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DANIEL F. AGUIRRE R.
Mi padre era muy afín a la carpintería y siempre fue muy hábil (lo sigue siendo)
para poder arreglar cualquier cosa que se presentaba con medidas de auxilio (mi madre era
por lo general quien encontraba las fallas) y encargarse el fin de semana de la reparación
necesaria (cirugía de fin de semana para el doctor) donde el ayudante era cualquiera de sus
hijos que se encontraba más cerca, y por supuesto así aprendí un poco más de todo
conociendo el uso de las herramientas y el fin para el cual fueron fabricadas.
Cuando era muy pequeño quien ayudaba en estas artes manuales era mi hermano
mayor, pero como todo niño metido y curioso, siempre me encontraba con ellos siendo
parte de una cadena jerárquica para hacer mandados, donde mi padre pedía a mi hermano
alguna herramienta, y él me encomendaba la misión a mí (en caso de que ya conocía la
herramienta que estaban solicitando).
Era divertido ver a mi padre con las tablas, el martillo, los serruchos, del que había
tantas clases en uno muy simpático que venía con múltiples hojas y con un solo mango,
para lo cual se lo debía armar, cómo si se cargara un arma y se dispusiera a batallar
(compréndanme, era un niño, y eso era a lo que se me asemejaba antes de saber su uso:
¡gracias televisión!), el flexómetro, la escuadra, lápices, clavos, tachuelas, tornillos (no
olviden los tripa de pato), en fin, un mundo de cosas nuevas que me emocionaban en
extremo. Ver el fruto de lo que se construía dejaba una sensación de satisfacción muy
grande y mucho aserrín en el piso.
Los primeros carros de palo que vimos eran toscos y grandes, con ruedas de
madera y ejes de hierro que lo hacían muy pesado. Además tenían un volante metálico que
lo hacía más fácil de maniobrar pero también desgastaba al motor por el peso del vehículo.
De esta manera mi padre se puso al frente de la empresa de fabricar un carro de palo para
nosotros pero de características distintas para tener más velocidad y no frustrarnos en la
primera empujada del vehículo.
Lo primero que buscamos para ello fueron ruedas ya fabricadas, es decir que no
sean de madera para evitar fricción y alcanzar más velocidad y menos peso. Así que
estuvimos de retorno en nuestro gran laboratorio (la bodega) para poder encontrar lo que
necesitáramos. La búsqueda dio el fruto esperado: un viejo triciclo de color rojo y grande
tenía un par de ruedas de un diámetro de 20 cm que servirían para las ruedas traseras del
coche y otro par de ruedas de un triciclo de mi propiedad que sacrificamos (era el triciclo
de la pantera rosa, según recuerdo) para tomar sus dos llantas posteriores que tenían unos
15 cm de diámetro y con una separación entre ellas de 40 cm aproximadamente, las cuales
formarían parte de la dirección del vehículo.
Aún no comprendía cómo era la construcción del volante, pues no veía el gran
círculo que íbamos a manipular con nuestras manos para dirigir al vehículo. En ese
momento fue cuando mi padre me explicó lo que quería hacer: una gran tabla sería el
cuerpo del carro. En la parte trasera aseguraríamos un eje de hierro que iría dentro de la
guía de un trozo de madera donde se unirían las llantas traseras. Esto tendría un ancho de
50 cm aproximadamente. En la parte delantera de la tabla se recortaría el ancho de la tabla,
formando un cuello, pues la dirección tenía una distancia entre las llantas de 40 cm (las
llantas de mi triciclo) y este recorte en la tabla serviría para que al momento de girar la
dirección las llantas no se golpearan con la misma tabla que servía de cuerpo, además de un
orificio para ingresar el eje de la dirección. Es decir, el carro tenía su parte delantera más
fina que la trasera, dándole más estabilidad y fortaleza.
Realizada la obra y luego de haberle dado los toques con pintura de color café,
hicimos las pruebas necesarias con mi hermano para determinar la resistencia y aprender a
dirigirlo. Resultó que estaba muy bien hecho y que se podía alcanzar velocidades altas, ya
que los ejes se encontraban engrasados y la fricción era mínima, por tanto llegó a ser uno de
los vehículos más rápidos del barrio por ser tan liviano y a su vez óptimo en los descensos,
pues a falta de peso, todos nos subíamos en el mismo, y alcanzábamos grandes velocidades.
Todo estaba en el eje de las llantas. Esto dio pie para que en los barrios vecinos se
construyan nuevos carros optimizados en su construcción (gracias a la iniciativa de mi
padre).
Y entonces llegó la noticia de que iban a hacer una carrera de carros de palo en el
barrio vecino. Nos inscribimos con nuestro bólido para la competencia junto con
Guillermo, amigo del barrio quien estuvo de acuerdo con mi idea de participar. Cuando
supimos que el recorrido era extenso nos empezamos a desanimar un poco, ya que empujar
un carro agachado es muy cansado y molestoso. A mi padre se le ocurrió que se podía
empujar con la ayuda de una palanca para trasmitir la fuerza. Entonces se construyó una
pequeña pieza de madera en la parte trasera del carro, en forma de cuña para que pudiera
ingresar la palanca y que no se saliera de su eje, haciendo más sencillo empujar el vehículo
ya que no tendríamos que agacharnos.
Debido a este arreglo de último minuto, nos inscribimos casi al momento en que
iba a iniciar la carrera y ahí fue donde la cosa empezó a tomar color de hormiga. Vimos que
los demás participantes nos superaban en tamaño y músculos. El organizador de la carrera
no nos dio muchas esperanzas y hasta parecía que no quería dejarnos ingresar a la carrera,
pero consintió en el hecho y nos pintó el número del vehículo en la parte delantera: el
número 2 con pintura blanca sobre un fondo café. Conscientes de que era una prueba de
resistencia física y considerando que en el circuito no había descensos que nos podían
ayudar, pues nuestro vehículo era el más liviano, decidimos lanzarnos con todo y dar lo
mejor de nuestra corta experiencia. Primero iría yo al volante y en el momento en que
Guillermo se cansara, cambiaríamos posiciones.
Y tenía razón. Nos cambiamos nuevamente y empujé lo más que pude. Nos
rebasaron los últimos dos vehículos y llegamos en penúltimo lugar cansados al extremo,
con las gargantas secas y frustrados por el resultado. Encontramos a nuestros amigos que
nos apoyaban dándonos palmadas en la espalda apoyándonos y diciéndonos: “¡Peor es
llegar últimos!”.
Mi padre llegó con un par de helados para los concursantes tratando de aplacar
nuestra decepción y mi hermano encargándose del vehículo del cual no queríamos saber
más nada.