Esteban Schmidt Publicado en 2006 en Los Trabajos Prácticos
Como venía la mano, la leyenda popular de los años ‘70 y sus
desaparecidos no podía terminar de otra manera que convertida en un polvito para drogar el presente y que el presente ande tonto por la calle, como quien marcha a apoyar a Aníbal Ibarra. Si cualquiera con dos vasos de vino en ayunas puede decir que el presente es lucha y el futuro es nuestro; puede también – porque es barato y casi nadie se lo va a reprochar – tomar un pedazo de película del pasado, editarla como quiera y usarla con fines publicitarios para cualquier causa: una justa, una injusta o una rarísima, como es reclamar el indulto a Ibarra después que 198 adolescentes murieran por varias causas asociadas a él, una de las cuales, la más importante, es haber sido negligente, en la gestión de los organismos encargados de controlar que la gente no se muera en masa y así nomás, en la ciudad.
Estela de Carlotto preparó la mezcla, dando un volantazo
inesperado en una trayectoria honesta. Aunque siempre severa y antipática, como una laboratorista desdichada, Carlotto había desempeñado, desde la vuelta de la democracia, un papel que ayudó mucho a que el país no fuera un puterío, haciendo una clara segunda voz en el coro de los familiares de las víctimas del terrorismo de estado, una voz contrastante con la exaltación guerrera de Hebe de Bonafini y, luego, la de los HIJOS. De no haber habido personas como Carlotto, Alfredo Bravo, Emilio Mignone y Graciela Fernández Meijide (sobre quien volveremos), expresando otra manera de enunciar el disgusto, el mea culpa de Martín Balza seguramente hubiera demorado más. Incluso algunas restituciones de chicos también se hubieran demorado más o no habrían llegado. Estela de Carlotto fue el brazo superlógico de la causa de la reparación por los crímenes contra la humanidad, concentrándose en la búsqueda de los niños robados a madres parturientas en los campos de concentración, y de otros niños que fueron robados en sus sillitas de comer la papa, sorprendidos, como sus papás, por escuadrones de la muerte para llevarse a los tres con destino a la niebla.
Carlotto, con hija, nuero y nieta secuestrados, podría haber
sobreactuado al infinito su bronca y regulado histéricamente el tono de su reclamo. Pero prefirió hacer foco en la devolución de identidades y, cada tanto, en todo caso, darse el gusto del contrapunto con Bonafini, sacándose una foto con el Papa, con Bill Clinton, con gente que en la espiral nerviosa y chanta de la presidenta de Madres, eran co-responsables de las fosas comunes, aunque en la práctica contribuyeran a darle marco favorable a las restituciones. Pero este gobierno de Néstor Kirchner, que tiene confundida a tanta gente, confundió también a Bonafini, que abandonó los hábitos tirabombas –que imaginábamos a prueba de todo– y también a Carlotto que, tal vez ya más grande, y más necesitada de reconocimiento y afecto, sacó a pasear su personaje consagrado de una manera más vanidosa, esperando las palabras de agradecimiento, el aplauso, en la real conciencia de que se ha convertido en una Coca-Cola de la política. Y para conseguir más cosas que la restitución de identidades, cosas nuevas. Recontra legítimo.
Los kirchneristas y Felipe Solá hicieron, entonces, a Remo, su
hijo, diputado por la provincia de Buenos Aires, y no es moco de pavo eso en una familia. Parece, pero no es. Hay que ver cómo se visten las familias, cómo se visten las señoras y las hijas cuando los diez de diciembre de cada dos años juran los nuevos diputados. Carlotto, envuelta en la política de los porotos, empezó a recibir otros vueltos. Y finiquitado su duelo tácito con Bonafini comenzó uno con Horacio Verbitsky, el periodista y presidente del CELS que, cuatro días antes de la marcha a favor de Ibarra, el domingo 26 de febrero de 2006, dejó abierta la puerta para responderse sobre la procedencia del dinero de las coimas para pagar el sexto voto de la Sala Juzgadora en contra de la destitución.
Carlotto eludía insistir con su apoyo a Ibarra, tras haber sido
corrida a los huevazos por los familiares de Cromañón, que le reprochaban no sólo estar apoyando al gobierno municipal negligente, sino también haberlos ignorado de manera olímpica cuando fueron a pedirle solidaridad. Y hay que ver que las posiciones públicas obligan y, si no se quiere estar obligado, hay que quedarse en casa y replegarse a sentencias privadas como “hoy lavo yo”. Pero la intervención de Verbitsky en Página/12 bastó para decidirla a jugar de nuevo a favor del intendente suspendido en sus funciones. Y lo que podría haber sido apenas testimonial, una foto o una presencia con pocas palabras, giró loco a una alocución sin papeles, puro espontaneismo de abuela, pero en la plaza pública, en la más pública de las plazas. Y dijo lo que no sabíamos que pensaba o que ella no pensaba que sabía.
“Venimos en nombre de nuestros hijos desaparecidos, quienes
dieron la vida para que nadie interrumpa arteramente un proceso legal”. Dijo.
Obvio que hubo aplausos en las cuatro columnas en que se
dividió la manifestación. La de los empleados municipales de todos los rangos, la de los pobres que reciben planes sociales y que, como en cualquier acto, son invitados a participar con el sobreentendido de los diez pesos más la reproducción calórica asegurada por lo que dure la jornada; y la columna de los funcionarios que, casi como todas las demás, se divide en dos mitades: los que les conviene que Ibarra se quede y los que no saben qué les conviene más.
Pero decíamos: Aplausos para Carlotto por la cadena
sintagmática desaparecidos-Ibarra-proceso legal.
La condición de la supervivencia en esos lugares como el Frente
Grande, el gobierno de Ibarra o el de prestador de un servicio al gobierno de la Ciudad es: no escuchar, o escuchar y no pensar, o escuchar, pensar y no decir nada, o escuchar, pensar, y decir lo contrario de lo que pensás. Así se puede hacer carrera o plata, o carrera y plata. De lo contrario, no. La Carlotto 2.0 les dijo a todos que los desaparecidos eran todos unos pasantes de Amnesty, y que por ellos Ibarra debía salir indemne de este proceso. Y todos aplaudieron, en las cuatro columnas.
Al ver ahí a Carlotto (varias veces merecedora al Premio Nobel
de la Paz, subrayemos esto una vez más), en directo, a la Abuela, modificar los hechos de la historia, y especular con una audiencia que dirá que sí a todo, pensé en lo injustos que pudimos ser con Graciela Fernández Meijide
Con todas sus limitaciones, Graciela, con las limitaciones
propias de quien no puede aprender un oficio con cien variantes como el bridge, la política, a los cincuenta y pico de años, y aprenderlo bien, como no se aprende a manejar a los cincuenta y pico. (Y ahora no se los ve tanto, pero cuando yo era chiquito y jugaba a la bolita en la plaza Primero de Mayo y hacía el huequito en la tierra, el que de haber profundizado me hubiera llevado a descubrir cráneos y fémures de compañeros muertos en el 1800, porque eso fue un cementerio anarquista, registré la existencia de algunos personajes que eran recién llegados al mundo del automóvil, beneficiarios de los primeros planes Rombo para tener su primer coche a los cincuenta años, unos señores que recuerdo con caras blancas y anteojos de marco negro y dos filas irregulares, como un empedrado, de dientes amarillos y peinados con raya, además, con una esposa que compraba tortas en Flambo y se enchufaba paños de algodón al indisponerse, dentro de esas bombachas que eran gigantes de color verde claro, para sus culos gigantes de color verde claro también; esos hombres, decía, que imagino desvirgados tardíamente, lanzando un chorro de leche desesperado y penoso un sábado a la tarde de invierno, en el departamento E de un edificio con portero español en la calle Pichincha, a una de estas Martas con las que se casaron; esos hombres que hoy están muriendo todos los días en el Durand o en el Piñeiro, existían aún.) Y Meijide que entonces, cuando yo jugaba a la bolita, digamos 1973, estaba a la vanguardia de la enseñanza del francés en un instituto privado de Belgrano, no soñaba la política. No la soñaba en los sueños, no como sueñan las actrices en los reportajes; no se le aparecía el papá peinándola arriba de un banquito para ir al Senado en un velatorio de la abuela en Avellaneda. Tenía que votar Graciela y no sabía a quién, tenía que conseguir una palanca para destrabar un trámite en el Mercado del Plata y no sabía cómo.
Por arquitectura biográfica precaria es que Meijide tuvo que
disimular un pasado de señora fuera de lo común, presumir y simular, y si no se podía con ella hablar de nada humano y hondo, no podía uno preguntarle dónde estaba cuándo murió Perón, o a quien había votado en 1958, porque todo se le había vuelto una ecuación especulativa donde pasado, presente y futuro debían acomodarse tras el objetivo de la presidencia, o de un viaje exploratorio a Venus con la Alianza, porque el Chacho de Palermo no se animaba, no podía, no le salía, porque su padre había sido portero y él, resistente al psicoanálisis, tampoco podía salir de la puerta de casa para mirar el mundo o para hacerlo, tal la promesa con la que salía a baldear el Salón de los Pasos Perdidos. Con otra disposición y empuje, Graciela lo hizo. Y la vimos y escuchamos una nochecita angustiante ingresar a un mundo de sufrimiento cuando explicó la pendularidad entre civiles y militares –¡dio clase!– a tipos que si no inventaron la idea, la soñaron, ilustrísimos como Hilda Sábato, Carlos Altamirano, Juan Carlos Portantiero o Beatriz Sarlo, por mencionar a algunos de los asistentes, que luego partieron al Congresito, un restaurant que ya no existe más, en la esquina de Bartolomé Mitre y Riobamba, a acompañar con San Felipes lo que habían presenciado, y a digerirlo.
Pero con esos problemas, y con esos coros respetables que la
celebraban pese a todo, a Graciela nunca se le ocurrió joder con su hijo Pablo, efectivamente desaparecido a los 18 años, la edad de muchos de los muertos de Cromañón y de un buen número de los soldados muertos en el Teatro de Operaciones del Atlántico Sur, el TOAS. Le preguntaron siempre y Graciela, de Pablo, jamás dijo que fuera un héroe ni un santo ni un defensor de los procesos legales; sólo que era su hijo y que lo quería. Y que había sido un golpe injusto e inesperado del que sí se repuso, porque la gente también se repone de las cagadas de la vida, y rara vez dio permiso para que se jugara con el golpe bajo. No dijo que lo extrañaba, ni dijo en ningún acto de campaña que lo esperaba con la sopa todos los días. Cuando le tocó la mala, el bajón político, porque la inexperiencia permite que te acuesten por nombrar a tu cuñado en un cargo público o darle trabajo a tu profesor de tenis, y tuvo que empezar a atajar penales, tampoco trajo al hijo para especular. No dijo, “ey, no me acuesten, soy madre de un desaparecido”. Siempre mantuvo el código con el hijo muerto, como un diálogo honesto con su cría al que cada día le decía no te voy a usar.
Como parte del gobierno de Ibarra y del gobierno nacional se
abastece de las eminencias setentistas que sobrevivieron y de algunos hijos setentistas (aunque sepan más de hostels que de casas operativas), es que vale traer al frente una forma de disciplinar políticamente que han tenido estos años de ahora, los que vivieron los días del Tío Campora, relacionándola con el giro a la comedia que, inesperadamente, hace la declaración solemne de nuestra Premio Nobel in pectore en defensa de este bobalicón egresado del ILSE.
La comedia, el humor negro, eran patrimonio de los
FAMILIARES, hijos, hermanos de desaparecidos, a los que escuchamos bromear con sus muertos. “¡Vamos antes que lleguen nuestros viejos!”, gritaba un pibe en la sede de FAMILIARES de Riobamba a punto de partir a un congreso de víctimas a Tucumán, pero como casi todos jugamos un poco con los propios (tengo una buena y una mala noticia, la buena es que mamá resucitó, la mala es que ES VERDAD). Buena parte de LOS FAMILIARES no permitían abrir ese chiste a sus compañeros de aula. Sí mostrarlo, como diciendo mirá que fuerte soy que me permito el humor pero, para los demás, habían sido víctimas de la cagada más grande del mundo. Eran niños en 1992, por ubicarnos, aunque ya fueran hombres y mujeres en edad de reproducirse y abortar, con padres o hermanos muertos, hacía ya no menos de quince años, cuando la licencia en los laburos, por familiar muerto, de cualquier clase de muerte, es de dos o tres días.
Victimizarse siempre tiene ventajas, y más si engarza con un
relato de los años setenta y del golpe militar del ‘76 que ni en los talleres literarios de Miguel Bonasso y Patricio Echegaray se hubiera escrito igual que como se escribió aquí, como una leyenda popular, como Robin Hood o El pajarito y el abeto. La dictadura y los muertos fueron un relato sencillo de buenos y malos redondos, con sus geografías del mal, los centros de detención; sus fechas claves, el Mundial, los goles a Perú, y su elenco multiestelar donde “el gato” y burócrata Oscar Smith avanzó hacia el olimpo de los desgraciados en la compañía de los valientes sindicalistas de la Mercedes Benz y, todos, con los chetos de Hidalgo Solá, Holmberg y Dupont, hechos pelota para simbolizar que fue a todos y a todas. (Como dijo la madre superiora del colegio de monjas a donde unos sucios entraron al grito de ‘las vamos a violar a todas’ y las monjas más jóvenes suplicaron ‘a la madre superiora, no’, y la madre superiora las fulminó con la mirada y las corrigió: ‘dijeron a todas’).
La vulgarización del relato de la guerra sucia, su aceptación por
todas las familias argentinas, en esos lunes de cincuenta puntos de rating para La Historia Oficial y La Noche de los lápices, logró que cualquier narración alternativa o que relativice el argumento básico de jóvenes macanudos / idealistas / lindos / solidarios luchando por un mundo mejor (o porque nadie interrumpa arteramente un proceso legal, ja, como nos enteramos ahora), contra satanes de verde oliva fuera demonizada. No nos referimos a lo que está probado y por lo que dimos cien mil vueltas a varias plazas: los secuestros, la desaparición y la muerte o al plan criminal que también está probado. Lo otro, ¿eh? Lo otro.
Muchos de los que hubieran ayudado a pensar un poco en lo
vivido y a pensar en lo que vivían, se engancharon en laburos que reclamaban lealtad al pensamiento único. No por stalinismo sino porque así se reclamaba desde el extranjero, de donde venía el financiamiento. Y así, muchos organismos de derechos humanos se convirtieron en agencias de turismo, hasta el presente, para que sus abogados de la UBA (estos sí, perfectos juniors de Amnistía) lleven el testimonio del horror (de otros) a Valencia o Kitzbuhel y que, de regreso a casa, a la cunita del horror, compartan y repartan la colecta del free shop, esas canastitas de Disco con que arrasaban y arrasan con los After Eight para el café y las Mont Blanc para firmar escrituras de casas nuevas con techos altos.
Menemismo por arriba, negación para los costados, olvido para
atrás, en los noventa se prohijaron los horrores del siglo siguiente, como ese horror en el que 198 nenes, nenas, bebés y madres pobres bailaron el último pogo antes del final, en diciembre del 2004. Ibarra fue el epígono de esa combinación de formas de ganarse la vida y procurar el prestigio público. Los desaparecidos siempre estuvieron por ahí, para él.
Recibió, además, igual que Graciela, la carambola de la
deserción del Chacho, una de las personas más malas y egoístas de la Argentina, quien le pasó así la posta a una de las de peor corazón. Un corazón que, desgarrado, rechazarían millones de gatos hambrientos de todo el mundo, por amargo. Si Perón nos dejó a Isabelita (otra Estela), Chacho nos legó a Ibarra.
Pero en la comparación vuelve a perder Ibarra. Hay más verdad
en las lágrimas de Isabel anunciando por cadena nacional la muerte del General –una Isabel que todavía no había tenido la menopausia, que se indisponía con una frecuencia irregular y loca y que ponía de la cabeza a Osvaldo Papaleo–, que en el tono compungido de Ibarra, el día de su alegato final. Y buscando encontraremos siempre más verdad. Mucha más verdad (porque lo dijo en serio) en Balbín despidiendo a Juan Perón, adversario-despide-amigo. Más verdad en el discurso de Leopoldo Moreau en el ‘87 en la Convención Nacional, recordando cómo llevaban con Freddy el féretro de Sergio Karakachoff a pulso, y pidiendo con ello permiso para votar la obediencia debida. Hay más verdad en unas palabras temblorosas del Coti Nosiglia en un acto casi a oscuras en Mina Clavero, un año antes, más verdad en Llamil Reston, una mañana de viernes en el Parque Rivadavia durante un homenaje a Bolivar a principios del ’83. Donde busque hay más verdad que en las palabras que usa Ibarra para encontrarle la vuelta y volver a sentarse en el sillón que, además de su egoísmo y negligencia, prueba su sadismo.
Pero de Ibarra lo sabíamos todo. Cromañón, penosamente, nos
dio la oportunidad de que quede más claro para muchos otros, porque los presupuestos abultados y las cabezas apuntando siempre hacia el televisor facilitan el desinterés público y promueven la ignorancia. Casi nadie recuerda a Pancho Rabanal, nadie recordará a Ibarra por algo bueno. Será el intendente de la tragedia, de los adolescentes muertos en el Once.
De Carlotto, no. Aun con esta intervención siniestra podrá ser
recordada como una gran mujer, como alguien inspirador (un papel que Graciela, al enlodarse en nombre del cagón, no podrá cumplir). Pero Carlotto también se puede perder el bronce, si el apoyo al hijo le come la neutralidad. En la política, que es la historia, no existen las contemplaciones que se le podían tener a Mercedes Sosa, por ejemplo, quien por Fabián, la luz de sus ojos negros tucumanos, su resplandor oscuro, vago y macrista, terminó un lunes de una campaña cualquiera apretando la mano del ingeniero, el zonzo de Barrio Parque, que sólo le había cantado, hasta ahí, a la luna de Aspen, a la que encima confundió con un farol.-