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La identidad en la era digital vista desde la perspectiva del arte.

por Hugo León Zenteno


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1. Introducción

El presente artículo pretende constituirse en una segunda parte del planteamiento

teórico necesario para mi proyecto de investigación sobre la vinculación del arte digital

con interpretaciones socio culturales en alumnos de la Universidad Intercontinental. La

primera parte de esta investigación quedó plasmada en Arte digital: la última vanguardia

(León, 2001), la cual funcionó como un primer acercamiento al tema, particularmente en

cuanto a la definición precisamente del arte digital. En esta segunda parte busco ap-

roximarme a las nociones de sociedad digital, cultura de la imagen (como parte clave de

la anterior) e identidad digital. Con todo ello, pretendo conformar la idea del zeitgeist (o

espíritu del tiempo) digital, cuyo establecimiento me servirá, en la siguiente etapa de la

investigación, para hallar algunos de los nexos de aquél con obras de arte concretas

producidas por los alumnos.

2. Sociedad digital

Cero uno. Dos digitos que han trastocado la realidad del hombre del infolítico superior.

Así ha llamado José Terceiro (1996) a la era digital, sumándose al abanico de acepciones

que se han acuñado en los años recientes y que van de la sociedad de la información

(Wiener, 1948), a la sociedad digital (Bilbeny, 1997), pasando por la tardomodernidad

(Subirats, 2001), la era neobarroca (Calabrese, 1989), el digitalismo (Terceiro mismo), la

cultura telemática (Ascott, 1996), la sociedad red (Castells, 2001), sin descartar a la so-

ciedad de la tercera fase (Simone, 2001) y por supuesto a la manida aldea global y sus

sucedáneos (McLuhan, 1989). Independientemente del nombre que nos acomode para
llamar a nuestra sociedad actual, todos ellos convergen en la innegable prevalencia de la

información, y más concretamente en la información producida, transmitida, utilizada y

consumida de manera digital, binaria. Cero uno.

No obstante, para poder hablar de esos términos hay que considerar un abismo que

para muchos aún es infranqueable: me refiero a la brecha digital, cuyo reconocimiento

es menester para matizar el presente texto. El hecho de hablar de una sociedad digital

que discurre en una era digital, no implica que todos los estratos sociales se hayan digi-

talizado; es más, los porcentajes son exiguos cuando se refiere a países no desarrollados.

Simplemente partamos de la idea de que en México solamente una vigésima parte de la

población tiene acceso a Internet. Castells plantea una consecuencia a esto: “la dispari-

dad entre los que tienen y los que no tienen Internet amplía aún más la brecha de la

desigualdad y la exclusión social, en una compleja interacción que parece incrementar

la distancia entre la promesa de la era de la información y la cruda realidad en la que

está inmersa una gran parte de la población del mundo.”(2001:275) Ahora bien, si el ac-

ceso a Internet -y por ende a un cúmulo de información multiplicado- es limitado, el

uso que se le da al medio también aparece escaso: según el mismo Castells (2001:138) el

85% de las transacciones culturales en la red se ciñen al correo electrónico. No obstante

lo anterior, el fenómeno digital va más allá de la cantidad de usuarios (la cual dicho sea

de paso va creciendo de manera exponencial) en tanto ha generado nuevas costumbres

y formas de interacción social, nuevas formas de percibir y conocer la realidad -Bilbeny

(1997) incluso preconiza una revolución cognitiva apoyada en las tecnologías de la in-

formación-, y nuevos estatutos culturales dentro de las sociedad.

Precisamente en este último punto recalaré a continuación. La migración de un estadio

cultural, unicultural si se quiere, a uno multicultural es un fenómeno bastante notorio

en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a raíz del advenimiento de los medios ma-
sivos de comunicación, y de la transición del espacio de habitación del ámbito rural a

uno eminentemente urbano. Desde entonces, la multiculturalidad se presenta como la

versión actualizada y ampliada del mestizaje, incluyendo las secuelas y resistencias que

se generaron en ambos procesos. Pero aún nos hallábamos descifrando cómo gestionar

las sociedades multiculturales, cuando la socialidad individual surgida de la era digital

comenzó a prefigurar la infiniculturalidad. Retomo a Castells: “El nuevo modelo de so-

ciabilidad en nuestras sociedades se caracteriza por el individualismo en red” (2001:150)

Con esto, la red se erige como el basamento de los procesos sociales, restándole impor-

tancia al espacio geográfico, fomentando que el individuo establezca sus lazos de

manera menos impuesta y más electiva, construyendo así sus propios códigos cul-

turales, los cuales, no necesariamente coinciden con las personas que le rodean, incluy-

endo a su propia familia nuclear.

Es por ello que podemos hablar de una infiniculturalidad en la sociedad digital, ya que

cada individuo a partir de sus valores, intereses y afinidades desarrolla su propio so-

cioestilo, el cual es capaz de coincidir gracias a la red en diversos niveles con porciones

de los socioestilos de otros individuos. De tal forma que una sola persona conectada a la

red puede simultáneamente pertenecer a diversas culturalidades e interactuar en conse-

cuencia. En un tono similar, James Lull reconoce el fenómeno y se decanta por el

término superculturas, (utilizando un prefijo no relativo a la cantidad sino a la calidad) al

que define como: “grupos establecidos, retículas y redes de relevancia personal intrin-

cadas en complejas multiplicidades culturales que promueven el autoentendimiento, la

pertenencia y la identidad, en tanto que proporcionan oportunidades de desarrollo per-

sonal, placer e influencia social.” (2002:1) En un afán conciliatorio, podríamos pensar

que la sociedad digital da pie a una infinidad de superculturas.

3 Cultura de la imagen
Un aspecto particular de la sociedad digital que merece ser mencionado es su pro-

clividad hacia la imagen. Iconofilia, iconocracia, iconopresencia, iconismo, iconosfera;

son términos que se han comenzado a desprender de la asunción de que la imagen

campea inexorablemente en todos los campos de nuestra cotidianidad. Las posibili-

dades de reproductibilidad que brindan las herramientas digitales, han ralentizado este

proceso.

La imagen funciona a la perfección como pivote de los intercambios simbólicos de nues-

tros días, gracias a su concisión, a su posibilidad sintética, a su retórica en apariencia

simplista, a su omnipresencia. Y es que ante la apertura de la oferta informacional, la

imagen funge como aglutinadora semántica. Claro que esto va en detrimento de la ar-

gumentación y del diálogo, mas es una realidad innegable. Raffaele Simone (2001) cata-

loga este estadio como la tercera fase (donde la primera estuvo predeterminada por la

escritura y la segunda por la imprenta) y reconoce que la transición ha sido posible gra-

cias a que la inteligencia simultánea ha reemplazado a la secuencial. Esta simultaneidad

dada en primera instancia por los medios de comunicación audiovisuales ha sido po-

tenciada, otra vez, por los medios de comunicación digitales, cuya característica pri-

mordial es precisamente una simultaneidad de mensajes a partir de una interfaz en

forma de mosaico.

Régis Debray (1994 y 2001) también ubica a nuestro presente icónico como una tercera

edad a la que llama videosfera, cuya modalidad de existencia es virtual, en tanto la im-

agen es una percepción (y ya no un ser o una cosa), y cuyo régimen de autoridad

simbólica es lo visible o lo verosímil. Es exactamente esta verosimilitud una condición

esencial para la credibilidad de la imagen hoy en día: si algo parece real, es real. Al me-

nos en esa realidad mediática que cada vez más tiende a confundirse con nuestra cotidi-

anidad humana. Además, la verosimilitud constituye el sustento de otro concepto aso-


ciado a la cultura de la imagen: el simulacro. Sobra incluso decir que Baudrillard ha in-

sistido en ello con su característica mordacidad.

La conclusión a este punto nos remite a señalar que el espacio público se ve desplazado

por la imagen pública. En cuyo caso, la construcción y el consumo de imágenes se vu-

elve de capital importancia, en tanto aquéllas serán las que condicionen en gran medida

nuestras interacciones simbólicas .

4. La identidad en la era digital

Cuando nos referimos a la identidad, en términos sociales y culturales, nos referimos a

la que nos brinda un sentido de pertenencia a un grupo. El reconocer un nosotros, que

excluye a unos otros. En este sentido, la identidad digital está en consonancia con la so-

ciedad digital que le da cabida; esto es, los vínculos comunitarios tradicionales como

generadores de identidad están siendo reemplazados por lazos generados desde la es-

fera privada, los cuales también funcionan como productores de identidad. Sin em-

bargo, su carácter individual conlleva una multiplicidad que hace complicada la distin-

ción de dichas identidades. Gurrutxaga precisa al respecto:

En las sociedades de la tardía modernidad, marcadas por problemas


de integración y sentido, los individuos se “empeñan” en construir
grupos comunitarios y lo hacen con el aparato cognitivo e institu-
cional que poseen (...) los individuos construyen su mundo desde
opciones sociales, en ocasiones incomprensibles para el buen juicio
del científico social pero que, para los actores, adscritos a tan peculiar
realidad, cobra fuerte contenido y plena vigencia. (en Beriain y
Lanceros 1996:77)

Así, que podríamos esbozar una tendencia identitaria, en la que dicho nosotros se va

convirtiendo en un yo, mientras que el mencionado otros se va reduciendo a un otro. En

aras de profundizar en esta noción conviene regresar a Bilbeny (1997), quien se plantea
el cuestionamiento sobre la posibilidad de mantener una identidad dadas las condicio-

nes de expansión cognitiva inherentes a la sociedad digital. La respuesta pasa por el

señalamiento de la asignación (o auto-asignación) de roles mutantes que hace la per-

sona y que contrasta con una estabilidad de roles característica de la modernidad, y por

el reconocimiento de que la identidad digital debe ser adaptativa, versátil e incluso

irónica.

Esta dinámica y multiplicación de roles, ha sido estudiada por Sherry Turkle (1997), a

partir de las relaciones inter e intrapersonales dadas en los espacios virtuales llamados

MUD (Multi-User Dungeons) . Las conclusiones de Turkle radican en el sentido de la

existencia de un yo a la vez múltiple e integrado y en el reconocimiento de que los espa-

cios virtuales “representan un contexto para construcciones y reconstrucciones de la

identidad y un contexto para deconstruir el significado de la identidad entendida como

<una>”(1996: 117).

Surge así el problema de la conciliación de la individualidad con la socialidad, o bien de

aquélla con otras individualidades (incluyendo las propias). Vista desde esa perspec-

tiva, la identidad estaría caracterizada por la indefinición, por la falta de solidez, por la

lejanía de su unidad en el sentido clásico, en una palabra: por la vaguedad. Estamos

pues, ante la presencia de un fenómeno vago (término acuñado por Raffaele Simone),

cuya presencia es fácil de notar aunque su definición precisa se complique. Sugiere Si-

mone: “los fenómenos vagos se dejan capturar más fácilmente por la representación

artística” (2000: 145).

Por ello, otra manera de acercarnos a la identidad digital sería pensar en el contexto

socio-filósofico que propicia la generación y pervivencia del arte digital (al ser éste, so-

bre todo en su vertiente icónica, una manifestación genuina de la sociedad digital). Es


aquí donde podría agregar las ideas de posmodernidad y postestética a todas las ya

expuestas con antelación. Roy Ascott también hace el vínculo con la primera, al referirse

al arte producto de la cultura telemática:

This sunrise of uncertainty, of a joyous dance of meaning between


layers of genre and metaphoric systems, this unfolding tissue woven
of a multiplicity of visual codes and cultural imaginations was also
the initial promise of the postmodern project before it dissapeared
into the domain of social theory, leaving only its frail corpus of pes-
simism and despair. (1996:493 )

Así pues, la posmodernidad (al menos su proyecto primigenio) colabora para aportar

algunas características al zeitgeist del fenómeno artístico digital, a saber: la coexistencia

de argumentos contrarios, principalmente aquellos de que todo es arte (o al menos, cu-

alquier usuario computacional puede erigirse como artista), pero a la vez que el arte ha

muerto (de aquí se desprende el estadio postestético); la posibilidad de interactividad

del espectador (convertido ya en prosumidor) ; la sustitución de lo verdadero (o al menos

de su búsqueda) por lo verosímil; y la inmediatez de su consumo y producción: “Esta

concepción efímera, volátil e instantánea de la obra de arte no es una mera circunstancia

casual, sino el reflejo mismo de una época (Decors, 1996: 119).

Más allá de las discusiones que genere la diversidad de interpretaciones y definiciones

sobre el espíritu de nuestro tiempo y la relación que guarda con el arte digital, a manera

de conclusión podemos entresacar, después de todo, algunas certezas. La sociedad digi-

tal es una realidad ( y virtualidad) construida a partir de la información y de la imagen.

Su habitante es el homo digitalis, cuya identidad podríamos decir que es como el sistema

binario mismo: discontinua, bipolar (multipolar incluso), diversa. Y como he sostenido

en alguna ocasión en mi labor como docente: en la diversidad, está la riqueza.


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