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FEDOR DOSTOIEVSKI

Diario de un escritor
( selección)
Edición popular para la COLECCIÓN AUSTRAL
Versión española de J. García Mercadal
@ Cía. Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A. Buenos Aires, 1960
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE

ÍNDICE

DIARIO DE UN ESCRITOR - 1873


I. Introducción
II. Un capítulo personal
III: Bobok
IV. Cuadritos
V. Reflexiones sobre la mentira

DIARIO DE UN ESCRITOR - 1876


I. El niño mendigo
II. El pobrecito en casa de Cristo el día de Navidad
III. El mujik Marei
IV. La centenaria
V. Un hombre paradójico
VI.. La muerte de George Sand
VII. Dos suicidios
VIII. La sentencia
IX. "Los mejores"
X. La tímida (Cuento fantástico)
XI. La moral tardía
XII. Afirmaciones sin pruebas
XIII. Anécdota sobre la vida infantil

DIARIO DE UN ESCRITOR - 1879


I. El sueño de un hombre extraño (Relato fantástico)
II. La mentira se salva por otra mentira
III. La muerte de Nékrassov
IV. Puschkin, Lermontov y Nékrassov
V. El poeta y el hombre
VI. Un testigo en favor de Nékrassov

DIARIO DE UN ESCRITOR - 1880


I. Discurso sobre Puschkin

DIARIO DE UN ESCRITOR

(1873)
I
INTRODUCCIÓN

El 20 de diciembre supe que todo estaba arreglado y que


llegaba a ser director de la revista Grajdanine (El Ciudadano).
Este acontecimiento extraordinario —al menos para mí— ocurrió
de un modo bastante sencillo.
Precisamente aquel mismo 20 de diciembre acababa de leer
un artículo del Boletín de Moscú sobre el matrimonio del
emperador de la China, que me produjo una gran impresión.
Aquel maravilloso suceso, tan complejo, había ocurrido también
del modo más sencillo, estando todo previsto, hasta en sus
menores detalles, desde lo menos mil años antes, en los
doscientos volúmenes del Libro de las Ceremonias.
Comparando el importante acontecimiento que ocurría en
China con mi nombramiento de director de periódico, me sentí
de repente muy ingrato para con las instituciones de mi país,
a pesar de que la autorización para publicar la revista me fue
concedida por el Gobierno sin dificultad.
Pensaba que para nosotros —me refiero al príncipe
Mestchersky y a mí— hubiera sido preferible cien veces el
editar El Ciudadano en China mejor que en Rusia. Allá lejos
todo es muy claro; nos presentaríamos, el príncipe y yo, en el
día fijado, en la Cancillería principal de la Imprenta.
Prosternándonos, golpearíamos el suelo con nuestras frentes y
después pasaríamos por él la lengua repetidas veces; luego,
poniéndonos en pie, alzaríamos un índice cada uno, bajando
respetuosamente la cabeza. Es indudable que el director de la
Cancillería haría tanto caso de nosotros como de las moscas.
Pero entonces surgiría un tercer adjunto de su tercer
secretario, el cual, teniendo en la mano el diploma de mi
nombramiento de director, nos recitaría, con voz noble, pero
suave, la alocución de rigor sacada del Libro de las
Ceremonias. Este trozo de elocuencia sería tan claro y tan
completo, que daría gozo escucharlo. En el caso en que yo,
chino, fuese lo bastante ingenuo, lo bastante niño para
experimentar algún remordimiento de conciencia ante la idea
de aceptar una dirección como aquélla sin poseer las
condiciones requeridas, pronto me probarían que semejantes
escrúpulos eran grotescos. ¡Qué digo! El texto oficial me
convencería inmediatamente de una inmensa verdad; a saber:
que si por una gran casualidad tuviera yo algún ingenio, lo
mejor sería no emplearlo nunca. E indudablemente sería
encantador oírse despedir por medio de estas deliciosas
palabras: "Vete, director; desde ahora ya puedes comer arroz y
beber té con una conciencia más tranquila que nunca".
El tercer adjunto del tercer secretario me entregaría entonces
el lindo diploma escrito con letras de oro sobre rojo
pergamino, el príncipe Mestchersky entregaría un copioso jarro
de vino, y, volviéndonos los dos a nuestra casa, nos
apresuraríamos a editar inmediatamente el espléndido primer
número de El Ciudadano, mejor que todo lo aquí editado; ¡no
hay como China para el periodismo!
En China, de todos modos, creería capaz al príncipe
Mestchersky de hacerme una mala partida al bombearme
como director de su periódico; no me proveería, quizá, tan
finamente, más que con la sola intención de hacerse
reemplazar por mí cuando se tratase de ir a a Cancillería para
recibir cierto número de golpes de bambú en los talones. En
cambio, quizá allá tendría la ventaja de no escribir artículos de
doce a catorce columnas como aquí, e indudablemente tendría
derecho a ser inteligible, cosa prohibida en Rusia, a no ser al
Boletín de Moscú.
Ahora, tenemos en nuestra casa, al menos hoy, un principio
completamente chino: aquí también vale más no ser
demasiado inteligente. Por ejemplo, antes en nuestro país la
frase "no comprendo nada" daba una reputación de necedad a
aquel que de ella se servía. Ahora honra grandemente a quien
la emplea. Basta pronunciar las tres palabras precitadas con
un tono seguro, hasta altivo. Un señor os dirá orgullosamente:
"No comprendo nada de la religión, nada de Rusia, nada del
Arte...", y en seguida se le colocará sobre un pedestal. Somos
chinos, si queréis, pero en una China sin orden. Apenas si
comenzamos la obra que China ha realizado. Verdad es que
nosotros llegaremos al mismo resultado; pero... ¿cuándo? Creo
que para llegar a aceptar como código moral los doscientos
volúmenes del Libro de las Ceremonias, con el fin de tener
derecho a no pensar en nada, todavía necesitaremos lo menos
mil años de ininteligentes y desordenadas reflexiones; sin
embargo, es posible no tengamos que hacer más que dejar
pasar las cosas sin reflexionar nada, pues en este país, cuando
ocurre que un hombre quiere expresar una idea, se ve
abandonado por todos. No le queda más que buscar una
persona menos antipática que la masa, halagarla y no hablar
más que con ella, editando un periódico sólo para esta
persona. Yo voy más lejos: creo capaz a El Ciudadano de
hablar solo y para su propio placer. Y, si consultáis a los
médicos, os dirán que la manía del monólogo es un signo
seguro de locura.
¡He aquí el periódico que me he encargado de editar!
¡Adelante! ¡Hablaré conmigo mismo para mi propio placer!
¡Ocurra lo que ocurra!
¿De qué hablar? De todo cuanto me conmueva, de todo
cuanto me haga reflexionar. Tanto mejor si encuentro un lector
y, si Dios quiere, un contradictor. En este último caso, me veré
obligado a aprender a hablar y a saber con quién y cómo
debo hablar. Me aplicaré a ello, porque para nosotros los
literatos esto es lo más difícil. Los contradictores son de
diferentes especies: no se puede argumentar con todos de la
misma manera.
Quiero decir aquí una fábula que he oído estos últimos
tiempos. Se afirma que esta fábula es muy antigua, y se
agrega que quizá ha venido de la India, lo cual es muy
consolador.
Un día un cerdo riñó con el león y lo desafió. Al volver a su
casa reflexionó y se sintió lleno de terror. Reunióse todo el
rebaño, deliberó y dio su solución del siguiente modo:
"Mira, cerdo, muy cerca de aquí hay un agujero lleno de
basuras: vete allí, revuélcate bien dentro del agujero e
inmediatamente después preséntate en el lugar donde el duelo
debe celebrarse."
El cerdo siguió este consejo. Llegó el león, lo olfateó, hizo un
gesto y se fue. Largo tiempo después el cerdo se alababa de
que el león había tenido miedo y se había escapado en lugar
de aceptar la lucha.
Indudablemente, entre nosotros no hay leones: se opone a
ello el clima, y además sería para nosotros una caza
demasiado majestuosa. Pero reemplazad al león por un
hombre bien educado, y la moraleja será la misma.
Todavía quiero contaros algo sobre este asunto: Un día
hablaba yo con Herzen y le elogiaba mucho una de sus obras,
De la otra orilla, de la que, con gran satisfacción mía, Mikhaíl
Petrovítch Pogodine había hablado en términos muy
halagadores en un excelente artículo, muy interesante. El libro
estaba escrito en forma de conversación entre dos personajes:
Herzen y un contradictor cualquiera.
—Lo que particularmente me agrada —hacía yo notar— es que
vuestro contradictor es, como usted, un hombre de mucho
talento. Confiese usted que más del una vez le pone en grave
apuro.
—Ese es todo el secreto de la cuestión —replicó Herzen,
riéndose—. Oiga usted una breve historia: Un día, en la época
en que vivía en Petersburgo, Bielinsky me llevó a su casa para
leerme un artículo por lo demás lleno de talento. Se titulaba:
Diálogo entre los señores A y B y se ha reproducido en sus
obras completas.
En ese diálogo Bielinsky se mostraba sumamente inteligente
y listo. El señor B, su contradictor, tenía un papel mucho
menos brillante.
Cuando mi huésped hubo terminado su lectura, me preguntó,
no sin cierta ansiedad:
—¡Bueno! ¿Qué te parece?
—Es excelente, excelente —le respondí—, y has sabido
mostrarte tan inteligente como eres. Pero.., ¿qué gusto has
podido tener en perder el tiempo con semejante imbécil?
Bielinsky se arrojó sobre el sofá, hundió su rostro en un cojín,
y exclamó, reventando de risa:
—¡Me has matado! ¡Me has matado!
II

UN CAPÍTULO PERSONAL

Más de una vez me han empujado a escribir mis recuerdos


literarios. No sé si lo haré. Mi memoria va siendo perezosa, y,
además, recordar es triste. En general, me gusta poco
recordar. No obstante, algunas veces, ciertos episodios de mi
carrera literaria aparecen por sí mismos en mi memoria con
increíble claridad. Por ejemplo, he aquí algo que recuerdo. Una
mañana de primavera había ido a ver a Iégor Petrovitch
Kovalésky. Mi novela Crimen y castigo, que se estaba
publicando entonces en el Mensajero ruso, le interesaba
mucho. Se puso a felicitarme calurosamente, y me habló de la
opinión que de ella tenía un amigo cuyo nombre no puedo
dar, pero que me era muy querido. Interin, se presentaron, uno
tras otro, dos editores de revistas. Uno de estos periódicos ha
adquirido desde entonces un número de lectores
ordinariamente desconocido de las revistas rusas, pero
entonces estaba en los comienzos de su fortuna. Por el
contrario, el otro acababa ya una carrera poco antes gloriosa;
pero su editor ignoraba que su obra debiese terminar tan
pronto. Este último me llevó a otro cuarto, donde estuvimos
hablando. Se había mostrado muy amable conmigo en varias
ocasiones, a pesar de que nuestro primer encuentro había sido
tormentoso. Una vez, entre otras, me había enseñado versos
suyos, los mejores que había escrito, y bien sabe Dios que su
apariencia no sugería la idea de hallarse en presencia de un
poeta, y, sobre todo, de un poeta doloroso y amargo. Sea lo
que sea, entabló su conversación del siguiente modo:
—¡Bueno! ¡Le hemos vapuleado a usted un poco, en mi
revista, a propósito de Crimen y castigo!
—Lo sé, lo sé... —respondí.
—Y... ¿sabe usted por qué?
—Sin duda, cuestión de principios.
—De ningún modo. Ha sido por culpa de Tchernischevsky.
Me quedé estupefacto.
—El señor N... —repuso—, que le ha maltratado a usted en su
artículo, fue en mi busca para decirme: "Su novela es buena,
pero hace dos años no tuvo inconveniente en injuriar a un
infeliz deportado y caricaturizarle. Voy a destrozar su novela."
—¡Vaya! Ahí tenemos las simplezas que vuelven a comenzar
por el asunto de El cocodrilo —exclamé, comprendiendo en
seguida de qué se trataba—. Pero ¿ha leído usted mi novela
titulada El cocodrilo?
—No, no la he leído.
—Pues todo eso proviene de una serie de chismes idiotas.
Mas es preciso todo el ingenio, y todo el discernimiento de un
Boulgarine para encontrar en esa desdichada novela la menor
alusión a Tchernischevsky. ¡Si supiese usted lo idiota que es
todo eso! Sin embargo, nunca me perdonaré no haber
protestado, hace dos años, apenas lanzada, contra esa
calumnia estúpida.
Y hasta ahora todavía no he protestado. Un día no tenía
tiempo, otro encontraba el chisme demasiado despreciable. Sin
embargo, esta bajeza que me atribuyen ha llegado a ser, para
muchas personas, un agravio contra mí. La historia ha corrido
por los periódicos y las revistas, ha penetrado en el público y
me ha valido varios disgustos.
Es ya tiempo de explicar lo que hay en ella, pues mi silencio
acabaría por confirmar aquella leyenda.
La primera vez que encontré a Nicolás Gavrilovitch
Tchernischevsky fue en 1859, durante el año que siguió a mi
vuelta de Siberia; ya no recuerdo ni dónde ni cómo. Después
nos hemos vuelto a encontrar, pero no con mucha frecuencia;
apenas si hablamos, pero siempre nos tendimos la mano.
Herzen me decía que su persona y sus maneras habíanle
producido molesta impresión. Pero yo sentía por él simpatía.
Una mañana encontré en mi puerta un ejemplar de una
publicación que entonces aparecía con bastante frecuencia. Se
llama La Joven Generación. Nada más inepto e irritante. Estuve
todo el día molesto.
Hacia las cinco de la tarde fui a casa de Nicolás Gavrilovitch.
El mismo salió a abrirme la puerta, me acogió muy
amablemente y me condujo a su gabinete de trabajo. Saqué
de mi bolsillo la hoja que había encontrado por la mañana y
pregunté a Tchernischevsky:
—Nicolás Gavrilovitch, ¿conoce usted esto?
Tomó la hoja como una cosa para él perfectamente ignorada,
y leyó el texto. Aquella vez no había más que unas diez
líneas.
—¿Qué quiere decir esto? —me preguntó, sonriendo
ligeramente.
—¡Bah! ¡Si serán idiotas esas gentes! —dije—. ¿No habría algún
medio de hacerles renunciar a ese género de bromas?
—Pero ¿se figura usted que tengo algo que ver con ellos, que
colaboro con sus tonterías?
—Estaba completamente seguro de lo contrario, y creo inútil
asegurárselo. Pero me parece que debieran disuadirles de
continuar su publicación. Sé muy bien que usted nada tiene
que ver con los redactores de esta hoja, pero usted los conoce
un poco, y, para ellos, su opinión tiene mucho peso; ¿no podría
usted?...
—Pero ¡si no conozco a ninguno de ellos!
—¡Ah! ¡Si usted lo dice!... ¿Habrá que hablarles directamente?...
¿Acaso una queja procedente de un hombre de la situación de
usted?
—¡Bah! No produciría ningún efecto... Todo eso es inevitable...
—Sin embargo, hacen daño a todo y a todos...
En aquel momento llegó un nuevo visitante y me marché.
Estaba completamente convencido de que Tchernischevsky no
era en modo alguno solidario de las bromas pesadas. Me había
recibido muy bien y vino pronto a devolverme la visita. Pasó
cerca de una hora en mi casa, y debo decir que pocas veces
he visto un carácter más suave y más amable que el suyo.
Nada me asombraba tanto como el oírlo tratar, en algunas
partes, de hombre duro e insociable. Estaba cierto de que
deseaba hacerse amigo mío, y no me molestaba por ello.
Pronto hube de trasladarme a Moscú; pasé allí nueve meses, y,
naturalmente, mis relaciones con Tchernischevsky no siguieron
adelante.
Un buen día supe la detención y después la deportación de
Nicolás Gavrilovitch, sin conocer los motivos, que hoy todavía
ignoro.
Hace año y medio pensé escribir un cuento humorístico-
fantástico, por estilo de Nariz, de Gogol. Nunca había escrito
nada de ese carácter. Mi novela no pretendía ser más que una
broma literaria. Tenía que desarrollar en ella algunas
situaciones cómicas. Aunque todo ello no tenga gran
importancia, contaré aquí el asunto de mi cuento, para que se
comprendan las conclusiones que de él se sacaron:
"Había por entonces, decía mi novela, en Petersburgo un
alemán que exhibía un cocodrilo mediante el desembolso de
cierta cantidad. Un funcionario petersburgués, antes de salir
para el extranjero, quiso ir a gozar de aquel espectáculo en
compañía de su joven esposa y de un amigo. El funcionario
pertenecía a la clase media; tenía algún dinero, era todavía
joven, lleno de amor propio, pero tan idiota como el famoso
"Jefe Kovalov que había perdido su nariz". Se creía un hombre
notable y, aunque medianamente instruido, considerábase
como un genio. En la oficina pasaba por el ser más nulo que
se podía hallar. Como si quisiera vengarse de aquel desdén,
había tomado la costumbre de tiranizar al amigo que le
acompañaba a todas partes, tratándole como a inferior. El
amigo le odiaba, pero lo soportaba todo por causa de la joven
esposa, a la que amaba infinitamente. Pues mientras esta linda
persona, que pertenecía a un tipo completamente
petersburgués —el de la coqueta clase media—, mientra esta
linda persona se aturdía con las gracias de los monos que
enseñaban al mismo tiempo que El cocodrilo, su genial esposo
hacía de las suyas. Consiguió despertar y molestar al cocodrilo,
hasta entonces dormido y tan inquieto como un leño. El saurio
abrió una boca enorme y se engulló al marido. El gran
hombre, por la más extraña de las casualidades, no había
sufrido el menor daño, y, por efecto de su carácter, encontróse
maravillosamente bien en el interior del cocodrilo. El amigo y
la mujer, sabiendo que estaba a salvo por haberle oído
alabarse de su felicidad en el vientre del reptil, fueron a dar
cerca de las autoridades los pasos necesarios para obtener la
libertad del involuntario explorador. Para eso, primero era
preciso matar al cocodrilo, y después despedazarle
delicadamente para extraer de él al gran hombre. Pero había
que indemnizar al alemán, propietario del saurio. Este germano
comenzó por enfadarse formidablelnente. Declaró, jurando, que
seguramente su cocodrilo moriría de una indigestión de
funcionario. Pero pronto comprendió que el brillante burócrata,
tragado sin recibir daño podría procurarle grandes entradas en
toda Europa. Exigió, a cambio de su cocodrilo, una suma
considerable, más el grado de coronel ruso. Mientras tanto las
autoridades se mostraban apenadas, pues ningún funcionario
recordaba haber visto nunca un caso parecido. ¡No había
precedente ninguno!
Después se sospechó si el funcionario se habría metido en el
cuerpo del cocodrilo para causar molestias al Gobierno. ¡Debía
ser algún subversivo "liberal"!
Mientras, la joven viuda hallaba que su situación de "casi
viuda" no carecía de interés. El esposo tragado —a través del
caparazón del cocodrilo— acababa de declarar a su amigo que
prefería infinitamente su estancia en el interior del saurio a su
vida de funcionario. Su veraneo en el vientre de una bestia
feroz atraía sobre él, por fin, la atención que en vano
solicitaba, cuando quedaba alguna vacante, sobre sus
ocupaciones burocráticas. Insistió para que su mujer diese
veladas en las que apareciese su tumba viviente. Todo
Petersburgo iría a sus veladas, y a todos los hombres de
Estado les sorprendería el fenómeno. Él, el "tragado"
interesante, hablaría siempre a través de la escamosa coraza
del cocodrilo, o mejor, por la garganta del monstruo:
aconsejaría a sus jefes y les demostraría sus capacidades. A la
insidiosa pregunta de su amigo, que le preguntaba qué haría
si un buen día se viese evacuado de su ataúd de una u otra
manera..., respondió que estaría siempre en guardia contra una
solución demasiado conforme a las leyes de la naturaleza... ¡y
que se resistiría a ello!
La mujer se sentía cada vez más encantada con su papel de
falsa viuda: todo el mundo le demostraba su simpatía; el jefe
directo de su marido le hacía frecuentes visitas, jugaba a las
cartas con ella, etc."
Aquí terminaba el primer episodio de mi novela, que dejé sin
terminar, pero que un día u otro habré de seguir.
Sin embargo, he aquí el partido que han sacado de esta
broma:
Apenas lo que había escrito de este relato apareció en la
revista La Época (era en 1865), que el periódico Goloss (La Voz)
entregóse a los más extraños comentarios sobre el asunto de
la novela. Ya no me acuerdo exactamente del texto del
memorial, pero su redactor se expresaba, al principio de su
artículo, poco más o menos como sigue:
"En vano es que el autor de El cocodrilo se ejercite en un
género de humorismo nuevo para él: no recogerá con ello ni
el honor ni los provechos que busca" etcétera; luego, después
de haberme infligido algunos pinchazos de amor propio
bastante envenenados, el revistero recurría a embrolladas
acusaciones, seguramente pérfidas, pero incomprensibles para
mí. Una semana más tarde encontré al señor N. N., que me
dijo: "¿Sabe usted lo que creen en algunas partes? Pues bien,
afirman que su Cocodrilo no es más que una alegoría: se trata
de la deportación de Tchernischevsky, ¿verdad?"
Completamente consternado por semejante interpretación,
juzgué, no obstante, despreciable una opinión tan fantástica;
semejante ruido no podía hallar eco. Sin embargo, nunca me
perdonaré mi negligencia y mi desdén en aquella ocasión,
pues aquella tonta invención no hizo más que tomar cuerpo y
adornarse cada vez más; mi mismo silencio ha dado ánimos a
los comentadores. "¡Calumniad! ¡Calumniad! ¡Siempre quedará
algo!"
¿Dónde está la alegoría? ¡Ah! Indudablemente, el cocodrilo
representa la Siberia, y el funcionario presuntuoso e inútil no
es otro que Tchernischevsky. Ha sido tragado por El cocodrilo
sin renunciar a la esperanza de dar una lección a todo el
mundo. El amigo débil y tiranizado por él simboliza a los que
le rodeaban, a los que creía regentar. La mujer linda, pero
tonta, que se regocijaba con su situación de seudo viuda, es...
Pero aquí entramos en detalles tan sucios que no quiero
mancharme continuando la explicación de la alegoría. Y, sin
embargo, quizá sea esta última alusión la que tuvo más éxito.
Tengo mis razones para creerlo.
¡Han supuesto que yo, antiguo forzado, no solamente he
tenido la bajeza de alegrarme pensando en la situación de un
infortunado deportado, sino hasta la cobardía de publicar mi
regocijo escribiendo para ello un libelo injurioso! Pero... ¿en qué
terreno se colocan para acusarme de semejante villanía? Pero
traedme cualquier obra; tomad de ella diez líneas, y con un
poco de buena voluntad podréis explicar al público que han
querido retozar sobre la guerra francoprusiana, burlarse del
actor Gorbounov o entregarse a todas las estúpidas bromas
que os agrade idear.
Recordad con qué espíritu examinaban los censores los
manuscritos de los autores durante los años cuarenta. No
había ni una línea, ni una coma, en que estos hombres
perspicaces no descubriesen una alusión política. ¿Irán a decir
que yo odiaba a Tchernischevsky? He demostrado que
nuestras relaciones fueron siempre afectuosas. ¡Dadme al
menos una de las razones que hubiera podido tener para
guardarle rencor por algo, fuese lo que fuese! Todo eso es
mentira.
¿Querrán insinuar que esperaba ganar algo en "elevado
lugar" el día en que publiqué esa bufonería de doble sentido?
¡Eso sería decirme que he vendido mi pluma, y nadie lo
probará!
Si vienen a decirme que me creí autorizado por causa de
ciertos asuntos de familia que no importaban más que a
Tchernischevsky, evitaré cuidadosamente defenderme de haber
tenido un pensamiento tan abyecto, pues, lo repito, mi misma
defensa me mancharía.
Estoy enfadado por haberme dejado arrastrar a ocuparme de
estos hechos personales. He ahí lo que ocurre yendo a buscar
sus recuerdos literarios. No me sucederá más.
III

BOBOK

Esta vez hojeo el "carnet" de otra persona. Ya no se trata de


mí, en absoluto; es cosa de alguien de quien en modo alguno
soy solidario, y me parece inútil todo prefacio más largo.

Carnet de "la persona"


Semion Ardalionoviteh me dijo anteayer:
—Ivan Ivanitch, ¿no te emborrachas nunca?
Pregunta singular que, sin embargo, no me ofendió. Yo soy un
hombre plácido al que ciertas gentes quieren hacer pasar por
loco. Hace poco quiso un pintor hacer mi retrato. Consentí en
posar, y el lienzo ha sido admitido en una Exposición. Algunos
días después leí en un periódico que hablaba de este retrato:
"Id a ver ese rostro enfermizo y convulso que parece el de un
candidato a la locura..." No me enfadé por ello. No valgo lo
bastante como literato para volverme loco por exceso de
talento. He escrito una novela corta y no me la han publicado.
He escrito un folletín, y me lo han rechazado. He llevado ese
folletín a muchos directores de periódicos, y en ninguna parte
me lo han querido tomar.
Lo que escribe usted carece de sal, me han dicho.
—¿De qué clase de sal? —he preguntado un poco irónicamente
—. ¿Sal ática?
No me han entendido. Entonces, con frecuencia, traduzco
libros franceses para nuestros editores, y también redacto
reclamos para los comerciantes: "¡Atención, compradores!
Procúrense este artículo raro: el té rojo de las plantaciones
de..."
Recibí una suma importante por un panegírico del difunto
Piotr Matveievitch. He compuesto El arte de agradar a las
damas, que me encargó un editor. He fabricado en mi vida
cerca de sesenta libros de ese género. Tengo la intención de
hacer una colección de las frases ingeniosas de Voltaire, pero
temo que la cosa parezca entre nosotros un poco insípida. He
ahí toda mi vida de escritor. ¡Ah! Me olvidaba de haber
enviado más de cuarenta cartas a diversos periódicos y
revistas para reformar el gusto literario de mi país, y gastado
de este modo no sé cuántos rublos en sellos de correo.
Creo que el pintor ha hecho mi retrato, más que por mi
reputación literaria, con el fin de pintar una cosa bastante
rara: un hombre provisto de dos lunares colocados
simétricamente sobre la frente. Desde este punto de vista soy
un fenómeno, y como nuestros pintores actuales carecen de
ideas, buscan las singularidades. ¡Y cómo triunfan mis lunares
en el retrato! Viven; diríase que están hablando. ¡Eso es lo que
ahora llaman realismo!
En cuanto a lo que a la locura se refiere, creo que han
seguido una moda del año pasado. Entonces era cosa de buen
gusto el que todos los escritores pareciesen locos. No se veía
en los periódicos más que frases como ésta: "Fulano tiene
mucho talento; desgraciadamente, esa clase de talento le
llevará, ¡qué decimos!, le ha llevado directamente a la locura."
Sea lo que sea, vino ayer a verme un amigo, y sus palabras
fueron: "¿Sabes que tu estilo cambia? ¡Te vuelves obscuro,
embrollado!"
Mi amigo tiene razón. Y no solamente veo cambiar a mi
estilo, sino que mi ingenio también se modifica. Me duele la
cabeza y comienzo a ver formas extrañas, a oír sonidos raros.
No son voces las que entonces hablan. No puedo hallar más
que una sola inflexión de voz; es como si alguien, colocado
detrás de mí, repitiese a menudo: "¡Bobok! ¡bobok! ¡bobok!"
¿Qué es lo que podrá ser Bobok?

Para distraerme he ido a un entierro. Un pariente lejano, un


consejero privado... He visto a la viuda y a sus cinco hijas,
todas solteronas; cinco muchachas. ¡Eso debe costar caro,
sobre todo de zapatos! El difunto tenía un bonito sueldo, pero
ahora habrá que contentarse con una viudedad. En esa familia
solían recibirme no muy bien. ¡Bah! He acompañado al cadáver
hasta el cementerio. Se apartaban de mí; indudablemente, les
parecía mi ropa poco elegante, En verdad que hacía lo menos
veinticinco años que no había puesto los pies en un
cementerio; son lugares desagradables. Al principio, ¡se nota
un olor...! Aquel día habían llevado a dicho cementerio unos
quince cadáveres. Hubo enterramientos de todas clases; hasta
hube de admirar dos hermosos coches: el uno conducía a un
general; el otro, a una señora cualquiera. He visto muchas
cosas tristes, otras que fingían tristeza y, sobre todo, una gran
cantidad de rostros francamente alegres. El clero debió tener
un buen día. Pero el olor... ¡Oh, el olor!... No quisiera ser
sacerdote y tener siempre ocupación en aquel cementerio.
He mirado la cara de los muertos sin aproximarme
demasiado. Desconfiaba de mi impresionabilidad. Había allí
caras bonachonas, otras muy desagradables. Frecuentemente
estos difuntos tienen una sonrisa nada buena; no me gusta
contemplar esos gestos. Lo vuelve uno a ver en sueños.
Durante la ceremonia fúnebre, salí un momento; el día era
gris; hacía frío, pues estábamos ya en octubre; marché errante
por entre las tumbas. Las hay de diversos estilos, de distintas
categorías; la tercera categoría cuesta treinta rublos. Es
decente y nada caro. Las de las dos primeras clases se
encuentran, las unas en la iglesia, las otras en el atrio. Pero
eso cuesta una locura.
En las de la tercera categoría han enterrado hoy seis
personas, entre ellas, el general y la dama. He mirado en las
tumbas: era horrible. Dentro de ellas había agua, agua
verduzca.
Después de esto aun salí otra vez durante la ceremonia.
Estuve fuera del cementerio; muy cerca hay un hospicio, y casi
al lado un restaurante. Este restaurante no es malo; se puede
comer en él sin ser envenenado. En el comedor encontré a
muchos de los que habían acompañado a los entierros.
Reinaba allí dentro una alegría hermosa, una animación
divertida. Me senté, comí y bebí.
Volví en seguida a ocupar mi puesto en la iglesia y, más
tarde, ayudé a llevar el féretro hasta la tumba. ¿Por qué los
muertos se vuelven tan pesados en sus féretros? Dicen que es
a causa de la inercia de los cadáveres; aun se cuentan una
porción de tonterías acerca de ésta fuerza.
No asistí a la comida fúnebre; soy orgulloso. Si las gentes no
me reciben más que cuando no pueden hacer otra cosa, no
experimenté necesidad alguna en sentarme a su mesa.
Pero me pregunto por qué permanecí en el cementerio. Me
senté sobre una tumba y me puse a soñar, como suele
hacerse en tales lugares. Sin embargo, pronto se desvió mi
pensamiento. Hice algunas reflexiones sobre la Exposición de
Moscú y después diserté (en mi interior) acerca del Asombro. Y
he aquí mi conclusión: asombrarse de todo es, seguramente,
una gran tontería. Pero es más idiota aun no asombrarse de
nada. Es casi no hacer caso de nada, y lo característico de la
imbecilidad es no hacer caso de nada.
—Yo tengo la manía de interesarme por todo —me dijo un día
uno de mis amigos.
¡Dios mío! Tiene la manía de interesarse por todo. ¡Qué dirían
de mí, si pusiera esto en mi artículo!
Me olvidé un poco en el cementerio; no es que me guste leer
las inscripciones de las tumbas; siempre son lo mismo... Sobre
una piedra funeraria encontré un bocadillo en el que habían
mordido. Lo tiré. ¡Oh!, no era pan, era un bocadillo... Además,
tirar el pan, ¿es un pecado mortal o venial? Tendré que
consultar al Anuario de Souvorine.
Creo que estuve demasiado rato sentado; tanto tiempo, que
creo haber acabado por tenderme sobre la larga piedra de un
sepulcro... Entonces, no sé cómo comenzó, pero seguramente
que oí ruidos. Al principio no hice caso; pero luego los ruidos
se transformaron en una conversación, en una conversación
sostenida por voces sordas, como si cada uno de los
interlocutores se hubiese tapado la boca con un almohadón.
Me erguí, y me puse a escuchar atentamente.
—Excelencia —decía una de las voces—, es absolutamente
imposible. Ha tirado usted la sota de triunfo, tengo yo el rey, y
ahora canta usted las cuarenta. Eso es una trampa.
—Pero si no hay trampas, ¿dónde está el interés del juego?
—No se puede jugar sin garantías, Excelencia. Eso es levantar
un muerto.
—¡Ah! ¡Un muerto! Aquí no hay nada de eso.
¡Palabras singulares, verdaderamente extrañas e inesperadas!
Pero no cabe la menor duda: las voces salían de las tumbas.
Me incliné y leí sobre la lápida de una de las sepulturas esta
inscripción:
"Aquí yace el cuerpo del general Pervoiedov, caballero de
tales y cuales órdenes. Murió en agosto... 57. Descansad,
cenizas queridas, hasta el glorioso día..."
Sobre la otra no había nada grabado. Seguramente que la
tumba era la de un nuevo habitante del cementerio.
Probablemente la inscripción no estaba aún redactada a gusto
de la familia. Sin embargo, por apagada que fuese la voz del
muerto, pensaba, pues soy perspicaz, debía ser un consejero
de la Corte.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —oí aún.
Aquella vez estaba seguro de que era una nueva voz que
salía a una distancia lo menos de cinco metros de la tumba
del general. Miré la sepultura de donde se filtraba la nueva
voz. Adivinábase que la tumba estaba fresca aún. La voz debía
de ser, a juzgar por su rudeza, una voz enteramente pueblo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Y esto volvió a comenzar varias veces.
De repente estalló la voz clara, altanera y despreciativa de
una dama, evidentemente de alto copete:
—¡Es irritante verse ennichada al lado de ese tendero!
—Entonces, ¿por qué diablos se ha acostado usted ahí? —
respondió el otro.
—Me han metido a pesar mío... Ha sido mi marido... ¡Oh,
sorpresas horribles de la muerte! Yo, que no me hubiera
acercado a usted ni por todo el oro del mundo, verme aquí a
su lado porque no han podido pagar para mí más que el
precio de la "tercera categoría".
—¡Ah! La reconozco en la voz. En el cajón de mi mesa había
una buena factura que no me había usted pagado.
—Es un poco fuerte y bastante idiota el venir aquí a reclamar
el pago de una factura. Vuélvase usted allá arriba a quejársele
a mi sobrina: es mi heredera.
—Pero ahora, ¿por dónde saldría? Los dos estamos bien
acabados, muertos los dos en pecado, iguales ante Dios hasta
el Juicio final.
—Iguales desde el punto de vista de los pecados; pero no de
otro mudo —respondió desdeñosamente la dama—. Y no trate
usted de entablar conmigo conversación, porque no he de
sufrirlo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —volvió a gritar la voz ruda.
De todos modos, el tendero obedeció a la dama.
—¡Ah! —dijo el "consejero"—. ¿Y obedece por sí mismo?
—¿Y por qué —dijo el general— no había de obedecer?
—Pero ¿ignora, pues, Vuestra Excelencia que aquí las cosas no
pasan como en el mundo que hemos abandonado?
—¿Cómo pasan, pues?
—Ahora, entre nosotros, ya no hay rangos ni consideraciones
debidas, puesto que aseguran que estamos muertos.
—Aunque estuviéramos mil veces más muertos todavía, no
serían menos necesarias las preferencias, un orden social...
Aquellas gentes me consolaron. Si no son amigos en ese
fúnebre subsuelo, ¿qué se le puede pedir al piso superior?
Y continué escuchando.

—¡No, yo viviré! ¡No! ¡Le digo a usted que viviré! —exclamó


otra voz también inesperada, que salía del espacio que
separaba la tumba del general de la de la dama susceptible.
—¿Lo oye usted, Excelencia? —Era la voz del consejero—. ¡Ahí
tiene usted a nuestro hombre, que vuelve a comenzar! Tan
pronto pasa los días sin decir palabra como nos carga
continuamente con su estúpida frase: "¡No, yo viviré!" ¡Está ahí
desde el mes de abril, y siempre acaba diciendo que va a
vivir!
—¡Vivir aquí! ¡En este sitio lúgubre!
—Verdad es que el lugar carece de alegría, Excelencia... Si
usted quiere, para distraernos, vamos también a molestar un
poco a Avdotia Ignatievna, nuestra susceptible vecina.
—¡Yo, no! No puedo sufrir a esa altiva bachillera.
—¡Soy yo la que no puede sufriros ni al uno ni al otro! —gritó
lá bachillera—. Los dos son ustedes inaguantables. No
mascullan más que tonterías. ¿Quiere usted, general, que le
cuente algo interesante? Pues le diré de qué modo uno de sus
criados lo arrojó de debajo de cierta cama, con una escoba...
—¡Oh, sois una criatura execrable! —rechinó el general.
—¡Oh, madrecita Avdotia Ignatievna! —exclamó el tendero—,
sacadme de una duda, os lo ruego. ¿Soy víctima de una
ilusión horrible, o es real el atroz olor que me envenena?
—¡Aun insiste! Pero si es usted el que desprende una peste
horrible cuando se agita...
—Yo no me agito, querida señora, y no puedo exhalar olor
alguno. Mis carnes están todavía intactas; me encuentro en
perfecto estado de conservación. Pero el hecho, mi madrecita,
es que usted está ya un poco... podrida. Esparce usted un olor
insoportable, hasta para este sitio. Si me lo he callado hasta
ahora, ha sido por delicadeza...
—¡Ah! ¡El ser repugnante! ¡Huele que apesta, y dice que soy
yo!
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Que llegue pronto el día de los funerales
que celebrarán cuarenta días después de mi muerte! Al menos,
oiré caer sobre mi tumba las lágrimas de mi viuda y de mis
hijos.
—¡Bah! ¿Está usted seguro de que llorarán? Se apretarán las
narices, y se alejarán bien de prisa...
—Avdotia Ignatievna —dijo el funcionario con un tono
obsequioso—, pronto los últimos llegados comenzarán a hablar.
—¿Hay entre ellos jóvenes?
—Hay jóvenes, Avdotia Ignatievna. Hay hasta adolescentes.
—Y qué, ¿no han salido de su letargía? —interrogó el general.
—Bien sabe Vuestra Excelencia que los de anteayer todavía
no se han despertado. Los hay que permanecen inertes
semanas enteras. Ayer, anteayer y hoy han traído cierto
número. De otro modo, en el espacio de diez metros en torno
nuestro, todos los muertos serían del año último. Hoy,
Excelencia, han enterrado al consejero privado. Tarassevitch.
He oído nombrarlo a los concurrentes. Conozco a su sobrino; el
que presidía el duelo ha pronunciado algunas palabras sobre
su tumba.
—Pero, ¿dónde está?
—Muy cerca: a cinco pasos de usted, a vuestra izquierda. ¡Si
hiciera usted conocimiento con él, Excelencia!
—¡Oh! ¿Dar yo el primer paso?
—Lo dará él por sí mismo. Y hasta se sentirá muy halagado;
fíese usted en mí, y yo...
—¡Oh, y eso —interrumpió el general—. ¿Qué es lo que
escucho?
—Es la voz de un recién llegado, Excelencia. No pierde el
tiempo; los muertos, ordinariamente, tardan mucho más tiempo
en moverse.
—¡Se diría que es la voz de un joven! —suspiró Avdotia
Ignatievna.
—Si me encuentro aquí, es gracias a esta endiablada
complicación, que todo lo ha revuelto en mí. ¡Heme aquí,
muerto, y tan de improviso! —gimió el mozo—. Todavía la
víspera, por la noche, me decía Schultz: ''Ya no hay que temer
ninguna complicación posible." Y, crac, por la mañana estaba
muerto.
—Pues bien, joven, ya no cabe hacer nada —observó el
general bastante cordialmente. Parecía encantado por la
presencia de un "nuevo"—. Tiene usted que tomar su partido y
habituarse a nuestro valle de Josafat. Somos gentes honradas;
tratándonos lo apreciará usted... Soy el general Vassilli
Vassilievitch Pervoiedov, para servirle...
—Yo estaba en casa de Schultz... Pero ¡esa puerca
complicación de la gripe, cuando yo tenía el pecho enfermo!...
¡Ha sido tan brusco!
—¿Dice usted el pecho? —dijo suavemente el funcionario,
como si quisiera animar al "nuevo".
—Sí, el pecho. Escupía mucho. Después, de repente, cesaron
los esputos, me ahogué y...
—-Lo sé, lo sé... Pero si estaba usted enfermo del pecho,
debió usted ir a Ecke mejor que a Schultz...
—Yo estaba empeñado en que me llevasen a casa de Botkine,
y he aquí que...
—¡Hum! Botkine, mal negocio —interumpió el general.
—Nada de eso; he oído decir que se preocupaba mucho de
sus enfermos...
—Si el general decía eso, era refiriéndose a los honorarios de
Botkine —hizo notar el funcionario.
—¡Está usted en un error! No tiene nada de caro, y es muy
escrupuloso en sus auscultaciones y muy minucioso en la
redacción de sus recetas. Vamos a ver, señores: ¿me
aconsejan ustedes ir a ver a Ecke o a Botkine?
—¿Quién?... ¿Usted? ¿Dónde?
El general y el funcionario se echaron a reir.
—¡Oh, encantador y delicioso joven! ¡Ya le amo! —exclamó,
entusiasmada, Avdotia Ignatievna—. ¿Por qué no le habrán
colocado a mi lado?
Comprendí poco aquel entusiasmo. El "nuevo" era uno de
aquellos que habían enterrado delante de mí. Lo había visto
en su féretro descubierto. Tenía el rostro más repugnante que
puede imaginarse. Se parecía a un polluelo reventado de
miedo.
Asqueado, escuchaba lo que al otro lado se decía.

Al principio, fue tal el caos, que no pude escuchar todo


cuanto se decía. De un solo golpe acababan de despertarse
varios muertos. Entre ellos un consejero de la Corte, que la
emprendió en seguida con el general, para comunicarle sus
impresiones relativas a una nueva Subcomisión nombrada en
el ministerio y a un cambio de funcionarios. Su conversación
pareció interesar al general enormemente; confieso que yo
mismo aprendí de este modo muchas cosas que ignoraba,
asombrándome el aprenderlas por semejante conducto, el
mismo momento habíanse despertado un ingeniero que, por un
rato, no hizo más que farfullar tonterías, y la noble dama que
habían inhumado aquel mismo día.
Lebeziatnikov —era el funcionario vecino del general—
sorprendióse ante la prontitud con que estos muertos
recobraban la palabra.
Poco tiempo después comenzaron a hablar otros muertos.
Éstos eran muertos de la antevíspera. Advertí una muchacha
muy joven, que no cesaba de reírse estúpidamente...
—El señor consejero privado Tarassevitch se digna despertar
—anuncióle pronto al general el funcionario Lebeziatnikov.
—¿Qué? ¿Qué hay? —balbuceó débilmente el consejero
privado.
—Soy yo; no soy más que yo, Excelencia —repuso
Lebeziatnikov.
—¿Qué quiere usted? ¿Qué pide usted?
—No deseo más que saber noticias de Vuestra Excelencia.
Generalmente, la falta de costumbre hace que al principio se
sienta aquí uno estrecho... El general Pervoiedov se sentiría
muy honrado con conocer a usted, : y espera...
—¡Pervoiedov!... Nunca he oído hablar de Pervoiedov...
—Perdóneme Vuestra Excelencia; el general Vassili
Vassilievitch Pervoiedov.
—¿Es usted el general Pervoiedov?
—... Yo, no, Excelencia. Soy el consejero Lebeziatnikov, para
servirle, y el general...
—¡Me aburre usted! ¡Déjeme usted tranquilo!
Aquella amabilidad calmó el celo de Lebeziatnikov, al cual el
mismo general le sopló:
—¡Déjelo!
—¡Sí, general, lo dejo! —respondió el funcionario—. Todavía no
está bien despierto... Tengamos esto en cuenta... Cuando sus
ideas estén más claras, estoy seguro de que su amabilidad
natural....
—¡Déjelo! —repitió el general.

—¡Vassili Vassilievitch! ¡Eh, usted, Excelencia! —gritó por el


lado de Avdotia Ignatievna una voz todavía desconocida, una
afectada voz de hombre de mundo—. Le escucho desde hace
un buen rato. Estoy aquí desde hace tres días. ¿Se acuerda
usted de mí, Vassili Vassilievitch? Me llamo Klinevitch. Nos
encontramos en casa de Colokonsky, en cuya casa no sé por
qué os dejaban también entrar.
—¿Cómo? ¿El conde Piotr Petrovitch? ¿De veras es usted?...
¡Tan joven! ¡Cuánto siento!...
—¡También yo lo siento! ¡Bah! Después de todo, me es igual.
¡La he tenido corta y buena!... Ya sabe usted que no soy
conde; nada más que barón. Y somos una familia de tristes
barones, criados de origen y poco recomendables; pero de ello
me importa un rá...; perdón, me burlo. Yo valía un poco menos
de nada; era un polichinela del titulado gran mundo, en el que
me habían hecho una reputación de truhán encantador. Mi
padre era un desgraciado general cualquiera, y mi madre fue
antaño... recibida en altos lugares. Con la ayuda del judío Zifel
fabriqué el año pasado unos cincuenta mil rublos de billetes
de Banco. Denuncié a mi cómplice, y todo el dinero se lo llevó
a Burdeos Julia Charpentier de Lusignan. Imagínese usted que
entonces era yo novio de la señorita Stchevalevszkaia, que
tenía diez y seis años menos tres meses y apenas si salía aún
de su pensionado. Poseía noventa mil rublos de dote. ¿Se
acuerda usted, Avdotia Ignatievna, de cuando era yo un paje
de catorce años, cómo me pervirtió?
—¡Ah, eres tú, canalla! ¡Tanto mejor que Dios te haya enviado
por aquí! Sin eso, el sitio se hacía intolerable.
—A propósito, Avdotia Ignatievna, es un error el que acuséis a
vuestro vecino el tendero de empestar nuestros alrededores.
¡Soy yo el que apesto, y de ello me envanezco! Me han
metido en el ataúd cuando ya estaba muy averiado.
—¡Ah, malvado! Pero es igual; estoy contenta con tenerle a
usted cerca de mí. ¡Si supiera usted qué sombrío y qué
burgués es este rincón!
—No lo dudo, y voy a introducir un poco de fantasía en la
reunión. Dígame, Excelencia: no es a usted, Pervoiedov, al que
hablo es al otro, al llamado Tarassevitch, consejero privado.
Apuesto a que se ha olvidado usted de que fui yo, Klinevitch,
el que durante una cuaresma le llevé a casa de la señorita
Furie.
—Le oigo a usted, Klinevitch, y... crea que...
—No creo nada absolutamente, y me... burlo. Quisiera
simplemente, mi querido anciano, abrazarle; pero, gracias a
Dios, no puedo hacer nada de eso. Mas ¿saben ustedes,
señores, ¡eh, los demás!, saben ustedes lo que ha hecho ese
abuelo? Al morir, hace dos o tres días, ha dejado un déficit de
cuatrocientos mil rublos en el Tesoro. Esta suma estaba
destinada a las viudas y a los huérfanos; pero es él quien se
ha embolsado el gato; de suerte que durante ocho años no
han distribuido nada por eso. Verdad que en todo ese tiempo
no hubo inspección ninguna. Me figuro las narices que pondrán
las viudas, y desde aquí oigo los nombres de los pájaros con
que nuestro Tarassevitch se ha regalado. He pasado todo mi
último año recreándome con las fuerzas que conservaba aún
ese viejo ridículo cuando se trataba de ir de juerga, y eso que
el vejete era gotoso. Conocía desde hace mucho tiempo el
golpe de las viudas y de los huérfanos. La señorita Charpentier
era la que me había vendido el secreto. Pues un buen día, un
poco molesto, fui a... arrancarle veinticinco mil rublos
amenazándole... amistosamente, con hablar de ella, si él no
tapaba mi boca. ¿Saben ustedes lo que aún tenía en caja?
Trece mil rublos, ni un kopek más. ¡Ah! Ha muerto a tiempo el
viejo. ¡Oh, maldito abuelo, oh! ¿Me oye usted, Tarassevitch?
—Mi querido Klinevitch, no quiero contrariarle; pero se mete
usted en tales detalles... Y si supiera usted los infortunios que
he tenido que aliviar; y he aquí de qué modo me veo
recompensado. En fin, aquí voy a hallar el reposo, quizá la
felicidad...
—¡Apuesto a que ha olfateado cerca de aquí a Katiche
Berestova!
—¿Katiche? ¿De quién habla usted? —barboteó febril y
bestialmente el viejo.
—¡Ah! ¡Ah! ¿Qué Katiche? Una persona joven que ha
encontrado su yacija a diez pasos de usted, a su izquierda. ¡Y
si usted supiese, abuelo, qué porquería era! Pertenecía a una
buena familia, había recibido educación e instrucción, tenía
quince años, pero ¡qué pequeña buscona, qué monstruo! ¡Eh,
Katiche, responde!
—¿Hé! ¡Hé! ¡Hé! —rugió una voz rasgada de muchacha.
—¿Es... u... na... ru... bia? —balbuceó el viejo.
—Creo que sí.
—¡Hé! ¡Hé! ¡Hé! —roncó aún la muchacha.
—¡Oh!, por ejemplo —farfulló el vejete—, yo que siempre he
soñado con... decir dos palabras a una rubita de quince años,
¡precisamente de quince años!, en una decoración como ésta.
—¡Miserable viejo! —exclamó Avdotia Ignatievna.
—No nos indignemos —cortó en seco Klinevitch—. Lo principal
es saber que tenemos alegría sobre el tablado, ¡Aquí no se va
uno a aburrir!... ¡ Dos palabras, Lebeziatnikov..., usted, el
funcionario!
—Sí, señor... Lebeziatnikov consejero... para servir a usted...
Muy dichoso de...
—Me... burlo un poco de que se sienta usted dichoso de esto
o de lo otro. Pero me parece que le conocía. Y además,
explíqueme algo, usted, maligno. Estamos muertos, y, sin
embargo, hablamos, nos movemos o, mejor, parecemos hablar
y movernos...; pues bien claro está que no hacemos ni lo uno
ni lo otro...
—¡Oh! Pregúntele eso a Platón Nicolaievitch; él podrá
entenderle mejor que yo.
—¿Quién es ese Platón?
—Platón Nicolaievitch es nuestro filósofo, un ex licenciado en
ciencias y antiguo pedante. Publicó en otro tiempo algunos
folletos filosóficos; pero el pobre muchacho está aquí desde
hace tres meses, y ya apenas habla. Hasta él mismo se
duerme cuando discute; ¿comprende usted? Le ocurre, una
semana u otra, charlar algo ininteligible... y eso es todo... Sin
embargo, me parece haberle oído ocuparse de explicar nuestra
situación. Si no me engaño, cree que la muerte que hemos
sufrido no es, por lo menos inmediatamente, más que la
muerte del cuerpo, e incompleta; que subsiste un resto de
vida en nuestra conciencia espiritual y hasta corporal,
atreviéndome a expresarme de este modo; que, para el
conjunto, mantiénese una especie de vida... por la fuerza de la
costumbre —por inercia, diría yo, si en esto no pareciese haber
una especie de contradicción—. Para él, esto puede durar tres,
cuatro, seis meses o hasta más... Tenemos aquí, por ejemplo,
un honrado muerto en estado casi absoluto de
descomposición; pues bien, ese macabeo se despierta todavía
por lo menos cada seis semanas para murmurar una palabra
desprovista de sentido, una palabra idiota: Bobok, bobok, repite
entonces. Esto prueba que permanece en él como una pálida
chispa de vida.
—Bastante idiota, en efecto... Pero ¿cómo es posible que con
una débil... conciencia corporal me sienta yo tan
profundamente afectado por el olor de la podredumbre?
—¡Ah! En esto, nuestro filósofo se embrolla, se vuelve
terriblemente obscuro... Habla de podredumbre moral; la
podredumbre del alma, vea usted eso. Pero creo que entonces
se siente atacado de una especie de delirio, llamémosle
místico. En su situación, es perdonable. En fin, comprobará
usted que, como en nuestra reciente vida, tan lejana y tan
próxima, pasamos el tiempo diciendo majaderías. De todos
modos, tenemos ante nosotros un corto o largo período de
conciencia o semiconciencia. Lo mejor es emplearlo lo más
agradablemente posible, y para esto es posible que todo el
mundo ponga algo de su parte. Propongo hablar todos
francamente, aboliendo los vanos pudores.
—¡Es una idea! ¡Vamos a ello directamente! ¡Dejémosles a los
vivos la comedia de la vergüenza!
Hicieron coro muchas voces, algunas que nunca se las había
oído. Y fue con un apresuramiento particular como el
ingeniero, entonces completamente lúcido, dio, gruñendo, su
consentimiento. Katiche se echó a reír.
—¡Ah! ¡íQué agradable me será no ocultar nada! —exclamó
Avdotia Ignatievna.
—¿Oyen ustedes? ¡Cosa linda será si Avdotia Ignatievna
rompe todos sus pactos con la hipocresía!
—En la otra vida, Klinevitch, yo no era tan hipócrita como
usted quiere decir; realmente, tenía vergüenza de algunos de
mis actos, y me regocijo al repudiar este embarazoso
sentimiento.
—Comprendo, Klinevitch, que queréis organizar lo que nos
sirve de vida de un modo más sencillo, más natural.
—¡Me apuntalo contra ello! Quiero divertirme, eso es todo. Y
para eso, espero dos palabras de Koudeiarov, que trajeron
ayer. ¡Ése es un personaje! Tenemos también por aquí un
licenciado en ciencias, un oficial, y, si no me engaño, un
folletinista, venido, conmovedora cosa, casi al mismo tiempo
que el director de su periódico. Por otra parte, aunque no sea
más que con nuestro pequeño grupo, ya es divertido. Nos
vamos a arreglar como hermanos. Yo, por mi cuenta, no quiero
mentir en nada. Ésta será mi principal preocupación. Sobre la
tierra es imposible arreglarse sin mentir: vida y mentira son
sinónimos. Pero aquí nos lo contaremos todo. Voy a comenzar
mi historia; si puede decirse así, me pondré completamente
desnudo...
—¡Todos completamente desnudos! ¡Todos completamente
desnudos! —clamaron varias voces.
—¡No pido otra cosa que ponerme completamente desnuda! —
exclamó Avdotia Ignatievna.
—¡Ah! ¡Ah! Veo que esto será mucho más divertido que en
casa de Ecke. —¡Yo viviré aún, viviré!
—¡Hé, hé, hé! —rió burlonamente Katiche.
—¿Anda usted también, abuelo?
—No deseo más que eso, andar. Pero quisiera que Katiche
comenzase por hacernos su biografía.
—¡Protesto! ¡Protesto con todas mis fuerzas! —exclamó
violentamente Pervoiedov.
—Excelencia, es mejor dejar hacer —susurró el conciliador
Lebeziatnikov.
—¡Será infecto..., esas golfas!
—Es preferible dejar decir, se lo juro a usted.
—Ni en la tumba estaremos tranquilos.
—En primer lugar, en la tumba no se dan órdenes, y además,
nos burlamos de usted —escandalizó Klinevitch.
—¡Caballero, no se olvide usted!
—¡Oh! Usted no me tocará. Tengo, pues, toda libertad para
molestarle como si fuese usted el perrillo de Julia. Allá arriba
era usted general, pero aquí es usted ... ¡puah!
—Yo no soy... ¡puah!
—Aquí está usted camino de pudrirse. ¿Qué es lo que podrá
quedar de usted? ¡Seis botones de cobre!
—¡Bravo, Klinevitch! —aullaron las voces.
—He servido a mi emperador..., tengo una espada...
—Con su espada podrá usted rajar a las ratas del cementerio.
¡Y además, esa espada no la ha sacado usted nunca!
—¡Bravo, Klinevitch!
—No comprendo para qué puede servir una espada —gruñó el
ingeniero.
—La espada, señor, es el honor...
Pero no oí bien lo que vino después. Alzóse un horrible
aullido. Era Avdotia Ignatievna, la histérica, que se
impacientaba. Cuando se hubo calmado un poco, dijo:
—¡Veamos! ¿No se acaba nunca con esa discusión? ¿Cuándo
se va, decididamente, a contar todo sin pudor?
En aquel momento estornudé; hice todos los esfuerzos
posibles para evitarlo, pero estornudé. Todo se tornó silencioso
como en los cementerios poblados de huéspedes menos
charlatanes.
Esperé cinco minutos..., pero ¡ni una palabra, ni un sonido!
Pensaba que, aunque dijesen lo que quisieran, tenían entre
ellos algunos secretos que no querían revelar, por lo menos a
los vivos.
Me retiré, pero no sin decirme:
"Volveré a hacer una visita a estas gentes cuando no estén
en guardia."
Ciertamente que las palabras de todos esos muertos me
persiguen; pero ¿por qué me veo sobre todo azuzado por esta
palabra: Bobok? ¿No sé por qué hay para mí algo
horriblemente obsceno, cínico y espantable, sobre todo en esas
dos sílabas, pronunciadas por un cadáver en plena
descomposición. ¡Un cadáver depravado! ¡Oh! ¡Es horrible!
¡Bobok!
De todos modos, volveré a ver y a oír de nuevo a esos
muertos. Han prometido sus biografías, y debo recogerlas. Para
mí es un caso de conciencia. ¡Las llevaré al Grajdaninel ¡Quizá
esta revista las publique!
IV

CUADRITOS

¡En estío tenemos las vacaciones, el polvo y el calor, el calor,


el polvo y las vacaciones! Nos es penoso permanecer en la
ciudad. Todos nuestros amigos han marchado ... Así es que,
para distraerme, durante este tiempo me he puesto a leer los
manuscritos apilados en la sala de redacción. Pero no me he
resignado a esta lectura más que en un segundo lugar; al
principio he pasado el tiempo gimiendo, pensando en la
necesidad que tenía de aire puro, de libertad temporal, en mi
disgusto al encontrar las calles hostiles, llenas de no sé qué
arena semejante a la tierra arcillosa pulverizada. ¡Y por eso la
he tomado con las calles! ¿No es un alivio, cuando uno está
de mal humor, encontrar alguien o algo culpable?
Estos días he atravesado la Perspectiva Newsky desde su
acera soleada a su acera de sombra. Es preciso atravesar
siempre dicha avenida con precaución, a trueque de hacerse
aplastar. Se mira por todas partes, se adelanta despacio, se
acecha un claro entre los coches que siempre cruzan en
paquetes de cuatro o cinco. ¡En invierno, sobre todo, es
emocionante! Gracias a la blanca niebla y a la nieve
algodonosa, os exponéis siempre, en el momento en que
menos lo esperáis, a descubrir, a algunos centímetros de
vuestro rostro, las narices de un caballo, rojas como un farol
de tren, y de tren expreso, lanzado a todo vapor sobre
vosotros. ¡Es una pesadilla completamente petersburguesa!
Huís con el tiempo justo y, cuando habéis llegado a la otra
acera, no sentís tanto la alegría de haber evitado un gran
peligro como el gozo de haberlo desafiado involuntariamente.
Estos días, con mi prudencia adquirida en invierno, cruzaba yo
la Perspectiva Newsky; ¡cuál no sería mi asombro al poder
detenerme justamente en el centro de la calzada: ni un gato,
ni un coche! Habría podido sentarme con un amigo sobre el
macadam y disertar interminablemente acerca de la literatura
rusa. Con aquel calor y aquel polvo no veía más que huellas
de ruedas hundiendo el suelo y casas en construcción o en
reparación— las fachadas de las casas petersburguesas se
reparan más por chic que por el deseo de mejorarlas
realmente—. Lo que siempre me llama la atención en la
arquitectura de nuestra capital es su falta de carácter y esa
mezcla de casuchas de madera ruinosas, pegadas a edificios
imponentes y pretenciosos; esto produce el efecto de
montones de maderos mal labrados, comadreando con
verdaderos palacios. Pero estos mismos palacios carecen
absolutamente de un verdadero estilo. ¡También esto es muy
petersburgués!
Desde el punto de vista arquitectónico, nada más absurdo
que Petersburgo. Es una mezcla incoherente de todas las
escuelas y de todas las épocas. Todo es prestado y todo está
deformado. Entre nosotros las construcciones son como los
libros. Lo mismo en arquitectura que en literatura nos hemos
asimilado todo cuanto nos llegaba de Europa, permaneciendo
prisioneros de nuestros inspiradores. Ved el estilo o, mejor, la
falta de estilo de nuestras iglesias del siglo pasado: no tiene
carácter alguno. Aquí la copia miserable del estilo romano a la
moda en el comienzo de nuestro siglo; allí el "Renacimiento",
tal como lo concibió el arquitecto T..., que pretendió haberlo
renovado durante el último reinado. Más lejos aparece el
"bizantino". Pero mirad hacia otro lado, y encontraréis el estilo
del tiempo de Napoleón I, pesado, falsamente majestuoso y,
sobre todo, profundamente aburrido, algo grotesco, cuyo gusto
se desarrolla al mismo tiempo que el de las abejas de oro y
otros adornos de una belleza análoga. Ahora, volveos. Lo que
veis ahí son palacios pertenecientes a puestras familias de la
nobleza. Han sido alzados según los modelos italianos y
franceses (de antes de la Revolución). He ahí otros más
antiguos, que recuerdan los palacios de Venecia, ¡Dios mío,
qué melancólico será leer sobre ellos, más adelante:
"Restaurante con jardín" u "Hotel francés"! En fin, he aquí
enormes construcciones completamente contemporáneas; en
ellas triunfa el estilo yanqui: son edificios enormes que
encierran centenares de habitaciones y ponen al abrigo
industriales empresas. Vese en seguida que también nosotros
tenemos hoy nuestros ferrocarriles, y nos hemos convertido en
"hombres de negocios". Después de esto, intentemos definir
nuestra arquitectura: es un caos que corresponde
perfectamente al caos del momento actual. Pero de todos los
estilos empleados, ninguno es tan lamentable como el que hoy
prevalece. Allí dentro hay de todo: estas inmensas casas de
rendimiento, de muros de cartón y extrañas fachadas, poseen
balcones "rococó" y ventanas semejantes a las del palacio de
los Dogos; no sabrían suprimir un "ojo de buey" y son,
invariablemente, de cinco pisos. Pero me diréis: "Querido,
deseo absolutamente gozar de una ventana tan bella como las
que tenían los dogos." ¡Caray! Yo valgo tanto, seguramente,
como un dogo. También es necesario disponer de cierto
número de pisos para amontonar a los arrendatarios que me
proporcionarán el interés de mi dinero. ¡No puedo, por una
vana cuestión de gusto, dejar mi capital improductivo!
Es bastante curioso que este capítulo, en donde yo empiezo
hablando de manuscritos, me haya conducido a una
disertación sobre cosas algo distintas.

Dicen que los desgraciados obligados a permanecer en


Petersburgo durante el verano, entre el polvo y el calor, tienen
a su disposición cierto número de jardines públicos donde
pueden "respirar" un aire más fresco. Por mi parte nada sé de
ello, pero lo que no ignoro es que Petersburgo es, por lo
menos durante estos meses, un lugar terriblemente triste y
agobiante. No siento gran afición a los jardines donde se apiña
la multitud; me gusta más la calle, donde puede pasearme
solo, meditando. Además, jardines, ¿dónde no encontrarlos?
Casi en cada calle, ahora, descubrís encima de puertas
cocheras carteles que ostentan, escrito en grandes letras:
"Entrada al jardín del cabaret o del restaurante." Entráis a un
patio, en cuyo extremo descubrís un "bosquecillo" de diez
pasos de largo por cinco de ancho. Habéis visto "el jardín" del
cabaret.
¿Quién me dirá por qué Petersburgo es todavía más
desolante el domingo que durante la semana? ¿Es a causa del
número de borrachos embrutecidos por el aguardiente? ¿Es
porque los mujiks beodos duermen sobre la Perspectiva
Newsky? No lo creo. Los trabajadores de juerga no me
molestan en nada, y ahora que estoy siempre en Petersburgo,
me he acostumbrado perfectamente a ellos. En otro tiempo no
ocurría lo mismo: los aborrecía hasta el punto de experimentar
hacia ellos un verdadero odio.
Se pasean los días de fiesta, beodos, claro está, y veces en
cuadrilla. Ocupan un puesto ridículo, tropezando con los demás
transeúntes. No es que tengan deseo especial de molestar a
las gentes; pero ¿dónde han visto ustedes que un alumbrado
pueda hacer los prodigios de equilibrio bastantes para evitar el
tropezar con los transeúntes que se cruzan con él? Dicen
porquerías en voz alta, sin preocuparse de las mujeres y de
los niños que les oyen. ¡No vayáis a creer en desvergüenza! El
borracho necesita decir obscenidades; habla grueso
naturalmente. Si los siglos no le hubiesen legado su
vocabulario puerco, le sería preciso inventarlo. No bromeo. Un
hombre bebido no tiene la lengua muy ágil; al mismo tiempo
siente una infinidad de sensaciones que no experimenta en su
estado normal; mas las gruesas palabras son siempre, no sé
por qué, mucho, más fáciles de pronunciar y locamente
expresivas. ¡Entonces! ...
Una de las palabras de que hacen mayor uso está, desde
hace mucho tiempo, adoptada en todo Rusia. Su único defecto
es ser inculcable en los diccionarios; pero ¡se compensa esa
ligera desventaja con tantas cualidades! ¡Encontradme otra
palabra que exprese la décima parte de los significados
contradictorios que concreta! Un domingo por la noche tuve
que cruzar un grupo de mujiks borrachos. Fue cosa de quince
pasos; pero mientras daba aquellos quince pasos, adquirí la
convicción de que sólo con aquella palabra podían darse todas
las impresiones humanas; si, con aquella sencilla palabra, por
otra parte, admirablemente breve.
He aquí un mozo que la pronuncia con energía de macho. La
palabra se hace negativa, demoledora; hace polvo el
argumento de un vecino que recoge la palabra y la arroja a la
cabeza del primer orador, convencido entonces de insinceridad
en su negación. Un tercero se indigna también contra el
primero, se mezcla en la conversación y grita también la
palabra, que se transforma en una injuriosa invectiva. Entonces
el segundo se siente arrebatado contra el tercero y éste
devuelve la palabra, que, de pronto, significa claramente: "¡Nos
estás molestando! ¿Para qué te mezclas en esto?" Un cuarto
se aproxima titubeando; hasta entonces nada había dicho;
reservaba su opinión, reflexionando para descubrir una solución
a la dificultad que dividía a sus camaradas. ¡Ya la ha
encontrado! Indudablemente cree usted que va a exclamar:
"¡Eureka!", como Arquímedes. ¡De ningún modo! Lo que aclara
la situación es la famosa palabra; el quinto la repite con
entusiasmo, aprobando al afortunado buscador. Pero un sexto,
al que no le gusta ver zanjar tan a la ligera los asuntos
graves, murmura algo con voz sombría. Seguramente aquello
quiere decir: "¡Te desbocas demasiado de prisa! ¡No ves más
que una cara del pleito!" Pues bien, toda esa frase se resume
en una sola palabra. ¿Cuál? Pues la palabra, la sempiterna
palabra que ha tomado siete acepciones diferentes, todas ellas
perfectamente comprendidas por los interesados.
Cometí el gran error de escandalizarme.
—¡Hombres groseros! —gruñí—. No he estado más que algunos
segundos en vuestros lugares y ya habéis dicho siete veces...
la palabra! (Repetí el breve sustantivo.) ¡Siete veces! ¡Es
vergonzoso! ¿No estáis asqueados de vosotros mismos?
Miráronme todos asombrados. Por un momento creí que iban
a agarrarme y no de buena manera. Pero no pasó nada. El
más joven se aproximó a mí y me dijo amablemente:
—Si encuentras puerca... la palabra, ¿por qué repites por
octava vez... la palabra?
La palabra puso fin a todo el debate, y el público se alejó
titubeando, sin preocuparse más de mí.

No, no es por causa del lenguaje y de las costumbres de los


borrachos por lo que me entristece el domingo más que los
restantes días. ¡No! Recientemente, con gran sorpresa mía, he
averiguado que hay en Petersburgo mujiks, trabajadores,
gentes de oficios menudos que son absolutamente sobrias. Lo
que sobre todo me ha asombrado es el número de estas
gentes moderadas para los encantos de la bebida. Pues bien,
¡mirad a esas gentes atemperadas! Me entristecen mucho más
que los beodos. Tal vez, formalmente, no haya por qué
compadecerlas, pero no sabría decir por qué su encuentro me
hunde siempre en reflexiones vagas, más bien dolorosas. Al
llegar la noche del domingo (pues no se las ve nunca los días
laborables), estas gentes que trabajan durante toda la semana
aparecen en las calles. Claro está que salen para pasearse,
pero ¡qué paseo! He notado que jamás frecuentan la
Perspectiva Newsky, ni las calles elegantes. No; dan una vuelta
por su barrio, a veces regresando de una visita a la casa de
los vecinos. Marchan graves y acompasados, y sus rostros
permanecen preocupados, como si hiciesen algo distinto a
pasear. Hablan muy poco entre sí maridos y mujeres. Sus
trajes domingueros están estropeados; muchas veces las
mujeres llevan trajes apedazados, que se adivinan
desengrasados, lavados, cepillados para el paseo. Algunos
hombres llevan aún sus trajes nacionales, pero la mayor parte
van vestidos a la europea y escrupulosamente afeitados. Lo
que me causa más pena es que me parecen considerar el
domingo como un día de triste solemnidad; en él tratan de
divertirse sin llegar a conseguirlo nunca. Conceden una grande
y triste importancia a su paseo. ¿Qué placer puede haber en
deambular de este modo por las anchas calles llenas de polvo,
aun después de la puesta del sol? Me producen el efecto de
enfermos maniáticos. Muchas veces llevan niños consigo. Hay
muchos niños en Petersburgo, y las estadísticas nos dan a
conocer que mueren de ellos cantidades enormes. Todos esos
chiquillos que se tropiezan son aún muy pequeños y apenas
saben andar, cuando ya andan. ¿No será que casi todos
mueren en temprana edad, el motivo de que jamás se
encuentren mayores?
Observo a un obrero que va sin mujer colgada de su brazo,
pero lleva un hiño consigo, un niño pequeño. Los dos tienen la
triste figura de los solitarios. El obrero tendrá treinta años: su
rostro está demacrado, de color malsano. Va endomingado,
lleva una levita rozada en los bordes y provista de botones
cuyo forro se deshilacha; el cuello del traje está grasiento; el
pantalón, no obstante estar más limpo, parece, sin embargo,
salir de casa del prendero; el sombrero de copa está muy
despeluciado. Este obrero me produce el efecto de un
tipógrafo. La expresión de su rostro es sombría, dura, casi
malvada. Tiene al niño de la mano, y el pequeño se deja un
poco arrastrar. Es un chicuelo de dos años o apenas más, muy
pálido, muy raquítico, vestido con un chaquetón, unas botitas
de cordones rojos y un sombrero que se adorna con una
pluma de pavo real. Está cansado. El padre le dice algo; tal
vez se burla de la debilidad de sus piernas. El pequeño no
contesta, y cinco pasos más allá se inclina el padre, y lo coge
en brazos. Parece contento el chiquillo, y se abraza al cuello
de su padre. Una vez agarrado de este modo, me ve y me
mira con asombrada curiosidad. Le hago una pequeña seña
con la cabeza, pero frunce las cejas y se cuelga con más
fuerza del cuello de su padre. Los dos deben ser grandes
amigos.
En las calles me gusta observar a los transeúntes, examinar
sus rostros desconocidos, buscar lo que pueden ser,
imaginarme cómo viven y lo que puede interesarles en la vida.
Aquel día me sentía especialmente preocupado por aquel
padre y aquel hijo. Me figure que la mujer, la madre, había
muerto hacía poco, que el viudo trabajaba en su taller durante
toda la semana, mientras el niño permanecía abandonado a
los cuidados de alguna mujer vieja. Debían vivir en un
sotabanco, donde el hombre tendría alquilado un cuarto
pequeño, tal vez sólo un rincón de cuarto. Y hoy, domingo, el
padre había llevado al pequeño a casa de una parienta, a
casa de la hermana de la muerta, probablemente. Quiero que
esta tía, a la que no se va a ver sino de tarde en tarde, esté
casada con un suboficial y viva en un gran., cuartel, en el
subsuelo, pero en un cuarto aparte. Ha llorado a su difunta
hermana, pero no por mucho tiempo. Tampoco el viudo ha
mostrado un gran dolor, por lo menos durante la visita. De
todos modos, ha permanecido preocupado, hablando poco y
únicamente de cuestiones de interés. Pronto ha callado.
Entonces habrán traído el samovar: habrán tomado el té. El
pequeño se habrá estado sentado en un rincón, sobre un
banco, poniendo la cara fosca, frunciendo las cejas y, al fin, se
habrá dormido. La tía y su marido no habían hecho gran caso
de él; sin embargo, le habían dado un pedazo de pan y una
taza de leche. El suboficial, mudo al principio, en un momento
dado ha dejado escapar una pesada broma de soldadote con
relación al chiquillo, y su padre le ha amonestado. El chicuelo
habrá querido marcharse en seguida, y el padre le ha llevado
a la casa de Verburgskaia, en Litienaia.
Mañana el padre estará otra vez en el taller y el soldadote
con la mujer vieja...
... Y heme aquí siguiendo mi paseo, evocando incesantemente
dentro de mí mismo una serie de cuadritos del mismo género,
un poco simple, pero que me interesan y me entristecen. Y de
este modo es como los domingos petersburgueses no me
predisponen a la alegría. Paréceme que esta capital, en
verano, es la ciudad más triste del mundo.
Durante la semana también se cruza uno con muchos niños
por las calles, pero, sin poder decir por qué, me fijo menos en
ellos. Me figuro que el domingo hay diez veces más. Y ¡qué
caritas tan demacradas, pálidas y tristes, sobre todo entre los
niños que aún llevan en brazos! Los que andan ya solos
tampoco tienen aposturas muy regocijantes. ¡Cuántos de ellos
tienen las piernas torcidas y cuántos combadas! Muchos de
estos pequeños van decentemente vestidos, pero ¡qué caras!
Es preciso que el niño crezca como una flor o como una hoja
en el árbol en primavera. Necesita aire, luz. Una alimentación
fortificante también le es necesaria. ¿Y qué encuentra en
Petersburgo para desarrollarse? Un subsuelo envenenado con
olores combinados de kvass, de coles, de las que se
desprende durante la noche una terrible hediondez, una
comida malsana y una perpetua semioscuridad. Vive en un
medio en el que pululan las pulgas y las cucarachas, donde
las paredes rezuman de humedad. En la calle, para reponerse,
respira polvo de ladrillo esquilmado y de barro seco.
¡Extrañarán ustedes después de esto que los niños de aquí
estén delgados y lívidos! Ved una linda niñita de tres años,
vestida con un traje limpio. Es vivaracha, corre hacia su
madre, sentada en el patio y charlando alegremente con las
vecinas. Charla la madre, pero se ocupa de su hija. Si le
ocurre al niño el menor accidente, se apresura en acudir en su
ayuda.
Una niñita, aprovechando un segundo de descuido de su
madre y habiéndose inclinado para coger una piedra, cae, se
envuelve las piernas en su falda y no puede levantarse. Recojo
a la pequeña y la tomo en mis brazos, pero ya la madre
habíase echado sobre mí, abandonando su sitio antes de que
hubiese hecho el primer movimiento para sacar a la pequeña
de su apuro. Me dio las gracias muy amablemente; no
obstante, su mirada decíame, a pesar suyo: "Te guardo rencor
por haber llegado un poco antes que yo." En cuanto a la niña,
se desprendió rápida de mis brazos y se arrojó al cuello de su
madre.
Pero vi otra chiquilla a la que su madre tenía de la mano y
abandonó de repente en medio del arroyo, en un cruce de
calles donde los coches no eran raros. Aquella madre había
visto a una conocida y abandonaba a su hijita para correr
hasta su amiga. Un señor anciano, de gran barba, detuvo a la
mujer tan apresurada agarrándola del brazo:
—¿Adonde vas de ese modo? ¿Dejas a tu hija en peligro?
La mujer estuvo a punto de contestarle una tontería; lo vi en
su cara; pero reflexionó a tiempo. Marchó de allí con aire
gruñón, volvió a coger la mano de la pequeña y la arrastró al
encuentro de la conocida.
He aquí unos cuadritos un poco ingenuos, que no me
atrevería a insertarlos en un periódico. En adelante trataré de
ser más serio.
V

REFLEXIONES SOBRE LA MENTIRA

¿Por qué, entre nosotros, todo el mundo miente?...


Estoy seguro de que todo el mundo va a detenerme aquí
diciéndome: "¡Exagera usted tontamente: todo el mundo, no!
Está usted hoy falto de asuntos y, a pesar de eso, quiere
usted producir un pequeño efecto entre nosotros lanzando al
acaso una acusación sensacional." Nada de eso: he pensado
siempre en lo que acabo de decir. Sólo que ¿qué ocurre? Se
vive cincuenta años con una convicción en cierto modo latente
y, de pronto, al cabo de medio siglo, toma, no se sabría decir
cómo, una fuerza imprevista, que, por decirlo así, la transforma
en viviente. Desde hace poco me ha llamado más que nunca
la atención la idea de que entre nosotros, hasta en las clases
ilustradas, hay muy pocas gentes que no mientan. Hombres
muy honrados mienten lo mismo que los otros. Estoy
convencido de que en los demás pueblos, en la mayoría de los
casos, tan sólo los bribones alteran a conciencia la verdad y
sus mentiras son interesadas. Entre nosotros se goza
mintiendo. Se puede a menudo afirmar que un ruso mentirá...,
casi diría por hospitalidad, por ser agradable a su huésped. De
este modo sacrifican su personalidad a la de su interlocutor.
¿No recuerdan ustedes haber oído a las gentes más
escrupulosas exagerar ridículamente el número de verstas que
sus caballos habían recorrido en tales o cuales circunstancias?
Esto era para divertir al auditorio y excitarle a charlar a su
vez. Y en efecto, el golpe no fallaba nunca; vuestro visitante,
animado por vuestra hablilla, recordaba en seguida haber visto
una troika adelantar al ferrocarril. ¡Oh, y qué perros de caza
había conocido! Continuáis vosotros contando una
extraordinaria historia acerca del talento del dentista
parisiense que os orificó los dientes, o sobre la loca prontitud
del diagnóstico de Botkine, que os curó de una enfermedad
verosímil. Llegáis hasta creer la mitad de vuestro relato;
siempre se llega a eso cuando se mete uno en ese camino.
Más tarde, cuando volvéis a pensar en aquella ocasión, al
recordar la atenta fisonomía de aquel que os escuchaba, os
decís: "¡Ah, no; he mentido bastante!" Este último ejemplo no
es muy afortunado, porque en el carácter del hombre está el
mentir siempre cuando se extiende acerca de los detalles de
una enfermedad que le hizo sufrir. Esto le cura por segunda
vez.
Pero vamos a ver: ¿no os ha ocurrido nunca, al volver del
extranjero, pretender que todo cuanto ha acaecido en el país
de donde volvéis durante el tiempo que habéis estado en él
ha pasado ante vuestros propios ojos? Aun he escogido mal
mi ejemplo. ¿Cómo quieren ustedes que un pobre ruso sea un
ser sobrehumano? ¿Cuál es el hombre que consentiría en
hacer un viaje al extranjero si no tenía el derecho de traer
consigo historias famosas? Busquemos mejor. Seguramente
debéis haber hecho en vuestra vida revelaciones nuevas e
increíbles acerca de las ciencias naturales..., sobre las quiebras
o las fugas de los banqueros, y esto sin saber una palabra de
Historia Natural ni haber estado jamás al corriente de los
acontecimientos del mundo financiero. Es seguro que, por lo
menos, habéis contado una vez, como si le hubiera ocurrido a
usted mismo, una historia que sabéis de otra persona. ¿Y a
quién se la habéis contado? Al individuo que había sido héroe
de la anécdpta que él mismo os había comunicado. Habéis
olvidado cómo, a la mitad del relato, se os aparecía la horrible
verdad. Tal vez era la extraviada mirada de vuestro auditor la
que os advertía... A pesar de eso habéis continuado..., ¡y qué
contrariado! Aceleráis el fin de la historia y abandonáis
precipitadamente a vuestro amigo, y ¡en qué estado!
Entregado a vuestro mirífico relato, habéis olvidado preguntar
a ese amigo noticias de su tía enferma...; no pensáis en ello
hasta no estar en la escalera; le gritáis rápido vuestra
pregunta al sobrino, que cerraba tranquilamente su puerta sin
haberos respondido. ¡Y si queréis asegurarme que no contáis
jamás anécdotas, que nunca habéis puesto el pie en casa de
Botkine, que jamás habéis preguntado a un sobrino noticias de
su tía mientras bajabais por la escalera, no os creeré!
"Broma pesada —me dirán—; una mentira inocente es bien
poca cosa; eso no remueve nada en el sistema del universo."
Sea; convengo en que todo eso es muy inocente; no hablo
más que del grave defecto de carácter que indica esa manía
de la mentira.
"La delicada reciprocidad de la mentira es una condición
indispensable al buen funcionamiento de la sociedad rusa",
agregaré aún. ¡Bueno! Y acepto el que no haya más que un
grosero capaz de desmentiros cuando habléis del número de
verstas recorridas o de los milagros operados sobre vosotros
por Botkine. En efecto, sólo un imbécil puede tener la
pretensión de castigaros inmediatamente por una venial
alteración de la verdad. De todos modos, ese lujo de pequeñas
mentiras es un rasgo muy importante de nuestras costumbres
nacionales. Prueba que los rusos tenemos, no diré odio a la
verdad, pero sí una disposición a considerarla como prosaica,
aburrida, burguesa; pero, precisamente, evitándola sin cesar,
hemos hecho de ella una cualidad rara, preciosa e inapreciable
en nuestro mundo ruso. Hace mucho tiempo que ha
desaparecido de entre nosotros el axioma de que la verdad es
lo que hay aquí más admirablemente sorprendente, y que
excede, por lo inesperado, a lo más fantástico que puede
imaginarse. Y, sin embargo, el hombre ha transformado de tal
manera todo que las más increíbles mentiras penetran mucho
mejor en el alma rusa, pareciendo mucho más verosímiles que
la cruda verdad. Creo, además, que ocurre un poco lo mismo
en el mundo entero.
Esta manía de falsearlo todo demuestra que aún tenemos
vergüenza de nosotros mismos. ¿Cómo podría ser de otro
modo, cuando se ve que, en cuanto se aborda la sociedad, el
ruso hace cuanto puede por aparecer distinto de lo que en
realidad es?
Herzen ha dicho, a propósito de los rusos que viven en el
extranjero, que no saben estar en sociedad, hablando muy alto
cuando es preciso callarse, y siendo incapaces de decir una
palabra de manera conveniente y natural cuando se espera de
ellos algunas palabras Y es exacto. En cuanto un ruso fuera de
su país tiene que abrir la boca, se tortura para enunciar
opiniones que puedan hacerle considerar todo lo menos ruso
posible. Está absolutamente convencido de que un ruso que se
presenta tal cual es, será mirado como un ser grotesco. ¡Ah! Si
logra aparentar maneras francesas, inglesas, en una palabra,
extranjeras, será muy distinto: tendrá derecho a toda la
estimación de sus vecinos de salón. Haré todavía una pequeña
observación: esta cobarde vergüenza de sí mismo es en él casi
inconsciente. Al obrar así, obedece a sus nervios, a un capricho
momentáneo.
—Yo soy completamente inglés de sentimientos y de vida —
afirmará un ruso.
Y sobrentenderá: "Luego es preciso respetarme como se
respeta a todos los ingleses." Mas no hay un alemán, ni un
inglés, ni un francés, que se avergüence de mostrarse tal
como su medio lo ha creado. El ruso se da de ello cuenta
muy claramente; pero admite, sin que esa convicción sea en él
muy clara, que por eso es por lo que esos extranjeros son
muy superiores a él mismo, y, consecuentemente, desearía
parecer muy alemán, muy inglés o muy francés.
—Pero eso que contáis es cosa muy conocida, harto vulgar —
me harán observar. Sea; pero he aquí algo de lo más
característico: el ruso hará, esencialmente, por pasar como
más inteligente que todos, o, si es muy modesto, por no
parecer más tonto que otro. Y parece decir: "Confiesa que no
soy más tonto que el término medio, y reconoceré que en tu
clase no eres un idiota."
Ante una celebridad europea, el ruso se sentirá encantado
haciendo genuflexiones; lo admirará todo, en el gran hombre,
sin examen, de la misma manera que desearía le consagrasen
a él mismo como espíritu selecto sin estudiarle demasiado.
Pero si la celebridad ha dejado de estar a la moda, si el
personaje ha perdido su pedestal, nadie en el mundo será más
severo en su apreciación del héroe caído que nuestro ruso. Su
desprecio burlón no tendrá límites.
Nos sentiremos ingenuamente asombrados cuando una
casualidad nos revele que Europa continúa considerando al
grande hombre que ya no está de actualidad como un grande
hombre.
Pero este mismo ruso, que venera ciegamente al favorito del
éxito, jamás querrá aceptar en público que sea inferior al
hombre de genio que acaba de sincerar: "¡Goethe, Liébig,
Bísmarck, está muy bien —dará perfectamente a entender—;
pero también estoy yo!"
En una palabra: el ruso más o menos ilustrado jamás llegará
a poseer bastante grandeza de alma para reconocer
francamente una superioridad real. Que no se burlen
demasiado de mi "paradoja". El rival de Liébig tal vez ni
siquiera haya terminado sus estudios en el Instituto.
Suponed que nuestro ruso se encuentra a Liébig en un
vagón, sin conocerlo, y que el sabio entabla conversación
sobre Química; nuestro amigo logrará colocar su pequeña
reflexión, y no cabe dudar de que llegará a disertar
sabiamente —sin saber de aquello de que hable otra palabra
que "química"—. Verdad es que pondrá a Liébig enfermo de
asco; pero ¿quién sabe si en él espíritu de los oyentes no
habrá clavado al gran químico? Porqué un ruso sabe siempre
hacer un magnífico empleo del lenguaje científico, sobre todo
cuando no comprende los asuntos de que trata. Y al mismo
tiempo asistiremos a un fenómeno particular del alma rusa. Én
cuanto uno de nuestros compatriotas de las clases ilustradas
se ve en presencia de un "público", no sólo no duda ya de su
gran talento, sino que hasta se figura poseer la ciencia infusa.
En su fuero interno un ruso se burla un poco de ser instruido
o ignorante... Rara vez se hará esta pregunta: Pero... ¿sé
realmente algo?
Si se la hace, responderá a ella de modo que satisfaga su
vanidad, hasta si tiene conciencia de no poseer más que
conocimientos rudimentarios.
Me ha ocurrido a mí mismo, recientemente, oír en un vagón,
en el curso de un viaje de dos horas, toda una conferencia
sobre las lenguas clásicas: un solo viajero discurseaba y todos
los demás bebían sus palabras. Era un desconocido para todos
los que en el departamento se encontraban. Era robusto, de
edad madura, de fisonomía distinguida, hasta señorial, y
hablaba remachando las palabras. Parecía evidente, a quien le
escuchaba, no solamente que disertaba por primera vez sobre
semejante asunto, sino que no había jamás pensado en
aquello con que nos entretenía. Era, pues, una sencilla, pero
brillante improvisación. Negaba en absoluto la utilidad de la
enseñanza clásica y llamaba a su introducción entre nosotros
"un error histórico y fatal". Por lo demás, fue la única palabra
violenta que se permitió: había tomado las cosas desde muy
abajo para exaltarse fácilmente. Las bases sobre las que
establecía su opinión carecían tal vez de solidez, y sus
razonamientos eran poco más o menos los de un colegial de
trece años o de algunos periodistas, entre los menos
competentes. "Las lenguas clásicas, decía, no sirven para nada;
todas las obras maestras latinas, por ejemplo, han sido
traducidas. Luego ¿para qué estudiar una lengua que no tiene
nada más que confiarnos?..." Su argumentación produjo en el
vagón el mayor efecto, y cuando nos abandonó, varios
viajeros, la mayor parte señoras, le agradecieron el placer que
con su discurso les había proporcionado. Estoy muy seguro de
que descendió del vagón persuadido de que era un genio.
Hoy las charlas en público (en vagón o en otra parte) han
cambiado de carácter. Ahora parecen buscarse educadores y
se escuchará siempre favorablemente una conversación que
desflore más o menos todos los grandes temas sociales. Varias
personas desconocidas unas de otras sienten cierta molestia
en ponerse a hablar juntas. En los comienzos hay siempre
cierta reserva molesta. Pero cuando han comenzado, los
interlocutores se hacen a veces tan sublimes que sería
prudente contenerlos para impedir que se les fuese el santo al
cielo. Verdad es que a menudo, la charla se desenvuelve sobre
cuestiones financieras o políticas, pero miradas desde un punto
de vista tan elevado que el público vulgar no comprende nada
de ellas. Este vulgum pecus escucha con humilde deferencia, y
el aplomo de los discurseadores crece con ello. Claro es que
estos luchadores pacíficos tienen poca confianza los unos en
los otros, pero se separan siempre con buenas palabras, tal
vez confesándose mutuamente reconocidos. El secreto para
viajar de una manera agradable consiste en saber escuchar
amablemente las mentiras ajenas y creerlas lo más posible,
pues, con esa condición, os dejarán producir cuando os llegue
el turno vuestro pequeño efecto, y de este modo el provecho
será recíproco.
Pero, como ya os lo he dicho, existen temas generales que
interesan a todo el público, letrado o iletrado, y el más
ignorante se apresura a decir su opinión sobre estas
cuestiones de vital importancia. Ya no se trata entonces
únicamente de pasar el tiempo todo lo más agradablemente
posible. Repito que hoy quieren instruirse. Hay sed de
aprender, de explicarse las interioridades de la vida
contemporánea; se buscan iniciadores, y son las mujeres, sobre
todo las madres de familia, las que están impacientes por
descubrir a estos profetas de lo nuevo. Reclaman guías,
consejos sociales. Están dispuestas a creerlo todo. Hace
algunos años, cuando se carecía de nociones exactas sobre
nuestra misma sociedad rusa, su empresa casi no tenía
término posible. Pero hoy su campo de investigación se ha
ensanchado. Sin embargo, puede predecirse que todo
discurseada dotado de un exterior casi conveniente (pues
conservamos una fatal superstición que convierte a todos los
rusos en fáciles víctimas mixtificadas por lo que llaman buenos
modos), todo discurseador de buen aspecto, disponiendo de un
vocabulario florido, tendrá probabilidades para convencer a sus
oyentes de todo cuanto le agrade asegurar. Es justo añadir
que, para esto, deberá mostrar opiniones de las llamadas
"liberales". Pero esta observación casi era inútil.

Otro día, encontrándome también en un vagón —era


recientemente— pude oír a uno de nuestros compañeros de
viaje desarrollarnos todo un tratado de ateísmo.
El orador era un personaje con cabeza de ingeniero mundano,
serio por otra parte, y visiblemente atormentado por la
enfermiza necesidad de hacerse prosélitos. Debutó con
consideraciones sobre los monasterios. Pude conjeturar
fácilmente que de estos conventos no sabía nada. Creía que
los monasterios nos habían sido impuestos por un decreto
sacerdotal y que el Estado tenía que dotarlos, proveer a sus
gastos, en una palabra, sostenerlos. Se le hubiera sorprendido
grandemente haciéndole saber que los frailes forman
asociaciones independientes. Partiendo de su creencia en un
parasitismo legal, exigía, en nombre del liberalismo, su cierre
inmediato. Por una ligera extensión de sus ideas, fue a parar
de manera natural al ateísmo absoluto. Sus convicciones,
decía, estaban basadas en las ciencias exactas, naturales o
matemáticas. ¡Cómo desatinaba hablando de las ciencias
naturales y de las matemáticas! Por otra parte, aunque le
hubieran amenazado de muerte no habría podido citar ni un
solo hecho que revelase su conocimiento de aquellas ciencias.
Todo el mundo le escuchaba piadosamente. "Por mi cuenta,
peroraba! no le enseñaré a mi hijo más que una cosa: a ser
un hombre honrado y a burlarse de todo lo demás." Estaba
convencido de que no necesitábamos ninguna clase de
doctrinas superiores a las que rigen la marcha de la
Humanidad; que se encuentran, por decirlo así, en nuestro
bolsillo las llaves que abren los dominios del bien: la
fraternidad, la beneficencia, la moralidad, etc. Para él, la duda
no existía. Como el discurseador de quien hablé antes, obtuvo
un triunfo resonante. Había allí oficiales, ancianos, señoras
jóvenes. Se le dieron las gracias también, cuando descendió
del vagón, por haber hablado de una manera tan
deliciosamente interesante. Una de nuestras vecinas de
departamento, una madre de familia, mujer muy distinguida,
muy elegante y en buena posición, llegó hasta a hacernos
saber que, en lo sucesivo, se guardaría muy bien en pensar
que el alma fuese otra cosa que "un humo cualquiera". Claro
que el señor con cabeza de ingeniero mundano descendió del
vagón mucho más considerado de lo que había subido.
Esta consideración, que un montón de gentes de aquella
fuerza sentían por su propio valer, es una de las cosas que
más me asombran. No se puede uno asombrar de que existan
tontos y charlatanes. Pero aquel hombre no era absolutamente
un tonto. No era, indudablemente, tampoco ni un mal hombre,
ni un hombre grosero; hasta apostaría cualquier cosa a que
era un buen padre de familia. Sólo que no sabía nada de las
cuestiones de que había tratado. No se diría nunca: "Mi buen
Ivan Ivanovitch (le bautizo por el momento), has discurseado
hasta perder el aliento y, sin embargo, no sabes ni una
palabra de lo que has contado. Has chapoteado en las
matemáticas y en las ciencias naturales, cuando sabes mejor
que nadie que has olvidado cuanto de eso te enseñaron.
¡Cuan lejos está hoy la escuela especial donde tú estudiaste!
¿Cómo te atreves a dar una especie de curso a personas que
te son desconocidas y algunas de las cuales han aparentado
sentirse "convertidas" por tus desatinos? Bien ves que has
mentido desde la primera palabra hasta la última, ¡Y te has
sentido orgulloso por tu triunfo! ¡Harías mejor en sentirte
avergonzado!" Tendría infinidad de razones para dirigirse ese
breve sermón; pero, ¡ay!, es probable que sus ocupaciones
habituales no le dejen tiempo para preocuparse de esas
pequeneces. Creo que ha debido experimentar un vago
remordimiento, pero pronto habrá pasado a otro asunto en sus
meditaciones, diciéndose que, después de todo, no se trataba
de un caso de conciencia. Esta ausencia de buena y sana
vergüenza en el ruso es para mí un raro fenómeno. Se nos
dirá que esa inconsciencia es general entre nosotros, pero
justamente por eso es por lo que a veces desespero del
porvenir de tal nación, de sociedad tal.
En público, un ruso será un europeo, un ciudadano del
mundo, el caballero defensor de los derechos del hombre;
tanto peor si en su fuero interno se siente un hombre
completamente distinto, fríamente convencido de lo contrario
de lo que ha profesado. Vuelto a su casa exclamará, si es
preciso: "¡Eh! Váyanse al diablo las opiniones y hasta la
libertad! ¡Que me golpeen si quieren! ¡Me burlo de ello!"
¿Os acordáis de aquel teniente Pirogoff que, hace una
cuarentena de años de esto, fue golpeado en la calle Grande-
Mistchanskaïa por un aserrador llamado Schiller? Es de
lamentar que los Pirogoff abunden demasiado para que sea
posible golpearlos a todos: "¡Muy mal, se dijo Pirogoff, que no
se sabrá nada!" Recordaréis que el teniente golpeado fue,
inmediatamente después de recibida la paliza, a comer un
pastel de hojaldre, para reponerse de sus emociones, y que
aquella misma noche se distinguió, en la reunión dada por un
alto funcionario, como bailarín incomparable. ¿Qué pensáis de
esto? ¿Creéis que en el momento en que, mientras bailaba,
torturaba sus miembros acardenalados y dolientes, se había
olvidado de la contundente corrección? No; seguramente no la
había olvidado, pero indudablemente, se decía: "¡Bah! Nadie
sabrá nada.” Esta facilidad del carácter ruso para acomodarse
a todo, hasta a un contratiempo deshonroso, es tan grande
como el mundo...
Estoy seguro de que el teniente Pirogoff estaba tan por
encima de aquellas idiotas vergüenzas, que la noche en
cuestión habríase declarado a su pareja —la hija de la casa— y
la hubiera pedido formalmente en matrimonio. ¡Es casi trágica
la situación de una muchacha que entabla relaciones con un
hombre al que han vapuleado aquel mismo día y al cual "no
le importa”! Y... ¿qué pensáis que hubiera ocurrido si ella
hubiera sabido que su pretendiente había recibido la tunda, si
el oficial apaleado y contento se hubiera, de todos modos,
preocupado en contarlo? ¿Se hubiera casado con él? ¡Ay, sí!...
Con la condición de que el mundo no fuese enterado del
secreto del manoseo administrado al novio.
Creo que, sin embargo, se puede, en general, abstenerse de
colocar a las mujeres rusas en la categoría de los Pirogoff. Se
advierte cada vez más en nuestra población femenina una
verdadera franqueza, perseverancia y un sentimiento
verdadero del honor, un gusto loable por la investigación de la
verdad, sin olvidar una frecuente necesidad de sacrificarse. Por
otra parte, las mujeres rusas se han distinguido en esto
siempre de los hombres. Han testimoniado en todo tiempo un
mayor horror a la mentira que sus hermanos y sus maridos;
hay muchas entre ellas que no mienten jamás. La mujer es,
entre nosotros, más perseverante, más paciente en su labor;
aspira más seriamente que el hombre a hacer su obra y a
hacerla por el amor de la obra misma, y no únicamente por
distinguirse. Creo que podemos esperar de ella una gran
ayuda.
DIARIO DE UN ESCRITOR

(1876)

EL NIÑO MENDIGO

Este año, por las proximidades de Noel, pasaba


frecuentemente en la calle ante un niño de apenas siete años,
que estaba siempre acurrucado en el mismo rincón. Aún volví
a encontrarle la víspera de la fiesta. Con un frío terrible,
estaba vestido lo mismo que en verano, llevando a manera de
bufanda un pedazo de trapo viejo enrollado en torno del
cuello. Mendigaba, hacía la mano, según acostumbraban a
decir los muchachos mendigantes petersburgueses. Son
numerosos los pobres niños a quienes de este modo se envía
para implorar la caridad de los transeúntes, gimoteando algún
estribillo aprendido de memoria. Pero aquel pequeñuelo no
gimoteaba: hablaba ingenuamente, como un picaro novato en
la profesión. Había también en su mirada algo franco, lo que
hizo que me afirmase en la convicción de hallarme ante un
debutante. A mis preguntas respondió que tenía una hermana
eriferma, que no podía trabajar: quizá fuese aquello verdad.
Además, ha sido algo más tarde cuando me he enterado del
número enorme de niños que envían a mendigar de aquel
modo cuando los más espantosos fríos azotan. Si no recogen
nada, pueden tener la seguridad de que al volver a casa se
verán golpeados. Cuando ha logrado reunir algunos kopeks, el
picaro se dirige, con las manos rojas y entumecidas, hacia la
cueva donde una banda de ropavejeros o de obreros
holgazanes, que abandonaron la fábrica el sábado para no
aparecer por ella hasta el miércoles siguiente, se hartan de
comer y beber, conscientemente. En esas cuevas, las mujeres
demacradas y golpeadas beben alcohol en unión de sus
maridos, mientras chillan, desaforadas, las miserables criaturas
que lactan. ¡Aguardiente, miseria, suciedad, corrupción, y, ante
todo y sobre todo, aguardiente!
Apenas vuelve, envíase al niño a la taberna con el dinero
mendigado, y cuando trae el alcohol, se divierten con él
haciéndole beber un vaso que le corta la respiración y,
subiéndosele a la cabeza, le hace rodar por el suelo, con gran
alegría de los presentes.
Cuando el niño sea un adolescente lo colocarán tan pronto
como puedan en una fábrica, y habrá de traer todas sus
ganancias a la casa, donde sus padres las gastarán en
aguardiente. Pero, antes de llegar a la edad en que pueden
trabajar, estos muchachos se transforman en extraños
vagabundos. Dan vueltas por la ciudad y acaban por saber
dónde pueden deslizarse para pasar la noche sin necesidad de
volver a sus casas. Uno de estos bribones ha dormido algún
tiempo en casa de un ayuda de cámart de la Corte; había
hecho su cama de una cesta, sin que el dueño de la casa se
enterase de nada. Claro es que no tardan mucho en robar. Y a
veces el robo llega a convertirse en una pasión, en muchachos
de ocho años, que apenas si se creen culpables de tener los
dedos demasiado ágiles.
Cansados de los malos tratamientos de sus explotadores, se
escapan y no vuelven más a las cuevas donde les pegaban;
quieren mejor sufrir el hambre y el frío, y verse en libertad de
vagabundear por su propia cuenta.
A menudo estos pequeños salvajes no saben nada de nada:
ignoran a qué nación pertenecen, no saben dónde viven y
jamás oyeron hablar ni de Dios, ni del Emperador.
Frecuentemente, se sabe acerca de ellos cosas inverosímiles,
que, sin embargo, son ciertas.
II
EL POBRECITO EN CASA DE CRISTO EL DÍA DE NAVIDAD

Soy novelista y es preciso que escriba siempre "historias". He


aquí una que he compuesto en todas sus partes; pero siempre
me figuro que realmente ha debido suceder en algún sitio la
víspera de Navidad, en alguna gran ciudad y con un frío
horrible.
Mi héroe es un niño de corta edad, un mocito de seis años o
de menos. Demasiado joven aún, por lo tanto, para ir a
mendigar. De aquí a dos años, de todas maneras, es muy
probable que le enviarán a tender la mano.
Despiértase una mañana en una bodega húmeda y fría. Está
vestido de un trajecito delgado y tiembla. El aliento brota de
su boca como un humo blanco y se divierte en mirar al humo
salir. Pero pronto sufre hambre. Cerca de él, sobre un colchón
delgado como una galleta, con un paquete bajo la cabeza a
guisa de almohada, yace su madre, enferma. ¿Cómo se
encuentra allí? Sin duda, ha llegado con su hijo de un pueblo
lejano, y apenas llegada ha tenido que acostarse. La
propietaria del siniestro alojamiento hace dos días fue detenida
por la policía. Los inquilinos se han dispersado, no quedándose
más que un ropavejero y una vieja ochentona; el ropavejero
está tendido sobre el suelo, borracho perdido, pues nos
hallamos en período de fiestas. La vieja, quizá una antigua
niñera, se muere en un rincón. Como se muere gimiendo, el
niño no se atreve a aproximarse a su camastro. Ha encontrado
un poco de agua para beber, pero no puede descubrir el pan,
y por segunda vez, vedle aquí que va hacia su madre para
despertarla.
El día pasa de este modo. Llega la noche y no hay nadie
para traer una luz. El pequeño se vuelve a aproximar al
colchón de su madre, tienta su rostro en la sombra y se
asombra al encontrarlo tan frío como la pared. El cuerpo
parece inerte.
"Es porque hace aquí demasiado frío" —murmura y aguarda,
ignorando que su mano está puesta sobre el hombro de la
muerta... Después se endereza y sopla sus dedos para
recalentarlos. Da algunos pasos y se le ocurre la idea de salir
de la bodega. A tientas llega hasta la puerta; en la escalera
tiene miedo a un perrazo que ladra todos los días en alguna
parte, sobre los peldaños; pero el perrazo está ausente. El
pequeño continúa su camino, y está ya en la calle.
¡Dios, qué ciudad! Hasta entonces nunca vio nada parecido.
Allá lejos, en el país de donde ha venido, hace algún tiempo,
durante la noche y en cada calle entenebrecida no alumbraba
más que una sola farola. Las casitas de madera, muy bajas,
tenían todas sus ventanas cerradas. En cuanto se hacía de
noche, ya no se veía a nadie en las calles; todos los
habitantes se encerraban en sus casas; no se encontraban
más que ejércitos de perros, centenares de perros que
aullaban en la noche sombría. Pero ¡qué calor había en su
casa! ¡Y allá lejos le daban de comer! ¡Ah, si aquí se pudiese
sólo comer!
Pero... ¡qué ruido en esta ciudad y qué luz! ¡Qué de gentes
circulando en aquella claridad! Y tantos coches; ¡y qué ruido
hacían!... Pero, sobre todo, ¡qué frío, qué frío! Y el hambre que
volvía a atacarle... ¡Qué daño le hacían sus garras!... Pasó un
agente de policía, y volvió la cabeza para no ver al pequeño
vagabundo.
He aquí otra calle: ¡qué ancha es! ¡Oh, allí lo van a aplastar,
de seguro! Aquel movimiento le enloquece, aquella luz le
deslumbra.
Pero... ¿qué hay allí, detrás de aquella gran vidriera
iluminada? Ve una bonita habitación, y en aquella habitación
un árbol que llega hasta el techo. ¡Es el árbol de Navidad,
todo sembrado de puntitos de fuego! Sobre él hay papeles
dorados y manzanas, y juguetes, muñecas, caballos de madera
y de cartón. Por todas partes, en la habitación, corren niños
vestidos y ataviados espléndidamente. ¡Ríen, juegan, beben,
comen! He ahí una linda niñita que se pone a bailar con un
muchachito; ¡que niña tan linda! A través del cristal se oye la
música. El pobrecillo mira y se asombra; casi llegaría a reírse,
pero sus manos y sus pies le hacen demasiado daño. ¡Qué
encarnadas están sus manos! Sus dedos no pueden doblarse.
El niño sufre demasiado para seguir allí; corre todo lo que
puede. Pero he aquí otra ventana más resplandeciente que la
primera. La curiosidad puede más que el dolor. ¡Qué hermosa
habitación descubre! ¡Todavía más maravillosa que la otra! El
árbol está constelado como un firmamento. Sobre las mesas
se ven pasteles de todas las clases: amarillos, encarnados,
multicolores; cuatro hermosas damas, lujosamente vestidas,
están cerca de ellos y obsequian con pasteles a todo el que
llega; a cada minuto se abre la puerta, entrando caballeros. El
niñito se aproxima a paso de lobo, aprovecha un momento en
que la puerta está entreabierta y aparece en la habitación.
¡Oh, es preciso ver cómo es acogido! Es una tempestad de
invectivas; algunos llegan hasta a levantar sobre él las manos.
Una dama se aproxima al pequeño, desliza un kopek en la
mano y lo pone delicadamente en la puerta. ¡Qué miedo ha
pasado! ¡Y el kopek se escapa de sus deditos rojos,
agarrotados que ya no puede cerrar! Corre, corre; él mismo no
sabe ya dónde. Quisiera llorar, pero ya no puede; ha tenido
demasiado miedo... Corre y se sopla sus pobres dedos,
completamente dolidos. Aumenta su miedo. ¡Se siente tan solo!
Está completamente perdido en la ciudad. Pero, de pronto, se
detiene aún. Dios justo... ¿qué es lo que aquella vez descubre?
El espectáculo es tan hermoso, que hay una multitud
estacionada admirándolo. Detrás del cristal de una ventana,
tres maravillosos muñecos, vestidos de verde y de rojo, se
mueven como si fueran vivos. El uno se parece a un viejo y
toca el violoncelo; los otros dos tocan el violín, midiendo el
compás con sus cabecitas. Parecen mirarse, y sus labios se
agitan como si hablasen; sólo que no se oye nada a través del
cristal. El mocito cree al principio que los fantoches viven;
hasta un poco después no comprende que son unos juguetes.
Ríe de satisfacción. ¡Qué muñecos tan hermosos! Jamás había
visto semejantes; ni siquiera había nunca sospechado que los
pudiese haber. Ríe, y casi siente deseos de llorar; pero... ¡sería
demasiado ridículo el llorar por unos fantoches!... De repente
siente le agarran su pobre vestido y que le sacuden. Un
muchachote de rostro malvado le abofetea, le quita su gorra y
la emprende a puntapiés. El pequeñuelo cae sobre el
pavimento; oye que gritan; se levanta, se echa a correr, a
correr... hasta el momento en que descubre un patio sombrío,
donde podrá ocultarse detrás de un montón de leña.
En su escondite vuelve a caer; sufre, no puede recobrar la
respiración; se ahoga, se ahoga..., y de repente, ¡qué extraño,
se siente muy bien, curado del todo: hasta de sus manitas,
que dejan de dolerle. Y tiene calor: es un suave calor que le
invade como si se hallase junto a una estufa. ¡Se duerme!
¡Qué dulce es también el sueño que le agarra! "Voy a estarme
aquí un ratito, se dice, y después iré otra vez a ver los
fantoches."
Pero oye a su madre —¡que, sin embargo, está muerta!—
cantar junto a él. "¡Ah, mamá, estoy durmiendo! ¡Qué bueno
es dormir aquí!"
.......................................................................................................................

—Ven a mi casa a ver el árbol de Navidad —murmuró encima


de él una voz suave.
Creyó al principio que seguía siendo su mamá; pero no, no
era ella. ¿Quién, pues, le hablaba? No sabía... Pero alguien se
inclinó hacia él y le besó..., y de repente... ¡qué luz! ¡Qué árbol
de Navidad también! ¡Jamás había soñado con un árbol de
Navidad semejante! Todo brilla, todo resplandece, y está aquí
rodeado de niñitos y de niñitas que parecen radiantes de luz y
giran revoloteando en torno suyo, que le besan, le levantan y
lo llevan con ellos; flota, como los demás, en la claridad, y su
madre está muy cerca mirándole y sonriéndole alegremente.
—¡Mamá, mamá! ¡Ah, qué bonito es esto! —grita el niño.
Y de nuevo besa a sus compañeritos y quisiera contarles ya
mismo lo que hacían los fantoches detrás de la vidriera
iluminada. Pero una curiosidad le domina:
—¿Quién son ustedes?
—Nosotros somos los pequeños invitados que venimos a ver
el árbol de Cristo —responden los niños— Cristo tiene siempre,
en Navidad, un bonito árbol para los niños que no tienen su
árbol de Navidad, el de ellos.
Y aprende que todos aquellos chicos han sido pequeños
desgraciados como él. Los unos han sido descubiertos helados
en los cestos en donde los habían abandonado, en la calle; los
otros fueron asfixiados por nodrizas finlandesas; otros murieron
en el hospicio; otros perecieron de hambre junto a los pechos
de sus madres durante el hambre de Samara, y allí están
todos, convertidos en ángeles, en cosas de Cristo, que ahí le
tenéis entre ellos, sonriente y bendiciéndoles, a ellos y a sus
madres, las pecadoras. Pues también ellas están allí, las
madres, y los niños quieren volar hacia ellas y besarlas,
enjugar sus lágrimas con sus manitas y decirles que no lloren,
puesto que entonces son tan dichosos...
Por la mañana los criados encontraron detrás del montón de
leña el cadáver helado del niño; se encontraron también el
cuerpo de su madre muerta en el altillo. Los dos, ahora ya lo
sabéis, volvieron a encontrarse delante de Dios.
¿Por qué he compuesto esta pueril historia, que produce un
singular efecto en el libro de un escritor serio? ¡Yo que había
prometido no contar en ese libro más que cosas ciertas,
sucedidas!
Pero ahí está... Me parece que todo eso pudiera haber
sucedido realmente... ¡Sobre todo el descubrimiento de los dos
cadáveres!... En cuanto al árbol de Navidad —¡Dios mlo! —, ¿no
soy novelista para inventar algo?
III
EL MUJIK MAREÏ

Voy a contaros una anécdota. ¿Es realmente una anécdota?


Más bien es un recuerdo...
Era yo entonces un niño de nueve años... Pero no, quiero
mejor comenzar por la época en que era un joven de veinte
años.
Era el lunes de Pascuas. El aire era cálido; el cielo, azul; el sol
brillaba, resplandeciente, en lo alto del cielo; pero yo estaba
triste. Rondaba en torno a los cuarteles de una casa de fuerza;
contaba las estacas de la sólida empalizada que rodeaba la
prisión.
Desde hacía dos días la casa de los detenidos, si es que así
podía decirse, estaba de fiesta. A los presidiarios no se les
llevaba al trabajo; muchos de los detenidos estaban borrachos,
estallando riñas por todas partes; gritaban canciones obscenas;
se jugaba a las cartas, ocultándose; algunos deportados
estaban tendidos, medio muertos, después de haber sufrido
malos tratos por parte de sus compañeros. Los que habían
recibido golpes demasiado graves se los ocultaban bajo
pellizas de piel de cordero y se les dejaba que se reanimasen
como pudieran. Más de una vez se habían desenvainado los
cuchillos... Todo aquello me había hundido, desde que las
fiestas duraban, en una especie de enfermiza desolación.
Siempre había sentido horror al libertinaje y a las agitaciones
populares, y sufría más allí con ello que en cualquier otro
lugar. Durante las fiestas las autoridades de la cárcel no
visitaban los edificios, no hacían revisiones, no confiscaban el
alcohol, conviniendo en que era preciso dejar a los pobres
diablos de galeotes alegrarse por lo menos una vez al año. Mi
asco hacia aquellos desgraciados reprobos se transformaba
poco a poco en sorda cólera, cuando me encontré con un
polaco, un tal M.. cki, detenido político. Me miró con aire
sombrío; sus ojos estaban llenos de rabia, temblaban sus
labios. " ¡Odio a esos bandidos! ", gruñó a media voz, en
francés; después se separó de mí.
Volví a la prisión, y lo primero que vi fueron seis robustos
mujiks que se lanzaban juntos sobre un tártaro llamado
Gazine, al que comenzaron a golpear cruelmente. Este hombre
estaba borracho, y le golpeaban como si fuese de yeso; un
buey o un camello hubieran hallado la muerte bajo semejantes
golpes; pero sabían que aquel hércules no era fácil de matar,
y daban golpes encima llenos de gozo. Un instante después vi
a Gazine extendido sobre un camastro e inanimado ya. Yacía
él también cubierto con una piel de cordero, y todo el mundo
pasaba en silencio tan lejos como podía de su cama. Se
esperaba que volvería en sí hacia la mañana; pero, como
algunos decían: "¡Maldición, después de los golpes que ha
recibido bien podría reventar de la paliza!"
Volví al sitio donde se encontraba mi camastro, frente a una
ventana provista de una reja de hierro, y me tendí de
espaldas, cerrados los ojos. Si fingía dormir no vendrían a
molestarme. Quería olvidar, pero no podía dormirme; mi
corazón latía terriblemente, y las palabras de M...cki resonaban
en mis oídos: "¡Odio a esos bandidos!"
Pero... ¿para qué describir estas impresiones? Muchas veces
vuelvo a sentirlas en sueños, y son mis más horribles
pesadillas...
Se notará que hasta hoy casi nunca he hablado de mis años
pasados en presidio. Los Recuerdos de la Casa de los Muertos
que publiqué hace quince años, parecen la obra de un
personaje fantástico; los daba como redactados por un noble
ruso, asesino de su mujer... Sobre esto añadiré que todavía son
hoy muchas las gentes honradas que creen que se me envió a
Siberia por el asesinato de mi mujer...
Mas he aquí que me extravío, como me extraviaba entonces,
en mis ideas... Durante esos cuatro años de presidio volví a
ver sin cesar mi pasado. Los recuerdos renacían por sí
mismos, y raras veces he podido evocarlos de nuevo
voluntariamente. Arrancaban de un punto cualquiera de mi
historia, a veces de un suceso sin importancia, y poco a poco
el cuadro se completaba dándome la impresión fuerte,
profunda y completa de mi vida...
Pero aquel día volví a ver cosas muy remotas, hasta el
momento de mi primera infancia. Me volví a ver de nueve
años en medio de escenas que en absoluto tenía olvidadas...
Me volví a encontrar en un pueblo donde pasé el mes de
agosto. La atmósfera estaba clara y seca, pero la temperatura
era fresca; soplaba el viento. El verano se acercaba a su
término; pronto nos volveríamos a Moscú; el hastío iba a
presentarse de nuevo con las lecciones de francés; ¡qué
penoso me sería abandonar el campo!
Me fui detrás de la cerca, donde se alzaban los montones de
trigo; luego, después de haber ido hasta el barranco, subí al
Losk. Llamábase así entre nosotros a una especie de espesura
de arbustos que crecían entre el barranco y un bosquecillo. Me
hundí en la espesura cuando oí no lejos de mí, tal vez a una
treintena de pasos, hacia el claro del bosque, la voz de un
campesino que trabajaba en un campo. Adiviné fácilmente que
su trabajo era pesado, que labraba un campo colocado en
pendiente, que su caballo avanzaba penosamente... De tiempo
en tiempo el grito del campesino llegaba hasta mí: "¡Hue!,
¡Hue!"
Conocía a casi todos nuestros mujiks, pero no podía saber
cuál era aquel que entonces labraba. Esto, por otra parte, me
era completamente igual; yo estaba hundido en mis pequeñas
ocupaciones. Se trataba de cortarme una varita de avellano
para ir a molestar a las ranas, y las ramas de avellano eran
tan lindas, pero tan poco sólidas... ¡No eran como las del
álamo!
Encontré también magníficos escarabajos y abejorros
soberbios; recogí de unos y de otros; después, también
lagartijas chiquitínas y tan ágiles, rojas y amarillas, adornadas
de puntitos negros; pero tenía miedo a las culebras, más raras,
por otra parte, que las lagartijas. Había pocas setas, por lo que
me disgustó la espesura. En cambio se encontraban muchas
bajo los álamos blancos; así es que me decidí en seguida a
marchar al bosquecillo, donde no sólo había setas, sino
también simientes raras, gruesos insectos y pajarillos; hasta se
veían allí erizos y ardillas bajo la hojarasca, cuyos húmedos
perfumes tanto me gustaban. AI escribii esto todavía me
parece sentir el fresco olor de nuestro agreste bosque de
álamos; estas impresiones se conservan toda la vida.
De repente, tras un largo momento de silencio, oí claramente
este grito: "¡Al lobo! " Me sentí presa de terror, lancé yo
mismo un grito y corrí hacia el claro para refugiarme cerca
del mujik que labraba.
Era nuestro mujik Mareï. Yo no sé si el calendario contiene tal
nombre, pero todo el mundo llamaba a aquel campesino Mareï.
Era un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto,
llevando toda su barba rubia muy canosa. Yo le conocía, pero
nunca le había aún hablado. Detuvo su caballo al oírme gritar,
y cuando estuve cerca de él me agarré con una mano a su
arado y con la otra a su manga, viendo que estaba asustado.
—¡El lobo! —grité casi sin aliento.
Alzó la cabeza, mirando por todas partes.
—¿Dónde diablos ves al lobo?
—Alguien ha gritado "¡Al lobo!" hace un instante —balbuceé.
—¡No hay lobo! Has perdido la cabeza. ¿Dónde se vieron
nunca lobos por aquí? —dijo para animarme.
Pero todo mi cuerpo temblaba, y me colgué más
pesadamente de su manga. Debía estar muy pálido, pues me
miró como si se asustase por mí.
—¡Puede uno tener semejante miedo! ¡Ay, ay! —movió la
cabeza—. Anda, pues, pequeño; aquí no hay ningún peligro.
Y me acarició la mejilla.
—Vamos, vamos, tranquilízate; ¡haz la señal de la cruz!
Pero yo no podía conseguirlo, y parece ser que las comisuras
de mis labios temblaban convulsivamente, habiéndome dicho
más tarde que aquello era lo que más le había extrañado.
Alargó cariñosamente su grueso índice, embadurnado de
tierra, y rozó muy ligeramente mis temblorosos labios.
—¡En qué estado se pone este niño!
Y sonrió, con una sonrisa casi maternal.
Al fin comprendí que no había lobo a la vista y que había
tenido una alucinación al creer oír gritar. Entonces me veía
sujeto errores del oído. Aquello se me pasó con la edad.
—¡Bueno! Entonces, ¿puedo irme de aquí? —le dije, mirándolo
interrogativamente con los ojos todavía húmedos.
—Sí, vete; yo cuidaré de tí mientras vaya andando. ¡No te
entregaré al lobo! —añadió. Y más que nunca experimenté la
impresión de que su sonrisa era una verdadera sonrisa de
madre—. ¡Anda! ¡Que Cristo vaya contigo! —Hizo sobre mí la
señal de la cruz, y él también se santiguó.
Partí, volviéndome cada diez pasos. Veía siempre a Mareï, que
me seguía con la mirada, y cada vez me hacía un movimiento
de cabeza amistoso. Declaro que ya entonces estaba poco
avergonzado de mi miedo. Con todo, aún temía vagamente al
lobo. Cuando hube cruzado el barranco, el miedo desapareció
bruscamente; mi perro Voltschok saltó hacia mí, viniendo de
no sé dónde, y con mi perro me sentí lleno ánimo. De todos
modos, aún volví una vez la cabeza hacia Mareï. Desde tan
lejos ya no día distinguir los rasgos de su rostro, y, embargo,
adiviné que me seguía sonriendo amablemente. Le vi mover la
cabeza. Le hice una seña de adiós con la mano, a la cual
respondió, y hasta entonces no volvió a ponerse en
movimiento con su viejo caballo.
Oí desde lejos su grito: " ¡Hue! , ¡Hue! " Y el caballo volvió a
tirar del arado.
Me he acordado de todo esto no sé por qué, volviendo a ver
todos los detalles con una claridad admirable; pero no hice en
aquel tiempo ninguna alusión a mi "accidente" al volver á
casa. Pronto ya ni pensaba más en ello; hasta olvidé bastante
pronto a Mareï y el servicio que me había hecho. Las raras
veces que le volví a encontrar después, no sólo ya no le
hablaba del lobo, sino hasta no tuve con él ninguna clase de
conversación. Y bruscamente, veinte años más tarde, en el
fondo de la Siberia, todo se me representó como si acabase
de oír gritar "¡Al lobo!" La aventura se había, en cierto modo,
ocultado de mí mismo, para reaparecer cuando esto fuese
necesario. Me acordé de todo: de la sonrisa tierna y como
maternal del pobre mujik siervo, de sus signos de la cruz, de
sus movimientos de cabeza amistosos, que me parecía
protegíanme desde lejos. Volvió a sonar en mis oídos aquella
frase: "¡En qué estado se pone a los niños!" Y lo que mejor
volví a ver fue aquel grueso índice, embadurnado de tierra,
con el que tocó de una manera tan acariciadora mis labios,
que temblaban. Ciertamente no importa que hubiese tratado
de tranquilizar al niño amedrentado; pero allí había otra cosa.
Hubiera sido su propio hijo, y no me hubiera mirado con un
amor más profundo y más apiadado. ¿Qué le obligaba a
amarme? Era nuestro siervo; yo no podía ser para él más que
un amo joven; nadie veía su buena acción y estaba seguro de
no ser recompensado por ella. ¿Luego amaba tan tiernamente
a los niños? ¡Qué dulce bondad casi femenina puede ocultarse
en el corazón de un rudo, de un bruto mujik ruso! ¿No era de
aquello de lo que hablaba Constantino Aksakov cuando
celebraba la "alta cultura" de nuestro pueblo?
Y cuando me levanté de mi camastro, cuando miré en torno
mío en aquel presidio, sentí que podía mirar a sus pobres
moradores de manera muy distinta que antes. Todo odio y
toda cólera salieron de mi corazón. Observé con simpatía
todos los rostros que me encontraba. Este mujik degradado, al
que la navaja del presidio había dejado sin pelo; este mujik,
cuyo rostro llevaba los estigmas del vicio; este borracho que
bosteza su canción de borracho obsceno, tal vez es un Mareï.
¿Puedo penetrar hasta su corazón? ¡No! Entonces, ¿por qué
había de juzgarlo?
Aquella misma noche volví a encontrar al polaco M...cki.
¡Infortunado M...cki! Evidentemente, no era, como yo, rico en
recuerdos donde representaban un papel gentes como Mareï.
No podía juzgar a estos tristes mujiks del presidio de modo
distinto a como lo había hecho cuando dijo: "¡Odio a esos
bandidos! ¡Indudablemente, estos pobres polacos han sufrido
más que nosotros!
IV
LA CENTENARIA

"Toda la mañana he andado retrasada —me contaba una


señora uno de estos días—. No he podido poner el pie fuera
hasta mediodía, y —era como algo hecho a propósito— tenía
infinidad de cosas que hacer. Entre dos viejas, a la puerta de
una casa de donde yo salía, he encontrado a una anciana que
me pareció horriblemente vieja; estaba completamente
encorvada y se apoyaba en un bastón. Sin embargo, yo no
tenía aún la menor idea de su verdadera edad. Instalóse sobre
un banco, cerca de la puerta; la vi bien, pero poco tiempo.
Diez minutos después salí de un despacho situado muy cerca
y me dirigí hacia un almacén donde tenía que hacer. Volví a
encontrar a mi anciana sentada a la puerta de aquella nueva
casa. Me miró; la sonreí. Voy a hacer otro encargo hacia la
Perspectiva Newsky. Vuelvo a ver a mi buena mujer sentada a
la puerta de una tercera casa. Esta vez me detengo delante
de ella, preguntándome: ¿Por qué se sienta de este modo a la
puerta de todas las casas?
—¿Estás cansada, viejecita? —le dije.
—Me canso pronto, madrecita. Hace calor; el sol es muy
fuerte. Voy a cenar a casa de mis nietos.
—Entonces, ¿vas a cenar, abuela?
—Sí, a cenar, querida; a cenar.
—Pero de este modo no llegarás nunca.
—Sí, llegaré. Ando un poco; descanso. Me levanto, ando un
poco más, y siempre así.
La buena mujer me interesó. Es una viejecita limpia, vestida
con un traje anticuado; parece pertenecer a la clase burguesa.
Tiene un rostro pálido, amarillo; la piel, seca y pegada a los
huesos; sus labios están descoloridos; diríase una momia.
Permanece sentada, sonriente; el sol dora su rostro.
—Debes ser muy vieja, abuela —le dije, bromeando.
—Ciento cuatro años, querida; ciento cuatro años nada más.
Ella bromea a su vez.
—Y tú, ¿dónde vas? —me pregunta. Y todavía sonríe. Se siente
contenta de hablar con alguien.
—Mira, abuela; he comprado zapatos para mi hijita y los llevo
a mi casa.
—¡Oh! ¡Qué pequeños son los zapatos! Es una niña, bien
chiquitina. ¿Tienes otros hijos?
Y siempre me mira sonriente. Sus ojos están un poco
apagados; sin embargo, algo brilla en ellos aún como una
lucecilla débil, pero cálida.
—Abuela, toma esta moneda. Te comprarás un panecillo.
—¡Qué idea has tenido de darme esto! Pero te lo agradezco;
guardaré tu monedita.
—Perdóname, abuela.
Toma la moneda pero por amabilidad, por bondad de corazón.
Quizá hasta está contenta, no sólo de que la hablen, sino
también de que se ocupen de ella afectuosamente.
—Bueno, adiós —dije—, mi buena viejecita. Deseo que llegues
pronto a casa de los tuyos. —Claro está que sí llegaré, querida;
llegaré. Y tú vete a ver a tu nietecita.
Olvidaba que tengo una hija y no una nieta. Le parecía que
todo el mundo tenía nietas.
Marché de allí y, volviéndome, la he visto que se levantaba
con trabajo, se apoyaba sobre su bastón y se arrastraba por la
calle. Tal vez se habrá detenido lo menos diez veces aún
antes de llegar a casa de sus nietos, donde ella va "a cenar".
¡Qué viejecita tan rara!
Fue, como decía, una de estas mañanas últimas cuando oí
este relato, o más bien esta impresión, de un encuentro con
una centenaria. Es raro ver centenarios tan llenos de vida.
También yo he pensado repetidamente en esa vieja, y esta
noche, muy tarde, después de haber acabado de leer, me he
entretenido en imaginarme la continuación de la historia; la he
visto llegando a casa de sus nietos o biznietos. Debe ser una
familia de gentes retiradas, decentes; de otro modo no iría a
cenar a su casa. Tal vez alquilan una tiendecita; por ejemplo,
una tienda de peluquero. Evidentemente, no son gentes ricas,
pero, en fin, deben tener una pequeña vida organizada,
ordenada.
Veamos. Ella habrá llegado a su casa hacia las dos. No la
esperaban, pero la han recibido cordialmente:
— ¡Ah! Aquí está María Maximovna. ¡Entre, entre, misericordia,
criatura de Dios!
La vieja ha entrado, sin cesar de sonreír. Su nieta es mujer
de ese peluquero que veo allí, hombre de unos treinta y cinco
años, adornado con una levita llena de manchas de pomada.
(Jamás he visto barberos de otro estilo.)
Tres nietos pequeños —un chico y dos chicas— corren hacia la
abuela. Ordinariamente, estas viejas, extraordinariamente
viejas, se entienden muy bien con las criaturas; tienen un
alma semejante a las almas de los niños, si no igual. La vieja
se ha sentado. En casa del peluquero hay alguien: un hombre
de cuarenta años, una visita de confianza. Hay también un
sobrino del barbero, un mozo de diez y siete años, que quiere
entrar en casa de un impresor. La vieja se persigna, se sienta
y mira al visitante.
—¡Oh! ¡Qué cansada estoy!... ¿Quién tenéis en casa?
—Soy yo. ¿No me reconoce usted, María Maximovna? —dice el
visitante riendo—. Hace dos años íbamos siempre juntos a
buscar hongos al bosque.
—¡Ah! ¡Eres tú! Te reconozco, bromista. Sólo que ¿quieres
creer que ya no recuerdo tu nombre?, sin embargo, sé bien
quién eres... Pero el cansancio me enreda las ideas.
—No ha crecido usted desde la última vez —bromea el
visitante.
—¿Quieres callar, grosero? —Y la abuela se echó a reír, en el
fondo muy divertida.
—Ya sabes, María Maximovna, que soy un buen muchacho.
—Siempre resulta agradable charlar con personas honradas...
¿Le habéis hecho el abrigo a Serioja?
Señaló al sobrino. Este, mozo robusto y sano, sonrió
ampliamente y acercóse a la vieja. Llevaba un abrigo gris
nuevo, y aún se sentía orgulloso exhibiéndolo. La indiferencia
llegaría tal vez pasada una semana; pero, esperando que
llegase, todavía se miraba a cada instante los adornos, los
forros, contemplándose en el espejo con su vestido nuevo;
sentía por sí mismo cierto respeto viéndose tan bien vestido.
—¡Vuélvete, pues! —exclamó la mujer del barbero—. Y tú, María
Maximovna, mira. ¿Un buen abrigo, eh? Y que vale seis rublos
como un kopek. Nos dijeron en casa de Prokhovitch que pedir
algo más barato era mejor no pensar en ello. ¡Nos habríamos
después mordido las uñas, mientras que el abrigo no se
hubiera podido usar más. Mirad esta tela. Pero vuélvete... En
fin, así es como se va el dinero, María Maximovna. ¡He ahí
unos rublos que se han despedido de nosotros!
—¡Oh! Se ha puesto tan cara la vida que quiero no pensar
más en ello. ¡Me haría sufrir! —hizo notar María Maximovna,
completamente emocionada, sin aliento aún.
—¡Vamos, vamos; ya es hora de cenar! —observó el barbero—.
Pero pareces muy fatigada, María Maximovna.
—Sí, padrecito; estoy agotada. Hace calor y un sol... ¡Oh! Me
he encontrado en la calle a una señora que había comprado
zapatos para sus hijos. "¿Está usted cansada, viejecita? —me
ha preguntado—. Tome usted esta moneda para comprar un
panecillo." Y yo, sabes, he tomado la moneda.
—Pero, abuela, descansa primero. ¿Para qué esforzarte de ese
modo? —preguntó el peluquero, solícito.
Todos la miran. Se ha puesto muy pálida; sus labios están
blancos. Mira ella también a todos los que están allí, pero con
una mirada más apagada que de ordinario.
— ¡Aquí tienes la moneda, para tortas para los chicos! —
continúa la vieja.
Pero se ve obligada a tomar aliento. Todos han dejado de
hablar durante algunos segundos.
—¿Qué le pasa, abuela?
El barbero se inclina sobre ella. Pero la abuela no responde.
En la estancia hay un nuevo silencio, que dura varios
segundos. La vieja se ha puesto más pálida aún, y su cara
parece haber enflaquecido de repente. Sus ojos se nublan; la
sonrisa se hiela en sus labios; mira ante sí, pero adivina que
ya no ve.
—¿Hay que ir a buscar al pope?... —pregunta el visitante.
—Sí; pero... ¿no es ya demasiado tarde? —murmura el barbero.
—¡Abuela! ¡Eh, abuela! —llama la mujer, asustada.
La abuela permanece inmóvil; pero pronto su cabeza se
inclina hacia un lado; en su diestra, que descansa aún sobre la
mesa, tiene todavía la moneda; su mano izquierda se ha
quedado fija sobre el hombro del nietecito Michka, de seis
años. Está de pie, inmóvil, y contempla a la abuela con
asombrados ojos.
—¡Está muerta! —pronuncia muy bajo el barbero, haciendo la
señal de la cruz.
—¡Ah! ¡He visto que se inclinaba hacia un lado! —dice el
visitante muy emocionado, con entrecortada voz.
Profundamente conmovido, contempla a los presentes.
—¡Ah, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer, Makaritch?
—¡Ciento cuatro años! ¡Oh! —dice el visitante, pateando el
suelo, cada vez más enternecido.
—Sí, estos últimos años iba perdiendo un poco la cabeza —
observó tristemente el barbero— Pero es necesario que vaya a
avisar —y se pone su gorra y busca su abrigo.
—Hace un momento se reía, estaba alegre. Todavía tiene en
la mano la moneda para "comprar tortas". ¡Qué vida la
nuestra!
—Bueno, vamos, Piotr Stepanitch —interrumpe el barbero.
Salen.
No lloran, claro está. ¿Ciento cuatro años, verdad? La dueña
de la casa ha enviado en busca de las vecinas, que van
acudiendo. La noticia les ha interesado, distraído. Como es
lógico, se prepara el samovar. Los niños, agrupados en un
rincón, contemplan curiosamente a la abuela muerta. Michka
se acordará mientras viva de que murió con la mano sobre su
hombro; cuando a su vez le llegue la muerte, nadie recordará
ya a la vieja que vivió ciento cuatro años. ¿Y para qué
recordarla? Millones de hombres viven y mueren inadvertidos.
¡Que el Señor bendiga la vida y la muerte de las gentes
sencillas y buenas!
V
UN HOMBRE PARADÓJICO
Puesto que hablamos de la guerra, es preciso que le cuente
algunas opiniones de uno de mis amigos, que es hombre de
paradojas. Es de los menos conocidos, y posee un carácter
extraño; es un soñador. Ahora no quiero más que recordar una
conversación que tuve con él hace ya algunos años. Defendía
la guerra, en general tal vez únicamente por amor a la
paradoja. Noten que es un perfecto burgués, el hombre más
pacífico del mundo, el más indiferente a los odios
internacionales o, simplemente, interpetersburgueses.
—Es expresarse como un salvaje — dijo entre otras cosas— el
afirmar que la guerra es una plaga para la Humanidad. Todo
lo contrario; es lo que puede serle más útil. No hay más que
una clase de guerra verdaderamente deplorable: la guerra civil.
Descomponer el Estado, dura siempre demasiado tiempo y
embrutece al pueblo por varios siglos. Pero la guerra
internacional es excelente, desde todos los puntos de vista. Es
indispensable.
—¿Qué ve usted de indispensable en el hecho de que dos
pueblos se arrojen uno sobre otro para matarse entre sí?
—¡Todo, absolutamente todo! En primer lugar, no es cierto que
los combatientes se arrojen los unos sobre los otros para
matarse entre sí, o al menos no es tal su primera intención.
Lo primero que hacen es el sacrificio de su propia vida; eso es
lo que hay que considerar ante todo, y nada tan hermoso
cómo dar su vida por defender a sus hermanos y la patria, o,
sencillamente, los intereses de esta patria. La Humanidad no
puede vivir sin ideas generosas, y por eso es por lo que ama
la guerra.
—¿Cree usted, pues, que la Humanidad ama la guerra?
—Evidentemente. ¿Quién se desespera, quién se lamenta
durante una guerra? Nadie. Cada cual se vuelve más animoso,
siente su espíritu más resuelto; se sacude la apatía corriente;
no se conoce el aburrimiento; el aburrimiento es bueno en
tiempo de paz. Cuando la guerra se ha acabado, gusta
recordarla, si ha acabado con una derrota del enemigo. No
creáis en la sinceridad de los que, declarada la guerra, se
abordan gimiendo: "¡Qué desgracia!" Hablan por respeto
humano. En realidad, la alegría reina en todas las almas; pero
no se atreven a confesarlo. Se tiene miedo a pasar por un
retrógrado. Nadie se atreve a ensalzar, a exaltar la guerra.
—¿Pero me habla de las ideas generosas de la Humanidad?
¿Es que no ve usted ideas generosas fuera de la guerra? Me
parece que se pueden, adquirir muchas más en tiempos de
paz.
—De ningún modo. La generosidad desaparece de las almas
con ocasión de los períodos de larga paz. No se advierte más
que cinismo, indiferencia y hastío. Puede decirse que una larga
paz hace a los hombres feroces. Lo que en esas épocas
domina es siempre lo peor que hay en el hombre; por
ejemplo, la riqueza el capital. Después de una guerra aún se
estima el desinterés, el amor a la Humanidad; pero que la paz
dure, y esos hermosos sentimientos desaparecen. Los ricos, los
acaparadores, son los amos. No hay ya más que la hipocresía
del honor, de la lealtad, del espíritu de sacrificio, virtudes que
los mismos cínicos están obligados a respetar, al menos en
apariencia. Una larga paz produce la flojedad, la bajeza de
miras, la corrupción. Embota todos los buenos sentimientos.
Los goces se hacen más groseros en las épocas pacíficas. No
se piensa más que en las satisfacciones de la carne. Y no
podéis negar que después de una paz demasiado duradera, la
riqueza brutal lo oprime todo.
—Pero veamos: las ciencias y las artes, ¿pueden desarrollarse
en el curso de una guerra? Y son, creo, manifestaciones de
ideas generosas.
—He ahí donde le detengo. La ciencia y el arte florecen sobre
todo en los primeros tiempos que siguen a una guerra. La
guerra lo rejuvenece, lo refresca todo, da fuerza a las ideas. El
arte cae siempre muy bajo después de una larga paz. Si no
hubiese habido muchas guerras, ¿qué hubiera sido del arte?
Las más hermosas ideas del arte fueron inspiradas siempre
por ideas de lucha. Leed el Horacio, de Corneille; ved el Apolo
de Belvédère derribando al monstruo.
— ¡Y las madonas? ¿Y el cristianismo?
—El mismo cristianismo admite la guerra. ¡Profetiza que la
espada no desaparecerá jamás de este mundo! ¡Oh!
Indudablemente niega la guerra desde un punto de vista
sublime al exigir el amor fraternal. Yo sería el primero en
alegrarme si del hierro de las espadas forjasen arados. Pero se
nos impone la pregunta: ¿Cuándo será eso posible? El estado
actual del mundo es peor que cualquier guerra; la riqueza, el
afán de goce hacen nacer la pereza que crea la esclavitud.
Para retener a los esclavos en su baja condición es preciso
negarles toda instrucción, pues la instrucción desarrollaría el
deseo de libertad. Añadiré, además, que la paz proclamada
favorece la cobardía y la desvergüenza. El hombre por
naturaleza es cobarde y nada probo. ¿Y qué será de la ciencia
si los sabios se sienten dominados por la envidia de todo
cuando les rodea? La envidia es una pasión baja e innoble
pero puede invadir la misma alma del sabio. Y comparen al
triunfo de la riqueza con lo que puede dar un descubrimiento
científico cualquiera, por ejemplo, el descubrimiento del planeta
Neptuno. ¿Quedarán muchos verdaderos sabios, trabajadores
desinteresados, en esias condiciones? Se sentirán dominados
por las veleidades de la gloria, el charlatanismo hará su
aparición en la ciencia, y ante todo, el utilitarismo, porque
cada uno de ellos sentirá sed de riqeuzas. Esto mismo ocurrirá
en el arte: ya no se buscará más que el efecto. Se llegará al
extremo refinamiento, que no es más que la exageración de la
grosería. He ahí por qué la guerra es precisa para la
humanidad, que comprende es un remedio. ¡La guerra
desarrolla el espíritu de fraternidad y une a los pueblos!
—¿Cómo quiere usted que una a los pueblos?
—Obligándoles, a estimarse mutuamente. La fraternidad nace
sobre los campos de batalla. La guerra incita menos hacia la
maldad que la paz. ¡Ved hasta dónde va la perfidia de los
diplomáticos en los tiempos pacíficos! Las querellas desleales y
disimuladas del género de aquella que nos buscaba Europa en
1863 hacen mucho más daño que una lucha franca. ¿Odiamos
nosotros a los franceses y a los ingleses durante la guerra de
Guinea? De ningún modo. Entonces fue cuando se nos hicieron
familiares. Nos preocupaba la opinión que tuvieran de nuestro
valor; mimábamos a aquellos que hacíamos prisioneros;
nuestros soldados y nuestros oficiales se encontraban en las
avanzadas con sus oficiales y sus soldados, y poco faltaba
para que los enemigos no se abrazasen; se brindaba juntos,
fraternizábase. Estábamos encantados al leer las cosas en los
periódicos, lo que no impedía que Rusia se batiese
soberbiamente. El espíritu caballeresco emprendió un vuelo
magnífico. Y que no nos vengan a hablar de las pérdidas
materiales que de una guerra resultan. Todo el mundo sabe
que después de una guerra todas las fuerzas renacen. La
potencia económica del país se hace diez veces mayor; es
como si una lluvia de tormenta hubiese fertilizado,
refrescándola, una tierra desolada. El público se apresura a
acudir en socorro de las víctimas de una guerra, mientras que
en tiempos de paz, provincias enteras pueden morir de
hambre antes de que hayamos arañado, para dar tres rublos,
el fondo de nuestros bolsillos.
—Pero, sobre todo, el pueblo ¿no sufre durante una guerra?
¿No es él el que soporta todas las ruinas, cuando las clases
superiores de la sociedad no se dan cuenta de nada?
—No es más que temporalmente. Gana con ello muchísimo
más de lo que pierde. Para el pueblo es para quien la guerra
tiene mejores consecuencias. La guerra iguala a todos durante
el combate y une al criado y al señor en esa manifestación
suprema de la dignidad humana: el sacrificio de la vida por la
obra común, por todos, por la patria. ¿Cree usted que la masa
más humilde de los mujiks no siente la necesidad de
manifestar de modo activo sentimientos generosos? ¿Cómo
probaría durante la paz su magnanimidad, su deseo de
dignidad moral? Si un hombre del pueblo realiza una hermosa
acción en tiempo ordinario, o nos burlamos de él o
desconfiamos del acto, o también testimoniamos una
admiración tan asombrada que nuestros elogios semejan
insultos. ¡Nos parece aquello tan extraordinario! Durante la
guerra, todos los heroísmos son iguales. Un gentilhombre,
terrícola y un campesino, cuando combatían en 1812, estaban
más cerca él uno del otro que en su pueblo. La guerra
permite a la masa estimarse ella misma: he aquí por qué el
pueblo ama la guerra. Compone canciones guerreras después
del combate y más tarde escucha religiosamente los relatos
de las batallas.
La guerra en nuestra época es necesaria; sin la guerra el
mundo caería en la indolencia...
Dejé de discutir. No discuto con soñadores. Pero he aquí que
comienzan a preocuparse de problemas que, desde hace
mucho tiempo, parecían resueltos. Esto significa algo. Y lo más
curioso es que esto ocurre en todas partes al mismo tiempo.
VI

LA MUERTE DE GEORGE SAND

... Y, sin embargo, hasta no haber leído la noticia de esa


muerte no he comprendido todo el sitio que ese nombre había
ocupado en mi vida mental, todo el entusiasmo que el
escritor-poeta excitara en otro tiempo en mí, todos los goces
artísticos, toda la dicha intelectual de que le era deudor.
Escribo cada una de estas palabras con deliberado propósito,
porque todo eso es verdad literal.
George Sand era uno de nuestros contemporáneos (cuando
digo nuestros doy a entender muy de nosotros), un verdadero
idealista de los Años treinta y cuarenta. En nuestro siglo
poderoso, soberbio, y, no obstante, atacado de la más nebulosa
idealidad, trabajado por los más irrealizables deseos, es uno de
esos momentos que venidos de allá lejos, del país de los
"milagros santos”, han hecho nacer en nosotros, en nuestra
Rusia, siempre "en trance de llegar a ser", ¡tantas cóleras,
tantos sueños, tan fuertes, nobles y santos entusiasmos, tanta
vital actividad psíquica y tan caras convicciones! Al glorificar,
al venerar tales nombres, los rusos han servido y sirven la
lógica de su destino. Que nadie se asombre de mis palabras,
sobre todo con relación a George Sand, que hasta ahora quizá
fue discutida y a medias, si no casi totalmente olvidada entre
nosotros. En su tiempo ejerció su influencia en nuestro país.
¿Quién, pues, sa asociará a sus compatriotas para decir una
palabra sobre su tumba, si no es uno de nosotros, nosotros,
los "compatriotas de todo el mundo"?; pues, en suma,
nosotros, los rusos, tenemos, por lo menos, dos patrias: Rusia
y... Europa, hasta cuando nos llamamos eslavófilos. (¡Que no
me quieran por eso!) Es indiscutible. Eso es. Nuestra misión —y
los rusos comienzan a tener conciencia de ello— es grande
entre las grandes misiones. Debe ser universalmente humana.
Debe consagrarse al servicio de la Humanidad, no sólo de
Rusia, no sólo del mundo eslavo, del paneslavismo, sino
también al servicio de la humanidad entera.
Reflexionad y convendréis en que los eslavófilos han
reconocido eso mismo. He aquí por qué nos exhortan todos a
mostrarnos más francamente rusos, más escrupulosamente
rusos, más conscientes de nuestra responsabilidad de rusos;
pues comprenden que, precisamente, la misión característica
de Rusia es la adopción de los intereses intelectuales de toda
la Humanidad. Todo eso, por otra parte, exigiría aún muchas
explicaciones. Necesario es decir que consagrarse a una idea
umversalmente humana, y vagabundear a la ventura por toda
Europa, después de haber abandonado a la ligera la patria, por
consecuencia de cualquier altivo capricho, son dos cosas
absolutamente opuestas, aunque hasta ahora se las haya
confundido. Pero mucho de lo que le hemos tomado a Europa
y traído a nuestro país no lo hemos copiado como serviles
imitadores, tal como quisieran los Potoguinos. Lo hemos
asimilado a nuestro organismo, a nuestra carne y a nuestra
sangre. Hasta nos ha ocurrido sufrir dolencias morales
voluntariamente importadas a nuestro país, igual que las
padecen los pueblos de Occidente, donde esos males eran
endémicos. Los europeos no querrán creer esto en modo
alguno. No nos conocen, y hasta ahora tal vez valga más así.
La información necesaria, cuyo resultado asombrará más tarde
al mundo, habría de hacerse muy despacio, sin agitaciones ni
sacudidas. Y el resultado de esa información se le puede
entrever ya claramente, al menos en parte, por nuestras
relaciones con las literaturas de otras naciones; sus poetas son
también familiares a la mayor parte de nuestros hombres
leídos, como a los lectores occidentales. Afirmo y repito que
cada poeta, pensador o filántropo europeo es siempre
comprendido y aceptado en Rusia más completamente y más
íntimamente que en todo el mundo, excepto en su propio país.
Shakespeare, Byron, Walter Scott, Dickens, son más conocidos
de los rusos, que, por ejemplo, de los alemanes, aunque de las
obras de estos escritores no se vende más qué la décima
parte de lo que se vende en Alemania, país por excelencia de
los lectores.
La Convención del 93, al enviar un diploma de ciudadano al
poeta alemán Schiller, el amigo de la Humanidad, realizó,
evidentemente, un acto hermoso, imponente y hasta profético;
pero ni siquiera sospechó que en el otro extremo de Europa,
en la Rusia bárbara, una obra de ese mismo Schiller se ha
visto mucho más esparcida y en cierto modo naturalizada que
en Francia no sólo en la época, sino hasta mucho más tarde
aún: durante todo el siglo. Schiller, ciudadano francés y amigo
de la Humanidad, no ha sido conocido en Francia más que por
los profesores de literatura y aun no de todos, solamente de
una élite. Entre nosotros ha influido profundamente sobre el
alma rusa, con Joukovski, y ha dejado en ella rastros de su
influencia: ha señalado un período en los anales de nuestro
desenvolvimiento intelectual. Esta participación del ruso a los
bienes comunes de la literatura universal es un fenómeno que
casi nunca se advierte en el mismo grado entre los hombres
de otras razas, sea cualquiera el período que se observe de la
historia del mundo; y si esa aptitud constituye realmente una
particularidad nacional rusa, muy nuestra, ¿qué patriotismo
espantadizo, que chauvinismo se arrogará el derecho a
rebelarse contra semejante fenómeno, y, por el contrario, no
querrá ver en él la más hermosa promesa para nuestros
destinos futuros?
¡Oh! Evidentemente, se encontrarán gentes que se sonreirán
ante la importancia que atribuyo a la acción de George Sand,
pero los burlones harán mal. Ha pasado mucho tiempo; la
misma George Sand ha muerto, vieja, septuagenaria, tal vez
después de haber sobrevivido a su gloria. Pero todo lo que
nos hizo sentir, desde sus primeros debuts de poeta, que hacía
resonar una palabra nueva, todo lo que en su obra era
universalmente humano, todo eso encontró inmediatamente su
eco entre nosotros, en nuestra Rusia. Sentimos con ello una
impresión intensa y profunda, que no se ha disipado, y que
prueba que todo poeta, todo innovador europeo, toda idea
nueva y fuerte venida de Occidente, se transforma fácilmente
en una fuerza rusa.
Por otra parte, yo no tengo la menor intención de escribir un
artículo de crítica acerca de George Sand. Quiero únicamente
decir algunas palabras de despedida sobre su tumba, fresca
aún.

Los comienzos literarios de George Sand coinciden con los


años de mi primera juventud. Me siento ahora feliz al pensar
que hace ya de esto mucho tiempo, pues ahora que han
pasado más de treinta años, se puede hablar casi con
absoluta franqueza. Conviene hacer observar que entonces la
mayor parte de los Gobiernos europeos no toleraban en sus
países nada de la literatura extranjera, excepto las novelas.
Todo lo demás, sobre todo lo que procedía de Francia, era
severamente registrado en la frontera. ¡Oh! Es evidente que
muchas veces no se sabía ver. El propio Metternich no sabía
ver mejor que sus imitadores. Y he ahí cómo pudieron pasar
"cosas terribles" (¡pasó todo Bielinski!). Pero, en cambio, un
poco más tarde, sobre todo hacia el final de ese período, por
temor a equivocarse, comenzaron a prohibir casi todo. Sin
embargo, las novelas viéronse perdonadas en todas las épocas,
y en este país, cuando nuestros guardianes se mostraron
ciegos, fue especialmente cuando se trató de novelas de
George Sand. Recordad estos versos:

Sabe de memoria los libros


de Thiers y de Rabeau,
y la libertad glorifica
fogoso cual Mirabeau...
Estos versos son tanto más hermosos cuanto que fueron
escritos por Dionisio Davidov, poeta y buen ruso. Pero si
Dionisio Davidov consideró a Thiers como peligroso (sin duda
por causa de su Historia de la Revolución) y ha relacionado su
nombre en el poema citado con el de un tal Rabeau (había
entonces un escritor que se llamaba así y que, por lo demás,
apenas conozco), podemos estar seguros que, oficialmente, se
admitían entonces en Rusia muy pocas obras de autores
extranjeros. Y he aquí lo que resultó de ello: las ideas nuevas,
que hicieron irrupción en aquella época en nuestro país bajo la
forma de novelas, no dejaban de ser más peligrosas aún bajo
su tocado de fantasía, pues Rabeau tal vez hubiera podido
encontrar más que escaso número de admiradores, mientras
que George Sand los encontró a millares. Es preciso, pues,
hacer notar aun aquí que, entre nosotros, desde el siglo
pasado, y esto en contra de todos los Magnitzki y los Liprandi,
siempre se ha tenido rápidamente noticia de cualquier
movimiento intelectual de Europa. Y toda idea nueva era
transmitida inmediatamente por nuestras clases intelectuales
superiores a la masa de hombres algo dotados de ideas y de
curiosidad filosófica. Eso es lo que se produjo a consecuencia
del movimiento de ideas de los años "Treinta". Desde el
comienzo de ese período, los rusos estuvieron en seguida al
corriente de la imnensa evolución de las literaturas europeas.
Los nuevos nombres de oradores, historiadores, tribunos y
profesores fueron prontamente conocidos. Hasta sabíamos más
o menos bien lo que presagiaba dicha evolución, que sobre
todo, agitó el dominio del Arte. Las novelas sufrieron una
transformación completamente particular, que las de George
Sand acusaron más que las otras. Verdad es que Senkovski y
Boulgarine ponían al público en guardia contra George Sand,
aun antes de aparecer las traducciones rusas de sus novelas.
Esforzábanse sobre todo por asustar a nuestras damas rusas,
revelándoles que Jorge Sand "llevaba pantalones"; se tronaba
contra su pretendido libertinaje; se intentaba ridiculizarla.
Senkovski, sin decir que se disponía a traducir sus novelas en
su propia revista, la Biblioteca de Lectura, comenzó a llamarla
en sus escritos la señora "Egor" Sand, y se asegura que
estaba sumamente encantado por este rasgo de ingenio.
Más tarde, en el año 48, Boulgarine, en su Abeja del Norte, dijo
que George Sand se emborrachaba todos los días en compañía
de Pierre Leroux, en tabernuchos de las afueras, y que tomaba
parte en las veladas "atenienses" dadas en el Ministerio del
Interior por ese "bandido" de Ledru-Rollin. Yo mismo he leído
estas cosas y me acuerdo de ello muy bien. Pero entonces, el
48, George Sand era ya conocida de todo el público letrado, y
nadie creyó a Boulgarine. Sus primeras obras traducidas al
ruso aparecieron en los años treinta. Lamento no recordar cuál
fue la primera de sus novelas de la que se dio una versión en
nuestra lengua; de todos modos, cualquiera que fuese, debió
producir una impresión enorme. Creo que lo mismo que yo,
que era un adolescente aún, todo el mundo se sintió
conmovido por la hermosa y casta fuerza de los tipos puestos
en escena, por el elevado ideal del escritor, por la forma de
los relatos. ¡Y aun querían que una mujer así "llevase
pantalones" y se "entregase al libertinaje"! Tenía yo diez y
seis años, creo, cuando leí una de sus primeras obras, una de
sus más encantadoras producciones. Lo recuerdo muy bien;
tuve fiebre durante toda la noche que siguió a mi lectura. No
creo equivocarme al afirmar que George Sand ocupó, para
nosotros, inmediatamente, el primer lugar en las filas de los
escritores nuevos, cuya joven gloria resonaba entonces por
toda Europa. El mismo Dickens, que apareció entre nosotros
casi al mismo tiempo, iba tras ella, en la admiración de
nuestro público. No hablo de Balzac, que fue conocido antes
que ella y que publicó en los años treinta obras como Eugenia
Grandet y El padre Goriot, de Balzac, con el que Bielinski fue
tan injusto, desconociendo el puesto eminente que tenía en la
literatura francesa. Por otra parte, no pretendo dar aquí la
menor apreciación crítica; me contentaré con recordar el gusto
de la masa de lectores rusos de entonces y la impresión
producida en ellos.
El punto esencial es que esos lectores podían familiarizarse,
en las novelas extranjeras, con todas las ideas nuevas contra
las cuales le "protegían" tan celosamente.
Así es que hacia los "años cuarenta" el gran público ruso
sabía por sí mismo, mejor o peor, que Jorge Sand era uno de
los más brillantes, de los más altivos, de los más probos
representantes de la nueva generación europea de aquella
época, de los que enérgicamente han negado esas famosas
"adquisiciones positivas", por las que la sangrienta Revolución
francesa (o mejor, europea) de fines del siglo pasado ha
completado su obra. Después de ella —después de Napoleón I—
se ha intentado revelar, por medio del libro, nuevas
aspiraciones y todo un ideal sincero. Los espíritus de
vanguardia pronto comprendieron que no era tal o cual
modificación aparente de un real despotismo lo que podía
conciliarse con las necesidades de una era nueva; que el
"quítate tú para que me ponga yo" de los nuevos amos no
resolvía nada; que los recientes vencedores del mundo, los
burgueses, eran tal vez peores que los nobles, esos déspotas
de la víspera, y que el lema "Libertad, Igualdad, Fraternidad"
no estaba compuesto más que de palabras sonoras. Eso no es
todo. Entonces surgieron doctrinas que probaron que esos
vocablos brillantes no concretaban más que imposibilidades.
Pronto los vencedores no pronunciaron más, o mejor, no se
acordaron de las tres palabras sacramentales más que con
una especie de ironía. La misma ciencia, en la persona de
algunos de sus más brillantes adeptos (los economistas), que
parecían entonces aportar fórmulas inéditas, acudió en socorro
de la burla y condenó francamente las tres palabras utópicas
por las qua tanta sangre se había vertido. De este modo, al
lado de los vencedores exultantes aparecieron tristes y
abatidos rostros que inquietaron a los triunfadores.
Entonces fue cuando, de repente, se dejó oír una palabra
verdaderamente nueva, de la que nacieron nuevas esperanzas.
Vencieron hombres que proclamaron que era sin razón e
injustamente como se había interrumpido la obra de la
renovación; que nada se había conseguido con un cambio de
figuración política; que la obra de rejuvenecimiento social
debía consagrarse a las raíces mismas de la sociedad. ¡Oh!
Evidentemente muchas veces se fue demasiado lejos en las
conclusiones. Salieron a luz teorías perniciosas y monstruosas;
pero lo esencial es que de nuevo brilla la esperanza y que la
fe comienza otra vez a germinar.
Conocida es la historia de ese movimiento. Dura aún hoy, y
no parece tener tendencia alguna de detenerse. En modo
alguno me propongo hablar aquí en pro o en contra de él.
Deseo únicamente precisar la parte de acción de George Sand
en ese movimiento. La encontraremos desde los comienzos del
escritor. Entonces Europa, leyéndola, decía que sus
predicaciones tenían por fin el conquistar para la mujer una
nueva posición en la sociedad y que profetizaba los futuros
derechos de la "esposa libre" (la expresión es de Senkovski);
pero eso no era totalmente exacto, puesto que no predicaba
solamente en favor de la mujer y no imaginaba especie
ninguna de "esposa libre". George Sand se asociaba a todo
movimiento progresivo, y no a una campaña destinada
únicamente a hacer triunfar los derechos de la mujer.
Es evidente que, mujer ella misma, pintaba con más gusto
heroínas que héroes; no es menos claro que las mujeres del
universo entero deben al presente llevar luto por George Sand,
porque ha muerto con ella una de las más nobles
representantes del sexo femenino, porque ella fue una mujer
de una fuerza de espíritu y de un talento casi inauditos. Su
nombre, desde ahora, se convierte en histórico, y es un
nombre al que no hay derecho a olvidar, que no desaparecerá
jamás de la memoria europea. En cuanto a sus heroínas,
repito que no tenia yo más que diez y seis años cuando las
conocí. Me sentía completamente turbado por los juicios
contradictorios que se hacían sobre su creadora. Entre sus
heroínas, algunas han encarnado un tipo de tal pureza moral,
que es imposible no figurarse que el poeta las ha creado a
imagen de su alma, un alma muy exigente desde el punto de
vista de la belleza moral, un alma creyente, enamorada del
deber y de la grandeza, consciente de la belleza suprema e
infinitamente capaz de paciencia, de justicia y de piedad.
Verdad es que al lado de la piedad, de la paciencia, de la
clara inteligencia del deber, entreveíase en el escritor una muy
alta altivez, una necesidad de reivindicaciones (léase
exigencias). Pero esta misma altivez era admirable, pues
derivaba de principios elevados sin los cuales la Humanidad no
sabría vivir en la belleza. Esta altivez no era de todos modos
el desprecio al vecino, al que se dice: "Yo soy mejor que tú; tú
no me servirás nunca"; no era más que altanera repulsa a
pactar con la mentira y el vicio, sin que, lo repito, esa repulsa
significase el desprecio de todo sentimiento de piedad o de
perdón. Este orgullo se imponía también inmensos deberes.
Las heroínas de George Sand tenían sed de sacrificio, no
soñaban más que con grandes y bellas acciones. Lo que sobre
todo me agradaba en sus primeras obras eran algunos tipos
de muchachas de sus cuentos llamados "venecianos", tipos
cuya última muestra figura en esa genial novela titulada Juana,
que resuelve de luminosa manera el asunto histórico de Juana
de Arco. En esa obra, George Sand resucita para nosotros, en
la persona de una joven campesina cualquiera, la figura de la
heroína francesa, y hace en cierto modo palpable la
verosimilitud de todo un cielo histórico admirable. Era una
tarea digna de la gran evocadora, pues ella era la única, entre
todos los poetas de su época, que llevaba en su alma un tipo
ideal tan puro de muchacha inocente, poderosa por su misma
inocencia.
Todos esos tipos de muchachas se vuelven a encontrar más
o menos modificados en sus obras posteriores, estando
estudiado uno de los más notables en la magnífica novela La
Marquesa. George Sand nos presenta en ella el carácter de
una muchacha leal y honesta, pero inexperimentada, dotada
de esa altiva castidad que a nada teme y no puede
mancharse ni con el contacto de la corrupción. Va derecha al
sacrificio (que cree esperan de ella) con una abnegación que
desafía a todos los peligros. Lo que encuentra en su camino
no la intimida lo más mínimo; al contrario, su bravura se
exalta con ello. Sólo en el peligro adquiere su joven corazón
consciencia de todas sus fuerzas. Su energía se exaspera con
ello; descubre caminos y horizontes nuevos para su alma, que
se ignoraba aún, pero que era fresca y fuerte, aún no
manchada por las concesiones hechas a la vida. Con esto, la
forma del poema es irreprochable y encantadora. George Sand
amaba los desenlaces dichosos, el triunfo de la inocencia, de
la franqueza, de la joven y sencilla bravura. ¿Era esto lo que
podía turbar la sociedad, hacer nacer dudas y temores?
Muy al contrario, los padres y las madres más rígidos
permitían a su familia la lectura de George Sand y no cesaban
de asombrarse el verla denigrada por todas partes. Pero
entonces estallaron las protestas. Ponían al público en guardia
contra aquellas altivas reivindicaciones femeninas, contra
aquella temeridad de empujar a la inocencia a la lucha contra
el mal. Podía descubrirse allí, decían, los indicios del veneno
del “feminismo". Tal vez tenían razón al hablar de veneno.
Quizá había un veneno que se elaboraba; pero jamás se han
puesto de acuerdo acerca de ese veneno. Nos afirman —¿será
realmente verdad?— que todas esas cuestiones están ya
resueltas.

Nos es preciso hacer notar, a este propósito, que en el curso


de los años cuarenta, la gloria de George Sand era tan alta y
tan completa la fe que se la profesaba por su genio, que
todos nosotros, sus contemporáneos, esperábamos de ella algo
inmenso, inaudito, en un porvenir próximo (léanse soluciones
definitivas).
Estas esperanzas no se realizaron. Parece ser que desde esa
época, es decir, hacia el fin de los años cuarenta, George Sand
había dicho todo cuanto tenía misión de decir, y ahora, sobre
su tumba apenas cerrada, podemos pronunciar palabras
definitivas.
George Sand no es pensador, pero es una de esas sibilas que
han discernido en el futuro una Humanidad más dichosa. Y
toda su vida proclama la posibilidad, para la Humanidad, de
alcanzar el ideal; es que ella misma estaba dotada para
alcanzarlo.
Ha muerto deísta, creyendo firmemente en Dios y en la
inmortalidad. Pero es decir demasiado poco y estimo que ella,
entre los escritores de su tiempo, ha sido la cristiana por
excelencia, no por creer en la divinidad de Cristo. Esa francesa
no hubiese admitido el que la glorificación de Cristo tuviese en
sí eficacia bastante para conferir la salud, concepto que es la
base de la fe ortodoxa. Pero la contradicción está aquí en la
terminología más que en la esencia, y mantengo que George
Sand hubiera sido una de las grandes sectarias de Cristo.
Su socialismo, sus convicciones, sus esperanzas, las ha
fundado sobre su fe en la perfectibilidad moral del hombre. En
efecto, tenía de la divinidad humana una alta noción, que
exaltaba de libro en libro, y de este modo se asociaba por la
idea y por el sentimiento a una de las ideas fundamentales
del cristianismo. Quiero decir, al principio del libre arbitrio y de
la responsabilidad. De ahí su clara concepción del deber y de
nuestras obligaciones morales. Quizá entre los pensadores o
escritores franceses, sus contemporáneos, no exista uno que
haya comprendido tan fuertemente que "no sólo de pan vive
el hombre". En cuanto a su orgullo, a sus exigentes
reivindicaciones, repito que no excluían jamás la piedad, el
perdón de la ofensa; véase una paciencia sin límites que ella
había encontrado en su misma piedad para el ofensor. George
Sand ha celebrado muchas veces esas virtudes en sus obras y
ha sabido encarnarlas en tipos. Se ha dicho de ella que,
madre excelente, trabajó asiduamente hasta sus últimos días,
y que, amiga sincera de los campesinos de su pueblo, fue
amada por ellos fervorosamente.
Parece ser que sacaba alguna satisfacción de amor propio de
su origen aristocrático (por su madre, estaba unida a la casa
de Sajonia); pero, más que de tan ingenuos prestigios, se
mostraba sensible, preciso es decirlo, a aquella aristocracia
verdadera cuyo solo dote es la superioridad de alma.
No hubiera sabido dejar de amar a lo que era grande, pero
era poco apta para percibir los elementos de interés que
ocultan las cosas mezquinas. En esto mostrábase quizá
demasiado orgullosa. Verdad es que le gustaba poco el hacer
figurar en sus novelas seres humillados, justos, pero pasivos;
inocentes, pero maltratados, como se los ve en casi todas las
obras de ese gran cristiano de Dickens. Lejos de eso. Plantaba
orgullosamente sus heroínas y hacía de ellas casi unas reinas.
Le gustaba esa actitud de sus personajes, y conviene hacer
notar esa particularidad, pues es característica.
VII

DOS SUICIDIOS

"Por más que haga usted destacar lo cómico de la vida en


una obra de arte, me dijo un amigo, siempre estará usted por
debajo de la realidad."
Sabía esto ya en el año 1846, cuando comenzaba a escribir, y
era para mí una causa de gran perplejidad. Y no se trata más
que de lo cómico. Tomad un hecho cualquiera de la vida
corriente, un hecho sin gran importancia a primera vista, y si
sabéis ver, encontraréis en él una profundidad de la que la
misma obra de Shakespeare no da la menor idea. Pero no
todos sabemos ver. Para muchas gentes los fenómenos de la
vida son tan insignificantes, que ni siquiera se toman el
trabajo de examinarlos. Algunos pensadores observarán mejor
esos fenómenos, pero serán impotentes para valorizarlos en
una obra. Los hay a quienes esa impotencia arrastra al
suicidio. A este propósito, uno de mis comunicantes me ha
escrito acerca de un extraño suicidio, del que he querido
hablar estos días. Es un puro enigma.
La suicida, muchacha de veintitrés o veinticuatro años, era
hija de un ruso que vivía en el extranjero, nacida ella también
fuera de Rusia. Rusa de sangre, pero no de educación. Un
periódico nos cuenta cómo se dio la muerte:
"...Humedeció huata en cloroformo, envolvióse el rostro con
aquella huata y se tendió sobre su lecho. Antes de su suicidio
había escrito esta carta en francés:
“Me voy a emprender un largo viaje... Si no lo consigo, que se
reúnan a celebrar mi resurrección con Clicquot. Si lo consigo,
ruego que no me lleven a enterrar sin asegurarse de que
estoy completamente muerta, pues es muy desagradable
despertarse en un féretro, bajo tierra. ¡No es chic!"
En esa grosera palabra de chic hay para mí una protesta de
cólera; pero ¿contra qué?
Ordinariamente, las causas de los suicidios son evidentes, o,
de todos modos, fáciles de encontrar. Aquí no es así. ¿Qué
razones podía tener esa muchacha para matarse? ¿Sufría con
la banalidad del vivir cotidiano, de la inutilidad de su vida? ¿Se
indignaba, como algunos contempladores, de la vida, con lo
que hay de estúpido en la aparición del hombre sobre la
tierra? ¿Había en ella un horror contra la tiranía de las fuerzas
ciegas, a las que no podía decidirse a someterse? Se podría
adivinar en ella un alma que se rebelaba contra la fatalidad
de la vida, que no podía soportar la carga de esa fatalidad. Lo
más horrible es que debió morir sin causa de desesperación
muy precisa... Creyó en todo lo que había oído decir desde su
infancia, creyó a ciegas. Sin duda se ahogaba en cierto modo
en el medio en que pasaba su vida; esta misma vida la
ahogaba. Era demasiado sencillo, demasiado poco inesperado.
Inconscientemente, exigía algo más complicado.
Mas he aquí otro suicidio. Hace cerca de un mes, todos los
periódicos petersburgueses publicaban una nota diciendo que
una pobre muchacha, costurera de oficio, se había arrojado por
una ventana de un cuarto piso "porque no podía procurarse
ningún trabajo". Añadían que la habían encontrado teniendo
en la mano una imagen santa. Este último rasgo es
extraordinario tratándose de un suicida. Esa vez estoy seguro
de que no hubo ni rebeldía ni murmullos. Era, sencillamente,
que le había llegado a ser imposible vivir. "¡Dios no ha
querido!", diría la pobre muchacha, y se mataría después de
rezar su oración.
Estas cosas parecen sencillas, pero os persiguen como una
pesadilla; llegamos hasta a sufrir con ellas, como si hubiesen
sucedido por nuestra culpa. Leyendo la muerte de la obrera he
vuelto a pensar en la de la joven cosmopolita de que hablaba
hace un momento. ¡Cuán diferentes esos dos seres y qué poco
se parecen sus suicidios! Si no fuese algo impía una pregunta
como ésa, de buena gana me preguntaría: ¿Cuál de esas dos
almas ha sufrido más en este mundo?
VIII

LA SENTENCIA

He aquí un razonamiento de "suicida por tedio”, materialista


como es justo:
"¿Qué derecho tenía la Naturaleza para ponerme en el mundo
obedeciendo a sus pretendidas leyes eternas? Soy consciente.
¿Por qué esa Naturaleza me ha creado sin mi consentimiento,
a mí, consciente; es decir, capaz de sufrir? Pero no quiero
sufrir más. ¿Para qué serviría eso? La Naturaleza, por la voz de
mi conciencia, me declara que hay en el universo una armonía
general. En ella se basan las religiones humanas. Y si no
quiero hacer mi papel en esa armonía, ¿será preciso que a
pesar de todo me someta a las declaraciones de mi
conciencia? ¿Será preciso que acepte el sufrimiento en vista
de la armonía de todo? Si pudiese escoger preferiría ser feliz
durante el corto momento de mi existencia; me preocupo
infinitamente poco del todo y de lo que será de ese todo
cuando yo haya muerto. ¿Por qué razón iba a preocuparme de
su conservación en una época en que yo habré desaparecido?
Me gustaría más vivir como los animales, que son
inconscientes. Me parece que mi conciencia, lejos de cooperar
a la armonía general, es una causa de cacofonía, puesto que
me hace sufrir, ¡Mirad cuáles son las gentes felices en este
mundo, las gentes que consienten en sufrir! Son precisamente
aquellos que se parecen a los animales, que se aproximan a
la bestia por el poco desarrollo de su conciencia, aquellos que
viven una vida brutal, que consiste únicamente en comer,
beber, dormir y procrear niños. Comer, beber y dormir: eso
significa, en lenguaje humano, volar, robar y construir su nido
o su cubil. Se me objetará que se puede construir su albergue
de una manera razonable, véase científica. Mas... ¿para qué?
¿Para qué hacerse un sitio en la sociedad humana de una
manera justa y sabia? Nadie podrá responder a eso.
"Sí, si vo fuese una flor o una vaca, podría ser dichoso. Pero
no puedo experimentar alegría con nada. Hasta la más alta
dicha, aquella de amar a sus semejantes, es vana, puesto que
mañana todo quedará destruido, puesto que todo volverá al
caos.
"Aun admitiendo un instante que la Humanidad marche hacia
la felicidad, que los hombres por venir serán perfectamente
dichosos, la sola idea de que para obtener ese resultado la
Naturaleza haya tenido necesidad de martirizar a tantos seres
durante millares de años, me será insoportable y odiosa. Sin
contar con que esa dicha la Naturaleza se apresurará a
hundirla otra vez en la nada.
"Una pregunta horriblemente triste se me presenta a veces:
¿Y si el hombre, me digo, no fuese más que sujeto de una
experiencia? ¿Y si no se tratase más que de saber si puede o
no adaptarse a la vida terrestre? Pero, no, no hay nada, no es
experimentador, luego no es culpable; todo está hecho según
las ciegas leyes de la Naturaleza, y no solamente la
Naturaleza no me reconoce el derecho de interrogarla, y no
me responde, sino que no puede ni admitir sea lo que sea, ni
responder.
"Considerando que cuando mi conciencia me responde en
nombre de la Naturaleza yo no hago más que prestar mis
ideas a mi consciencia y a la Naturaleza.
"Considerando que, en estas circunstancias, soy a la vez
demandado y demandante, acusado y juez, pareciéndome esta
comedia estúpida e intolerable y hasta humillante para mí.
"En mi condición incontestable de demandante y demandado,
de juez y acusado, condeno a esa Naturaleza, que me ha
procreado insolentemente para que sufra, a desaparecer
conmigo.
"Como no puedo ejecutar toda mi sentencia, destruyendo a la
Naturaleza al mismo tiempo que a mí, me suprimo yo mismo,
fastidiado por sufrir una tiranía de la que nadie es culpable."
IX

"LOS MEJORES"

Convendría tal vez decir algunas palabras de aquellos que yo


llamaría "los mejores". Deseo hablara de aquellos sin los
cuales ninguna sociedad podría vivir y durar. Por lo demás, se
dividen en dos categorías: ante la primera la multitud se
inclina por sí misma, satisfecha al rendir homenaje a virtudes
reales. La segunda categoría recibe también señales de
respeto; pero diríase que estas manifestaciones no se
producen sin alguna violencia. Está compuesta de gentes que
no son "los mejores" más que comparándolos con los que no
valen gran cosa. Esta última categoría es apreciada, sobre
todo, desde puntos de vista altamente administrativos.
Toda sociedad, para vivir y durar, necesita admirar, o, por lo
menos, estimar a alguien o algo.
Como suele a menudo ocurrir que "los mejores'' de la
primera categoría son gentes un poco difíciles de comprender,
preocupados como están por un ideal que los hace distraídos,
a veces extraños, maniáticos y muy indiferentes a la mayor o
menor nobleza de su exterior, el público se inclina ante los
personajes que no son "los mejores" más que relativamente.
A estos "mejores" se les encontraba en otro tiempo entre los
que rodeaban a los príncipes; eran también boyardos,
miembros del alto clero, y mercaderes notables; pero estos
últimos no eran admitidos más que en corto número al
privilegio de figurar entre los mejores"; Esos dignatarios, entre
nosotros como en Europa, creaban para su uso una especie de
código de la virtud y del honor, quizá no muy conforme con el
ideal del país. Por ejemplo, “los mejores" debían, sin hacerse
rogar, morir por la patria si les parecía que se esperaba de
ellos ese sacrificio, y a ello iban de buena voluntad, temiendo
que un retroceso los deshonrase, a ellos y a sus familias.
Evidentemente, aquello valía más que el derecho a la infamia,
que permite a un hombre el ir a ocultarse en el momento del
peligro, gruñendo: "¡Que todo perezca con tal de que yo salve
mi piel!". Es preciso hacer notar también que a menudo esos
"mejores" relativos tuvieron un ideal que no difería en nada
de aquel que invocaban los otros "mejores", mejores absolutos.
No siempre fue así, pero puede decirse que hubo en una
época mucha más simpatía entre los boyardos y el pueblo
ruso que entre los caballeros vencedores y tiránicos de Europa
y sus vencidos, los siervos.
De repente se operó un cambio radical en la organización de
"los mejores" de nuestro país. Por un decreto del soberano
hubo catorce clases de nobleza, catorce grados de la virtud
humana, adornados con nombres alemanes. Claro está que las
catorce clases fueron invadidas por los antiguos "mejores";
pero quedaron puestos vacantes, y diéronse a luz méritos
nuevos. Hombres instruidos, de una cultura muy adelantada
para la época, entraron en la nobleza y se apresuraron, a
fuerza de grados, a metamorfosearse en nobles de pura
sangre. Pero la aristocracia no por eso dejó de conservar todo
su prestigio, y en el momento en que la fortuna y la
propiedad reinaban tiránicamente sobre Europa, la nobleza,
entre nosotros, lo hacía sobre cualesquiera ventajas materiales.
Aún no hace mucho tiempo —y el hecho es perfectamente
auténtico— una dama noble de Petersburgo, no hallando sitio
en un concierto, arrojó públicamente de la butaca que
ocupaba a una comercianta diez veces millonaria, a la que,
además, injurió.
Es preciso decir que "los mejores" supieron conservar algunos
elevados principios; se gloriaron de ser una clase instruida por
excelencia y conservadora de las leyes del honor.
Desgraciadamente, sus ideas evolucionaron en el sentido
europeo tanto, que en un momento dado hubo mucho honor y
pocas gentes honradas.
De repente ocurrió un gran trastorno: los siervos fueron
libertados, y todas las condiciones de vida del país viéronse
modificadas profundamente. Verdad es que las catorce clases
de nobleza siguieron siendo lo que eran; pero "los mejores"
perdieron su influencia. La opinión pública no los colocó más
altos que antes. Hasta llegó a preguntarse dónde y cómo
reclutaría nuevos "mejores", entonces que los antiguos habían
caído en la estimación general...
* * *

... Las cosas llegaron a un punto en que el Poder ya no


escogió, o lo menos posible, sus consejeros y sus funcionarios
en las filas de los nobles. De este modo perdieron su carácter
oficial. De entre ellos, los que quisieron continuar a la cabeza
de los negocios del país, tuvieron positivamente que pasar de
la categoría de "mejores" relativos a la de absolutamente
"mejores” que los otros, "mejores" que yo llamaría
naturalmente "mejores". Nació una encantadora esperanza. Se
imaginó que en lo sucesivo serían las gentes verdaderamente
merecedoras las que ocuparían todos los puestos. Pero...
¿dónde hallar a esas últimas? Esto, para algunos, fue un
enigma. Otros se dijeron que todo se arreglaría obligadamente,
que si los hombres naturalmente "mejores" no llenaban aún
todas las funciones, las llenarían al día siguiente
infaliblemente. Con todo, algunos pensadores siguieron
dudando. ¿Cómo se llamaban esos "mejores" naturales? O,
primero, ¿era el hombre universalmente reconocido "el mejor"?
Evidentemente, no fue bajo esta forma como se habló del
asunto, pero toda nuestra sociedad hubo de pasar por horas
de agitación. Gentes fogosas y entusiastas gritaron a los
escépticos que el hombre mejor estaba ya hallado, que era el
más instruido, el hombre de ciencia desprovisto de los
prejuicios del tiempo antiguo. Muchos declararon esta opinión
inaceptable, no siendo forzosamente el hombre instruido un
hombre honrado, pues desde ese punto de vista la ciencia
nada prueba. Algunos hablaron de buscar el fénix pedido entre
las filas del pueblo. Pero el pueblo, después de la
emancipación de los siervos, no se había apresurado a poner
de relieve su virtud. Se hacía notar, sobre todo, por su
corrupción y su afición al aguardiente. Sentía además una
veneración real por los usureros, a los que parecía considerar
entre los hombres como "los mejores". Por fin apareció una
opinión verdaderamente liberal, si no en su alcance, al menos
en su ciencia. No podía nuestro pueblo concebir aún un ideal
bien neto de "el mejor" hombre posible; tenía necesidad de
afirmarse, de instruirse; era preciso ayudarle a ello.
Una nueva influencia, detestable, entró en juego: la
plutocracia, el "saco de oro". Claro es que el poder del "saco
de oro" no era absolutamente desconocido entre nosotros. El
comerciante millonario era un personaje en su género desde
hacía mucho tiempo, pero no ocupaba un puesto demasiado
preponderante en la jerarquía social; no por eso valía más
para ello, y cuanto más se enriquecía era peor. Mujik cebado,
ya no tenía ninguna de las condiciones del mujik. A aquellos
arrivistas se les podía dividir en dos clases. La primera
continuaba llevando barba; se componía de verdaderos
salvajes que, a pesar de sus riquezas, vivían en sus inmensas
y hermosas moradas como cerdos, física y moralmente. Mujiks
en modo alguno afinados, sin embargo, habían roto
francamente con el pueblo. Ovsiannikov, cuando recientemente
le llevaban a Siberia por Kazan y a puntapiés, rechazaba los
kopeks que los campesinos arrojaban a su coche como
limosna, mostraba bien claro hasta qué punto aquella ruptura
es definitiva. Por otra parte, jamás el pueblo se ha visto
explotado y esclavizado como en las fábricas pertenecientes a
ese género de señores.
La segunda clase de esos millonarios se distinguía por sus
mentones afeitados. Magníficos mobiliarios europeos llenaban
sus moradas. Sus hijas hablaban frailees, inglés, tocaban el
piano. Los padres, a veces, ostentaban vanidosamente una
condecoración comprada con alguna largueza. Estas gentes se
mostraban de una arrogancia inaudita para con los que
dependían de ellos y llanamente serviles para con los altos
dignatarios. No soñaban más que con tener un personaje a
comer en sus casas. Hubiérase creído que no vivían más que
para esto. Permanecían de rodillas ante el millón que habían
ganado. El millón les había sacado del anónimo, les había
dado un valor social. En el alma corrompida de estos groseros
mujiks (pues continuaban siendo mujiks a pesar de sus fracs)
no había más idea que la de sentar a su mesa al alto
dignatario para sustituir a la obsesión del millón, al que
adoraban como a un dios.
A pesar de su brillante exterior, las familias de estos
mercaderes no brillaban por la instrucción. Y la culpa la tenía
el millón. ¿Para qué enviar los hijos a la Universidad si,
desprovistos de todo saber, podían llegar a todo? Preciso es
decir que estos millonarios encontraban algunas veces el
medio de obtener títulos de nobleza. Los jóvenes, corrompidos,
pervertidos por las ideas más subversivas acerca de la patria,
del honor y del deber, no sacaban ningún provecho moral de
la fortuna de sus padres. Eran fierecillas insolentes. Su
desmoralización era horrible, pues no tenían más convicción
que una; a saber: que con dinero se compraba todo: honor y
virtud.
Les ocurría a veces a estos comerciantes ofrecer su más
inmensas al Estado cuando el país estaba en peligro. Pero
estos dones no se hacían más que mirando a las recompensas
que podrían obtener. En sus corazones no existía ningún
patriotismo verdadero, ningún sentimiento de civismo. Y ya no
está solo, entre nosotros, el mercader para adorar al "saco de
oro". En otro tiempo, lo repito, se quería y apreciaba la riqueza
corrió en todas partes; pero nunca se había considerado al
"saco de oro" como lo más hermoso, lo más noble, lo más
santo. Ahora creo que los adoradores del millón entre nosotros
están en mayoría.
En la antigua jerarquía rusa el mercader más fabulosamente
rico no podía ocupar puesto delante del funcionario. La nueva
jerarquía allana todos los obstáculos ante los poseedores de
los "sacos de oro", ante los representantes de esa amable
categoría de "los mejores" recientemente inventada. El
ricachón tiene escritores a sueldo; los abogados se agrupan en
torno suyo; todo el mundo le canta himnos llenos de elogios...
El saco de oro es tan poderoso que comienza a inspirar terror.
Pero nosotros, los representantes de la clase elevada, no nos
dejamos ganar al culto de la nueva idea. Desde hace
doscientos años, los nuestros gozan los beneficios de la
instrucción. La instrucción debe ser para nosotros una
armadura que nos permitirá vencer al monstruo. ¡Ay! Nuestro
pueblo, de cien millones de individuos, tan corrompido y
atacado ya por el judío, ¿qué opondrá al monstruo del
materialismo disfrazado de saco de oro? ¿Su miseria, sus
harapos, los impuestos que paga, sus privaciones, sus vicios, el
aguardiente, los malos tratamientos sufridos? ¡Cuan de temer
es que sea él quien, antes que todos los demás, exclame!:
"¡Oh, saco de oro, tú lo eres todo: tú eres la fuerza, la
tranquilidad, el bienestar! ¡Me prosterno ante tí!"
¿No es de temer?
X

LA TÍMIDA (CUENTO FANTÁSTICO)

PRIMERA PARTE

ADVERTENCIA DEL AUTOR

Pido perdón a mis lectores por darles esta vez un cuento en


lugar de mi "diario", redactado bajo su forma habitual. Pero
este cuento me ha tenido ocupado cerca de un mes. De todos
modos, solicito la indulgencia de mis lectores.
Este cuento lo he calificado como fantástico, aun cuando yo
lo considere real, en el más alto grado. Pero tiene su lado
fantástico, sobre todo en la forma, y acerca de esto deseo
extenderme.
No se trata ni de una novela, en sentido estricto ni de unas
"Memorias". Imaginen ustedes un marido que se encuentra en
su casa ante una mesa, sobre la cual reposa el cuerpo de su
mujer, que se ha suicidado. Se ha tirado por la ventana
algunas horas antes.
El marido está como loco. No logra reunir sus ideas. Va y
viene por el cuarto, tratando de descubrir el sentido de lo que
ha pasado.
Además, es un hipocondríaco inveterado, de los que hablan
con ellos mismos. Habla, pues, en voz alta, contándose la
desgracia, tratando de explicársela. Se encuentra en
contradicción con sí mismo en sus ideas y en sus
sentimientos. Se declara inocente, se acusa, se confunde entre
su defensa y su acusación: A veces se dirige a oyentes
imaginarios. Poco a poco acaba por comprender. Toda una
serie de recuerdos que él evoca le conduce a la verdad.
He ahí el tema. El relato está lleno de interrupciones y de
repeticiones. Pero si un taquígrafo hubiese podido ir
escribiendo a medida que él hablaba, el texto aún sería más
borroso, menos "arreglado" que el que les presento. He
tratado de seguir el que me ha parecido ser el orden
psicológico. Esa suposición de un taquígrafo anotando todas
las palabras del desgraciado es.el que me parece un elemento
fantástico del cuento. El arte no rechaza este género de
procedimientos. Víctor Hugo, en su obra maestra Los últimos
momentos de un condenado a muerte se sirvió de un medio
análogo. No introdujo un taquígrafo en su libro; pero admitió
algo más inverosímil, presumiendo que un condenado a
muerte podía hallar tiempo de escribir un volumen el último
día de su vida, qué digo, la última hora —al pie de la letra—
en el ultimo momento. Pero si hubiese rechazado esta
suposición, la obra más real, la más vivida de todas cuantas
escribió, no existiría.

¿QUIEN ERA YO Y QUIEN ERA ELLA?

... Mientras la tenga aquí, no habrá terminado todo... A cada


instante me aproximo a ella y la miro.. Pero mañana se la
llevarán. ¿Cómo haré para vivir solo? En este instante está en
el salón, sobre la mesa...; han puesto una junto a otra dos
mesas de juego: mañana estará ahí el féretro, todo blanco...
Pero no es eso... Ando, ando y quiero comprender, explicarme...
Hace ya seis horas que busco, y mis ideas se disgregan...
Ando, ando, y eso es todo. Vamos a ver: ¿cómo es? Quiero
proceder con orden (¡ah! ¡con orden! ) Señores...: bien ven
ustedes que estoy muy lejos de ser un hombre de letras; pero
lo contaré tal cual lo comprendo.
Miren: al principio ella venía a mi casa, a empeñar objetos
suyos para pagar un anuncio en el Golos... "Tal institutriz
aceptaría viajar o dar lecciones a domicilio", etc., etc. Los
primeros tiempos no me fijé en ella: iba allí como tantas otras;
eso era todo. Luego me fijé más. Era muy delgada, rubia, no
muy alta; tenía movimientos molestos ante mí, indudablemente
ante todos los extraños; yo, es verdad, estaba con ella como
con todo el mundo, con aquellos que me tratan como a un
hombre, y no solamente como a un prestamista. En cuanto le
había entregado el dinero, daba rápidamente media vuelta y
se iba. Todo esto sin ruido. Otras regateaban, implorando,
enfadándose para conseguir más. Ella, nunca. Tomaba lo que
le daban... ¿En dónde estoy? ¡Ah, sí! En que me traía extraños
objetos o alhajas de poco precio: pendientes de plata
sobredorada, un medalloncito miserable, cosas de veinte
kopeks. Sabía que eso no valía más, pero veía en su rostro
que para ella tenían un gran valor. En efecto; más tarde supe
que era todo cuanto sus padres le habían dejado. Sólo una
vez no pude dejar de reírme al ver lo que ella pretendía
empeñar. En general, nunca suelo reírme de los clientes. Un
tono de caballero, maneras severas, ¡oh, sí, severas, severas!
Pero aquel día se le ocurrió traerme un verdadero andrajo:
restos de una pelliza de pieles de liebre... Pudo más que yo, y
le hice una broma... ¡Santo Dios, qué furiosa se puso! Sus ojos
azules, grandes y pensativos, tan dulces siempre, despidieron
llamas. Pero no dijo una palabra. Volvió a recoger su "andrajo"
y se fue. Hasta aquel día no me di cuenta de que la miraba
muy particularmente. Pensaba algo de ella..., sí, algo. ¡Ah, sí!
Que era tremendamente joven, como un niño de catorce años;
en realidad tenía dieciséis. Además, no, no es eso... Al día
siguiente volvió. Supe más tarde que había llevado su resto de
hopalanda a casa de Dobronravov y Mayer; pero éstos no
prestan más que sobre objetos de oro, y no quisieron
escucharla. En otra ocasión le había tomado en garantía un
camafeo, una porquería, y yo mismo me quedé asombrado. Yo
no presto más que sobre objetos de oro o de plata. ¡Y había
aceptado un camafeo! Era la segunda vez que pensaba en
ella, lo recuerdo muy bien. Pero al día siguiente del asunto de
la hopalanda quiso empeñar una boquilla de ámbar amarillo,
un objeto de aficionado, pero sin valor para nosotros. ¡Para
nosotros, oro, plata o nada! Como venía después de la rebelión
de la víspera, la recibí muy fríamente, muy serio. Débil, le di
con todo dos rublos; pero le dije, un poco enfadado: "Lo hago
por usted, nada más que por usted. Puede ir a ver si Moset le
da un kopek por un objeto así! "
Ese por usted lo subrayé particularmente. Más bien estaba
irritado... Al oír aquel por usted se encendió su rostro; pero se
calló; no me arrojó el dinero a la cara; al contrario, lo tomó
muy aprisa... ¡Ah, la pobreza! Pero se ruborizó, ¡oh, sí!, se
ruborizó. La había molestado. Cuando se hubo marchado, me
pregunté: "¿Vale dos rublos la pequeña satisfacción que acabo
de tener?" Dos veces me repetí la pregunta: "¿Vale eso? ¿Vale
eso? " Y, riendo, resolví en un sentido afirmativo. Me había
divertido mucho, pero lo hacía sin ninguna mala, intención.
Se me ocurrió la idea de probarla, pues ciertos proyectos
pasaron por mi cabeza. Era la tercera vez que pensaba muy
particularmente en ella.
Pues bien, en aquel momento fue cuando empezó todo. Claro
está, me enteré... Después de eso esperé su llegada con cierta
impaciencia. Calculaba qué no tardaría en presentarse. Cuando
reapareció, le dirigí la palabra, y entré en conversación con
ella en un tono de infinita amabilidad. No me he visto del todo
mal educado, y cuando quiero tengo mis maneras. ¡Hum!
Adiviné fácilmente que era buena y sencilla. Estos, sin
entregarse demasiado, no saben eludir una pregunta.
Contestan. No averigüé entonces cuanto de ella podía
averiguar, claro está, sino que fue más tarde cuando me fue
explicado todo; los anuncios de Golos, etc. Seguía publicando
anuncios en los periódicos con ayuda de sus últimos recursos.
Al principio, el tono de aquellos anuncios era altivo: "Institutriz,
excelentes informes, aceptaría viajar. Enviar condiciones bajo
sobre al periódico". Un poco más tarde era: "Aceptaría todo,
dar lecciones, servir de señora de compañía, cuidar de la casa;
sabe coser, etc." ¡Muy conocido!, ¿verdad? Después, en un
último intento, hizo insertar: "Sin remuneración por la comida y
el alojamiento." Pero no encontró colocación ninguna. Cuando
la volví a ver, quise pues, probarla. La enseñé un anuncio del
Golos concebido en estos términos: "Muchacha huérfana busca
colocación de institutriz para cuidar niños pequeños; preferiría
en casa de viudo de edad; podría ayudar en el trabajo de la
casa."
—Ahí tiene —le dije—; ésta es la primera vez que publica un
anuncio, y apuesto cualquier cosa a que antes de esta noche
encuentra una colocación. ¡Así es como se redacta un anuncio!
Enrojeció, sus ojos se encendieron de cólera. Esto me agradó.
Me volvió la espalda, y salió. Pero yo estaba muy tranquilo. No
había otro prestamista capaz de adelantarle medio kopek por
sus baratijas y pitilleras. ¡Y ya entonces ni pitilleras tenía!
A los tres días se presentó sumamente pálida y agitada.
Comprendí que la ocurría algo grave. Pronto diré qué; pero no
quiero más recordar cómo me arreglé para asombrarla, para
lograr su estima. Me traía un icono. ¡Óh! ¡Aquello sí que debía
haberle costado decidirse! Y ahora es cuando empieza, pues
me confundo..., no puedo juntar mis ideas. Era una imagen de
la Virgen con el Niño Jesús, una imagen hogareña, los adornos
del manto, en plata sobredorada, valdrían lo menos... ¡Dios
mío!... lo menos unos seis rublos. Le dije:
—Sería preferible dejarme el manto y llevarse la imagen,
porque, en fin... la imagen... es un poco...
Ella me preguntó:
—¿Es que lo tiene prohibido?
—No; pero lo hago por usted misma.
—Pues bien, quíteselo.
—No, no se lo quitaré. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a
ponerla en el nicho de mis iconos... (En cuanto abría mi casa
de préstamos todas las mañanas encendía en aquel nicho una
lamparilla), y le daré diez rublos.
— ¡Oh! No necesito diez rublos. Déme cinco. Pronto rescataré
la imagen.
—¿Y no quiere usted diez por ella? La imagen los vale —dije,
observando que sus ojos despedían fuego. No, respondió. Le
entregué cinco rublos.
—Es preciso no despreciar a nadie —dije—. Si usted me ve
desempeñar un oficio como éste, es que también yo me he
visto en circunstancias muy críticas. Fue mucho lo que sufrí
antes de decidirme a esto...
—Y se venga usted con la sociedad —interrumpió ella. Brillaba
entre sus labios una sonrisa amarga, por lo demás bastante
inocente. "¡Ah! ¡Ah! —pensaba yo—. Me descubres tu carácter...
y sabes de letras".
—Ya ve —dije en voz alta—; yo soy una parte de esa parte del
todo que quiere hacer mal y produce bien. »
— ¡Espere usted! Conozco esa frase; la he leído en algún sitio.
—No se moleste recordando. Es una de las que pronuncia
Mefistófeles cuando se presenta a Fausto. ¿Ha leído el Fausto?
—Distraídamente.
—Es decir, que lo ha leído. Es preciso leerlo. ¿Sonríe? No me
crea tan idiota, a pesar de mi oficio de prestamista, para
representar ante usted el papel de Mefistófeles. Prestamista
soy y prestamista me quedo.
—¡No quería decirle nada semejante!
A punto estuvo de dejar escapar que no esperaba que yo
tuviese erudición. Pero se había contenido.
—Ya ve —le dije, encontrando una ocasión] para producir mi
efecto— cómo no importa la carrera para hacer el bien.
—Ciertamente —respondió ella—: todo campo puede producir
una cosecha.
Me miró con gesto penetrante. Estaba satisfecha por lo que
acababa de decir, no por vanidad, sino porque respetaba la
idea que acababa de expresar. ¡Oh, sinceridad de los jóvenes!
¡Con ella logran la victoria!
Cuando se marchó fui a completar mis informes. ¡Ah, había
vivido días tan terribles, que no comprendo cómo podía sonreír
e interesarse por las palabras de Mefistófeles! Pero eso es la
juventud... Lo esencial es que la miraba ya como mía, y no
dudaba de mi poder sobre ella... Saben ustedes que es un
sentimiento muy dulce, casi diría muy voluptuoso, el que se
experimenta al sentir que ha terminado uno con las
vacilaciones...
Pero si sigo así, no podré concentrar mis ideas. Mas de prisa,
más de prisa; no se trata de eso, ¡oh, Dios mío! ¡No!

II

PROPOSICIONES DE MATRIMONIO

Esto es lo que averigüé sobre ella: Su padre y su madre


habían muerto tres años antes, y había permanecido en casa
de unas tías de un carácter imposible. Malas las dos desde el
principio. Una de ellas, cargada con seis niños, y la otra
solterona. El padre había sido empleado en las oficinas de un
ministerio. Se había visto ennoblecido, pero personalmente, sin
poder transmitir su nobleza a los descendientes. Todo eso me
convenía. Hasta podía presentarme a ellos como habiendo
formado parte de un mundo superior al de ellos. Yo era un
capitán dimisionario, gentilhombre de raza, independiente, etc.
En cuanto a mi caja de préstamos, las tías no podrían pensar
en ella sino con respeto.
Tres años hacía que aquella muchacha estaba esclava en
casa de sus tías. Cómo había podido salir bien en sus
exámenes, abrumada como estaba de trabajos manuales por
sus parientas, era un misterio; pero había salido bien. Esto ya
era una prueba de sus más que nobles inclinaciones.
¿Por qué, pues, quise casarme?... Pero, dejemos lo que a mí,
se refiere; ya volveremos sobre ello dentro de poco. Aún no lo
confundo todo.
Daba lecciones a los niños de su tía; repasaba ropa, y por
último, a pesar de su debilidad, fregaba los suelos. Hasta la
golpeaban, y llegaban a echarle en cara el pan que comía. En
fin, hasta supe que proyectaban venderla. Pasd sobre el fango
de los detalles. Un gran almacenista, un droguero, de unos
cincuenta y tantos, años de edad, que había enterrado a dos
mujeres, andaba buscando su tercera víctima y se había
puesto en contacto con las tías. Al principio la pequeña casi
había consentido "por causa de los huérfanos" (hay que decir
que rico droguero tenía hijos de sus dos matrimonios); pero al
fin le tomó miedo. Entonces cuando comenzó a venir a mi
casa, con el fin de procurarse dinero con que insertar anuncios
en el Golos. Sus tías querían casarla con el droguero, y ella
para decidirse no había obtenido más que un corto
aplazamiento. La perseguían, la injuriaban. "No nos sobra la
comida para que vengas a tragar a nuestra casa" Conocía
estos últimos detalles y fueron los que me decidieron.
La noche de aquel día, el almacenista fue a verla y le ofreció
una caja de bombones de cincuenta kopeks la libra. Yo
encontré el modo de hablar con la criada Loukeria en la
cocina. Le rogué comunicarse secretamente a la muchacha
que la aguardaba en la puerta y que tenía algo grave que
decirle. ¡Qué contento estaba! Le expuse mis intenciones en
presencia de Loukeria: "Yo era un hombre recto, bien educado,
un poco original tal vez. ¿Era aquello un pecado? Me conocía y
me juzgaba ¡Caray!, yo no era ni un hombre de talento ni un
hombre de ingenio; desgraciadamente era un poco egoísta..."
Todo aquello lo decía con cierto orgullo, declarando todos mis
defectos, pero no siendo lo suficientemente torpe como para
ocultar mis cualidades: "Si tengo este defecto, en cambio
poseo esto, lo otro.", etc. Al comienzo la chiquilla parecía
bastante asustada; pero yo seguía adelante, aunque por
momentos me ensombreciese; así tenía un aire más verdadero.
¿Y qué importaba aquello, si le decía francamente que en casa
comería cuanto tuviese ganas? Aquello bien valía los trajes, las
visitas, el teatro y los bailes que vendrían más tarde, cuando
yo hubiera triunfado por completo en mis negocios. En cuanto
a mi caja de préstamos, le explicaba que si había tomado tal
oficio era porque tenía un fin, y era verdad: yo tenía un fin.
Toda mi vida, señores, he sido el primero en odiar mi puerca
profesión; pero no era verdad que, en efecto, "me vengaba de
la sociedad", según ella misma había dicho bromeando aquella
misma mañana. De todos modos, estaba seguro de que el
droguero debía repugnarle más que yo, y yo le producía el
efecto de un libertador. ¡Comprendía todo eso! ¡Oh! ¡Qué
bajezas se comprenden en la vida! Pero... ¿yo cometía una
bajeza? ¡Es preciso no juzgar tan pronto a un nombre! Por otra
parte... ¿es que yo no amaba ya a la muchacha?
¡Esperen!... No, no le dije que me consideraba como un
bienhechor, sino al contrario, le dije que era yo quien debería
estar reconocido a ella, y no ella a mí. Tal vez lo dije
torpemente, pues vi dibujarse en su rostro un gesto de duda.
¡Pero iba alcanzando mi victoria! ¡Ah! A propósito, si es
necesario remover todo aquel cieno, debo recordar aún una
pequeña villanía mía.
Para decidirla insistía sobre el punto de; que yo debía
parecerle físicamente mucho mejor que el droguero. Y, para mi
interior, me decía: "Sí, tú no estás mal. Eres alto y, bien
plantado, de buenas maneras..." Y ¿queréis creer que allí, cerca
de la puerta, vaciló largo tiempo antes de decirme que sí?
¿Podía ella poner en la balanza la figura del droguero y la
mía? Na me contuve más y con bastante brusquedad la llamé
al orden con un "¡Bueno! ¿Qué hay?", nada amable. Todavía
vaciló un minuto... ¡Es cosa que aún hoy no me la explico! Por
fin se decidió... Loukeria, la criada, corrió tras de mí, viendo
que me alejaba, y casi sin aliento, me dijo: "Dios se lo pagará,
señor; es usted muy bueno al salvar a nuestra señorita.
¡Unicamente, no vaya usted a decírselo, es orgullosa!"
¡Bueno! ¿Qué? ¡Orgullosa! ¡Me gustan las muchachas
orgullosas! ¡Las orgullosas se ponen muy bonitas cuando... ya
no les es posible dudar de nuestro poder sobre ellas. ¡Qué
hombre tan vil era yo! Pero ¡qué contento estaba! Pero se me
había ocurrido una idea mientras ella vacilaba aún, de pie
junto a la puerta: ¡Eh —pensaba yo—, si, a pesar de todo, se
dijese ella a sí misma: "De dos desgracias, vale más escoger
la peor. Prefiero aceptar al almacenista. Se emborracha; pero
tanto mejor. En una de sus borracheras me matará!" ¿Eh?
¿Creen ustedes que a ella pudiera habérsele ocurrido algo por
el estilo?
Aún me lo pregunto ahora. ¿Cuál de los dos era para ella
peor partido? ¿Yo o el droguero? ¿El droguero o el prestamista
que citaba a Goethe? ¡Es una pregunta!
¿Cómo una pregunta? Ahí está la respuesta, sobre la mesa,
¿y aún dices una pregunta? A propósito, ¿de qué se trata
actualmente, de mí o de ella? ¡Eh! ¡Me he escupido encima!
Más me valdría acostarme. Me duele la cabeza.

III

EL MAS NOBLE DE LOS HOMBRES...; PERO NI YO MISMO LO


CREO

No he pegado ojo. Pero... ¿cómo es posible dormir cuando hay


algo que nos golpea en la cabeza como un martillo? Siento
deseos de hacer un montón con todo este cieno que remuevo.
¡Oh, este cieno! Pero, no hay que decir, ¿fue también del cieno
de donde saqué a la desgraciada? Debiera haberlo
comprendido así y estarme por ello algo reconocida. Es verdad
que había para mí en ello algo más que el atractivo de hacer
una buena acción. Pensaba con cierto placer en que yo tenía
cuarenta y un años, y ella no más que diez y seis. Esto me
producía cierta impresión muy voluptuosa.
Quise que nuestro matrimonio se hiciese "a la inglesa". Es
decir, que después de una corta ceremonia, a la que no
asistiríamos más que nosotros dos y dos testigos, uno de los
cuales hubiera sido la criada Loukeria, hubiéramos tomado el
tren inmediatamente para Moscú. (Precisamente tenía yo allí
un negocio planteado y hubiéramos pasado dos semanas en el
hotel). Pero eila se negó, y tuve que presentarme a sus tías.
Consentí en lo que deseaba y no le dije nada, para no
entristecerla desde el principio. Hasta hice a aquellas
enfadosas tías un regalo de cien rublos a cada una y les
prometí que mi esplendidez no acabaría allí. De inmediato una
y otra se volvieron amables.
Tuvimos una pequeña discusión con motivo del equipo. Ella
no tenía casi nada y nada quería. La obligué a aceptar una
canastilla de boda. De no ser yo, ¿quién podía ofrecerle algo?
¡Pero no quiero ocuparme de mí!
Para abreviar, le inculqué algunas de mis ideas, me mostré
solícito con ella, quizá demasiado solícito. En fin, ella me
quería mucho. Me contaba su infancia, me describía la casa de
sus padres... Pero pronto eché algunas gotas de agua fría
sobre ese entusiasmo: tenía mi idea. Sus transportes efusivos
me hallaban silencioso, benévolo, pero frío. Pronto vio que
éramos distintos, que yo era un enigma para ella. ¡Y quizá
sólo por eso había hecho yo toda aquella tontería!
Tenía un sistema con ella. No, escuchen. ¡No se condena a un
hombre sin oírle! Escuchen... Pero... ¿cómo voy a explicarles
eso? Es muy difícil... En fin, miren: ella, por ejemplo, aborrecía
y despreciaba el dinero como la mayor parte de los jóvenes.
Yo no le hablaba más que de dinero. Ella abría de par en par
los ojos, escuchaba tristemente y no decía nada. La juventud
es generosa, pero no es tolerante. Si se va contra sus
simpatías se atrae uno su desprecio... ¡Mi caja de préstamos!
Pues bien, yo he sufrido mucho con ella, me he visto
rechazado, arrojado a un rincón por su causa, y mi mujer, esa
chiquilla de dieciséis años, ha sabido (de algunos chismosos)
detalles demasiado desagradables para mí con relación a esa
maldita caja de préstamos. Además, había en ello toda una
historia que yo callaba, como hombre orgulloso que soy.
Prefería que ella la supiese de labios de alguien que no fuese
yo. Nada he dicho de ello hasta ayer. Quería que ella tuviese
que adivinar qué hombre era yo, que me compadeciese
después y me estimase. De todo modos, ya desde el principio
quise, en cierto modo, prepararla para ello. Le expliqué que la
generosidad de la juventud es algo muy hermoso, pero que no
vale un céntimo. ¿Por qué? Porque la juventud la lleva en sí,
cuando aún no ha vivido ni sufrido. ¡Es una generosidad
barata! ¡Ah! Tomen una acción verdaderamente magnánima
que no haya otorgado a su autor más que penas y calumnias,
sin una pizca de consideración. ¡Eso es lo que yo estimo!
Porque hay casos en que un individuo brillante, un hombre de
gran valor, es presentado al mundo entero como un cobarde,
cuando es el hombre más honrado que pueda existir en el
mundo. Intenten algo semejante ¡Ah! ¡Caray! Veo que no me
atienden... Bueno, pues yo no he hecho en toda mi vida más
que llevar el peso de una acción mal interpretada... Primero
ella discutió... ¡Cómo discutió! Después se calló, pero abría los
ojos, ¡unos ojos inmensos! Y, súbitamente, descubrí en ella una
sonrisa desconfiada, casi maligna... Con aquella sonrisa la metí
en mi casa... ¡Verdad es que no tenía ya dónde ir!...

IV

PROYECTOS Y MAS PROYECTOS

¿Quién de nosostros dos empezó? No lo sé. Indudablemente,


aquello estaba en germen desde el comienzo: era aún mi
prometida cuando la previne de que se ocuparía, en mi oficina,
de los empeños y de los pagos. No dijo nada entonces.
(Fíjense en esto). Una vez en casa, hasta se puso a la tarea,
con cierto celo.
El alojamiento, el moblaje, todo continuó en el mismo estado.
Había dos habitaciones: una para la caja, la otra donde
dormíamos. Mis muebles eran pobres, hasta inferiores a los de
las tías de mi mujer. Mi nicho para los iconos estaba en la
habitación de la caja. En aquella en que dormíamos había un
armario donde se guardaban los objetos y algunos libros (yo
guardaba la llave), una cama, una mesa, y algunas sillas.
Desde la época en que aún éramos novios le había yo dicho
que no pensaba gastar, por día, más de un rubro en la comida
(comprendida la alimentación de Loukeria). Según le hice
saber, necesitaba reunir treinta mil rublos para dentro de tres
años, y no podía apartar ese dinero mostrándome
extravagante. No dijo palabra, y yo mismo fui quien
aumentaba en treinta kopeks el presupuesto cotidiano.
También me mostraba invariable con respecto al asunto
"teatro": había dicho que nos sería imposible ir a él. Sin
embargo, la llevé una vez al mes, a localidades decentes, a
platea, íbamos en silencio y volvíamos lo mismo ¿Cómo fue
que tan pronto nos volvimos taciturnos? Verdad es que yo lo
era por algo. En cuanto la veía mirarme, acechando una
palabra, encerraba en mí lo que de otro modo hubiera dicho.
A veces ella, mi mujer, mostrábase expansiva hasta tenía
arrebatos que la impulsaban hacia mí; pero como esos
arrebatos me parecían histéricos, enfermizos, y como deseaba
poseer una felicidad sana y sólida, sin hablar del respeto que
exigía de su parte, reservaba a estas efusiones muy fría
acogida. ¡Y cuánta razón tenía! Jamás, al día siguiente de esos
días de ternura, dejaba de haber alguna disputa. No, nada de
disputas. Por su parte, una actitud insolente. Sí, aquel rostro,
en otro tiempo tímido, adoptaba una expresión cada vez más
arrogante. Me divertía entonces haciéndome todo lo odioso
que podía, y estoy seguro de que, más de una vez, logré
exasperarla. ¡Sin embargo, ella no tenía razón! Bien sabía yo
que lo que la excitaba era la pobreza de nuestra vida; pero...
¿no la había yo sacado del cieno? ¡Era económico, pero no
avaro! Gastaba lo necesario. Hasta consentía en pequeños
gastos para cosas superfluas, por ejemplo, para la ropa. La
limpieza, en el marido, agrada a la mujer. Dudaba que ella se
dijese: "Esa muestra de economía sistemática hecha por el
hombre que tiene un' fin es una demostración de la firmeza
de su carácter". Ella misma fue la que renunció al teatro, pero
mostrando una sonrisa cada vez más burlona; yo me
encerraba en el silencio.
Me guardaba también rencor por mi caja de préstamos. Pero
una mujer que ama de verdad llega a excusar hasta los vicios
de su marido, con más razón una profesión poco decorativa.
Pero carecía de originalidad; las mujeres carecen a menudo de
originalidad. ¡Es original eso que está sobre la mesa! ¡Oh! ¡Oh!
Entonces estaba convencido de su amor. ¿No se colgaba a
menudo de mi cuello? Si lo hacía es que me amaba, o, en fin,
que trataba de amarme. Entonces ¿qué? ¿Tan gran culpable
era yo porque prestase sobre prendas? ¡Prestamista!
¡Prestamista! Pero... ¿no podía ella adivinar que para que un
hombre de una nobleza auténtica, de alta nobleza, se hubiese
convertido en prestamista, debía de haber sus razones? ¡Las
ideas, las ideas, señores, vean lo que llegaría a ser tal idea si
se la expresase con ayuda de ciertas palabras! ¡Sería idiota,
señores, completamente idiota! ¿Por qué? ¡Porque somos todos
unos ignorantes y no toleramos la verdad! Además, ¿sé algo?
¡Recontra! ¿No estaba en mi derecho al querer asegurar mi
porvenir abriendo aquella caja? ¡Han renegado de mí ustedes
—ustedes son los hombres—, me han arrojado de su lado
cuando me sentía lleno de amor hacia ellos! ¡A mi sacrificio
han respondido con una injuria que me despretigia para toda
mi vida! ¿No tenía el derecho, entonces, de poner más
adelante espacio entre ellos y yo, de retirarme a alguna parte
con treinta mil rublos, sí, al Sur, a Crimea, no importa donde, a
una propiedad comprada con esos treinta mil rublos, lejos de
todos, con un ideal en el alma, una mujer amada junto a mi
corazón y una familia, si Dios lo quería? ¡Hubiera hecho bien a
los campesinos, en torno mío! Pero ya ven, esto, que contado
es tan hermoso, si se lo hubiese dicho a ella hubiera sido
imbécil. Por eso me callaba, orgullosamente. ¿Me hubiera ella
comprendido? ¿A los dieciséis años? ¿Con la ceguera, la falsa
magnanimidad de las "almas hermosas"? ¡Ah, esa alma
hermosa! ¡Era mi tirano, mi verdugo! Sería injusto conmigo
mismo si no lo dijese. ¡Ah! ¡La vida de los hombres está
maldita! ¡La mía más que las otras!
¿Qué había de reprensible en mi plan? Todo en él era claro,
neto, honorable, puro como el cielo; severo, altivo, desdeñoso
de los consuelos humanos, sufriría en silencio. No mentiría
jamás. Ella vería mi magnanimidad, más tarde, cuando lo
comprendiese. Entonces caería a mis pies, de rodillas. Ese era
mi plan. Me olvidaba algo. Pero no, allí no podía... Basta,
basta... Valor, hombre; sé orgulloso. Tú no eres el culpable. ¿Y
no he de decir la verdad? ¡La culpable es ella, ella!

V
LA TÍMIDA SE REBELA

Estallaron las disputas. Quiso ella tasar por su cuenta,


elevando el valor de los objetos empeñados. Sobre todo en el
asunto de aquella maldita viuda de un capitán. Se presentó a
empeñar un medallón, un regalo de su difunto esposo. Yo
daba por él treinta rublos. Lloriqueaba para que le conservase
el objeto. Pero, ¡caray! , sí, se lo guardaríamos. Algunos días
más tarde quiso cambiarlo por un brazalete que valdría unos
ocho rublos. Me negué terminantemente, como era justo. Era
indudablemente que la muy picara debió ver algo en los ojús
de mi mujer, pues volvió en m? ausencia y mi mujer le
devolvió el medallón.
Cuando supe el asunto, traté de razonar con mi pródiga,
despacio, con prudencia. En aquel momento estaba sentada
sobre su cama; con un pie golpeaba el suelo, en el cual tenía
fijos los ojos; aún seguía con su maligna sonrisa. Como no
quería contestarme, le hice observar amablemente que el
dinero era mío. Se puso bruscamente en pie, estremecióse
toda y comenzó a patalear. Estaba como un animal rabioso.
Señores, una fiera en el paroxismo de la furia. Me sentí
asombrado, embrutecido; sin embargo, con la misma voz
tranquila manifestaba yo que, en lo sucesivo, no volvería a
tomar parte en mis operaciones. Se me rió, en pleno rostro, y
salió, de nuestra casa. Está claro que, estaba acordado, no
saldría nunca de casa sin mí; era uno de los artículos de
nuestro pacto. Volvió por la noche; y no le dirigí la palabra.
Al día siguiente volvió a salir lo mismo; al otro día,
igualmente. Cerré mi caja, y me fui en busca de las tías. No
las había vuelto a ver desde el día de la boda. ¡Cada uno en
su casa! ¡Si mi mujer no estaba en su casa se burlarían de
mí! ¡Perfectamente! Pero, por cien rublos, supe de la menor
todo cuanto quería saber. Al otro día me puse al corriente: "El
objeto de la salida, me dijo, es un cierto teniente Efimovitch,
un compañero suyo de regimiento." Aquel Efimovitch había
sido mi encarnizado enemigo. Desde hacía algún tiempo
simulaba venir a empeñar diferentes cosas a mi casa y a
reírse con mi mujer. No daba a aquello ninguna importancia;
sólo una vez le había rogado que se fuese a empeñar sus
chucherías a otra parte. Por su parte no veía más que una
insolencia. Pero la tía me reveló que había ya tenido una cita.
Y que todo aquello estaba urdido por una de sus conocidas,
una tal Julia Samsonovna, viuda de un coronel. "A casa de esa
Julia es adonde va vuestra mujer".
Abrevio: mis pasos me costaron trescientos rublos; pero,
gracias a la tía, pude colocarme de manera que pudiera oír lo
que se dijera entre mi mujer y el oficial, en la cita siguiente.
Pero olvido que antes del día en que debía verificarse ocurrió
una escena en nuestra casa. Mi mujer volvió una noche y se
sentó sobre su cama.
Su rostro tenía una expresión que me hizo recordar que
desde hacía dos meses se había transformado su habitual
carácter. Hubiérase dicho que meditaba una rebeldía, y que
tan sólo su timidez la impedía pasar de la hostilidad muda a
la lucha franca. Por fin, habló:
—¿Es verdad que te expulsaron del regimiento porque tuviste
miedo de batirte a duelo? —preguntó ella, con un tono
violento. Sus ojos brillaban.
—Es cierto. Los oficiales me rogaron que abandonase el
regimiento, aunque yo había presentado mi dimisión, por
escrito.
—¡Te expulsaron... por cobardía!
—En efecto; tuvieron el error de tachar mi conducta de
cobardía... Pero si me había negado a batirme no fue porque
fuese cobarde, sino porque era demasiado orgulloso para
someterme a no sé qué sentencia que me obligaba a batirme
entonces, cuando no me consideraba ofendido. Daba prueba
de mucho más valor al no obedecer a un despotismo abusivo
que al ir al terreno de duelo, por cualquier cosa.
Había en aquellas palabras algo así como una excusa; eso
era lo que ella quería; se echó a reír maliciosamente...
—¿Es cierto que después pisaste las aceras de Petersburgo
durante tres años como un vagabundo? ¿Que pediste limosna,
durmiendo en los billares?
—También dormí en el asilo nocturno de Viaziemsky. Pasé
días terribles, de mal en peor, después de mi salida del
regimiento; supe lo que era la miseria, pero no lo que era
perder la moral. Y ya ves que la suerte ha cambiado.
—¡Oh! ¡Ahora eres una especie de personaje! ¡Un financista!
Aludía a mi caja de préstamos, pero supe contenerme. Vi que
estaba deseosa de oírme detalles humillantes para mí, y tuve
buen cuidado de no dárselos. Un cliente llamó muy a tiempo.
Una hora más tarde se vistió para salir, pero antes de irse se
detuvo ante mí y me dijo:
— ¡No me contaste nada de todo eso antes de nuestra boda!
No contesté y salió.
Al día siguiente me hallaba detrés de la puerta del cuarto
donde ella estaba con Efimovitch. Tenía un revólver en mi
bolsillo. Pude... verles. Estaba sentada, vestida del todo, cerca
de la mesa, y Efimovitch se pavoneaba ante ella. No ocurrió
más que lo que yo preveía; me apresuro a decirlo por mi
honor. Evidentemente, mi mujer había meditado ofenderme del
modo más grave, pero, en el último instante, no podía
resignarse a semejante caída. Hasta acabó por burlarse del
teniente, por abrumarle a sarcasmos. El malvado, enteramente
desconcertado, se sentó. Repito, por mi honor, que no
esperaba otra cosa de su parte; había ido allí seguro de la
falsedad de la acusación, aunque llevase el revólver. Cierto
que pude saber hasta qué punto me odiaba, pero tuve
también prueba absoluta de su pureza. Corté en seco la
escena abriendo la puerta. Efimovitch tembló; tomé a mi mujer
por la mano y la invité a salir de allí conmigo. Recobrando su
presencia de ánimo, Efimovitch se retorcía de risa.
—¡Oh! —dijo éste—, no protesto contra los sagrados derechos
del esposo; llévesela, llévesela. Pero —se aproximó a mí un
poco calmado— aunque un hombre honrado no deba batirse
con usted, me pongo a sus órdenes por respeto a la señora, si
es que usted consiente en exponer su piel.
—¿Lo oyes? —dije a mi mujer; y la hice salir conmigo. No me
opuso la menor resistencia. Parecía sumamente digustada. Pero
la impresión le duró muy poco. Al entrar en casa recobró su
irónica sonrisa, aunque siguiese estando pálida como una
muerta y tuviese la convicción de que iba a matarla. ¡Sería
capaz de jurarlo! Pero sencillamente saqué el revólver del
bolsillo y lo arrojé sobre la mesa. Este revólver, recuérdenlo
bien, ella lo conocía, sabía que estaba siempre cargado por
causa de mi caja. Porque, en mi casa, no quiero ni
monstruosos perros de guarda, ni criados gigantes, como, por
ejemplo, el de Moser. La cocinera es quien abre a mis clientes.
De todos modos, una persona de nuestra profesión no puede
permanecer sin un medio cualquiera de defensa. De ahí el
revólver. Aquel revólver mi mujer lo conocía; recuérdenlo bien:
le había explicado su mecanismo, hasta le había hecho una
vez tirar con él al blanco.
Seguía estando muy inquieta, lo veía claramente, en pie, sin
pensar en desnudarse. Sin embargo, al cabo de una hora se
acostó, pero vestida, sobre un sofá. Era la primera vez que no
compartía mi lecho. Recuerden también este detalle.

VI

UN RECUERDO TERRIBLE

Al día siguiente, por la mañana, me desperté a eso de las


ocho. El cuarto estaba muy claro; vi a mi mujer en pie, cerca
de la mesa, con el revólver en la mano. No se dio cuenta de
que me había despertado y de que la estaba mirando. De
repente se aproximó a mí, siempre con el revólver en la mano.
Cerré rápidamente los ojos y fingí dormir profundamente.
Vino hasta la cama y se detuvo ante mí. No hacía ruido
alguno, pero "yo escuchaba el silencio". Aún abrí los ojos, a
pesar mío, pero apenas. Sus ojos se encontraron con los míos,
que volví en seguida a cerrar, resuelto a no moverme más,
pasase lo que pasase. El cañón del revólver estaba apoyado
sobre mi sien. Suele ocurrir que un nombre dormido abra los
párpados algunos segundos sin despertarse por eso. Pero que
un hombre despierto cierre los ojos después de lo que yo
había visto; es increíble, ¿verdad?
Sin embargo, quizá ella pudo darse cuenta de algo. ¡Oh! ¡Qué
torbellino de ideas agitó mi desgraciada cabeza! Si ha
comprendido, me dije, la aplasta ya la grandeza de mi alma, i
¿Qué piensa de mi valor? Aceptar de este modo el recibir la
muerte de su mano sin unaí tentativa de resistencia, ni
espanto, evidentemente... ¡Su mano es la que va a temblar! La
conciencia de que lo he visto todo puede detener su dedo,
puesto ya sobre el gatillo... Continuó el silencio; sentí el frío
cañón del revólver apoyarse más fuertemente sobre mi sien,
junto a mis cabellos.
Me preguntarán ustedes si tuve esperanza de salvarme; les
responderé, como si estuviese ante Dios, que todo lo más que
veía era una probabilidad de escapar a la muerte contra cien
probabilidades de recibir el fatal golpe. ¿Luego me resigné a
morir?, me -seguirán preguntando. ¡No sé! , les responderé.
¿Qué valía la vida desde el momento en que era el ser
adorado quien quería matarme? Si adivinó que no dormía,
debió comprender el extraño duelo que se desarrollaba
entonces entre nosotros dos: entre ella y el "cobarde",
expulsado del regimiento por sus compañeros.
Quizá no pasaba nada de todo esto; hasta tal vez no pensase
yo todo eso en aquel instante; pero, entonces, ¿cómo es que
desde entonces, apenas si he pensado en otra cosa?
Aún me harán ustedes otra pregunta: ¿Por qué no la salvaba
yo de su crimen? Más tarde me interrogué muchísimas veces
en esa forma, cuando, dejándome helado aún el recuerdo,
pensaba en aquel instante.
Pero... ¿cómo podía salvarla yo, que iba a perecer? ¿Quería yo
tal cosa, por lo menos? ¿Quién sería capaz de decir lo que yo
sentía entonces?
Sin embargo, el tiempo pasaba; reinaba un silencio de
muerte. Ella seguía estando de pie, junto a mí, y...
bruscamente me estremeció una esperanza. Abrí los ojos... ¡Ya
no estaba en el cuarto! Salté de la cama. Había vencido.
Estaba derrotada para siempre.
Fui a tomar el té. Me senté en silencio a la mesa. De
repente, la miré. También ella, más pálida aún que el día
anterior. Tuvo una sonrisa indefinible. En sus ojos leí una duda:
"¿Lo sabe? ¿Sí o no? ¿Ha visto? " Aparté mis miradas con una
actitud de indiferencia.
Después del té cerré mi caja. Me fue al bazar a comprar una
cama de hierro y un biombo. Hice poner aquella cama en el
salón y la rodeé con el biombo. Aquella cama era para ella.
Pero no se lo dije. Ella, viéndola, comprendió que yo lo había
visto todo. ¡Y no había duda!
A la noche siguiente dejé mi revólver sobre la mesa, como
siempre. Acostóse en silencio en su nuevo lecho. El matrimonio
quedaba roto. Estaba "vencida y no perdonada".
Aquella misma noche tuvo el ataque. Guardó cama durante
seis semanas.
SEGUNDA PARTE

EL SUEÑO DEL ORGULLO

Hace un momento me ha declarado Loukeria que no seguirá


en mi casa, quese marchará en seguida, después del entierro
de Ia señora.
He intentado rogar, pero en vez de rogar he pensado, y todos
mis pensamientos son enfermizos. Es también muy extraño
que no pueda dormir. Después de las grandes penas, siempre
se sufre una crisis de sueño. Dicen también que los
condenados a muerte duermen con un sueño profundo su
última noche. Es casi cosa obligada. La naturaleza lo quiere
así. Me he echado sobre el sofá y... no he podido dormirme.

* * *

Durante las seis semanas de la enfermedad de mi mujer la


hemos cuidado Loukeria y yo, con ayuda de una hermana del
hospital. No he economizado dinero alguno. Quería gastar todo
cuanto fuera preciso y —más— por ella. Llamé como médico a
Schréder, pagándole las visitas a diez rublos cada una.
Cuando recobró el conocimiento, me dejé ver menos en su
cuarto. Por otra parte, ¿por qué cuento yo todo esto? Cuando
pudo ya levantarse se sentó en mi cuarto, en una mesa
separada, una mesa que le compré entonces. Apenas
hablábamos, y nada más que de los sucesos cotidianos. Mi
taciturnidad era algo buscada, pero vi que tampoco ella tenía
deseos de hablar. Aún siente demasiado viva su derrota,
pensaba yo; es preciso que olvide y se acostumbre a su nueva
situación. Así, pues, casi siempre callábamos.
Nadie sabrá nunca hasta qué punto sufrí por tener que
ocultar mi pena durante su enfermedad. Lloraba en mi interior
sin que la misma Loukeria pudiera darse cuenta de mis
angustias. Cuando mi mujer estuvo mejor, resolví callarme el
mayor tiempo posible acerca de nuestro porvenir, dejarlo todo
en el mismo estado. De este modo pasó todo el invierno.
Ya ven que desde que dejé el regimiento, después de haber
perdido mi reputación de hombre de honor, he sufrido
constantemente. Se habían también portado conmigo de la
manera más tiránica posible. Es necesario decir que mis
compañeros no me querían, según decían, a causa de mi
carácter difícil, ridículo. Lo que parece hermoso y elevado, no
sé por qué, hace reír a nuestros compañeros. Además, hay que
decir que nunca me han querido en lugar alguno: en la
escuela como fuera de ella. La misma Loukeria no me puede
sufrir. Lo que me ocurrió no hubiera sido nada a no ser por la
animadversión de mis compañeros. Y es cosa bastante triste,
para un hombre inteligente, el ver destrozada su carrera por
una tontería.
He aquí la desgracia de que he sido víctima. Una noche, en
el teatro, durante el entreacto, entré en el buffet. Un oficial de
húsares, A..., penetró en la cantina y, en voz alta, en presencia
de varios oficiales y de otros espectadores, comenzó a hablar
con dos de sus compañeros de graduación de un capitán de
mi regimiento, llamado Bezoumetsev. Afirmaba que este
capitán estaba borracho y había producido un escándalo. En
aquello había un error. El capitán Bezoumetsev no estaba
borracho ni había hecho nada escandaloso. Los oficiales
pusiéronse a hablar de otra cosa y el incidente terminó allí.
Pero al día siguiente se supo la historia en el cuartel, y en
seguida corrió la especie de que era yo un único oficial del
regimiento presente cuando A... se había ocupado tan
insolentemente de Bezoumetsev, y que no le había
desmentido. ¿Por qué iba yo a intervenir? Si A... estaba
agraviado contra Bezoumetsev eso era cuenta suya, y yo no
tenía por qué mezclarme en la querella. Pero se les ocurrió
pensar que el asunto tenía que ver con el honor del
regimiento, y que había obrado mal no saliendo en defensa de
Bezoumetsev; que dirían que nuestro regimiento contaba con
oficiales menos puntillosos que los demás sobre el honor; que
no tenía más que un medio de rehabilitarme: pedir una
explicación a A... Me negué a ello, y como me sentía irritado
por el tono de mis compañeros, mi negativa tomó una forma
bastante altiva. Presenté en seguida mi dimisión y me fui de
allí, orgulloso, pero con el corazón destrozado. Conmovióse mi
espíritu hondamente, me abandonó mi energía. Aquel momento
fue escogido por mi cuñado de Moscú para disipar el poco
capital que nos quedaba. Mi parte era muy reducida, pero
como no tenía otra cosa me encontré en la calle, sin ni
siquiera un cuarto. Hubiera podido encontrar algún empleo,
pero no lo busqué. Después de haber vestido tan brillante
uniforme no podía resignarme a ser empleado en alguna
oficina del ferrocarril. Si era para mí una vergüenza, que fuese
una vergüenza; ¡tanto peor! Después de esto tengo tres años
de horribles recuerdos; en aquélla época es cuando conocí el
asilo de Viaziemski. Un año y medio hace que murió en Moscú
mi madrina. Era una anciana muy rica, y, con gran sorpresa
mía, me dejó tres mil rublos. Reflexioné, y en seguida quedó
fijada mi suerte. Me decidí a abrir esta caja de préstamos sin
preocuparme de lo que de mí pudiera, pensarse; ganar dinero,
con el fin de poder retirarme a alguna parte, lejos de los
recuerdos antiguos —tal fue mi plan—. Y, sin embargo, mi triste
pasado y la conciencia de mi deshonor me han perseguido
siempre, me han hecho sufrir en todo momento.
Entonces fue cuando me casé. Al llevar a mi mujer a mi casa
creí introducir una amiga en mi vida. ¡Estaba tan necesitado
de amistad! Pero comprendí que era preciso preparar a esta
amiga a la verdad, que no podía comprender claramente ¡con
sus dieciséis años y con tantos prejuicios! Sin ayuda de la
casualidad, sinj aquella escena del revólver, ¿cómo hubiera
podido demostrarle que no era un cobarde? Desafiando aquel
revólver rescaté todo mi pasado, Eso no se supo fuera, pero lo
supo ella, y eso me bastó. ¿No lo era ella todo para mí? ¡Ah!
¿Por qué se enteró de la otra historia, por qué se unió a mis
enemigos?
Sin embargo, yo no podía pasar por más tiempo ante sus
ojos como un cobarde. De este modo transcurrió todo el
invierno. Siempre aguardaba yo algo que no venía. Me gustaba
mirar, a escondidas, a mi mujer, sentada ante su mesita. Se
ocupaba en coser ropa blanca o leía, sobre todo, por la noche.
Jamás iba a parte alguna, ya no salía nunca.
A veces, sin embargo, le hacía dar una vuelta al caer la
tarde. No nos paseábamos sin hablar como antes. Yo trataba
de entablar conversación, sin abordar ninguna explicación,
pues todo aquello lo guardaba para más adelante. Jamás vi
durante todo el invierno detenerse en mí su mirada. "¡Es
timidez, pensaba yo; es debilidad; déjala hacer y por sí misma
volverá a ti! "
Me gustaba mucho halagarme con esa esperanza. Algunas
veces, sin embargo, me divertía en cierto modo recordando
mis agravios, excitándome en contra suya. Pero jamás logré
odiarla. Comprendía que era en mí un juego aquel atizar mis
oídos... Había roto el matrimonio al comprar la cama y el
biombo; pero no sabía mirarla como enemiga, como a una
criminal. Le había perdonado completamente su crimen desde
el primer día, aún antes de haber comprado la cama. En suma,
yo mismo me asombraba, pues tengo un carácter más bien
severo. ¿Era aquello por verla tan humillada, tan vencida? La
compadecía, aunque la idea de su humillación me agradase.
Durante este invierno hice expresamente algunas buenas
acciones. Perdoné sus deudas a los deudores insolventes y
adelanté dinero a una pobre mujer sin exigirle nada. Si mi
mujer lo supo no fue por mí; no deseaba que ella lo supiese;
pero la pobre desgraciada vino voluntariamente a darme las
gracias, casi de rodillas, en su presencia. Me pareció que mi
mujer había apreciado mi procedimiento.
Pero volvió la primavera. El sol iluminó de nuevo nuestra
melancólica vivienda. Y entonces fue cuando la venda se
desprendió de mis ojos. Vi claro en mi alma oscura y torpe,
comprendí lo que mi orgullo tenía de diabólico. Y fue entonces,
de pronto, cuando aquello sucedió, una tarde, a eso de las
cinco, antes de la cena.

II

EL VELO CAE SÚBITAMENTE

Hace un mes noté en mi mujer una melancolía más profunda


que lo habitual. Trabajaba sentada, inclinada su cabeza sobre
un bordado, y no vio que la estaba mirando. La examiné con
más atención de lo que solía otras veces hacerlo, y me
conmovió su delgadez y su color pálido. Desde hacía algún
tiempo la oía toser con una tosecilla seca, sobre todo durante
la noche; pero no me cuidaba de ello... Pero aquel día corrí a
casa de Schréder para rogarle que viniese en seguida. No
pudo hacer su visita hasta el día siguiente.
Asombróse mucho al verle.
—Pero... ¡si estoy muy bien! —dijo, con una vaga sonrisa.
A Schréder no pareció preocuparle mucho su estado (estos
médicos son muchas veces de una despreocupación que me
hace despreciarles); pero cuando quedó solo conmigo, en otra
habitación, me dijo que aquello eran residuos de la
enfermedad que había tenido; que convendría marchar fuera
en primavera, instalarnos a orillas del mar o en el campo. En
suma, no derrochó palabras.
Cuando hubo partido, mi mujer me repitió:
—Pero ¡si estoy bien, completamente bien...!
Enrojeció, y no comprendí aún por qué enrojecía.
Avergonzábase de que fuese todavía su marido. Pero entonces
no la comprendí.
Un mes más tarde, en una tarde clara de sol, yo me hallaba
sentado ante la caja haciendo mis cuentas. De pronto oí a mi
mujer que cantaba muy bajito en su cuarto. Aquello me causó
una impresión fulminante. Jamás había cantado desde los
primeros días de nuestra boda, cuando podía entretenernos
estar tirando al blanco o niñerías por el estilo. En aquella,
época su voz era bastante fuerte, no muy afinada, pero fresca
y agradable. Pero entonces aquella voz era muy débil, tenía
algo roto, estropeado... Tosió, luego volvió a cantar más bajo
aún. Se burlarán de mi inquietud, pero no es posible decir lo
que me preocupó aquello. Si ustedes quieren, no es que le
tuviese compasión; aquello era en mí algo como una extraña y
terrible perplejidad. Había también en. mi sentimiento algo de
herido, de hostil. "¡Cómo canta! ¿Es que se ha olvidado de lo
ocurrido entre nosotros?"
Completamente agitado, tomé mi sombrero y salí. Loukeria
me ayudó a ponerme el abrigo.
—¡Está cantando! —le dije sin querer.
La criada me miró sin comprender.
—¿Es la primera vez que canta? —repuse.
—¡No! Canta algunas veces, cuando usted no está en casa.
Me acuerdo bien de todo. Bajé la escalera, salí a la calle y
caminé al azar. Llegué a la esquina de la calle, me detuve y
miré a los transeúntes. Tropezaban conmigo, pero yo no me
preocupaba. Llamé a un cochero y le dije que me llevara al
Puente de la Policía. ¿Por qué? Después me rehice
bruscamente, di veinte kopeks al cochero por su molestia y
me alejé de allí hacia casa, como en éxtasis. La nota cascada
de la voz sonaba en mi alma. Y el velo cayó. Si cantaba tan
cerca de mí era que me había olvidado. Aquello era terrible,
pero me extasiaba. ¡Y había yo pasado todo el invierno sin
darme cuenta! ¡Ya no sabía dónde estaba mi alma! Subí
precipitadamente a casa, entré con timidez. Seguía sentada
junto a su labor, pero ya no cantaba. ¡Con qué indiferencia me
miró! ¡Como se mira al primer recién llegado! Me senté junto a
ella. Intenté decirle lo primero que se me ocurrió: "Hablemos...
sabes...", balbuceé. Le tomé la mano. Ella se echó hacia atrás,
como atemorizada, y después me miró con severa extrañeza;
sí, era severa, severa su extrañeza. Parecía decirme: " ¡Cómo,
aún te atreves a pedirme amor! " Callaba, pero yo comprendía
su silencio. Me arrojé a sus pies. Ella se levantó, pero yo la
retuve. ¡Ah, qué bien comprendía mi desesperación! Pero al
mismo tiempo experimentaba un arrebato tal, que me creí
morir. Lloraba, hablaba, sin saber lo que decía... Parecía
avergonzada por verme postrado ante ella. Besaba sus pies;
retrocedió y besé el sitio que sus pies habían ocupado sobre
el suelo. Ella se echó a reir, a reir de vergüenza, creo yo. ¡Ah!
¡Risa de vergüenza! Se aproximaba un ataque de nervios, lo
estaba viendo, pero no podía dejar de balbucir.
—¡Dame el borde tu vestido para que lo bese! ¡Quiero
pasarme la vida así, a tus pies!
De repente se presentó el ataque. Comenzó a sollozar,
temblando de la cabeza a los pies.
La llevé a su cama. Cuando se sintió un poco más tranquila
tomó mis manos y me rogó que me calmase. Volvió otra vez
a llorar. En toda la velada no me aparté de su lado. Le dije
que la llevaría a los baños de mar, a Boulogne, dentro de dos
semanas; que tenía una vocecilla tan débil, tan destrozada;
que vendería mi caja de préstamos a Dobronvavov; que en
Boulogne comenzaría una vida nueva... Me escuchaba, pero
cada vez más asustada. Sentía un loco deseo de besar sus
pies.
—No te pediré nada más, nada más —repetía yo—. No me
contestes, no te preocupes de mí; permíteme únicamente
mirarte. Quiero ser para ti como una cosa, como un perrillo.
—¡Y yo que pensaba que me dejarías... aparte! —dijo ella sin
querer...
¡Oh! Fueron aquellas las.palabras más decisivas, las más
fatales de la velada, las que me hicieron comprenderlo todo. Al
hacerse de no-che estaba sin fuerzas. Le supliqué que se
acostase. Durmió profundamente. Yo, hasta la mañana no pude
descansar. A cada instante me levantaba, en silencio, para ir a
mirarla. Me retorcía las manos viendo a aquel pobre ser
enfermo sobre aquella humilde camita de hierro que me había
costado tres rublos. Me ponía de rodillas, pero no me atrevía a
besar sus pies mientras dormía (¡sin su permiso!). Loukeria no
se acostó. Parecía vigilarme; salía a cada momento de la
cocina. Le dije que se acostase, que se tranquilizase, que al
día siguiente "empezaría una nueva vida".
Creía en lo que decía. Creía locamente, ciegamente. ¡Me
inundaba el éxtasis! ¡No aguardaba más que la aurora del
siguiente día! No creía en ninguna inminente desgracia, a
pesar de lo que había visto. "Mañana se despertará, me dije, y
le explicaré todo; todo lo comprenderá." Y el proyecto del viaje
a Boulogne me entusiasmaba; Boulogne era la salud, el
remedio de todo; ¡en Boulogne estaba la esperanza! ¡Con qué
ansiedad esperaba la mañana!
III

LO COMPRENDO DEMASIADO

¡De todo esto no hace más que cinco días! Al día siguiente
me oyó sonriendo, a pesar de estar asustada, y durante cinco
días siguió asustada y como avergonzada. En algunas
ocasiones hasta se mostró presa de un gran miedo. ¡Habíamos
llegado a ser tan extraños el uno al otro! Pero no me
detuvieron sus temores, pues brillaba en mí la nueva
esperanza. Debo decir que cuando se despertó (era el
miércoles por la mañana) cometí un gran error; le hice una
confesión demasiado brutal y sincera. No, le oculté lo que
hasta entonces me había casi ocultado a mí mismo. Le dije
que durante todo el invierno había seguido creyendo en su
amor; que la caja de préstamos era una especie de expiación
que yo me imponía. En la cantina del teatro, en efecto, había
sentido miedo, pero miedo de mi propio carácter, y además, el
lugar donde me hallaba parecíame un sitio mal escogido para
una provocación, un sitio idiota, y temía, no al duelo, sino a la
apariencia idiota de un duelo nacido allí, en una cantina. Había
sufrido después con aquella historia miles de tormentos, y tal
vez no me había casado con ella más que para atormentarla,
para vengarme sobre alguien de mis propias torturas. Hablaba
como si delirase, mientras ella me tomaba las manos,
pidiéndome que me callase.
—¡Exageras! —decía—, te atormentas voluntariamente.
Lloraba y me suplicaba que tratase de olvidar. Pero yo no
callaba. Volvía a mi idea de Boulogne, donde nuestro destino
se iluminaría con un nuevo rayo de sol. Desatinaba.
Traspasé mi caja de préstamos a Dobronvovov. Propuse a mi
mujer repartir entre los pobres todo cuanto había ganado, no
conservar más que los tres mil rublos de mi madrina, con los
cuales nos iríamos a Boulogne. Después volveríamos a Rusia e
intentaríamos vivir de nuestro trabajo. Me detuve en aquello
porque no decía nada en contra. Callaba y sonreía. Creo ahora
que sonrió sólo por delicadeza, para no afligirme. Comprendí
que me excedía, pero no supe callarme. Le hablaba de ella y
de mí sin cesar. Llegué hasta a contarle yo no sé qué de
Loukeria; pero siempre volvía a insistir en aquello que me
atormentaba.
Durante estos cinco días ella misma se animó una o dos
veces; me habló de libros, se echó a reir al pensar en la
escena de Gil Blas con el arzobispo de Granada, que había
leído. ¡Qué risa infantil la suya! ¡La risa del tiempo en que
todavía éramos novios! Pero, ¡ay! , ante mi entusiasmo, creyó
que le pedía amor, yo, el marido, cuando ella no había
ocultado que esperaba "ser dejada aparte". ¡Sí, qué mal hice
mirándola extasiado! Sin embargo, ni una vez me manifesté
como marido qué reclamaba sus derechos. Era, sencillamente,
como si estuviera rezando ante ella. Pero le dije, tontamente,
que su conversación me transportaba, que la consideraba
mucho más instruida e inteligente que yo. Fui lo bastante loco
para exaltar ante ella mis sentimientos de alegría y de orgullo
en el momento en que, oculto tras la puerta, había escuchado
su conversación con Efimovitch, cuando había asistido a aquel
duelo de la inocencia contra el vicio. ¡Cuánto había admirado
su ingenio, saboreado sus burlas, sus finos sarcasmos! Me
contestó que seguía exagerando; pero, de repente, se tapó la
cara con las manos y se echó a llorar. Volví a caer a sus pies,
y todo acabó en un ataque de nervios, que dio en el suelo
con ella... Era ayer de noche, ayer noche... y la mañana... ¡Qué
loco estoy! ¡La mañana era esta mañana, hoy, hace un
momento! Cuando, un poco rehecha, levantóse esta mañana,
tomamos el té juntos. Su tranquilidad era admirable; pero
bruscamente se levantó, y aproximándose a mí, juntó las
manos, diciendo que era una criminal, que lo sabía, que su
crimen la había atormentado durante todo el invierno, que la
atormentaba aún, y se sentía abrumada por mi generosidad.
—¡Oh! ¡Ahora seré siempre una mujer fiel! ¡Te amaré y te
estimaré!
Me colgué de su cuello, la besé, besé sus labios como un
marido que vuelve a encontrar a su mujer después de una
larga separación.
¿Para qué la abandoné entonces durante dos horas, el tiempo
de ir en busca de nuestros pasaportes para irnos al
extranjero? ¡Oh, Dios mío, si hubiese vuelto cinco minutos
antes!... ¡Oh, aquel grupo de gente junto a nuestra puerta!
¡Aquellas gentes que me miraban! ¡Oh, Dios mío!
Loukeria dijo (¡ahora ya no me separaré de Loukeria por nada
del mundo! ¡Loukeria lo ha visto todo este invierno!) que
durante mi ausencia, quizá veinte minutos antes de mi
regreso, había entrado en el cuarto de mi mujer para pedirle
algo, no sé qué, y que mi mujer había sacado del armario el
icono, la santa imagen de que ya he hablado... El icono estaba
ante ella, sobre la mesa... Mi mujer debía de haber rezado...
Loukeria le preguntó:
—¿Qué tiene usted, señora?
— ¡Nada, Loukeria, nada!... Espere usted, Loukeria...
Y la besó.
—¿Es usted feliz, señora?
—Sí, Loukeria.
—Hace mucho tiempo que el señor debiera haberle pedido a
usted perdón. ¡Más vale así, que se hayan ustedes
reconciliado! ¡Alabado sea Dios!
—Está bien, Loukeria, está bien. Vayase usted.
Mi mujer sonrió, pero sonrió de una manera rara, tan rara,
que Loukeria no permaneció más que diez minutos fuera de la
habitación, volviendo inopinadamente para ver lo que hacía.
Estaba de pie, muy cerca de la ventana, y tan pensativa, que
no la oyó entrar. Se volvió sin verla; seguía sonriendo. Salió.
Pero apenas la había perdido de vista, oyó abrir la ventana.
Volvió para decirle que hacía fresco, que podía enfriarse. Pero
se había subido sobre el alféizar, estaba de pie, rígida,
teniendo en la mano la imagen santa. Asustada, la llamó:
"¡Señora, señora!" Hizo un movimiento como para volverse
hacia ella; pero en lugar de eso pasó la pierna sobre el
barrote del antepecho, apretó la imagen contra su pecho y se
lanzó al espacio.

* * *
Cuando entré, todavía estaba caliente. Había allí gente que
se me quedó mirando. De pronto me abrieron paso. Me
aproximé a ella. Estaba tendida. La imagen, sobre ella. La miré
largo tiempo. Todo el mundo me rodeó, me habló. Dicen que
hablé con Loukeria, pero no me acuerdo más que de un
hombrecito que se repetía incesantemente:
—Le ha brotado de la boca un chorro de sangre como un
puño de grueso.
Me mostraba la sangre en el cuarto y volvía a decir:
—¡Como el puño! ¡Como el puño!
Toqué la sangre con el dedo, miré el dedo, mientras el otro
insistía:
—¡Como el puño! ¡Como el puño!

IV

ME RETRASE CINCO MINUTOS

¡Oh, no es posible! ¡Es inverosímil! ¿Por qué ha muerto esta


mujer?... ¡Comprendo, comprendo! Pero...¿por qué ha muerto?
Ha tenido miedo de mi amor. Se diría: "¿Puedo someterme a
él? ¿Sí o no?" Y esta pregunta la habrá enloquecido,
prefiriendo morir. Lo sé, lo sé. ¡No era cosa de romperse la
cabeza! Pero... había prometido demasiado y pensaba que no
le era posible cumplir sus promesas.
Pero... ¿por qué ha muerto? Yo la hubiese "dejado aparte" si
así lo hubiera deseado. Pero no, no es eso.
Pensó que tendría que quererme a las buenas, honestamente,
no como si se hubiese casado con el prestamista. No ha
querido engañarme queriéndome a medias. Era demasiado
honrada, y eso ha sido todo. ¡Y yo que trataba de inculcarle
cierta amplitud de conciencia! ¿Se acuerdan ustedes? ¡Qué
extraña idea!
¿Me estimaba? ¿Me despreciaba? ¡Y decir que en todo el
invierno se me ha ocurrido la idea de que podía despreciarme!
Estaba completamente convencido de todo lo contrario hasta
el momento en que me miró tan extrañada, ya recuerdan
ustedes, con aquella severa extrañeza. Entonces fue cuando
comprendí que podía despreciarme. ¡Ah! ¡Cómo consentiría en
que me despreciase eternamente, con tal de que viviese! Hace
poco hablaba aún, andaba, estaba ahí. Pero... ¿por qué
arrojarse por la ventana? ¡Ah! ¡Qué poco pensaba yo en ello
hace apenas cinco minutos! He llamado a Loukeria. Por nada
del mundo dejaría que se fuese. ¡Ahora, por nada del mundo!
Pero ¡podíamos tan bien recobrar la costumbre de
entendernos! No había más que una cosa: lo muy
deshabituados que estábamos el uno del otro. Pero eso lo
hubiéramos vencido. Hubiéramos comenzado una vida nueva.
Yo tenía buen corazón; ella, también. ¡En dos días todo lo
hubiese comprendido!
¡Oh, qué bárbara, qué ciega casualidad! ¡Cinco minutos! Si
hubiese llegado cinco minutos antes, la horrible tentación del
suicidio se hubiera entonces disipado en ella. Hubiera ya
comprendido. ¡Y he aquí de nuevo mis habitaciones vacías!
¡Otra vez solo! El péndulo del reloj sigue oscilando, oscilando...
Para ella, todo es ya indiferente. No tiene compasión de nada.
¡Ya no tengo a nadie! Ando, ando sin cesar. ¡Ah! Les parecerá
a ustedes ridículo el que me queje de la casualidad y de esos
cinco minutos de retraso. Pero reflexionen ustedes. No me ha
dejado una tarjeta: "Que no se acuse a nadie de mi muerte",
como todo el mundo deja. ¿Y si hubiesen sospechado de
Loukeria? ¡Podían decir que estaba con ella, que la había
empujado!
Verdad es que ha habido cuatro personas que la han visto de
pie sobre la ventana; con el icono en la mano, y que han
sabido que se había arrojado al espacio, que se había tirado
ella, que nadie la había empujado. Pero ha sido una casualidad
el que allí estuviesen esas cuatro personas. ¡Y si no ha sido
más que un malentendido! ¿Si se ha engañado al creer que no
podía ya vivir conmigo? Tal vez ha habido en su caso algo de
anemia cerebral, una disminución de energía vital. Se debilitó
este invierno, y eso ha sido todo. ¡Y yo, que me retrasé cinco
minutos!
¡Qué delgada está en su ataúd! ¡Cómo se ha afilado su
naricilla! Sus cejas son como agujas. ¡Y de qué modo tan raro
ha caído! ¡No se ha roto nada, no ha aplastado nada! No ha
hecho más que arrojar un chorro de sangre "como un puño".
¡Una lesión interna!
¡Ah, si se pudiese no enterrarla! Porque si se la entierra se la
van a llevar. No, no se la llevarán, es imposible. Pero sí, bien
sé que es preciso llevársela (no estoy loco). Pero aquí estoy
otra vez, solo entre los préstamos. No, lo que me enloquece es
pensar en lo que la he hecho sufrir todo este invierno.
¿Qué me importan ahora vuestras leyes? ¡Qué me importan
vuestras costumbres, vuestros hábitos, el Estado, la Fe! Que
me condene vuestro juez, que me arrastren ante vuestro
tribunal, y gritaré que no reconozco ningún tribunal. El juez
rugirá: "¡Cállese usted!" Yo le responderé: "¿Qué derecho tiene
para hacerme callar, cuando una injusticia tremenda me ha
privado de lo que más quería? ¿Qué pueden importarme
vuestras leyes?” Me pondrán en libertad y me dará lo mismo.
¡Ciega! ¡Estaba ciega! ¡Muerta, no me oyes! ¡No sabes en qué
paraíso te hubiera hecho vivir! ¿No me habrías amado? Bueno.
Pero estarías ahí. Me habrías hablado como a un amigo —
¡qué alegría! — y nos hubiéramos reído, mirándonos cara a
cara. Hubiéramos vivido de ese modo. ¿Hubieras querido amar
a otro? Yo te hubiese dicho: "Amalo", y te hubiera mirado
desde lejos sumamente dichoso. Porque estarías ahí... ¡Oh!
¡Todo, todo, todo, pero que abra los ojos una sola vez! Por un
instante, ¡sólo un momento! ¡Que me mire como antes, de pie,
frente a frente, cuando me juraba ser una mujer fiel! ¡Oh! ¡Lo
hubiese comprendido todo con sólo una mirada.
O carácter, o azar. Los hombres están solos en el mundo. Yo
grito como el héroe ruso: "¿Hay algún hombre vivo en este
campo?" Lo grito yo, que soy un héroe, y nadie me contesta...
Dicen que el sol vivifica el Universo. Se levantará el sol y,
¡miren! , ¿no hay ahí un cadáver? Todo está muerto; no hay
más que cadáveres. Hombres solos, y en torno de ellos, el
silencio. ¡Esa es la tierra!
"¡Hombres, amaos los unos a los otros!" ¿Quién ha dicho tal
cosa? ¡El reloj va contando los segundos, indiferente,
odiosamente! ¡Las dos de la madrugada!
Sus pequeños zapatos están ahí, cerca de la cama, como si la
aguardasen...
¡No, por favor!... Mañana, cuando se la lleven, ¿qué será de
mí?
XI

LA MORAL TARDÍA

El número de octubre de mi Diario me ha valido algunas


preocupaciones. Contenía un breve artículo, una especie de
confesión de un suicida. Algunos amigos de aquellos cuya
opinión más respeto me merece me han elogiado el artículo,
mas han compartido mis dudas acerca de su asunto. Me han
dicho que, en efecto, había acertado al hallar los argumentos
que para su justificación podía emplear un hombre que va a
matarse. Pero todos ellos han experimentado una especie de
temor. ¿Será comprensible para todos el final de ese artículo?
¿No podrían aquellas líneas producir una impresión
completamente distinta a la que querían producir? Algunos
individuos que hubiesen ya sufrido .el deseo del suicidio, ¿no
se afirmarían, después de haberlas leído, en sus deplorables
intenciones? En una palabra: me manifestaron las mismas
dudas que yo había sentido nacer en mí después de haber
escrito aquella seudo confesión. Para terminar, aconsejáronme
explicase mi artículo y completase mis comentarios con la
moral que de ello convenía extraer.
Fácilmente me he allanado a ello. Pero debo decir que en el
mismo momento en que estaba escribiendo el artículo, su fin
me hubo de parecer tan claro, que no creí necesario añadir
una moraleja.
Un escritor ha hecho una observación muy justa. "En otro
tiempo, dice, se sentía cierta vergüenza en demostrar que no
se comprendían ciertas cosas. Se temía demostrar de ese
.modo una falta de inteligencia. Hoy, por el contrario, la frase
"No lo comprendo" está a la orden del día. Se la pronuncia
hasta con cierto orgullo, con un tono de importancia. Con
ayuda de esa frase se alza una especie de pedestal, y, cosa
verdaderamente cómica, no se ruboriza uno lo más mínimo
por mostrarse ignorante. El decir: "No comprendo a Rafael", o
bien: "He leído todas las obras de Shakespeare y no he
hallado nada que me asombrase", parece querer demostrar
cierto indicio de superioridad. Hablando de este modo se
realiza una especie de hazaña moral. Quizá no son
Shakespeare y Rafael los únicos en sufrir este género de
incomprensión."
Esta observación que he reproducido en cuanto al sentido,
pero quizá cambiando sus términos, me parece bastante justa.
Realmente, la altivez de los ignorantes se está haciendo cosa
desmesurada. He notado que hasta en asuntos literarios, hasta
en la apreciación de los detalles de la vida privada, se
especializan cada vez más. La comprensión general ya no está
de moda.
Veo a las gentes discutir acaloradamente sobre un escritor
que confiesan no haber leído: "¡Ese literato, dirán ustedes, no
entra en mis ideas; no escribe más que tonterías; yo no leo
semejantes librotes!" Esta intolerancia es cosa muy de nuestro
tiempo, sobre todo de estos últimos veinte años. Se ostenta
con una osadía desvergonzada. Se ve a hombres que carecen
de toda instrucción burlarse de las gentes instruidas, en sus
propias narices.
Todo se simplifica exageradamente, como antes he dicho.
Por ejemplo, el sentimiento de la alegoría, de la metáfora,
comienza a perderse, hablando en general. Ya no se
comprenden la broma, el humorismo, y esto, según la muy
oportuna apreciación de un escritor alemán, es uno de los más
fuertes indicios del abatimiento mental de una época. En
nuestros días asistimos al reinado de las gentes lúgubres y
obtusas. ¿Creen ustedes que sólo me refiero a los jóvenes y a
los liberales? Otro tanto digo con referencia a los viejos y a
los conservadores. Como para imitar a los jóvenes (que, por
otra parte, tienen cabellos grises), aparecieron hace cerca de
veinte años conservadores raros y simplistas, ancianos fogosos
e irritados que no querían comprender nada de la nueva
generación. Su simplicidad, su simplismo, excedía en falta de
inteligencia a las nobles incomprensiones de ios más obtusos
"hombres nuevos". Por lo demás, parece que me he extraviado
un poco al condenar el simplismo.
Apenas hube publicado el artículo de que hace un momento
hablaba, me vi literalmente inundado de cartas: "¿Qué quiere
usted decir?", me preguntaban. "¿Realmente excusa usted al
suicida?" Algunos parecían encantados al verme, según ellos,
excusarle. Y he aquí que estos últimos días un escritor, N. P.,
me envía un artículo suyo, aparecido en una revista de Moscú,
La Distracción. Como no suelo recibir esa Distracción, atribuyo
el envío del artículo al amable autor. Condena mi prosa y se
burla de ella.
"He recibido, escribe, el número de octubre del Diario de un
escritor. Lo he leído y me he quedado pensativo. En ese
fascículo hay cosas excelentes; otras, muchas otras, son raras,
y acerca de ellas debo expresar brevemente mi asombro.
¿Para qué, por ejemplo, insertar en ese fascículo el
"razonamiento de un suicidado por aburrimiento"? No
comprendo la razón de esa publicación. Ese razonamiento, si
se puede llamar así a las palabras delirantes de un hombre
medio loco, es cosa conocida desde hace mucho tiempo. Está
un poco parafraseado, como es justo.
"Su reaparición, en nuestros días, en el diario de un escritor
como Dostoyevski, produce el efecto de un anacronismo un
poco ridículo. Estamos en un siglo de ideas de hierro, de
opiniones positivas, en el siglo de "la vida sobre todo". Claro
está, aún hay suicidas con razonamiento o sin él; pero ya no
se pone atención én esos "heroísmos mezquinos". ¡Realmente,
es demasiado tonto! Hubo un tiempo en que el suicida, sobre
todo el suicida "con razonamiento", tenía sus panegiristas; pero
ese podrido tiempo está muy lejos de nosotros, y no hay por
qué lamentarlo.
"¿Cómo llorar la muerte de un suicida que muere razonando
como el Diario de Dostoievski? Es un egoísta grosero, uno de
los miembros más nocivos de la sociedad humana. ¿Pero es
que no puede realizar su estúpida faena sin hacer hablar de
él? Tenía derecho a morir sin razonamiento alguno."
Cuando hube leído esta página me quedé desolado. ¡Dios
mío! ¿Será preciso que tenga yo muchos lectores de la fuerza
de N. P., que supone que yo he inventado mi suicida con el
solo fin de que él lo compadezca? Es natural que la opinión
de N. P. no tiene una importancia capital; pero N. P. representa
a una categoría de ingenios, a toda una colección de señores
como él; ¡es el tipo de los hombres de "ideas de hierro" de
que habla en su artículo! Esta colección de individuos férreos
me da miedo. Quizá me preocupo demasiado de todo esto;
pero debo decir francamente que tal vez no hubiese
contestado, no por desprecio, sino por falta de sitio, si no
hubiese intentado responder a mis propias dudas. A mí es a
quien contesto. Añadamos, pues, una moral al artículo de
octubre; de este modo quedará tranquilizada mi conciencia.
XII

AFIRMACIONES SIN PRUEBAS

Mi artículo se refiere a la idea más alta sobre la vida


humana: a la necesidad, a la indispensabilidad de la creencia
en la inmortalidad del alma. He querido decir que sin esta
creencia la vida humana se hace ininteligible e insoportable.
Me parece haber enunciado claramente la fórmula del suicidio
lógico.
Mi suicida no cree en la inmortalidad del alma, y habla de
ello desde el principio del artículo. Poco a poco, pensando en
que la vida no tiene fin, arrebatado por el odio contra la muda
inercia de lo que le rodea, llega a la convicción de que la vida
humana es una absurdidad. Se le presenta como algo tan
claro como la luz del día el que únicamente aquellos hombres
semejantes a los animales y que satisfacen necesidades
puramente animales pueden consentir en vivir. Estos viven
"para comer, beber y dormir", como los brutos "para construir
su yacija y procrear hijos". Tragar, roncar y hacer porquerías
es algo que todavía seducirá al hombre por mucho tiempo y
le ligará a la Tierra; pero no a mí, hombre de tipo superior,
claro está. Sin embargo, hombres de tipo superior han sido
siempre los que han reinado sobre la Tierra, y no por eso las
cosas han dejado de suceder de otro modo.
Pero hay una palabra suprema, una idea suprema, sin las
cuales la Humanidad no puede vivir. Muchas veces esa palabra
es pronunciada por un hombre pobre, sin influencia, hasta
perseguido. Pero la palabra pronunciada y la idea expresada
por ella no mueren, y más tarde, a pesar del triunfo aparente
de las fuerzas materiales, la idea vive y fructifica.
Dice N. P. que la aparición de tal confesión en mi Diario es
un anacronismo ridículo, porque estamos ahora en el siglo de
las "ideas de hierro", de las ideas positivas; en el siglo de "la
vida sobre todo". Por esto, sin duda, han aumentado tanto los
suicidas entre las personas inteligentes y cultivadas. Aseguro
al honorable N. P. y a todos sus semejantes que el hierro de
las ideas se trueca en algo muy blando cuando la hora llega.
Para mí, una de las cosas que más me preocupan cuando
pienso en nuestro porvenir, es precisamente el progreso de la
falta de fe. El descreimiento en la inmortalidad del alma
arraiga cada vez más o, por mejor decir, hay en nuestros días
una absoluta indiferencia para esa idea suprema de la
existencia humana: la inmortalidad. Esta indiferencia se
convierte en una particularidad de nuestra alta sociedad rusa.
Es más evidente entre nosotros que en la mayor parte de los
países de Europa. Y sin esta idea suprema de la inmortalidad
del alma humana no pueden existir ni un hombre ni una
nación. Todas las restantes grandes ideas derivan de aquélla.
Mi suicidado es un apasionado propagandista de su idea: la
necesidad del suicidio; pero no es ni un indiferente, ni un
"hombre de hierro". Sufre realmente; creo haberlo hecho
comprender. Es para él demasiado evidente que no puede
vivir; está convencido de que tiene razón y que no se le
puede refutar. ¿Para qué vivir, si está convencido de que es
abominable el vivir una vida animal? Se da cuenta de que hay
una armonía general; su conciencia se lo dice, pero no puede
asociarse a ella. No lo comprende... ¿Dónde, pues, está el mal?
¿En qué se ha equivocado? El mal está en la pérdida de la fe
en la inmortalidad del alma.
Sin embargo, ha buscado con todas sus fuerzas el sosiego y
la reconciliación con lo que le rodea. Ha querido hallarlos en el
"amor de la Humanidad". Pero esto también se le escapa. La
idea de que la vida de la Humanidad no es más que un
instante; de que todo, más tarde, se reducirá a cero, mata en
él hasta el mismo amor de la Humanidad. Se ha visto, en
familias desgraciadas y desunidas, a los pobres sentir horror
por sus hijos, porque sufrían demasiado con el hambre,
aquellos hijos ¡tan queridos de ellos! La conciencia de no
poder socorrer con nada a la Humanidad que sufre puede
cambiar el amor que sentís por ella en odio contra esa
Humanidad. Los señores de las "ideas de hierro" no darán fe a
mis palabras, claro está. Para ellos, el amor por la Humanidad
y su felicidad, todo está tan bien organizado, que no merece
la pena de pensar en ello. Y deseo hacerles reír de todos
modos. Declaro, pues, que el amor de la Humanidad es
completamente imposible sin una creencia en la inmortalidad
del alma humana. Los que quieren reemplazar esta creencia
por el amor por la Humanidad depositan en el alma de los
que han perdido la fe un germen de odio contra la
Humanidad. Que los sabios de las "ideas de hierro” se encojan
de hombros al oírme expresar tal idea. Pero esta idea es más
profunda que su sabiduría, y día llegará en que se vea
transformada en axioma.
Hasta afirmo que el amor por la Humanidad es en general
poco comprensible (léase inasible) para el alma humana. Sólo
el sentimiento puede justificarlo, y este sentimiento no es
posible más que con la creencia en la inmortalidad del alma
humana. (Y además, sin pruebas).
En suma: está claro que sin creencias, el suicidio se hace
lógico y hasta inevitable para el hombre que apenas si se ha
elevado por encima de las sensaciones de la bestia. Al
contrario, la idea de la inmortalidad del alma, al prometer la
vida eterna, sujeta al hombre más fuertemente a la Tierra. En
esto parece que hay una contradicción. Si, aparte de la vida
terrestre, tenemos aun una celeste, ¿para qué hacer tan gran
caso de ésta de aquí abajo? Pero únicamente con la fe en la
inmortalidad es como el hombre se inicia en el fin razonable
de su vida sobre la Tierra. Sin la convicción en la inmortalidad
del alma, el vínculo del hombre para con su planeta
disminuye, y la pérdida del sentido supremo de la vida
conduce incontestablemente al suicidio. Y si la creencia en la
inmortalidad es tan necesaria a la vida humana, es por ser un
estado normal de la Humanidad, y una prueba de que la
inmortalidad existe. En una palabra: esta creencia es la vida
misma y la primera fuente de verdad y de conciencia real
para la Humanidad.
He aquí cuál era el objeto de mi artículo, la conclusión a que
deseaba que cada uno llegase cuando lo escribí.
XIII

ANÉCDOTA SOBRE LA VIDA INFANTIL

Quiero contar esto para no olvidarlo:


Una madre vive con su hija, de doce años de edad, en un
arrabal de Petersburgo, fuera de la aglomeración principal. La
familia no es rica, pero la madre gana su vida trabajando, y la
chiquilla asiste a una escuela de Petersburgo. Siempre que va
a la escuela o regresa a su casa toma asiento en un ómnibus
que va desde Gostinoï Dvor hasta cerca de su casa.
Y he aquí que hace dos meses, cuando el invierno hizo tan
bruscamente su aparición, la madre advirtió que su hija Sacha
no estudiaba ya sus lecciones, y se lo hizo observar a la
pequeña:
—¡Oh, mamá, no te preocupes! —respondió esta última—. Estoy
preparada de todo: lo menos llevo una semana de adelantado.
—Si es así, está bien.
Al día siguiente Sacha fue a la escuela; pero al anochecer, el
conductor del ómnibus trajo a la madre una cartita concebida
en los siguientes términos:
"Mi querida madrecita: Durante toda la semana me he
portado mal. Como notas de mis lecciones he obtenido tres
ceros; durante todo ese tiempo te he estado engañando. Me
avergüenza el volver a casa, y ya no me verás más.
Perdóname, querida madrecita, perdóname. —Tu Sacha."
Puede imaginarse la horrible inquietud de la madre. Quiso
abandonar sus ocupaciones y correr en busca de Sacha. Pero...
¿dónde? ¿Y cómo? Una persona amiga ofrecióse a dar por sí
misma todos los pasos necesarios, y fue a tomar informes a la
escuela, a casa todos los conocidos, y estuvo de aquí para allá
toda la noche. El temor de que Sacha, arrepentida, volviera a
su casa y se marchase al no encontrar a su madre, decidió a
esta última a permanecer en su casa y a fiarse en el celo del
benévolo amigo. Si antes de que amaneciese Sacha no
aparecía, irían a dar parte a la Policía. Sola en su casa, la
madre pasó las horas penosas que es fácil figurarse.
Y cuenta la madre que a eso de las diez de la noche oyó
sobre la nieve del patio unos pasos menudos que le eran bien
conocidos; los mismos pasos comenzaron luego a subir la
escalera. Se abrió después la puerta y entró Sacha.
—¡Mamá, mamá! ¡Qué dichosa soy al volver a tu casa!
Juntaba sus manitas, con las que se cubría el rostro; luego se
sentó sobre la cama, pero... ¡en qué estado de fatiga!
Después de las primeras exclamaciones de alegría, la madre
no quiso reprocharla en seguida lo que había hecho.
—¡Ah, mamá! —repuso la niña—. Cuando ayer te mentí con
respecto a mis lecciones, tomé la resolución en seguida de no
ir más a la escuela y no volver más aquí. ¡Supuesto que no
iría a la escuela, me vería obligada a engañarte todos los días
cuando te dijese que había ido!
—¿Y qué querías hacer?
—Pensaba estarme andando por las calles durante todo el
día.. Mi traje huatado me calienta bastante, y, si sentía
demasiado frío, me metería en un pasaje cubierto. En lugar de
comer todos los días, me hubiera comprado un panecillo. Para
beber no hubiese hallado gran dificultad, puesto que ahora hay
nieve. Con un panecillo al día tendría bastante. Tengo quince
kopeks, y un panecillo vale tres kopeks. Tenía, pues,
asegurados cinco días.
—¿Y después?
—No sé. No pensé en después.
—¿Y dónde habrías pasado la noche?
—Ya había pensado en ello. Cuando hubiese obscurecido, me
habría ido a la estación del ferrocarril; pero lejos, en la vía, por
donde ya no pasa nadie. Hay allí muchos vagones sueltos que
no emprenden viaje en seguida. Me hubiera ocultado en uno
de esos vagones y allí hubiera dormido hasta hacerse de día.
Así es que, anoche, estuve allí, lejos, muy lejos, en la vía; allí
donde ya no se ve a nadie; vi vagones aislados, distintos de
los de viajeros. Escogí uno de ellos; me subí a él; pero apenas
había puesto el pie en el estribo, apareció un vigilante, y me
gritó: "¿Adonde vas? ¡Esos son vagones donde se transportan
los muertos!"
“En cuanto oí tal cosa, salté al suelo y me escapé. El vigilante
me persiguió, gritando: "¿Qué buscas por aquí?" ¡Corrí, corrí!
Me encontré en una calle donde vi una casa en construcción.
Aún no tenía puertas; nada más que algunas tablas que
cubrían los huecos. Encontré un sitio por donde me pude colar
entre las tablas; seguí a tientas una pared; hallé un rincón,
donde había en el suelo un montón de maderas secas y Iisas.
Me eché encima. Pero apenas me había tendido, ¡cuando oí
hablar muy bajo, muy cerca de mí. Me levanté y oí otras
voces, pareciéndome que unos ojos me miraban en la sombra;
tuve un miedo horrible y salí otra vez huyendo. Cuando me vi
en la calle, desde la casa en construcción, que yo creí vacía,
me llamaban unas gentes.
"¡Estaba ya cansada, tan cansada!... Seguí andando por las
calles; por todas partes hallaba gentes que iban y venían.
Ignoraba la hora que podría ser. De repente me encontré en
la Perspectiva Newsky, cerca del Gostinoi, y me eché a llorar.
"¡Ah!, me decía. ¡Si encontrase algún "buen señor" que se
compadeciese de una pobre chicuela que no sabe dónde
refugiarse para pasar la noche! ¡Se lo confesaría todo, y tal
vez me recogiese por esta noche!" Mientras así pensaba,
seguía andando, andando, cuando he aquí que descubrí
nuestro ómnibus, qué arrancaba para su último viaje. Creía
que haría ya muchísimo tiempo que había salido. "¡Ah!, pensé.
¡Quiero ir a casa de mi madre!" Me subí al ómnibus, y ¡qué
dichosa soy al volver a tu casa! Nunca volveré a engañarte, y
aprenderé bien mis lecciones. ¡Ah, mamá! ¡Ah, mamá!"
—La pregunté —añadió la madre—; Sacha, ¿se te ha ocurrido a
ti sola la idea de no ir más a la escuela y de vivir en la calle?
—Mira, mamá: hace mucho tiempo conocí a una niña de mi
edad, pero que va a otra escuela. ¿Me creerás si te digo que
casi nunca va? Dice que la escuela es muy aburrida y la calle
muy alegre. Me contó que, en cuanto estaba en la calle,
andaba, y andaba, y andaba. Quince días hace que no había
puesto los pies en la escuela. Mira los escaparates; se pasea
por los pasajes hasta la noche, hasta que llega la hora en que
es preciso volver a casa. Cuando supe esto, pensé: ¡Yo quisiera
hacer otro tanto!; y me fastidió la escuela mucho más que
antes. Pero no tuve ninguna intención precisa hasta ayer por
la noche, después de haberte mentido. Entonces fue cuando
me decidí a hacer lo que he hecho."
Esta anécdota es auténtica. Naturalmente, la madre tomó sus
medidas. Cuando me contaron la cosa, pensé que no sería del
todo inútil hacerla figurar en mi Diario. Me dirán que es un
caso único y que, sin duda, se trata de una chiquilla muy
estúpida. Pero sé que la chiquilla está muy lejos de ser
estúpida. Sé también que en esas almas jóvenes, después de
la primera infancia, pero en una época en que las criaturas no
tienen aún experiencia ninguna, puede nacer un montón de
sueños más o menos malsanos. Esa edad (doce o trece años)
es en extremo interesante, más aun en una niña que en un
muchacho. Pero tratándose de muchachos, recuerden esta
noticia aparecida en un periódico de hace cuatro años: Tres
colegiales habíanse escapado del Gimnasio con el propósito de
marcharse a América. No los cogieron hasta cierta distancia de
la ciudad. Uno de ellos llevaba una pistola. Hace veinte o
treinta años cruzaban también sueños y extrañas fantasías por
el cerebro de los niños y niñas; pero los de hoy son más
decididos. Sus reflexiones y sus dudas duran menos. En otro
tiempo, los muchachitos de esa edad pensaban en escaparse,
por ejemplo, para hacer un viaje a Venecia, de la que tenían
llena la cabeza gracias a ciertas novelas de Hoffmann y de
George Sand. (Yo he tenido un condiscípulo de ese género.)
Pero no ponían en ejecución su proyecto, y se contentaban
con contárselo a un compañero, después de haberle hecho
jurar que sería discreto. Los de hoy realizan lo que los otros
se limitaban a soñar. En otro tiempo, ciertos sentimientos del
deber, de las obligaciones para con la familia, tenían mucho
poder. Hoy todo eso ha perdido mucha de su fuerza.
Lo esencial es que no se trata de casos aislados; y no son
criaturas estúpidas las que se permiten esas escapatorias.
Repito que esa edad es muy interesante y merecería retener
más la atención de los educadores.
¡Cuántas cosas terribles les pueden ocurrir a nuestros hijos!
Reflexionad tan sólo en aquel pasaje del relato que hace un
momento he reproducido, cuando la chiquilla, fatigada, se
propone contárselo todo a un transeúnte; por ejemplo, a un
"buen señor" que se compadezca de una pobre chiquilla que
no sabe dónde refugiarse para pasar la noche. Pensad cuan
fácil de realizar es esa intención, que atestigua su infantil
inocencia. Entre nosotros, los "buenos señores" hormiguean en
todas las calles. Pero, después, al día siguiente, ¿qué hubiera
sido de la chiquilla?... Admitiendo que el "buen señor" fuese de
una especie demasiado extendida hoy, era... el río o la
vergüenza de confesar... Supongamos que hubiese preferido la
vergüenza de confesar. Poco a poco se hubiese acostumbrado
al recuerdo de aquella vergüenza y quién sabe si, después de
haber pensado demasiado en lo que le había ocurrido, no
hubiera tenido el capricho de buscar una nueva aventura del
mismo género... ¡A los doce años! ¡Se adivina todo lo que
hubiera venido detrás!... ¿Y esa otra niña que, en lugar de ir a
la escuela, pasa su tiempo ante los escaparates de las tiendas
y en los pasajes, y da a la primera chiquilla la idea de un
nuevo empleo de su tiempo? He oído ya antes de ahora
hablar de muchachos a quienes la escuela les parecía
fastidiosa y que el vagabundaje tenía muchos encantos y
alegría. La propensión al vagabundaje es, en Rusia, casi
nacional; es todavía una de esas inclinaciones naturales que
nos distinguen del resto de los europeos, a una inclinación que
se transforma más tarde en pasión enfermiza, cuyo primer
germen ha sido contraído desde la infancia. Veo que hay
ahora también chiquillas vagabundas, evidentemente con una
gran inocencia al principio. Pero aunque fuesen tan puras
como los pequeños seres primitivos evolucionando en un
paraíso terrestre, no podrán escapar al "conocimiento del bien
y del mal", aunque no pequen más que con la imaginación.
¡La calle es escuela donde se aprende pronto! Lo esencial, lo
repito, es pensar hasta qué punto es interesante esa edad en
que la inocencia todavía infantil se mezcla a una increíble
aptitud para recibir impresiones, a una extraordinaria facultad
para asimilarse toda clase de experiencias, buenas o malas.
Eso es lo que hace tan peligroso y tan crítico ese período de
la vida de los adolescentes.
DIARIO DE UN ESCRITOR

(1879)

EL SUEÑO DE UN HOMBRE EXTRAÑO

Soy un hombre extraño. Ahora me tratan de loco; pero esto


sería para mí una especie de ascenso, si no continuase siendo
el mismo hombre "extraño" de antes.
Preciso es decir que ya no me enfado con las bromas que
me hacen. Al contrario, más bien me divierte el que se burlen
de mí. Y hasta me reiría de buena gana con ellos, si no
experimentase cierta tristeza al ver que los que de mí se
burlan ignoran la Verdad, y yo, en cambio, la conozco. ¡Oh,
qué triste resulta ser el único que conoce la Verdad! ¡Y pensar
que ellos no podrán conocerla nunca! ¡Oh, no, no podrán
conocerla!...
Antes, cuando aún no conocía la Verdad, sufría mucho al
considerar que a todo el mundo le parecía un hombre
"extraño". No es que lo pareciese, sino que lo era. Había sido
"extraño" desde mi nacimiento, lo sabía desde que tuve uso
de razón, tal vez desde los siete años, quizá aún antes de ir al
colegio. Cuando llegué a la Universidad, cuanto más estudiaba,
con más claridad comprendía que era un ser "extraño". De tal
modo, que todos cuantos estudios universitarios hice no
parecían tener más fin que uno, el de convencerme de que yo
era un ente "extraño", trayéndome cada año un argumento
nuevo.
Más tarde, en la vida corriente, ocurrió lo mismo que en mis
estudios. Cada año aumentaba en mí la conciencia de mi
extrañeza desde todos los puntos de vista. Todo el mundo se
burlaba de mí; pero nadie era capaz de comprender que si
había en el mundo un hombre completamente convencido de
mi ridiculez, ese hombre era yo. Y eso era lo que más me
fastidiaba, el que nadie lo comprendiese.
Sin embargo, la culpa era mía: he sido siempre demasiado
orgulloso para confiarme a nadie. Este orgullo aumentó con la
edad, y es seguro que si hubiese llegado la ocasión de hacer
semejante confesión delante de alguien, creo que hubiera sido
capaz, aquella misma noche, de levantarme la tapa de los
sesos.
¡Oh, Dios mío, cómo he sufrido durante mi adolescencia al
pensar que llegaría un día en que no podría vencer el deseo
de hacer público cuanto pensaba! Luego, cuando fui un
hombrecito, aunque cada año sentía crecer en mí especial
carácter, no sé a punto fijo por qué, me sentí más tranquilo.
Tal vez fuese porque aquellos negros pensamientos que se
agolpaban en mí me producían un dolor aún mayor: el
comprender que todo me era indiferente, que en la vida nada
tiene importancia. Comprendí que lo mismo daba que el
mundo existiese, o que no existiese. Tuve la revelación de que
en torno mío no había nada. Me parecía, sin embargo, que
hasta entonces habíame visto yo rodeado por seres extraños a
mí; pero comprendí que todo aquello eran vanas apariencias.
Nada ha sido, nada es y nada será.
Entonces, súbitamente, dejé de enfadarme con los que de mí
se burlaban; ya no me ocupé más de ellos. Se apoderó de mí
una absoluta indiferencia para todo. A veces me ocurría
pasearme por la calle, y tan absorto iba, que tropezaba con
los transeúntes. ¿Absorto? No era por distracción, pues había
dejado de pensar. Pero es que todo me daba lo mismo, todo,
absolutamente todo, me era indiferente.
Entonces fue cuando se me reveló la Verdad. Ello fue en el
mes de noviembre, el día 3, para ser más exacto. Desde ese
momento no he olvidado él menor detalle.
Fue un día triste, tan triste como no es posible imaginar otro
igual. A eso de las once volvía yo a mi casa, y precisamente
iba pensando en que era imposible hallar una noche más
sombría. Había llovido durante todo el día, una lluvia fría,
dijérase negra y hostil a la Humanidad. Y he aquí que de
pronto cesó la lluvia, dejando en el ambiente una humedad
más terrible aún que la lluvia. Parecíame ver desprenderse de
cada piedra de la calle, de cada pulgada cuadrada del suelo,
un vapor frío insoportable. Tuve la impresión de que, si de
repente se apagaban los mecheros de gas del alumbrado, me
hubiese sentido más feliz, pues la luz, al poner en evidencia la
humedad y la tristeza del aire, la hacía todo más triste.
Aquel día apenas si había cenado, y desde el comienzo de la
velada había permanecido en casa de un ingeniero, en donde
estaban también de visita dos de mis compañeros. Permanecí
tan callado, que creo que hasta llegó a fastidiarles mi silencio.
Discutían acerca de un asunto interesante, y lo hacían hasta
con acaloramiento; pero, en realidad, la cosa les era
completamente indiferente. Yo lo comprendí así, y, de repente,
tuve que decirles:
—Señores, eso les es a ustedes igual.
Mi advertencia no les molestó, y se echaron a reir de mí,
comprendiendo que lo que yo les decía y lo que ellos
pensaban a mí también me era igual. Por eso se reían.
En la calle, en el momento de pensar en el gas, me puse a
mirar al cielo. Estaba tremendamente negro, y, sin embargo,
aunque fuese débilmente, se distinguían las nubes, entre las
cuales se abrían espacios más negros aún, que parecían
insondables abismos.
De repente, en el fondo de uno de aquellos abismos, vi brillar
una estrellita. Me la quedé mirando fijamente, y mirándola se
me ocurrió una idea: la de matarme aquella misma noche. Ya
dos meses antes había decidido acabar con mi vida y, a pesar
de mi extrema pobreza, había comprado con tal objeto un
revólver y lo había cargado en seguida. Pero habían pasado
dos meses, y el revólver seguía en su funda y en mi cajón,
pues deseaba escoger para matarme un momento en que
todo me fuera un poco menos indiferente, me diese menos lo
mismo... ¿Por qué? Lo ignoro..., era un misterio. Pero la estrella
entonces me dio a conocer que había llegado el momento de
obrar, inspirándome el deseo de morir aquella misma noche.
Decidí, pues, que sería irremisiblemente aquella noche. ¿Por
qué la estrellita me empujaba en ese sentido? No lo sé. Era
también otro misterio.
Mientras miraba al cielo, una chiquilla de unos ocho años me
tocó en el brazo. La calle estaba desierta. Lejos de nosotros,
un cqchero dormía sentado en el pescante. Llevaba sobre la
cabeza un pañuelo completamente mojada, así como su ropita,
que era miserable; pero en lo que más me fijé fue en sus
zapatos, mojados y rotos. De pronto, la chicuela comenzó a
gritar, como amedrentada:
—¡Mamá! ¡Mamá!
La miré sin decir nada, y seguí andando. Marché más rápido;
pero ella continuaba tirándome de la manga y sin cesar de
gritar con desesperado acento. (Ya conocía aquel sistema).
Luego, con voz entrecortada, me dijo que su madre se moría,
que se había echado a la calle al azar, para llamar a alguien y
tratar de salvar a su madre.
No la seguí. Al contrario, quise arrojarla de mi lado.
Pensándolo mejor, me contenté con decirle que buscase a un
guardia. Pero ella juntó sus manitas y corrió tras mí, sin
querer dejarme; entonces me impacienté y, golpeando el suelo
con mis pies, la amenacé. Entonces volvió a gritar:
—¡Señor! ¡Señor!
Pero por fin me abandonó, cruzó la calle y se puso a seguir
los pasos de otro transeúnte.
Escalé los cinco pisos de mi cuarto, y penetré en la
habitación, pobremente amueblada, que recibía su luz por un
ventanuco en el techo con buhardilla. Un diván forrado de
cuero, una mesa cargada de libros, dos sillas y una vieja
butaca era cuanto poseía. Encendí una bujía, tomé asiento y
me puse a pensar... En el cuarto de al lado, separado del mío
por un sencillo tabique, hacía tres días que estaban de fiesta.
Era la habitación de un capitán retirado. Le hacían compañía
hasta una media docena de desocupados, los cuales pasaban
el tiempo bebiendo aguardiente y jugando a las cartas. La
noche anterior había habido entre ellos una verdadera batalla:
dos de los jugadores se habían agarrado por los cabellos,
haciendo danzar ruidosamente los muebles. La dueña del
inmueble hubiera querido ir a quejarse a la policía; pero tenía
un miedo espantoso al capitán. Entre los otros inquilinos había
una mujer delgada, viuda de un militar y madre de tres niñitos
enfermos; el más joven de estos niños habíase asustado tanto
al oir la disputa, que le había dado una especie de ataque de
nervios. Sé de buena fuente que, de tiempo en tiempo, el
capitán detiene a los transeúntes en la Perspectiva Nevsky
para pedirles una limosna. Yo he evitado toda relación con él;
nada hubiéramos sacado ni él ni yo. En cuanto a sus
escándalos y a los de sus huéspedes, me era igual.
Sin embargo, pasé la noche en vela, sentado en mi butaca;
pero de tal modo los había olvidado, que no los oí. Un año,
todo un año llevaba velando de aquel modo, en mi butaca, sin
hacer nada, ni leer ni pensar, dejando en libertad a las ideas
que cruzaban por mi cerebro. Y cada noche veía consumirse
una bujía entera.
Al volver, pues, aquella noche, me senté, según costumbre;
saqué el revólver del cajón, lo puse sobre la mesa y...
Recuerdo que al dejarlo sobre la mesa me pregunté: "¿Es
verdad? ", y respondí: " ¡Absolutamente verdad! "
(Absolutamente verdad que iba a levantarme la tapa de los
sesos.)
Estaba resuelto a matarme aquella misma noche; pero...
¿cuánto tiempo iba a permanecer así, ante mi mesa,
maquinando el proyecto? Eso era lo que no sabía.
¡Oh! Con seguridad, si no es por el encuentro con aquella
chicuela me hubiese matado inmediatamente.

2
Todo me daba lo mismo; ya queda dicho. Pero, a pesar de mi
indiferencia, temía el dolor físico... Además sentía compasión
por aquella chicuela que poco antes me había tropezado en la
calle, y a la que debía haber prestado ayuda. ¿Por qué no
había socorrido a aquella pobre chiquilla? ¡Ah! Porque quería
que todo me fuese indiferente, y me avergonzaba el haber
sentido piedad de aquella niña.
¿Por qué diablos el dolor de aquella chicuela no me había
sido indiferente?... Era algo sencillamente estúpido... ¡Y aún
estaba sufriendo entonces! Pero, vamos a ver: si me iba a
matar antes de dos horas, ¿qué podía importarme el que
aquella chiquilla fuese desgraciada o no? ¡Pronto ya no tendría
la menor idea, ya no sería nada! Por eso es por lo que me
había cobardemente enfadado contra la chicuela. Estaba en
situación de cometer cualquier bajeza, puesto que dos horas
más tarde ya nada tendría sentido para mí.
Imaginábame yo que en aquel instante el mundo y la vida
dependían exclusivamente de mí, eran sólo para mí. No tenía
más que matarme, y el mundo dejaba de existir, para mí al
menos. Sin contar con que tal vez fuese verdad que, después
de mí, tampoco existiese para nadie; que el universo entero,
en cuanto mi conciencia se apagase, se desvanecería como un
fantasma, por no ser más que algo dependiente de mi
conciencia. ¿Quién sabía si el universo y las multitudes
estaban sólo en mí, eran únicamente ilusión de mis sentidos?
Luego volví la idea a la inversa, ocurriéndo-seme una extraña
idea. Supongamos, me dije, que antes de habitar sobre la
Tierra hubiese vivido una existencia anterior en la Luna o en
el planeta Marte, en donde hubiese cometido la más vil y la
más vergonzosa de las acciones, tal como apenas cabe
imaginar en el horror de una pesadilla, y que hubiera
conservado sobre la Tierra la conciencia de haberme visto allá
lejos deshonrado; si tenía la seguridad de no volver allá jamás,
¿qué pensaría al mirar a la Luna o a Marte? ¿Me hubiera dado
igual?
Aquellas preguntas eran perfectamente ociosas, puesto que
allí estaba el revólver ante mí, y creía que la cosa iba a
realizarse. Sin embargo, me sentía fuera de mí, el maldito
asunto roía mi cerebro, y no quería morir sin antes haber
resuelto aquel absurdo problema.
En suma: que fue la chiquilla la que me salvó, la que impidió
que apretase el gatillo del revólver.
Mientras, en la habitación del capitán todo parecía entrar en
calma. Había terminado el juego, y las groseras invectivas
pronto fueron no más que un murmullo. Debían de irse a
dormir los jugadores.
Fue entonces cuando, de pronto, quedé dormido, lo que nunca
solía ocurrir a aquella hora. Y me dormí sin darme cuenta de
ello. Me dormí y soñé. ¡Qué cosa tan extraña los sueños! Unas
veces la visión se presenta con una nitidez terrible, con una
increíble minuciosidad en los detalles; otras ocurren en el
curso de los sueños cosas misteriosamente incomprensibles,
nociones contradictorias se mezclan y confunden con vagas
apariencias. Me parece que los sueños sobreexcitan, no la
inteligencia, sino el deseo; no la cabeza, sino el corazón. ¡Y, sin
embargo, qué sutiles imaginaciones produce algunas veces mi
cerebro durante mis sueños! Pero es preciso dejar su parte a
las complicaciones incomprensibles.
Cinco años hace que murió mi hermano, y cuántas veces,
durante mi sueño, acordándome perfectamente de que ha
muerto, no me asombra el verle a mi lado, el oírle hablar de
lo que me interesa, de sentir la seguridad de su presencia, sin
olvidar un minuto que yace bajo tierra.
¿Cómo es posible que mi espíritu acepte a un tiempo esas
dos nociones tan opuestas?
Pero dejemos esto, y volvamos al sueño que tuve aquella
noche, la noche del 3 de noviembre. Las gentes se complacen
en hacerme rabiar, diciéndome que todo ello no es más que
un sueño. Me enfada el pensar que haya podido no ser más
que un sueño. ¿Qué diferencia quieren ver entre el sueño y la
realidad si leemos más claramente la verdad en el sueño? De
todos modos es un sueño que me ha dado a conocer la
Verdad. ¡Cuando una vez se ha visto la Verdad, sabe uno que
es la Verdad, que es única, que no hay dos verdades, según
se esté dormido o despierto! ¿Qué importa que la haya uno
visto en el sueño o en la vida?
Pues bien, esa vida que tanto alabáis, yo iba a quitármela,
suicidándome. Y mi sueño me ha predicho, me ha mostrado
una nueva vida, he mosa, intensa y fuerte. Una vida renovada.
Escuchad.
3
Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta de ello. Hasta
mientras me dormía continué dándole vueltas a los mismos
asuntos.
De pronto, soñando, vi que agarraba el revólver y que lo
aplicaba sobre el corazón, no en la cabeza, y eso que mi
resolución había sido levantarme la tapa de los sesos.
Permanecí un instante inmóvil, con el cañón apoyado en el
pecho; mi bujía, la mesa y la pared comenzaron a agitarse, a
bailar. Disparé.
Sucede a veces en los sueños que se cae desde una gran
altura, que le estrangulan a uno o, por lo menos, le maltratan;
pero nunca se llega a experimentar el menor dolor físico,
excepto cuando, al hacer algún movimiento, tropieza uno con
la cama, y entonces el dolor nos despierta. En aquella ocasión
yo no sufrí lo más mínimo, pero el disparo me conmovió
intensamente, y me puse a temblar. En torno mío quedó todo
sombrío, completamente.a oscuras... Me sentía ciego y mudo.
Me veía tendido, con la cara mirando al techo de mi
habitación. Me sentía incapaz de hacer el menor movimiento;
pero en torno mío reinaba gran agitación. Hablaba el capitán
con su voz de bajo, la dueña de la casa lanzaba agudos
gritos..., cuando he aquí que, sin más transición, trajeron un
féretro y me metieron dentro. Sentí que lo alzaban en el aire,
y mientras me bamboleaba al paso de los conductores, por
primera vez se me ocurrió la idea de que estaba muerto,
completamente muerto. Me daba cuenta de ello, no cabía
duda, y, sin embargo, aunque no pudiese moverme, ni ver, ni
hablar, continuaba sintiendo y razonando; vivía, pues..., pero
estaba muerto. Como suele ocurrir en los sueños, me
acostumbré en seguida a aquella idea, y la acepté sin el
menor asombro por mi parte.
Sin la menor ceremonia me enterraron y se fueron. Me quedé
en mi tumba solo, abandonado. En otro tiempo, cuando alguna
vez se me había ocurrido el pensar en mi entierro, que creía
muy lejano, la idea de la fosa despertaba siempre en mí una
sensación de humedad y de frío. Eso fue lo mismo que sentí
en mi sueño. Frío, mucho frío... Sobre todo los pies los tenía
helados.
Cosa rara: ya no esperaba nada, admitiendo con facilidad el
que un muerto nada tiene que esperar. Pasaron entonces
horas, días, meses..., cuando súbitamente cayó sobre mi ojo
izquierdo cerrado una gota de agua que había atravesado la
tapa del féretro. Poco después, otra, y otra, y otra, y así
sucesivamente...
Al mismo tiempo despertóse en mí un dolor físico y una
violenta cólera: "¡Es mi herida, pensé; es el tiro; ahí está la
bala!..." Y la gota de agua seguía cayendo, de minuto en
minuto, y siempre sobre mi ojo cerrado. Me puse...,¿cómo diría
yo?... a gritar, a implorar, claro es que no con palabras, sino
mentalmente, contra Aquel que permitía o disponía ocurriese
lo que estaba ocurriendo, contra el Señor de la vida y de la
muerte.
—Quienquiera que seas, si existes, si hay un principio superior,
consciente y razonable, de quien en estos momentos estoy
siendo juguete, si hay una Providencia, déjala que se ejerza
aquí. Pero si te vengas de mí por culpa de mi suicidio
estúpido, te prevengo que ninguna tortura, sea la que sea,
podrá vencer al desprecio que siento por ti, y que seguiré
sintiendo millones de años, tantos como dure tu oficio de
verdugo.
Callé mentalmente. Hubo un largo silencio, sin otro ruido que
el de la gota de agua; me volvió a caer en el ojo izquierdo;
pero sabía yo, con una ciencia imperturbable y sobrehumana,
que todo iba a cambiar casi inmediatamente.
Y he aquí que, de pronto, mi tumba se abrió. Es decir...,
¿estaba realmente abierta? Por lo menos yo me vi
desenterrado, y apenas esto ocurrió, un ser desconocido se
apoderó de mí y los dos nos encontramos flotando por el
espacio. De pronto comencé a ver, aunque con gran dificultad,
pues"la noche era muy tenebrosa, tan profunda la oscuridad
como la noche más negra de mi vida. Estábamos ya muy lejos
de la Tierra, volando por el espacio, y aunque nada
preguntaba a mi raptor, aguardaba sin someterme, orgulloso
porque no sentía miedo. ¿Cuánto tiempo duró nuestro viaje?
No puedo calcularlo. Todo ocurría como acostumbra a ocurrir
en los sueños, en los que para nada se hace caso ni del
tiempo ni del espacio. De pronto, en medio de la oscuridad, vi
brillar una estrella.
—¿Es Sirio? —pregunté, sin acordarme de que estaba resuelto
a no preguntar nada.
—No, es la estrella que viste al volver a tu casa —me
respondió el ser que me llevaba.
Pude entonces darme cuenta de que tenía mi compañero
algo así como un rostro humano. Era algo extraña la cosa;
pero sentía por aquel ser cierta aversión. ¿Por qué? Había
deseado la ataraxia, había querido no ser al pegarme el tiro, y
he aquí que me veía entre las manos de un ser desconocido,
que indudablemente no era humano, pero existía.
" ¡Ah! Luego entonces hay otra vida más allá de la tumba —
pensaba yo en mi sueño con extraño aturdimiento—. Me será
preciso ser de nuevo, sufrir la voluntad de alguien del que no
me podré librar."
Inopinadamente, y dirigiéndome a mi compañero, dije:
—Sabes que te temo, y por eso me desprecias.
En estas humillantes palabras quedaba resumida la
declaración de mi debilidad. No había podido retenerlas, y en
mi corazón, agudo como un alfilerazo, sentía el dolor de
haberlas dicho.
No me respondió; pero comprendí que no me despreciaba,
que no se burlaba de mí, que hasta me tenía lástima. Se
limitaba a conducirme a un lugar desconocido y misterioso,
que sólo a mí interesaba. Me sentí invadido por el terror. No
obstante, una especie de muda pero comprensible
comunicación se estableció entre mi silencioso compañero y
yo.
Seguíamos flotando por el vacío. Desde hacía mucho tiempo
había dejado de ver las constelaciones que solían distinguir
mis ojos. Tal vez nos hallábamos recorriendo los espacios
donde se agitan las misteriosas estrellas cuyos rayos tardan
millones de años en llegar a nuestro planeta. Me sentía
angustiado por la espera de algo indeterminado, cuando, de
pronto, me sentí agitado por una conmoción interior agradable:
¡iba a volver a ver nuestro sol! Sin embargo, pronto comprendí
que no podía ser nuestro sol, el de nuestra tierra. Nos
encontrábamos a distancias inconmensurables de nuestro
sistema planetario, pero me sentí dichoso al ver hasta qué
punto aquel sol se parecía al nuestro. La luz vital, la que me
había dado la existencia, me resucitó. Sentí en mí una vida
tan fuerte como la que había animado mi cuerpo antes de la
tumba.
—Si es el Sol —dije—, o mejor, si ese sol es idéntico al
nuestro; ¿dónde está la Tierra?
Mi compañero me señaló una estrella, color esmeralda, que
brillaba a lo lejos. Volamos derechos hacia ella.
—¿Es posible que el Universo esté formado por repeticones
semejantes? —exclamé—. ¿Es ésta la ley universal? ¿Es ésa una
Tierra completamente igual a la nuestra? Una Tierra
completamente igual, tan desgraciada, tan pobre, pero amada
por los más ingratos de sus hijos, con el mismo doloroso amor
con que nosotros amamos a la nuestra.
Volví a ver la imagen de la niña, con la que tan mal me
había portado.
—Lo volverás a ver todo —me dijo mi compañero, con una voz
que sonó a triste en el espacio infinito.
Nos aproximábamos rápidamente al planeta, el cual crecía a
ojos vistas. Distinguí en él la superficie de un océano, la forma
y contorno de Europa, una nueva Europa, sintiéndome invadido
por una grande y santa envidia.
—¿Para qué esta nueva edición de nuestro mundo? Yo no
puede amar más que mi Tierra, aquella donde quedan las
salpicaduras de mi sangre, aquella con la que me he mostrado
lo suficientemente ingrato para abandonarla, suicidándome.
¡Ah! Nunca he dejado de amarla, ni aún esa noche de la
separación, tal vez más esa noche porque ha sido cuando la
he amado más dolorosamente que nunca. ¿Hay sufrimientos
en esa copia de nuestro mundo? En la nuestra no se ama más
que en el dolor y por el dolor, no conocemos otro amor;
quiero sufrir para amar. ¡Qué feliz sería si pudiese besar el
suelo del astro abandonado, regarlo con mis lágrimas! ¡No
quiero la vida si ha de transcurrir en otro planeta!
Pero mi compañero me había dejado solo, y, de pronto, sin
saber cómo, me encontré ya en otra tierra, envuelto en los
rayos de un sol paradisíaco. Había echado pie a tierra, según
creo, en una de las islas del archipiélago griego, o en alguna
costa no lejana de aquellas islas. Todo era como en nuestro
país, pero todo resplandecía como bajo un resplandor de
festividad, de santa solemnidad. Un mar de esmeralda
acariciaba suavemente la playa, como impregnado de un amor
consciente, casi visible. Grandes y hermosos árboles, floridos y
adornados con bellas hojas brillantes, mostrábanse en toda su
pompa, y, desde lo alto del cielo, innumerables golondrinas
acogían mi llegada con gritos vivos y tiernos, como si me
felicitasen. La hierba aromática resplandecía con refulgentes
colores. Bandadas de pajarillos volaban por el aire, y muchos
de ellos, sin el menor temor, venían a posarse sobre mis
manos, sobre mis hombros, agitando gentilmente sus alas
chiquitas y temblorosas.
Por fin descubrí a los habitantes de aquella venturosa tierra,
que se acercaron a mí, rodeándome y abrazándome. ¡Qué
hermosos eran aquellos hijos del Sol! Nunca viera en mi
antigua Tierra que la belleza humana hubiese alcanzado tal
grado de perfección. Apenas si entre los niños pequeños
pudieran hallarse algunos débiles reflejos de tal belleza.
Brillaban sus ojos con débiles reflejos de tal belleza. Brillaban
sus ojos con un resplandor sereno, y sus rostros expresaban
inteligencia, tranquila conciencia, encantadora alegría. Sus
voces eran puras y alegres, como voces de niños.
¡Oh! Apenas los vi lo comprendí todo. Me encontraba sobre
una Tierra no profanada aún por el pecado. Aquellas almas
inocentes vivían, según cuenta la leyenda que nuestros
primeros padres vivieron, en un paraíso terrenal. Y eran
aquellos hombres tan buenos, que al llevarme hacia sus
moradas esforzábanse, por todos los medios, en espantar de
mí toda inquietud, toda intranquilidad. Me interrogaban, pero
parecían saberlo todo, y no tener más deseo que borrar de mi
memoria todo recuerdo de dolor.

4
Aunque todo ello lo haya yo sentido en sueños, no obstante,
el recuerdo de la afectuosa solicitud de estos hombres
inocentes me acompañará mientras viva. Todavía siento que
su amor envuelve mi atmósfera.
Sin embargo, no siempre les comprendía. Siendo yo un vulgar
progresista, no podía explicarme cómo es que, sabiendo tanto
como sabían, ignorasen nuestras ciencias. No tardé en
comprender que la esencia de su saber era diferente a la de
nuestra instrucción y que sus aspiraciones eran distintas, por
ejemplo, a las mías. Carecían de deseos, no ambicionaban,
como nosotros, poseer la ciencia de la vida, puesto que su
vida era más completa que la nuestra. En realidad, sus
conocimientos eran mucho más amplios y más profundos que
los que nosotros poseemos. Mientras nuestra ciencia trata de
explicar la vida, obteniendo una conciencia racional de ella
para enseñar a los demás a vivir, ellos no necesitaban de
aquella ciencia, pues sabían cómo es preciso vivir y lo sabían
sin formulismo ninguno. Me enseñaban sus hermosos árboles,
asombrándome el amor que demostraban sentir por ellos;
diríase que los trataban como seres racionales, que habían
descubierto su lenguaje y conversaban con ellos. Claro es que
con los animales mantenían relaciones afectuosas, siendo
amados hasta de los más feroces, a los que habían vencido
con su dulzura. Me enseñaban las estrellas, y acerca de ellas
expresaban cosas que yo no sabía comprender,
convenciéndome, sin embargo, de que se relacionaban con
ellas, no sólo con el pensamiento, sino por algún conducto
más material.
Mi incomprensión no les impacientaba. Me amaban tal como
era, experimentando también yo que tampoco ellos me
entenderían, por lo que evitaba hablarles de nuestra Tierra.
Muchas veces me preguntaba cómo hombres tan superiores a
mí no me humillaban con su perfección, cómo no me
inspiraban envidia, y cómo a mí, charlatán y embustero, no se
me ocurría tratar de asombrarles descubriéndoles mi ciencia,
de la que no tenían la menor idea.
Mostrábanse vivos y alegres como niños. Se paseaban a través
de sus hermosos bosques, cantando lindas canciones; su
alimento consistía únicamente en frutos de sus árboles, miel y
leche de sus amigos los animales, teniendo que darse muy
poco trabajo para procurarse la alimentación y el vestido.
Conocían el amor material, puesto que tenían hijos, pero nunca
los vi atormentados por esos arrebatos de voluptuosidad que
tanto tiranizan a los seres de nuestro planeta, y que son la
fuente casi única de nuestros pecados. Alegrábanse viendo
nacer a los hijos, en los que veían a nuevos copartícipes de su
felicidad.
Entre ellos no existían las querellas, ni los celos; ni
comprendían siquiera lo que esto último podía ser. Sus hijos
eran de todos, pues no formaban más que una sola familia.
Casi nunca estaban enfermos... Conocían, sin embargo, la
muerte; pero los ancianos morían dulcemente, como si se
durmiesen, rodeados por sus amigos, que se despedían de
ellos sin mostrar tristeza; al contrario, con la sonrisa en los
labios. Dolores y lágrimas eran términos para ellos ignorados.
Por todas partes se advertía el amor, un amor semejante al
éxtasis.
Siempre he creído que se comunicaban con sus muertos. Las
relaciones entre los que se habían amado no se veían
interrumpidas por la muerte. Noté que no me comprendían
claramente cuando les hablaba de la vida eterna: tal vez
creían tan firmemente en ello que hablar de tal cuestión les
pareciera inútil.
Carecían de religión, pero evidentemente es taban seguros de
que cuando sus alegrías hubiesen alcanzado todo su
desarrollo, surgiría una transformación que haría más completa
la unión de los hombres con el Gran Todo, alma del Universo.
Aguardaban ese momento cor alegría, pero sin prisas:
hubiérase dicho que gozaban ya del presentimiento que tenían
llevarlo en sus corazones.
Antes de irse a descansar les gustaba formar armoniosos
coros, cantando lo que durante el día habían sentido,
ensalzando la Naturaleza, la Tierra, el Mar, los bosques, el
amor... Sus canciones eran ingenuas y sencillas, afectuosas y
delicadas. No era sólo con la música como expresaban su
mutua ternura: toda su vida era una prueba de la amistad que
existía entre ellos. Poseían otros cantos majestuosos y
espléndidos, pero su sentido era inaccesible a mi inteligencia,
aunque penetrasen cada vez más hondamente mi corazón.
A menudo les decía que desde hacía mucho tiempo había
presentido su felicidad, que ya en la Tierra se había llenado
muchas veces mi alma de tristeza al apreciar el contraste
entre su vida deliciosa adivinada y nuestra suerte... ¡En mi
enemistad contra los hombres de mi planeta había también
tanta tristeza! ¡Quería odiarles, y no poder dejar de amarles,
aunque sin llegar a perdonarles!
Me escuchaban, pero bien veía yo que no podían entenderme.
Comprendían al menos cuan doloroso me era haber dejado a
mis hermanos. Yo mismo, viendo sus miradas tan llenas de
amor, sintiendo que mi corazón se hacía tan inocente como
los de ellos, ya no lamentaba no comprenderlos. Les amaba,
sin necesidad de que compartiesen mis rencores.
Se me reirán en mis propias narices cuando les cuente mi
sueño; me dirán que semejantes cosas no es posble verlas en
un sueño, que todos esos detalles los he inventado yo, sin
darme cuenta, inocentemente; que los sueños no pueden
proporcionar más que sensaciones borrosas. Y sobre todo, Dios
mío, ¡qué de risas cuando les digo que quizá todo ello ha sido
realidad!
Yo no he sido impresionado más que por las sensaciones de
mi sueño; han sido las únicas que han quedado como vivo
recuerdo en mi lacerado corazón. Imágenes y formas eran tan
armoniosas, tan bellas y tan verdaderas, que, en efecto,
resultaba imposible el que, al despertarme, tuviese la fuerza
de expresarlas con débiles palabras; quizá, pues, todo debía
borrarse en mi espíritu y tal vez haya inventado
inconscientemente los detalles, desfigurándolos, seguramente,
por ese deseo apasionado de dar lo más rápidamente posible
el sentido general del asunto. Pero, en el fondo, ¿por qué no
quieren creer que todo eso haya podido ocurrir realmente?
Tal vez todo era mucho mejor y más alegre de lo que yo he
contado. Quizá no sea un sueño, pues hay algo que excede los
límites de un sueño, y es que, si fuese un sueño, estaría
engendrado por mi corazón.
Pero... ¿es posible que mi corazón tuviese la fuerza necesaria
para producir la terrible verdad que ante mí se ha alzado?
Porque ha ocurrido algo tan horrible y verdadero, que no es
posible verlo en sueños. Juzgad por vosotros mismos. Lo he
ocultado hasta ahora, pero es necesario decir la verdad.
Yo, con mis relatos, los he pervertido todos.

5
Pues sí; acabé por pervertirlos a todos, aunque no recuerdo
cómo, ni pueda explicarme el porqué. Mi sueño duró diez
siglos, pero no me ha dejado ninguna sensación muy clara. Fui
la única fuente de su corrupción; me basté yo sólo para
contaminar toda aquella tierra feliz e inocente antes de mi
llegada, como un microscópico germen pestífero infesta a
países enteros.
Oyéndome hablar, los hombres de aquella, hermosa tierra del
amor aprendieron a mentir, complaciéndose con sus mentiras.
Introdujeron la mentira en el amor, y no tardó en nacer la
sensualidad en sus corazones, engendrando los celos, y más
tarde la crueldad... No sé cuando, pero al poco tiempo de
conocer y emplear la mentira, vertióse la primera sangre
criminal. Asustados, los hombres comenzaron a huir unos de
otros, a vivir aislados, formándose grupos, que luego hicieron
entre sí alianzas para atacar a otros grupos.
Estallaron los odios, y al conocer la vergüenza, le dieron un
título glorioso: el Honor. Cada grupo enarboló una bandera. Los
hombres empezaron por declarar la guerra a los animales,
maltratándolos y haciéndolos huir a los bosques y convertirse
en enemigos del hombre. Nacieron diferentes lenguas, y
comenzó la lucha del la individualidad por lo tuyo y lo mío.
Comenzó una lucha terrible. Conocieron el Dolor, y,
enamorados de él, establecieron el principio de que sólo por él
se llega al conocimiento de la Verdad. Fue el origen de la
Ciencia.
Cuando se volvieron malos comenzaron a hablar de
fraternidad y de desinterés, agarrándose a dichas ideas. En
cuanto fueron criminales, hablaron de justicia, crearon códigos
para conservarla y patíbulos para defenderla.
Acordábanse ya muy vagamente de lo que habían perdido, no
queriendo creer ni en su inocencia ni en su felicidad pasadas,
hasta tomándolas a chacota y diciendo que todo aquello era
una leyenda. Pero, aunque hubiesen perdido la fe en su
antigua beatitud, sintieron un deseo tan fuerte de llegar a ser
inocentes y felices, que divinizaron este deseo y le elevaron
templos, postrándose de hinojos ante su propia idea, ante el
ídolo de su deseo, y, aunque lo consideraran irrealizable,
derramaban en sus rezos abundantes lágrimas.
Con todo, es evidente que si alguien hubiese encontrado su
antigua felicidad y se la hubieran presentado, no la hubiesen
querido.
Cuando se les hablaba de ello, respondían: "Sí; somos malos,
embusteros, injustos.., sabemos, y por eso nos castigamos por
nosotros mismos con mucha más violencia tal vez que lo hará
el Supremo Juez, cuyo nombre desconocemos. Pero poseemos
la Ciencia. Con ella encontraremos la Verdad, que aceptaremos
entonces conscientemente. El saber está por encima del
sentimiento; la comprensión de la vida vale más que la vida.
La Ciencia nos dará la sabiduría, y ésta nos revelará las leyes
de la felicidad."
Tales eran sus palabras, y, sin embargo, cada cual se prefería
a la Humanidad entera, sin poder obrar de otro modo. Cada
cual se sentía tan celoso de la importancia de su propia
personalidad, que hacía cuanto podía por rebajar la de los
demás. Nació la esclavitud, incuso la voluntaria. Los débiles
obedecían con entera voluntad a los fuertes, con tal de que
éstos les ayudasen para que a su vez pudieran esclavizar a
los más débiles que ellos. Presentáronse algunos hombres
justos que, llorando, fueron en busca de sus hermanos para
reprocharles su caída. Se reían de ellos o los apedreaban.
Corría la sangre en la puerta de los templos.
Como revancha, surgieron otros hombres que buscaron el
modo de reorganizar a la sociedad de tal suerte que, sin dejar
de que cada cual se prefiriese a todos los de su especie,
pudiesen todos vivir en paz. A propósito de esta idea,
estallaron verdaderas guerras; mas todos estaban convencidos
de que la Ciencia, la sabiduría y el instinto de conservación
obligarían pronto a todos los hombres a reunirse en forma
pacífica y fraternal. Para lograrlo cuanto antes comenzaron por
aplastar a los débiles de espíritu, comprendiendo, como es
natural en esta categoría a todos los enemigos de sus ideas.
Pero el sentimiento de conservación perdió pronto su fuerza, y
los orgullosos y los voluptuosos pidieron todo o nada.
Naturalmente, para conseguirlo todo recurrieron al crimen, y
para conseguir nada, al suicidio. Nacieron entonces las
religiones que celebraban el culto del No-Ser. Fue un acto
meritorio el darse la muerte para ganar el eterno reposo en la
Nada. Los hombres cantaron al Dolor en sus poemas.
Yo me paseaba entre ellos lamentándome de su suerte,
compadeciéndoles en su error, pues quizá los amaba más aún
que en sus días de inocencia y de belleza. Atraíame aún más
su Tierra, al verla entonces profanada por ellos, que cuando
era un paraíso. Tendía mis brazos hacia aquellos pobres seres,
acusándome, maldiciéndome por haber causado su desgracia.
Les decía que yo era la causa de todos sus males, la única
causa; que había sido entre ellos el fermento del vicio y de la
mentira. Les suplicaba que me condenasen a muerte, que me
crucificaran, y les enseñaba cómo podían construir la cruz.
Según les decía, no hallaba en mí la fuerza necesaria para
matarme, pero ambicionaba el tormento, los suplicios; quería
verme torturado hasta el momento de expirar. Pero se
contentaban con burlarse de mi y al fin me tomaron por un
idiota. Me excusaban, asegurando que no les había traído lo
que ellos deseaban tener, y lo que entonces era no podía
dejar de ser.
Sin embargo, un buen día, fastidiados, declararon que me iba
haciendo peligroso y que iban a encerrarme en un manicomio
si no me callaba.
Entonces me invadió con tal fuerza el dolor que pensé que
iba a morir. Y en ese momento me desperté.

* * *

Serían las seis de la mañana. Me volví a encontrar en la


butaca. Mi bujía había ardido hasta consumirse por completo.
En casa del capitán dormían, y el silencio reinaba en toda la
casa. Di un salto en mi asiento. Nunca había soñado cosa
semejante, con detalles tan claros, tan minuciosos. De pronto,
descubrí mi revólver cargado, pero al instante lo arrojé lejos
de mí. ¡Ah, la vida, la vida! Alcé las manos e imploré a la
Eterna Verdad; es decir, no evoqué nada, sino que me eché a
llorar. Un loco entusiasmo agitaba todo mi ser. Sí, quería vivir
y consagrarme a la predicación. En lo sucesivo, me dije,
recorreré el mundo predicando la Verdad, porque la he visto,
la he visto con mis propios ojos resplandecer en toda su
gloria.
Desde entonces no vivo más que para la predicación. Amo a
los que se. ríen de mí; los amo más aún que a los otros.
Dicen que he perdido la razón porque trato, por todos los
medios a mi alcance, de conmoverles, y aún no he hallado la
manera. Sin duda, debo equivocarme a menudo, pero... ¿qué
palabras emplear? ¿De qué modo dar ejemplo? Y, además,
¿quién es el que no se equivoca?
Y, sin embargo, todos los hombres, desde el sabio hasta el
último de los malhechores, todos quieren lo mismo, buscándolo
por medios diversos... Pero no puedo equivocarme mucho,
porque he visto la Verdad, sé que todos los hombres pueden
ser bellos y dichosos sin dejar de vivir sobre la Tierra.
No quiero, no puedo creer que el mal sea el estado normal
del hombre. ¡Cómo poder creer una cosa semejante! He visto
la Verdad y su imagen viva. La he visto tan hermosa y tan
sencilla que no admito sea imposible el verla entre los
hombres de nuestra Tierra. Lo que sé me hace decidido,
fuerte, dispuesto, infatigable. Seguiré adelante, aunque mi
misión tuviese que durar mil años. Si me extravío, la clara luz
de la Verdad me volverá a mi camino.
Al principio hubiera querido ocultar a los habitantes de la otra
Tierra que yo era el agente de corrupción. Pero la Verdad
murmuró a mi oído, en voz baja, que yo era el culpable, que
mentía, y me enseñó el camino que debía seguir: el camino
recto.
Es muy difícil reorganizar el Paraíso en nuestra Tierra.
Además, después de mi sueño, he olvidado todas las palabras
que podían expresar mejor mis ideas. ¡Qué le vamos a hacer!
Hablaré como pueda, sin cansarme pues si no sé describir, en
cambio he visto.
Y ya pueden los burlones reírse y decir como ya lo hicieron:
"Lo que cuenta es un sueño, y ni siquiera sabe contarlo".
Bueno; es un sueño. Pero... ¿qué es lo que no es un sueño?
¿Este sueño no se realizará mientras yo viva! ¡Qué importa!
De todos modos, predicaré.
¡Sería tan sencilla su realización! Sería cuestión de un día, de
una hora...
Amaos los unos a los otros, nada más. No habría que hacer
más; es algo comprensible para todo el mundo.
Se trata de una verdad vieja, repetida billones de veces, y
que, sin embargo, no ha echado raíces en ningún sitio. Es
necesario seguirlo repitiendo.
"¡La comprensión de la vida, decís, es algo más interesante
que la misma vida! ¡El conocimiento de lo que puede otorgar
la felicidad tiene más valor que la posesión de la felicidad! "
He ahí los errores que es preciso combatir, y yo los
combatiré. Si todos quisieran sinceramnte la felicidad la
tendrían.
¿Y aquella niña? He vuelto a encontrarla.
II

LA MENTIRA SE SALVA POR OTRA MENTIRA

Un día Don Quijote, el caballero tan conocido, el más


magnánimo caballero que jamás haya existido, vagabundeando
con su fiel escudero Sancho, tuvo un ataque de perplejidad.
Había leído que sus predecesores de los tiempos antiguos, por
ejemplo, Amadís de Gaula, habían tenido a veces que luchar
durante años enteros con cien mil soldados enviados contra
ellos por las potencias infernales o los magos. Ordinariamente,
un caballero que tropieza con semejante ejército de réprobos
saca su espada, invoca en su ayuda el nombre de su dama y
se lanza solo en medio de sus enemigos, a los que extermina,
sin dejar uno. Todo esto estaba bien claro; pero aquel día, Don
Quijote permaneció pensativo. ¿Cómo querían que un caballero,
por fuerte y valiente que fuese, exterminase a cien mil
adversarios en un solo combate de veinticuatro horas? Se
necesita tiempo para matar a cada hombre; para matar a cien
mil hace falta un tiempo inmenso. ¿Cómo podía ocurrir todo
aquello?
"Ya he salido de mi perplejidad, amigo Sancho, dijo al fin Don
Quijote; esos ejércitos eran diabólicos; por lo tanto, imaginarios;
los hombres que los componían no eran más que una creación
de la magia; sus cuerpos no se parecían a los nuestros; tenían
más analogía con los de los moluscos, los gusanos o las
arañas. De tal modo, que la espada de los caballeros los
cortaba de un solo golpe sin encontrar más resistencia que la
del aire. Y siendo así, podían matar tres, cuatro y hasta diez
de esos guerreros de una sola estocada. Así es como resultaba
fácil deshacerse, en algunas horas de ejércitos de ese género.
En esto, el autor de Don Quijote, gran poeta y profundo
observador del corazón humano, ha comprendido uno de los
aspectos más misteriosos de nuestros espíritus. Ya no se
escriben libros como aquél. Veréis en Don Quijote, en cada
página, revelados los más secretos arcanos del alma humana.
Notad que ese Sancho, el escudero, es la personificación del
buen sentido, de la prudencia, de la astucia, y que, sin
embargo, se ha convertido en compañero del hombre más loco
del mundo; ¡precisamente él, y ningún otro! A cada instante
engaña a su amo, lo engaña como a un niño pequeño; pero al
mismo tiempo se siente lleno de admiración por la grandeza
de su corazón y cree reales todos sus sueños fantásticos; no
duda ni un minuto el que su amo no llegue a conquistarle una
ínsula.
Es de desear que nuestra juventud adquiera un serio
conocimiento de las grandes obras de la literatura universal.
Yo no sé lo que les enseñan hoy a los jóvenes como literatura,
pero el estudio de Don Quijote, uno de los libros más geniales
y también de los más tristes que haya producido el genio
humano, es muy capaz de educar la inteligencia de un
adolescente. Verá allí, entre otras cosas, que las más hermosas
cualidades del hombre pueden llegar a ser inútiles, excitar la
risa de la Humanidad, si el que las posee no sabe penetrar el
sentido verdadero de las cosas y hallar la "palabra nueva" que
debe pronunciar...
Aparte de eso, yo no he querido decir más que una cosa; a
saber: que el hombre que puso en acción los sueños más
locos, los más fantásticos, llega de pronto a la duda y a la
perplejidad. Toda su fe ha desaparecido, y no porque lo
absurdo de su locura le haya sido revelado, sino porque una
circunstancia secundaria aclara momentáneamente su
inteligencia. Este hombre de ideas del otro mundo experimenta
súbitamente la nostalgia de lo real. Si libros que él venera
como verídicos le han engañado una vez, pueden engañarle
siempre; quizá todo lo que contienen es mentira. ¿Cómo volver
a la verdad? Cree volver a ella imaginando un absurdo mayor
que el primero. Los centenares de miles de nombres evocados
por los magos tendrán cuerpos de moluscos, y la espada del
buen caballero trabajará diez veces más aprisa en su faena.
Su necesidad de semejanza quedará satisfecha. Tendrá
derecho a creer en el primer sueño gracias al segundo, mucho
más ridículo.
Interrogaos a vosotros mismos y ved si cien veces no os ha
ocurrido lo mismo. ¿Os habéis sentido enamorados de una
idea, de un proyecto, de una mujer? ¿Habéis tenido una duda?
Os habéis cuidado de crearos una ilusión más engañosa que la
primera, que os habrá permitido continuar estando
enamorados y desprenderos de la duda.
III

LA MUERTE DE NÉKRASSOV

Nékrassov ha muerto. Lo vi por última vez un mes antes de


su muerte. Parecía ya un cadáver, siendo extraño ver a aquel
cadáver hablar, remover los labios. No sólo hablaba, sino que
había conservado toda la lucidez de sus ideas. No creía en
que su muerte estuviese próxima. Una semana antes de
expirar sufrió un ataque de parálisis que inmovilizó todo el
lado derecho de su cuerpo. Ha muerto el 27, a las ocho de la
noche. Avisado, inmediatamente me presenté en su casa. Su
rostro, desfigurado por el sufrimiento, me conmovió
sobremanera. Al salir de su cuarto oí al lector de los salmos
pronunciar claramente cerca de él: "No hay hombre que no
peque".
Al volver a mi casa me fue imposible trabajar. Cogí los tres
volúmenes de Nékrassov y me puse a leerlos desde la primera
página hasta la última. De este modo pasé toda la noche, y
fue aquello como si hubiese revivido treinta años. Los cuatro
primeros poemas del primer volumen aparecieron en la
Colección de Petersburgo, que publicó también mi primera
novela. Y a medida que leía (y lo he leído todo, sin distinción),
toda mi vida volvía a pasar ante mis ojos. Recordé los versos
suyos que leí en Siberia cuando, después de haber purgado mi
condena a cuatro años de presidio, pude, por fin, tocar un
libro... En resumen, aquella noche dime cuenta por primera vez
del gran lugar que Nékrassov había ocupado en mi vida, como
poeta, durante treinta años. Como poeta, pues nos hemos visto
muy poco, y sólo una vez con gran sentimiento de amistad,
precisamente en el comienzo de nuestro conocimiento, en 1845,
con motivo de la publicación de Pobres gentes. Ya he contado
este episodio. Era Nékrassov —qué evidente me pareció esto
después— un corazón herido desde el principio de su vida,
herido con una herida que jamás volvió a cerrarse. Esto
explica su poesía apasionada, esa poesía de mártir.
Fue entonces cuando me contó su infancia, la odiosa vida
que en su casa había sufrido; pero sus ojos se llenaron de
lágrimas al hablarme de su madre, y vi que había siempre en
él un recuerdo santo que podría salvarle. Creo que, en lo
sucesivo, ninguna otra afección ejerció tanta influencia sobre
él. Pero algunas partes sombrías de su alma dejábanse ya
entrever.
Más tarde nos peleamos, incluso demasiado pronto, pues
nuestra intimidad apenas si duró algunos meses. La
intervención de algunas buenas personas no fue extraña a
aquella pelea.
Después de mi regreso de Siberia, aunque no nos hayamos
visto a menudo y nuestras opiniones hayan sido siempre,
desde aquella época, muy distintas, nos ocurría comunicarnos
cosas que no hubiéramos dicho a ninguna otra persona.
Quedaba entre nosotros algo así como un lazo de unión desde
nuestra entrevista de 1845.
Cuando, en 1863, me ofreció un libro de versos suyos, me
enseñó un poema titulado Los desgraciados, y me dijo: "Al
escribir esto pensaba en usted." (Había pensado en la vida
que yo llevaba en Siberia.) En fin, en los últimos tiempos de
su vida nos vimos algo más a menudo, sobre todo en la época
en que yo publicaba en su revista mi novela Un adolescente.
A los funerales de Nékrassov asistieron algunos millares de
sus admiradores. Estaba allí una gran parte de la juventud
estudiosa. Se recogió el cadáver a las nueve de la mañana, y
casi había anochecido cuando nos separamos, a la salida del
cementerio.
Se pronunciaron sobre su tumba muchos discursos. Leyóse
también una admirable poesía de autor incógnito. A mi vez,
hendí la multitud hasta la fosa, aún cubierta de flores, y muy
impresionado, con voz débil, a continuación de los demás,
pronuncié algunas palabras.
Comencé por decir que Nékrassov era un coraron herido, que
toda su poesía, todo su amor por los que sufren procedía de
eso. Fue siempre de los que sufrieron con la violencia, con la
tiranía, con todo lo que oprime a la mujer y al niño rusos en
el seno mismo de la familia. Expresé también la opinión de
que Nekrassov terminaba la serie de los poetas rusos que nos
trajeron "una palabra nueva". Tuvo como contemporáneo al
poeta Tutchev, que tal vez se mostró más "artista", pero que
nunca ocupará el lugar debido a Nékrassov. Este último debe
ser colocado inmediatamente después de Puschkin y
Lermontov.
Cuando hube pronunciado estas palabras se produjo un
pequeño incidente. Una voz, entre la multitud, gritó que
Nékrassov era superior a los Puschkin y a los Lermontov, que
no eran más que unos "byronianos”. Otras voces repitieron:
"¡Sí, superior!" Ni siquiera había pensado en comparar entre
ellos a los tres poetas, pero en un Mensaje a la juventud rusa,
Skabistchevsky contó que alguien (es decir, yo) no había
temido comparar a Nékrassov con Puschkin y Lermontov.
"Vosotros habéis respondido que era superior a ellos." Me
atrevo a asegurar a Skabistchevsky que se ha engañado. Sólo
una voz gritó: "¡Superior, superior a ellos! Y fue la misma voz
que dijo que Puschkin y Lermontov no eran más que unos
"byronianos". Sólo algunas voces repitieron: "¡Sí, superior!"
Insisto sobre este punto porque veo con pena que toda
nuestra juventud cae en el error. Los grandes nombres deben
ser sagrados para los corazones juveniles. Sin duda, el grito
irónico de "¡byronianos!" no procedía de un deseo de entablar
una discusión literaria ante una tumba entreabierta aún, sino
de una necesidad de proclamar toda la admiración sentida por
Nékrassov en el primer momento de emoción. Pero esto me
ha dado la idea de explicar todo mi pensamiento.

IV

PUSCHKIN, LERMONTOV Y NÉKRASSOV

Primeramente, me parece que no se debe emplear la palabra


"byroniano" como una injuria.
El byronismo no ha sido más que un fenómeno momentáneo,
pero ha tenido su importancia y llegó a su hora. Apareció en
una época de angustia y de desilusión. Después de un
desenfrenado entusiasmo por un ideal nuevo, nacido en
Francia a fines del siglo XVIII —y entonces era Francia la
primera nación europea—, la Humanidad se rehizo, y los
acontecimientos que siguieron se asemejaron tan poco a lo
que se esperaba, que los hombres comprendieron muy bien
que se habían burlado de ellos y que hubo pocos momentos
tan tristes en la historia de la Europa occidental. Los viejos
ídolos yacían derribados, cuando se manifestó un poeta
potente y apasionado. En sus cantos resonó la angustia de la
Humanidad y lloró su decepción. Era una musa desconocida
aún la de la venganza, la maldición y la desesperación. Los
gritos byronianos encontraron un eco en todas partes. ¿Cómo
no habían de repercutir en un corazón tan grande como el de
Puschkin? Ningún talento un poco intenso podía evitar
entonces el pasar por el byronismo. Del mismo modo, en Rusia
había una porción de cuestiones dolorosas en suspenso, y
Puschkin tuvo la gloria de encontrar, en medio de hombres
que apenas le comprendían, una salida a la triste situación de
la época: el regreso al pueblo, la adopción de la verdad
popular rusa. Puschkin ha sido el ruso por excelencia. El ruso
que no comprende a Puschkin no tiene derecho a considerarse
como ruso. ¿No fue Puschkin el que encontró en su genio
profético la fuerza capaz de exclamar: "Veré yo al pueblo
liberado y la servidumbre destruida por la voluntad del zar"?
Quisiera hablar ahora del amor de Puschkin por el pueblo
ruso. "No me ames; ama lo que es mío", os dirá nuestro
pueblo cuando quiere estar seguro de nuestro amor por él.
Amar, o, mejor aun, compadecer al pueblo por todos sus
sufrimientos, está al alcance de cualquier señor, sobre todo, si
ha sido educado a la europea. Pero el pueblo quiere que se
ame aquello que él ama, que se respete lo que él respeta; de
otro modo, jamás os considerará como un verdadero amigo,
cualesquiera sean vuestros pasos en su favor. Adivinará
siempre la falsedad de las palabras melosas con las que
traten de seducirle. Justamente Puschkin ha amado al pueblo
como él quiere ser amado. Jamás lo ha hecho forzándose a
ello, sino porque brotaba en él naturalmente. Supo, en cierto
modo, hacerse un alma "pueblo". Supo también comprender la
verdad rusa, adoptarla como suya. A pesar de todos los
defectos del pueblo, sus costumbres a veces repugnantes,
supo reconocer las grandes cualidades de su espíritu, y esto,
en una época en que los más señalados de entre los "amigos
del pueblo", sujetos por su cultura europea, deploraban la
bajeza de alma de nuestros mujiks, desesperados de verles
nunca elevarse a la altura de la masa parisiense. En el fondo,
esos "aficionados" han despreciado siempre al pueblo.
Considerábanlo como un hacinamiento de siervos, excusaban
sus debilidades, de las que echaban la culpa a la servidumbre;
pero no podían amar a sus esclavos. Puschkin fue el primero
en declarar que un ruso nunca era un esclavo, a pesar de su
servidumbre secular. Había allí un sistema de esclavitud, pero
no había esclavos. Tal es la tesis general de Puschkin. Nada
más que por su aspecto exterior, nada más que por el andar
del mujik reconocía que no podía ser un esclavo. He ahí un
rasgo que prueba el real amor de Puschkin por el pueblo.
Supo también siempre hacer justicia a la limpieza moral de
este pueblo (hablamos siempre en general, apartando a un
lado las excepciones); previó la indigna manera como nuestros
campesinos aceptarían su liberación. Nuestros más eminentes
rusos "europeos" esperaban otra cosa de los mujiks. Amaban
al pueblo, pero a la europea. Insistían sobre sus aspectos
salvajes, considerándolos muy sinceramente como animales. Y
un buen día ese pueblo se despertó libre, noble e intrépido, no
manifestando el menor deseo de ultrajar a sus antiguos amos.
Sí, muchos buenos espíritus se figuran aún que el imperfecto
desenvolvimiento de nuestro pueblo proviene de la antigua
servidumbre. ¿No he oído yo mismo decir en mi juventud que
el Savelitch de Puschkin, en La hija del capitán, era el
prototipo del siervo ruso y justificaba la servidumbre?
Puschkin no sólo amaba al pueblo por sus sufrimientos. La
piedad puede ir junta con el desprecio. Puschkin amó todo lo
que amaba el pueblo y veneró todo lo que éste veneraba.
Amó apasionadamente el campo, la naturaleza rusa. Se
equivocan los que consideran a Puschkin como rebajado por
su afición al pueblo. Encontró en él figuras magníficas, escribió
acerca de él las cosas más profundas, y todo eso permanece
inteligible para el pueblo. El ingenio ruso, la verdadera fuerza
de imaginación rusa se hallan por toda la obra de Puschkin. Si
Puschkin hubiese vivido más tiempo nos hubiera dejado tales
tesoros artísticos, sacados del pueblo, que nuestra sociedad,
tan orgullosa con su cultura europea, hubiera hace mucho
tiempo renunciado a lo que del extranjero viene para volverse
a remojar en el alma popular rusa.
Esta adoración de la verdad rusa es la que vuelvo a hallar
hasta cierto punto en Nékrassov, por lo menos, en sus obras
más fuertes. Me gusta porque es "el hombre que llora sobre la
desgracia del pueblo", pero, sobre todo, porque, aun en las
épocas más dolorosas de su vida, a pesar de tantas influencias
contrarias y hasta algunas de sus opiniones propias, se inclina
ante la "verdad popular". Por eso le he colocado al lado de
Puschkin y de Lermontov.
Antes de pasar a Nékrassov diré dos palabras de Lermontov,
con el fin de explicar por qué hago de él un hombre que
también ha conocido la verdad popular rasa. Sin embargo,
Lermontov era un "byroniano"; pero gracias al poder de su
originalidad, fue un byroniano singular, despreciativo,
caprichoso, no creyendo ni en su propia inspiración ni en su
byronismo. Pero si hubiese dejado de sentirse preocupado por
su tipo de ruso atormentado por el europeísmo, hubiera
encontrado su camino, igual que Puschkin; hubiera ido en línea
recta él también a la verdad nacional. De esto hay en él
preciosas indicaciones. Pero la muerte lo detuvo en su camino.
En todos sus versos se le ve buscar la verdad; se equivoca a
menudo, hasta el punto de parecer mentir; pero él mismo lo
comprende y sufre por ello. En cuanto toca al pueblo, es claro,
luminoso. Ama al soldado ruso y venera al pueblo. Ha escrito
una canción inmortal, la del joven mercader Kalaschnikov ante
el zar Iván el Terrible. Recordaréis también al "esclavo
Chibanov", esclavo del príncipe Kourbski, un emigrado ruso del
siglo xvi, que enviaba al mismo zar Iván cartas casi injuriosas
desde el extranjero. Después de haberle escrito una, llama a
su esclavo Chibanov, le ordena salir para Moscú y entregar la
carta al mismo zar. En la plaza del Kremlin, Chibanov detiene
al zar, que salía de la iglesia rodeado de su guardia, y le
entrega la misiva del príncipe Kourbski. El zar alza su ferrado
bastón, lo clava sobre el pie de Chibanov, y apoyándose en el
bastón se pone a leer la carta. Chibanov, a pesar de tener
atravesado el pie, permanece inmóvil. Esa figura del esclavo
ruso parece haber atraido a Lermontov. Su Kalaschnikov habla
al zar sin reproche, sin invectivas, por el favorito que ha
matado. Sabiendo que le aguarda la última pena, lo confiesa
todo.
Repito que si Lermontov hubiese vivido más tiempo
hubiéramos tenido un gran poeta del alma del pueblo, un
verdadero "Jeremías de las desventuras del pueblo". Pero ha
sido a Nékrassov a quien he dado ese nombre.
Evidentemente, no igualo Nékrassov a Puschkin; para mí no
hay comparación posible. Puschkin es como un sol que ha
iluminado toda nuestra comprensión rusa. Nékrassov, a su
lado, no es más que un diminuto planeta, pero un planeta
salido del gran sol. No hay que hablar más de superioridad o
de inferioridad. Nékrassov podrá muy bien sobrevivirse; lo ha
merecido por entero, y ya he dicho por qué amó
profundamente al pueblo ruso, y es tanto más de notar porque
vivió rodeado de las gentes infatuadas de Europa, gentes que
jamás ahondaron en el alma rusa ni estudiaron, lo que ésta
espera y lo que exige, gentes que miran nuestra inclinación
hacia el pueblo como un movimiento retrógrado. Y Nékrassov
se vio influenciado por ellas. Mas poseía en su alma una
fuerza singular que no lo abandonó nunca; procedía de su
apasionado amor por el pueblo, al que amó tanto, que casi
inconscientemente adivinó esa verdad popular, acerca de la
cual tanto insisto. Aun consciente, admito hubiera podido
equivocarse en muchas cosas. ¿No fue él quien exclamó, al
contemplar inquietamente al pueblo ruso libertado de la
servidumbre,
"Pero el pueblo es feliz"?
Su corazón hiciérale comprender el dolor del pueblo; pero si
le hubiese preguntado qué era lo que precisaba desear a
aquel pueblo, quizá hubiese dado una respuesta inexacta y
aun perniciosa. No se le puede reprochar; entre nosotros, el
sentido político es un don extremadamente raro. Mas por su
corazón, por su hermosa y fuerte inspiración poética,
aproximóse a menudo al fondo íntimo del pueblo. Desde ese
punto de vista, ha sido un poeta popular.
Todos los que salieron del pueblo con una corta instrucción
comprenderán muchísimas cosas en los poemas de Nékrassov.
La cuestión es saber si es comprensible para el pueblo casi
iletrado. Creo que no. ¿Qué comprenderá un mujik de esas
obras maestras: Caballero por un momento, El silencio, Las
mujeres rusas? Aun su Gran Vlass, que quizá sea comprensible,
no tendrá, sin embargo, una acción popular, porque es una
poesía que brota demasiado indirectamente del pueblo. Pero
¿qué podrá pensar un campesino del fuerte poema Sobre el
Volga? ¡Es demasiado byroniano!
No; Nékrassov, a pesar de su comprensión del pueblo,
realmente no se dirige más que a la clase inteligente. Y eso
ha podido verse en todos los artículos que hablaron de él
después de su muerte.

EL POETA Y EL HOMBRE

Todos los periódicos han insistido acerca de cierto "espíritu


práctico" de Nékrassov, sobre sus defectos, hasta sus vicios,
añadiendo que, gracias a cierta duplicidad, no nos dejaba más
que una imagen un poco turbada de sí mismo. Algunas
publicaciones han hablado de su amor al pueblo y de los
males de que sufre la inteligencia humana. Creo yo que, en el
porvenir, el pueblo conocerá a Nékrassov. Comprenderá
entones que ha habido un buen noble ruso al que le
enternecieron sus infortunios y que en los días de tristeza fue
hacia él. En efecto, el amor al pueblo quizá no haya sido en
Nékrassov más que una salida para sus propios dolores.
Pero, antes de hablar de los dolores del poeta, quiero explicar
algunos aspectos del hombre. En Nékrassov el hombre y el
poeta están íntimamente mezclados entre sí. Han reaccionado
tan bien el uno sobre el otro, que al hablar del poeta es
preciso ocuparse del ciudadano. Los que le consagran artículos
parecen siempre querer excusarle. ¿De qué? ¿Qué necesidad
puede tener de nuestra indulgencia? A cada instante se
pronuncia la expresión de "espíritu práctico"; quieren con eso
decir, sin duda, que poseía el arte de hacer bien sus asuntos;
y, en efecto, al punto llueven las justificaciones. Sufrió mucho
desde la infancia; adolescente, aun conoció en Petersburgo
días difíciles, abandonado, sin hogar; vióse asediado por
infinidad de penas y de preocupaciones, y no hay que
asombrarse de que desde muy pronto haya tenido un "espíritu
práctico". Nékrassov no logró jamás ver aparecer su revista.
Parecen querer dar a entender que únicamente logró sus fines
por medios impertinentes —y esto a propósito de un hombre
como Nékrassov, que supo emocionar a todos los corazones,
excitando el entusiasmo o el enternecimiento con sus
hermosos versos—. Todo eso está dicho para declararle
inocente, claro está; pero creo que Nékrassov no necesita que
se le defienda tan enérgicamente. Este género de excusas
tiene siempre algo de humillante para aquel a quien con tanta
oficiosidad se justifica. Parecen decir que ese mismo poeta que
pasara la noche escribiendo los más admirables y
emocionantes versos que es posible imaginar, llegada la
mañana, se apresuraría a enjugar sus lágrimas para realizar
alguna treta con un "espíritu práctico". Los hermosos versos
habían sido, pues, compuestos muy fríamente, y cuando
vengan a preguntarnos a quién acabamos de acompañar al
cementerio, debemos responder: "Al más ilustre representante
de la doctrina del arte por el arte." Pues bien: no, eso no es
verdad. Acabamos de perder, no a un frío adepto del arte por
el arte, sino a un verdadero poeta, cuyos sufrimientos
populares desgarraron muy vivamente el corazón, un mártir de
sí mismo.
Vale más explicar francamente las cosas, con el fin de
destacar claramente la personalidad del difunto, tal como fue.
Importa que no quede ningún error respecto a él y que no se
pueda seguir manchando una noble memoria.

Personalmente he conocido muy poco la "vida práctica" de


Nékrassov; no abordaré, pues, la parte anecdótica de su
existencia. Por otra parte, aunque pudiera hacerlo, no lo haría,
teniendo las más sólidas razones para saber que cuanto de él
se ha contado merece el calificativo de "chismes". Hasta diré
más: tengo la convicción de que la mitad o las tres cuartas
partes de las historias que corren acerca de él, son puras
invenciones. Un hombre de tanto relieve como Nékrassov no
podía dejar de tener enemigos. ¿Qué puede haber de cierto en
todo eso? Indudablemente, hubo algunos momentos
lamentables en su vida; y si no, ¿qué significarían esos
gemidos, esos gestos, esas lágrimas, esas declaraciones, esos
"¡He caído", esa confesión apasionada hecha a la sombra de
su madre? El mismo flageló hasta la tortura.
He aquí versos que arrojan una luz singular sobre una de sus
preocupaciones:

Soplaba el viento; llovía


cuando desde el gobierno de Poltawa
llegaba a la capital;
con un gran bastón en la mano,
del que colgaba un saco vacío,
y sobre el hombro una pobre piel de cordero;
en mi bolsillo, quince grosch;
sin dinero, sin nombre,
pequeño de estatura y ridículo de ver;
he pasado de los cuarenta años
y tengo un millón en el bolsillo.
¡El millón! ¿Es ésa la demoníaca obsesión de Nékrassov?
¿Tanto era lo que amaba el oro, el lujo, el placer, y por eso
cayó en el "espíritu práctico"?
No, no fue ese demonio el que le obsesionó. Empecemos por
decir era el demonio del orgullo, y no el de la avaricia.
Únicamente experimentaba la necesidad de poseer cierta
comodidad, con el fin de poder vivir aparte, alzar una pared
entre él y los demás hombres y no mirar más que desde lejos
sus luchas perversas.
Creo que esta necesidad existía ya en el niño de quince años
que se encontró sobre el pavimento de Petersburgo, después
de haber casi huído de casa de su padre. Aún tan joven, y ya
su alma estaba herida, no quería buscar protectores. Quizá no
fuese aún aquella desconfianza en los hombres que, de todos
modos, se deslizó desde muy pronto en él; no era más que un
instinto. "Admitamos —decíase indudablemente—, admitamos
que no sean tan malos y tan pérfidos como dicen; pero creo
que, sin maldad alguna, os perderían si tuviesen en ello algún
interés." Entonces fue cuando comenzaron los extraños sueños
de Nékrassov. ¡Quién sabe si este verso

y tengo un millón en el bolsillo,


no lo compuso en la calle, al llegar a Petersburgo!
Quería no depender de nadie. Declaro que esta preocupación
tal vez no fuese digna del alma de Nékrassov, alma que halló
tan fácilmente un eco en ella para todo cuanto era hermoso y
santo. Parece que hombres como él debieran poder ponerse
en camino, descalzos y con las manos vacías, ricos únicamente
por lo que llevaban en sus corazones. ¡Su ideal no debiera ser
el oro! El oro es la brutalidad, la violencia, el despotismo. El
oro no debiera ser un ideal más que para la multitud de los
débiles y de los tímidos, que el mismo Nékrassov tanto
despreció. ¿Qué van a hacer del oro los que cantan como él:

Llevadme al campo de los que perecen


por esa gran obra de amor?
Pero el demonio del orgullo estaba en él, y pagó su debilidad
con el intruso con sufrimientos que duraron toda su vida.
No hablaré de las buenas obras de Nékrassov. Jamás decía de
ellas una palabra; pero, sin embargo, las hizo. Muchas personas
comienzan a dar testimonio de la humanidad, de la bondad
apiadada de aquel "espíritu práctico".
El señor Souvorine ha citado ya algunos rasgos. Me dirán que
quiero con demasiada facilidad rehabilitar a Nékrassov. No, no
lo rehabilito: trato de explicarlo, y creo poder hacerlo de
manera concluyente.

VI

UN TESTIGO EN FAVOR DE NÉKRASSOV

Asombrábase Hamlet de ver las lágrimas del actor que, al


declamar su papel, lloraba una "tal" Hécuba. "¿Qué le
importaba aquella Hécuba?", preguntaba el príncipe. Puede
hacerse la siguiente pregunta: ¿Era también nuestro Nékrassov
un actor? ¿Era capaz de llorar, don de que se privó a sí
mismo; de expresar su dolor en versos de una belleza inmortal
y consolarse al día siguiente nada más que deleitándose con
la belleza de sus versos? ¿Consideraba sus admirables versos
como un medio de adquirir dinero y gloria? Por el contrario,
¿no era tan completa la angustia del poeta después de haber
sido expresada, quizá hasta agravada por lo que de vivo y
punzante había en su poesía? Aceptado que recaía en
extravíos; pero ¿no aceptaba Ia pérdida de su derecho
apaciblemente? ¿Sus lamentaciones y sus gritos poéticos no
procedían más bien de su arrepentimiento? ¿No veía
claramente lo que le costaba el demonio que llevaba dentro
de sí y a qué precio pagaba lo que de aquel enemigo recibía?
¿Podía reconciliarse momentáneamente con este demonio
cuando quería justificar a su "espíritu práctico" hablando de él
con sus amigos, o ni esta reconciliación era completa y
durable? O bien, ¿no sufría más aun con aquellas
conversaciones y no volvía a sentir un redoblamiento de sus
remordimientos? ¿Cómo resolver todo esto? Creo que no nos
quedaría más que condenarle por no haberse matado, ya que
no tenía fuerza para vencer sus pasiones. Pero... ¿con qué
derecho nos erigiríamos en jueces suyos? Esto sería bastante
ridículo.
De todos modos, el poeta que ha escrito

Podrás no ser poeta,


pero debes ser ciudadano,
parece como haber reconocido a los hombres el derecho a
juzgarle como ciudadano. Y, sin embargo, haríamos mal en
juzgarle. ¿Cómo vivimos nosotros mismos? Lo único que
hacemos es no hablar de nosotros en público; ocultamos
nuestra ignominia, y en nuestro fuero interno nos acomodamos
a ella. Tales acciones hacen llorar a Nékrassov que no nos
turbarían ni un solo minuto. No conocemos sus caídas más
que por sus propios versos. Si él mismo no hubiese hablado,
todo lo que se cuenta de su "espíritu práctico" jamás se
hubiera sabido. Preciso es decir que para un hombre tan
"práctico" no era apenas maligno el ir a publicar sus
arrepentimientos. ¿No sería una prueba absoluta de su falta
absoluta de "espíritu práctico"? De todos modos hay un testigo
que puede declarar en favor de Nékrassov, y ese testigo es el
pueblo.
O, mejor, su amor por el pueblo es el que declara en favor
suyo. ¿Por qué un "hombre práctico" iba a entusiasmarse por
el pueblo? Los demás tratan de tomar un oficio lucrativo. ¡Se
iba él a contentar con llorar por el pueblo! No sería más que
un capricho. Pero ¿qué es un capricho que dura toda la vida
de un hombre? ¿Se hacía rentas con sus enternecimientos en
favor del pueblo? Creo que es imposible simular el amor
ardiente que traducen los versos de Nékrassov. En todos los
momentos penosos de su vida se volvió hacia el pueblo: lo
amaba con toda su angustia y con todo su dolor. Comprended
esto, y todo Nékrassov se os aparecerá claro, tanto el hombre
como el poeta. Poniendo su talento al servicio de los pobres,
parecíale expiar un poco. Lo esencial es que sus simpatías no
fueron hacia lo que amaban y veneraban los hombres que le
rodeaban. Fueron hacia los afligidos, hacia los que sufrían,
hacia los humillados. Cuando sentía asco por la vida que
llevaba, marchaba a su pueblo natal, se prosternaba sobre los
escalones de su pobre iglesia y hallaba curación de todos sus
males. No hubiera escogido este género de consuelo si no
hubiese creído. Si no halló en la vida nada que fuese más
digno de amor que el pueblo, es porque había comprendido
que la verdad está en el pueblo, que en él es donde se
conserva. Si no obraba entonces completamente consciente, si
sus opiniones habituales no reflejaban sus sentimientos, al
menos esos sentimientos estaban en su corazón. En el mujik
vicioso, cuya humillada y humillante imagen le atormentaba
entonces, veía algo de verdadero y de santo que no podía
dejar de admirar, que no podía dejar de comprender con todo
su corazón. Por eso lo he puesto yo en el rango de aquellos
que han reconocido la verdad popular. Fue allí donde él halló
el consuelo que no le traían ni los sutiles razonamientos ni las
justificaciones "prácticas". Si no hubiese tenido aquello, hubiera
sufrido sin interrupción toda su vida. ¿Qué jueces podemos ser
nosotros si pensamos en eso? ¿Qué acusadores?
Nékrassov es un tipo ruso histórico, uno de esos grandes
ejemplos de dualismo de alma que se hallarán por todas
partes, sobre todo en nuestra triste época. Pero este hombre
ha permanecido en nuestros corazones. Sus arrebatos de
poeta han sido muchas veces tan sinceros y tan espontáneos.
Su simpatía por el pueblo es tan súbitamente franca que le
asegura un puesto muy alto entre los poetas. En cuanto al
hombre, su amor por los humildes le desquita, si necesita
verse desquitado.
DIARIO DE UN ESCRITOR

(1880)

DISCURSO SOBRE PUSCHKIN1

"Puschkin es un fenómeno extraordinario y quizá el único


fenómeno del alma rusa", ha dicho Gogol. Yo añadiría,
por mi parte, que es un genio profético.
Puschkin aparece precisamente en la hora en que parecemos
darnos cuenta de nosotros mismos, cerca de un siglo después
de la gran reforma de Pedro, y su aparición contribuye
fuertemente a alumbrar nuestro camino.
La actividad intelectual de nuestro gran poeta tiene tres
períodos. No hablo en este momento como crítico literario; no
pienso más que en lo que hay para nosotros de profético en
su obra. Admito que esos tres períodos no tengan entre sí
límites bien señalados. De este modo, según mi opinión, el
comienzo de Oniéguine pertenece al primero, y el fin, al
segundo período, cuando ya Puschkin había encontrado su
ideal en la gleba natal.
Se acostumbra a decir que Puschkin, en sus comienzos, imitó
a los poetas europeos Parny, Andrés Chénier y, sobre todo, a
Byron. Indudablemente, los poetas de Europa ejercieron una
gran influencia en el desenvolvimiento de su genio, y esta
influencia hubo de durar hasta el fin de la vida de Puschkin.
Sin embargo, ni las mismas poesías primeras de Puschkin son
únicamente una imitación: se advierte ya en ellas la
independencia de su genio. Jamás se verá en obras
simplemente imitadas tal intensidad de dolor y tan profunda
conciencia de sí mismo. Tomad, por ejemplo, los Zínganos,
poema que yo coloco en el primer período de su actividad
creadora. No hablo únicamente de su arrebato, que no sabría
ser tan poderoso si no hiciese más que imitar. Pero en ese
tipo de Aleko, héroe del poema, se revela ya un pensamiento
fuerte y profundo, eminentemente ruso, que se manifestará
más tarde en toda su plenitud en Oniéguine, en el que se
creería ver reaparecer a Aleko, no ya bajo un aspecto
fantástico, sino bajo una forma real, tangible y comprensible.
En ese tipo de Aleko, Puschkin ha encontrado ya y marcado
1Pronunciado el 8 de junio de 1880 ante la Sociedad de los
Amigos de la Literatura rusa.
con el sello de su genio el personaje del infortunado
vagabundo, errante sobre su tierra natal; de ese mártir ruso
histórico, nacido forzosamente de nuestra sociedad, separada
violentamente del pueblo. No lo ha encontrado en Byron. Ese
vagabundo ruso sin hogar prosigue hoy aún su carrera, y no
desaparecerá en mucho tiempo. Si ya no va a unirse a los
zínganos, para encontrar entre ellos su ideal de salvaje vida
errante y la calma en el seno de la Naturaleza, se arroja en el
socialismo, que no existía aún en la época de Aleko. Busca
siempre, no sólo la satisfacción de sus instintos personales,
sino también la felicidad universal para apaciguarse.
¡Oh! La inmensa mayoría de los rusos no piden tanto. La
mayor parte de ellos se contentan con servir plácidamente al
país como funcionarios, empleados del Fisco o de los
ferrocarriles, agentes de Bancos, etcétera, y no se preocupan
más que de ganar su vida de un modo o de otro. Lo más que
hacen algunos es llevar el liberalismo hasta un vago
"socialismo europeo”, atemperado por la natural bondad rusa;
pero no es más que una cuestión de tiempo. ¿Qué importa
que éste apenas comience a agitarse si aquél golpea ya con
la frente la puerta cerrada? Basta con que algunos se hayan
agitado para que todos los demás se sientan inquietos. Aleko
no sabe todavía expresar claramente su angustia. Todo eso
está aún en él en estado vago; no tiene más que la nostalgia
del carácter, de los rencores contra la sociedad mundana, de
las tendencias, en cierto modo cosmopolitas; de las lágrimas
por la verdad, que se ha perdido y no se volverá a encontrar.
Hay en él un poco de Juan Jacobo Rousseau. ¿En que consiste
esta verdad? Eso es lo que él no nos dirá; pero sufre
sinceramente... ¿Está la verdad en otra parte? ¿En las tierras
europeas que tienen una firme organización histórica, una vida
social francamente definida? ¿No comprenderá que la verdad
está en él, y cómo podría comprenderlo? Es como un
extranjero en su propio país: ha olvidado el trabajo, no tiene
cultura... No es más que polvo flotante en el aire. Lo siente así,
y sufre por ello. Perteneciendo indudablemente a la nobleza
hereditaria, probablemente propietario de siervos, se ha
ofrecido la fantasía de vivir con gentes que no reconocían la
ley; ha paseado un oso que enseña... Como es razonable, la
mujer, la "mujer salvaje", según la expresión de un poeta,
podría devolverle la esperanza de la curación, y ciegamente se
enamorará de Zemfira. "He ahí —dice— donde está mi curación
y quizá mi felicidad, aquí, en el seno de la naturaleza, entre
los hombres que no tienen ni civilización ni leyes". Pero desde
sus comienzos en la vida salvaje soporta mal la prueba y
mancha sus manos de sangre. Los zínganos lo echan, sin
venganza y sin desprecio, leal y magníficamente:

Dejadnos, hombre orgulloso,


nosotros somos salvajes. No tenemos leyes;
no atormentamos, ni castigamos.
Todo esto, como es natural, pasa en plena fantasía; mas, por
primera vez, el tipo del orgulloso hombre civilizado, como
opuesto al hombre salvaje, es presentado de una manera
precisa. Y entre nosotros quien por primera vez lo pone en pie
es Puschkin. Es algo que debe recordarse.
En cuanto el orgulloso hombre civilizado se cree ofendido,
herirá y castigará malvadamente al ofensor; acordándose de
que pertenece a una de las “catorce clases de la nobleza”,
dará grandes voces y echará en falta a la ley que reprimía a
aquellos que pudieron molestarle. ¡Y se diría que ese
magnífico poema no es más que una obra de imitación! Se
presiente en ello ya la “solución rusa” de la maldita cuestión.
“Humíllate, hombre orgulloso; es preciso lo primero vencer tu
orgullo. Humíllate, hombre ocioso; trabaja tu gleba natal.” Tal
es la solución, según el pueblo. “La verdad no está fuera de ti;
está en ti mismo; sométete a ti mismo, reconquístate a ti
mismo y conocerás la verdad. Está en tu propio esfuerzo
contra las falsedades aprendidas. Una vez vencido y
subyugado por ti mismo, llegarás a ser libre, como jamás
habías imaginado que pudieras serlo, emprenderás la gran
obra de la manumisión de tus semejantes; serás feliz, porque
tu vida estará bien ocupada, y comprenderás por fin a tu
pueblo y su santa verdad. La armonía mundial no está para ti
ni entre zánganos ni en ninguna parte, si no eres digno de
ella, si eres malo y orgulloso, si quieres la vida sin pagarla con
un esfuerzo."
El asunto está ya bien planteado en el poema de Puschkin.
Aún se verá más claramente indicado en Eugenio Oniéguine,
un poema que ya no tiene nada de fantástico, sino que es de
un realismo evidente; un poema en el cual la verdadera vida
rusa está evocada con tal maestría que no se ha escrito nada
tan vivo antes de Puschkin, ni quizás después de él.
Oniéguine llega de Petersburgo, y de Petersburgo es de
donde debe llegar para que el poema tenga toda su
significación. Es siempre un poco Aleko, sobre todo cuando
exclama angustiado:

¿Por qué, como el asesor de Toula,


no me veo vencido por la parálisis?
Pero al principio del poema conserva un poco de fatuidad,
permanece mundano, y ha vivido demasiado poco para estar
desilusionado de la vida. Pero ya ha comenzado a frecuentarlo

el noble demonio del fastidio oculto.


En el mismo corazón de su patria se siente desterrado. No
sabe qué hacer; se siente "como su propio invitado".
Cuando, lleno de angustia, va errante a través de su patria,
después al extranjero, se cree, como hombre sincero que es,
entre los extranjeros, más extraño a sí mismo. En cuanto a su
tierra natal, la ama; pero no tiene confianza en ella. Ha oído
hablar del ideal ruso; pero no cree en él. No cree más que en
la entera imposibilidad de intentar sea lo que sea sobre el
suelo de su país; y de lo que, poco numerosos entonces como
hoy, conservan su esperanza en la tierra rusa, se burla
tristemente. Ha matado a Lensky sencillamente por spleen,
¡quién sabe!, tal vez por nostalgia del ideal mundial.
Tatiana es distinta. Es la mujer que mantiene todos sus
sentimientos por la gleba natal. Posee un alma más profunda
que Oniéguine; presiente, por una especie de noble instinto,
dónde está la verdad, y expresa su idea sobre ese asunto al
final del poema. Es un tipo positivo, no negativo; es la
apoteosis de la mujer rusa, y el poeta ha querido fuese ella la
que revelase todo el pensamiento del poema en la famosa
escena que sigue al encuentro de Tatiana con Oniéguine. Casi
puede decirse que no se encuentra un tipo más hermoso de
la mujer rusa en toda nuestra literatura, si no es, tal vez, la
Lisa de Nido de hidalgos, de Turgueniev.
Cruza, desconocida, por la vida de Oniéguine, y esto es lo
que hay de trágico en su novela. ¡Ah! Si en su primer
encuentro Childe Harold o el mismo lord Byron hubiese venido
de Inglaterra para hacer comprender a Oniéguine el encanto
de Tatiana, es indudable que Oniéguine se hubiese extasiado
ante ella. Pues hay a veces entre esos errantes dolorosos
cierto servilismo de alma. Pero esto no ocurre, y el buscador
de armonía mundial, después de haber enderezado a Tatiana
una especie de sermón, se aleja de allí honestamente con su
angustia mundial. Continúa errando, y, lleno de fuerza y de
salud, exclama blasfemando:

Soy joven: en mí la vida es fuerte,


y... ¿qué debo esperar? ¡El fastidio, el fastidio!
Tatiana ha comprendido eso. En estrofas inmortales el poeta
la ha representado visitando la casa de ese hombre extraño,
enigmático aún para ella. No hablo de la incomparable belleza
de esas estrofas desde el punto de vista literario. Hela ahí en
el gabinete de trabajo de Oniéguine; trata de adivinar el
enigma; después se detiene con una sonrisa extraña; presiente
la verdad, y dice en voz baja:

¿No es más que un imitador parodista?


Sí, en eso debía pensar y lo ha adivinado. Mas tarde, en
Petersburgo, con ocasión de un nuevo encuentro, lo reconoce
perfectamente. A propósito: ¿quién ha afirmado que la vida de
la Corte obraba sobre ella como un veneno, y que eran sus
nuevas ideas mundanas las que hasta cierto punto la decidían
a rechazar a Oniéguine?... No, es falso. Tatiana es siempre
Tatiana, Tatiana, la pueblerina. En modo alguno está
pervertida. Al contrario, sufre con esa vida petersburguesa
demasiado brillante; odia su papel de mujer mundana, y quien
de otro modo la juzgue la aprecia mal, no comprende la idea
de Puschkin. Dice resueltament a Oniéguine:

Me he entregado a otro,
y le seré eternamente fiel.
Con eso ha expresado el verdadero sentimiento de la mujer
rusa. No hablaré de sus opiniones religiosas; de sus ideas
acerca del matrimonio. No tocaré eso. Si se niega a seguir a
Oniéguine, aunque le haya dicho "Os amo", no es, como una
europea, como una francesa cualquiera, porque le falta valor
para sacrificar su lujo y sus riquezas... No; la mujer rusa es
animosa; seguirá a quien ella crea deber seguir... Pero “se ha
entregado a otro, y le será eternamente fiel"...
... Y ¿cuál puede ser la felicidad fundada sobre la desgracia
ajena? Imagináis que habéis hallado el secreto de hacer a
todos los seres humanos felices, pero que para eso es preciso
martirizar a un solo individuo y aun admitiendo que fuese un
ser un poco ridículo sin nada de shakespiriano, un viejo, un
marido, ¿consentiríais en hacer a ese precio la felicidad de la
Humanidad? ¿Creéis, por otra parte, que aquellos a los que
quisierais hacer dichosos haciendo sufrir a un solo ser
consentirían en aceptar semejante dicha? Decid, ¿puede
Tatiana tomar otra decisión que la que toma, ella, cuya alma
es tan elevada; ella, cuyo corazón se ha visto puesto a prueba
tan duramente? Una verdadera alma rusa decidirá como ella:
"Prefiero verme privada de la felicidad a causar la desgracia
de un solo ser humano. Quiero que nadie sepa mi sacrificio;
pero rechazo toda alegría que entristezca a otra criatura.” Pero
Oniéguine será desgraciado. Aquí el asunto es otro. Creo que,
aun siendo viuda, Tatiana no se hubiera casado con Oniéguine.
Sabe que Oniéguine, volviendo a ver, en un medio brillante, a
la mujer que en otro tiempo había rechazado, ha podido verse
deslumbrado por el lujo que la adorna y la rodea. El mundo
adora a aquella chiquilla que ha estado a punto de despreciar;
el mundo, soberana autoridad para Oniéguine.
"¡He aquí mi ideal —exclama—, mi salud, el fin de mis
angustias! ¡Y he perdido todo eso! ¡Y he tenido tan próxima la
felicidad, tan posible!" Y como en otro tiempo Aleko hacia
Zemfira, se lanza hacia Tatiana, buscando en la satisfacción de
esa nueva fantasía la solución de todas sus dudas. Pero ¿no lo
ha adivinado Tatiana desde hace mucho tiempo? Sabe que, en
el fondo, lo que ama es el capricho nuevo y no a ella, que
sigue siendo la Tatiana de antaño. Sabe que no ama a la
mujer que ella es realmente, sino a la que parece ser; hasta
¿es capaz de amar a alguien? Si ella lo siguiese, se
desilusionaría, y al día siguiente se burlaría de su entusiasmo
de la víspera. No tiene el menor fondo. Es una brizna de
hierba que el viento lleva donde quiere. Ella es de un carácter
completamente distinto... Cuando comprende que ha perdido la
felicidad de toda su vida, aún se apoya en sus recuerdos
infantiles, de vida apacible y pueblerina. Entonces, sus
recuerdos de otro tiempo le son más queridos que nada; no le
resta más que eso; pero eso es lo que la salva de su
completa desesperación. Pero a él, a Oniéguine, ¿qué le
queda? ¿No podría, pues, seguirle por pura compasión, para
darle aunque no fuera más que una apariencia de felicidad?
No; hay almas fuertes a las que no se puede traicionar ni aun
por piedad. Tatiana no puede seguir a Oniéguine.
En ese poema, Puschkin se revela el gran poeta popular, más
grande que todos aquellos que le precedieron o le siguieron.
Al mostrarnos ese tipo del vagabundo ruso ha adivinado
proféticamente su inmensa importancia para nuestra suerte
futura, y ha sabido poner al lado de ese Oniéguine la más
bella figura de mujer de toda nuestra literatura. Además es el
primero que nos ha dado toda una serie de hermosos tipos
rusos verdaderos, descubiertos por él en nuestro pueblo.
Recordaré una vez más que no hablo como crítico literario y
que por eso no hago un examen más detallado de, esas obras
geniales. Se podría escribir todo un libro nada más que sobre
el tipo de monje historiador para explicar toda la significación
de esa grandiosa personalidad rusa, tan magníficamente
pintada por Puschkin para hacer sentir toda la belleza
espiritual de esa figura. Ese tipo existe; no es una simple
idealización del poeta. Y el espíritu del pueblo que lo ha
producido también existe, y su fuerza vital es inmensa. En
toda la obra de Puschkin veréis brillar su fe en el alma rusa.

En la esperanza de la gloria y del bien


miro ante mí sin temor,
ha dicho él mismo, y estas palabras pueden ser aplicadas a
toda su actividad de creación nacional. En cierto modo, ningún
escritor ruso ha sabido adquirir un parentesco tal con el
pueblo. Es evidente que entre nuestros escritores hay buenos
apreciadores de nuestro pueblo; sin embargo, si se les
compara con Puschkin, a excepción de uno o dos de sus
sucesores más indirectos, nunca son más que "unos señores"
que escriben acerca del pueblo. Entre aquellos de ellos que
tienen más talento, y aun entre esos dos de que acabo de
hablar, surge de pronto algo de altivo, una intención de
demostrar que se desdeña el elevar al pueblo hasta uno
mismo. En Puschkin existe una verdadera familiaridad con el
pueblo, una especie de ternura para el pueblo una franqueza y
una bondad naturales. Recordáis la leyenda del oso y el
campesino que había matado a la hembra de aquel oso.
Tomad estos versos:

Iván es nuestro compadre,


y cuando nos ponemos a beber...
y comprenderéis lo que quiero decir.
Todos esos tesoros de arte han sido dejados como para
enseñanza de los artistas futuros. Puede decirse positivamente
que si Puschkin no hubiese existido, los talentos que le
siguieron no habrían podido manifestarse. No hubieran sabido,
por lo menos, revelarse con tanta fuerza y claridad. Y no se
trata únicamente de poesía. Sin él, nuestra fe en la
independencia del genio ruso no hubiera encontrado forma
para expresarse.
Se comprende sobre todo, a Puschkin cuando se profundiza el
que yo llamaría tercer período de su actividad artística.
Lo repito una vez más: esos períodos no están muy
claramente delimitados. Algunas obras del tercer período
podrían figurar en el número de las producciones de la
primera, porque Puschkin ha sido siempre un organismo
completo que, desde sus comienzos, ha llevado en sí todos los
gérmenes de su talento. La vida exterior no hacía más que
despertar en él lo que ya existía en las profundidades de su
ser. Pero este organismo evolucionaba, y es difícil separar bien
una fase de su desarrollo de otra. Se puede de un modo
general atribuir al tercer período aquella serie de obras en las
que su alma penetra sobre todo el alma humana universal.
Algunas de sus obras no han aparecido hasta después de su
muerte.
Había habido en la literatura europea Shakespeares,
Cervantes y Schillers. Pero ¿cuál de esos genios posee la
facultad de simpatía universal que posee nuestro Puschkin?
Esta aptitud la comparte precisamente con nuestro pueblo, y
principalmente por eso es nacional. Los poetas de otros países
de Europa, cuando escogían sus héroes fuera de las fronteras
de su nación, los disfrazaban como compatriotas y los
arreglaban a su manera. Tomad incluso Shakespeare. Sus
italianos son simplemente ingleses. Puschkin, de todos los
poetas del mundo, es el único que entra en el alma de los
hombres de todas las nacionalidades. Leed su Don Juan y
veréis que si no tuviese la firma de Puschkin hubierais jurado
que era obra de un escritor español. Tomad en otra parte el
trozo de una extraña poesía, que comienza por estos versos:

Una vez, errante en un valle salvaje...


Es, me diréis, una transcripción casi literaria de tres páginas
de un extraño libro escrito en prosa por un sectario sacerdote
inglés. Pero... ¿no es más que una transcripción? En la música
triste y exaltada de esos versos pasa toda el alma del
protestantismo del Norte, a la vez obtuso, místico, lúgubre e
indomable. Con Puschkin asisten a toda la literatura humana,
no solamente como si tuvieseis una serie de cuadros ante
vuestros ojos, sino también del mismo modo que si los mismos
hechos comenzasen a revivir; os parece haber pasado ante las
filas de los sectarios, cantando con ellos sus himnos, llorando
con ellos en sus exaltaciones místicas, creído con ellos todo
cuanto ellos han creído.
Luego Puschkin nos da estrofas que contienen todo el áspero
espíritu del Korán. En otra parte el mundo antiguo renace con
la noche de los tiempos egipcios, los dioses terrestres que
guían sus pueblos y más tarde, abandonados, enloquecen en
su aislamiento.
Ha sabido Puschkin encarnar admirablemente en él el alma
de todos los pueblos. Es un don particular suyo; es algo que
no existe más que en él, como también ese don profético que
le hace adivinar la evolución de nuestra raza. En cuanto se
transforma en un poeta enteramente nacional, comprende la
fuerza que hay en nosotros y presiente a qué grandes
destinos puede servir esa fuerza. En eso es profético.
¿Qué ha significado para nosotros la reforma de Pedro el
Grande? ¿No ha consistido más,que en introducir entre
nosotros las costumbres europeas, la ciencia y las invenciones
europeas? Reflexionemos acerca de ello. Tal vez Pedro el
Grande no la emprendería, al principio, más que con fin
completamente utilitario; pero, más tarde, seguramente
obedeció a un misterioso sentimiento que le arrastraba a
preparar para Rusia un porvenir inmenso. El mismo pueblo
ruso no vio al principio en ello más que un progreso material
y utilitario, pero no tardó en comprender que el esfuerzo que
le hacían realizar debía conducirle más lejos y más alto. Pronto
nos elevamos hasta la concepción de la universal unificación
humana. Sí; el destino del ruso es paneuropeo y universal.
Llegar a ser un verdadero ruso tal vez no significa más que
llegar a ser el hermano de todos los hombres, el hombre
universal, si puedo expresarme de este modo. Esa división
entre eslavófilos y occidentales no es más que el resultado de
un gigantesco malentendido. Un verdadero ruso se interesa
tanto por los destinos de Europa, por los destinos de toda la
gran raza aria, como por los de Rusia. Si queréis profundizar
nuestra historia desde la reforma de Pedro el Grande, veréis
que eso no es un sencillo sueño mío. Comprobaréis nuestro
deseo, el de todos, de unión con todas las razas europeas en
el carácter de nuestras relaciones con ellas, en el carácter de
nuestra política de Estado! ¿Qué ha hecho Rusia durante dos
siglos, sino servir aún más a Europa que a ella misma? Y esto
no podría ser un efecto de la ignorancia de nuestros políticos.
Los pueblos de Europa no saben hasta qué punto nos son
queridos. Sí; todos los rusos del porvenir se darán cuenta de
que mostrarse un verdadero ruso es buscar un verdadero
terreno de conciliación para todas las contradicciones
europeas; y el alma rusa proveerá a ellos el alma rusa
universalmente unificante, que puede englobar en un mismo
amor a todos los pueblos, nuestros hermanos, y pronunciar,
por fin, las palabras de donde saldrá la unión de todos los
nombres según el Evangelio de Cristo. Demasiado sé que mis
palabras pueden parecer plagadas de exageración y de
fantasía. Sea; pero no me arrepiento de haberlas pronunciado.
Debían ser dichas, sobre todo en el momento en que
honramos a nuestro gran genio ruso, aquel que mejor supo
nacer resaltar la idea que las ha dictado. Sí; a vosotros os
será dado pronunciar "una palabra nueva”. ¿Será dicha para la
gloria económica o para la gloria de la ciencia? No; será dicha
únicamente para consagrar, por fin, la fraternidad de todos los
hombres. Veo una prueba de ello en el genio de Puschkin. Que
nuestra tierra sea pobre, es posible, pero "Cristo ha pasado
humildemente por ella, bendiciéndola" ¿No nació Cristo en un
pesebre? Y nuestra gloria está en poder afirmar que el alma
de Puschkin ha comulgado con el alma de todos los hombres.
Si Puschkin hubiese vivido más tiempo, tal vez hubiese hecho
evidente para Europa todo cuanto acabamos de intentar
señalar; hubiera explicado nuestras tendencias a nuestros
hermanos europeos, que nos mirarían con menos desconfianza.
Si Puschkin no hubiese muerto prematuramente no habría más
querellas ni equivocaciones entre nosotros. Dios lo decidió de
otro modo, y Puschkin ha muerto en todo el florecimiento de
su talento, llevándose a su tumba la solución de un gran
problema. Todo lo más que podemos hacer es intentar
resolverlo.

FIN

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