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AVENTURAS SIN PATINES

DANIEL F. AGUIRRE R.

14. CARROS DE PALO

En la parte trasera de la casa de mis padres se encuentra la bodega, lugar increíble


que era el destino final para cualquier cosa que dejaba de funcionar o que funcionaba a
medias: tubos, retazos de madera, tuercas y tornillos, herramientas de todo tipo, martillos y
serruchos, pintura de agua y esmaltes, periódicos y pequeñas tablas de parquet que sobraron
de la colocación en las habitaciones de la casa. Era soñado en mi niñez disfrutar de esta
habitación llena de mil cosas por descubrir y construir. Fue uno de los lugares donde más
disfruté de mi infancia.

Mi padre era muy afín a la carpintería y siempre fue muy hábil (lo sigue siendo)
para poder arreglar cualquier cosa que se presentaba con medidas de auxilio (mi madre era
por lo general quien encontraba las fallas) y encargarse el fin de semana de la reparación
necesaria (cirugía de fin de semana para el doctor) donde el ayudante era cualquiera de sus
hijos que se encontraba más cerca, y por supuesto así aprendí un poco más de todo
conociendo el uso de las herramientas y el fin para el cual fueron fabricadas.

Cuando era muy pequeño quien ayudaba en estas artes manuales era mi hermano
mayor, pero como todo niño metido y curioso, siempre me encontraba con ellos siendo
parte de una cadena jerárquica para hacer mandados, donde mi padre pedía a mi hermano
alguna herramienta, y él me encomendaba la misión a mí (en caso de que ya conocía la
herramienta que estaban solicitando).

Era divertido ver a mi padre con las tablas, el martillo, los serruchos, del que había
tantas clases en uno muy simpático que venía con múltiples hojas y con un solo mango,
para lo cual se lo debía armar, cómo si se cargara un arma y se dispusiera a batallar
(compréndanme, era un niño, y eso era a lo que se me asemejaba antes de saber su uso:
¡gracias televisión!), el flexómetro, la escuadra, lápices, clavos, tachuelas, tornillos (no
olviden los tripa de pato), en fin, un mundo de cosas nuevas que me emocionaban en
extremo. Ver el fruto de lo que se construía dejaba una sensación de satisfacción muy
grande y mucho aserrín en el piso.

Así fue como empecé a revisar la colección de libros de mi padre llamada


BRICOLAGE donde habían muchas cosas para construirlas uno mismo. Algunos de estos
proyectos eran para niños como yo, entusiasmados por encontrar algo que mitigue esas
ganas locas de construir algo con madera, papel y algo de cuerda (como hacer nudos
marineros, así aprendí a hacer el nudo del ahorcado).

Buscando en el libro pude encontrar algunos proyectos donde se podía construir


hidroplanos, cruces, pozos y algunos tipos de barcos, usando como materia prima las pinzas
de madera usadas para tender la ropa. Así es. Las mismas pinzas para la ropa, pero debían
ser las de madera, las plásticas no servían. Se desarmaban las pinzas retirando el resorte
metálico dejándolas en una sola pieza. Luego se seguían los diferentes bocetos indicados en
el libro y se aseguraban las piezas con cola blanca. Luego de que este trabajo quedaba
finalizado le daba unos retoques con pintura (usaba esmalte, pintura con plomo, de la cual
ahora protegen tanto a los niños, y a mí no me pasó nada, ¿o sí?). Fue una época en que
descubrí mis técnicas de carpintero no necesariamente para fabricar algo sino para aprender
a serruchar la madera, clavar, lijar, atornillar, pintar, el uso de las diferentes brochas y
después de todo el gran desorden, aprender a dejar todo como se encontró: ordenado,
limpio y en su lugar.

En una de estas ocasiones descubrimos la existencia de los carros de palo:


vehículos de velocidad, emoción infinita, ejercicio para quien servía de motor, habilidad
para el volante por parte del conductor y de mucho dolor para el novato piloto que no sabía
cómo controlarlo logrando como resultado una muy común raspadura que era símbolo e
insignia (los militares tienen sus barras y estrellas, nosotros teníamos moretones y
raspaduras) de ser una persona experimentada en el tema.

Los primeros carros de palo que vimos eran toscos y grandes, con ruedas de
madera y ejes de hierro que lo hacían muy pesado. Además tenían un volante metálico que
lo hacía más fácil de maniobrar pero también desgastaba al motor por el peso del vehículo.
De esta manera mi padre se puso al frente de la empresa de fabricar un carro de palo para
nosotros pero de características distintas para tener más velocidad y no frustrarnos en la
primera empujada del vehículo.

Lo primero que buscamos para ello fueron ruedas ya fabricadas, es decir que no
sean de madera para evitar fricción y alcanzar más velocidad y menos peso. Así que
estuvimos de retorno en nuestro gran laboratorio (la bodega) para poder encontrar lo que
necesitáramos. La búsqueda dio el fruto esperado: un viejo triciclo de color rojo y grande
tenía un par de ruedas de un diámetro de 20 cm que servirían para las ruedas traseras del
coche y otro par de ruedas de un triciclo de mi propiedad que sacrificamos (era el triciclo
de la pantera rosa, según recuerdo) para tomar sus dos llantas posteriores que tenían unos
15 cm de diámetro y con una separación entre ellas de 40 cm aproximadamente, las cuales
formarían parte de la dirección del vehículo.

Aún no comprendía cómo era la construcción del volante, pues no veía el gran
círculo que íbamos a manipular con nuestras manos para dirigir al vehículo. En ese
momento fue cuando mi padre me explicó lo que quería hacer: una gran tabla sería el
cuerpo del carro. En la parte trasera aseguraríamos un eje de hierro que iría dentro de la
guía de un trozo de madera donde se unirían las llantas traseras. Esto tendría un ancho de
50 cm aproximadamente. En la parte delantera de la tabla se recortaría el ancho de la tabla,
formando un cuello, pues la dirección tenía una distancia entre las llantas de 40 cm (las
llantas de mi triciclo) y este recorte en la tabla serviría para que al momento de girar la
dirección las llantas no se golpearan con la misma tabla que servía de cuerpo, además de un
orificio para ingresar el eje de la dirección. Es decir, el carro tenía su parte delantera más
fina que la trasera, dándole más estabilidad y fortaleza.

La dirección estaba construida de manera que el eje de las ruedas se encontraba


dentro de la guía de una carcasa de madera que tenía un tornillo grande en el centro de
forma perpendicular, el cual se insertaba en el orificio del extremo delgado del cuello de la
tabla central, y se lo hacía girar por una extensión de madera, es decir que para dominar el
vehículo no se tenía un volante como todo el mundo lo estará imaginando (el volante
común de un automóvil), sino que éste se encontraba en la parte inferior del vehículo. Se
trataba de un trozo de madera que se encontraba transversal bajo el asiento y que
funcionaba desplazándolo en la dirección opuesta hacia donde se quería ir.

Realizada la obra y luego de haberle dado los toques con pintura de color café,
hicimos las pruebas necesarias con mi hermano para determinar la resistencia y aprender a
dirigirlo. Resultó que estaba muy bien hecho y que se podía alcanzar velocidades altas, ya
que los ejes se encontraban engrasados y la fricción era mínima, por tanto llegó a ser uno de
los vehículos más rápidos del barrio por ser tan liviano y a su vez óptimo en los descensos,
pues a falta de peso, todos nos subíamos en el mismo, y alcanzábamos grandes velocidades.
Todo estaba en el eje de las llantas. Esto dio pie para que en los barrios vecinos se
construyan nuevos carros optimizados en su construcción (gracias a la iniciativa de mi
padre).

Y entonces llegó la noticia de que iban a hacer una carrera de carros de palo en el
barrio vecino. Nos inscribimos con nuestro bólido para la competencia junto con
Guillermo, amigo del barrio quien estuvo de acuerdo con mi idea de participar. Cuando
supimos que el recorrido era extenso nos empezamos a desanimar un poco, ya que empujar
un carro agachado es muy cansado y molestoso. A mi padre se le ocurrió que se podía
empujar con la ayuda de una palanca para trasmitir la fuerza. Entonces se construyó una
pequeña pieza de madera en la parte trasera del carro, en forma de cuña para que pudiera
ingresar la palanca y que no se saliera de su eje, haciendo más sencillo empujar el vehículo
ya que no tendríamos que agacharnos.

Debido a este arreglo de último minuto, nos inscribimos casi al momento en que
iba a iniciar la carrera y ahí fue donde la cosa empezó a tomar color de hormiga. Vimos que
los demás participantes nos superaban en tamaño y músculos. El organizador de la carrera
no nos dio muchas esperanzas y hasta parecía que no quería dejarnos ingresar a la carrera,
pero consintió en el hecho y nos pintó el número del vehículo en la parte delantera: el
número 2 con pintura blanca sobre un fondo café. Conscientes de que era una prueba de
resistencia física y considerando que en el circuito no había descensos que nos podían
ayudar, pues nuestro vehículo era el más liviano, decidimos lanzarnos con todo y dar lo
mejor de nuestra corta experiencia. Primero iría yo al volante y en el momento en que
Guillermo se cansara, cambiaríamos posiciones.

Se anunció la partida y salimos alrededor de ocho equipos en esta competencia en


un circuito que consistía en dar dos vueltas a la manzana empezando en la Gran Colombia
avanzando hasta la Tulcán tomar la mano izquierda y bajar por la calle paralela a la Gran
Colombia hasta llegar a la Ibarra tomar nuevamente la mano izquierda y alcanzar otra vez
la Gran Colombia. “En sus marcas... Listos... ¡Fuera!” fue el grito del organizador y
salimos como alma que nos lleva el diablo. Yo iba tratando de tomar el lado izquierdo de la
calle, posición estratégica para ganar ventaja en la primera curva y con la alegría de salir
primeros por ser el vehículo más liviano y manteniendo la punta por 100 metros
aproximadamente. Nos dimos cuenta de que más que una carrera donde se necesitara
pericia para alcanzar dominio y facilidad de movimiento en las curvas, necesitábamos de
fuerza bruta en exceso, más de lo que habíamos pensado cuando nos inscribimos, y eso nos
faltaba. Intercambiamos lugares y empecé a empujar a Guillermo como desesperado,
momento en que fuimos rebasados por el primero de nuestros contrincantes.

En el transcurso de tiempo en el que yo era el motor, nos rebasaron dos vehículos


más. Estábamos en cuarto lugar, que no era tan malo después de todo, pero solo era la
primera vuelta y nos faltaba toda una vuelta más. Cambiamos nuevamente de posición y
nos rebasó el quinto vehículo. El sentimiento de desesperación en nuestros rostros se hacía
evidente seguido de las palabras de aliento: “¡Dale Guillermo, ya llegamos!” y él me daba
su respuesta: “¡Carajo, ya no avanzo!”

Y tenía razón. Nos cambiamos nuevamente y empujé lo más que pude. Nos
rebasaron los últimos dos vehículos y llegamos en penúltimo lugar cansados al extremo,
con las gargantas secas y frustrados por el resultado. Encontramos a nuestros amigos que
nos apoyaban dándonos palmadas en la espalda apoyándonos y diciéndonos: “¡Peor es
llegar últimos!”.

Mi padre llegó con un par de helados para los concursantes tratando de aplacar
nuestra decepción y mi hermano encargándose del vehículo del cual no queríamos saber
más nada.

Luego de la carrera mis amigos se divirtieron en la cancha con el vehículo, usando


ahora la nueva herramienta que era la palanca colocada por mi padre para evitar empujar
agachados. Fue una buena ayuda, de no ser así seguramente hubiéramos llegado últimos.

Aún recuerdo las palabras de mi padre cuando me explicaba que lo importante no


era ganar, y que además nosotros habíamos escogido competir con gente mayor a nosotros
y por tanto con ventaja muscular. Estaba orgulloso de nosotros por habernos involucrado en
una batalla en la cual sabíamos era muy difícil ganarla, pero la fuerza y el coraje necesario
para haber dado ese paso fue lo que me dejó una gran lección.

Luego de haberlo comprendido, con Guillermo estuvimos muy contentos del


resultado obtenido ya que fuimos los más pequeños en esa competencia y con ello estaba
demostrado que no era fácil acobardarnos a pesar de nuestra desventaja. Además estábamos
preparados para una siguiente carrera que ya sabíamos cómo enfrentarla y, lo mejor de
todo, olvidarnos de nuestro ego en competencia dando lo mejor de nosotros, saber perder,
saber ganar, pero sobre todo, saber jugar limpio.

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