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(de la traducción al francés de Marie-Charlotte Thabuy)

El gaucho: ese poderoso centauro de las pampas


(Valery Larbaud, 1927)

El gaucho era un gag para los escritores de la élite liberal hacia


1860. Era esencialmente una fractura entre dos códigos, sobretodo
lingüísticos: el lenguaje paisano, puesto entre comillas, como si se lo
tomara con la punta de los dedos para marcar bien que es el del otro,
opuesto al lenguaje aristocrático. O una fractura de espacios: el
gaucho que llega de lejos y entra en la ópera para ver el Fausto de
Gounod. Eso causa gracia. Como “Carlitos”, cuando entra a un
restaurante cuatro estrellas y se tropieza con la alfombra: eso
también hace reír. Producción particular que, subrepticiamente, trata
de restablecer el normal equilibrio.

Esto vale para las apariciones románticas del gaucho, tanto en la


primera novela argentina, Amalia (1851), como en el primer cuento
de mi país, El matadero (1850): para recuperar el equilibrio de la
casa liberal invadida o del cuerpo aristocrático violado –sin reírse
demasiado de esto, dadas las circunstancias históricas– los señores
hablan entre sí en francés o recurren a largas peroratas desplegadas
en ritmos alejandrinos.

El Martín Fierro (1872-1879) va más allá de estas dos perspectivas:


la burlona y la tímida. José Hernández, su autor, no observa al gaucho
en plongée, no lo mira desde el interior, del in en relación al out.
Como no lo siente ambicioso ni violador (en dos matices posibles de
la misma expresión), se le acerca, se identifica con él, asume su
lenguaje y canta en primera persona: las comillas prudentes y los
conjuros en alejandrinos desaparecen. Sólo subsisten algunos puntos
suspensivos en lugar de ciertas palabras que, escritas, en la
Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, causaban el mismo
malestar a los liberales que a los antiliberales. En lo que tocaba al
pudor, ambos partidos eran dos sectores en conflicto de la misma
burguesía.

Esta forma particular de púdico velo victoriano como su


deslizamiento progresivo de la oposición antiliberal hacia el partido
en el poder del general Roca – entre la primera y la segunda parte de
su poema- llevó a José Hernández a comenzar por denunciar el
trabajo esclavo al cual se somete el gaucho en los fortines de la
frontera, para luego exaltar el trabajo patriarcal; glorificar el trabajo-
no trabajo en los indios un poco más tarde; hasta terminar
proponiendo (desde la vejez experimentada del siglo XIX cuando se
redactan testamentos y moralejas) el trabajo honorable.
En cierto sentido, este desplazamiento manifiesta, en la plusvalía, el
símbolo de su aparato; en otro, marca los límites del paternalismo
antiliberal argentino.
Desde esta perspectiva, el Martín Fierro es, a su vez, la apología y
el réquiem del gaucho. Porque si históricamente había sido carne de
cañón en el curso de las guerras de la independencia en América
Latina (1810-1824), un poco antes de la creación del poema de José
Hernández, como “montonero”, rebelde, era poco a poco eliminado.
Este nombre, peyorativo en el espíritu de la élite que lo había
inventado, implicaba la defensa, en lo que hace su eje principal, de
una producción artesanal, arcaica y provinciana en conflicto con el
mercado mundial, cuya progresión había sido planificada por
Sarmiento.

Si el contexto sincrónico de este enfrentamiento entre lo artesanal


en decadencia y el capitalismo en plena expansión puede ser
comparado a la acción de los franceses en Pekín o en Indochina en
1870, el itinerario posterior del gaucho –después de su casi total
aniquilamiento – fue el abandono, la sobrevivencia, la marginalidad.
Porque si los miembros de la élite, hacia 1860, se burlaban de él, y si
sus hijos contribuyeron a eliminarlo, sus nietos, ellos, le levantaron
monumentos y lo santificaron con El Payador (1916) de Leopoldo
Lugones. Pero, sobretodo, gracias a Don Segundo Sombra (1926) de
Ricardo Güiraldes: verdadera “comunión mística” donde, si la
anécdota puede resumirse en una agradable chiquilinada campesina,
se idealizan, gracias al bien provisto haz de significados escurridizos,
los orígenes liberales del antiliberalismo argentino. El desdén
experimentado frente a los “hombres nuevos” nacidos de la gran
inmigración (1880- 1914), el desprecio por los elementos sociales del
yrigoyenismo (1916-1930), la incondicional repetición de los clichés
chauvinistas de La Gran Argentina y de La Patria fuerte (1930) de
Leopoldo Lugones, los componentes más íntimos y lamentables del
interiorismo de Borges. Y, lógicamente, incluso la nostalgia con la cual
– hacia 1925 – Valery Larbaud echa de menos a un Barrès, cuya obra
traducía del francés.

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