inferior a él. Mientras
por una parte la satisfacción de sus deseos está ince­
santemente atendida, por otra absorbe sin darse
cuenta los modos de sentir y de ver las cosas que per­
tenecen a una mente más vulgar o más limitada que
la suya. Este mal difiere de muchos de los que hasta
aquí se han tratado, por ser un mal creciente. La aso­
ciación de hombres con mujeres en la vida diaria es
ahora mucho más próxima y completa de lo que ja ­
más lo fue en el pasado. La vida de los hombres es
más doméstica. Anteriormente, sus placeres y las
ocupaciones escogidas por ellos eran entre hombres y
en compañía de hombres; sus esposas sólo poseían
un fragmento de sus vidas. En el presente, el progre­
so de la civilización y el hecho de que la opinión pú­
blica se ha vuelto contra las diversiones violentas y la
juerga excesiva que antes ocupaban a la mayoría de
los hombres en sus horas de relajación —junto con el
mejorado tono del sentimiento moderno, hemos de
añadir, respecto a la reciprocidad de deberes que
obliga al marido para con su mujer—, ha hecho que el
hombre haya ido quedándose más en su casa y entre
los suyos, buscando allí sus placeres personales y so­
ciales; mientras, la clase y el grado de mejora que ha
tenido lugar en la educación de las mujeres ha capa­
citado a éstas en cierta medida para ser sus compañe­
208 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

ras en ideas y gustos mentales, dejándolas al mismo


tiempo en una clara situación de inferioridad respec­
to al marido. Este deseo de comunión mental es así
satisfecho de manera general por un tipo de comu­
nión del que el hombre no aprende nada. De tal
modo que esta compañía sin prospectos de mejora y
de estímulo es sustituida (cosa que el varón podría en
cualquier caso haberse visto obligado a buscar) por la
asociación con sus iguales y con sus compañeros de
alta empresa. De acuerdo con esto, vemos que hom ­
bres jóvenes de la mayor promesa, generalmente de­
jan de mejorar en cuanto se casan; y al no mejorar,
degeneran inevitablemente. Si la esposa no empuja al
marido hacia delante, está de hecho sujetándolo para
que no avance. Y así, el marido deja de preocuparse
por aquellas cosas de las que la mujer no se preocupa;
ya no tiene deseos, y termina por detestar y evitar la
compañía de las personas que compartían sus ante­
riores aspiraciones y que ahora lo censurarían por
haberlas traicionado; sus facultades mentales y emo­
cionales dejan de ser estimuladas para la acción. Y
este cambio, al coincidir con sus nuevos intereses
egoístas que son creados por la familia, hace que en
unos pocos años no difieran en lo sustancial de aque­
llos que jamás desearon alcanzar otra cosa que las co­
munes vanidades de la vida y los comunes objetivos
pecuniarios.
No voy a intentar describir aquí qué clase de ma­
trimonio tendría lugar en el caso de dos personas cul­
tivadas, de idénticas opiniones y propósitos, entre
CUA TRO 209

quienes existiera el m ejor tipo de igualdad, similitud


de poderes y capacidades, con superioridad recíproca
entre ambas, de manera que cada una de ellas pudie­
ra disfrutar el lujo de guiarse por la otra y ser dirigida
en el camino de la m ejora y el desarrollo. Para aque­
llos que puedan concebirlo, no necesito hacerlo; para
quienes no puedan, parecería que es el sueño de un
entusiasta. Pero yo mantengo, con la más profunda
convicción, que éste y sólo éste es el ideal del m atri­
monio; y que todas las opiniones, costumbres e insti­
tuciones que favorezcan cualquier otra noción del
mismo, o desvíen en otra dirección las concepciones
y aspiraciones conectadas con dicho ideal, serán reli­
quias de la barbarie primitiva, cualesquiera que sean
las pretensiones con las que se quiera colorearlas. La
regeneración moral del género humano sólo tendrá
su verdadero comienzo cuando la más fundamental de
las relaciones sociales sea puesta bajo la regla de la jus­
ticia igualitaria, y cuando los seres humanos aprendan
a cultivar su simpatía más fuerte para con un igual en
derechos y en educación.
Hasta ahora, los beneficios que parece que el m un­
do ganaría dejando de hacer que el sexo fuera una
descalificación para obtener privilegios y un emble­
ma de sujeción son de carácter social más que indivi­
dual; y consisten en un aumento del fondo general de
pensamiento y de poder activo, y en una mejora de
las condiciones generales de asociación entre hom ­
bres y mujeres. Pero sería pecar de excesiva modestia
omitir el mayor beneficio que se derivaría de ello: la
210 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

indecible ganancia en felicidad privada para la mitad


liberada de la especie humana; la diferencia que expe­
rimentarían las mujeres entre una vida de sujeción a
la voluntad de otros, y una vida de racional libertad.
Después de las básicas necesidades de alimento y ves­
tido, la libertad es la primera y más fuerte necesidad
de la naturaleza humana. Cuando los seres humanos
carecen de leyes, su deseo es una libertad sin ley.
Cuando han logrado entender el significado del deber
y el valor de la razón, se inclinan más y más a ser guia­
dos y restringidos por ambos principios en el ejerci­
cio de su libertad. Mas ello no significa que estén dis­
puestos a aceptar la voluntad de otra gente como si
dicha voluntad fuera la representante e intérprete de
esos principios dirigentes. Por el contrario, aquellas
comunidades en las que la razón ha sido más culti­
vada, y en las cuales la idea de deber social ha sido
más poderosa, son las que con mayor fuerza han
afirmado la libertad de acción del individuo —la li­
bertad que cada uno tiene de gobernar su conducta
guiándose por su personal sentido del deber y por
aquellas leyes y restricciones sociales que su con­
ciencia pueda aprobar.
Quien aprecie en su justa medida el valor de la in­
dependencia personal como un elemento de felicidad
debería tener en cuenta el valor que él mismo pone
en dicha independencia como ingrediente de su pro­
pia felicidad. No hay mayor diferencia habitual de
juicio, tratándose de la cuestión de que se trate, que la
que se da entre un hombre juzgando por sí mismo, y
CU A TRO 211

ese mismo hombre juzgando por otra gente. Cuando


oye a otros quejarse de que no se les permite libertad
de acción, es decir, que su voluntad no tiene suficien­
te influencia en la regulación de sus propios asuntos,
su inclinación es preguntarles: ¿cuáles son vuestros
motivos de queja? ¿Qué daño se os ha hecho positi­
vamente? ¿En qué sentido pueden decir que sus inte­
reses han sido mal administrados? Y si al responder a
estas preguntas no consiguen presentarle un caso su­
ficientemente convincente, hace oídos sordos y con­
sidera su queja como una mera quisquillosidad de
gentes que no se encuentran satisfechas con nada ra­
zonable. Pero sus criterios para juzgar son muy dife­
rentes cuando es él quien decide por sí mismo. En­
tonces, incluso la más irreprochable administración
de sus bienes realizada por un tutor con autoridad
sobre él no satisfará sus sentimientos; el haber sido
excluido personalmente del proceso decisorio será su
mayor motivo de queja, y hará que hasta resulte su-
perfluo entrar en el asunto de la mala administra­
ción. Lo m ism o ocurre con las naciones. ¿Qué ciu­
dadano de un país libre prestaría atención a ofertas
de buena y altamente sofisticada administración, a
cambio de renunciar a su libertad? Incluso si pudiera
creer que una buena y altamente sofisticada adminis­
tración puede existir entre gentes gobernadas por
una voluntad que no es la suya, ¿no sería la concien­
cia de que ellas son dueñas de dirigir su destino bajo
su propia responsabilidad una compensación para
sus sentimientos de pesar por la gran rudeza e imper­
212 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

fección que pudiera darse en los detalles de los asun­


tos públicos? Pues bien, puede este hombre estar se­
guro de que sus sentimientos en este punto también
los tienen las mujeres en grado exactamente igual.
Todo lo que se ha dicho o escrito desde tiempos de
Herodoto hasta el presente acerca de la ennoblecedo-
ra influencia del gobierno libre, del nervio e impulso
que da a todas las facultades, de la mayor magnitud y
dignidad de los objetivos que presenta a la inteligen­
cia y a los sentimientos, del más generoso espíritu
público que produce, de las más reposadas y amplias
visiones acerca del poder que engendra, y de la plata­
forma generalmente más sublime sobre la que eleva
al individuo como ser moral, espiritual y social, pue­
de decirse con igual verdad de los hombres que de las
mujeres. ¿No son estas cosas una parte importante de
la felicidad individual? Que cualquier hombre re­
cuerde lo que él sentía cuando estaba saliendo de la
adolescencia -d el tutelaje de sus amados y cariñosos
mayores-, para entrar en las responsabilidades de la
edad adulta. ¿No era como el efecto físico de quitarse
un peso de encima, o de ir librándose de ataduras
obstructivas, aunque no fueran de otro modo dolo-
rosas? ¿No iba sintiéndose dos veces más vivo, dos ve­
ces más ser humano que antes? ¿Es que imagina que
las mujeres no tienen ninguno de esos sentimientos?
Pero es un hecho sorprendente que las satisfacciones
y mortificaciones del orgullo personal son totalmen­
te reconocidas por la mayoría de los varones cuando
se trata de casos que les afectan a ellos mismos, pero
CU A TRO 213

se les da menos crédito en el caso de otra gente, y se


les presta menos atención que a cualesquiera otros
sentimientos humanos naturales, como fundamento
o justificación de la conducta. Quizá sea ello así por­
que, en su propio caso, los varones los adornan dán­
doles el nombre de tantas otras cualidades, que ape­
nas son conscientes de la poderosa influencia que
ejercen sobre sus vidas. Pues bien, podemos estar se­
guros de que igual de grande y poderosa es su in ­
fluencia en las vidas y sentimientos de las mujeres. A
las mujeres se les enseña a que no les den libre salida
en su dirección más natural y saludable; pero el prin­
cipio interno permanece, aunque sea exteriorizado
de una forma diferente. Si a una mente activa y enér­
gica se le niega la libertad, buscará el poder; si se le
niega el mando sobre sí misma, reafirmará su perso­
nalidad tratando de controlar a otros. No permitir a
seres humanos una existencia propia, sino sólo la que
depende de otros, es hacer que den una prioridad
demasiado alta a someter a otros a sus propósitos.
Cuando no puede esperarse la libertad y el poder
puede esperarse, el poder se convierte en el gran ob­
jetivo del deseo humano; aquellos a quienes no se les
deja administrar sin intromisión alguna sus propios
asuntos, hacen lo posible por compensar esa defi­
ciencia entrometiéndose en los asuntos de otros para
beneficio propio. De ahí proviene también la pasión
de las mujeres por la belleza personal, el vestido y el
adorno, y todos los males que se derivan de ello en for­
ma de lujo malicioso e inmoralidad social. El amor al
214 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R .

poder y el amor a la libertad se hallan en eterno anta­


gonismo. Allí donde hay menos libertad, la pasión
por el poder es más ardiente e inescrupulosa. El de­
seo de poder sobre otros sólo podrá dejar de ser un
agente depravador para el género humano cuando
cada uno individualmente logre prescindir de él; lo
cual sólo podrá ocurrir allí donde el respeto por la li­
bertad en los asuntos de cada uno sea un principio
establecido.
Pero no es solamente a través del sentimiento de
dignidad personal el modo en que la libre dirección y
disposición de las propias facultades se convierte en
una fuente de felicidad individual, y el ser impedidos
y restringidos en ello, en fuente de desdicha para los
seres humanos, también para las mujeres. Después
de la enfermedad, la indigencia y la culpa, no hay
nada tan fatal para el placentero disfrute de la vida
como la falta de oportunidad para dar digna salida a
las facultades activas. Las mujeres que tienen que cui­
dar a una familia, y mientras tienen que cuidarla, dis­
ponen de esta salida, y generalmente ello suele bastar­
les. Pero ¿qué ocurre con el notablemente creciente
número de mujeres que no han tenido la oportunidad
de ejercer la vocación que medio en broma se les dice
que es su vocación verdadera? ¿Qué ocurre con las
mujeres que han perdido a sus hijos porque éstos han
muerto, se hallan distantes o han crecido, se han ca­
sado y han formado sus propios hogares? Hay ejem­
plos abundantes de hombres que, tras una vida de in­
tensa actividad en el mundo de los negocios, se jubi­
CU A TRO 215

lan con medios suficientes para disfrutar el esperado


descanso, pero que al no tener nuevos intereses y ali­
cientes que puedan sustituir a los viejos, el cambio a
una vida de inactividad les trae el aburrimiento, la
melancolía y la muerte prematura. Y sin embargo,
nadie piensa en el caso paralelo de tantas mujeres
dignas y dedicadas que, tras haber pagado lo que se
les dice que es su deuda para con la sociedad —la cría
y educación intachable de sus hijos e hijas hasta hacer
de ellos hombres y mujeres, el mantenimiento de la
casa durante el tiempo que la casa precisaba ser m an­
tenida- se quedan sin la única ocupación para la que
estaban preparadas, sin poder emplear sus energías
vacantes hasta que quizá una hija o una nuera estén
dispuestas a abdicar en su favor el desempeño de las
mismas funciones en sus jóvenes hogares. Es ésta,
ciertamente, una amarga recompensa para la vejez de
quienes han desempeñado dignamente, mientras les
fue dado hacerlo, lo que el mundo considera como su
único deber social. Hablando en general, los únicos
recursos de estas mujeres, y de aquellas otras a quie­
nes este deber no les ha sido encomendado en abso­
luto —muchas de las cuales se consumen por la vida
con la conciencia de ser vocaciones frustradas, inca­
paces de practicar actividades que les resultaban in­
soportables-, son la religión y las obras de caridad.
Pero su religión, aunque quizá sea de sentimientos y
de observancias ceremoniales, no puede ser una reli­
gión de acción, a menos que adopte la forma de cari­
dad. Para la caridad, muchas de ellas están admira­
216 E L S O M E T I M I E N T O D E LA M U JE R

blemente dotadas; pero practicarla de una manera


útil, e incluso sin hacer daño, requiere el aprendizaje,
la preparación múltiple, el conocimiento y los pode­
res intelectuales de un hábil administrador. Pocas son
las funciones administrativas del gobierno para las
que una persona no estaría preparada, si esa persona
está preparada para impartir caridad de una manera
útil. Tanto en éste como en otros casos (sobre todo en
el de la educación de los hijos), los deberes que se les
permite desempeñar a las mujeres no pueden ser
adecuadamente desempeñados sin que se las eduque
para realizar otras tareas que, para gran pérdida de la
sociedad, no les están permitidas. Y en este punto dé­
jeseme señalar la manera especial en que la cuestión
de las incapacidades de las mujeres es presentada por
quienes encuentran más fácil pintar un cómico retra­
to de lo que no les gusta, que responder seriamente a
los argumentos a favor de ello. Cuando se sugiere que
la capacidad ejecutiva y los prudentes consejos de las
mujeres pueden a veces ser valiosos en los asuntos de
Estado, estos aficionados al chiste y a la broma ha­
blan, poniéndolas en ridículo ante el mundo, de chi­
cas de menos de veinte años ocupando puestos en el
Parlamento o en el gabinete, o de jóvenes esposas de
veintidós o veintitrés años transportadas directamen­
te, exactamente tal y como están, del salón de su casa a
la Cámara de los Comunes. Olvidan que los varones
no son elegidos a edad tan temprana para ocupar un
escaño en el Parlamento o para desempeñar funcio­
nes políticas de responsabilidad. El sentido común
CU A TRO 217

les diría que si estos puestos son confiados a mujeres,


se trataría de mujeres que, al no tener especial voca­
ción para la vida de matrimonio, o que habiendo de­
cidido emplear sus facultades de manera diferente
(como incluso ahora sucede con muchas mujeres
que, en lugar del matrimonio, prefieren emplearse en
alguna de las pocas ocupaciones honorables que es­
tán a su alcance), han dedicado los mejores años de
su vida tratando de prepararse para los trabajos que
desean ejercer; o, quizá con mayor frecuencia, de viu­
das o esposas de cuarenta o cincuenta años, cuyo co­
nocimiento de la vida y la facultad de gobernar que
han adquirido con sus familias podrían, con la ayuda
de los estudios apropiados, hacerlas disponibles para
servir a una escala menos restringida. No hay país de
Europa en el que los hombres más capaces no hayan
experimentado con frecuencia, y apreciado profun­
damente, el valor de los consejos y de la ayuda de in­
teligentes y expertas mujeres del mundo, para alcan­
zar objetivos tanto privados como públicos; y hay im ­
portantes asuntos de administración pública para los
que pocos hombres son tan competentes como esas
mujeres: el detallado control del gasto, entre otros.
Pero lo que ahora estamos comentando no es la ne­
cesidad que tiene la sociedad de emplear a mujeres en
el sector público, sino la vida sin lustre y sin esperan­
za a la que la sociedad las condena con tanta frecuen­
cia, prohibiéndolas ejercer los conocimientos prácticos
que tienen muchas de ellas en campos de acción más
amplios que jamás estuvieron abiertos para algunas, o
218 EL S O M E T IM IE N T O D E LA M U JE R

que se han cerrado ya para otras. Si hay algo vital­


mente importante para la felicidad de los seres hu­
manos, ello es que puedan encontrar placer en sus
empresas habituales. Este requisito para una vida fe­
liz es concedido muy imperfectamente, o negado por
completo, a una gran parte de la humanidad; y por su
ausencia, muchas vidas que en apariencia han sido
provistas de todos los requisitos necesarios para el
éxito, son un fracaso. Pero si circunstancias que la so­
ciedad no está aún preparada para corregir hacen que
en el presente esos fracasos sean a menudo inevita­
bles, la sociedad debe, al menos, evitar infligirlos. La
irresponsabilidad de los padres, la propia inexperien­
cia de un joven, o la ausencia de oportunidades ex­
ternas para seguir la vocación apropiada y su presen­
cia para seguir la inapropiada condenan a muchos
hombres a pasar sus vidas haciendo una cosa a dis­
gusto y mal, cuando hay otras muchas cosas que po­
dría haber hecho bien y a gusto. Pero en el caso de las
mujeres, esta sentencia les es impuesta por ley y por
costumbres que tienen fuerza de ley. Lo que en socie­
dades retrasadas el color, la raza o la religión, o en el
caso de un país conquistado, la nacionalidad, es para
ciertos hombres, lo es el sexo para todas las mujeres:
una exclusión perentoria de casi todas las ocupacio­
nes honorables, excepto aquellas que no pueden ser
cubiertas por otras personas, o las que no se estiman
dignas de ser aceptadas por otros. Los sufrimientos
que surgen de causas así, generalmente encuentran
tan poca compasión que pocas personas son cons­
CUA TRO 219

cientes de la gran cantidad de desdicha que incluso


ahora es producida por el sentimiento de una vida
desperdiciada. El caso será incluso más frecuente
conforme un mayor cultivo del saber vaya creando
una desproporción cada vez más grande entre las
ideas y facultades de las mujeres, y lo que la sociedad
les permita realizar.
Cuando consideramos el mal positivo causado a la
descalificada mitad del género humano como resul­
tado de su descalificación —primero en la pérdida del
tipo de disfrute personal más inspirador y edificante,
y después en la fatiga, desilusión y profundo disgusto
con la vida que con tanta frecuencia lo sustituyen-,
uno siente que de todas las lecciones que los hombres
necesitan para seguir adelante en la lucha contra las
inevitables imperfecciones de su condición terrenal,
no hay lección que necesiten más que la de no incre­
mentar la lista de males que la naturaleza inflige me­
diante la mutua imposición de restricciones basadas
en la envidia y el prejuicio. Sus vanos miedos sólo sir­
ven para crear otros males peores de los que tan inne­
cesariamente están temerosos; pues toda limitación en
la libertad de comportamiento de cualquiera de sus
prójimos, que no sea la de hacerlos responsables de
todo mal causado realmente por esa libertad, seca pro
tanto11 la principal fuente de felicidad humana y deja a
la especie menos rica en todo aquello que hace de la
vida algo valioso para el ser humano individual.

11. ‘en la misma medida’.


índice

Prólogo , por Carlos Mellizo..................................... 7

Bibliografía ................................................. ................... 23

El s o m e t im ie n t o d e l a m u je r

Uno .............................................................................. 29
D o s............................................................................... 83
Tres...................... ........................................................ 121
Cuatro......................................................................... 177

221

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