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A dvertencia
E sto que sigue, que optimistamente esperamos leáis, ha querido ser una
novela. Quizás el tema (vidas cruzadas o vidas paralelas) sea tan antiguo
y tan choteado como la manía de escribir, pero es innegable que, quien
se da a estos menesteres, se arriesga a todo con tal de producir un volumen más
o menos o grueso y más o menos aceptable.
Pues bien: decimos que se trata de una novela y confiamos, oh, amable lec-
tor, oh, crítico despiadado, en que, considerándola como tal, no le atribuyáis al
autor ninguno de los juicios, palabras, actos y resultados finales de cualquiera
de los personajes.
Nos consta que el autor, viejo conocido nuestro, piensa y obra de muy dife-
rente manera, más mala que lo bueno y más buena que lo malo de los suso-
dichos personajes.
En cuanto al estilo, la pulcritud, el idioma, la calidad literaria y el valor in-
trínseco del libro, sí os creemos con derecho de pensar, decir, publicar y hasta
reclamar todo lo que os venga en gana.
Los meses de estudio se siguieron, con el solo alivio anual de la vuelta en va-
caciones a la casa paterna. En algunas de estas veces Rufis le hizo compañía,
con la anuencia y el encanto de su pobre madre que, al par que se congratulaba
de dar esas raras ocasiones de esparcimiento al hijo descriado, vislumbraba un
periodo de más holgura personal en sus míseros gastos y quizás hasta soñara
en las probabilidades de un nuevo medio social.
Marianito iba cada vez mejor en sus estudios, pero Rufis bajaba cada año de
nivel. En los últimos de la preparatoria Rufis hubo de verse reprobado en quími-
ca y aún llevaba, irregularmente, los dos años de inglés que por ningún lado le
penetraba. Y no eran razones: ni la dedicación total y absurda en el primero, ni
la falta de talento en el segundo. ¡Qué va! Marianito seguía dándole mordiscos
a la fruta prohibida, escapándose del Instituto cuantas veces podía y añadiendo al
parvo uso del sexo el semanal aliciente del trago y de la juerga. Pero los estudios
no eran pesados y con un par de horas de preparación –excepto los días de «San
Lunes», injustamente atribuidos con exclusividad a los artesanos–, las califica-
ciones nunca bajaban del más o menos satisfactorio BIEN.
Murió el siglo XIX, y llegó este vigésimo endiablado, trayendo miles de profecías
y augurios que arúspices y pitonisas de toda calaña se empeñaban en amonto-
nar, sobre guerras, pestes, sequías, terremotos y todas las plagas imaginables que
se atribuían a los infelices e impuntuales cometas, al parto de una mula que había
dado a luz un hermoso muleto, a la Santa de Caborca o a los infernales inventos
modernos que, personificados en el ferrocarril, el fonógrafo, la «luz elétrica», com-
petían en el sentido material con las ya tan popularizadas herejías de Bergson y
de Kant y las cuchicheadas, aunque inconcebibles, lucubraciones de Kropotkin
o de Carlos Marx.
M arianito a la vida,
DEBE HABER
25 años de edad, Pérdida de su padre,
Título de Doctor en Medicina, Parto a su favor de un hijo natural,
Cirugía y Partos,
Una novia rica, de porvenir y bonita Una querida de lastre, madre,
(la del Corán) pobre e ignorante.
Capital, $0.00 Créditos, $0.00
Para empezar la brega, el asunto no iba tan mal y mucho menos con las
ilusiones, la fe, la seguridad y las indudables buenas cualidades de Marianito.
Entretanto, nos ocuparemos del amigo Rufis, a quien hace varios años que
dejamos olvidado en la antigua Tangamanga (San Luis Potosí).
Rufis destripó en la misma provincia. No podía ser de otro modo, pues toda la
firmeza con que manejaba el cuchillo al tallar la madera se le convertía en feme-
nina debilidad cuando se trataba de hender la flácida carne de un cadáver. Los
músculos, las articulaciones, las medidas y las proporciones del cuerpo humano
que tan bien sabían sus ojos trasladar a la mano hábil en el dibujo, en la escultura
o en el tallado, se le convertían en un diccionario chino al tratar de recordarlos
por sus denominaciones técnicas. Para Rufis, las vértebras con todas sus complica-
ciones de: apófisis, diapófisis, arco neural y foramen transversarium seguían siendo
Rufis venía con ganas de conocer la capital, pero de conocerla en el más amplio
sentido de la palabra y lo que más le interesaba era ver los teatros, la tanda, las
artistas; toda esa bohemia que, a pesar de su misticismo y su religiosidad, se le
agitaba en el espíritu desde que las no muy frecuentes conversaciones de los
pocos potosinos que visitaban México la mencionaban con fruición, con jactan-
cia y con envidia; la gracia de Rosario Soler, las piernas de María Ureña, los en-
cantos de Elvira Lafón y el salero de Esperanza Pastor.
Dejando para las horas diurnas las inspecciones minuciosas de los templos
capitalinos, el beatífico imaginero se proponía no perder una sola noche de tan-
da, de comedia, de zarzuela, de ópera o de cualquier espectáculo que se realizara
frente a las candilejas. Parecíale que una actividad compensaba a la otra, pues si
una pudiera considerarse pecaminosa, de seguro que no habría manera de
encontrar nada más edificante que la primera.
Y así, en la alegre compañía de Mariano, alternó con los «Ricarditos» tan-
dófilos en las lunetas delanteras, se enamoró en silencio de la Goyzueta y la
Vivanco, aplaudió a rabiar a la Bonoris y a Gavilanes y se aprendió de memoria,
desde el tango de El bateo: «El día que yo gobierne, si es que llego a gobernar…»,
hasta la romanza del Chin Chun Chan con que Pepín Pastor hacía llorar a las
enamoradas: «Cuando la luna resplandeciente quiebra sus rayos en tu balcón…».
Estamos llegando a las fechas aproximadas en que las edades de nuestros dos
amigos, Marianito y Rufis, sumadas, pasaban largamente el siglo. Dos vidas
cuyo paralelismo en lo físico, difería absolutamente de su personalidad en lo
espiritual. Existencias trazadas sobre el mismo plano, pero cuyos rumbos,
proviniendo de orígenes separados por los 90 grados del rectángulo, se encon-
traban en la juventud y revirtiendo su orientación, se proyectaban nuevamente
hacia distintas metas.
El que fuera fogoso, práctico y mundano, Marianito; el de naturaleza sana y
fuerte, de mente despreocupada, de virilidad a toda prueba y de salvaje origen,
caía en la llanura de la inercia, vegetaba entre la inmóvil sementera de la medi-
tación, se clavaba en la cruz de su parálisis y llenaba las lagunas secas de su
mocedad con el agua tranquila de la metafísica. Marianito, en la edad madura,
hubiera sido capaz de internarse en un convento, de hacerse mártir por la reli-
gión y hasta de castrarse sólo para estar seguro de su repulsión hacia los tres ene-
migos del alma: el demonio, el mundo y la carne.
En cambio, el eucarístico Rufiniano, el producto de los altares y las sacristías,
el de las beatas manos que tan bien sabían infundir la santidad a sus obras de
arte, el que rezaba y creía, el sobrino del sacristán que cantaba el gregoriano,
—El cáncer, pues yo también creo que de eso se trata en mi caso, terrible e inexo-
rable como es, tiene para mí la virtud de ser uno de los misterios ante los que la
humanidad se estrella en todos sus intentos de descifrarlo. ¡Qué fácil es decir:
«El cáncer» y representarlo con un cangrejo, como su nombre lo indica, clavando
sus tenazas en el organismo humano! ¡Qué fácil es llevar las estadísticas de los
cancerosos y qué fácil es mitigarlo a veces con los precarios medios de nuestra
—Al contrario, hijito. Ese señor Ford me da toda la razón, sólo que se olvi-
dó de añadir a su fórmula cuantitativa el exponente cualitativo. Se olvidó de
decir que el primer diez por ciento es lo básico, lo esencial, lo aristocrático, lo
principal de la sustancia y que el otro noventa es únicamente el excipiente, el
vehículo, el bagazo, el relleno…
—Puede que usted tenga una especie de razón, que pudiéramos llamar:
«razón metafísica», pero la realidad es bien diferente. ¿Qué haríamos los médi-
cos sin los institutos de investigación, sin los instrumentos, sin las máquinas, sin
las sustancias, sin los laboratorios que nos dan la verdad en los diagnósticos?
—Yo no he negado la utilidad de éstos, pero sigo poniéndolos en segundo
lugar. El diagnóstico debe ser hecho por la imaginación del médico, después de
poner al servicio de ella todos sus conocimientos. El laboratorio sólo confirma
y muchas veces yerra. Pero creo que debo ponerte unos ejemplos de lo que es
la fantasía en función de la medicina, para mejor ilustración de mis doctrinas;
Mariano se moría y hubo que tomar las providencias que dictó su piedad religio-
sa. Vino el confesor dominico que, después de encerrarse por dos largas horas con
el doctor, salió sonriendo de la habitación y no pudo contener el comentario:
«El doctor es un santo. Un santo raro, pero santo. Dios lo tiene ya en su seno,
con mi absolución o sin ella».
Y la muerte, que sólo esperaba este último consuelo, se presentó ante la ca-
ma del enfermo.
Rufis y su mamá se creyeron en la obligación de llamar a presenciar el in-
fausto suceso a todos los que consideraron parientes o deudos del doctor, con
el resultado de la más curiosa y heterogénea promiscuidad. Se reunieron: Zaida,
la libanesa, esposa todavía del agonizante, que nadie supo si venía por la piedad
nacida de añejos y agradables recuerdos o por ver si había herencia de por medio;
Lupita, la antigua amante, madre del joven doctor que atendía a Mariano, vie-
jecita y llorosa, enredada en su inmutable rebozo; Ramoncito, triste, muy triste
de perder a su viejo amigo, a su padre y compañero de quien aprendiera tantas
cosas y heredara tanta sabiduría; la mamá de Rufis, casi antediluviana, arrugada
y apergaminada como los forros de un incunable, pero serena y lúcida como nin-
guno; Magdalena, la querida de Rufis, bonita en sus sollozos y sus lágrimas,
haciendo honor a su nombre; Rufis, lloroso también, pero dándose maña para
tomar, de vez en vez, apuntes al lápiz de la cara y los gestos del moribundo, y el
joven doctor, posesionado de su papel y viendo con lástima cómo se iba su casi
desconocido progenitor.
Rufis y su gente reanudaron su vivir con una profunda tristeza. Ramoncito fue
enviado de interno a un buen colegio, por su propia solicitud; Magdalena, vesti-
da de negro, aumentaba su belleza y su lozanía, conservándose rezandera y bue-
na, ayudando a la suegra, viejecita inconmovible, en todas las labores de la casa; de
Mariano junior, el joven médico, no volvieron a oír; tampoco supieron mucho
de los otros tres muchachos que andaban por esos mundos, cada cual con su
afán y sus problemas.
Mi ahijado querido:
Pronto vas a ser un hombre y creo que no te caerán mal, si los recuerdas,
los consejos que te deja como única herencia este viejo padrino:
Arte:
Si tienes disposiciones, procura ser, ante todo, artista, sin importar en
qué género o en qué rama. Músico, pintor, poeta, cómico, cualquier cosa que
tenga como mira principal la estética, el arte, la participación personal en
la exposición de lo bello; porque, te lo aseguro, no puede haber mayor
satisfacción para el espíritu, que, a la larga, es el que verdaderamente goza,
que el sentirse artista y el hacer sentir el arte propio. Además, recuerda que
nuestros tiempos de ahora son bien diferentes de los de la clásica bohemia
de Musset y de Gómez Carrillo. El artista de hogaño, cuando verdade-
ramente lo es, come, bebe, se divierte y logra su independencia económica
con bastante desahogo. Y acuérdate siempre, dígante lo que te digan, que
los únicos enriquecimientos honestos son: o los que hace la Lotería Na-
cional, o los de los artistas que han capitalizado su talento y sus dotes
espirituales. Todos los demás enriquecimientos, sin excepción alguna, son
de origen espurio, producto del latrocinio, de la prevaricación, del enga-
ño o de la explotación del hombre.
Política:
Si se te presenta una fácil oportunidad, no dejes de dar una entrada por
los vericuetos de la política. El Congreso de la Unión es una de las mejores
escuelas de psicología. Allí verás cómo el pasado de los hombres, muy al
contrario que el de las mujeres, no tiene importancia alguna. Entre tus
estimables colegas, «sus señoritas», encontrarás ascetas y ladrones, sabios
y estultos, tenorios y maricones y toda clase de bichos que, generalmente,
después de pasar por el puesto a que el pueblo NO los eligió, vuelven al
anónimo de sus mediocridad, perdiendo muchas de sus cualidades previas
y ganando todos los vicios y defectos inherentes a la forzada adaptación.
Estudiarlos y desdeñarlos te será muy útil.
Inhibiciones:
Todo en esta vida está reglamentado y dirigido por tabúes e inhibicio-
nes. Estas últimas van en proporción directa al talento y a la cultura del
individuo. Generalmente, los que estudian, los que piensan, los que ra-
zonan, se vuelven tímidos y hasta incapaces para todo lo que llaman «la
práctica», es decir, para las cosas consuetudinarias. Las inhibiciones impi-
den ser un buen vendedor, un hábil comerciante, un astuto banquero, un
político «visionario»; pues es natural que, quien considera a fondo que va
a engañar en una venta, a sorprender en un negocio, a exagerar sobre una
inversión o a señalar una ruta que él mismo ignora, se abstenga de hacerlo
por sus profundos sentimientos de ética, resultando, como consecuen-
cia, que se quedará al margen de los audaces a quienes «ayuda la fortuna».
Popularidad:
Si la deseas, fíjate bien en todos mis consejos, porque unos van ligados
a los otros. No se puede conseguir popularidad sin la ayuda de la mentira,
la «pose», la demagogia y la adulación. Ni el pueblo verdadero se escapa
de caer en estos señuelos; todavía le gusta que le reciten La suave Patria,
en vez de exigir que le lean un buen menú. ¿Y qué diremos de los ex man-
datarios que se consideran, quien más, quien menos, «consagrados por la
fama»? Los «Cincinatos» mexicanos regresan a la tierra que nunca habían
tenido y en la que, a costa del pueblo, han amontonado prudentemente:
residencias palaciegas, tesoros artísticos, maquinaria agrícola, ganados,
automóviles, queridas y cuentas bancarias de respetable espesor.
Decadencia:
Y ahora, como justificación solamente para ti, de mi viaje al otro mundo y
con el deseo de que no sigas el ejemplo, te diré que, desde mi muy propio
y egoísta punto de observación, obligado a ser testigo de esta guerra
estúpida que destrozará al mundo y al espíritu humano como ninguna
otra lo hizo, creo que hago bien en matarme después de haber vivido un
periodo de «Renacimiento Mexicano» (pues así conceptúo al de la Revolu-
ción que yo viví y en el umbral de una inevitable decadencia, peor que la
de mis años y mi salud.
Que el mundo está en decadencia y que empeora cada día, son pos-
tulados indiscutibles, como te lo probarán estas consideraciones:
La gran campaña que floreció en el Renacimiento, en busca de la ver-
dad y que tuvo sus últimos destellos en el siglo pasado, se considera prác-
ticamente liquidada y ha sido sustituida por los dogmas más absurdos, por
FIN