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UN ARTE DEMOCRÁTICO.

EL TEBEO COMO ESPEJO DE LA SOCIEDAD


DESDE EL SIGLO XIX HASTA LOS 70.
Álvaro Pons
Revista galega de filología, 8 (2007)

RESUMEN

Todas las disciplinas artísticas, en mayor o menor medida, pueden ser usadas como
instrumento de análisis sociológico. Ya sea de forma explícita, por sus contenidos, o
implícita, por el contexto de creación, el arte es, en muchas ocasiones, una vía de
estudio de la sociedad en la que fueron creadas. Viene a la mente rápidamente el caso de
la literatura o pintura de corte costumbrista, retratos fieles de los momentos históricos
que vivieron. Si queremos construir un modelo fiel de los usos y costumbres de los
españoles del Siglo de Oro, nada mejor que acudir tanto a la novela de corte
ejemplarizante de Cervantes como a la sarcástica visión de la novela picaresca o la ácida
poesía de Quevedo, que nos darán cumplida cuenta y descripción de la época que
vivieron. Una descripción literaria a la que se añade, como valor añadido, la percepción
casi fotográfica de los pintores de la época.
Sin embargo, este ejercicio choca de forma inmediata con la evidente separación que se
ha ido gestando entre sociedad y artista desde el s. XVI, al reservarse su disfrute a un
reducido grupo perteneciente a la oligarquía aristocrática, una nobleza que era la
responsable del mecenazgo de los artistas. El arte y la cultura reflejaban al pueblo, pero
no estaban dedicadas a él, sino a unos cuantos elegidos.
Esta distancia ha sido y es, una constante en la historia del arte, que ha generado
siempre una calificación de elitista a las llamadas artes mayores. La pintura rara vez
salía de las colecciones particulares de las clases más pudientes, la literatura poco podía
llegar a una sociedad con unas tasas de analfabetismo demoledoras, la música luchaba
entre la clasificación de arte chabacano y de alta alcurnia… Comienza ya en estas
épocas iniciales la separación clara entre la cultura popular y la alta cultura, que se va
agravando a medida que el tiempo avanzaba.
Si nos centramos en la llamada cultura o arte popular, quizás el mejor ejemplo son las
aleluyas o aucas, pequeños cuentos morales ilustrados en los que encontramos, por
primera vez, una estructura secuencial de imágenes yuxtapuestas, incluso recuadradas
en viñetas, que recuerda poderosamente a lo que hoy llamamos historieta. Sin que
existiera todavía una clara interacción entre texto y secuencia, estas aleluyas eran
explicadas por cantores en las ferias y fiestas populares. Conocidos en muchos casos
como romances de ciego, relataban mediante textos versificados hechos de lo más
variado, desde episodios bíblicos a los hechos más luctuosos como crímenes, delitos o
la vida social de la época (Porcel, 2000).
Una forma cultural de expresión que se popularizaría, hacia el siglo XVIII y siglo XIX
con la denominada literatura de cordel, en alusión a las cuerdas donde se colgaban los
pliegos que contenían todo tipo de romances de corte costumbrista. Con la extensión de
la imprenta, esta forma cultural conocería una expansión importante en toda Europa,
centrada en España en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valladolid y
Valencia (Martín, 1978).
Precedentes directos de la historieta que ya evidencian una clara conexión entre la obra
y el público: la autoría se diluye y sus autores son poco conscientes del proceso creativo
que han realizado, ejecutándolo antes como un simple oficio que como una dedicación
artística.
A medida que avanzamos en el tiempo, este tipo de literatura daría lugar a las
publicaciones satíricas, famosas sobre todo en el Reino Unido, una forma periodística
que pronto se incorporaría de forma sistemática a los diarios y periódicos que
comenzaban a nacer a finales del siglo XIX.
Sin embargo, en todo este camino recorrido todavía no es posible hablar propiamente de
historieta tal y como la conocemos hoy en día. Pese a que es imposible definir una fecha
de nacimiento exacta para este medio, existe cierto consenso en establecer como punto
definitivo de partida de la forma actual de entender la historieta en los complementos
satíricos de los periódicos americanos del siglo XIX, resaltando siempre una caso
particular: las planchas de «Hogan’s Alley» de Richard Fenton Outcault. Esta serie es,
sin duda, el eslabón que marca la evolución entre una narrativa gráfica de forma
secuencial y lo que hoy conocemos como historieta. Y es precisamente aquí donde se
hace evidente cómo este arte recién nacido supone uno de los instrumentos de análisis
sociológico más importante que se pueden encontrar en el arte. Por un lado, los autores
son generalmente dibujantes con pocas ínfulas de artista, alejados de los círculos más
elitistas y más próximos al pueblo llano. Por otro, aparecen dentro de medios de
comunicación de vocación masiva, con una amplia distribución y, precisamente, como
elemento de reclamo para las clases más desfavorecidas, precisamente aquellas que
tienen más dificultades de lectura y a las que un añadido gráfico ayuda a comprender la
parte literaria. Estas dos características convierten a la historieta en un encaje único, que
va a estar siempre volcado y apoyado en la respuesta del público y que nos permitirá
conocer casi con precisión milimétrica la condición de la sociedad de su época de
publicación.
Dada su fuerte imbricación en la sociedad americana, esta relación es especialmente
palpable y reconocible en los EEUU, sobre todo en los cómics publicados hasta los años
50.

Los inicios de la historieta en los EEUU

Como ya se ha comentado, «Hogan’s Alley» se puede considerar como el punto de


partida de una nueva forma de arte. En las grandes planchas a color realizadas por
Richard F. Outcault se narran las vicisitudes de un callejón barriobajero, donde los
diferentes vecinos interpretan gags sobre la vida diaria. Generalmente, la componente
costumbrista es la dominante y en sus páginas se describe con minuciosidad cómo era el
ambiente urbano de estos barrios pobres de la ciudad. Niños descalzos o con zapatos y
ropas completamente raídas, suciedad y hacinamiento mostrada con una minuciosidad
extrema, que casi nos permite entrar introducirnos en las casas. En las imágenes de
Outcault los balcones, siempre plenos de gente que contempla tranquilamente los
sucesos que ocurren en la calle, son escenarios secundarios de todo un retrato de las
gentes de la época, donde podemos ver desde un niño que repetidamente se cae desde
un balcón hasta las mujeres bañando a los niños en grandes palanganas durante el
verano. La picaresca del día a día es mostrada con toda su crudeza y muchas de las
planchas tienen como motivo sucesos que habían conmocionado la vida de la ciudad,
desde palizas a arrestos pasando por todo tipo de situaciones.
El elemento común en todas las planchas es la presencia de un pequeño niño oriental,
que hacía las veces de narrador de las acciones que se presentaban en la plancha. Este
niño, que recibía el nombre de “Yellow Kid” por ir siempre vestido con una larga túnica
amarilla, se comunicaba con el lector precisamente a través de ella, con textos que
aparecían impresos en ella y en la que daba su versión de lo que estaba ocurriendo.
El éxito del personaje fue tal que pronto la serie se comenzó a conocer como «The
Yellow Kid», protagonizando el personaje sus propias planchas, esta vez concebidas en
forma secuencial y con una clara tendencia a un gag sencillo, en el que los sustos,
chascos o sorpresas eran la temática habitual.
Precisamente fue ya en este tipo de planchas donde, el 25 de Octubre de 1896, los
diálogos pasaron de la túnica amarilla a unos “globos” que salían de la boca del
personaje. Una reinvención de la filacteria de la pintura clásica que se considera según
muchos especialistas como el primer “bocadillo” utilizado en la historia y que ha
servido también para argumentar esta plancha como el nacimiento oficial de la historieta
como medio. Un atrevimiento excesivo pero que deja claro la fuerte vinculación del
medio con la prensa, por lo menos en sus primeros pasos.
La popularidad del personaje fue extraordinaria, siendo una importante razón de venta
para el periódico, que veía como grupos que tradicionalmente no compraban prensa se
acercaban a ella, atraídos por unas planchas en las que se trataban temas más próximos a
ellos, con temáticas más cercanas al cotilleo de patio vecinal o a la truculencia de la
crónica de sucesos. De hecho, tal fue la repercusión de este personaje para el público y
para la sociedad de la época que a partir de ese momento se comenzó a conocer a la
prensa que centraba sus temas en los sucesos, el rumor y el chisme como “prensa
amarilla”, en clara referencia al color que vestía de Yellow Kid, pero también con una
clara componente despectiva por parte de la cultura “oficial”, que veía en este tipo de
publicación y, por supuesto, en esta nuevo medio una vulgarización intolerable de la
digna institución de la prensa.
Pero la semilla de la historieta estaba ya plantada y pronto sus frutos comenzaron a
multiplicarse. Tímidamente primero, para después en tropel, los periódicos (sobre todo
los pertenecientes al magnate Hearst, uno de sus defensores más acérrimos) del
comienzo del siglo XX incluían la historieta en sus páginas como reclamo para todo
tipo de público. Estas primeras iniciativas copiaban claramente tanto la estructura como
la temática de The Yellow Kid, como por ejemplo en «Johnny Wise», de Tad Dorgan,
centrada en la vida de un viejo pícaro vividor. El costumbrismo era, de lejos, la
principal fuente de inspiración de estos pioneros de la historieta, como demostró el
propio Outcault con su siguiente creación, «Buster Brown», en la que se narran las
peripecias de un niño de clase alta, siempre buscando problemas con sus aventuras.
Outcault repetía para el New York Herald la misma fórmula que le dio éxito en su
anterior creación, aunque poco a poco lo que era una excusa para retratos de sucesos o
costumbres de la época fue monopolizando la serie y virando hacia contenidos más
humorísticos y dirigidos a un público infantil. Outcault intentaba así competir contra
una de las series estrellas de otros periódicos, la infantil «The Katzenjammer’s kid» de
Rudolph Dirks, donde unos gemelos de pelo rubio y moreno (claros antecedentes de la
creación más famosa de Escobar, «Zipi y Zape», hacían todo tipo de diabluras para
disfrute de sus lectores.
Este deriva hacia contenidos más infantiles consiguió todavía más repercusión
económica para el periódico, ya que los padres dejaban leer a los niños esa parte del
periódico, lo que motivó de nuevo un efecto dominó en el que prácticamente todas las
series fueron protagonizadas por niños. Poco a poco el humor y la comedia llevaron las
temáticas hacia la fantasía más absoluta, con «Little Nemo in Slumberland», de Winsor
McCay como referente absoluto. Una obra maestra que influyó de forma decisiva en la
forma de entender el recién nacido arte del cómic hasta prácticamente 1910.
La vuelta al costumbrismo

Sin embargo, dentro de esta clara vertiente cómica que tenía la historieta de estos
primeros años del siglo XX, los lectores comenzaron a reivindicar la presencia de series
y personajes que fueran de nuevo dirigidos a públicos más adultos. Una petición que fue
rápidamente cumplida con series como «Happy Hooligan» de Frederick Opper (1908),
que volvía a retomar constantes de la primera creación de Outcault, tomando como
protagonista a un mendigo, de extraordinario parecido facial con The Yellow Kid, que
corre las más caóticas aventuras. Happy Hooligan supone una vuelta a la temática
costumbrista, en la que las costumbres morales y sociales de la época se ven puestas en
entredicho por un personaje claramente marginal, pero ingenuo y bonachón. Una
temática que se repetiría en cierta medida con la exitosísima «Mutt and Jeff» de Bud
Fisher (1908), pero que incorpora ya claramente las influencias del recién nacido cine.
Tanto a nivel de diseño de personajes, como en la temática , muy próximos al slapstick
de las películas de la Keystone de Mack Sennet. Sin embargo, mientras la falta de
sonido obliga a centrar las tramas cinematográficas en el gag visual y dinámico, en la
historieta existe un mayor desarrollo, que permite establecer un mayor número de
características. Los años de progresión industrial que vivían los EEUU tras el llamado
pánico de 1873 son evidentes en las series, reflejando también la suerte de cóctel
cultural que supone la masiva inmigración que llegaba al país durante las dos primeras
décadas del siglo. Chinos, irlandeses, polacos y judíos comienzan a aparecer con
normalidad en estas series.

La convivencia tanto de series de clara vocación infantil como las de pícaros más
dirigidos al público adulto provocó que las cada vez más importantes secciones de
cómics fuesen casi lecturas familiares, lo que se tradujo en la aparición en las temáticas
de la propia vida familiar. «The family upstairs», de George Herriman (una serie donde
nacería como complemento una de las obras más importantes de la historia del cómic,
«Krazy Kat») supone todo un ejemplo de esa nueva tendencia que supone la utilización
de los acontecimientos familiares como ejes argumentales. Pese a su fijación en una
secuencia donde el gag visual es el protagonista absoluto, Herriman nos deja pinceladas
que permiten definir la estructura familiar típica de 1911, con el hombre como cabeza
de familia y la mujer dedicada a las labores del hogar.

Pero sería un par de años más tarde cuando George McManus crea, dentro de este
subgénero, una serie de importancia fundamental: «Bringing up father». La serie se
centraba en la vida de una familia de inmigrantes que adquiere una inmensa fortuna y
entra en la jet-set americana, generando situaciones humorísticas como contraste entre
el humilde origen de los protagonistas, sus ambiciones y la vanidad de alta sociedad.
McManus desarrolló en toda su serie una lúcida evaluación de las aspiraciones de las
clases más modestas, sobre todo las integradas por una inmigración que había llegado al
país ante el reclamo de una tierra de oportunidades. Como comenta Javier Coma:
“McManus conjugó un trazo, progresivamente moldeado y perfeccionado, que
delimitaba meticulosamente los contornos de los personajes, objetos y escenarios, según
la moda del Art Deco, y aplicó el resultante rumbo expresivo a una visualización crítica
de la clase privilegiada” (Coma, 1991). Durante sus cuarenta años de existencia, la serie
se convirtió en un ácido catálogo de costumbres sociales, en el que la sencillez y
campechanía de Jiggs, el orondo protagonista, se contrapone a la búsqueda del
reconocimiento social a todo precio que intenta su mujer, Maggie. Los enrevesados
protocolos de las opulentas familias de mayor abolengo son unas cadenas para la
simpleza de quien tan sólo quiere disfrutar de su riqueza.

La primera gran saga costumbrista


Tras la Primera Guerra Mundial apenas tiene reflejo en los cómics de la época, más allá
de los obligados problemas derivados de la contienda, aparece lo que podríamos
denominar la saga más importante del género costumbrista en el cómic: «Gasoline
Alley», de Frank King. Creada en 1918 para las páginas del Chicago Tribune como una
viñeta de periodicidad semanal centrada en el mundo del automóvil, que se desarrolla en
una gasolinera. Una temática que, en mayor o menor medida, se mantiene al adaptarse
al formato de tira diaria con periodicidad diaria, pero que cambiaría radicalmente a
partir del 14 de febrero de 1921. Ese día, el protagonista, Walt Wallet encuentra a la
puerta de su casa una canastilla con un bebé abandonado, Skeezix. Nace en ese
momento una monumental saga río que, hoy en día, todavía continúa, y en la que
asistimos en primera fila al nacimiento y crecimiento de la familia Wallet. Su autor
concibió la serie como una crónica de la vida diaria americana, haciendo que sus
personajes crezcan y envejezcan en “tiempo real”. Así, el lector verá cómo el pequeño
Skeezix es adoptado por Walt y éste contrae matrimonio con la joven Phyllis Blossom,
formando una típica familia americana. A lo largo de los años, Skezzix irá al colegio,
crecerá, se alistará en el ejercito, estudiará y se instalará, formando él también una
familia que dará nietos a sus padres adoptivos.
Es imposible evaluar en toda su extensión la importancia de «Gasolina Alley» como
retrato de la sociedad y estructura familiar americana del siglo XX. Tanto King como
sus continuadores, Dick Moores y Jim Scancarelli, consiguieron plasmar en la serie toda
la complejidad de la institución familiar en ese país, desde los pequeños detalles del día
a día, hasta cómo los acontecimientos sociales influyeron de forma decisiva en la vida
de las familias. Los cambios políticos, las crisis económicas, el impacto de las
contiendas donde se involucraron los EEUU, los momentos de desarrollismo, los
grandes estrenos cinematográficos… la lectura de la serie permite un recorrido histórico
de primera magnitud, en el que King hacia uso de sus vivencias personales,
transformándolas en testimonio de primera mano sobre la vida de la sociedad
americana. Pero sobre todo, sorprende la habilidad de los sucesivos autores para
introducir en la serie todas las visiones de la sociedad. A través de una familia creciente
y un cuidado diseño de secundarios, en el restringido universo de «Gasolina Alley»
podemos encontrar desde las posiciones más conservadoras a las más progresistas, en
perfecto reflejo de una realidad social bipolarizada políticamente.

De la evasión a la dura realidad

Pero la felicidad y alegría de los años 20 acabaría drásticamente con el llamado “Jueves
Negro” de 1929. En apenas unos meses, la situación económica se hunde
estrepitosamente, con un crack bursátil que lleva al país a una depresión sin
antecedentes. El paro aumenta hasta más del 25% de la población y la realidad es tan
terrible que es difícil enfrentarse a ella.
Ante una situación tan desesperada, los cómics costumbristas no hacen más que
recordar la crudísima realidad social que se vive, empeorando si cabe la terrible
desgracia que viven los ciudadanos americanos.
Es necesario más que nunca un entretenimiento que haga olvidar el hambre y las
dificultades, y el cómic se sabrá amoldar a esas necesidades. Apenas unos meses
después de la gran depresión, la aventura y la fantasía comienzan a inundar los
suplementos de los pocos periódicos que no sucumbieron a la crisis. «Buck Rogers en el
siglo XXV», de Harold Gray supone el pistoletazo de salida, adaptando los clásicos del
pulp que tanto éxito tuvieron durante los años 20 al cómic. Aventuras de un luchador
infatigable en un futuro de viajes espaciales y hermosas mujeres que precisan de un
héroe que las salve de terribles peligros. La temática ideal para abrir una puerta de
escape para olvidar, aunque sólo sea durante unos momentos, las punzadas del hambre y
la rutina de salir todos los días de casa para intentar ganas unos centavos que permitan
comer algún mendrugo de pan.
La ciencia ficción es quizás el abanderado de los géneros de evasión, que tendrá su gran
exponente en «Flash Gordon», la gran creación de Alex Raymond. Su dotado estilo fue
el arquitecto perfecto para la construcción de las aventuras más increíbles, con mujeres
de increíble belleza y parajes nunca antes vistos. Pero también la aventura y la fantasía
fueron el combustible perfecto para la imaginación del lector. Series que apenas habían
conseguido conectar con el público en su debut como el «Tarzán» de Harold Foster
(1928) o el «Tim Tyler’s Luck» de Lyman Young (1928) son ahora éxitos sin parangón.
La lejana selva africana se alza como una especie de llamada de sirenas de increíbles
misterios y aventuras sin par, que encadilaban al lector americano como nunca antes se
había visto, llevando a muchas de las nuevas series a esos paisajes: las aventuras de
«The Phantom», de Ray Moore y Lee Falk o el «Jungle Jim», de Alex Raymond se
desarrollan en su totalidad en esos exóticos lugares. Durante los duros años de
depresión, coincidentes con el reinado de la llamada “Economy act”, los cómics son
monopolizados por los géneros de evasión pura. Prácticamente todas las series que se
publican y las que se van creando tienen el común denominador de la huida de la
realidad, devoradas por un público que ve en ellas una esperanza de ante la larga crisis
que vive. Dentro de esta línea tendrá especial importancia el nacimiento de un género
propio del cómic, los superhéroes. El nacimiento en 1938 de «Superman», obra de Jerry
Siegel y Joe Shuster, se entronca dentro de esta necesidad imperiosa de héroes que
hagan olvidar al pueblo el día a día.
Sin embargo, este escape de la existencia real tendrá que vérselas, tarde o temprano, con
la dura realidad que está naciendo en Europa: el auge del nacionalsocialismo de Hitler y
sus pretensiones expansionistas son vistos con lejanía por una sociedad que difícilmente
sabe qué comerá el día siguiente.
Paradójicamente, será una serie de cómic la que primero avisará al pueblo americano de
la terrible situación que se está dando allende los océanos: «Terry y los Piratas».
Nacida bajo el amparo de esta necesidad de evasión de la mano de Milton Caniff, era
una más de las series que narraban las aventuras jóvenes héroes en los alejados y
misteriosos países del extremo oriente. Aunque ya desde el principio se distanció de
estas series por un mayor contenido de crítica y un reflejo fidedigno de la problemática
colonialista que se daba en el mar de China, sería a partir de 1937 cuando comenzaría a
reflejar de forma continuada la guerra chinojaponesa. Una guerra considerada de forma
anecdótica por los medios e incluso el gobierno americano, más preocupados por su
situación interna, pero que fue fielmente retransmitida por Caniff en su serie y que de
forma lenta y paulatina, fue ganando el interés del público. Durante casi cuatro años, las
andanzas de los personajes fueron lo más parecido a un gran espectáculo del que hablar
al día siguiente, reflejando de forma creciente los cada vez más importantes temores de
la sociedad por entrar en la guerra que se desencadenaba en Europa. Apenas unos meses
antes del bombardeo de Pearl Harbour, Caniff conmocionaba al país con la muerte de
una de las protagonistas de la serie, en una larga secuencia que, durante varios días,
paralizó al país y logró que las banderas ondeasen a media asta. El país sabía que la
desgracia estaba muy cerca y cuando EEUU declaró la guerra a Japón, la serie entró de
lleno en ella. Se convirtió en un diario de guerra que llevaba noticias sobre el avance de
la guerra casi de forma simultánea a lo que se leía en los periódicos o los partes que se
veían en los cines. La ficción ha desaparecido casi completamente y la serie toma un
tono casi documental, que sirve además como punto de conexión entre los soldados
desplazados miles de kilómetros y sus familias, además de cómo refuerzo moral de
indudable eficacia, como demuestra la famosa plancha dominical del 17 de octubre de
1943, una conversación entre un teniente coronel y el protagonista que fue considerada
durante años como uno de los mayores ejemplos de discurso patriótico, usado incluso
en las escuelas y referida en el mismísimo Congreso de los EEUU.
La contienda monopoliza totalmente las temáticas de las historietas de la época, desde
las tiras clásicas, que incluyen referencias a la guerra, hasta una inmensa pléyade de
nuevas series de temática militar y bélica, en muchos casos con una intención pseudo-
documentalista, muy inspirada por la obra de Caniff, sin olvidar, por supuesto, el
pujante género de superhéroes que invade los recién nacidos comic-books, donde los
superhéroes recién creados encuentran en los nazis y japoneses la mejor cantera de
supervillanos jamás ideada.
Tras la victoria aliada, la vuelta de los veteranos a su país motivó de nuevo un cambio
radical en las historietas que publicaba la prensa. En la dicotomía marcada por un lado
por la celebración de la victoria y, por otro, la dificultad de los otrora soldados en su
reincorporación a la vida civil, la sociedad americana precisaba de nuevos aires en los
cómics que leía, más maduros, pero sin olvidar la necesidad de pasar página y encarar el
futuro. Un buen ejemplo sería la serie «Rip Kirby», de Alex Raymond, protagonizada
por un ex –marine reconvertido a detective glamouroso, demostrando que existían
alternativas atrayentes para los condecorados marines que llenaban las oficinas de
empleo.
Pero el final de la década de los 40 tuvo también un efecto secundario en la industria de
los cómics americana, que sufre un desgajo importante entre las historietas que
publicaba la prensa que, dirigidos cada vez más hacia un público ilustrado, habían
alcanzado un reconocimiento cultural sin precedentes y los exitosos comic-books,
relegados a un lector juvenil, generalmente de extracción baja y en los que los
argumentos eran adscritos a todo tipo de géneros, desde los superhéroes a los clásicos
como el terror, la ciencia-ficción o la fantasía.

El caso español: el tebeo tras la guerra civil

Como hemos visto en el caso americano, es posible establecer una relación unívoca
entre la situación social y los tebeos que se leían. Pero ¿es posible hacer esta misma
relación fuera de ese país?
La respuesta a esa pregunta es bien próxima, sin más que acercarnos a los tebeos que se
publicaban en España tras la guerra civil. Tras un primer periodo en el que la
publicación de todo tipo de revistas infantiles es suspendido, excepción hechas de
aquellas como «Flechas y Pelayos» y «Chicos» que habían surgido en la zona franquista
y que servían a los intereses ideológicos del nuevo régimen impuesto, comienzan a
recuperarse las antiguas editoriales y, en una sociedad empobrecida, sometida a fuertes
racionamientos de todo tipo, los tebeos se convierten prácticamente en su única fuente
de ocio para el español. En apenas unos años, los tebeos se convierten en un objeto
cotidiano que es leído tanto por niños, su objetivo inicial, como por mayores, con dos
grandes ejes fundamentales: por un lado el tebeo humorístico, en la mejor tradición de
los clásicos como Pulgarcito o TBO y, por otro, el tebeo de aventuras, seriales
publicados en formato de cuadernillo apaisado y que son herederos de los personajes
americanos que llegaron durante los años de la república. Como dice Antonio Altarriba:
“Aun a riesgo de simplificar, se podría afirmar que la historieta de humor escenifica el
fracaso, la historieta sentimental la resignación y la historieta de aventuras el triunfo”
(Altarriba, 2001). Una simplificación nada desencaminada, ya que ejemplifican
claramente las relaciones ya establecidas para el tebeo americano. Mientras que el tebeo
de humor, dirigido inicialmente a los niños, hace un retrato fiel del español de a pie de
la posguerra, el cuadernillo de aventuras es el entretenimiento evasivo perfecto para una
sociedad que quiere escapar de la desgracia de la guerra civil y de una posguerra que la
sume en la miseria.

El cuadernillo de aventuras como ejemplo de evasión perfecta.

Al igual que ocurre en los EEUU de la depresión del 29, la sociedad española precisaba
huir de las ataduras y cadenas que el desastre de la guerra civil había causado. Familias
rotas, hambre en las calles, ciudades destruidas, epidemias causadas por la miseria… la
situación en la que quedaba el país era terrible y el día a día una condena de la que no se
podía escapar. La única puerta abierta era una forma de entretenimiento barata y al
alcance de cualquiera: los tebeos. Es evidente que el férreo control ideológico de la
censura influirá en los argumentos de estos cuadernillos, pero como bien indica Pedro
Porcel en su estudio «Clásicos en Jauja»: “La intención primera de éstos es de pura
evasión, más allá de ciertos valores que son inevitable reflejo de la sociedad en la que
estos tebeos son concebidos: patriotismo a ultranza, religiosidad, militarismo…, valores
constantemente ensalzados e inculcados desde el poder en un bombardeo ideológico
continuo a cuya influencia los guionistas de historieta, como cualquier otro ciudadano,
difícilmente pueden sustraerse” (Porcel, 2000).
Sin embargo, estos aspectos aparecen más como una especie de peaje necesario a pagar
para poder entrar directamente en lo que buscaba el lector de la época: la evasión. Series
estrella de la Editorial Valenciana como «El Guerrero del Antifaz», de Manuel Gago, o
«Roberto Alcázar y Pedrín», de Eduardo Vañó, son ejemplos claros de esta condición.
En la primera, el aguerrido héroe defiende la unidad de España durante la reconquista,
en enfrentamiento perpetuo contra el terrible ejército moro que invade la península. Una
excusa argumental perfecta tanto en espíritu como en letra con los ideales de los
militares franquistas, pero que en la práctica encubre sencillamente una oportunidad
para que el lector viaje a lugares exóticos y disfrute con bellas mujeres ataviadas al
estilo de las mil y una noches, con telas transparentes que excitan la pobre y demacrada
libido del español de los años cuarenta, que se imagina como el perfecto héroe
enmascarado siempre en defensa de su amada.
Por su parte, «Roberto Alcázar y Pedrín» ha sido sistemáticamente acusada de ser una
correa de transmisión de los ideales falangistas y franquistas, llegando a ver en la figura
del protagonista una representación de José Antonio Primo de Rivera. La realidad es,
sin embargo, muy distinta, ya que un simple análisis de la serie permite comprobar
como generalmente sus argumentos estaban más relacionados con la ciencia ficción (en
algunos momentos rayana con el surrealismo) que con la política. Los supuestos ideales
que se transmitían son, antes al contrario, un reflejo fidedigno de la realidad de una
sociedad que asumía como propias las consignas ideológicas y morales que las
autoridades franquistas emitían. Vista así, la serie se alza como un catálogo sociológico
de la España de la posguerra, en la que podemos ver a través de sus personajes cuáles
son las opiniones del español de la época sobre aspectos tan cotidianos como el papel de
la mujer, la educación de los hijos, la moral o la moda.
A través de sus aventuras, en las que no se es ajeno al exotismo, trasladando al
personaje a Oriente en varias ocasiones, los diálogos son espejo de la opinión de la
calle. Se considera a la mujer como dependiente del hombre y las malvadas son,
generalmente, solteras (una mujer decente, a partir de cierta edad, debe ser casada) y
fumadoras, “símbolo de un inconformismo que equivale a mera maldad” (Porcel, 2000).
Los jóvenes que no siguen el camino de los estudios caen automáticamente en la
delincuencia y los excesos en el vestir o la cosmética suponen la calificación de
peligroso y los extranjeros se representan como maquiavélicos en el caso de ser
orientales o brutos y poco inteligentes, pero bonachones en el de los africanos.
Una representación simplista que no está muy alejada de lo que sería el resultado de una
encuesta entre los españoles de la época.
La extrema longevidad de la serie, casi cuarenta años, permite a su vez estudiar la
evolución de estas cerradas ideas, que en los sesenta incorporan a su catálogo de
maledicentes y posibles delincuentes hasta a los hippies, “melenudos” calificados como
parásitos y mala gente y que provocan la hilaridad de los protagonistas por sus poco
viriles indumentarias.
Durante los años 40 y 50, el cuadernillo de aventuras goza de una salud de hierro en el
quebradizo panorama artístico y cultura español, con centenares de títulos que venden
cientos de miles de ejemplares semanales. Los títulos se multiplican hasta la
extenuación y los argumentos, temáticamente siempre enmarcados en el género
aventurero o de ciencia ficción, se repiten hasta la extenuación: el héroe tiene que
enfrentarse a terribles peligros invasores para defender a su amada y a su pueblo.
Paradójicamente, y pese al imperante ensalzamiento del patriotismo en todas sus
formas, los héroes suelen luchar en lugares muy alejados de su país natal. Según
Antonio Martín, “el cuaderno de historietas arrastra al lector más allá de la realidad
cercana, fuera de su entorno, para darle lo exótico. Se produce entre los dibujantes
españoles un intento inconsciente por negar su pasado inmediato, ignorándolo” (Martín,
2000).
En cualquier caso, el análisis enunciado para las series de Vañó y Gago es
perfectamente aplicable a los miles de cuadernillos que aparecieron en esta época.

El espejo de la sociedad: el tebeo de humor

El tebeo de humor, de amplia raigambre y tradición en la sociedad española, adquiere


una importancia capital en los años 50. Pese a que está dirigido inicialmente al público
infantil, no se puede evitar la segunda lectura de muchos de los personajes de la época
en términos sociológicos. Ya sea de forma inconsciente o expresa, los tebeos de humor
se convierten en una denuncia clara de la situación social de la posguerra, definiendo
perfiles típicos de la sociedad.
Quizás el ejemplo más claro lo tengamos en la publicación de Bruguera «El DDT»,
aparecida en el año 1951 con el inequívoco subtítulo de “contra las penas”. Un estudio
de sus personajes nos puede dar la mejor radiografía de la sociedad de la época:

- «Apolino Tarúguez», de Conti, es el perfecto ejemplo de empresario de dudosa


reputación de la época. Siempre dedicado a hacerle la vida imposible a su
empleado Celedonio, a través de sus aventuras se definen, por un lado, la
picaresca del estraperlista de la época, empresarios dedicados a cualquier
negocio, por extraño que este parezca, siempre que tengan un beneficio
económico, sin preocupación alguna de usar para ello la mentira o la estafa. En
una historieta de 1951, la primera viñeta presenta a Apolino frente a unas cajas:
“¡Hace tres años que tengo esta partida de pistolas de juguete y no sé cómo
colocarlas sin perder dinero contante y sonante!..” dice, respondiéndose él
mismo: “¡Se me ha ocurrido una idea de crustáceo fosforescente!¡Ordenaré a mi
esclavo Celedonio que intente venderlas como armas preventivas contra
ladrones colegiados!”.
Un episodio que deja claro el talante del personaje, pero que introduce otro de
los aspectos valiosísimos de esta serie: las relaciones laborales entre patronos y
empleados. A lo largo de la serie, el patrón no tiene ningún empacho en calificar
de “esclavo” a su empleado y de tratarlo como tal, intentando siempre
presentarlo como culpable de cualquiera de sus desmanes. Con mucha ironía, los
guiones de Conti siempre conseguían que la miserable actitud tuviese un justo
castigo, algo que difícilmente ocurría en la vida real.
- «Cucufato Pí», de Cifré es el exponente máximo de la represión sexual del
español. Bajito, calvo y con bigotito, el pobre Cucufato es un enamoradizo
contumaz que intenta comprometerse con las bellas mujeres que deambulan por
la serie, recurriendo a todo tipo de tretas y artimañas, siempre bienintecionadas
que terminan ineludiblemente aumentando su frustración sexual. Una serie que
compartía parcialmente obsesiones con «Ofelio», de Jorge, en la que se
presentaba un personaje a la antigua usanza, vestido con cuello alto almidonado,
levita y sombrero fino que tiene serios problemas de relación con las mujeres
por su timidez recalcitrante.
- «La familia Cebolleta», de Vázquez y «Doña Tula, suegra», de Escobar son
fotografías perfectas de la institución familiar de los cincuenta. Muy alejadas del
modelo clásico impuesto por Benejam en el TBO con «La familia Ulises», de
corte más bondadoso, son feroces y vitriólicas sátiras que ocasionaron más de un
problema a sus autores. En la visión de Vázquez, la familiar se representa como
una unidad familiar dependiente del padre, que debe pluriemplearse para poder
pagar los caprichos de sus dos hijos, su mujer y el abuelo, que convive con la
familia. Si bien la representación familiar sigue los estándares marcados por el
franquismo, encontraremos desde referencias a la necesidad de la mujer de hacer
pequeños trabajos de modistería “para pagar sus vestiditos” a la moralidad
reinante hacia los jóvenes, representados en la joven hija que encadena novio
tras novio para desespero de sus padres. Por su parte, Escobar construye una
demoledora versión de la familia que le costó el cierre de la serie por parte de la
censura, que consideraba humillada la institución familiar. Sin embargo, «Doña
Tula, Suegra» sólo mostraba las dificultades de muchas parejas de novios que
debían vivir en la casa de la suegra ante la imposibilidad de conseguir una
vivienda propia con sus escasos sueldos. Pero, además, Escobar reflejaba la
tradicional relación de amor-odio entre suegra y yerno, presentando a Clotilde
como una víctima continuada de las humillaciones de su suegra, obligado a
tareas “poco masculinas” como barrer, lavar los platos o tender la ropa. Aunque,
de nuevo, en la serie encontramos aspectos propios de la vida diaria, como el
huerto delante de la casa para poder ahorrar algo en el mercado, el pluriempleo,
y la diferenciación clara de labores en el hogar entre hombre y mujer.
- «Amapolo Nevera», de Cifré y «Don Danubio, personaje influyente», de Martz
Schmidt, son dos series que presentan diferentes tipologías populares de la
España de los 50. «Amapola Nevera» es el clásico pícaro, sin trabajo ni
ocupación conocida, que dedica todo el día a inventar nuevas formas de timar a
sus convecinos para poder vivir sin pegar golpe. Un personaje simpático y
jovial, que usa su innegable don de gentes para timar a cualquiera que se cruce
por su camino y que no siempre fracasaba en sus intentos. Cifré logra así una
creación que se aproxima en extremo a las vivencias de la calle, con un
personaje que resume y exagera las dificultades de la vida diaria de muchos
españoles, comenzando por los mil y un trabajos y terminando con el obligado
sablazo a los amigos. Por su parte, el personaje de Martz Schmidt ejemplifica a
la perfección la creencia de la sociedad española de que todo se consigue por
“nchufe”. Don Danubio es el personaje al que acude desde la aristócrata hasta el
pobre desgraciado para conseguir, gracias a sus infinitos contactos, lo que por
medios oficiales es imposible, todo un indicativo de la baja confianza del pueblo
en una administración que, tras la guerra, se encontraba completamente
desestructurada y padecía una ineficiencia endémica.

Sólo con «El DDT», es posible hacer un perfecto perfilado de la sociedad de los 50,
que se puede ver enriquecido con multitud de otros aportes provenientes del tebeo
de humor, como el ejemplo ya citado del «TBO», «Pulgarcito» o «Jaimito», donde
los personajes extractados directamente de la calle se convierten en perfectos
arquetipos de la vida diaria.

Durante los años sesenta, la sociedad de posguerra salía de las brumas de la crisis,
entrando en un periodo de mayor desarrollo económico, coincidente con los cambios
que suponían la entrada en el gobierno franquista de una generación de jóvenes
políticos, denominados después “los tecnócratas”, que impulsan los llamados “Planes de
Desarrollo” de los 60. Paradójicamente, la supuesta apertura en la censura que el
régimen anuncia con la llegada de Manuel Fraga Iribarne al ministerio de Información,
se traduce en los tebeos con un brutal endurecimiento de la censura, siendo quizás el
ejemplo más evidente el absurdo juicio al que fue sometido Escobar por su creación del
famélico «Carpanta», acusado por el Ministerio de Información de presentar una falsa
imagen del español, ya que en España, tras veinticinco años de paz, el pueblo ya no
pasaba hambre (Cuadrado, 2000).
Una dificultad que se añadirá a la clara crisis de ideas que contaminan los tebeos de
aventuras (Martín, 2000).
El español ya puede disponer de otros medios de ocio: el espectacular cine
hollywoodiense y, sobre todo, la naciente televisión que inunda los hogares, cambia
radicalmente los hábitos y modos de las familias. El tebeo deja de ser una forma de
entretenimiento para adultos y niños a la vez que la evasión deja de ser una necesidad
imperiosa. Por primera vez en casi dos décadas de profundo maridaje, el tebeo se aleja
de la sociedad.

La reacción frente a la cultura oficial


Paradójicamente, la situación de bonanza económica, que se traduce en el alejamiento
de las clases populares de la historieta como forma predominante de entretenimiento,
trae acarreada un movimiento de ruptura radical con la cultura oficial que toma el cómic
de nuevo como estandarte de su lucha. Asociado tradicionalmente con la cultura popular
y con formas de arte vulgarizadas, estas corrientes contraculturales ven en la historieta
un medio perfecto para su provocación hacia los cimientos de la cultura y arte
establecidos.
En los EEUU, estas iniciativas se organizan alrededor del denominado movimiento
“underground”, que a finales de los 60 encauza hacia los cómics todo el descontento de
la juventud hacia el sistema, con revistas tan famosas como «Zap», donde autores como
Robert Crumb describen en sus historietas las incoherencias de una sociedad que no
acepta la transgresión de los nuevos aires, retomando en cierta medida la historieta
costumbrista a través del género autobiográfico. Diversos autores como el propio
Crumb, Justin Green o Harvey Pekar narran en sus tebeos el día a día de sus vidas,
convirtiéndose en notarios de la nueva América, de la que no ve héroes de película sino
los males de una sociedad que hereda lo peor de la guerra fría.

En Francia, se produce un movimiento de similares características, que alcanza su


apogeo en las protestas estudiantiles de Mayo del 68 y que, de nuevo, tiene en los
cómics una herramienta potentísima de expresión. Sin embargo, la reacción en este país
se traduce en tebeos que incorporan las influencias del pop-art norteamericano, con
obras como «Barbarella», de Jean Claude Forest, «Saga de Xam» de Nicolas Devil, o
«Pravda, la surviriese», de Guy Pellaert, donde el erotismo protagoniza aventuras
sorprendentemente canalizadas hacia el género fantástico o de ciencia-ficción,
alejándose del costumbrismo.

Por desgracia, en España los últimos coletazos del franquismo apenas permiten que
exista más que un intento muy subterráneo de innovación, siempre sometido a la
amenaza de la persecución por un gobierno que ve en la contestación un peligro sin
límites, aunque sea a nivel artístico. Pese a todo, algunas publicaciones como «El Rrollo
enmascarado» (1973), editadas casi clandestinamente, reflejan la necesidad de libertad
de la juventud española, con historias de corte costumbrista, inspiradas en sus
homólogas estadounidenses, en las que se pueden encontrar importantes claves de la
vida urbana del final del franquismo.

Conclusiones
El rápido repaso dado en este artículo permite concluir la evidente utilidad del tebeo
como instrumento de análisis sociológico. Su imbricación en la cultura popular, tanto
como elemento de ocio de fácil acceso como por la pertenencia de sus autores a las
clases sociales más comunes, alejados de las componentes elitistas de otras formas
artísticas, lo convierte en un medio de características únicas, que permite a través de su
estudio extraer en la práctica una historia doméstica de la sociedad que los consume.
Su fuerte implicación en el contexto social es clave para este análisis, que se puede
realizar tanto desde la disección de los personajes como a partir de estudios más
globales que examinen la evolución de los géneros y formatos a los que se adscriben.

Bibliografía
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- Cuadrado, Jesus. De la Historieta y su uso. 1873-200: Atlas español de la cultura
popular. Ediciones Sins Entido y Fundación Germán Sánchez Ruipérez. Madrid, 2000.
- Dopico, Pablo. El cómic underground español, 1970-80. Ediciones Cátedra. Madrid,
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- Martín, Antonio. Apuntes para una historia de los tebeos. Ediciones Glenat.
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- Porcel, Pedro. Clásicos en Jauja. La Historia del tebeo valenciano. Edicions de
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- Varios Autores. El DDT Contra las penas nos. 1 a 50. Editorial Bruguera. Barcelona
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