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La transmisión de la fe
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en la familia
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Por Julián Carrón

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Publicado en Huellas.tracce.it 10/03/2011

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DOCUMENTOS

La transmisión de la fe en la familia
Intervención de Julián Carrón en el Encuentro Mundial de las Familias de 2006 en Valencia

C
ada vez resulta más evidente que no se puede dar por supuesto la madurez del
sujeto humano que se acerca al matrimonio. Independientemente de su buena
voluntad, la realidad es que tantos jóvenes llegan al matrimonio sin la conciencia
adecuada de la naturaleza de la aventura en la que están a punto de embarcarse. Esto no
se puede ni siquiera dar por supuesto en los jóvenes cristianos, que se acercan al
matrimonio en no pocas ocasiones en condiciones semejantes a las de sus amigos no
cristianos, con la única diferencia de que se casan por la Iglesia y tienen al menos un
deseo de casarse de acuerdo con la concepción del matrimonio que ella defiende y
testimonia. Esta insuficiencia de conciencia no se puede resolver con los consabidos
cursillos matrimoniales, que por su propia naturaleza no pueden responder a la situación
de los que participan en ellos. Es grande el desafío que tiene ante sí la entera comunidad
cristiana: pone a prueba su capacidad de generar adultos, hombre y mujer, en grado de
acceder al matrimonio en unas condiciones mínimas de éxito.
En una comunicación de estas características es imposible abordar toda la problemática
del matrimonio y la familia. Me centraré en una cuestión que me parece esencial para
iluminar esa relación peculiar que se establece entre un hombre y una mujer.
La crisis de la familia es consecuencia de la crisis antropológica en la que hoy nos
encontramos. En realidad, los esposos son dos sujetos humanos, un yo y un tú, un
hombre y una mujer, que deciden caminar juntos al destino, a la felicidad. Cómo
plantean su relación, cómo la conciben depende de la imagen que cada uno se hace de la
propia vida, de la propia realización. Y esto implica una concepción del hombre y de su
misterio. “La cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer – ha dicho
Benedicto XVI- hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo
puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta antigua
y siempre nueva del hombre sobre si mismo: ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre?” .
Por eso la primera ayuda que se puede ofrecer a quienes quieren unirse en matrimonio
es ayudarles a tomar conciencia de su propio misterio de hombres. Sólo así podrán
enfocar adecuadamente su relación y no esperar de ella algo que por su naturaleza uno
al otro no se pueden dar. ¡Qué cantidad de violencia, de decepción se podría evitar en la
relación matrimonial, si se comprendiera la naturaleza propia de la persona!
Esta falta de conciencia del destino del hombre lleva a apoyar toda la relación sobre un
engaño, que se puede formular así: la convicción de que el tú puede hacer feliz al yo. La
relación de pareja, de este modo, se convierte en un refugio, tan deseado como inútil,
para resolver el problema afectivo. Y cuando se revela el engaño es inevitable la
decepción del otro por no haber cumplido las expectativas
La relación del matrimonio no puede tener otro fundamento que la verdad de cada uno
de sus componentes. Y a descubrir la verdad del yo y del tú contribuye particularmente
su misma relación amorosa. Y con la verdad del yo y del tú se manifiesta la naturaleza
de su vocación común.
En efecto, el “misterio eterno de nuestro ser” nos lo revela la relación con la persona
amada. Nadie nos despierta tanto y nos hace tan conscientes del deseo de felicidad que
nos constituye como la persona amada. Su presencia es un bien tan grande que nos hace
caer en la cuenta de la profundidad y la verdadera dimensión de este deseo: un deseo
infinito. Lo que el poeta Cesare Pavese dice del placer se puede aplicar a la relación
amorosa: “Lo que un hombre busca en el placer es un infinito, y ninguno renunciaría
jamás a la esperanza de conseguir esta infinitud” Un yo y un tú limitados se suscitan
recíprocamente un deseo infinito y se descubren lanzados por su amor a un destino
infinito. En esta experiencia se desvela a ambos su vocación. Sienten la necesidad el
uno del otro para no quedar paralizados en su límite, sin otra perspectiva que el
aburrimiento de la soledad.
Pero a la vez que nos revela a nosotros mismos las dimensiones sin limite de nuestro
deseo, nos ofrece una promesa de cumplimiento. Más aún, vislumbrar en la persona
amada la promesa de cumplimiento enciende en nosotros todo el potencial infinito de
deseo de felicidad. Por eso, no hay nada que nos haga comprender mejor el misterio de
nuestro ser de hombres que el amor entre un hombre y una mujer, como nos ha
recordado Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est: en “el amor entre el hombre
y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, […] se le abre al
ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual
palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor” . En esta relación parece
encontrar el hombre la promesa que le hace superar el limite y le permite alcanzar una
plenitud incomparable . Por eso, en la historia se ha percibido una relación entre el amor
y lo divino: “el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y
completamente distinta de nuestra existencia cotidiana” .
Es la experiencia que testimonia un poeta italiano, Giacomo Leopardi, en su himno a
Aspasia:

“Rayo divino pareció a mi mente,


mujer, tu hermosura” .

La belleza de la mujer es percibida por el poeta como un “rayo divino”, la presencia de


la divinidad. A través de su hermosura es Dios quien llama a la puerta del hombre. Si el
hombre no comprende la naturaleza de esta llamada y, en lugar de secundarla, se detiene
en la belleza que tiene delante, ésta pronto se manifiesta incapaz de cumplir su promesa
de felicidad, de infinitud.

“No es a ésta, sino a aquella todavía


a la que, en sus brazos corporales, reverencia y ama”.

Al fin el error y el engaño


comprendiendo, se enoja;
y con frecuencia culpa
injustamente a la mujer .

Eso significa que la mujer, siendo limitada, despierta en el hombre, también limitado,
un deseo de plenitud desproporcionado a la capacidad que ella tiene de responder a
semejante deseo. Despierta una sed que no se muestra en condiciones de saciar. Suscita
un apetito que no encuentra la respuesta en aquella que lo ha suscitado. De ahí el enojo,
la violencia, que tantas veces surge entre los esposos y la decepción a que se ven
abocados, si no comprenden la verdadera naturaleza de su relación.
La hermosura de la mujer es, en realidad, “rayo divino”, signo que remite más allá, a
otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto a su naturaleza limitada . Su
belleza grita ante nosotros: “No soy yo. Yo sólo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién
te recuerdo?” . Con estas palabras ha sintetizado el genio de C. S. Lewis la dinámica del
signo de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor. Si
no comprende tal dinámica, el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que
ha suscitado el deseo. Es como si la mujer que recibe un ramo de flores, extasiada ante
su belleza, olvidase buscar el rostro de quien se las ha mandado y del cuál son signo,
perdiendo lo mejor que le portaban las flores. No reconocer al otro su carácter de signo,
conduce inevitablemente a reducirlo a lo que aparece ante nosotros. Y esto tarde o
temprano se manifiesta incapaz de responder al deseo que ha suscitado.
Por eso, si cada uno no encuentra aquello a que el signo remite, donde pueden encontrar
el cumplimiento de la promesa que el otro ha suscitado, los esposos están condenados a
devorarse en una pretensión de la que no se pueden librar, y su deseo de infinitud que
nadie como la persona amada despierta está condenado a quedar insatisfecho. Ante esta
insatisfacción la única salida que hoy ven tantos de nuestros contemporáneos es cambiar
de pareja, dando comienzo a una espiral en la que se aplaza el problema hasta la
próxima decepción.
El poeta alemán Rainer Mª. Rilke ha identificado con singular eficacia el drama de la
relación amorosa, intuyendo que sucumbir a esta espiral no es la única salida:
“Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con
dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles
y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se
devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de
la cual el otro es signo”
Sólo en el horizonte de un amor más grande se puede evitar devorarse en la pretensión,
repleta de violencia, de que el otro, limitado, responda al deseo infinito que suscita,
haciendo imposible el cumplimiento propio y de la persona amada. Para descubrirlo es
necesario estar dispuestos a secundar la dinámica del signo, abiertos a la sorpresa que
ésta nos pueda deparar.
G. Leopardi ha tenido el valor de correr este riesgo. Con una intuición penetrante de la
relación amorosa, el poeta italiano vislumbra que lo que buscaba en la belleza de las
mujeres de quienes se enamoraba era la Belleza con la B mayúscula. En la cumbre de su
intensidad humana, el poema A su dama es un himno a “la cara beldad” que busca en
toda belleza: todo su anhelo es que la Belleza, la idea eterna de la Belleza, se revista de
forma sensible Es lo que ha sucedido en Cristo, el Verbo hecho carne. Por eso, L.
Giussani ha definido este poema como una profecía de la Encarnación .
Esta es la pretensión de Jesús que encontramos en unos textos que nos pueden resultar a
primera vista paradójicos. “No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he
venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la
hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que
conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que mí, no es digno de mí; el
que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida,
la perderá; y el que pierda su vida por mi, la encontrará […] Quien a vosotros recibe, a
mí me recibe y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (Mt 10,34-
37.39-40).
En este texto Jesús se presenta como el centro de la afectividad y de la libertad del
hombre. Poniendo su persona en el corazón de los mismos sentimientos naturales, se
coloca con pleno derecho como su raíz verdadera. De esta forma Jesús desvela el
alcance de la promesa que su persona constituye para quien le deja entrar. No se trata de
una injerencia de Jesús en las relaciones más íntimas, sino de la mayor promesa que el
hombre ha podido recibir: sin amar a Cristo, la Belleza hecha carne, más que a la
persona amada esa relación se marchita, porque es Él la verdad de esa relación, la
plenitud a la que se remiten uno al otro y en la que su relación se cumple. Sólo
permitiéndole entrar en ella es posible que la relación más bella que sucede en la vida
no decaiga y, con el tiempo, muera. Tal es la audacia de su pretensión.
Es en este momento donde aparece en toda su importancia la tarea de la comunidad
cristiana: favorecer una experiencia del cristianismo como plenitud de vida de cada uno.
Sólo en el ámbito de esta relación más grande, como decía Rilke, es posible no
devorarse, porque cada uno encuentra en ella su cumplimiento humano, sorprendiendo
en sí una capacidad de abrazar al otro en su diferencia, de gratuidad sin límites, de
perdón siempre nuevo. Sin comunidades cristianas capaces de acompañar y sostener a
los esposos en su aventura será difícil, si no imposible, que la culminen con éxito. Ellos,
a su vez, no se pueden eximir del trabajo de una educación de la que son los
protagonistas principales, pensando que pertenecer al recinto de la comunidad eclesial
les libra de las dificultades.
Con ello se desvela plenamente la naturaleza de vocación matrimonial: caminar juntos
hacia el único que puede responder a la sed de felicidad que el otro despierta
constantemente en mí, hacia Cristo. Así se evitará ir, como la Samaritana, de marido en
marido (cf. Jn 4,18), sin conseguir apagar su sed. La conciencia de su incapacidad de
resolver por sí misma el drama, ni siquiera cambiando cinco veces de marido, la hace
percibir a Jesús como un bien tan deseable que no puede evitar gritar: “Señor, dame de
esa agua, para que no tenga más sed” (Jn 4,15)
Sin una experiencia de Cristo como plenitud del hombre, el ideal del cristianismo para
el matrimonio se reduce a algo imposible de realizar. La indisolubilidad de matrimonio
y la eternidad del amor aparecen como quimeras inalcanzables. Éstas, en realidad, son
fruto de una intensidad de experiencia de Cristo que aparecen a los mismos esposos
como una sorpresa, como el testimonio de que “para Dios nada es imposible”. Sólo una
experiencia así puede mostrar la racionalidad de la fe cristiana, como totalmente
correspondiente al deseo y a la exigencia del hombre, también en el matrimonio y la
familia.
Una relación vivida así constituye la mejor propuesta educativa para los hijos. A través
de la belleza de la relación de sus padres son introducidos, casi por ósmosis, en el
significado de la existencia. En ella su razón y su libertad son constantemente
solicitadas a no perderse semejante belleza. Es la misma belleza resplandeciente en el
testimonio de los esposos cristianos que necesitan encontrar los hombres y mujeres de
nuestro tiempo.

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