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Para poder llegar a determinar qué es el cuerpo, comencemos eliminando las visiones
que pueden inducir a error, o que contradicen a la experiencia vivida que tengo de mi
cuerpo y de la que hemos dicho es el único punto de partida de la reflexión.
La experiencia del propio cuerpo, experiencia que se da ante todo como un sentir, es la
de una indistinción entre cuerpo y yo. No cabe verlos en una relación de interacción o
como sede o serie de procesos paralelos porque «decir mi cuerpo... es colocar entre el
yo, cualquiera que sea su significación exacta, y mi cuerpo, cierta intimidad que no
tendría cabida en el esquema paralelista»1. De dicha intimidad tengo experiencia, una
experiencia radical; no es una afirmación teórica refutable mediante una argumentación
distinta. Frente a la tesis paralelista sólo cabe oponer una fórmula negativa: no tiene
sentido ni es verdad que yo sea algo distinto de mi cuerpo. Distinguir, identificar, etc.
son operaciones comprensibles dentro del campo de la lógica y que pueden realizarse en
relación a objetos; pero precisamente el cuerpo, en tanto que mi cuerpo, el cuerpo que
vivimos, no es un objeto situado ante mí, no es un objeto entre otros objetos. Si no
puedo considerar mi cuerpo como un objeto, quizá pueda considerarlo como un
instrumento del que me sirvo para percibir el mundo, recuperando así la noción
aristotélica de cuerpo. Sin embargo, los instrumentos son sólo recursos para acrecentar
alguna facultad o poder que quien los utiliza ya posee, como ocurre cuando se utiliza un
martillo o unas gafas; estos son potencias que posee un cuerpo orgánico. Así, si mi
cuerpo fuese un instrumento, sólo podría prolongar las potencias o poderes de otro
cuerpo, de manera que según esta tesis, el alma o el yo quedan convertidos en cuerpo.
Se trata, además, de un argumento que remite al infinito: de ser mi cuerpo un
instrumento, lo sería porque amplía los poderes de otro cuerpo, a su vez instrumento de
un tercero, y así sucesivamente. Además, instrumento es algo exterior a mí, un aparato
que se contempla desde fuera y carente de significación personal. No es este el caso del
propio cuerpo, en palabras de Marcel: «En la conciencia que yo tengo de mi cuerpo, de
mis relaciones con mi cuerpo, hay algo que esta afirmación (yo me sirvo de mi cuerpo
como de un instrumento) no revela; de ahí surge esta protesta, casi imposible de
reprimir: yo no me sirvo de mi cuerpo, yo soy mi cuerpo». De igual modo no puedo
afirmar que mi cuerpo es algo que poseo, como si fuese un objeto independiente de mí
mismo, sino que mi cuerpo es la condición de posibilidad misma de toda posesión. Sólo
un ser corporal puede poseer algo en el sentido corriente de esta relación de poseer,
dado que poseer es disponer de algo, tener poder sobre ello, de manera que supone la
mediación necesaria del cuerpo. Surge aquí la necesidad de valorar el aserto
husserliano: «El único objeto en el cual mando y gobierno de manera inmediata es mi
cuerpo». En tal inmediatez reside, según Marcel, un matiz peculiar de la posesión del
cuerpo, hasta tal punto que no puede definirse propiamente como posesión el vínculo
que me une a mi cuerpo. «Mi cuerpo es mío en tanto no lo contemplo, en tanto no
coloco entre él y yo un intervalo, en tanto no es objeto para mí, sino que soy mi
cuerpo»2.
Todas las contradicciones en las que filosofía y psicología han caído se evitan si, en
lugar de considerar el cuerpo como aparato meramente material, nos colocamos en la
perspectiva del cuerpo vivido. Dicha posibilidad se abre si consideramos la sensación
no como un mero recibir pasivo, sino como una participación. Experimentar es entonces
convertirse de algún modo en la cosa sentida. Podría expresarse igualmente en términos
de intencionalidad: lo importante es ver que la participación reside en un acoger activo,
en un dominio determinado, y que, por ser activo, supone siempre un yo, un para-sí.
Así, el hecho de ser un ser encamado se constituye en un indudable existencial, lo que
existe es un yo encarnado en un cuerpo y manifiesto al mundo. Dicha encarnación no
es, propiamente hablando, un hecho, sino el dato a partir del cual es posible cualquier
hecho. Toda existencia se constituye para mí sobre el tipo y la prolongación de la
existencia de mi cuerpo. El punto de vista existencial sobre la realidad no parece poder
ser otro más que el de una personalidad encamada. Si pudiéramos imaginar un
entendimiento puro (sin cuerpo) deberíamos concluir que para tal entendimiento no
existe la posibilidad de considerar las cosas como existentes o no existentes. En
definitiva, el hombre está inmerso en el mundo a través del cuerpo. Mi cuerpo, el que yo
vivo, es el punto de partida con relación al cual se ordenan las cosas, los existentes. No
podemos ya hablar de dualismo alma-cuerpo, es más, es preferible hablar de
corporalidad, de carácter corporal del hombre, o del hombre como espíritu encarnado,
antes que de cuerpo, pues así nos acercamos más a una comprensión unitaria de la
persona. Mounier sostenía que «no puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo». Y
afirmaba: «Yo soy persona desde mi existencia más elemental; lejos de
despersonalizarme mi existencia encarnada es un factor esencial de mi ser personal»'.
Ser persona es realizar, a través del cuerpo y en unión con el mundo, un destino, un
proyecto fundamental de vida. Porque soy mi cuerpo aparezco ante los demás, soy
presencia para otros, tengo un rostro. Asimismo, la existencia de lo otro, de los otros, se
me da en la experiencia de la encarnación, por ella accedo al dolor e incluso comprendo
la muerte. La forma de ser-en-el mundo viene definida por la corporalidad; a través de
mi cuerpo me abro al otro, al mundo, y es aquí donde tiene cabida mi libertad y mi
amor. En mi compromiso con el mundo siempre puedo fallar, caer en la tentación de
considerar mi cuerpo, y con él todo lo demás, como meros objetos, como meras
funciones y, al hacerlo, negar las presencias que se me ofrecen en el ámbito del ser.
«Cuanto más ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón
umbilical que las liga a mi existencia, tanto más afirmaré la independencia del mundo
respecto de mí, su radical indiferencia a mi destino, a mis fines propios, tanto más este
mundo se convertirá en espectáculo sentido como ilusorio, un inmenso filme
documental ofrecido a mi curiosidad».