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San Pablo un judío en Cristo1

Entrevista a Romano Penna sobre la actualidad de algunas temáticas del Apóstol de los
Gentiles: la justificación, la conversión, la misión

Se ha escrito polémicamente que el verdadero inventor del cristianismo


no fue Jesús, sino san Pablo.

Romano Penna: Es una polémica paradójica, pero de todos modos son


interesantes las razones que han llevado a algunos estudiosos a definir así a san
Pablo. La primera es que entre el Jesús terreno y Pablo media el acontecimiento
pascual, que influyó en el mensaje, en la formulación evangélica de la primera
comunidad cristiana. En su vida Jesús no habló mucho de su propia muerte y
resurrección. Jesús predicaba el reino de los cielos. Después de la Pascua, en
cambio, el destino y el caso personal de Jesús entraron a formar parte del núcleo
del anuncio de sus discípulos. Sus discípulos se refieren a Él no sólo como
maestro, profeta, reductible eventualmente en el marco judío de la época (como
hacen nuestros hermanos judíos, a quienes les gusta decir que Pablo es el
inventor del cristianismo), sino que introducen la figura de Jesús en este marco
histórico-salvífico ya maduro, digamos así, por lo que la figura de Jesús se
convierte en la del Crucificado resucitado con una cierta destinación: para los
otros. Entre Jesús y Pablo está además la Iglesia, la comunidad cristiana
primitiva. Ya la primera comunidad cristiana define a Jesús como a aquel que
«murió por nuestros pecados». Pablo no se inventa nada, es ante todo testigo de
la Tradición. No hace más que retomar una tradición prepaulina, por ejemplo,
cuando dice a los Corintios: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi
vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras…» (1Cor 15, 3ss).
La otra razón que interviene para explicar esa definición de Pablo es la efectiva
originalidad, y digamos también la genialidad de Pablo en su operación
hermenéutica del evangelio.

¿Cuál es la genialidad de Pablo si se pudiera expresar con una palabra?

Penna: Pablo se caracteriza dentro de los orígenes cristianos esencialmente


por el mensaje de la justificación por la fe. El hombre se vuelve justo ante Dios,
Dios lo considera justo y digamos también santo (recordemos que Pablo,
cuando habla de los fieles, los llama santos en 25 ocasiones dentro de sus cartas)
no por una aportación autónoma a la propia santidad, sino por la acogida
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R. PENNA, «San Pablo, un judío en Cristo», 30 días 5 (2008).
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humilde y también gozosa de una intervención ab extra, la intervención de Dios


en Jesucristo. Esto es lo que hace al hombre justo, es decir, la aceptación por fe
de lo que Dios ha actuado por mí. Esto, a nivel de los orígenes cristianos, no
estaba comúnmente aceptado. Lo que no estaba sujeto a discusiones era la fe en
Jesucristo como Mesías y también como Hijo de Dios. Pero sobre todo la
llamada corriente judeocristiana hacía coexistir la fe en Jesucristo con una
aportación personal. En la Carta de Santiago (Santiago es exponente de esta
corriente) se dice claramente que el hombre no es justificado sólo mediante la
fe. Y se pone como ejemplo el sacrificio de Isaac por parte de Abraham,
invirtiendo, sin embargo, el orden de las páginas bíblicas. En el Génesis
encontramos el sacrificio de Isaac en el capítulo 22, después de haber dicho en
el capítulo 16 que Abraham creyó, que fue justificado por la fe, lo que Pablo
cita en el capítulo 4 de la Carta a los Romanos. Esta justificación, por tanto, no
está condicionada por el ejercicio factivo de esa obediencia que luego se narra
en el capítulo 22 del Génesis. El punto de vista judeocristiano consiste en el
fondo en esta inversión.

En cuanto a la relación con los judeocristianos: son ellos los que más que
nadie atacan a san Pablo; y, sin embargo, es él quien más reivindica su
origen judío y su amor apasionado por su estirpe.

Penna: Si nos basamos en los textos, Pablo no conoce el adjetivo “cristiano”,


que por lo demás no existe aún en sus tiempos. Sabemos por Lucas que los
discípulos fueron llamados cristianos en Antioquía; pero Hechos 11,26 es
anacrónico, anticipa el asunto a los años 30. En realidad, Pablo no conoce este
adjetivo. Él se considera un judío, es un judío en Cristo. Es por esto por lo que
no usa nunca el léxico de la conversión. Pablo no es un convertido. El judío no
se convierte. Hay una frase célebre del rabino de Roma Eugenio Zolli, que fue
bautizado después de la Segunda Guerra Mundial: «Yo no soy un convertido,
soy uno que ha llegado»; porque el convertido es aquel que da la espalda a su
pasado, en cambio el judío no da la espalda, va adelante. Pablo, por supuesto,
conoce un cambio. Lo muestra en Filipenses 3,7: «Pero lo que era para mí
ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo». ¿En qué consistía la
ganancia? En la adhesión farisaica (en sentido no vulgar) a la Ley, o sea, en la
adhesión total, completa, a la Ley, hasta llegar a considerarla como condición
del propio ser justo ante Dios. Esto Pablo lo supera. Pero Israel sigue siendo
siempre el punto de referencia. Bastaría releer los capítulos 9-11 de la Carta a
los Romanos: los gentiles son injertados en Israel; la planta es santa si la raíz es
santa (cf. Rm 11,16ss). Nosotros vivimos de una santidad derivada; no
primaria, sino secundaria, y precisamente desde el punto de vista histórico-
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salvífico. Yo digo siempre que el cristianismo es simplemente una variante del


judaísmo, y me dan pena los que polemizan con Israel o que, incluso, come se
lee en la crónica, llevan a cabo acciones vandálicas: es gente que no ha
comprendido nada de lo que significa ser cristiano.

Siempre me ha llamado la atención el pasaje de la Carta a los Efesios


3, 6 en que «el misterio revelado» parece consistir en el hecho de que «los
gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la
misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual he
llegado a ser ministro». Casi parece que todo el misterio cristiano tiene por
contenido la participación de los gentiles en la misma herencia prometida
a los judíos.

Penna: Cita usted la Carta a los Efesios que, según muchos, entre los que me
encuentro también yo, no es del Pablo histórico. De todos modos, este tema es típico
y central en las Cartas consideradas auténticas de Pablo. Lo encontramos ya
en Gálatas 2, donde se recuerda el llamado Concilio de Jerusalén. Allí tiene lugar
una distinción clara: como Pedro, Juan y los otros se dirigen a los circuncisos, yo –
dice Pablo– y Bernabé, a los gentiles. Pablo se caracteriza precisamente por esto.
Dio la vida por esto. Sufrió incomprensiones esencialmente por esto. Fue atacado –
en esa misma Carta se habla de adversarios– por la parte judeocristiana, más que por
los judíos, por esta apertura suya. «No somos hijos de la esclava, sino de la libre»,
dice Pablo en esta misma Carta (cf. 4,31) refiriéndose a las dos mujeres de Abraham;
y a los cristianos a los que escribe, los gálatas, son paganos, no son judíos. Lo más
grande que hace Pablo no es separar el evangelio de Israel, sino ofrecer a todos los
hombres fuera de Israel las características que son del propio Israel, es decir, ser el
pueblo de Dios, el pueblo de la Alianza (dice precisamente pueblo). De modo que
en Romanos 9,25 Pablo cita un texto polémico del profeta Oseas («llamaré pueblo
mío al que no es mi pueblo») y lo aplica a los gentiles, a los paganos, a todos
nosotros, a todos los que no son de origen judío. Esta es la operación de Pablo: tanto
a nivel hermenéutico como misionero; porque todo esto significa luego dedicación
factiva, concreta a todas las ciudades fuera de Israel donde llega Pablo. Pablo no
predica en Israel. Y en Atenas, por ejemplo, ¿dónde predica a Jesucristo? En el
ágora, en la plaza, y en el Areópago, donde entra en contacto con la sociedad viva
de la época, fuera de la atmósfera acolchada de los lugares religiosos. Se interesa
por los lejanos, lejanos respecto a Israel, como se lee en Efesios 2,13. Dice el autor:
«Vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca». Los
lejanos, los otros, los que para Israel son los otros, los diversos, el no-pueblo,
las gentes (en Israel era tradicional distinguir “el pueblo” de las “gentes”), Pablo se
dedica a ellos: esta es su gran operación. Se podría llegar a decir que, a los ojos de
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Pablo, Jesucristo no representa nada más que la eliminación de la distancia entre los
gentiles y los judíos. San Pablo tiene mucho que decir acerca de todas las murallas
que se levantan.

Es raro que san Pablo no haya conservado ninguna palabra de Jesús


relativa al mandato misionero, si bien en la tradición protocristiana existan
múltiples testimonios de este tipo.

Penna: El comienzo de la conciencia misionera de la Iglesia es un problema


complejo, porque en primer lugar hay que preguntarse si el Jesús histórico
enunció un mandato misionero, mientras que está muy claro lo contrario:
«Dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel», dice Jesús
(cf. Mt 10,6 y 15,24). Y Jesús mismo, en su vida, permaneció siempre dentro
de las fronteras de Israel, no hizo nunca como Jonás, que fue a Nínive. Jesús no
fue ni a Nínive, ni a Atenas, ni a Roma, ni a Alejandría que además estaba cerca.
Por tanto, hay que explicar por qué la Iglesia después de la Pascua es consciente
del anuncio a las gentes (hay que decir que no fue algo inmediato porque
en Hechos 10 Pedro ve como un problema el hecho de ir a bautizar al centurión
Cornelio: evidentemente era algo que no pertenecía a la conciencia apostólica
primitiva). No por nada las palabras que leemos al final del Evangelio de Mateo,
«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas» (cf. Mt 28,19s),
son del Jesús resucitado, no del Jesús terreno. Existe, pues, la hipótesis de que
son palabras redaccionales, del evangelista o de su Iglesia, una Iglesia
judeocristiana que llega con fatiga a la apertura de la Iglesia de Antioquía, que
en efecto es la que da el paso. Pablo no podía, por tanto, citar palabras del Jesús
terreno sobre la necesidad de la misión. Pero, según el capítulo 9 de los Hechos,
la primera narración del encuentro en el camino de Damasco, Jesús le dice: «Tú
serás mi testigo ante los reyes, ante los poderosos de la tierra…». La suya es
una vocación personal, compartida por Bernabé y por una serie de
colaboradores que le rodean: Timoteo, Silas, Apolo, Tito y todos los que
menciona en el capítulo 16 de la Carta a los Romanos, «los que se han fatigado
en el Señor», que se han dedicado al evangelio, a la misionariedad. Pero, ¿qué
quiere decir misionariedad? Quiere decir haber tomado en serio la fe en el
Resucitado, porque es el Resucitado quien rompe los diques, es la Pascua que
rompe los diques y hace algo sonado, impulsa…

Por lo que usted dice parece casi que el mandato misionero no puede
extenderse de manera genérica, como un “orden de servicio”, a toda la
Iglesia, sino que está vinculado casi a una vocación personal y a la
profundización de una conciencia…
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Penna: Así es. Quien más percibe el valor rompedor de la Pascua más lo
siente. Pablo no cuenta nada del Jesús terreno, sino solamente del Crucificado
resucitado. La cristología de Pablo se centra toda en el acontecimiento pascual,
en la doble faz del acontecimiento pascual, la cruz y la resurrección, en que él
ha percibido esta cosa rompedora, decía, que va más allá de los confines de
Israel. Por lo demás, también en los escritos judeocristianos no paulinos se
convirtió luego en tradicional la conciencia de que Jesús vino a abolir los
sacrificios. Si vino a abolir los sacrificios, quiere decir que su identidad va más
allá de las liturgias del templo, es algo que está fuera de la categoría de lo
sagrado, está abierta a lo profano –usemos esta categoría–; y lo profano está en
todas partes, es profano sobre todo lo que está fuera de Israel en cuanto pueblo
santo (lo que “los otros” no son). Pero es precisamente para esos “otros” que
Pablo percibe la destinación del acontecimiento pascual.

¿Cuál es, en conclusión, la actualidad mayor de la figura y del mensaje


de Pablo que, según usted, debe reproponer este Año paulino?

Penna: Un mensaje de esencialidad, la reducción del cristianismo a lo que es


esencial: la adhesión personal a Jesucristo. Nada más; y en este “más” ponga
todo y a todos, desde los ángeles inclusive para abajo. El espacio entre el
hombre y Dios lo llena Cristo y nadie más. Porque ser en Cristo (por lo demás
este es lenguaje paulino: «Ser en Cristo», o «en el Señor») significa ser en Dios.
Una reducción a la esencialidad, pues. Lo cual comporta escamondar varias
cosas, por lo menos en el sentido del juicio de valor que hay que dar. Decir
Pablo quiere decir Jesucristo. También a nivel eclesial, institucional.
Ciertamente, en la época de Pablo la Iglesia era agilísima como institución,
entre otras cosas porque no existía el cargo traído por los siglos siguientes. Pero
la cosa era muy ligera sobre todo porque se entendía la identidad eclesial del
cristianismo como un ser todos hermanos (¡término que se repite 112 veces en
el Corpus paolinum!), todos al mismo nivel. Y quizá quien se dedica al servicio
está debajo. Dice Pablo en la Primera Carta a los Corintios: «¿Qué es, pues,
Apolo? ¿Qué es Pablo? ¿Qué es Cefas? Vuestros ministros… Todo es vuestro:
Pablo, Cefas, el mundo, la vida. Pero vosotros sois de Cristo y Cristo, de Dios»
(cf. 1Cor 3,5ss). No hay una línea que va de arriba abajo, sino de abajo arriba.
«Todo es vuestro»… Vosotros estáis sobre los ministros, en el sentido que los
ministros forman parte de la comunidad. Ciertamente, la comunidad cristiana
no es un molusco, es vertebrada, pero lo importante, en la Iglesia, no son los
ministros, son los bautizados; y los ministros son importantes en la medida en
que también ellos están bautizados. No quisiera que me entendieran mal. Que
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la existencia de ministros es importantísima es un hecho que Pablo sabe muy


bien. Basta recordar cuando habla de la Iglesia como de un cuerpo estructurado
(cf. 1Cor 12,12ss).

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