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Diario de un escritor
( selección)
Edición popular para la COLECCIÓN AUSTRAL
Versión española de J. García Mercadal
@ Cía. Editora Espasa-Calpe Argentina, S. A. Buenos Aires, 1960
IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINE
ÍNDICE
DIARIO DE UN ESCRITOR
(1873)
I
INTRODUCCIÓN
UN CAPÍTULO PERSONAL
BOBOK
CUADRITOS
(1876)
EL NIÑO MENDIGO
DOS SUICIDIOS
LA SENTENCIA
"LOS MEJORES"
PRIMERA PARTE
II
PROPOSICIONES DE MATRIMONIO
III
IV
V
LA TÍMIDA SE REBELA
VI
UN RECUERDO TERRIBLE
* * *
II
LO COMPRENDO DEMASIADO
¡De todo esto no hace más que cinco días! Al día siguiente
me oyó sonriendo, a pesar de estar asustada, y durante cinco
días siguió asustada y como avergonzada. En algunas
ocasiones hasta se mostró presa de un gran miedo. ¡Habíamos
llegado a ser tan extraños el uno al otro! Pero no me
detuvieron sus temores, pues brillaba en mí la nueva
esperanza. Debo decir que cuando se despertó (era el
miércoles por la mañana) cometí un gran error; le hice una
confesión demasiado brutal y sincera. No, le oculté lo que
hasta entonces me había casi ocultado a mí mismo. Le dije
que durante todo el invierno había seguido creyendo en su
amor; que la caja de préstamos era una especie de expiación
que yo me imponía. En la cantina del teatro, en efecto, había
sentido miedo, pero miedo de mi propio carácter, y además, el
lugar donde me hallaba parecíame un sitio mal escogido para
una provocación, un sitio idiota, y temía, no al duelo, sino a la
apariencia idiota de un duelo nacido allí, en una cantina. Había
sufrido después con aquella historia miles de tormentos, y tal
vez no me había casado con ella más que para atormentarla,
para vengarme sobre alguien de mis propias torturas. Hablaba
como si delirase, mientras ella me tomaba las manos,
pidiéndome que me callase.
—¡Exageras! —decía—, te atormentas voluntariamente.
Lloraba y me suplicaba que tratase de olvidar. Pero yo no
callaba. Volvía a mi idea de Boulogne, donde nuestro destino
se iluminaría con un nuevo rayo de sol. Desatinaba.
Traspasé mi caja de préstamos a Dobronvovov. Propuse a mi
mujer repartir entre los pobres todo cuanto había ganado, no
conservar más que los tres mil rublos de mi madrina, con los
cuales nos iríamos a Boulogne. Después volveríamos a Rusia e
intentaríamos vivir de nuestro trabajo. Me detuve en aquello
porque no decía nada en contra. Callaba y sonreía. Creo ahora
que sonrió sólo por delicadeza, para no afligirme. Comprendí
que me excedía, pero no supe callarme. Le hablaba de ella y
de mí sin cesar. Llegué hasta a contarle yo no sé qué de
Loukeria; pero siempre volvía a insistir en aquello que me
atormentaba.
Durante estos cinco días ella misma se animó una o dos
veces; me habló de libros, se echó a reir al pensar en la
escena de Gil Blas con el arzobispo de Granada, que había
leído. ¡Qué risa infantil la suya! ¡La risa del tiempo en que
todavía éramos novios! Pero, ¡ay! , ante mi entusiasmo, creyó
que le pedía amor, yo, el marido, cuando ella no había
ocultado que esperaba "ser dejada aparte". ¡Sí, qué mal hice
mirándola extasiado! Sin embargo, ni una vez me manifesté
como marido qué reclamaba sus derechos. Era, sencillamente,
como si estuviera rezando ante ella. Pero le dije, tontamente,
que su conversación me transportaba, que la consideraba
mucho más instruida e inteligente que yo. Fui lo bastante loco
para exaltar ante ella mis sentimientos de alegría y de orgullo
en el momento en que, oculto tras la puerta, había escuchado
su conversación con Efimovitch, cuando había asistido a aquel
duelo de la inocencia contra el vicio. ¡Cuánto había admirado
su ingenio, saboreado sus burlas, sus finos sarcasmos! Me
contestó que seguía exagerando; pero, de repente, se tapó la
cara con las manos y se echó a llorar. Volví a caer a sus pies,
y todo acabó en un ataque de nervios, que dio en el suelo
con ella... Era ayer de noche, ayer noche... y la mañana... ¡Qué
loco estoy! ¡La mañana era esta mañana, hoy, hace un
momento! Cuando, un poco rehecha, levantóse esta mañana,
tomamos el té juntos. Su tranquilidad era admirable; pero
bruscamente se levantó, y aproximándose a mí, juntó las
manos, diciendo que era una criminal, que lo sabía, que su
crimen la había atormentado durante todo el invierno, que la
atormentaba aún, y se sentía abrumada por mi generosidad.
—¡Oh! ¡Ahora seré siempre una mujer fiel! ¡Te amaré y te
estimaré!
Me colgué de su cuello, la besé, besé sus labios como un
marido que vuelve a encontrar a su mujer después de una
larga separación.
¿Para qué la abandoné entonces durante dos horas, el tiempo
de ir en busca de nuestros pasaportes para irnos al
extranjero? ¡Oh, Dios mío, si hubiese vuelto cinco minutos
antes!... ¡Oh, aquel grupo de gente junto a nuestra puerta!
¡Aquellas gentes que me miraban! ¡Oh, Dios mío!
Loukeria dijo (¡ahora ya no me separaré de Loukeria por nada
del mundo! ¡Loukeria lo ha visto todo este invierno!) que
durante mi ausencia, quizá veinte minutos antes de mi
regreso, había entrado en el cuarto de mi mujer para pedirle
algo, no sé qué, y que mi mujer había sacado del armario el
icono, la santa imagen de que ya he hablado... El icono estaba
ante ella, sobre la mesa... Mi mujer debía de haber rezado...
Loukeria le preguntó:
—¿Qué tiene usted, señora?
— ¡Nada, Loukeria, nada!... Espere usted, Loukeria...
Y la besó.
—¿Es usted feliz, señora?
—Sí, Loukeria.
—Hace mucho tiempo que el señor debiera haberle pedido a
usted perdón. ¡Más vale así, que se hayan ustedes
reconciliado! ¡Alabado sea Dios!
—Está bien, Loukeria, está bien. Vayase usted.
Mi mujer sonrió, pero sonrió de una manera rara, tan rara,
que Loukeria no permaneció más que diez minutos fuera de la
habitación, volviendo inopinadamente para ver lo que hacía.
Estaba de pie, muy cerca de la ventana, y tan pensativa, que
no la oyó entrar. Se volvió sin verla; seguía sonriendo. Salió.
Pero apenas la había perdido de vista, oyó abrir la ventana.
Volvió para decirle que hacía fresco, que podía enfriarse. Pero
se había subido sobre el alféizar, estaba de pie, rígida,
teniendo en la mano la imagen santa. Asustada, la llamó:
"¡Señora, señora!" Hizo un movimiento como para volverse
hacia ella; pero en lugar de eso pasó la pierna sobre el
barrote del antepecho, apretó la imagen contra su pecho y se
lanzó al espacio.
* * *
Cuando entré, todavía estaba caliente. Había allí gente que
se me quedó mirando. De pronto me abrieron paso. Me
aproximé a ella. Estaba tendida. La imagen, sobre ella. La miré
largo tiempo. Todo el mundo me rodeó, me habló. Dicen que
hablé con Loukeria, pero no me acuerdo más que de un
hombrecito que se repetía incesantemente:
—Le ha brotado de la boca un chorro de sangre como un
puño de grueso.
Me mostraba la sangre en el cuarto y volvía a decir:
—¡Como el puño! ¡Como el puño!
Toqué la sangre con el dedo, miré el dedo, mientras el otro
insistía:
—¡Como el puño! ¡Como el puño!
IV
LA MORAL TARDÍA
(1879)
2
Todo me daba lo mismo; ya queda dicho. Pero, a pesar de mi
indiferencia, temía el dolor físico... Además sentía compasión
por aquella chicuela que poco antes me había tropezado en la
calle, y a la que debía haber prestado ayuda. ¿Por qué no
había socorrido a aquella pobre chiquilla? ¡Ah! Porque quería
que todo me fuese indiferente, y me avergonzaba el haber
sentido piedad de aquella niña.
¿Por qué diablos el dolor de aquella chicuela no me había
sido indiferente?... Era algo sencillamente estúpido... ¡Y aún
estaba sufriendo entonces! Pero, vamos a ver: si me iba a
matar antes de dos horas, ¿qué podía importarme el que
aquella chiquilla fuese desgraciada o no? ¡Pronto ya no tendría
la menor idea, ya no sería nada! Por eso es por lo que me
había cobardemente enfadado contra la chicuela. Estaba en
situación de cometer cualquier bajeza, puesto que dos horas
más tarde ya nada tendría sentido para mí.
Imaginábame yo que en aquel instante el mundo y la vida
dependían exclusivamente de mí, eran sólo para mí. No tenía
más que matarme, y el mundo dejaba de existir, para mí al
menos. Sin contar con que tal vez fuese verdad que, después
de mí, tampoco existiese para nadie; que el universo entero,
en cuanto mi conciencia se apagase, se desvanecería como un
fantasma, por no ser más que algo dependiente de mi
conciencia. ¿Quién sabía si el universo y las multitudes
estaban sólo en mí, eran únicamente ilusión de mis sentidos?
Luego volví la idea a la inversa, ocurriéndo-seme una extraña
idea. Supongamos, me dije, que antes de habitar sobre la
Tierra hubiese vivido una existencia anterior en la Luna o en
el planeta Marte, en donde hubiese cometido la más vil y la
más vergonzosa de las acciones, tal como apenas cabe
imaginar en el horror de una pesadilla, y que hubiera
conservado sobre la Tierra la conciencia de haberme visto allá
lejos deshonrado; si tenía la seguridad de no volver allá jamás,
¿qué pensaría al mirar a la Luna o a Marte? ¿Me hubiera dado
igual?
Aquellas preguntas eran perfectamente ociosas, puesto que
allí estaba el revólver ante mí, y creía que la cosa iba a
realizarse. Sin embargo, me sentía fuera de mí, el maldito
asunto roía mi cerebro, y no quería morir sin antes haber
resuelto aquel absurdo problema.
En suma: que fue la chiquilla la que me salvó, la que impidió
que apretase el gatillo del revólver.
Mientras, en la habitación del capitán todo parecía entrar en
calma. Había terminado el juego, y las groseras invectivas
pronto fueron no más que un murmullo. Debían de irse a
dormir los jugadores.
Fue entonces cuando, de pronto, quedé dormido, lo que nunca
solía ocurrir a aquella hora. Y me dormí sin darme cuenta de
ello. Me dormí y soñé. ¡Qué cosa tan extraña los sueños! Unas
veces la visión se presenta con una nitidez terrible, con una
increíble minuciosidad en los detalles; otras ocurren en el
curso de los sueños cosas misteriosamente incomprensibles,
nociones contradictorias se mezclan y confunden con vagas
apariencias. Me parece que los sueños sobreexcitan, no la
inteligencia, sino el deseo; no la cabeza, sino el corazón. ¡Y, sin
embargo, qué sutiles imaginaciones produce algunas veces mi
cerebro durante mis sueños! Pero es preciso dejar su parte a
las complicaciones incomprensibles.
Cinco años hace que murió mi hermano, y cuántas veces,
durante mi sueño, acordándome perfectamente de que ha
muerto, no me asombra el verle a mi lado, el oírle hablar de
lo que me interesa, de sentir la seguridad de su presencia, sin
olvidar un minuto que yace bajo tierra.
¿Cómo es posible que mi espíritu acepte a un tiempo esas
dos nociones tan opuestas?
Pero dejemos esto, y volvamos al sueño que tuve aquella
noche, la noche del 3 de noviembre. Las gentes se complacen
en hacerme rabiar, diciéndome que todo ello no es más que
un sueño. Me enfada el pensar que haya podido no ser más
que un sueño. ¿Qué diferencia quieren ver entre el sueño y la
realidad si leemos más claramente la verdad en el sueño? De
todos modos es un sueño que me ha dado a conocer la
Verdad. ¡Cuando una vez se ha visto la Verdad, sabe uno que
es la Verdad, que es única, que no hay dos verdades, según
se esté dormido o despierto! ¿Qué importa que la haya uno
visto en el sueño o en la vida?
Pues bien, esa vida que tanto alabáis, yo iba a quitármela,
suicidándome. Y mi sueño me ha predicho, me ha mostrado
una nueva vida, he mosa, intensa y fuerte. Una vida renovada.
Escuchad.
3
Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta de ello. Hasta
mientras me dormía continué dándole vueltas a los mismos
asuntos.
De pronto, soñando, vi que agarraba el revólver y que lo
aplicaba sobre el corazón, no en la cabeza, y eso que mi
resolución había sido levantarme la tapa de los sesos.
Permanecí un instante inmóvil, con el cañón apoyado en el
pecho; mi bujía, la mesa y la pared comenzaron a agitarse, a
bailar. Disparé.
Sucede a veces en los sueños que se cae desde una gran
altura, que le estrangulan a uno o, por lo menos, le maltratan;
pero nunca se llega a experimentar el menor dolor físico,
excepto cuando, al hacer algún movimiento, tropieza uno con
la cama, y entonces el dolor nos despierta. En aquella ocasión
yo no sufrí lo más mínimo, pero el disparo me conmovió
intensamente, y me puse a temblar. En torno mío quedó todo
sombrío, completamente.a oscuras... Me sentía ciego y mudo.
Me veía tendido, con la cara mirando al techo de mi
habitación. Me sentía incapaz de hacer el menor movimiento;
pero en torno mío reinaba gran agitación. Hablaba el capitán
con su voz de bajo, la dueña de la casa lanzaba agudos
gritos..., cuando he aquí que, sin más transición, trajeron un
féretro y me metieron dentro. Sentí que lo alzaban en el aire,
y mientras me bamboleaba al paso de los conductores, por
primera vez se me ocurrió la idea de que estaba muerto,
completamente muerto. Me daba cuenta de ello, no cabía
duda, y, sin embargo, aunque no pudiese moverme, ni ver, ni
hablar, continuaba sintiendo y razonando; vivía, pues..., pero
estaba muerto. Como suele ocurrir en los sueños, me
acostumbré en seguida a aquella idea, y la acepté sin el
menor asombro por mi parte.
Sin la menor ceremonia me enterraron y se fueron. Me quedé
en mi tumba solo, abandonado. En otro tiempo, cuando alguna
vez se me había ocurrido el pensar en mi entierro, que creía
muy lejano, la idea de la fosa despertaba siempre en mí una
sensación de humedad y de frío. Eso fue lo mismo que sentí
en mi sueño. Frío, mucho frío... Sobre todo los pies los tenía
helados.
Cosa rara: ya no esperaba nada, admitiendo con facilidad el
que un muerto nada tiene que esperar. Pasaron entonces
horas, días, meses..., cuando súbitamente cayó sobre mi ojo
izquierdo cerrado una gota de agua que había atravesado la
tapa del féretro. Poco después, otra, y otra, y otra, y así
sucesivamente...
Al mismo tiempo despertóse en mí un dolor físico y una
violenta cólera: "¡Es mi herida, pensé; es el tiro; ahí está la
bala!..." Y la gota de agua seguía cayendo, de minuto en
minuto, y siempre sobre mi ojo cerrado. Me puse...,¿cómo diría
yo?... a gritar, a implorar, claro es que no con palabras, sino
mentalmente, contra Aquel que permitía o disponía ocurriese
lo que estaba ocurriendo, contra el Señor de la vida y de la
muerte.
—Quienquiera que seas, si existes, si hay un principio superior,
consciente y razonable, de quien en estos momentos estoy
siendo juguete, si hay una Providencia, déjala que se ejerza
aquí. Pero si te vengas de mí por culpa de mi suicidio
estúpido, te prevengo que ninguna tortura, sea la que sea,
podrá vencer al desprecio que siento por ti, y que seguiré
sintiendo millones de años, tantos como dure tu oficio de
verdugo.
Callé mentalmente. Hubo un largo silencio, sin otro ruido que
el de la gota de agua; me volvió a caer en el ojo izquierdo;
pero sabía yo, con una ciencia imperturbable y sobrehumana,
que todo iba a cambiar casi inmediatamente.
Y he aquí que, de pronto, mi tumba se abrió. Es decir...,
¿estaba realmente abierta? Por lo menos yo me vi
desenterrado, y apenas esto ocurrió, un ser desconocido se
apoderó de mí y los dos nos encontramos flotando por el
espacio. De pronto comencé a ver, aunque con gran dificultad,
pues"la noche era muy tenebrosa, tan profunda la oscuridad
como la noche más negra de mi vida. Estábamos ya muy lejos
de la Tierra, volando por el espacio, y aunque nada
preguntaba a mi raptor, aguardaba sin someterme, orgulloso
porque no sentía miedo. ¿Cuánto tiempo duró nuestro viaje?
No puedo calcularlo. Todo ocurría como acostumbra a ocurrir
en los sueños, en los que para nada se hace caso ni del
tiempo ni del espacio. De pronto, en medio de la oscuridad, vi
brillar una estrella.
—¿Es Sirio? —pregunté, sin acordarme de que estaba resuelto
a no preguntar nada.
—No, es la estrella que viste al volver a tu casa —me
respondió el ser que me llevaba.
Pude entonces darme cuenta de que tenía mi compañero
algo así como un rostro humano. Era algo extraña la cosa;
pero sentía por aquel ser cierta aversión. ¿Por qué? Había
deseado la ataraxia, había querido no ser al pegarme el tiro, y
he aquí que me veía entre las manos de un ser desconocido,
que indudablemente no era humano, pero existía.
" ¡Ah! Luego entonces hay otra vida más allá de la tumba —
pensaba yo en mi sueño con extraño aturdimiento—. Me será
preciso ser de nuevo, sufrir la voluntad de alguien del que no
me podré librar."
Inopinadamente, y dirigiéndome a mi compañero, dije:
—Sabes que te temo, y por eso me desprecias.
En estas humillantes palabras quedaba resumida la
declaración de mi debilidad. No había podido retenerlas, y en
mi corazón, agudo como un alfilerazo, sentía el dolor de
haberlas dicho.
No me respondió; pero comprendí que no me despreciaba,
que no se burlaba de mí, que hasta me tenía lástima. Se
limitaba a conducirme a un lugar desconocido y misterioso,
que sólo a mí interesaba. Me sentí invadido por el terror. No
obstante, una especie de muda pero comprensible
comunicación se estableció entre mi silencioso compañero y
yo.
Seguíamos flotando por el vacío. Desde hacía mucho tiempo
había dejado de ver las constelaciones que solían distinguir
mis ojos. Tal vez nos hallábamos recorriendo los espacios
donde se agitan las misteriosas estrellas cuyos rayos tardan
millones de años en llegar a nuestro planeta. Me sentía
angustiado por la espera de algo indeterminado, cuando, de
pronto, me sentí agitado por una conmoción interior agradable:
¡iba a volver a ver nuestro sol! Sin embargo, pronto comprendí
que no podía ser nuestro sol, el de nuestra tierra. Nos
encontrábamos a distancias inconmensurables de nuestro
sistema planetario, pero me sentí dichoso al ver hasta qué
punto aquel sol se parecía al nuestro. La luz vital, la que me
había dado la existencia, me resucitó. Sentí en mí una vida
tan fuerte como la que había animado mi cuerpo antes de la
tumba.
—Si es el Sol —dije—, o mejor, si ese sol es idéntico al
nuestro; ¿dónde está la Tierra?
Mi compañero me señaló una estrella, color esmeralda, que
brillaba a lo lejos. Volamos derechos hacia ella.
—¿Es posible que el Universo esté formado por repeticones
semejantes? —exclamé—. ¿Es ésta la ley universal? ¿Es ésa una
Tierra completamente igual a la nuestra? Una Tierra
completamente igual, tan desgraciada, tan pobre, pero amada
por los más ingratos de sus hijos, con el mismo doloroso amor
con que nosotros amamos a la nuestra.
Volví a ver la imagen de la niña, con la que tan mal me
había portado.
—Lo volverás a ver todo —me dijo mi compañero, con una voz
que sonó a triste en el espacio infinito.
Nos aproximábamos rápidamente al planeta, el cual crecía a
ojos vistas. Distinguí en él la superficie de un océano, la forma
y contorno de Europa, una nueva Europa, sintiéndome invadido
por una grande y santa envidia.
—¿Para qué esta nueva edición de nuestro mundo? Yo no
puede amar más que mi Tierra, aquella donde quedan las
salpicaduras de mi sangre, aquella con la que me he mostrado
lo suficientemente ingrato para abandonarla, suicidándome.
¡Ah! Nunca he dejado de amarla, ni aún esa noche de la
separación, tal vez más esa noche porque ha sido cuando la
he amado más dolorosamente que nunca. ¿Hay sufrimientos
en esa copia de nuestro mundo? En la nuestra no se ama más
que en el dolor y por el dolor, no conocemos otro amor;
quiero sufrir para amar. ¡Qué feliz sería si pudiese besar el
suelo del astro abandonado, regarlo con mis lágrimas! ¡No
quiero la vida si ha de transcurrir en otro planeta!
Pero mi compañero me había dejado solo, y, de pronto, sin
saber cómo, me encontré ya en otra tierra, envuelto en los
rayos de un sol paradisíaco. Había echado pie a tierra, según
creo, en una de las islas del archipiélago griego, o en alguna
costa no lejana de aquellas islas. Todo era como en nuestro
país, pero todo resplandecía como bajo un resplandor de
festividad, de santa solemnidad. Un mar de esmeralda
acariciaba suavemente la playa, como impregnado de un amor
consciente, casi visible. Grandes y hermosos árboles, floridos y
adornados con bellas hojas brillantes, mostrábanse en toda su
pompa, y, desde lo alto del cielo, innumerables golondrinas
acogían mi llegada con gritos vivos y tiernos, como si me
felicitasen. La hierba aromática resplandecía con refulgentes
colores. Bandadas de pajarillos volaban por el aire, y muchos
de ellos, sin el menor temor, venían a posarse sobre mis
manos, sobre mis hombros, agitando gentilmente sus alas
chiquitas y temblorosas.
Por fin descubrí a los habitantes de aquella venturosa tierra,
que se acercaron a mí, rodeándome y abrazándome. ¡Qué
hermosos eran aquellos hijos del Sol! Nunca viera en mi
antigua Tierra que la belleza humana hubiese alcanzado tal
grado de perfección. Apenas si entre los niños pequeños
pudieran hallarse algunos débiles reflejos de tal belleza.
Brillaban sus ojos con débiles reflejos de tal belleza. Brillaban
sus ojos con un resplandor sereno, y sus rostros expresaban
inteligencia, tranquila conciencia, encantadora alegría. Sus
voces eran puras y alegres, como voces de niños.
¡Oh! Apenas los vi lo comprendí todo. Me encontraba sobre
una Tierra no profanada aún por el pecado. Aquellas almas
inocentes vivían, según cuenta la leyenda que nuestros
primeros padres vivieron, en un paraíso terrenal. Y eran
aquellos hombres tan buenos, que al llevarme hacia sus
moradas esforzábanse, por todos los medios, en espantar de
mí toda inquietud, toda intranquilidad. Me interrogaban, pero
parecían saberlo todo, y no tener más deseo que borrar de mi
memoria todo recuerdo de dolor.
4
Aunque todo ello lo haya yo sentido en sueños, no obstante,
el recuerdo de la afectuosa solicitud de estos hombres
inocentes me acompañará mientras viva. Todavía siento que
su amor envuelve mi atmósfera.
Sin embargo, no siempre les comprendía. Siendo yo un vulgar
progresista, no podía explicarme cómo es que, sabiendo tanto
como sabían, ignorasen nuestras ciencias. No tardé en
comprender que la esencia de su saber era diferente a la de
nuestra instrucción y que sus aspiraciones eran distintas, por
ejemplo, a las mías. Carecían de deseos, no ambicionaban,
como nosotros, poseer la ciencia de la vida, puesto que su
vida era más completa que la nuestra. En realidad, sus
conocimientos eran mucho más amplios y más profundos que
los que nosotros poseemos. Mientras nuestra ciencia trata de
explicar la vida, obteniendo una conciencia racional de ella
para enseñar a los demás a vivir, ellos no necesitaban de
aquella ciencia, pues sabían cómo es preciso vivir y lo sabían
sin formulismo ninguno. Me enseñaban sus hermosos árboles,
asombrándome el amor que demostraban sentir por ellos;
diríase que los trataban como seres racionales, que habían
descubierto su lenguaje y conversaban con ellos. Claro es que
con los animales mantenían relaciones afectuosas, siendo
amados hasta de los más feroces, a los que habían vencido
con su dulzura. Me enseñaban las estrellas, y acerca de ellas
expresaban cosas que yo no sabía comprender,
convenciéndome, sin embargo, de que se relacionaban con
ellas, no sólo con el pensamiento, sino por algún conducto
más material.
Mi incomprensión no les impacientaba. Me amaban tal como
era, experimentando también yo que tampoco ellos me
entenderían, por lo que evitaba hablarles de nuestra Tierra.
Muchas veces me preguntaba cómo hombres tan superiores a
mí no me humillaban con su perfección, cómo no me
inspiraban envidia, y cómo a mí, charlatán y embustero, no se
me ocurría tratar de asombrarles descubriéndoles mi ciencia,
de la que no tenían la menor idea.
Mostrábanse vivos y alegres como niños. Se paseaban a través
de sus hermosos bosques, cantando lindas canciones; su
alimento consistía únicamente en frutos de sus árboles, miel y
leche de sus amigos los animales, teniendo que darse muy
poco trabajo para procurarse la alimentación y el vestido.
Conocían el amor material, puesto que tenían hijos, pero nunca
los vi atormentados por esos arrebatos de voluptuosidad que
tanto tiranizan a los seres de nuestro planeta, y que son la
fuente casi única de nuestros pecados. Alegrábanse viendo
nacer a los hijos, en los que veían a nuevos copartícipes de su
felicidad.
Entre ellos no existían las querellas, ni los celos; ni
comprendían siquiera lo que esto último podía ser. Sus hijos
eran de todos, pues no formaban más que una sola familia.
Casi nunca estaban enfermos... Conocían, sin embargo, la
muerte; pero los ancianos morían dulcemente, como si se
durmiesen, rodeados por sus amigos, que se despedían de
ellos sin mostrar tristeza; al contrario, con la sonrisa en los
labios. Dolores y lágrimas eran términos para ellos ignorados.
Por todas partes se advertía el amor, un amor semejante al
éxtasis.
Siempre he creído que se comunicaban con sus muertos. Las
relaciones entre los que se habían amado no se veían
interrumpidas por la muerte. Noté que no me comprendían
claramente cuando les hablaba de la vida eterna: tal vez
creían tan firmemente en ello que hablar de tal cuestión les
pareciera inútil.
Carecían de religión, pero evidentemente es taban seguros de
que cuando sus alegrías hubiesen alcanzado todo su
desarrollo, surgiría una transformación que haría más completa
la unión de los hombres con el Gran Todo, alma del Universo.
Aguardaban ese momento cor alegría, pero sin prisas:
hubiérase dicho que gozaban ya del presentimiento que tenían
llevarlo en sus corazones.
Antes de irse a descansar les gustaba formar armoniosos
coros, cantando lo que durante el día habían sentido,
ensalzando la Naturaleza, la Tierra, el Mar, los bosques, el
amor... Sus canciones eran ingenuas y sencillas, afectuosas y
delicadas. No era sólo con la música como expresaban su
mutua ternura: toda su vida era una prueba de la amistad que
existía entre ellos. Poseían otros cantos majestuosos y
espléndidos, pero su sentido era inaccesible a mi inteligencia,
aunque penetrasen cada vez más hondamente mi corazón.
A menudo les decía que desde hacía mucho tiempo había
presentido su felicidad, que ya en la Tierra se había llenado
muchas veces mi alma de tristeza al apreciar el contraste
entre su vida deliciosa adivinada y nuestra suerte... ¡En mi
enemistad contra los hombres de mi planeta había también
tanta tristeza! ¡Quería odiarles, y no poder dejar de amarles,
aunque sin llegar a perdonarles!
Me escuchaban, pero bien veía yo que no podían entenderme.
Comprendían al menos cuan doloroso me era haber dejado a
mis hermanos. Yo mismo, viendo sus miradas tan llenas de
amor, sintiendo que mi corazón se hacía tan inocente como
los de ellos, ya no lamentaba no comprenderlos. Les amaba,
sin necesidad de que compartiesen mis rencores.
Se me reirán en mis propias narices cuando les cuente mi
sueño; me dirán que semejantes cosas no es posble verlas en
un sueño, que todos esos detalles los he inventado yo, sin
darme cuenta, inocentemente; que los sueños no pueden
proporcionar más que sensaciones borrosas. Y sobre todo, Dios
mío, ¡qué de risas cuando les digo que quizá todo ello ha sido
realidad!
Yo no he sido impresionado más que por las sensaciones de
mi sueño; han sido las únicas que han quedado como vivo
recuerdo en mi lacerado corazón. Imágenes y formas eran tan
armoniosas, tan bellas y tan verdaderas, que, en efecto,
resultaba imposible el que, al despertarme, tuviese la fuerza
de expresarlas con débiles palabras; quizá, pues, todo debía
borrarse en mi espíritu y tal vez haya inventado
inconscientemente los detalles, desfigurándolos, seguramente,
por ese deseo apasionado de dar lo más rápidamente posible
el sentido general del asunto. Pero, en el fondo, ¿por qué no
quieren creer que todo eso haya podido ocurrir realmente?
Tal vez todo era mucho mejor y más alegre de lo que yo he
contado. Quizá no sea un sueño, pues hay algo que excede los
límites de un sueño, y es que, si fuese un sueño, estaría
engendrado por mi corazón.
Pero... ¿es posible que mi corazón tuviese la fuerza necesaria
para producir la terrible verdad que ante mí se ha alzado?
Porque ha ocurrido algo tan horrible y verdadero, que no es
posible verlo en sueños. Juzgad por vosotros mismos. Lo he
ocultado hasta ahora, pero es necesario decir la verdad.
Yo, con mis relatos, los he pervertido todos.
5
Pues sí; acabé por pervertirlos a todos, aunque no recuerdo
cómo, ni pueda explicarme el porqué. Mi sueño duró diez
siglos, pero no me ha dejado ninguna sensación muy clara. Fui
la única fuente de su corrupción; me basté yo sólo para
contaminar toda aquella tierra feliz e inocente antes de mi
llegada, como un microscópico germen pestífero infesta a
países enteros.
Oyéndome hablar, los hombres de aquella, hermosa tierra del
amor aprendieron a mentir, complaciéndose con sus mentiras.
Introdujeron la mentira en el amor, y no tardó en nacer la
sensualidad en sus corazones, engendrando los celos, y más
tarde la crueldad... No sé cuando, pero al poco tiempo de
conocer y emplear la mentira, vertióse la primera sangre
criminal. Asustados, los hombres comenzaron a huir unos de
otros, a vivir aislados, formándose grupos, que luego hicieron
entre sí alianzas para atacar a otros grupos.
Estallaron los odios, y al conocer la vergüenza, le dieron un
título glorioso: el Honor. Cada grupo enarboló una bandera. Los
hombres empezaron por declarar la guerra a los animales,
maltratándolos y haciéndolos huir a los bosques y convertirse
en enemigos del hombre. Nacieron diferentes lenguas, y
comenzó la lucha del la individualidad por lo tuyo y lo mío.
Comenzó una lucha terrible. Conocieron el Dolor, y,
enamorados de él, establecieron el principio de que sólo por él
se llega al conocimiento de la Verdad. Fue el origen de la
Ciencia.
Cuando se volvieron malos comenzaron a hablar de
fraternidad y de desinterés, agarrándose a dichas ideas. En
cuanto fueron criminales, hablaron de justicia, crearon códigos
para conservarla y patíbulos para defenderla.
Acordábanse ya muy vagamente de lo que habían perdido, no
queriendo creer ni en su inocencia ni en su felicidad pasadas,
hasta tomándolas a chacota y diciendo que todo aquello era
una leyenda. Pero, aunque hubiesen perdido la fe en su
antigua beatitud, sintieron un deseo tan fuerte de llegar a ser
inocentes y felices, que divinizaron este deseo y le elevaron
templos, postrándose de hinojos ante su propia idea, ante el
ídolo de su deseo, y, aunque lo consideraran irrealizable,
derramaban en sus rezos abundantes lágrimas.
Con todo, es evidente que si alguien hubiese encontrado su
antigua felicidad y se la hubieran presentado, no la hubiesen
querido.
Cuando se les hablaba de ello, respondían: "Sí; somos malos,
embusteros, injustos.., sabemos, y por eso nos castigamos por
nosotros mismos con mucha más violencia tal vez que lo hará
el Supremo Juez, cuyo nombre desconocemos. Pero poseemos
la Ciencia. Con ella encontraremos la Verdad, que aceptaremos
entonces conscientemente. El saber está por encima del
sentimiento; la comprensión de la vida vale más que la vida.
La Ciencia nos dará la sabiduría, y ésta nos revelará las leyes
de la felicidad."
Tales eran sus palabras, y, sin embargo, cada cual se prefería
a la Humanidad entera, sin poder obrar de otro modo. Cada
cual se sentía tan celoso de la importancia de su propia
personalidad, que hacía cuanto podía por rebajar la de los
demás. Nació la esclavitud, incuso la voluntaria. Los débiles
obedecían con entera voluntad a los fuertes, con tal de que
éstos les ayudasen para que a su vez pudieran esclavizar a
los más débiles que ellos. Presentáronse algunos hombres
justos que, llorando, fueron en busca de sus hermanos para
reprocharles su caída. Se reían de ellos o los apedreaban.
Corría la sangre en la puerta de los templos.
Como revancha, surgieron otros hombres que buscaron el
modo de reorganizar a la sociedad de tal suerte que, sin dejar
de que cada cual se prefiriese a todos los de su especie,
pudiesen todos vivir en paz. A propósito de esta idea,
estallaron verdaderas guerras; mas todos estaban convencidos
de que la Ciencia, la sabiduría y el instinto de conservación
obligarían pronto a todos los hombres a reunirse en forma
pacífica y fraternal. Para lograrlo cuanto antes comenzaron por
aplastar a los débiles de espíritu, comprendiendo, como es
natural en esta categoría a todos los enemigos de sus ideas.
Pero el sentimiento de conservación perdió pronto su fuerza, y
los orgullosos y los voluptuosos pidieron todo o nada.
Naturalmente, para conseguirlo todo recurrieron al crimen, y
para conseguir nada, al suicidio. Nacieron entonces las
religiones que celebraban el culto del No-Ser. Fue un acto
meritorio el darse la muerte para ganar el eterno reposo en la
Nada. Los hombres cantaron al Dolor en sus poemas.
Yo me paseaba entre ellos lamentándome de su suerte,
compadeciéndoles en su error, pues quizá los amaba más aún
que en sus días de inocencia y de belleza. Atraíame aún más
su Tierra, al verla entonces profanada por ellos, que cuando
era un paraíso. Tendía mis brazos hacia aquellos pobres seres,
acusándome, maldiciéndome por haber causado su desgracia.
Les decía que yo era la causa de todos sus males, la única
causa; que había sido entre ellos el fermento del vicio y de la
mentira. Les suplicaba que me condenasen a muerte, que me
crucificaran, y les enseñaba cómo podían construir la cruz.
Según les decía, no hallaba en mí la fuerza necesaria para
matarme, pero ambicionaba el tormento, los suplicios; quería
verme torturado hasta el momento de expirar. Pero se
contentaban con burlarse de mi y al fin me tomaron por un
idiota. Me excusaban, asegurando que no les había traído lo
que ellos deseaban tener, y lo que entonces era no podía
dejar de ser.
Sin embargo, un buen día, fastidiados, declararon que me iba
haciendo peligroso y que iban a encerrarme en un manicomio
si no me callaba.
Entonces me invadió con tal fuerza el dolor que pensé que
iba a morir. Y en ese momento me desperté.
* * *
LA MUERTE DE NÉKRASSOV
IV
EL POETA Y EL HOMBRE
VI
(1880)
Me he entregado a otro,
y le seré eternamente fiel.
Con eso ha expresado el verdadero sentimiento de la mujer
rusa. No hablaré de sus opiniones religiosas; de sus ideas
acerca del matrimonio. No tocaré eso. Si se niega a seguir a
Oniéguine, aunque le haya dicho "Os amo", no es, como una
europea, como una francesa cualquiera, porque le falta valor
para sacrificar su lujo y sus riquezas... No; la mujer rusa es
animosa; seguirá a quien ella crea deber seguir... Pero “se ha
entregado a otro, y le será eternamente fiel"...
... Y ¿cuál puede ser la felicidad fundada sobre la desgracia
ajena? Imagináis que habéis hallado el secreto de hacer a
todos los seres humanos felices, pero que para eso es preciso
martirizar a un solo individuo y aun admitiendo que fuese un
ser un poco ridículo sin nada de shakespiriano, un viejo, un
marido, ¿consentiríais en hacer a ese precio la felicidad de la
Humanidad? ¿Creéis, por otra parte, que aquellos a los que
quisierais hacer dichosos haciendo sufrir a un solo ser
consentirían en aceptar semejante dicha? Decid, ¿puede
Tatiana tomar otra decisión que la que toma, ella, cuya alma
es tan elevada; ella, cuyo corazón se ha visto puesto a prueba
tan duramente? Una verdadera alma rusa decidirá como ella:
"Prefiero verme privada de la felicidad a causar la desgracia
de un solo ser humano. Quiero que nadie sepa mi sacrificio;
pero rechazo toda alegría que entristezca a otra criatura.” Pero
Oniéguine será desgraciado. Aquí el asunto es otro. Creo que,
aun siendo viuda, Tatiana no se hubiera casado con Oniéguine.
Sabe que Oniéguine, volviendo a ver, en un medio brillante, a
la mujer que en otro tiempo había rechazado, ha podido verse
deslumbrado por el lujo que la adorna y la rodea. El mundo
adora a aquella chiquilla que ha estado a punto de despreciar;
el mundo, soberana autoridad para Oniéguine.
"¡He aquí mi ideal —exclama—, mi salud, el fin de mis
angustias! ¡Y he perdido todo eso! ¡Y he tenido tan próxima la
felicidad, tan posible!" Y como en otro tiempo Aleko hacia
Zemfira, se lanza hacia Tatiana, buscando en la satisfacción de
esa nueva fantasía la solución de todas sus dudas. Pero ¿no lo
ha adivinado Tatiana desde hace mucho tiempo? Sabe que, en
el fondo, lo que ama es el capricho nuevo y no a ella, que
sigue siendo la Tatiana de antaño. Sabe que no ama a la
mujer que ella es realmente, sino a la que parece ser; hasta
¿es capaz de amar a alguien? Si ella lo siguiese, se
desilusionaría, y al día siguiente se burlaría de su entusiasmo
de la víspera. No tiene el menor fondo. Es una brizna de
hierba que el viento lleva donde quiere. Ella es de un carácter
completamente distinto... Cuando comprende que ha perdido la
felicidad de toda su vida, aún se apoya en sus recuerdos
infantiles, de vida apacible y pueblerina. Entonces, sus
recuerdos de otro tiempo le son más queridos que nada; no le
resta más que eso; pero eso es lo que la salva de su
completa desesperación. Pero a él, a Oniéguine, ¿qué le
queda? ¿No podría, pues, seguirle por pura compasión, para
darle aunque no fuera más que una apariencia de felicidad?
No; hay almas fuertes a las que no se puede traicionar ni aun
por piedad. Tatiana no puede seguir a Oniéguine.
En ese poema, Puschkin se revela el gran poeta popular, más
grande que todos aquellos que le precedieron o le siguieron.
Al mostrarnos ese tipo del vagabundo ruso ha adivinado
proféticamente su inmensa importancia para nuestra suerte
futura, y ha sabido poner al lado de ese Oniéguine la más
bella figura de mujer de toda nuestra literatura. Además es el
primero que nos ha dado toda una serie de hermosos tipos
rusos verdaderos, descubiertos por él en nuestro pueblo.
Recordaré una vez más que no hablo como crítico literario y
que por eso no hago un examen más detallado de, esas obras
geniales. Se podría escribir todo un libro nada más que sobre
el tipo de monje historiador para explicar toda la significación
de esa grandiosa personalidad rusa, tan magníficamente
pintada por Puschkin para hacer sentir toda la belleza
espiritual de esa figura. Ese tipo existe; no es una simple
idealización del poeta. Y el espíritu del pueblo que lo ha
producido también existe, y su fuerza vital es inmensa. En
toda la obra de Puschkin veréis brillar su fe en el alma rusa.
FIN