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Sacerdotes de
Gor
Saga de Gor 03
John Norman
En otros tiempos Tarl Cabot fue el guerrero más poderoso de Gor, el extraño mundo de la Contratierra.
Pero ahora sólo cuenta con un amigo: el gran pájaro de guerra llamado Tarno. Es pues un proscripto,
todos van contra él: su casa, destruida, su familia, dispersa o asesinada. Y los responsables son unos
misteriosos seres que tiranizan a Gor: los reyes sacerdotes. Sin embargo Tarl Cabot les hará frente.
1
LA FERIA DE EN´KARA
Aunque el musgo del cajón era suave, esa noche tuve dificultad
para dormirme, pues me inquietaban las revelaciones de Misk, el Rey
Sacerdote. No conseguía olvidar la figura alada inerte sobre la mesa
de piedra. No podía olvidar la conspiración de Misk, y la amenaza
que se cernía sobre el Nido de los Reyes Sacerdotes. En mi sueño
febril me parecía ver la gran cabeza de Sarm con sus poderosas
mandíbulas, y oía el grito de los larls, y veía las pupilas ardientes de
los ojos de Parp, y me encontraba encadenado a los pies del diván de
Vika, y la oía reír.
—Estás despierto —dijo una voz que brotaba de un traductor.
Me froté los ojos y me incorporé, y a través del plástico
transparente del cajón vi a un Rey Sacerdote. Abrí la puerta
deslizable y salí a la habitación.
—Salud, Noble Sarm —dije.
—Salud, matok —dijo Sarm.
—¿Dónde está Misk? —pregunté.
—Cumpliendo sus obligaciones en otro lugar —dijo Sarm.
—¿Qué haces aquí?
—Se aproxima la Fiesta de Tola —contestó Sarm—, y es un tiempo
de placer y hospitalidad en el Nido de los Reyes Sacerdotes, un
tiempo en que éstos se muestran bien dispuestos hacia todos los seres
vivos, sea cual fuere su jerarquía.
—Me agrada saberlo —contesté—. ¿Qué obligaciones afronta Misk
que le obligan a abandonar esta cámara?
—En honor a la Fiesta de Tola —dijo Sarm—, ahora le complace
retener Gur.
—No entiendo.
Sarm miró a su alrededor. —Misk tiene un hermoso
compartimento —dijo, mientras examinaba las paredes con sus
antenas, y admiraba los dibujos olorosos que adornaban los muros.
—¿Qué deseas? —pregunté.
—Quiero ser tu amigo —contestó Sarm.
Me sorprendió oír la expresión goreana que significa “amigo” que
brotaba del traductor de Sarm. Como en el lenguaje de los Reyes
Sacerdotes no había un término que representase un equivalente
satisfactorio de esa expresión, el hecho significaba que Sarm se había
tomado un trabajo considerable —probablemente con la ayuda de los
ingenieros de traducción— para encontrar una expresión que
representase aproximadamente dicho concepto. Incluso era factible
que no comprendiese muy bien lo que estaba diciendo, y que hubiera
incorporado la palabra sólo con el fin de suscitar en mí una impresión
favorable. De todos modos, no manifesté mi sorpresa, y me comporté
como si no hubiese sabido que la expresión representaba un agregado
al léxico de su traductor.
—Me siento muy cansado —dije.
Sarm miró el cajón. —Pertenecías a la Casta de los Guerreros —
dijo—. ¿No deseas que te entreguen una hembra mul?
—No.
—Puedes tener más de una, si lo deseas.
—Sarm es generoso —dije—, pero declino su amable oferta.
—¿Quizá te agrade una provisión de piedras y metales raros?
—No.
—¿Querrías ser el supervisor de los muls en un depósito de
hongos?
—No.
—¿Qué querrías? —preguntó Sarm.
—Mi libertad —dije —, la restauración de la ciudad de Ko-ro-ba, la
seguridad de sus habitantes, ver de nuevo a mi padre, a mis amigos, a
mi Compañera Libre.
—Quizá sea posible resolver todo eso —contestó Sarm.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—Dime por qué te trajeron al Nido —sugirió Sarm.
De pronto sus antenas se volvieron bruscamente hacia mí, rígidas,
y en ese momento más que antenas parecían armas.
—No tengo la menor idea —dije.
Las antenas se estremecieron brevemente, por impulso de la cólera,
y los filos curvos se asomaron. Pero después pareció que Sarm
controlaba su propio arrebato. —Comprendo —dijo la voz que
brotaba de su propio traductor.
—¿Deseas un poco de hongos? —pregunté.
—Misk ha tenido tiempo de hablarte —dijo Sarm—. ¿Qué te dijo?
—Entre nosotros rige la Confianza del Nido.
—¿La Confianza del Nido con un humano? —preguntó.
—Sí.
—Un concepto interesante.
—¿Me disculparás si me lavo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Sarm—. Hazlo.
Estuve largo rato en la ducha, y después dediqué bastante tiempo a
preparar el potaje de hongos mul porque deseaba obtener una
consistencia que lo haría menos desagradable. Luego me dediqué a
saborear la comida.
Si estas tácticas pretendían producir cierto efecto en Sarm, creo
que fracasaron miserablemente, porque mientras estuve ocupado, él
permaneció inmóvil en el centro de la habitación.
Finalmente, salí del cajón.
—Quiero ser tu amigo —dijo Sarm.
Guardé silencio.
—¿Quizá deseas conocer el Nido? —preguntó Sarm.
—Sí —contesté—, me agradaría.
—Muy bien —observó Sarm.
No pedí ver a la Madre, porque sabía que eso estaba prohibido a los
humanos, pero comprobé que Sarm era un guía muy atento y
amable, dispuesto a responder a mis preguntas y a sugerir lugares
interesantes. Parte del tiempo viajamos en un disco de transporte, y
me enseñó el modo manejarlo. El disco se desplaza sobre una masa de
gas volátil y es muy liviano porque en su construcción se emplea un
metal que tiene cierta resistencia a la gravitación. Se controla la
velocidad con los pies apoyados en dobles fajas de aceleración; la
dirección está determinada por la postura del cuerpo del viajero, y en
este sentido sus principios son más o menos los mismos que se
utilizaban antaño en los patines de los niños. Para detener el disco, es
suficiente retirar los pies de las fajas de aceleración, y el aparato se
detiene suavemente, si dispone de espacio suficiente. En la parte
delantera del disco hay una célula que emite un rayo invisible; si el
área de detención es reducida, la frenada es más brusca. Pero la célula
no funciona si se presionan las fajas de aceleración.
Atendiendo a mi pedido, Sarm me llevó a la Sala de Observación,
donde los Reyes Sacerdotes mantienen vigilada la superficie de Gor.
Grupos de pequeñas naves, no satélites, invisibles desde el suelo y
manejadas por control remoto, transportan las lentes y los receptores
que transmiten información a las Sardar. Le dije a Sarm que los
satélites serían menos costosos, pero lo negó. Yo no habría formulado
la misma pregunta tiempo después, pero en ese momento no
comprendía cómo los Reyes Sacerdotes usaban la gravedad.
—La razón que nos mueve a observar desde el interior de la
atmósfera —explicó Sarm— es que resulta más sencillo definir mejor
la señal gracias a la mayor proximidad de la fuente. Para obtener la
misma definición con un artefacto de vigilancia extra atmosférico
necesitaríamos equipos más refinados.
Los receptores de la nave de vigilancia estaban equipados de modo
que podían recibir señales luminosas, sonoras y olorosas, y éstas,
reunidas y concentradas selectivamente, se transmitían a las Sardar,
donde se las procesaba y analizaba.
—Utilizamos sistemas de rastreo al azar —dijo Sarm— a lo largo de
siglos hemos descubierto que son más eficaces que la aplicación de
programas rígidos. Por supuesto si sabemos que hay algo interesante
o importante en terminado lugar, concentramos los esfuerzos en la
vigilancia del sector correspondiente.
—¿Registraron una cinta —pregunté— de la destrucción de la
ciudad de Ko-ro-ba?
—No —respondió Sarm—, no nos pareció tan interesante ni le
atribuimos importancia.
Apreté los puños, y vi que las antenas de Sarm se enroscaban
lentamente.
—He visto morir a hombres por la Muerte Llameante —dije—,
¿ese mecanismo también está en esta sala?
—Sí —dijo Sarm, y con una pata delantera señaló un gabinete
metálico con varios diales y perillas—. Los puntos de observación que
originan la Muerte Llameante están instalados en la nave de
vigilancia —agregó Sarm—, pero desde aquí se fijan las coordenadas
y se da la señal de disparar.
Miré alrededor. Era un salón muy espacioso, con cuatro niveles. En
cada uno de ellos, separados por pocos metros, estaban los cubos de
observación, que parecían cubos de vidrio transparente y tenían unos
cuatro metros cuadrados. Sarm me dijo que había cuatrocientos
cubos, y frente a cada uno vigilaba un Rey Sacerdote, alto, alerta,
inmóvil. Recorrí uno de los niveles, los ojos fijos en los cubos. En la
mayoría sólo pude ver paisajes de Gor; vi una ciudad, pero no pude
identificarla.
—Quizá esto te interese —dijo Sarm—, indicando uno de los cubos
de observación.
El ángulo de la lente en este caso era diferente al de la mayoría de
los restantes cubos. En lugar de dominar la escena, parecía correr
paralela a ella.
Vi un camino, bordeado por árboles, que parecían aproximarse
lentamente a la lente, y después quedar detrás.
—Está mirando por los ojos de un Implantado —aclaró Sarm.
Las antenas de Sarm se enroscaron.
—Sí —agregó—, hemos reemplazado las pupilas de los ojos por
lentes, y se ha combinado con su tejido cerebral una red de control y
un aparato transmisor. Ahora él está inconsciente, porque la red de
control ha sido activada. Después, le permitiremos descansar y
volverá a ver y oír por sí mismo.
Me vino a la mente el recuerdo de Parp. De nuevo contemplé el
cubo de observación.
—Sin duda —dije con amargura—, los Reyes Sacerdotes que tanto
saben y pueden, habrían logrado construir un aparato mecánico, un
autómata, que se asemejara a un hombre e hiciese su trabajo.
—Por supuesto —convino Sarm—. Pero un instrumento así
tendría que ser sumamente complejo, y en definitiva a lo sumo se
parecería a un organismo humanoide. En cambio, hay abundancia de
humanos, de modo que la construcción de un artefacto como el que
tú sugieres sería un despilfarro irracional de nuestros recursos.
—¿Ese hombre puede desobedecer? —pregunté.
—A veces hay cierta lucha y resistencia a la red, o intentos de
recuperar la conciencia.
—¿Un hombre puede resistir de tal modo que se salve del poder de
la red?
—Lo dudo —contestó Sarm—, a menos que la red fuese
defectuosa.
—En ese caso, ¿qué harían ustedes?
—Es muy sencillo —respondió Sarm—, sobrecargar la capacidad
de la red.
—¿Matar al hombre?
—No es más que un humano.
—¿Eso es lo que hicieron cierta vez en el camino a Ko-ro-ba, en
perjuicio de un hombre de Ar, que me habló en nombre de los Reyes
Sacerdotes?
—Por supuesto.
—¿Su red era defectuosa?
—Imagino que sí —respondió Sarm.
—Eres un asesino —dije.
—No —replicó Sarm—, soy un Rey Sacerdote.
Fin