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Mientras los Magos, de regreso al Oriente, evitaban pasar por Jerusalén, José huía
hacia Occidente llevando consigo a María y al niño.
Al tomar el camino de Egipto, José se acordaría de aquel otro José —el cual, según los
designios de Dios, lo había prefigurado sin saberlo— que, dieciocho siglos antes, tuvo
que seguir la misma ruta cuando fue vendido por sus hermanos.
Se iba dejando detrás de él su hogar, su tranquilidad, sus útiles de trabajo, sin saber
lo que encontraría allí ni cuánto tiempo duraría su exilio. Dios le había dicho como en
otra ocasión le dijo a Abraham: Sal de tu país, de tu familia y de la casa de tu padre
para el país que yo te mostraré...Y había partido obedeciendo a Dios para librar del
furor de Herodes a Jesús y su Madre.
Ahora les mira angustiado, preguntándose cómo. podrán soportar este éxodo
inhumano. Su prisa nos enseña a lo que hay que estar dispuesto para guardar a
Jesús. Aguijonea y hostiga al asno que marcha con paso cansino, llevando a sus lomos
a María, que protege y abriga con su manto al rey del mundo.
La realidad debió ser muy diferente. De hecho, sin la vigilancia de José, jamás Jesús
habría estado más desamparado, más abandonado, más expuesto a todos los
peligros.
Con toda seguridad tuvieron que pasar varias noches al raso. De día, evitarían
atravesar pueblos y ciudades, mirando atrás con frecuencia para comprobar que nadie
les perseguía. En las encrucijadas, se plantearían qué camino tomar, temiendo
preguntar a alguien. Las gentes que encontraban en el camino los contemplaban con
extrañeza, preguntándose por qué esos tres pobres seres viajaban así, sin escolta,
camino de tierras deshabitadas e incultas.
Mientras allá lejos, en Jerusalén, Herodes daba órdenes sanguinarias para asesinar a
los niños de Belén y abría así el cielo, sin quererlo, a una legión de inocentes a
quienes los siglos venideros no dejarían de ofrendar coronas de lirios y rosas, ellos
seguían caminando sin reposo, deteniéndose tan sólo para que María pudiese dar de
mamar al Niño o para aliviar su sed y llenar su bota de agua en una fuente.
Exhaustos, extenuados, con sus vestiduras rotas y los pies llagados por la larga
marcha, llegarían a la frontera de Egipto. Sólo entonces cesó la opresión de su
corazón, ,aunque para ser sustituida por la pena de entrar en un país que, tras haber
perseguido a sus antepasados, se había convertido en sede de la impiedad y la
idolatría. Allí se adoraba cualquier cosa: el sol, el cocodrilo, el buey... todo excepto al
verdadero Dios.
Según ciertos relatos maravillosos, cuando atravesaron la frontera las estatuas de los
ídolos cayeron de su pedestal y se rompieron en mil pedazos, leyenda que no tiene
otro fundamento que una interpretación demasiado literal de un texto de Isaías:
Ved cómo Yahveh... llega a Egipto; ante él tiemblan todos los ídolos... (18, l).
Franqueada la frontera, les quedaban todavía seis largas jornadas de marcha para
alcanzar el corazón del país. Atravesaron las aguas del Nilo, recordando que en ellas
habían abrevado los rebaños de Jacob y flotado el canastillo en que fue depositado
Moisés. Pronto verían aparecer en el horizonte la silueta de las prodigiosas pirámides,
especialmente la de Kheops, en cuya construcción habían trabajado cien mil esclavos
durante treinta años.
Algunos pintores han representado a María con el niño en sus brazos durmiendo entre
las garras de la Esfinge. Si tal escena llegó a producirse, cuando José, antes de
acostarse él mismo a, los pies del monstruo de piedra envuelto en una manta,
contemplase su imagen, pensaría que el enigma que pesaba sobre el mundo desde el
paraíso terrestre tenía su respuesta en el niño que dormía sobre el seno de su madre.
La tradición dice que la Sagrada Familia pasó algún tiempo en Heliópolis, donde había
una importante colonia de judíos emigrados y donde Ptolomeo Filométer había
permitido la construcción de un templo que casi rivalizaba con el de Jerusalén en
riqueza, esplendor y veneración.
Esa misma tradición señala otros lugares en los que la Sagrada Familia vivió
sucesivamente, lo que se explicaba por las dificultades de José para encontrar trabajo.
Cuando se es pobre y extranjero, no se conoce el idioma del país, no se tienen
herramientas propias, y para colmo, no se pueden dar más que vagas explicaciones
sobre los motivos de la expatriación, ¡cuántas miradas recelosas y sonrisas insolentes
hay que soportar!
Es muy posible también que María, para ayudar a su esposo, tuviera que Ponerse a
bordar y tejer con suS hábiles dedos. Y podemos imaginárnosla apresurándose por
las calles para llevar su labor acabada o recoger alguna otra, como todavía lo hacen
hoy las humildes costureras.
Precarias, igualmente, debieron ser sus moradas sucesivas a lo largo de sus diversos
desplazamientos por. aquellos lugares en que no había colonias judías para
procurarles un refugio: chozas o cabañas de paja construidas tal vez por él mismo
junto a un muro o una casa en ruinas. Otras veces tendrían que contentarse con un
abrigo provisional bajo los arcos o las bóvedas de un monumento; incluso podemos
pensar que algunas noches tendrían que compartir las condiciones de los que hoy en
día llamamos vagabundos.