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El alquimista

E
n Haëndel la vida volvió a la normalidad cuando
las Tierras Draconas fueron destruidas. La tecno-
logía era muy avanzada, las máquinas apenas se
distinguían de los humanos en inteligencia y los
avances científicos eran impresionantes. Por ejemplo, podía ya
curarse cualquier enfermedad con un alto porcentaje de éxito.
Pero siempre hay gente que quiere ir más allá, buscando lo
que todos los seres humanos anhelan: la inmortalidad; algo que
podría estar al alcance de las personas gracias a la tecnología.
En las afueras de Helgurb, la capital de Haëndel, había un
laboratorio que se creía abandonado. Allí una organización
secreta preparaba una nueva era, la Witch’N’Go Corpora-
tion. Más que un laboratorio, era una secta de seguidores de
la religión Dracona, cuyos venerados dioses eran los cuatro
dragones elementales. A pesar de que las instalaciones ha-
bían sido el pabellón de prácticas médicas de la Universi-
dad de Helgurb, la tecnología que allí se usaba era bastante
adelantada a la época. Su principal propósito era crear la
raza de dragones más perfecta del mundo, unos dragones
que sembrarían la destrucción en Haëndel, que dominarían
todos los elementos y que, para colmo, serían inmortales.
Cuando el joven Hörmis terminó la carrera de químicas,
entró a trabajar en dicha organización como aprendiz de
alquimista. Desconocía aquel mundo y los propósitos de la
empresa, pero necesitaba el dinero. Su familia había gastado
todo en pagar sus estudios, pues había tenido que trasladarse
a la ciudad, porque procedía de la aburrida y pequeña región
de Handur, considerada la menos poblada y desarrollada de
los pueblos de Haëndel.
Hörmis había salido de su casa, que había alquilado
con otros tres estudiantes, al este de Helgurb, y se presentó
en aquel pabellón que por fuera parecía en ruinas. Incluso
se podían apreciar roedores correteando por el suelo. En
su primer día de trabajo llevaba puestos unos pantalones
de vestir beige y un jersey de color rojo, todo ello debajo
de una reluciente bata blanca de laboratorio. Mientras se
acercaba a la gran puerta que le separaba de su primer
empleo, lo primero que le vino a la cabeza fue: «Vaya
condiciones que tiene este laboratorio. Espero que aquí
no fabriquen fármacos».
Una vez dentro todo apareció distinto. No tenía nada
que ver con el aspecto ruinoso del exterior. Estaba comple-
tamente limpio y lleno de máquinas relucientes y tubos de
ensayo gigantes, con diferentes fluidos. En el recibidor había
una mesa detrás de la cual se hallaba el conserje, un hombre
bastante gordo que dedicaba el día a estar sentado esperando
a que pasara alguien por allí. Llevaba puesto un uniforme de
color azul con el distintivo de una empresa de seguridad. Al
cinto se le veían una porra y unas esposas. Tenía el pelo gri-
sáceo y era medio calvo. En ese momento se estaba comien-
do una hamburguesa, así que preguntó con la boca llena:
—Señor, ¿puedo ayudarle en algo?
—Vengo por una oferta de empleo que colgaron en el ta-
blón de mi facultad —dijo Hörmis.
El conserje levantó la mano en sentido vertical mientras
tragaba el bocado que tenía en la boca.
—Bien. Cruzas esa puerta de allí, sigues el pasillo y al fon-
do —dijo simplemente para después darle otro bocado a su
grasiento y delicioso almuerzo.
Hörmis siguió las indicaciones del guarda de seguridad
y llegó a un pasillo con puertas a los lados. Eran de acero,
tenían todas una ventana de cristal y estaban numeradas.
Una goma azul recorría el suelo del pasillo, las paredes eran
de color ahuesado y había fluorescentes tubulares repar-
tidos por todo el techo. La puerta que tenía enfrente era
distinta, pues era blanca y había en ella un letrero que decía
Flamingo Reich, Responsable de proyecto. Tras llamar a la puerta
se oyó desde el otro lado:
—Adelante.
—Buenos días. Venía por el puesto de trabajo —dijo Hör-
mis tras abrir la puerta.
—¡Hola Hörmis! Bienvenido a Witch’N‘Go. Soy el señor
Reich, y soy el responsable del proyecto Drache, proyecto al
que pertenecerás desde hoy mismo —dijo aquel señor, que te-
nía el pelo rubio y alguna que otra cana, pero con una barba
completamente blanca.
—Y ¿en qué consiste? ¿Cuál es mi misión? —dijo con lige-
ra timidez.
—Tu misión a partir de hoy es dar vida a la criatura más
perfecta jamás creada: un dragón —dijo Flamingo con tono
orgulloso.
—¿Un dragón? —preguntó el chico— ¿Cree usted en esas
criaturas? Yo solo las he visto en libros, películas, videojuegos.
Tal vez existan, pero…
—No es que crea, es que sé que existen o por lo menos exis-
tían. Hace treinta años tuvo lugar un avistamiento justamente
aquí. Algunos de ellos realizaron un ataque con 132 víctimas
mortales el año que me gradué en la misma carrera que tú,
y en la misma universidad. Yo fui uno de los heridos leves,
aunque todavía tengo las cicatrices de aquel atentado, que es
como lo definieron entonces —dijo mientras se levantaba de
la silla y caminaba de un lado a otro por el despacho—. Pero
eso ahora no importa. Después de aquellos sucesos, empecé
a estudiar draconología, por mi cuenta. Conseguí acceder a
unos documentos de Shamat, un escritor que se hizo famo-
so por sus locas historias cuya veracidad se demostró justo
cuando murió. Fue una de las víctimas del ataque de hace
treinta años. Precisamente sucedió cuando él mismo daba el
discurso de fin de carrera. En aquellos escritos encontré la
inspiración para dar con uno de los hallazgos más importan-
tes del proyecto. Se trataba de unos documentos firmados por
una tal Luthia en los que se aseguraba que la mágica san-
gre de un dragón, en grandes cantidades, puede convertir a
cualquiera en un dragón. Tras mucho esfuerzo conseguí una
pequeña muestra de sangre seca. Tuve que hacerme pasar
por médico para conseguir una diminuta biopsia de un chico
llamado Yonath. También es famoso: es el nieto de Shamat; y
es el mejor amigo del Duque de Handur. Tras analizar aquel
tejido con sangre de dragón, me di cuenta de que contaba
con una cantidad de células madre impresionantes. Además
su composición era muy similar a la tinta que puede llegar a
usar una impresora o un bolígrafo, por lo que he deducido
que se podría crear un dragón a partir de ella, un dragón de
pequeño tamaño, pero de gran estatura.
—Pero ¿qué sentido tendría crear un dragón? —preguntó
Hörmis intrigado.
—Con un dragón en nuestro poder, reconstruiríamos las
tierras de Alandir, e incluso dominaríamos la Humanidad
—dijo Flamingo mientras sonreía.
—Podría ser algo peligroso —replicó Hörmis, rascándose
debajo de sus gafas redondeadas.
—No. Además no estamos creando un dragón normal, es-
tamos creando uno cuya sangre proporcione la inmortalidad,
estamos creando el primer Uróboros, el dragón del ciclo.
—No negaré que me impresiona, pero realmente necesito
este trabajo —dijo el chico.
—Pues entonces no se hable más. Te enseñaré las instalacio-
nes —le contestó el señor Reich mientras andaba hasta la puer-
ta. Justo después de abrirla dijo: —Pasa tú primero —el chico
hizo caso a su nuevo jefe y recorrieron juntos el pasillo—. Bueno,
como ves son todo laboratorios, y dentro de la mayoría de ellos se
trabaja en el proyecto Drache. Otros realizan sueros especiales.
A lo lejos se veían unas escaleras, y Hörmis preguntó:
—Y esas escaleras ¿a dónde llevan?
—Llevan a un área de máquinas restringida. Digamos que
es el depósito donde se almacenan los especímenes creados
o encontrados. Era una antigua morgue en la que se deposi-
taban los cadáveres destinados a la ciencia —dijo Flamingo
Reich con un tono escalofriante—. Bueno, tu laboratorio será
este, el número ocho.
Y tras la puerta apareció un laboratorio gigante con tubos
de ensayo por todas partes, equipos portátiles de informáti-
ca, cientos de sustancias y otros equipos de laboratorio, como
microscopios con una precisión atómica, centrifugadores y
mecheros Bunsen para calentar las mezclas. Al fondo, junto
a los ordenadores portátiles, se encontraban dos científicos
que serían los nuevos compañeros de Hörmis. Llevaban una
bata blanca de laboratorio con el logotipo de la empresa: una
especie de sombrero de bruja debajo del cual había escrito
Witch‘N’Go. Uno de los científicos era rubio, mientras que el
otro era moreno, y ambos vestían pantalones vaqueros.
—Te presento a tus nuevos compañeros, Demise y Grakò
—dijo mientras estos se levantaban para saludar a Hörmis.
—Demise, Grakò, este es Hörmis, vuestro nuevo compa-
ñero. Se acaba de graduar en la Universidad de Helgurb con
unas excelentes calificaciones. A partir de hoy trabajará con
nosotros en el proyecto.
—¡Hola, buenas! Encantado de conocerte —dijo Demise,
el chico rubio, mientras estrechaba la mano a Hörmis. Des-
pués se volvió a sentar, pues estaba revisando unos documen-
tos que había recibido sobre una especie de dragones desco-
nocida en Alandir.
—Así que tú eres Hörmis… Encantado de conocerte yo
también. Estoy deseando trabajar contigo en la sangre de
dragón —dijo Grakò justo antes de acercarse al microscopio
para analizar algunas biopsias extraídas a dragones muertos.
—Bien, pues todo aquí está dicho. Ese es tu ordenador.
Puedes llevártelo a casa si quieres y seguir investigando allí,
para algo es portátil. Tengo que irme a una reunión con nues-
tro patrocinador, el conde Noc —dijo Flamingo mientras se
marchaba por la puerta.
Hörmis se acercó a sus nuevos compañeros. Estaba un
poco extrañado, ya que no conocía nada sobre dragones y
alquimia.
—Hola chicos, parece que ahora vamos a ser colegas
—dijo mientras se agarraba sus dos manos—. ¿Podéis po-
nerme al día?
—Sí, por supuesto —dijo Demise sin dejar mirar los docu-
mentos—. Grakò, por favor…
—Descubrimos que la sangre de dragón es rica en ADN,
e incluso encontramos sulfuro de mercurio en la muestra. Es
bastante inquietante, ya que su composición es similar a un
tipo de tinta roja usada en tatuajes —dijo Grakò contemplan-
do la muestra con más detalle en el microscopio—. De ahí
podemos sacar el truquito que realizó Catharmad, según se
explica en un manuscrito de Michelière, antiguo profeta y al-
quimista de la época medieval —y comenzó a recitar solem-
nemente—. Dragones lucharon a muerte en una cruenta batalla que
duró días, en la que murieron tres de los cuatro dioses a manos del dios del
fuego, el dragón rojo. Este convirtió la sangre de dragón en tinta, tinta que
sería derramada por todas las tierras de Alandir. Impresionante. Solo
leer un párrafo de este autor me pone los pelos de punta, es
un auténtico profeta —se levantó entonces y se alejó del mi-
croscopio—. Bueno, y tú ¿qué sugieres? El señor Reich dice
que eres bueno…
—Déjame echar un vistazo —Hörmis se acercó al mi-
croscopio quitándose al tiempo las gafas. En él vio unas mo-
léculas secas, de color rojo cercano al negro—. Así que esto
es la sangre de un dragón… Similar a la tinta, pero estas
moléculas difieren del resto. La verdad es que la biología
no es lo mío, no la toco desde aquellos días frustrantes de
bachillerato… —dijo mientras separaba el ojo de la lente
del microscopio— ¿Se han realizado pruebas de ADN de la
muestra? —preguntó interesado.
—Sí, fue lo primero que se realizó —dijo Demise mostran-
do el informe en la pantalla de su ordenador—. No coinciden
con ninguna especie animal conocida. Contiene cromosomas
comunes con aves y con reptiles.
—¿De dónde procede la muestra? —preguntó Hörmis.
—El jefe dice que fue extraída de una persona llamada
Yonath, un informático que parece ser era descendiente
de Shamat, el escritor de La leyenda de Catharmad, el alma
del dragón.
—Según dicen es un libro bastante popular —dijo Demise
mientras sacaba el libro del cajón—. Deberías leértelo
—¿Sabéis una cosa? Yo no entiendo de alquimia, pero
creo que esto puede ser divertido —dijo Hörmis al coger
el libro de Demise.

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