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Asamblea de Medios Populares


Congregación de las Hermanas Dominicas del Ssmo. Nombre de Jesús
San Pedro de Colalao, Tucumán, 23 de Septiembre de 2006

Una memoria, un espejo, una voz

Ruth María Ramasco

El texto de esta devolución tendrá tres momentos:

1. Un momento de memoria, pues buscaré exponer la memoria que guardo de


Uds., y ello, no sólo por un movimiento afectivo sino metodológico: necesito
mostrar mis supuestos, pues ellos me acompañan y no quiero que dejen de
acompañarme.
2. Un momento de espejo, en el que intentaré decir lo que Uds. dicen sobre el
tema que es objeto de esta Asamblea; e intentaré también mostrarles la
imagen que dibujan sus silencios.
3. Un momento para escuchar una voz.

1. La memoria

Cuando busco en mi memoria, no en la superficial, no en la hecha de


acontecimientos, personas y palabras, sino en ésa donde aparecen esos dibujos
que la imagen propuesta por Vicky ha mostrado como aquellos que se tejen en la
noche; cuando busco los dibujos que todas Uds. (las que están aquí, las que ya
han partido hacia la casa del Padre, las que han dejado la congregación; Uds.
todas, presentes las unas en las otras en el tejido que su congregación trama), los
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que todas Uds. han tejido en mi memoria, mil de ellos me salen al paso: un
enjambre de luces lejanas, que hacen sentir que uno ya está cerca de casa,
aunque el camino parezca aún muy oscuro; un fuego cálido del que brota
compañía en el dolor y la angustia, en los momentos de apretura, en los días que
no parecen abrirse a ningún mañana. O un pájaro que busca volar y no tiene
miedo, porque en sus alas se han depositado la confianza en los horizontes
lejanos; .....o tantas otras imágenes más.

Pero, además, mi memoria registra los acontecimientos de mi propia


historia. Y en ella están ustedes, porque mi vida, la de aquellos de quienes
provengo, la de mis hijas, se encuentra entramada en sus instituciones. De ahí
que, cuando en su recuerdo de la década de los 90, su memoria registra que han
existido nombres (slogans) e interpretaciones polares de su vida como comunidad
que “no las han ayudado”; nombres donde reconocen el apasionamiento de la
juventud, debo reconocer que mi vida se siente herida. Esas oposiciones son las
de “institución e inserción”, “lo dado y lo optado”, “lo viejo y lo nuevo”, “obras
históricas y nuevos lugares”. Llevado ese registro al interior de mi memoria, sólo
puedo decir que mi vida y la de los míos se halla entramada a esa parte nombrada
como “institución”, “lo viejo”, “las obras históricas” o, (y ese es el nombre que más
me ha dolido) ”lo dado” como opuesto a lo optado; es decir, lo dado como
equiparable a lo no elegido.

Creo que efectivamente no es así; que sus nombres no corresponden ni


hacen justicia a su vida ni a su entrega; pero que aún no encuentran dónde ni
cómo nombrar la multiplicidad de vida de la que están colmadas. Pero creo
también que es preciso hacerse cargo de que cuando dicen así, es a gente
concreta a quienes dicen que su vida junto a ellas no ha sido lo elegido, sino
aquello con lo que se han encontrado. Mi primer supuesto es mi vida, y ésta se
halla allí. No puedo quitarme de tal lugar (de la cercanía con sus instituciones),
porque para hacerlo, debería renunciar a aquello que ha sido para mí un espacio
de consuelo, una casa de dignidad, un hogar para mi inteligencia de mujer, un
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viático que me ha animado al riesgo del camino y de los lugares nuevos. Se trata
de un supuesto que me ha constituido.

Mi segundo supuesto proviene del registro o de la crónica de múltiples


gestos y palabras de muchas de Uds. Recuerdo los relatos de cuando
comenzaron a trabajar con los chicos de la calle; recuerdo los ojos entusiasmados
de narraciones sobre el trabajo en villas en el Gran Buenos Aires; recuerdo la
tensión y la incomodidad de muchas cuando, muy jóvenes aún, debían hacerse
cargo de alguna tarea de dirección; recuerdo los problemas y decisiones que
superaba totalmente su posibilidad humana de resolución; recuerdo el movimiento
y anhelo normal de quien ama estudiar y debe posponerlo para asumir una tarea o
una función comunitaria. Mi memoria lleva grabada también esos aleteos de
novedad y alegría que asoman en los ojos de aquellas que han llegado allí donde
desean estar y permanecer mientras vivan, no como un lugar físico, sino como un
lugar para que acontezca la vida, para que acontezcan los hombres, para que
acontezca Dios. He visto esas miradas en muchas de Uds. Está también en el
registro de algunas de sus memorias de comunidades: “Yo creo en mi práctica y
no la puedo cambiar” (Yo sé que ésta soy y no lo puedo cambiar)

Esto forma mi segundo supuesto, porque responde a las certezas más


hondas que llevo dentro: pertenezco al lugar donde he conocido la alegría más
profunda de mi ser; pertenezco al lugar del que ningún dolor puede apartarme;
pertenezco al lugar dónde cada día puedo aprender qué quiere decir amar. Ése es
el lugar donde deseo esperar el advenimiento del Dios Vivo. Cuando ese lugar ha
sido encontrado, ya no puede ser abandonado: podrá abandonarse tal o cual lugar
físico; pero el otro no, porque sino habría que renunciar a ser una misma. Si esta
certeza la posee, no una joven de 20 años, sino un grupo de mujeres adultas,
muchas cosas están ya dichas. Mi corazón presiente que los rostros que tiene en
la memoria son los rostros de mujeres que han encontrado su lugar: sólo que no
saben cómo construir un lugar que albergue todas sus decisiones, experiencias,
descubrimientos, gentes que llevan entrañablemente unida a su alma. No pueden
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abandonar sus certezas; no desean soltarse las manos. Ayer han subrayado
desde muy adentro cada pequeño espacio de conversación grupal donde se han
experimentado reunidas, cada sentimiento que experimentan como comunes a
todas.

2. El espejo

¿Qué es lo que Uds. dicen? ¿Qué dibuja su silencio?

a) En el corazón de su consagración religiosa, sienten la conmoción de los


acontecimientos del mundo: por eso, la práctica del discernimiento de su
propia vida se establece desde esa cadena de sentido de los acontecimientos
mundiales, latinoamericanos, nacionales, congregacionales.

b) Es en atención a ese tipo de acontecimientos cómo han surgido y este “estar


de cara e ir a la par de la realidad social” las constituye y constituye sus
opciones.

c) Ese dejarse conmover hacia lo más profundo de la vida por algo que les ocurre
socialmente (pues rara vez alguien abre su casa porque otros se encuentran
huérfanos), ha abierto muchas de las puertas de su casa a través de la
historia. Y a veces, al abrirla o para abrirla, su vida congregacional se ha vuelto
dolor, alejamiento, ausencia, pérdida (pérdida dura, porque se ha vuelto hueco,
carga depositada sobre pocas espaldas, entrañamiento de unas en otras
desde el dolor de las decisiones diversas y la distancia): eso es lo que no
puede volver a pasarles (muestra de ello son las fotos de las ausentes a las
que llevan atravesadas en el alma y en las gargantas, no importa cuánto
comprendan o no sus procesos)
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d) Sin embargo, reconocen que al abrir la puerta, o al salir al camino (porque


ambas son imágenes de una misma realidad), han descubierto una sabiduría
desconocida: una sabiduría que mostraba la vida como bendición y
providencia, vidas humanas que se vuelven las parábolas de Dios en la propia
vida. Una abigarrada muchedumbre, hecha no de números, sino de rostros y
voces y amores, constituye ahora la trama viva de su corazón (como las fotos
que Gabriela me mostraba ayer): son las “hermanitas” de esa gente y sus
problemas les tienen tendida el alma hacia adentro y guardada en su
compasión. Han descubierto también lo que significa ser recibida en otra mesa;
han descubierto lo que es “comer en la mesa del pobre”: una injusticia
insoportable y desconocida, la vulnerabilidad de la propia vida, la posibilidad de
que la vida no tenga mañana, el cuerpo sin descanso, la insignificancia que
nos establece el alma desde generaciones sin nombres (“es la primera que ha
querido conocer mis artesanías”), el lugar inhóspito, la soledad, la realidad
insoportable, la violencia desatada, la muerte. Han descubierto también que la
apertura al otro de otra cultura, más allá del asombro y la devolución de la
propia imagen refractada por otra mirada, puede ser también fracaso,
imposibilidad, éxodo obligado, abandono; pero también fecundidad imprevista
y desconocida, continuidad de su vida que no se esperaba (“pensaba en lo
vocacional”). Su vida religiosa, en contacto con otras experiencias y otras
vidas, ha buscado itinerar hacia la experiencia de la compañía de Dios al
hombre, de la fragilidad, de la intemperie; de una vida de consagración que
busca vincular, formar redes, hacer amigos.

e) Sin embargo, esa misma experiencia significaba también otras cosas:


necesidad de recursos de dinero y personas, reacomodamiento constante de
la vida profesional, lejanía y viajes, tareas que no saben bien cómo
acomodarse (tareas de gobierno, profesionales, exigencias de formación
personal y profesional, atención a los miembros enfermos y/o mayores,
atención de las que ingresaron), responsabilidad sobre las obras, manutención
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(¿búsqueda de un trabajo rentado?), inexperiencia de la congregación, límites


u opciones personales que se descubren como irreductibles.

f) La experiencia adquiere también otras connotaciones, que también tiene


antecedentes en las marcas de su historia congregacional: conflictos en el
interior de la vida eclesial, conflictos que marcan y hacen sufrir, conflictos que
ocurren en el medio de sus relaciones con la gente (Mariano, o el obispo nuevo
que llega a la diócesis del sur andino), conflictos que las azuzan en exigencias
de definiciones. Conflictos que no les pertenecen en propiedad, porque toda la
congregación lo ha sentido también en sus diversas decisiones y opciones y a
lo largo de todo su proceso de discernimiento de los signos del Espíritu. Pero,
aparte de todo ello, soledad: pequeños grupos de mujeres solas, abiertas a la
compañía de los que las acompañan o a los que acompañan, pero solas en
sus responsabilidades y claves de sentido, con el anhelo del protagonismo de
otros, pero sin poder salirse de ese lugar, tanto en la mirada y el imaginario de
su pueblo (la presencia de Lía en la persona del panel), como en la pregunta
de sus hermanas, y tal vez en su propio corazón.

g) Esto nos lleva a la connotación más difícil de esta experiencia: el malestar


interno de quizás toda la congregación (o por lo menos, de la franja mayoritaria
de edad, como lo indica el “mateo” de Ana Teresa). El malestar ha sido ayer
expresado en el anhelo de una clave evangélica de asunción del mismo: “el
ejercicio de una lectura creyente de las unas a las otras”. Lo cual implica dos
cosas: saben que se juzgan mutuamente, saben que desconfían las unas de
las otras. No en la desconfianza superficial de que me miente o me engaña o
se aprovecha de mí; en otra desconfianza más honda: su vida ya no parece
ser como la mía, su vida ya no quiere ser como la mía, su vida no comprende
la mía, su vida desprecia la mía: su vida juzga la mía. Cada cual esgrime en su
interior su propio descubrimiento de lo que significa entregarse (entrega
nombrada espontáneamente hoy como tal por uno de sus visitantes al entrar a
la capilla y ver los afiches: ¡Cuánta entrega!); entrega que ya no es reconocida
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como tal en mucha de sus miradas mutuas. Todas pueden reprocharse algo:
¿de dónde sale en última instancia el dinero?, ¿con qué criterios se abren o
cierran las casas?, ¿quién dice que ahora vivimos más simplemente?, ¿cómo
hace una casa en lugares difíciles y lejanos para albergar a las nuestras
enfermas o grandes?, ¿quién va a hacerse cargo?, ¿quién dice que yo no
conozco esa dificultad?, ¿qué te ha hecho creer que la conoces? Bajo el
reproche asoma un dolor más profundo: ¿por qué me estás dejando sola?,
¿por qué no estás conmigo, si somos hermanas?, ¿por qué no caminamos
todas juntas?

h) Recalco el dolor por debajo y atravesando todo lo que también puede ser
error, pecado, anhelo de protagonismo indebido, experiencia de poder,
personalismos marcados inevitables en uno de los grupos de mujeres más
brillantes que debe tener la vida religiosa argentina en este momento,
conflictos epistemológicos en un discurso común atravesado por formaciones
disciplinares y discursos diversos; recalco el dolor porque necesito poner frente
a sus ojos que esta asamblea lleva el gravamen de sus tensiones, conflictos,
malentendidos y pecados de fraternidad: en realidad, esta asamblea es sobre
su realidad de fraternidad. Más hondo entonces, porque, como decía Cynthia
ayer: “hacemos lo mismo que la gente, la diferencia está en la fraternidad”. Si
Uds. vivieran en el mundo en que yo vivo, sabrían cuánto se aman las unas a
las otras, y cuánto eso se ve: en la alegría de las unas con las otras, en los
bailes, en la oración, en la disminución del tono de los discursos
contrapuestos, en ese anhelo que han expresado de ese espacio donde
puedan estar juntas, a la par, cerquita de Quien las tiene a su lado: en su
anhelo de contemplación. Ayer han callado numerosas veces; algunos podrían
pensar que no se animan a hablar, que no saben cómo decirse las cosas. Yo
no creo que sea así: el amor también retiene en el silencio, porque ahí,
calladas, detenidas las palabras con las que podríamos herirnos o alejarnos,
podemos seguir amándonos. A veces eso no es cobardía, ni falta de
expresión: es sólo amor. Un amor dolorido y en riesgo, un amor que no
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encuentra caminos, un amor que tiene sus duelos y sus lutos; un amor que
tiene que tomar decisiones de amor. Hijitas, Uds. ya han entregado su vida a
ese mismo Amor; no descrean de El.

3. La voz de los huérfanos

Hasta aquí la imagen de mi espejo. Sólo me resta hacerles sentir una


voz. Según lo siente mi corazón, ésa es la voz que escuchó la Madre Elmina al
comenzar esta tarea. Escuchó las voces de los huérfanos y encontró en ellas el
lugar donde lloraba Dios. Déjenme que hable de lo que estas voces narran,
porque, en ellas, están, creo yo, lo que todas Uds. conocen en sus opciones;
aquello en lo que no tienen ninguna diferencia; aquello desde donde es posible
volver a leer sus comunidades, sus colegios, sus lugares en medio del pueblo. A la
vez, y quizás en eso esté absolutamente equivocada, siempre he tenido la
impresión de que en sus vidas personales, la mayoría de Uds. no conoce lo que
es la orfandad de una niña: siempre me han parecido que han contado con los
suyos; hay una cierta seguridad que tienen que difícilmente es poseída por una
huérfana.

Porque la orfandad es una inmensa desolación. El mundo ya no tiene


pistas, ni caminos, ni mapas: es extraño y desconocido, y nada nos protege de él.
No hay figuras que se interpongan entre él y nosotros: es inmenso y parece
abalanzarse sobre nuestra vida. Se tiene la sensación de estar arrimados a la vida
y de que otros están por derecho propio. Pero nosotros no tenemos quien nos dé
un lugar en ella, quien la acerque a nuestras manos, quien nos diga cómo hacer.
Un huérfano no sabe cómo se hacen un montón de cosas, y tiene vergüenza, y
nadie es tan íntimo como para poder preguntárselo. Se pierden los nombres,
porque para nadie una es una hija: nadie sabe tu nombre, el de adentro, el que
sólo puede entregarte quien te lleva junto a sí para que vivas; nadie te reconoce
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suya. El abuso físico, psíquico, moral, te acompaña desde niña; porque más allá
de la maldad de los otros, todo tu ser dice que nadie te protege. Lo dice con toda
el alma, porque toda tu alma lo siente así. La supervivencia se torna la primera
tarea, porque nadie puede asegurar tu vida. Cuando eso es lo primero, son
imposibles los proyectos. La anomia se transforma en el rasgo más constante,
porque adentro no hay inscripciones que marquen: todo es lábil y podría ser
distinto de cómo es. La desposesión y la codicia se aúnan: nada importa tener,
porque no tengo lo que anhelo; todo quiero tener, porque todo me hace falta,
porque en todo sólo siento que me falta. La lectura de abandono y de olvido es
inevitable: he sido abandonada, nadie se acuerda de mí, a nadie le importa si vivo
o muero, nadie sabe donde estoy, ni siquiera saben que existo. La subjetividad se
construye desde esa absoluta falta de visibilidad: mi vida no es vista por nadie. El
diagnóstico de injusticia me constituye: todo es desproporcionado. Los demás
tienen lo que yo no tengo. Soy demasiado débil frente a una realidad
incomparablemente grande y hostil, los demás están con alguien y yo estoy solo.
Un persistente sentido de catástrofe atraviesa todo: todo puede perderse, todo me
va a ser quitado y tendré que volver a la intemperie y a empezar como si nada
hubiera construido ya. El miedo es constante: se lleva metido en los pliegues del
cuerpo y en toda la extensión del alma. Sólo hay un recurso; ese mismo recurso
que produce el frío en muchos de aquellos que Uds. conocen: amontonarse, estar
muy juntos, buscar el calor en el cuerpo de los que tienen tanto frío como yo, ser
muchos.

¿Reconocen en su gente lo que digo? ¿Reconocen en la multitud de


alumnas de sus colegios lo que digo? Más aún: ¿han escuchado en el clamor del
mundo (ese mundo al que Uds. estudian) lo que digo? En las palabras de los
testimonios de ayer estaban: era como haber descubierto un lugar en la vida, una
tarea, un amor al que uno importaba. Sin embargo, esas palabras connotaban que
su experiencia original del mundo no había sido así. No hablo de frágiles
romanticismos, ni de que los demás las consideren madres: hablo de que ellos se
experimentan huérfanos frente a la realidad y a la sociedad.
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Pero, Uds. ¿lo son? ¿Llevan en su alma esa humillación? ¿Tienen en el


cuerpo el hábito del abuso? ¿Sienten la anomia recorriéndolas, la invisibilidad de
sus vidas? (“Yo aquí”, como decía Raquel en el Cardón, con absoluto asombro,
frente a mis oídos recién desembarcados) ¿Sienten todo lo que otros tienen en
cada uno de sus actos? (“si ellos que tienen cosas pueden sentarse en un
ladrillo,...”) ¿Sienten la falta como constitutiva? (“necesitábamos”)

Si no son huérfanos pero desean que los huérfanos de este mundo no


se sientan abandonados, no permitan que se destruya o que muera la casa que
los ha recogido en este NOA. Esa casa no son los colegios ni las pequeñas
comunidades en tierras de misión: esa casa son Uds. Uds. pueden hacer sentir a
una huérfana que no ha sido abandonada por el amor de Dios. Pero no existe una
única respuesta frente a un Dios que esconde en sí todas las formas del amor.

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