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• Antinacionalismo: todo sentimiento nacionalista que no fuera español fue
descalificado y perseguido. Se prohibió el uso de cualquier lengua que no fuera
el castellano, se abolieron los Estatutos autonómicos y los órganos de
autogobierno, y se proscribieron los símbolos nacionalistas.
El régimen contó también con el apoyo de las clases medias rurales, sobre todo en
el Norte y ambas Castillas, así como de quienes en las ciudades se beneficiaron de las
depuraciones masivas realizadas al término de la guerra entre funcionarios, maestros,
profesores universitarios y militares republicanos. Por el contrario, entre los jornaleros,
el proletariado industrial y buena parte de las clases medias urbanas, no encontró al
principio muchos apoyos, aunque tampoco demasiada oposición. No será hasta el
desarrollismo de los años sesenta cuando parte de estos sectores adoptaron una postura
de aceptación del régimen.
Mención aparte merece lo que muchos historiadores han venido a llamar como las
“familias” del régimen. En el nuevo régimen todos los partidos políticos, incluso los de
derechas, fueron prohibidos. Sólo se permitió la existencia de la Falange y de sus
diferentes organizaciones (Milicias, Frente de Juventudes, Sección Femenina,
organización Sindical), a la que no se le denominaba como un partido sino como un
Movimiento Nacional. Pero Franco no sólo buscó a sus colaboradores entre los
miembros de la Falange sino también entre grupos ideológicos o corporativos distintos
a los que se les conoce con este nombre:
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• Falangistas: la Falange ya no tenía nada que ver con el partido creado por José
Antonio a finales de 1933. Muerto el líder y marginados los viejos dirigentes
(los “camisas viejas”, como Manuel Hedilla), tras el Decreto de Unificación el
nuevo líder del Movimiento era el propio Franco, convirtiéndose en mera
cantera de dirigentes y cuadros organizativos para la dictadura, siempre que
prestaran total fidelidad al Caudillo. Sus organizaciones, como el Frente de
Juventudes, la Sección Femenina o la Organización Sindical, dominaban la
vida económica y social del país. En los primeros años de la dictadura (el
conocido como “periodo azul”, hasta el final de la II Guerra Mundial) los
falangistas ocuparon los cargos más significativos, pero tras la derrota de las
potencias fascistas en la guerra mundial su presencia fue disminuyendo poco a
poco en los distintos gobiernos.
En realidad, todas estas familias no dejan de ser ficticias. Franco, que carecía de una
ideología política clara, elegía a sus colaboradores según su lealtad personal, eficacia,
prudencia y carencia de ambiciones, intentando evitar siempre que alguien acaparara
demasiado poder o que alguno de estos grupos se impusiera sobre los otros.
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3.- La represión y la resistencia interna
Finalizada la guerra, la dictadura franquista mantuvo la represión ya ejercida contra los
republicanos durante el conflicto. Los campos de concentración se extendieron por todo
el país, y los tribunales siguieron juzgando, sentenciando y ordenando ejecuciones al
amparo de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 contra todos aquellos grupos
minoritarios que, a juicio de las autoridades franquistas, suponían un grave peligro para
el régimen y para España (masones, comunistas, socialistas,…). A la represión se unió
también la depuración en ciertos sectores profesionales (maestros, funcionarios,
militares,…) de aquellos desafectos al régimen o que hubieran colaborado con la
República.
La República en el exilio se caracterizó por las divisiones entre los partidos, incluso
en el seno de los mismos, divisiones que reproducían amplificadas las aparecidas
durante la guerra. Inicialmente, los exiliados mantuvieron las instituciones políticas
republicanas y los gobiernos vasco y catalán, así como una serie de organismos para
ayudar a los exiliados (como la Junta Española de Liberación en México o la Junta
Suprema Nacional en Francia), poniendo sus esperanzas en una victoria aliada en la
guerra, pensando que los vencedores acabarían con la dictadura. En 1944 todas las
fuerzas republicanas, con exclusión de los comunistas, se unieron en la Alianza
Nacional de Fuerzas Democráticas. El PCE, por su parte, además de intentar reconstruir
su militancia clandestina en el interior, inició la táctica guerrillera. El aislamiento
aumentó las esperanzas de los exiliados, pero a partir de 1949 el régimen franquista
empezó a remontar el aislamiento, y la entrada en la ONU en 1955 acabó por hundir las
expectativas en el exterior. Los sucesivos gobiernos en el exilio, instalados en México,
fueron debilitándose conforme la vieja generación de dirigentes republicanos iba
despareciendo.
A partir d 1956 se hizo evidente que la oposición se tenía que basar en la lucha
interna, y que sólo el PCE tenía la suficiente fuerza y autoridad para influir en la lucha
clandestina. El republicanismo se fue extinguiendo, y en el PSOE la tensión entre la
dirección en el exilio y los nuevos dirigentes en la clandestinidad fue en aumento. Los
distintos partidos políticos en el exilio decidieron unirse y formar organismos para
ayudar a los exiliados y mantener la legalidad republicana vulnerada por el alzamiento.
La forma más violenta de resistencia fue llevada a cabo por los miembros del
maquis, guerrilleros comunistas y anarquistas en su mayoría, quienes a partir de 1944
ejecutaron muchas acciones armadas en zonas montañosas y de difícil acceso como las
montañas de Asturias y León, los Pirineos o las sierras de Valencia y Cuenca. Apoyados
desde Francia, el maquis atacaba constantemente a los miembros de la Guardia Civil y
el Ejército, realizando también labores de sabotaje. Para 1948, la mayoría de los grupos
de guerrilleros habían sido eliminados, pero algunos lograron mantenerse hasta bien
avanzada la década de los ’50. La dirección del PCE acabó por renunciar a la táctica
guerrillera.
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4.- La política interior (1939-59)
Durante esta “etapa azul” se van a aprobar las primeras cinco leyes orgánicas del
franquismo. Ya durante la guerra, en 1938, se estableció el Fuero del Trabajo,
inspirado en la doctrina social de la Iglesia, por el cual se prohibía el sindicalismo de
clase y se entregaba el control de las relaciones laborales a la Organización Sindical, el
sindicato vertical y corporativo de la Falange. A partir de entonces las condiciones de
trabajo pasaban a ser reguladas por el Estado.
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Consejo de Seguridad de la ONU declaraba al régimen español una amenaza potencial a
la paz internacional.
El aislamiento había comenzado, y la autarquía, que hasta entonces había sido una
opción económica voluntaria, se convirtió ahora en una necesidad, agravándose la
situación económica y la miseria, sólo aliviada por el envío de petróleo estadounidense
(la Guerra Fría estaba en sus comienzos y España podía ser un importante aliado) y
trigo argentino (la Argentina de Perón fue el único país que mantuvo su alianza con
España junto a la Portugal de Salazar). En España, el aislamiento provocó una reacción
nacionalista que fortaleció la figura de Franco, y a la vez el Gobierno intentó lavar su
imagen totalitaria despojándose de todo el aparato fascistoide propio de la Falange al
tiempo que aumentó la influencia de la Iglesia y el número de ministros católicos (al
ministro de exteriores Alberto Martín Artajo se le sumaron otros como Alberto Ruíz
Jiménez o Ibáñez Martín) y falangistas aperturistas. Las relaciones con los monárquicos,
sin embargo, se habían ido enfriando conforme se afirmaba la voluntad de continuidad
del Caudillo. Casi se llegó a la ruptura tras la publicación del Manifiesto de Lausana
(1945), donde el heredero don Juan declaraba, ante el fracaso del totalitarismo, su apoyo
a una transición democrática, con Cortes Constituyentes, Constitución y una amplia
amnistía para los presos políticos que permitiera la reconciliación entre los españoles.
La respuesta de Franco fue la promulgación en julio de 1946 de la Ley de Sucesión,
donde se contemplaba a España como un reino, Franco se reservaba la regencia vitalicia
y la potestad de proponer a su sucesor en la jefatura del Estado. Se creaba también un
Consejo del Reino. Con esta ley quedaba abierta la puerta a la restauración monárquica
tras la muerte de Franco, aunque éste se cuidaría mucho de que no fuera don Juan quien
recibiera la corona sino su hijo don Juan Carlos.
Los primeros años de la década, desde el punto de vista político, se caracterizan por
la estabilidad. Los diferentes movimientos monárquicos, visto que el régimen franquista
tenía visos de perdurar, decidieron plegarse y aceptar la situación. La oposición política
continuaba descabezada, y el alejamiento entre la clandestinidad y los partidos en el
exterior se acentuó. Como contrapartida, comenzó a surgir una tímida apertura en el
ámbito cultural e ideológico auspiciada por el ministro de Educación, Joaquín Ruíz-
Giménez, lo que le supuso la oposición de los falangistas. En 1956, los graves
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incidentes en la Universidad entre estudiantes antifranquistas y miembros del SEU
(sindicato estudiantil falangista) agudizaron las tensiones existentes, poniendo por
primera vez al descubierto la existencia de una contestación interna hacia el régimen y
de un claro enfrentamiento entre sus familias. El propio Franco se alarmó por el cariz
que estaban tomando las cosas, por lo que procedió a remodelar el Gobierno al año
siguiente, del que salieron los representantes más radicales del falangismo (Arrese y
Girón) y algún ministro católico (como Martín Artajo y Ruíz-Giménez). La crisis pasó,
pero tuvo sus consecuencias: la mayor parte de los intelectuales moderados pasaron a la
oposición al régimen y a organizar distintos grupos alternativos, aunque sin demasiada
fuerza.
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A partir de 1942, las primeras derrotas alemanas hicieron necesario un cambio de
orientación en la política exterior española. Serrano Suñer abandonó el gobierno, que se
desmarcó de su alianza con el Eje para realizar una política verdaderamente neutral.
En 1943 se ordenó la retirada de la División Azul, y en 1945 se rompieron las relaciones
diplomáticas con el Japón. Los alardes fascistas de la propaganda se abandonaron
definitivamente.
Esta situación fue cambiando poco a poco, a medida que se recrudecía la Guerra
Fría. El cambio en la situación internacional fue aprovechado por Franco para intentar
salir del aislamiento, y para ello aprovechó la magnífica situación geoestratégica de
España y las Canarias para ofrecer en 1947 a los Estados Unidos la posibilidad de
instalar bases militares en nuestro país. El estallido de la guerra de Corea en 1950
precipitó los acontecimientos. Las fronteras se volvieron a abrir, los embajadores fueron
volviendo progresivamente,…, pero el final del aislamiento se produjo como
consecuencia de dos hechos fundamentales ocurridos en 1953:
6.- Economía
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El modelo económico que se impuso, siguiendo la política propia de los regímenes
autoritarios, fue el de la autarquía (modelo económico en virtud del cual cada país,
para ser verdaderamente independiente y libre, debe tender a la autosuficiencia
económica y a abastecerse a sí mismo por sus propios medios) y el intervencionismo
de Estado. En efecto, desde el principio se fijaron los precios y se obligó a entregar al
Estado todo excedente de cosecha (controlado a través del Servicio Nacional del
Trigo). Cualquier inversión industrial quedó sujeta a licencia previa y se reconvirtieron
fábricas para producir bienes de primera necesidad. Se fundó el Instituto Nacional de
Industria (INI) en 1941 para privilegiar a los sectores acordes con la política del
régimen (como la siderurgia o los astilleros), y se canalizó a través del Estado cualquier
permiso de importación o exportación. El bloqueo internacional provocó también el
establecimiento de un fuerte proteccionismo arancelario.
Sin embargo, la falta de objetivos económicos claros en un país arrasado, con una
enorme deuda y con una burocracia muy lenta mantuvo hundido el mercado interior, lo
que se agravó con el estallido de la II Guerra Mundial. Las cosechas eran muy pobres
(inferiores a las de 1936), los índices de producción industrial se mantuvieron muy
bajos, al igual que la renta nacional y la renta per cápita. El mercado negro (el
“estraperlo”) y la corrupción se extendieron a todos los sectores. En suma, el balance
final de la autarquía puede considerarse como negativo, puesto que la economía se
estancó durante mucho tiempo y el hambre y la miseria se instalaron entre la población
de forma prolongada.
Pero la prosperidad era tan sólo aparente, pues tanto los presupuestos como la
balanza comercial seguían siendo deficitarios, a lo que se unía una fuerte inflación que
impedía acelerar el crecimiento económico. A partir de 1955 se reprodujeron las
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huelgas y protestas. Hubo que esperar a la crisis de gobierno de 1957 y a la entrada en el
mismo de los “tecnócratas” del Opus Dei para que la política económica cambiara
completamente de rumbo.
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