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MEMORIA E IDENTIDAD INDIGENA EN EL CAUCA

Por
MAURICIO ARCHILA1

“Nosotros los indígenas tenemos claro que la identidad no es un concepto que


se refiere a realidades fijas y acabadas, por el contrario su construcción está en
continuo movimiento, pues se trata de un proceso social. Hemos visto que
nuestra identidad ha ido evolucionando en la lucha contra los que nos han
atropellado y robado nuestras tierras” (Unidad Álvaro Ulcué, # 9, julio 1988,
pág. 10).2

“Creemos que el solo hecho de existir como organización social, ya es un paso


que nos lleva a tratar de construir una nueva sociedad con una historia y una
identidad propias” (UAU, # 13, junio de 1989, 2).

Aunque no siempre el movimiento indígena colombiano ha concebido su identidad como


un proceso social y en no pocas ocasiones ha apelado a ella en forma esencial, en la
práctica la ha construido al calor de la lucha. Esta lucha, a su vez, se legitima en una larga
memoria que se remonta a los tiempos precolombinos y se ancla en la resistencia a los
intentos de colonizarlos ayer y hoy. Por tanto, como lo muestran las citas del epígrafe, para
los indígenas del departamento de Cauca3 memoria e identidad están estrechamente
asociadas y mutuamente se alimentan. Pero además, el movimiento indígena caucano es
ejemplar en el conjunto de los actores sociales colombianos. Si sobre el común de nuestros
movimientos sociales hay importantes investigaciones académicas, son pocos los actores
subalternos que se involucran en estas pesquisas.4 En el caso indígena que vamos a analizar
hay un compromiso creciente de los mismos actores en la investigación sobre su propio
pasado y presente.5

Si bien los indígenas en Colombia son el 3.43% del total de la población,6 la dinámica de
sus luchas, especialmente en el Cauca, muestra la intención de convertirse en un actor
socio-político clave de nuestra sociedad trascendiendo sus espacios y demandas
1
Ph. D. en Historia, Profesor Titular de la Universidad Nacional, sede Bogotá, e investigador asociado de
Cinep. Agradezco la colaboración Julián Gálvis, estudiante de Historia de la Universidad Javeriana, por la
juiciosa lectura de los periódicos El Liberal de Popayán y Rumbo Popular de Cali.
2
Periódico del Cric (Consejo Regional Indígena del Cauca) desde 1986 hasta 1992. De ahora en adelante se
citará con las siglas UAU, seguidas del número de edición, mes y año y página. Lo mismo se hará con Unidad
Indígena (UI), expresión del Cric hasta 1986, y de la Onic (Organización Nacional de Indígenas de Colombia)
desde ese año hasta tiempos recientes. Aunque ha sido un órgano de prensa más duradero, últimamente su
publicación es cada vez más distanciada. De hecho el último número consultado corresponde a 2002.
3
En el censo de población de 2005 Cauca tenía 1’268.937 habitantes, el 15% de ellos indígenas. Su capital
Popayán contaba con 257.512 personas (Dane, 2005).
4
Yo mismo he contribuido a esa reconstrucción histórica especialmente del movimiento obrero y de los
recientes movimientos sociales. Para un balance de la historiografía sobre actores sociales en el siglo XX
véase mi artículo (Archila, 1994).
5
Este artículo se nutre de estos aportes aunque sea de mi autoría. Por el carácter inicial de esta investigación
aún no ha sido discutida con las comunidades indígenas, por lo que las ideas aquí expresadas solo me
comprometen a mi. Por desigual abundancia de fuentes la mayoría de referencias corresponde al periodo
1975-1990, con avances sobre los años restantes.
6
Según el censo de 2005 en Colombia hay 1’392.623 indígenas (Dane, 2005).

1
particulares. Aunque comparativamente con otros países latinoamericanos como Bolivia,
Guatemala, Perú o Ecuador, los indígenas colombianos tienen poco peso demográfico en el
plano nacional, no ocurre lo mismo en los ámbitos local y regional, por lo que terminan
siendo actores cruciales en esos espacios y cada vez más lo son también en el concierto
nacional.7 Tal es el tema de esta artículo que, luego de un breve recuento sobre el origen del
movimiento indígena caucano, abordará las siguientes preguntas: quiénes lo componen; qué
demandan y cómo lo hacen; cuáles relaciones establecen con sus aliados y antagonistas;
cómo construyen su cultura y su memoria, y qué le ofrecen a sus integrantes y al país en
general.

Aunque existe la imagen extendida entre propios y ajenos de que los indígenas “siempre
hemos existido” porque “somos de aquí, no somos venideros (…) nosotros nos hicimos
aquí” (Gobernadores Indígenas, 1981, 58 y 50), no siempre han sido visibles como actores
de su propio destino. Si bien su memoria se remonta a los tiempos precolombinos, a las
luchas de resistencia contra los conquistadores y a las formas de supervivencia durante los
tiempos coloniales y los primeros años republicanos, su visibilidad social y política se logra
en el siglo XX, especialmente desde los años setenta. De hecho un componente de la
dominación de los pueblos originarios de América fue invisibilizarlos, tratándolos como
salvajes menores de edad y luego como ciudadanos de segunda.8 Todavía en tiempos
recientes las elites ilustradas intentan silenciarlos con el lenguaje liberal de igualdad
ciudadana, negando su historia y sus reclamos por la diferencia (Sawyer, 2004, 9).

Con todo, el movimiento indígena colombiano ha logrado por momentos remontar esta
invisibilidad histórica para tener presencia pública. Así en los primeros años diez del siglo
pasado Manuel Quintín Lame lideró un levantamiento indígena en el Cauca contra formas
opresivas de trabajo –el terraje– y por al recuperación de los resguardos y el
restablecimiento de los cabildos. Su lucha no tuvo cobertura nacional y él mismo se
desplazaría luego al Tolima, pero encontraría eco en tempranas agrupaciones de izquierda,
en especial el Partido Comunista de Colombia que incluiría en sus filas a sus lugartenientes,
José Gonzalo Sánchez y Eutiquio Timoté (Rappaport, 1990). Pero definitivamente es desde
la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) en 1971 cuando el movimiento
indígena colombiano logra una visibilidad pública.

Es comúnmente aceptado que en los años setenta del siglo pasado se produjo el “despertar
indígena” en América latina (Gros, 2000). En ese momento confluyen factores estructurales
y coyunturales “externos” al movimiento, junto con la propia voluntad de acción de quienes
lo integran. Dentro de los primeros cuentan procesos de larga duración como la
modernización de la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica, reflejada en el cambio
demográfico hacia lo urbano y la expansión del sistema educativo; la transición económica
7
Por ello no compartimos la apreciación de León Zamosc (2007) al ubicar a los indígenas colombianos,
incluidos los caucanos, como meras minorías que luchan por la supervivencia. Por el excesivo peso que él le
asigna a la variable demográfica en su mirada comparativa de los pueblos originarios de Latinoamérica,
termina limitando el horizonte de lucha de aquellos que son minorías, pues supuestamente solo buscarían
encerrarse sobre sí mismos, atrincherarse en sus territorios y rodearse de protecciones para sobrevivir como
indígenas (Zamosc, 2007, 10). La historia que vamos a reconstruir muestra otro derrotero socio-político.
8
Los mismos indígenas denuncian que desde tiempos coloniales se quiso hacerlos “avergonzar de nuestras
lenguas, de nuestros vestidos, de nuestras costumbres, de todo lo nuestro. Y a muchos han hecho creer que
somos brutos” (Cric, 1983, 9).

2
del modelo de sustitución de importaciones hacia uno aperturista; la creciente conciencia
mundial sobre el agotamiento de los recursos naturales y los problemas ambientales
especialmente en esta zona del planeta; y la búsqueda de una nueva legitimidad de los
Estados nacionales –debida a la crisis de los populismos y la derrota de las dictaduras
militares–, sobre las bases de la ampliación de la democracia, la vigencia de los derechos
humanos y la integración de poblaciones excluidas. Estos procesos se traducen en el
agotamiento de la frontera agrícola y mayor presión por la tierra –ante lo cual se respondió
con limitados intentos de reforma agraria, que en el fondo eran una estrategia preventiva de
las revoluciones alimentadas por la experiencia cubana–, crisis de los modelos tradicionales
de control como la hacienda y la Iglesia –la que a su vez sufre una radicalización al optar
algunos sectores del clero por los pobres–, y nuevas políticas estatales hacia los pueblos
indígenas que buscan integrarlos a los Estados nacionales incorporando elementos del
indigenismo.9

A fines del siglo XX y comienzos del XXI este “despertar” de los indígenas ha tenido
proyecciones políticas más amplias, llevándolos incluso al poder en Bolivia con la elección
del aymara Evo Morales como presidente en 2006. Cuenta en esta politización de lo étnico
no solo el incremento de la desigualdad socio-económica que empobrece a los pueblos
originarios y muestra los límites de un neoliberalismo cada vez más en crisis, sino el
derrumbe de dos relatos que ocultaban lo étnico: el de izquierda con énfasis en las clases
sociales y el nacionalista que le apostaba a la homogeneidad racial mestiza (Zamosc, 2007).

Si esto es común a toda América latina, habría que señalar que en el caso colombiano
cuenta el fin del régimen de coalición bipartidista –Frente Nacional– con un gran déficit
social acumulado, como se constata en la precaria reforma agraria y en el deterioro de las
condiciones socioeconómicas de amplias capas de la sociedad, lo que fue acompañado del
escalamiento y degradación del conflicto armado (Archila, 2003, cap. 6). Todo ello
propiciaría cambios en las condiciones de vida de las poblaciones rurales y en especial de
los indígenas que los llevó a una ubicación distinta en el ámbito de la nación en la segunda
mitad del siglo XX.

Pero estos factores “objetivos”, estructurales y coyunturales, por sí solos no dan cuenta del
“despertar” indígena en Colombia. La acción de hombres y mujeres de las mismas
comunidades, junto con los colaboradores e intelectuales, juegan un papel en esta historia.
En ello influyen las tradiciones y los valores heredados, así como los “antecedentes” de la
lucha, que son rescatados del olvido y reapropiados por el movimiento indígena caucano.10
9
El indigenismo como tal fue una propuesta de intelectuales latinoamericanos de comienzos del siglo XX
como Haya de la Torre y Mariategui, quienes afirmaron la herencia indígena del subcontinente e insistieron
en la integración de los nativos en la nación mestiza (Peeler, 2003). El nuevo indigenismo o el “despertar
indígena” de alguna forma se condensa en el encuentro internacional de Barbados, en 1971, que produce la
famosa Declaración “Por la liberación del indígena”. En 1977 se producirá el Segundo Encuentro en la misma
isla caribeña (Varios (b), 1979, 9-14). En Bolivia este despertar se designa “indianismo” y está relacionado
con el movimiento katarista de finales de los años setenta (Svampa y Stefanoni, 2007, 96; ver también Xavier
Albó, 2008 y Rivera, 2003). Para nosotros el indigenismo busca una inserción de los pueblos originarios en
las naciones y por ello se abre a la sociedad, tanto que puede ser instrumentalizado por los Estados, mientras
el indianismo apelaría a la esencia de esos pueblos volcándose hacia adentro de las comunidades.
10
Para una historia del movimiento indígena del Cauca véanse Joanne Rappaport (1990) y María Teresa
Findji (1992).

3
Veamos en primera instancia quiénes lo conforman, qué identidades construyen y, más de
fondo, a quién representan sus organizaciones.

1. ¿Quiénes lo conforman?

En el departamento de Cauca conviven cuatro etnias indígenas principales: nasas (antes


designados paéces), guambianos, coconucos y yanaconas. Para comienzos de este siglo
XXI se calculaba que eran casi 170.000, más del 10% de la población indígena del país y
casi el 15% del total del departamento. La etnia más numerosa es la nasa, con cerca de
112.000 integrantes, que se proyecta al sur del departamento del Valle y occidente del
Huila. Le siguen la guambiana con más de 20.000 indígenas, la yanacona con algo menos
de esa cifra y la coconuca con casi 7.000 (Laurent, 2005, cap. 9). Las dos primeras etnias
conservan lenguas propias además de costumbres y autoridades tradicionales. A ellas nos
referiremos principalmente en este texto.

De inicio es preciso afirmar que el movimiento indígena caucano es muy heterogéneo. 11 Por
lo pronto alberga distinciones regionales y étnicas, para no hablar de las ideológicas y
políticas. Pero incluso los nasas se diferencian por subregiones, por ejemplo entre los del
norte y los de Tierradentro.12 Pero no se pueden trazar fronteras definitivas en esta
heterogeneidad y menos atribuirlas a razones “naturales” geográficas o incluso meramente
culturales. Las distinciones también se han construido al calor de la lucha, trascendiendo
regiones y etnias (Laurent, 2005). Estas y otras divisiones menores y coyunturales hacen
heterogéneo el movimiento indígena caucano y, como dice Joanne Rappaport (2005 A), son
expresiones de disputas por la hegemonía en el plano regional, asunto que abordaremos
más tarde.

Ya sabemos que las identidades son construidas; el caso que nos ocupa lo ilustra. Si se mira
a vuelo de pájaro la historia del movimiento indígena colombiano de los últimos años,
especialmente el caucano, se puede distinguir un cambio de énfasis identitario de la clase a
la etnia. No son construcciones que se dan en el aire sino al calor –y al servicio– de la
lucha, por lo tanto son identidades políticas (González, 2006). Antes de abordar el tema
como tal aclaremos algunos debates teóricos en los que se involucran también de los
indígenas, pues son cruciales en su identidad de lucha.

De una parte está la distinción entre raza y etnia. Como dice Peter Wade (1997, cap. 1),
ambas son construcciones históricas para entender –léase controlar y organizar– la
sociedad. El concepto de raza es más antiguo y se asociaba a linaje. Para el siglo XIX se
utilizó para diferenciar fenotipos –disparidades físicas– con la idea de un progreso
ascendente de la humanidad desde lo primitivo hasta lo moderno. Así se naturalizó la
“raza” para justificar formas de dominación que hicieron crisis con el nazismo a mediados
del siglo XX. El concepto de etnia es más reciente y apunta a diferencias no tanto
11
Independientemente de la evidencia de la heterogeneidad no faltan las voces internas que piden uniformidad
de pensamiento en aras de la unidad: “si queremos salir adelante, tenemos que unir(nos) no solo en persona
sino en pensamiento. Tenemos que tener ideas iguales si no, no habrá unidad” (Gobernadores Indígenas,
1981, 50).
12
En el plano nacional hay también diferencias entre los indígenas andinos y los de las zonas planas y
selváticas por sus tradiciones y especificidades en la lucha especialmente por el diverso acceso a la tierra.

4
fenotípicas cuanto culturales. En general tiende a reemplazar la primera categoría –es más
“políticamente correcta”–, aunque muchas veces arrastra parte de su contenido
discriminatorio, especialmente cuando se intenta definir físicamente una etnia.

¿Qué es ser indio? se pregunta Christian Gros a propósito de un sonado caso en los años
sesenta cuando unos pobladores de la Inspección de Yaguará en el municipio de Chaparral,
departamento de Tolima, se autoproclamaron indios para reclamar tierras comunales. Los
funcionarios del Incora (Instituto Colombiano de Reforma Agraria) en su momento optaron
por definir la “indianidad” a partir de rasgos físicos y por eso negaron la demanda (Gros,
1991, 203 y ss). Tiempo después, al abrigo de las políticas neoindigenistas del Estado
colombiano, ganaron su reclamo. Hoy la “indianidad” se define no por rasgos físicos, ni
siquiera culturales, sino por una apelación política a tal identidad. Los casos abundan y
especialmente en la reciente ola de reindianización (Gros, 2000). Luego estamos ante una
identidad construida cada vez menos sobre rasgos físicos –raza– o culturales –etnia–.
Quienes la reclaman lo hacen como un instrumento de lucha para preservar o recuperar
tierras comunales (Rappaport, 1994). Desde allí emprenden un viaje al pasado para buscar
sus raíces, recuperan tradiciones culturales y, en algunos casos, lenguas olvidadas,
redescubren usos y costumbres, prácticas económicas, médicas y jurídicas tradicionales, y
comienzan a forjar un pensamiento propio.13

Pero para llegar al punto de construir identidades étnicas, el movimiento indígena debió
deslindarse de una afiliación simple a la clase campesina. En todas partes de América
Latina se ha vivido la tensión entre etnia y clase.14 Era fruto de las políticas estatales y de
los discursos académicos, incluido el marxista, pero también fue resultado de las
confrontaciones que vivían los pueblos originarios. Así se observa en el origen del Cric:
aunque consideró llamarse “sindicato” con una clara apelación a la clase,15 finalmente se
designó Consejo Regional para federar a los cabildos indígenas en una visión pan-étnica, ya
que alberga nasas, guambianos, yanaconas y coconucos. De la misma forma en sus inicios
priorizó la lucha por la tierra, lo que lo acercaba a los campesinos –agrupados en ese
entonces en la Anuc (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos)– y al conjunto de las
clases explotadas. Hasta la misma violencia en su contra marca esas identidades: la
derivada de la lucha por la tierra con los gamonales de los años 70 y 80 apelaría al mundo
campesino, mientras la reciente disputa territorial con los actores armados reafirmaría la
identidad étnica (Villa y Houghton, 2004).

En la historia de los indígenas caucanos aparentemente desechan el esencialismo de clase


para adquirir uno de etnia. El esencialismo es una propuesta teórica y política que
13
El caso colombiano no es único en la historia reciente de Latinoamérica como lo muestran los mayas en
Guatemala (Warren, 1998) y los indígenas de Cacha en Ecuador (Pallares, 2003).
14
Por ejemplo, en la revolución boliviana de 1952, con una clara intención política los indígenas, con su
consentimiento, fueron designados campesinos y se organizaron en sindicatos (Peeler, 2003 y Albó, 2008).
15
De hecho su antecedente inmediato es el Sindicato del Oriente Caucano en Jambaló creado en 1963 bajo el
auspicio del clero y de su aparato agrario la Fanal –Federación Agraria Nacional– (Bonilla, 1979, 355, Cric,
1981, 11-12 y entrevista a Trino Morales, 2008). Víctor Daniel Bonilla insiste que la forma organizativa
sindical era ajena al mundo indígena, a pesar de que fuera impulsada desde los años 30, porque suponía una
afiliación individual voluntaria y, según él, los indígenas pertenecen colectivamente a los resguardos. Aunque
no le falta razón en este señalamiento, su interpretación respira esencialismo, pues un indígena puede dejar de
pertenecer a un resguardo o afiliarse “voluntariamente” a él.

5
naturaliza las identidades apelando a esencias preestablecidas –nacionales, de clase, género
o etnia–; de esta forma pretende construir sujetos homogéneos para un actuar
cohesionado.16 Decimos que aparentemente porque hay dos niveles en el discurso indígena.
En uno reivindican un esencialismo étnico que se adopta para diferenciarse de los “otros” y
luchar unidos (Rappaport, 2005 A).17 En otro nivel, las organizaciones indígenas son
conscientes de la construcción instrumental que hacen de sus identidades y adoptan en la
práctica un punto de vista pragmático, especialmente para su acción gremial y política
como lo ilustrábamos en la cita inicial del epígrafe de este artículo.18

El aparente tránsito de una identidad de clase a una étnica es todavía más complejo, pues
los dos polos de la tensión siempre están presentes en el Cauca, así el énfasis varíe con el
paso del tiempo. La consigna inicial del Cric fue “Unidad, Tierra y Cultura”, y desde los
años 80 la Onic (Organización Nacional Indígena de Colombia), adicionaría el elemento
“Autonomía”. Tierra y cultura están estrechamente relacionadas: la “madre” tierra no es
algo físico para la reproducción material y menos una mercancía, es también el espacio
simbólico de la cultura; y ésta no se entiende sin una referencia territorial (Wade, 1997 y
Rappaport 1990). De igual forma, desde el principio el movimiento indígena caucano se
apoyó en los cabildos y en sus autoridades tradicionales, manteniendo una dimensión
colectiva que los diferenciaba aún más de los campesinos mestizos. Por eso proclamaba: “el
movimiento indígena hace parte del movimiento campesino y nuestro puesto está en la
Anuc (…) Pero a la vez los indígenas debemos contar con cierto grado de autonomía, en
razón de las características específicas, sobre todo culturales, que nos corresponden” (Cric,
1981, 162). Un par de años después una cartilla educativa de la misma organización titulada
“Nuestra lucha de ayer y hoy” iniciaba afirmando: “Los paéces, guambianos, coconucos y
demás indígenas del Cauca (…) somos campesinos”; y más adelante recalcaba que también
eran “indios”, para concluir que: “los campesinos indígenas, como somos indios, tenemos
también otros problemas” (Cric, 1983, 1-9). Con el tiempo cobrará más fuerza lo indígena
que lo campesino, sin que esto último desaparezca.19
16
En el plano teórico, aunque el esencialismo se nutre de la teoría liberal y nacionalistas para la construcción
de los Estados modernos, es reforzado por vertientes estructuralistas que enfatizar la preexistencia de esencias
más allá de la acción humana. Por su parte el antiesencialismo tiene que ver con visiones construccionistas de
las identidades que si bien se acercan a los “giros” actuales en las ciencias sociales, tuvo sus orígenes en
posturas críticas del estructuralismo marxista como las de los historiadores británicos. Un desarrollo del
debate teórico para los movimientos sociales en Archila, 2003, Introducción. El uso político del esencialismo
por los indígenas responde a retos de la acción concreta, como veremos en estas páginas.
17
La búsqueda de la esencia los lleva a veces incluso a cosificar la cultura según sugiere Christian Gros al
señalar que los indios hablan en no pocas ocasiones de la cultura como una “cosa” que se puede perder (Gros,
2000, 76).
18
Cristóbal Gnecco teme que el antiesencialismo pueda desarmar las historias disidentes por lo que aboga por
un esencialismo resignificado no como instrumento de dominación sino de empoderamiento (Gnecco, 2007,
190). En todo caso reconoce que es también una estrategia para construir identidad. Xavier Albó, por su parte,
sospecha del esencialismo pues, a su juicio, entre más apelación a lo “autentico” más se trata de una
invención, aunque aclara que invención no significa engaño (Albó, 2008, 241). El tema de esencialismo y
pragmatismo requeriría alguna reflexión adicional que no puedo ampliar en estas páginas, pero más que
abogar a secas por el primero como estrategia de lucha y de identidad me acojo a lo señalado por Rappaport
(1990) de una hábil combinación de ambas en el movimiento indígena. Así se puede ver en programas
concretos de educación y salud; por ejemplo, luchar contra la ley 100 de 1993 por principio pero crear una
EPS “propia” para manejar la salud indígena y controlar sus territorios.
19
John A. Peeler en forma lineal relaciona las identidades indígenas con la represión estatal en cinco países de
América Latina –Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y México–: entre mayor sea ella, más proclives serán a

6
Por ello no es descabellado decir que, al menos para el Cric, el cambio identitario no es de
campesinos a indígenas a secas sino de una díada a otra: de campesinos/indígenas a
indígenas/campesinos. Con esto queremos señalar que los dos polos de la tensión
etnia/clase no desaparecen, pero cambian en su énfasis con el paso del tiempo. Sin
embargo, esta conclusión no puede generalizarse para todos los indígenas del Cauca. En el
caso del movimiento de Autoridades Indígenas – expresado en Aiso (Autoridades Indígenas
del Sur Occidente) a principios de los años 80, que a fines de ese decenio se convierte en
Aico (Autoridades Indígenas de Colombia)–, la identidad propuesta será más claramente
étnica pero buscará establecer puentes con otros sectores sociales subalternos.20

En tiempos recientes otro tipo de identidad se cruza con las analizadas, la de género.
Aunque sigue subordinada a la étnica, comienza a aflorar en las mujeres indígenas. Ellas
han participado desde el principio de la lucha, pero no han ocupado lugares destacados
tanto en los cabildos como en el Cric o en Aiso. Por lo común las culturas indígenas
asumen una armonía de la pareja entre el hombre y la mujer, mientras hablan de roles
compartidos. Son prácticas familiares ancladas en una cultura cuyos principios son
definidos por Catherine González como: relacionalidad, reciprocidad y complementariedad
y correspondencia (González, 2006). Además los indígenas asocian el papel de la mujer a la
naturaleza, pues ambas son fuente de vida (Piñacué, 2005, 56). Pero su función va más allá
de lo biológico, ya que la mujer es crucial en la transmisión de la cultura y cosmovisión
propias. Incluso se aduce que ellas son más permanentes en la lucha que los inestables
varones (Acosta, 2007, 193), o que cuando viene la represión son la columna de defensa de
la comunidad (Pancho, 2007, 57). En palabras de otra activista, ellas “aportan la belleza y
la logística necesarias para el éxito del movimiento” (Piñacué, 2005, 62).

A pesar de privilegiar la armonía sobre las desigualdades de sexos, las indígenas


crecientemente reconocen que hay sobrecarga de trabajo en la familia y hay discriminación
de género en las organizaciones. La mujer indígena sigue cumpliendo las labores
“femeninas” en el hogar y en la comunidad. Una activista nasa al respecto señala: “aún no
hemos ganado la suficiente equidad (por lo que) iniciamos peleándonos el derecho a asistir
a las reuniones (…) y a las decisiones”. Y agrega ella, “ahora las comunidades nos
reconocen y nos elijen en cargos de dirección” (Pancho, 2007, 58). Pero esto no solo es un
proceso reciente, sino que sigue siendo muy limitado, pues en 2005 no más del 10% de las
autoridades comunitarias eran mujeres (Galeano, 2006, 110).21 Más aún, en esta “lucha”

desechar la identidad campesina para adoptar la étnica, que se supone es menos confrontacional y provoca
menos reacciones de la derecha (Peeler, 2003). Esto no parece ser cierto, al menos para en Colombia. Incluso
el impacto del neoliberalismo complica más las identidades indígenas en América latina: por una parte parece
acomodarse mejor con la identidad étnica que con la de clase (Albó, 2008, 235 y Kaltmeier, 2007); por otra
parte al agudizar la pobreza en los pueblos originarios hace re-emerger el discurso clasista (León Galarza,
2007).
20
En la selva y las regiones planas del país, los indígenas también enarbolan una demanda más cultural ya que
la disputa no es tanto de tierras, e igualmente tendrán contactos, a veces conflictivos a veces de colaboración,
con los colonos (Laurent, 2005).
21
En tiempos recientes ha adquirido notoriedad la dirigente nasa Aida Quincué –una consejera mayor según la
nueva estructura del Cric–, cuyo marido fue asesinado por el Ejército pocos días después de que regresara al
Cauca la “Minga de los Pueblos” (0ct-nov, 2008), de la que Quincué fue vocera. Pero su caso sigue siendo
excepcional en el mundo indígena caucano y colombiano. Así lo reconocía Unidad Indígena a raíz del Tercer

7
dentro de las comunidades y las familias, las indígenas no suelen recurrir a la categoría de
género ni al modelo militante del feminismo occidental, pues los consideran ajenos a su
cultura. Apelan a sus tradiciones, recordando entre otras a la cacica Gaitana o a la capitana
María Ramos (UI, 80, diciembre 1986, 6), e intentan explicar su forma de participar
“silenciosa” como una particularidad cultural que encierra el “más adentro” de la
comunidad (Piñacué, 2005, 58).

Y allí es cuando lo étnico termina predominando sobre otras identidades, en este caso de
género. Así desde fines de los años 80 el tema de la mujer se hace visible en los congresos
de las organizaciones indígenas, pero asumido como parte de la dinámica étnica (UAU, 11,
diciembre 1988, 16). Por ejemplo, la Onic constituyó un comité provisional de mujeres para
preparar su tercer congreso en 1990, y les insistía en que les “falta conciencia pues vemos a
muchas mujeres que se avergüenzan de ser indígenas y cuando van a trabajar a las ciudades
abandonan su cultura y cogen (sic) las costumbres del blanco” (UI, 92, octubre 1989, 12).
Un par de años antes en un encuentro nacional de mujeres indígenas, previo a uno de
trabajadoras convocado por la CUT (Central Unitaria de Trabajadores), se concluyó:
“nosotras las mujeres indígenas debemos contar con las autoridades existentes en nuestras
comunidades (…) con nuestros cabildos para que orienten nuestro trabajo y estimulen
nuestra participación” (UI, 84, octubre-diciembre 1987, 12). En consecuencia habría que
decir que para muchas mujeres indígenas existe la tríada identitaria etnia/clase/género, en la
que el mayor peso está en lo étnico pero sin ocultar los otros dos componentes.22

2. Organizaciones y representación

Visto el asunto de las identidades debemos tocar el de a quién representan las


organizaciones autodenominadas indígenas, especialmente en el caso del Cauca. Es bien
sabido que el vocablo “representación” es equívoco. Hay dos acepciones que se ponen en
juego en la historia que reconstruimos: una ligada a las prácticas de delegación de poder y
la otra de carácter estético como reproducción de la realidad. En el primer sentido hay una
sustitución del pueblo por unos delegados provenientes de su seno. Eso es lo que, entre
otros, Pierre Rosanvallon llama la ficción democrática (Rosanvallon, 2004, Introducción),
pero recordemos que ficción no quiere decir que sea falso. En este acápite retomamos la
acepción política: se trata de la sustitución del otro legitimada con procedimientos de
elección que constituyen la llamada democracia liberal. Pero siempre existe el peligro de
que el pueblo real quiera volver a representarse directamente por mecanismos
institucionales –como la revocatoria del mandato del elegido– o extralegales –la acción
directa, que al contrario de lo que piensa Tilly (2004) no deja de aparecer en el horizonte de
los movimientos sociales contemporáneos–. De modo que el asunto de la “representación”

Encuentro Nacional Indígena realizado en Bogotá en junio de 1994. Dicho evento no fue convocado por ellas
y la secretaría respectiva de la Onic llevaba dos años de inactividad. Algunas se quejaron de que mientras en
las luchas ellas estaban al frente, cuando se iban a tomar decisiones no se las consultaba. El artículo citado
culminaba diciendo que poco se había avanzado en este tema, lo que indicaba la despreocupación por estos
asuntos en la organización indígena nacional (UI, 108, octubre 1994, 12).
22
Al igual que otras mujeres subalternas la violencia ha involucrado crecientemente a las indígenas en la
búsqueda de la paz, como se expresó en un encuentro de mujeres indígenas en Bogotá en 2002 (UI, 117,
diciembre 2002, 2).

8
es conflictivo y en permanente cambio. Siempre brotarán nuevas propuestas individuales y
colectivas que disputarán la legitimidad de una delegación establecida.

Este pequeño excursus por el vocablo “representación” nos sirve para acercarnos a las
tensiones que van a vivir las organizaciones indígenas del Cauca no solo las regionales
como el Cric y la Aiso, sino en el plano local entre los resguardos, cabildos y las
autoridades municipales, así ellas sean indígenas. En esta parte nos vamos a concentrar en
las tensiones por la representación en las organizaciones regionales, especialmente en el
Cric, pues fue la matriz del proceso organizativo caucano y nacional. A partir de las fuentes
consultadas surge la pregunta: ¿a quién representa esta organización? Una primera
respuesta es: a los indígenas del Cauca. Tal era su pretensión desde su origen. Esto significa
que el Cric tenía un propósito pan-étnico, pues en el departamento hay al menos cuatro
etnias indígenas, para no hablar de los afrodescendientes y de los mismos colonos mestizos
y blancos –todos ellos referidos solo al mundo rural, ya que también hay pobladores
urbanos de distintos orígenes étnicos–.

Ahora bien, si tomamos en sentido estricto la estructura organizativa del Cric hasta
comienzos del este siglo nos encontramos que son los gobernadores de los cabildos quiénes
conforman su Junta Directiva, de la que sale el Comité Ejecutivo. 23 Estamos, por tanto, ante
una organización “gremial” de segundo grado, bien diferente de otras como las
federaciones sindicales. La base primaria son los cabildos, entidades colectivas que tienen
una referencia territorial clara: los resguardos. Aunque esto da un sabor “natural” a la
pertenencia de sus afiliados, existe la posibilidad de salirse del resguardo o de que nuevos
miembros lleguen a él. Es decir, no siempre se pertenece a un cabildo por nacimiento. Pero
el punto que interesa señalar aquí es que el Cric pretendía representar a los indígenas del
Cauca pertenecientes a los cabildos y esto ya es un matiz que marca los límites de lo que la
organización cobija y lo que excluye. Ello se constata en un discurso de Gustavo Mejía –
colono mestizo fundador del Cric y colaborador estrecho hasta su asesinato en febrero de
1974– pronunciado en diciembre de 1971 en el que decía: “ustedes deben siempre mantener
la unidad entre todos los cabildos y de todos los indígenas” (UI, 2, febrero 1975, 5).24
También el escudo de la organización es diciente en este sentido, pues simboliza la reunión
de cabildos plasmada en bastones de mando convergentes. Entonces el Cric no representa a
TODOS los indígenas del Cauca, aunque siempre quiso hacerlo, sino a los cabildos
afiliados. Quien quería pertenecer esta organización no podía afiliarse individual y
directamente, lo debía hacer colectivamente por medio de su respectivo cabildo. Esto hace
que el Cric sea una organización gremial diferente del modelo sindical.

Pero allí no termina el enredo. El Cric se apoya en los cabildos, los estimula a que se
renueven permanentemente –de hecho a fines de cada año se producen elecciones de sus
gobernadores, punto al que sus órganos de prensa le dedican buenas páginas– y promueve
la creación de otros nuevos. Nótese la práctica ritual de la elección de autoridades lo que da
23
Parece que desde 2001 el Cric cambia el Comité Ejecutivo por una dirección colegiada de consejeros
mayores delegados de las zonas en que se estructuran los resguardos y cabildos en el Cauca (El Liberal, 9 de
abril 2001, 1). Con eso no solo se supera la crítica de Aiso al verticalismo del Comité Ejecutivo sino que se
reintegran a la organización regional delegados guambianos.
24
Un aspecto colateral nos llama la atención de esta frase: el uso del “ustedes” que marca la distancia que ya
percibe él ante el movimiento indígena como tal, dada su condición “externa”.

9
a los cabildos un arraigo democrático que no tienen otras organizaciones sociales y
gremiales en el país, para no hablar de las políticas. Pero al mismo tiempo el Cric gesta otro
tipo de organizaciones de base como cooperativas, empresas comunitarias –una herencia de
los tiempos de la reforma agraria y la Anuc que luego desechará– y diversos proyectos
productivos. En otras esferas estimula la creación de escuelas bilingües, experiencias de
salud sobre la medicina indígena y en tiempos recientes incluso la elaboración de
cosmovisiones “propias” (Rappaport, 2005 A). Es decir, el Cric tiene una base en formas
tradicionales de pertenencia, los resguardos/cabildos, pero simultáneamente –hasta 2001–
se dota de modalidades modernas de estructuración: Junta Directiva, formada por todos los
gobernadores de cabildos afiliados, y Comité Ejecutivo elegido en los congresos, con
distribución de cargos dentro de éste. Paralelamente promueve una amplia red asociativa en
casi todos los planos de la vida indígena.

La participación del Cric en las luchas indígenas es otra dimensión de su “representación”.


Si nos atenemos a la Base de Datos de Luchas Sociales de Cinep vemos que fue el
convocante mayoritario de las protestas indígenas en el Cauca entre 1975 y 2006, con 92 de
los 200 registros contabilizados. Por tanto, el Cric no era solamente una organización que
recibía delegación de los cabildos, sino que figuraba como propiciadora de acciones
sociales colectivas. Se trata, por tanto, de una “representación” compleja que abarca a
muchos representados en diversas formas y niveles organizativos.

Sin embargo, con lo dicho no se agota el problema que nos ocupa. Aunque su ámbito de
acción es regional, no se puede negar su proyección nacional. 25 De alguna forma se puede
suponer que siendo los indígenas del Cauca los mejor organizados y los que más impacto
nacional han tenido por sus acciones reivindicativas, podrían ser considerados como una
“representación” de todos los indígenas colombianos, al menos antes de la creación de la
Onic.26 No es por ello extraño que las organizaciones nacionales tales como la Secretaría de
Asuntos Indígenas de la Anuc y la misma Onic, en sus inicios hayan estado presididas por
dirigentes del Cauca. Claro que con la creación de esta última, en la que estuvo
comprometido el Cric, se establece una “división del trabajo” entre la organización regional
y la nacional, aunque el peso caucano siempre será notorio en la dirección de la Onic.27
25
Así siempre lo ha reconocido el movimiento indígena nacional como lo ratifica el actual presidente de la
Onic, Luís Evelis Andrade, en reciente entrevista (febrero de 2007) aparecida en www.delorigen.com.ar/luis.
Por su parte, Abadio Green, de origen cuna en Antioquia y expresidente de la Onic, dice: “pertenezco a la
escuela del Cric, ahí comencé a formarme a nivel político y organizativo” (revista Etnia y Política, # 5,
diciembre 2007, 56).
26
La frase citada de Gustavo Mejía en diciembre de 1971 se presta a esta lectura, pues no circunscribe la
unidad al Cauca. No sobra señalar que la etnia nasa tiene una proyección más allá del Cauca hasta partes
colindantes de Valle y Huila, y que sus orígenes históricos parecen estar en el valle del río Magdalena del
último Departamento (Rappaport, 1990).
27
En su Segundo Congreso nacional en febrero de 1986 se presentó una división entre los indígenas de la
selva y los andinos, supuestamente orquestada por el guambiano Trino Morales para excluir a los segundos,
¡siendo él de esa zona! En posterior reestructuración de la directiva nacional, además de las acusaciones de
malversación de fondos al sucesor de Morales, a éste se le criticó de “politiquero, autoritario y paternalista”.
(Otra versión de estos sucesos en la entrevista a Trino Morales, 2008.) El resultado de la reestructuración fue
el ascenso de Anatolio Quirá, coconuco, a la presidencia, con lo que se revela de nuevo el peso caucano en el
ámbito nacional a pesar de que se proclamó que no hay consejos regionales superiores a otros (UI, 80,
diciembre 1986, 2; véanse también los números 76, abril 1986, 2 y # 81, enero-febrero 1987, 3). En los años
noventa indígenas de otras regiones ya asumen la dirección del movimiento nacional.

10
Esto sin hablar de su proyección política en la agrupación electoral Alianza Social Indígena
(ASI) desde los años 90. En síntesis, el Cric propicia una amplia red de organizaciones
económicas, sociales, culturales y ahora también políticas, más allá de sus fronteras
regionales. Todo ello hace más compleja la representación del Cric.

Hasta el momento hemos visto que el Cric es una organización que no solo recibe
delegación de los cabildos sino que toma iniciativas organizativas y de movilización
locales, regionales y hasta nacionales. Así aparece amoldarse a lo que en el lenguaje de la
izquierda del momento era una organización gremial –sui generis, sin duda–,
supuestamente restringida a la acción reivindicativa. De hecho los indígenas del Cauca
habían criticado a la Anuc, línea Sincelejo –ala radical influida por la izquierda,
especialmente maoísta–, de quererse convertir en partido político haciendo
“anarcosindicalismo” o más propiamente “anarcogremialismo” (UI, 25, octubre 1977, 2).28
Continuamente el Cric se deslindó de los partidos políticos tanto tradicionales como de
izquierda (UI, 12, abril 1976, 2), pero sin negar una proyección política regional y nacional.
Varias veces se presentó como una organización gremial abierta a influencias políticas que
“cualifiquen la lucha indígena” (UI, 25, octubre 1977, 2). Con todo, el discurso oficial del
Cric, al menos el que se refleja en las fuentes consultadas, era muy cercano al de la
izquierda partidista del momento, conformando lo que recientemente se llama izquierda
social, o mejor socio-política (Rodríguez et al., 2004 y Harnecker, 2002).29

Esta posición política de parte del Cric, como también su estructura organizativa, generaron
tensiones en el seno del movimiento indígena del Cauca. Algunos gobernadores de
cabildos, especialmente guambianos, comenzaron a distanciarse de la organización a la que
consideraban burocrática y llena de colaboradores “externos” (Rappaport, 1994). Dichos
gobernadores querían una representación “propia” de su mundo, más directa y al mismo
tiempo más acorde con sus tradiciones. Así lo confesaba Lorenzo Muelas, guambiano y
líder del grupo de Gobernadores en Marcha, que a principios de los ochenta conformaría
Aiso y en los noventa Aico: “Nosotros, el Movimiento de Autoridades nunca quisimos
tener una junta directiva como ellos, nosotros éramos los dirigentes pero no como un cargo
de presidente o tesorero o fiscal, nosotros hemos querido ser distintos (…) Nosotros
tuvimos profundas divergencias con el Cric porque el Cric también quería hegemonía”
(citado en Laurent, 2005, 255, el destacado es nuestro).

Razón tiene Muelas al señalar que se trataba de una disputa por la hegemonía del
movimiento indígena en la que aparentemente se ponían en juego distintos modelos de
“representación”.30 Decimos aparente porque no creemos que haya una tajante distinción
28
Unidad Indígena comentó sobre el IV Congreso Campesino en Tomala (Sucre) en febrero de 1977, cuando
se dio ese paso por parte del Ejecutivo de la Anuc agrupado en la ORP –Organización Revolucionaria del
Pueblo–: “Después de este congreso es difícil seguir considerando a la Anuc como la representante de los
intereses de los pobres del campo” (UI, 20, marzo 1977, 2, el destacado es nuestro).
29
Para muestra un botón: cuando se estaba preparando el V Congreso del Cric a inicios de 1978 Unidad
Indígena presentó un “proyecto de plataforma política” como resultado de criterios construidos a lo largo de
siete años de luchas. Se dijo que para caracterizar al movimiento indígena “se parte de la doble realidad de
pueblos sojuzgados y oprimidos por el colonizador, y de clase o conjunto de clases explotadas” (UI, 28,
febrero 1978, 2). El tema de la izquierda socio-política lo desarrollaremos más adelante.
30
Dicha hegemonía es la que Florencia Mallon (1995) designa “comunal” o dentro de las comunidades
indígenas de Perú y México que ella compara, a diferencia de la hegemonía “nacional”, que se da en un

11
entre las dos expresiones socio-políticas del movimiento indígena del Cauca y menos en los
tiempos recientes. El grupo de Autoridades Indígenas nació en el seno del Cric y se fue
distanciando por concepciones políticas divergentes ante la lucha por la tierra, las
relaciones con el Estado, y en especial el Incora. 31 Con el tiempo estas diferencias se fueron
agrandando y se enfocaron contra la forma de organización del Cric a cuyo Comité
Ejecutivo se le atribuyó “dejar el camino indígena por oír a grupos de asesores (…) no nos
gusta que nos dirijan gentes que no piensan con pensamiento propio” (Gobernadores
Indígenas, 1981, 2 y 53).32 Esta influencia “externa” a la que las Autoridades Indígenas
califican de “politiquera”, fue la que supuestamente llevó a la crisis del Cric por el
encarcelamiento de parte de su Ejecutivo en 1979 (Ibid., 52). Así el pensamiento “propio”
será la bandera del naciente Aiso, pero es un punto que nunca ha negado el Cric y que ha
retomado en forma creciente en los últimos años. En cuanto a la presencia de actores
“externos” –otro de los puntos polémicos– el movimiento de Autoridades Indígenas
también los tuvo, aunque se autodenominaron “solidarios” –tal vez por hacer más explicita
su exterioridad–. Claro que Aiso no tuvo la estructura “burocrática” del Cric, pero no
debemos olvidar que éste apelaba a los cabildos como su base de representación,33 y
recientemente ha horizontalizado su directiva.

En consecuencia, la diferencia no es entre una organización moderna y otra tradicional,34 o


entre una más universalista y otra más particularista, pues tanto Cric como Aiso entretejían
ambos polos, aunque con distintos énfasis. Es claro, por la cita tomada de Muelas –“hemos
querido ser distintos”–, que la naciente Aiso está más en una perspectiva de identidad
étnica a partir de la diferencia y el Cric se mueve aún en la díada etnia/clase, pero son
matices de una propuesta identitaria compartida. Incluso la noción de autonomía radical
ante cualquier institucionalidad externa que esbozan las Autoridades Indígenas al principio,
no solo también es enarbolada por el Cric,35 sino que con el tiempo Aiso la modera
comenzando por la reunión que tienen con el presidente Belisario Betancur en noviembre
de 1982 (UI, 60, diciembre 1982, 2). Y no olvidemos que Aiso, convertida en Aico, se le
medirá primero al reto de participar en la Asamblea Constituyente de 1991.

ámbito más amplio.


31
El mismo Lorenzo Muelas confesará años más tarde que “la raíz fundamental de la división fue la tierra, y
eso no podrá negarlo nadie” (Muelas, 2005, 438).
32
En esa publicación todavía se insistía que Gobernadores Indígenas en Marcha, como se designaban a
principios de los años 80, era parte del Cric, pero desconocían al Ejecutivo: “El Cric somos las comunidades
organizadas y en lucha (…) el Cric es formado por los cabildos, es decir por autoridades, no por ejecutivos”
(Ibid., 3 y 52).
33
En un editorial de Unidad Indígena titulado “los cabildos y la autonomía indígena” se decía que si bien
éstos son invención de los conquistadores, con el tiempo los indígenas los adoptaron como autoridades
“propias”, asunto que el Cric reconoce en el punto tres de su programa. Pero a renglón seguido se señala que
no todos los cabildos están con el Cric, debido a la influencia de instituciones externas que quieren dividir a
las comunidades (UI, 52, noviembre 1981, 2). Vale la pena anotar que el juego entre lo “propio” y lo “ajeno”
identificando lo primero con unidad y autonomía, no es exclusivo de Aiso, el Cric también lo aplica a su
contradictor. Su interpretación de la responsabilidad en la división recae no en los gobernadores como tales
sino en los agentes externos –académicos– que los influyen.
34
Cosa en la que sí parece insistir Joanne Rappaport (1994, Introducción).
35
Éste defendía el principio de autonomía que residía en últimas en los cabildos (UI, 52, noviembre 1981, 2).
No debemos olvidar que la Onic agrega la “autonomía” a la clásica consigna del Cric, “Unidad, tierra y
cultura”. Sobre el concepto de autonomía volveremos más adelante.

12
Ahora bien, no siempre estuvieron en pugna estas dos tendencias del movimiento indígena
caucano. A mediados de los ochenta convergen en la denuncia de la presencia de actores
armados, estatales e irregulares, en sus territorios defendiendo el principio de autonomía
por medio de las declaraciones de Vitoncó, en febrero de 1985 y de Ambaló, en abril de
1986, refrendadas a fines de 1988 (UAU, 11, diciembre 1988, 13). Pero las relaciones
siguieron siendo agrias y se polarizaron más en vísperas de la Asamblea Constituyente. 36
Todavía hoy las viejas heridas no se han curado a pesar de los acercamientos vistos, de
convergencias recientes como la de la “zona de distensión social” en el resguardo de La
María y de la reincorporación de algunas autoridades guambianas al Cric desde 2001.

Con todo insistimos en que las distinciones entre las dos expresiones del movimiento
indígena caucano –ambas proyectadas nacionalmente– no son esenciales, ni se pueden
afiliar a una u otra etnia; a pesar de que los guambianos tuvieron más peso en Aiso, también
hay nasas allí afiliados y viceversa con el Cric. Son distinciones socio-políticas construidas
y alimentadas por prácticas cotidianas que constituyen formas diferentes de representación
y de ponderar una identidad política en la disputa por la hegemonía del movimiento
indígena regional y nacional.37 Esto ratifica nuestra afirmación inicial: estamos ante un
movimiento social heterogéneo atravesado por tensiones y conflictos internos. Pero esto no
ha impedido el despliegue unitario de protestas que han tenido impacto político más allá de
las comunidades. Desarrollemos este aspecto.

3. Repertorios de acción

Ante todo miremos la información que nos ofrece la Base de Datos de Luchas Sociales del
Cinep sobre las protestas indígenas en el Cauca entre 1975 y 2006. En estos 32 años se
registraron 200 acciones sociales colectivas promovidas por los indígenas de ese
departamento, casi dos terceras partes del total de las 359 luchas étnicas a nivel nacional, lo
que ratifica el peso de esta región en el movimiento indígena nacional. Ahora bien, la
dinámica de la protesta no es pareja a lo largo de los años estudiados ni en el plano nacional
ni en el regional. Según la misma fuente hay una disminución en términos absolutos de la
cantidad de luchas indígenas en el Cauca: entre 1975 y 1979 se libraron 49 mientras en los
años ochenta se lanzaron 32, en los noventa 44 y en lo que va del siglo XXI 75. Si el
promedio anual en el primer periodo fue de casi 10, en el segundo y tercero estuvo entre 3 y
4, para repuntar en los últimos años a una media superior a 10. Claro que en el plano
nacional ocurrió algo similar y no solo para los actores étnicos.38 En cuanto al conjunto de
las luchas agenciadas por minorías étnicas en Colombia –que incluye también a los
afrodescendientes– tenemos estas cifras por subperiodos: 93 entre 1975 y 1980, 76 para los
años ochenta, cifra que baja a 68 en los años noventa y asciende notoriamente a 122 entre
2001 y 2006. Es decir tanto en el plano nacional como en el regional hay dos ciclos altos de

36
Así, por ejemplo, en forma exagerada el Cric denunció que ante una bomba que se puso en su sede y el
posterior allanamiento de la misma, el movimiento de Autoridades Indígenas no condenó estas afrentas, sino
que las aprobó (UI, 92, octubre 1989, 6). Ver declaración de Aiso en El Liberal…
37
Catherine González coincide con esta interpretación cuando señala que la tensión entre Cric y Aiso “no
radicó en diferencias ideológicas sino en disputas de poder entre los líderes de los espacios organizativos”
(2006, 66).
38
Remitimos a los reportes de la citada Base de Datos en la página institucional www.cinep.org.co. Para un
análisis de las luchas sociales véase también nuestro trabajo conjunto Archila et al., 2002.

13
protestas al inicio y al final del periodo estudiado con un relativo reflujo en los años
intermedios. En los dos extremos la participación de los indígenas del Cauca ha sido
notoria.

Esta misma tendencia se ve con relación a las modalidades de lucha: las invasiones o
recuperaciones de la “madre” tierra en la región –es decir las más confrontacionales–
fueron 29 en el último quinquenio de los años setenta, bajaron a 9 en los años ochenta y a 4
en los noventa, para repuntar a 23 en lo que va de este siglo, siendo 2005 el año más
notorio con 18 de tales acciones.39

En cuanto a los datos sobre adversarios de las luchas indígenas en el Cauca, la misma
fuente muestra la disminución del peso de los entes privados, generalmente grandes
latifundistas de la región, a favor del creciente peso del Estado en sus distintos niveles: 61
contra 116 protestas. Otro elemento que resalta como cambio con el paso del tiempo es el
creciente antagonismo de los indígenas caucanos con los actores armados irregulares: de 2
luchas contra ellos en los años ochenta se pasa a 23 desde los años noventa hasta 2007. Y el
mayor peso de esta animadversión lo ocupa la insurgencia: 14 del total de luchas libradas
por los indígenas del Cauca contra solo 5 que denuncian a los paramilitares, mientras hay 6
que se oponen indiscriminadamente a toda violencia de actores armados irregulares.

Sobre las demandas de los indígenas caucanos entre 1975 y 2007, la Base de Datos de
Luchas Sociales resalta que la tierra fue el motivo principal en 70 protestas mientras el
tema de derechos humanos fue reclamado 63 veces. Claro que muchas ocasiones ambos
motivos estaban cruzados como ocurrió en 1984 con las tierras del resguardo de López
Adentro, por cuya defensa fue asesinado el sacerdote nasa Álvaro Ulcué, entre otros líderes
indígenas. Uno de los acuerdos logrados a raíz de la movilización que produjo este
asesinato fue la entrega de tierras a los indígenas comenzando por las de López Adentro (El
Liberal, 27 de noviembre, 1984, 9). Solo hasta 1996 el Incora reconstituyó el resguardo de
Corinto incluyendo el famoso predio en disputa. Algo similar ocurriría a raíz de la masacre
de 20 comuneros en El Nilo en diciembre de 1991: pocos días después el gobierno se
comprometió a adquirir 15.663 hectáreas para las comunidades afectadas, con lo que se
inició una larga lucha ante el incumplimiento estatal, según lo narra Héctor Mondragón
(2008). En septiembre de 1995 se firman los acuerdos de La María (Piendamó) para
ratificar lo pactado y un año después el gobierno de turno suscribe el acta de Norivao por
presión la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En 1998 el presidente Samper
reconoce la responsabilidad del Estado en la masacre y ratifica la adquisición de tierra para
los afectados, compromiso que hasta 2005 no se había cumplido totalmente, por lo que los
indígenas presionan por medio de nuevas recuperaciones de tierra. En septiembre de ese
año el Ministro Sabas Pretelt de la Vega promete adquirir las 6.615 hectáreas faltantes. Si
bien destina dinero con tal fin, por trámites burocráticos no se adquieren las dichas tierras
por lo que nuevamente las comunidades invaden los terrenos demandados. En 2006 hay
nuevas negociaciones y los indígenas seleccionan 12 predios prioritarios en zonas planas,
pero esas tierras no son adquiridas por el Estado y más bien se arriendan a empresas
productoras de etanol, en especial las de Ardila Lülle (Mondragón, 2008, 408-412). El

39
A partir de este momento incorporamos los datos ya procesados de 2007 sobre las luchas indígenas del
Cauca, que fueron 12. Un análisis de las recientes recuperaciones de la “madre tierra” en Prada, 2005, 27.

14
problema sigue sin solución como lo recalcó la reciente “Minga de los pueblos” de fines de
2008.

En consecuencia, podemos afirmar que, al contrario de lo que ocurre con el grueso de las
luchas sociales en el país,40 en el Cauca indígena la tierra es el principal motivo de
movilización. Esta es una demanda estrechamente asociada con la exigencia en torno a los
derechos humanos, los cuales adquieren más notoriedad desde los años 90.41 Si nos
atenemos a la “plataforma de lucha” del Cric de 1971 no es extraño que el eje de la lucha
indígena sea la tierra: los dos primeros puntos de los seis originales se centraban en la
recuperación de las tierras de los resguardos y la ampliación de éstos (Cric, 1981, 12-13). 42
Y aunque el tema de derechos humanos no se consagra claramente en dicha plataforma,
adquiere relevancia para el Cric a fines de los setenta, cuando parte de su Ejecutivo fue
detenido por supuesta militancia en el M-19 (Movimiento 19 de abril), en el marco del
Estatuto de Seguridad del gobierno de Julio César Turbay Ayala –1978-1982– (UI, 34,
marzo 1979, 2-3 y 7, y # 35, mayo 1979, 3-4 y 10). Por ello la organización se sumó a los
foros que sobre este tema se desarrollaron en el plano nacional. Pero más allá de los
pronunciamientos programáticos, la dinámica de la lucha concreta muestra una alternancia
en las prioridades de los motivos: luchas por la tierra al inicio y al final de los años
estudiados y derechos humanos en los periodos intermedios.43 Todo ello conforma una
complejidad en los repertorios de acción del movimiento indígena caucano que vamos a
tratar de entender a continuación.

Desde sus orígenes el Cric se sumó a los grupos campesinos y populares que se oponían al
Estado en sus intentos de controlarlos, por medio de represión e integración, mientras
exigían su presencia efectiva en la implementación de una reforma agraria cada vez más
aplazada. Pero incluso desde el principio insistían en que su lucha por la tierra era también
una defensa de sus autoridades y de su cultura. Al final de los años setenta, en pleno
mandato de Turbay, a estas demandas se sumaron las denuncias de la creciente violación de
derechos humanos contra los pueblos originarios, y el rechazo de un “Estatuto Indígena”

40
En donde se observa un cambio de repertorio de los motivos más materiales a los políticos y culturales,
como lo hemos ilustrado en otra parte (Archila, et. al., 2002).
41
Ello coincide, a grandes rasgos, con la evolución de la violencia en el Cauca. A juicio de Villa y Houghton
(2004) entre 1971 y 1982 la violencia allí estaba enmarcada en la lucha por la tierra. La presencia del
narcotráfico y el paramilitarismo, así como el desborde de la insurgencia, modificarán está tendencia a partir
de la segunda mitad de los ochenta.
42
Los restantes eran: fortalecer los resguardos, no pagar el terraje, difundir las leyes sobre indígenas (en ese
momento la 89 de 1890), y defender la historia, lengua y costumbres propias. Con el tiempo se agregaron
otros tres puntos: formar profesores indígenas; fortalecer las organizaciones económicas; y proteger los
recursos naturales (UAU, 21, septiembre 1996, 6-7). Vale la pena recordar que la primera plataforma
rechazaba la Ley 89 de 1890 porque trataba al indígena como menor de edad. Como dice Gros, ello reflejaba
una demanda por inclusión ciudadana –lucha por la igualdad– mientras en la segunda plataforma, emitida
meses después y que se convierte en la definitiva, se apelaba a los derechos particulares –lucha por la
diferencia– (Gros, 1991, 187-190). Ello refleja el cambio en el énfasis identitario de clase –igualdad– a etnia –
diferencia–.
43
Un tema que se mete en la agenda de las organizaciones indígenas del Cauca desde los noventa es el de los
cultivos “ilícitos”. En las fuentes que revisamos aparece en 1992 como una preocupación de los cabildos y del
Cric, los que proponen salidas concertadas como una erradicación manual voluntaria (UAU, 23, febrero 1992,
4 y # 25, julio 1992, 5). Ver declaración del Cric al respecto en El Liberal de la misma época. Esto ilustra
cómo ellos van respondiendo a nuevos problemas que la realidad colombiana les pone.

15
que en forma inconsulta estaba imponiendo dicho gobierno. En cuanto a este Estatuto, los
indígenas reclamaban más bien la aplicación de la ley 89 de 1890 y exigían que cualquier
acción estatal debía ser consultada con las comunidades, especialmente en el aspecto
educativo (UI, 45, noviembre 1980, 8-10). El gobierno de Turbay respondió convocando
eventos “de bolsillo” para aclimatar su política.44 Curiosamente esta ofensiva estatal, que
terminó naufragando, propició el encuentro nacional de diversos pueblos en Lomas de
Hilarco (Tolima) en octubre de 1980 y luego en el Primer Congreso constitutivo de la Onic
en febrero de 1982 en Bogotá. Ante las tretas del gobierno de Turbay, Unidad Indígena
saca un editorial titulado apropiadamente “Los indígenas y el Estado” en el cual se dice que
éste históricamente ha atacado a los indígenas, a veces hace leyes para protegerlos, pero no
las cumple, por lo que ellos tienen que luchar. Concluye el editorial señalando que no
esperan que el Estado les solucione sus problemas, solo la lucha lo hará, “pero sí creemos
tener derecho a un tratamiento distinto de parte del Estado” (UI, 54, febrero 1982, 2).

En parte ello fue lo que ofrecía el nuevo gobierno presidido por Belisario Betancur –1982-
1986–. Además de la sorpresiva aceptación de reunirse con los gobernadores guambianos a
fines de 1982, –lo que hizo pública la división del movimiento indígena en el Cauca al ser
excluida la directiva del Cric– el flamante presidente prometió diálogo y consulta a las
comunidades en vez de represión. En ese evento, Betancur ofreció un Plan Integral
consultado con las comunidades, agilizar el reconocimiento de los resguardos, campañas de
educación y salud adelantadas por profesionales nativos, reconocimiento de las autoridades
indígenas, respeto del patrimonio cultural y arqueológico de la región, apoyo a proyectos de
desarrollo autogestionados, exención del servicio militar obligatorio e impulso a la
investigación antropológica y etnolingüística (El Liberal, 16 de noviembre, 1982, 2). Todo
ello fue considerado positivo por el Cric, claro que inmediatamente su directiva acotó, en
una misiva dirigida al mandatario nacional, que no pueden ser ingenuos ya que hay una
larga experiencia de promesas oficiales incumplidas (UI, 61, febrero 1983, 2-3). Parece que
la sospecha sobre las buenas intenciones de Betancur tenía bastante asidero, pues al final de
su gobierno la Onic rechaza la actitud “antidemocrática y autoritaria” de buscar imponer
proyectos oficiales sin consultar a las comunidades. Se refieren en concreto a la creación
oficial de un Consejo Nacional Indígena (Coni), ente que desconoce el papel que reivindica
la Onic como vocero nacional indígena y el único órgano consultivo ante el gobierno (UI,
78, junio 1986, 2-3 y 15). Este último señalamiento no deja de llamar la atención, pues se
ha pasado de la confrontación con el Estado a una nueva actitud de concertación, tendencia
que se consolidará con el siguiente mandatario, Virgilio Barco –1986-1990–.

Mientras tanto ocurrió un hecho que sería ilustrativo de los repertorios analizados y que
reavivó las tensiones dentro del movimiento indígena caucano y nacional. Se trata del
acuerdo entre el Cric y Fedegan (Federación Nacional de Ganaderos) a principios de 1984
por medio del cual la agremiación de ganaderos ofrecía tierras a los indígenas por medio
del Incora y “el Cric se comprometía a no afectar las fincas sin previa oferta al Incora”
(Cric-Acin, 2002, 27).45 Unidad Indígena calificó dicho acuerdo como un “arreglo
pacífico” para darle solución a los problemas de tierra y para impulsar la producción
44
A modo de ejemplo mencionamos el Tercer Congreso Nacional Indigenista, de carácter oficialista,
realizado en Belalcázar en enero de 1979 y el llamado a un “Encuentro sobre desarrollo comunitario e
integración indígena” en febrero del mismo año en Silvia (El Liberal, 18 de enero y 31 de enero, 1979, 1).
45
Una ampliación de este acuerdo y su contexto en la entrevista a Marcos Avirama (2009).

16
agropecuaria en beneficio de “todo el Departamento” (UI, 68, julio 1984, 2 y 3). La
coyuntura era complicada no solo por la crisis agraria que se vivía en la región,
especialmente en la producción del fique, sino por la tensión que estaba creando la
mencionada disputa por la tierra de López Adentro. Obviamente ese acuerdo no fue bien
recibido por Aiso y sus “solidarios”, que lo consideraron una traición a la autonomía
indígena (Ibid., 3). Más allá de estas acusaciones lo que se percibe es una nueva actitud del
movimiento indígena ante sus tradicionales adversarios, pero el acuerdo no pudo frenar la
violencia contra las comunidades.46

Pues bien, cuando recién se posesionó Virgilio Barco Unidad Indígena, ahora vocero de la
Onic, dice que aunque sobre los pueblos originarios poco ha dicho el nuevo mandatario, la
organización espera entablar un diálogo sin intermediarios con él, mientras denuncia
nuevas violaciones de derechos humanos (UI, 79, septiembre 1986, 2). En el número
siguiente se insiste en que “la Onic está dispuesta a cooperar dentro del diálogo, como un
organismo de consulta para asuntos relacionados con los indígenas de Colombia” (UI, 80,
diciembre 1986, 2). En términos similares un año después la Junta Directiva de la Onic le
dirige una carta al Presidente Barco en la que, además de denunciar la violencia paramilitar
y la militarización de los territorios ancestrales, exigen la presencia efectiva del Estado por
medio de programas consultados con las comunidades, especialmente un PNR (Plan
Nacional de Rehabilitación) apropiado a sus necesidades, mientras demandan el fin del
contrato con el Instituto Lingüístico de Verano –después de 25 años de vigencia– y que los
dineros que se gastarán en el V Centenario del “descubrimiento” sean mejor invertidos en
las comunidades (UI, 84, octubre-diciembre 1987, 3).

En estos pronunciamientos la Onic recogía lo que desde el Cauca demandaba el Cric. En


los primeros números de su nuevo órgano de prensa –Unidad Álvaro Ulcué– llamaba a
declarar al Departamento “zona de rehabilitación” en vez de seguirlo estigmatizando como
peligroso “por los brotes de inconformidad social, económica y política” (UAU, 3,
noviembre 1986, 2). El estigma no era contra el Departamento en general y menos contra la
rancia elite payanesa, sino contra los sectores populares que se oponían a las políticas
oficiales, incluidos los indígenas.47 Por esto, para ellos, una rehabilitación adaptada a sus
condiciones era la salida a la precariedad social y económica, y una mejor solución a la
violencia regional que la militarización (UAU, 4, abril 1987, 2). Y es que la agresión
armada contra las comunidades no cejaba, aunque ya los victimarios no eran solo las
bandas de “pájaros” al servicio de los terratenientes; ahora también figuraban paramilitares,
sectores de las fuerzas armadas y la insurgencia. Para el Cric, la solución no era más
violencia sino el diálogo y la concertación, como se practicó con Fedegan. Por ello
proclama: “creemos como organización que a esta violencia institucionalizada no se debe
responder con violencia porque eso sería dejarnos provocar y actuar sin razonamiento”
(UAU, 10, septiembre 1988, 2).48

46
Esto explicará en parte el surgimiento del el Movimiento Armado Quintín Lame –Maql– una autodefensa
indígena de la que hablaremos en el siguiente acápite.
47
Así se constata en una denuncia que se hizo desde San Andrés de Pisimbalá en Tierradentro, cuando el 17
de abril de 1988 llegó un helicóptero del que bajaron ocho militares quienes convocaron a la comunidad allí
reunida a una misa presidida por uno de los militares revestido con ornamentos litúrgicos. El sacerdote-militar
en la homilía trató al Cric de “organización subversiva y comunista” (UAU, 9, julio 1988, 3).

17
Las respuestas a estos llamados fueron más asesinatos de comuneros y un atentado contra la
sede del Cric en Popayán el 6 de septiembre de 1989. Ante este diálogo de sordos que más
bien termina alimentando la violencia, los indígenas entienden que no basta con los
pronunciamientos, sino que deben acudir a las vías de hecho, en especial al bloqueo de la
vía Panamericana, pues según ellos, “el único medio para denunciar nuestros problemas es
a través de la movilización de masas” (UAU, 4, abril 1987, 14).49 De igual manera, la
reacción ante el atentado a la sede del Cric y el posterior allanamiento policial, fue una
masiva movilización que incluía, como era de esperarse, un bloqueo de la vía
Panamericana. Pero la protesta fue reprimida, aunque en un principio había sido autorizada
por las autoridades locales y regionales. Finalmente se llegó a un acuerdo con la
gobernación del Departamento que, a juicio de la prensa indígena, “tiene como fin la
búsqueda de canales idóneos de entendimiento por parte de las autoridades y los cabildos
representados por el Cric en la búsqueda de la paz” (UAU, 14, septiembre 1989, 8).

Los eventos descritos, si bien ilustran la tendencia que hemos señalado en las protestas
hacia una actitud más pragmática por parte de las organizaciones indígenas en sus
relaciones con el Estado, también indica que ellas no desechan las formas de acción directa
–incluso de autodefensa–, lo que configura un complejo repertorio que combina la lucha
institucional con la extrainstitucional. Desarrollemos este punto.

No sobra señalar que, a nuestro juicio, el gobierno de Belisario Betancur realizó una
inflexión en el discurso oficial ante la protesta social, sacándolo de la lógica de Guerra Fría
al reconocer que ésta tenía causas “objetivas” en las desigualdades y desequilibrios del país.
Esto propició una nueva relación con el Estado que incluso en el ámbito indígena se
manifestó en el encuentro de “gobernadores” con el presidente en Guambía en noviembre
de 1982. Igualmente Betancur impulsó, en el marco de los acuerdos de paz con la
insurgencia en 1984, una apertura política descentralizadora, que ejecutaría Barco y sería
profundizada en la Constitución de 1991.

Estos cambios estatales posibilitaron que el movimiento indígena realizara un acercamiento


a otras expresiones de la institucionalidad colombiana, en concreto ante los procedimientos
de la democracia liberal.50 Si bien es cierto que el Cric nunca fue totalmente abstencionista,
durante mucho tiempo criticó “la comedia electoral” y denunció la “politiquería
divisionista” que ella propiciaba (UI, 11, febrero 1976, 8). No debemos olvidar que ellos
practicaban elecciones para el nombramiento de sus autoridades, pero desconfiaban de esos
procedimientos para una representación por fuera de las comunidades. Así en vísperas de
los comicios de 1978 el Ejecutivo del Cric señala que no cree que las elecciones sirvan a la
causa indígena, pero es respetuoso de las comunidades que decidan participar, eso si ojala
en apoyo de los partidos de oposición (UI, 28, febrero 1978, 10). Ocho años después la
Onic indica que las elecciones nacionales se contraponen al movimiento indígena ya que

48
Esta puede ser una velada mención al Maql, con el que el Cric tendría contradictorias relaciones. Años
después un desmovilizado de esta autodefensa sería más contundente en la condena de la violencia, pues “la
guerra no había dejado nada bueno para la sociedad” (El Liberal, 30 de mayo, 1991, 1).
49
Para otros bloqueos de vías en ese año véanse también UAU, números 6 y 7, diciembre 1987 y marzo 1988.
50
Este viraje oficial es lo que algunos teóricos de los movimientos sociales llaman “estructura de oportunidad
política” (Tarrow, 1994). Una ampliación de los avatares de los indígenas ante lo electoral en la entrevista a
Marcos Avirama (2009).

18
éste se basa en autoridades y “leyes” propias, mientras el proceso electoral los divide en
colores políticos (UI, 77, mayo 1986, 2). Con todo, el significado del proceso de
descentralización para los municipios no pasaría desapercibido para el Cric. A mediados de
1987 reconoce que “la elección popular de alcaldes es un paso importante para el
fortalecimiento de la democracia”, pero cree que las comunidades no están preparadas para
ese salto (UAU, 5, agosto 1987, 2). Un año después se insiste en que sería difícil para los
alcaldes elegidos gobernar con concejos municipales divididos entre distintos grupos
políticos (UAU, 7, marzo 1988, 2).

Todo parece indicar que, a pesar de las advertencias, algunas comunidades indígenas
participaron en la primera elección popular de alcaldes en 1988, sin ningún éxito en parte
por la ambivalencia del mensaje del Cric. Así, a los pocos meses éste señala que los
cabildos deben capacitarse para proponer planes de desarrollo y controlar los recursos
locales, mientras rechaza las JAL (Juntas Administradoras Locales) aduciendo que dividen
a las comunidades. Lo curioso es que recomienda pensar hacia el futuro en elegir alcaldes y
concejales en donde los indígenas sean mayoría, pero no por medio de la representación
electoral directa sino de movimientos cívicos independientes (UAU, 11, diciembre 1988,
18). En 1990 el Cric reconoce que la acción electoral indígena es difícil, pues el sistema
político les ha negado “su participación democrática y cívica, donde en eventos pueda la
comunidad decidir sus representantes y se creen los mecanismos de discusión y decisión de
planes de trabajo, respetando y valorando las formas propias de organización de la
comunidad” (UAU, 16, enero 1990, 2). Meses después se cuenta que en algunos municipios
se eligieron concejales indígenas; 9 en Jambaló, 4 en Puracé y Toribío, 3 en Caldono y
Totoró y 2 en Morales. Aunque hubo candidatos indígenas a las alcaldías de algunos de
esos municipios, no se logró su elección por inexperiencia propia y las prácticas
clientelistas de los partidos tradicionales (UAU, 17, junio 1990, 2).

El cambio hacia una decidida incursión electoral de los indígenas vino con la Asamblea
Constituyente en la que deciden participar con Lorenzo Muelas por el recién constituido
movimiento Aico –organización que tomó la iniciativa– y Francisco Rojas Birry por la
vacilante Onic. Esta última decide participar en su Tercer Congreso en julio de 1990 pero
reconoce que la coyuntura es un reto, “pues no hemos participado nunca en este tipo de
elecciones” (UI, 97, noviembre 1990, 2). Por su parte el Cric siente que en la convocatoria
oficial, con apoyo de la Alianza Democrática constituida por el recién desmovilizado M-19
(AD-M19), se negó el carácter amplio y soberano de la Asamblea Constituyente al limitar
el temario y su composición, excluyendo la participación de organizaciones sociales
nacionales y regionales (UAU, 18, octubre 1990, 2). Ateniéndose a la tradición de presionar
procedimientos institucionales por medio de la acción directa, en ese año se acude en varias
oportunidades a la movilización por una Constituyente amplia, democrática y soberana
(Ibid., 6). La decisión oficial de que los constituyentes fueran elegidos en circunscripción
nacional favoreció a los dos candidatos indígenas que sumaron votos étnicos con los de
simpatizantes urbanos.51 A ellos se uniría a finales de la Asamblea Constituyente el caucano
Alfonso Peña, a nombre del desmovilizado grupo guerrillero indígena Maql.

51
Los constituyentes indígenas buscaron la participación de sus bases e incluso más allá de ellas, al menos así
consta en el caso de Rojas Birry, quien creó un equipo de apoyo que incluyó a líderes caucanos y publicó una
Carta informativa sobre el desarrollo de la Asamblea (UAU, 19, febrero 1991, 6).

19
Todo parece indicar que los indígenas obtuvieron logros importantes en la nueva
Constitución, considerada por algunos como la más avanzada en asuntos étnicos para ese
momento (Zamosc, 2007). En efecto sus voceros pudieron posicionar muchos de los temas
que se propusieron al participar en la Asamblea Constituyente. La Onic, por ejemplo, en su
Tercer Congreso planteó las siguientes demandas: consagración del carácter multiétnico del
pueblo colombiano; reconocimiento de las culturas y lenguas indígenas; respeto a la
medicina tradicional; autonomía política, territorial y administrativa para fortalecer formas
organizativas; reconocimiento de los resguardos y de territorios indígenas considerados
baldíos, con derechos sobre el suelo y subsuelo; circunscripción especial electoral para
lograr representación en los cuerpos colegiados; jurisdicción propia; y exigencia de
consulta en leyes que afecten a las comunidades (El Liberal, 3 de julio, 1990, 10). Por el
articulado de la nueva carta de navegación del país, parece que consiguieron mucho de lo
que se proponían y hasta más. Así lo proclamaba el órgano de la Onic al exclamar
“cumplimos”, y luego describir los logros en derecho a la cultura (identidad cultural,
idiomas oficiales, educación bilingüe y bicultural, y protección del patrimonio); derecho al
territorio (inalienable, imprescriptible e inembargable); y derecho a la autonomía (entidades
territoriales con gobierno y jurisdicción propios) (UI, 100, octubre?, 1991). A ello se agrega
la representación por medio de la circunscripción especial, que les garantizaba dos
senadores, y la consagración de mecanismos de participación de los que pronto harán uso
como la acción de Tutela (UI, 101-102, noviembre 1992, 7).

La práctica electoral seguirá siendo utilizada por los indígenas del país, tanto por medio de
la circunscripción especial, como a veces también por fuera de ella. Con tal fin conforman
frentes electorales en los que hay notoria presencia de los indígenas del Cauca: Aico
derivada de Aiso y la ASI en la que participa el Cric, el desmovilizado Maql, sectores
urbanos de Popayán y la organización femenina La Gaitana (El Liberal, 25 de julio, 1991,
2).52 De esta forma las dos vertientes del movimiento indígena caucano se proyectaron
políticamente más allá de la región. La Onic, por su parte, en el Congreso Extraordinario de
1993 decide retirarse del escenario electoral para retrotraerse al gremial con el fin de ser la
verdadera vocera de los indígenas del país (UI, 105, agosto 1993, 2). Esto implicó no solo
un reajuste organizativo sino retomar la interlocución con el Estado que había caído en
manos de los senadores indígenas (UI, 106, diciembre 1993, 3). Este giro, que conllevó el
abandono de la personería electoral, no fue aceptado por todas las comunidades originarias
del país, lo que provocó una disidencia que conformó el Movimiento Indígena Colombiano
–MIC– liderada por el dirigente del Putumayo, Gabriel Muyuy. El MIC desaparecería en
1998 al perder Muyuy su puesto en el senado luego de un agrio enfrentamiento con otra
lista indígena.53 No será está la única tensión que generará la participación electoral en el
52
Según la prensa regional la ASI originalmente adicionaba las siglas QL en referencia a Manuel Quintín
Lame inspirador de la autodefensa indígena (Ibid.). Para una visión comprensiva de la acción electoral
indígena véase Laurent, 2005. Ella, por ejemplo, acota que la ASI nació no en el Cauca sino en Yaguará
(Tolima) como expresión de un movimiento más popular que exclusivamente indígena (Ibid., 169).
53
Lo más dramático fue el pleito legal que entabló Muyuy para derrotar a Martín Tenganá (originario de
Nariño y perteneciente a Aico), quien había obtenido más votos que su lista. El primero argumentó que su
contrincante no tenía la edad que la ley nacional exigía para ser senador; mientras el segundo respondió
aduciendo que para los indios el límite de edad es diferente del occidental. Aunque eventualmente Muyuy
ganó el pleito no se posesionó porque el turno le correspondió al tercero de la lista de Aico. Virgine Laurent
(2005, cap. 10), quien describe este episodio, llama la atención sobre la argumentación usada en el pleito, que
remite a la tensión entre apelar a lo universal (Muyuy) o a lo particular (Tenganá)!

20
movimiento indígena. Para solo mencionar las más destacadas recordemos la aceptación de
Jesús Piñacué, en contra la voluntad de la organización a la que pertenece –la ASI– para ser
candidato vicepresidencial de la AD-M19 en 1994; o la adhesión del mismo senador a
Horacio Serpa en las elecciones presidenciales de 1998 siendo que la ASI, después de
apoyar a Noemí Sanín en la primera vuelta decide el voto en blanco para la segunda;54 o el
reciente aval otorgado por esta misma organización al candidato presidencial Antanas
Mockus en 2006, cuando las bases parecen haber estado más inclinadas a votar por el
dirigente de izquierda Carlos Gaviria.

Estos avatares han llevado a no pocos dirigentes y analistas del movimiento indígena a
cuestionar la acción electoral. Por ejemplo, en varios artículos de la revista Etnia y Política
(# 5, 2007) dedicados al tema Pablo Tattay opina que “la participación electoral es
importante, pero no suficiente y no es lo principal” (Ibid,, 55). Abadio Green por su parte es
más tajante al decir: “la participación electoral (…) acabó con las unidad del movimiento
(…ella) nos ha desunido y debilitado” (Ibid., 61 y 65). A su vez Lisandro Domicó, también
dirigente indígena de Antioquia y nacional, se muestra desencantado con la ASI, a la que
antes adhirió: “La ASI ha perdido su camino y su rol (sic), ya no juega tanto a lo indígena y
(hace) alianzas equivocadas” (Ibid., 70). El analista Juan Houghton es más radical al
reiterar que el drama del movimiento indígena colombiano es que su programa político “en
buena medida fue capturado por la Constitución de 1991”, lo que explicaría la ausencia
actual de dicho programa y sin éste es difícil establecer alianzas (Ibid., 76-83). A pesar de
éstas y otras críticas, los indígenas del Cauca y de Colombia siguen participando
electoralmente y, por momentos, como en los años noventa, sus frentes electorales fueron
casi la única expresión de los sectores de oposición al establecimiento.

Pero es claro que los indígenas no se limitan a la acción electoral e institucional. La presión
directa no cejará a pesar de lograr canales institucionales de participación abiertos por la
nueva Constitución, como se constata en la temprana movilización para que se le diera la
credencial de senador al caucano Anatolio Quirá –de la ASI– en noviembre de 1991, pues
el gobierno aducía que ya los indígenas habían obtenido dos candidatos –Gabriel Muyuy
por la Onic y Floro Tunubalá por Aico– (UAU, 22, diciembre 1991, 2-3). En octubre de
1992, a raíz del V Centenario de lo que los indígenas designaron –en consonancia con sus
congéneres del continente– “Autodescubrimiento”, se lanzaron a varias marchas a pesar de
la prohibición estatal que quería resaltar los actos oficiales (UI, 102-103, noviembre 1992,
14). A las luchas de los años noventa con innumerables enfrentamientos con la fuerza
pública, que ya hemos referido anteriormente, se suman las notorias acciones en lo que va
de este siglo como la “minga por la vida” de mayo de 2001 en protesta por la masacre de El
Naya ocurrida un mes antes, marcha que llegó a Cali y contó con la presencia del
gobernador indígena del Cauca, Floro Tunubalá (El Liberal, 1-20 de mayo, 2001)
ANALIZAR INFORMACION AL RESPECTO; el “Congreso Itinerante Indígena” contra
la violencia que arriba nuevamente a Cali en septiembre de 2004; y la reciente “Minga de
los pueblos” de octubre y noviembre de 2008, que además de desplazarse a dicha ciudad
emprendió el camino hacia Bogotá en frustrados intentos de dialogar con el presidente
Uribe Vélez. Cuentan también las valientes acciones de “resistencia civil” contra los
54
En esa oportunidad Piñacué aceptó su “error” y se sometió al castigo de su comunidad de Tierradentro
dentro del ritual indígena de “refrescamiento” –inmersión en la laguna de Juan Tama a medianoche–,
mientras señaló la falta de coherencia de la ASI, organización que solo lo amonestó (Laurent, 2005, 443-451).

21
actores armados regulares e irregulares en los que los indígenas oponen sus cuerpos a la
fuerza de las armas (Peñaranda, 2006). Y para no extendernos más, como ejemplo de la
confluencia entre lucha institucional y extrainstitucional, señalemos la huelga de hambre
que realizaron los congresistas indígenas el 4 de abril de 2000 en solidaridad con los
U’was, quienes venían realizando una amplia movilización nacional e internacional para
preservar sus territorios sagrados ante el avance de las multinacionales petroleras (Laurent,
2005, 429-437). De esta forma se constata que el movimiento indígena nacional, y
especialmente el del Cauca, ha seguido articulando la lucha electoral con la acción directa.

En síntesis, en la historia analizada constatamos un cambio en el “repertorio” de la acción


indígena hacia un mayor pragmatismo político y una nueva forma de relación con el
Estado, sin perder sus banderas fundamentales de lucha y sus formas de presión
extrainstitucional. Si bien la tierra sigue siendo el eje de la lucha, cobran creciente
visibilidad los temas relacionados con los derechos humanos y las demandas culturales de
identidad. Todo ello conforma un nuevo escenario de acción que implica cambiantes
relaciones con otros actores sociales y políticos, como veremos a continuación. Estos
variados repertorios de acción es lo que los mismos indígenas y no pocos analistas han
llamado resistencia. Aclaremos este concepto y su relación con el de autonomía.

Según Roland Anrup (2007) y Nidia Catherine González (2006), los indígenas del Cauca,
en particular el Cric en los últimos tiempos, distinguen entre resistencia contra las políticas
que los oprimen o explotan y autonomía con relación a los posibles aliados a los que exigen
respeto de lo propio. La primera se orientaría contra los enemigos: las clases dominantes,
principalmente los terratenientes, el Estado, sus fuerzas armadas, los paramilitares en sus
distintas modalidades. La segunda se referiría a la necesidad de preservar los elementos
territoriales, políticos y culturales propios ante eventuales aliados como otros sectores
populares y las izquierdas legales y armadas.55 Pero no es por casualidad que los mismos
indígenas hablen de “resistencia civil” ante todo tipo de acción armada que los involucre en
la guerra.

Entonces estamos ante una reconceptualización de la lucha indígena y no propiamente ante


dos categorías para la construcción del enemigo y del aliado. No son conceptos que
designen modalidades distintas de lucha y califiquen a sus adversarios y menos que los
enumeren. Ya en una exposición de Pablo Tattay (Revista Etnia y Política, #5, 2007) sobre
las relaciones entre movimiento indígena y movimiento popular, este colaborador del Cric
señala que la larga lucha en el Cauca indigena hoy se expresa como resistencia al modelo
económico neoliberal, la dominación política y la guerra (ver también Caviedes, 2007). Por
su parte Catherine González insiste en que hoy se habla de resistencia más que de lucha,
pues engloba tanto acciones institucionales –participación electoral, por ejemplo– como
extrainstitucionales –v.gr. protestas–. Pero, a juicio de ella, la resistencia tiene como
fundamento último la autonomía (González, 2006, 89). Entonces, son conceptos
complementarios. La misma autora enumera varias fases de la resistencia histórica nasa en
las que se ha acudido a veces a la resistencia armada –confrontación– y a veces, la mayoría,
a la pacífica –negociación–.56 Concluye, apoyándose en fuentes indígenas, que la
resistencia pacífica ha sido más eficaz y ha mostrado mayor madurez política.
55
Incluso Anrup (2007) llega a decir que los indígenas caucanos consideran a la guerrilla como otra fuerza
resistente ante la opresión, por lo que invocan ante ella la autonomía.

22
Podemos concluir esta sección señalando que los variados repertorios de lucha indígena,
institucionales y extrainstitucionales, son hoy reconceptualizados como resistencia y desde
esa perspectiva se mira el pasado remoto y cercano. En esta lucha los pueblos originarios
del Cauca han enfrentado variados enemigos y, por supuesto, han contado con muchos
aliados, aunque las relaciones con ellos nos hayan sido siempre cercanas y estén marcadas
por la necesidad de autonomía. Analicemos este tema.

4. Alianzas y divergencias sociopolíticas

Ante todo el movimiento indígena del Cauca se sintió parte del pueblo explotado por lo que
proclamaba desde el comienzo la “alianza y unidad de los oprimidos contra los opresores”
(UI, 1, enero 1975, 5; y # 3, marzo 1975, 6-7). Claro que prontamente se aclaraba que ello
no significaba bajar las banderas de lucha por la defensa de la cultura propia y que tal
defensa hacía parte de la lucha contra los explotadores (UI, 4, abril 1975, 2-3). Según se vio
antes, esto hace parte de la construcción de una identidad que integraba la dimensión de
clase –campesinos– con la étnica –indígenas–. De ahí que durante esos años el Cric haya
librado una dura batalla por diferenciarse dentro de la organización campesina hasta
culminar en la ruptura de 1977,57 ruptura que a juicio de Unidad Indígena no propició el
movimiento indígena, sino que fue resultado de la imposición de una organización política
de corte maoísta –la ORP– en la directiva de la Anuc.58 Aunque hubo intentos de
convergencia con agrupaciones campesinas como uno organizado por sectores disidentes de
la Anuc en el Magdalena Medio en 1983 (UI, 63, junio 1983, 14), ya el movimiento
indígena había decidido conformar su propia organización nacional, la Onic. Pero ello no
significó que abandonara su sitial como parte del conjunto de los explotados del país. En el
lenguaje de la época el Cric afirmaba en 1981: “Somos una organización gremial y como

56
Las siete fases son: armada contra la conquista, negociación con los colonizadores; concertación con el
Estado del siglo XIX por políticas “indigenistas”; lucha ideológica y armada de Quintín Lame a comienzos
del siglo XX; nueva institucionalización (1971-1990); reconocimiento de la autonomía (1991-2000); y
resistencia actual (2001-).
57
El Cric denunció continuos intentos divisionistas de la Anuc en el movimiento indígena como el de 1975,
cuando quisieron montar una Secretaría de Asuntos Indígenas “de bolsillo” y apoderarse del periódico
Unidad Indígena, que se editaba sin su apoyo. En ese intento supuestamente participaron Lorenzo Muelas,
Julio Tunubalá y Javier Calambáz, “quienes se han distinguido últimamente por su furibunda campaña de
mentiras y calumnias contra las directivas del Cric” (UI, 6. julio 1975, 5). Todo parece indicar que las
relaciones de Muelas con el Cric eran agrias desde antes que apareciera el movimiento de Autoridades
Indígenas, cosa que él confirma en su historia de vida (Muelas, 2005). Al respecto ver la entrevista con Trino
Morales (2008) quien fue la cabeza de la Secretaría de Asuntos Indígenas de la Anuc.
58
Al respecto véanse los números 6-9 de 1975 y 1976 y 19-20 de 1977 de Unidad Indígena. Los roces con la
Anuc-ORP seguirán por un tiempo cuando este grupo quiso hacer otra división en el Cric criticándolo de
aislacionista y de poco trabajo en las bases, denuncia que no tuvo acogida en la región. En un plano diferente
ya se dio un choque entre la lógica gremial del Cric y la política electoral, cuando la ORP decidió participar
en las elecciones de 1978, ahora bajo el nombre de Movimiento Nacional Democrático Popular (Mndp) en el
frente electoral liderado por el Moir –Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario– (UI, 25, oct.
19776, 2 y # 26, nov. 1977, 3). Luego este grupo político se dividiría y un sector se vincularía al Nuevo
Liberalismo, para volver al escenario público cuando las siglas ORP fueron usadas por desconocidos para
secuestrar y luego asesinar a Gloria Lara en 1983. El calvario de los integrantes de ese grupo se prolongaría
hasta mediados de los 90 por lo que quienes sobrevivieron están en el exilio (Gómez, 2007).

23
tal nos reafirmamos (…) nuestra lucha no la daremos aislados, ni podemos dejarnos aislar
en la batalla por la liberación nacional y el socialismo” (Cric, 1981, 209).59

En efecto el Cric se sumó a grandes jornadas de luchas populares como el Paro Cívico
Nacional del 14 de septiembre de 1977. Luego de consulta con las comunidades hubo
apoyo unánime a la jornada porque “los indígenas no estamos al margen de los problemas y
penalidades que (…) sufren las masas explotadas de nuestro país” (UI, 23, julio 1977, 2).
Luego aclaraban que si bien el Paro Cívico era una acción contra el gobierno no pretendía
tumbarlo y más bien alimentaba la necesaria unidad popular. Por ello sería un “paso, (pero)
no una solución milagrosa” de los problemas de los explotados (UI, 24, septiembre 1977,
2). En un balance de la jornada del 14 de septiembre se adujo que por tratarse de una nueva
forma de lucha, muchas comunidades no se prepararon suficientemente para la represión
que se desató y la oleada divisionista propiciada por los terratenientes. Con todo los
indígenas del Cauca participaron en la gran protesta con diversas acciones como bloqueos
de vías, marchas y tomas de plazas públicas en varios municipios (UI, 25, octubre 1977, 2).

En posteriores luchas de carácter nacional el movimiento indígena caucano igualmente se


sumó a la convocatoria, aunque no ofreció mucha información sobre su real participación.
Así, cuando se comenzó a agitar el Segundo Paro Cívico Nacional de 1981, el Cric se
pronunció de esta forma: “los indígenas no hemos estado alejados de la situación que
padece el pueblo trabajador colombiano (…) al igual que él sufre explotación y represión
(…) a nosotros los indígenas no nos faltan razones para protestar” (UI, 42, julio 1980, 2).
Ya en las inmediaciones del paro saludó la incorporación del rechazo al Estatuto Indígena
en el pliego de peticiones de las centrales sindicales –considerado por el Cric como un
verdadero Memorial de Agravios–, pero criticó las vacilaciones de éstas para concretar la
jornada de protesta. Adujo que las comunidades tenían sobrados motivos para luchar
además del referido Estatuto, tales como los asesinatos de comuneros y la militarización de
sus territorios, las exigencias de libertad de los directivos detenidos y de devolución de
tierras en 43 haciendas, y en general la miseria de las familias indígenas agravada por la
crisis del fique. Culminaba este pronunciamiento con el anuncio de que “el Cric se unirá a
la protesta de todos los sectores explotados y movilizará las comunidades en las cuales ha
venido trabajando desde hace diez años” (UI, 51, octubre 1981, 2 y 8). Pero luego no se
dijo nada de cómo transcurrió la jornada en el Cauca.

Algo similar ocurrió con el Tercer Paro Cívico de 1985, pero sin el despliegue informativo
de las anteriores protestas nacionales (UI, 73, junio 1985, 11; y # 74, agosto 1985, 7). En
cambio sí fue explícita la participación indígena en el paro (laboral) nacional de octubre de
1988, y en la posterior toma de las oficinas de la ONU en Popayán para pedir la libertad de
los detenidos por la jornada previa y el despeje de las zonas militarizadas (UI, 88, octubre
1988, 9). Unos meses antes el Cric y la Onic se habían sumado al Congreso de
Convergencia convocado por la CUT con documentos discutidos por las bases, pero
rechazaron el sectarismo de algunas organizaciones de izquierda allí presentes (UAU, 8,
mayo 1988, 11).
59
En esta cita hay una velada referencia a la tensión ya vista con algunas autoridades indígenas que critican
el carácter gremial del Cric. Lo curioso es que para romper el supuesto aislamiento esta organización adhiere
al ideario estratégico de cierta izquierda del momento que proponía la lucha simultánea por la liberación
nacional y el socialismo.

24
En el plano regional el Cric también estuvo presente desde sus orígenes en las luchas
convocadas por otras organizaciones populares, especialmente obreras, campesinas y de
pobladores urbanos. Por lo común participaban con significativas delegaciones en foros,
movilizaciones y en los rituales del primero de mayo. Así lo hizo, por ejemplo, a fines de
1989 cuando se realizó un congreso de “reestructuración” de la Anuc departamental, que a
juicio del Cric terminó manipulado por el gobierno (UAU, 14, septiembre 1989, 15 y #15,
noviembre 1989, 10). Parece que fue mejor la experiencia de crear en 1989 una Asociación
de mujeres indígenas, campesinas y de pobladoras urbanas bajo el significativo nombre de
La Gaitana, la cual realizaría jornadas como el Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo
del año siguiente (UAU, 12, marzo 1989, 5 y #17, junio 1990, 14).60 A lo largo de los años
noventa y lo que va corrido de este siglo las acciones de convergencia con otros sectores
populares y de izquierda han continuado, especialmente en la oposición al Plan de
Desarrollo de la administración de Andrés Pastrana (1998-2002) y la lucha contra el
referendo auspiciado por al actual mandatario Álvaro Uribe Vélez en 2003, su reelección y
el Tratado de Libre Comercio (TLC).61 Igualmente el espacio de convivencia que se crearía
en el resguardo de La María en tiempos recientes, es otra expresión de la convergencia
regional y nacional alimentada por las organizaciones indígenas del Cauca.

Como se desprende del anterior recuento, el movimiento indígena caucano, especialmente


el que se expresaba en el Cric, siempre estuvo dispuesto a sumarse a las luchas populares
porque “no somos los únicos explotados” (UI, 45, noviembre 1980, 8). Pero para
solidarizase con las otras organizaciones sociales exigía “igualdad y respeto mutuo” de
parte de ellas con el fin de que “conjuntamente logremos construir una sociedad justa”
(Ibid.). En pocas palabras reivindicaban su autonomía como movimiento indígena:
“colaboraremos con todas las demás organizaciones populares (…) pero sin renunciar a la
autonomía” (UI, 52, noviembre 1981, 2). En realidad la proclamación de esta exigencia –
que también se reclamaba ante el Estado– no era principalmente ante las organizaciones
populares, sino de cara a los grupos de izquierda armados y desarmados. Pasemos a este
punto.

Si bien, las comunidades indígenas del Cauca tenían lazos con organizaciones de izquierda
como el Partido Comunista desde los años 30 y más recientemente con expresiones de la
“nueva izquierda” de los sesenta, continuamente se opuso a los intentos de
instumentalización que estos grupos pretendían hacer con ellas, y más si eran por la vía
armada. Las relaciones con la izquierda, que fueron más fraternales en los primeros años
del Cric, se deterioraron en el decenio de los ochenta, especialmente con la insurgencia. Así
en el Séptimo Congreso del Cric, a finales de 1983, se defendió la autonomía “también
60
Un tema que no pudimos profundizar por falta de fuentes fue la relación con las poblaciones
afrocolombianas de Cauca. Sabemos que no siempre fueron armónicas y una autora menciona que los
indígenas en algunos momentos conflictos les dicen que “vuelvan a África”, reproduciendo el estereotipo
común en el país de señalarlas como advenidizas, al contrario de los indios que son originarios (Ng’weno,
2005). En el plano nacional traemos a colación la vocería que el constituyente Francisco Rojas Birry asumió
no solo de los indígenas sino de los afrocolombianos, pues quería ser “la voz de los excluidos de siempre
(para que) ahora sea escuchada” (UI, 98, marzo de 1991, 3). Un desarrollo de las diferencias en la
construcción de identidades entre estos dos grupos étnicos en Peter Wade, 1997.
61
En la consulta interna de marzo de 2005 sobre el TLC votaron 51.330 indígenas, de los cuales más del 95%
lo hizo por el NO (Pérez, 2007, 102).

25
contra personas y organizaciones que se consideran revolucionarias y que muchas veces
pretenden llevarnos de las narices hacia objetivos que ellas solas han defendido” (UI, 66,
diciembre 1983, 2). Según Unidad Indígena los que criticaban al Cric de aislacionista no
eran los obreros y los campesinos, “sino pequeños grupos que desean mangonear (sic)
todos los movimientos populares” (UI, 8, octubre 1975, 3). Y es que la izquierda partidista
y militar compartía prejuicios elitistas con relación al indio como menor de edad y al que
los iluminados debían conducir (Gros, 1991). En consecuencia, la lucha por la identidad
étnica/campesina implicó una distancia de la izquierda tradicional, que valoraba solo la
clase desechando lo étnico como distracción de la revolución.

Los primeros roces surgen en el seno de la Anuc cuando el grupo incrustado en su


Ejecutivo va propiciando una “politización impuesta por lo alto, manejada
burocráticamente (…) permitiendo así la introducción de posiciones (aún en el campo
internacional), que poco aportan a las masas campesinas” (UI, 19, febrero 1977, 3). Luego
vendrán los ya señalados choques con la Anuc-línea Sincelejo y su grupo político, la ORP.
Pero también hubo tensiones con otras organizaciones maoístas que hacían presencia en el
mundo rural.62 En los años de la pugna con la organización campesina se denunció la
aparición por el Cauca de un grupo político que pretendió tomarse la directiva del Cric,63 en
lo que contó con ayuda de Julio Tunubalá. Según el mismo periódico este grupo exacerba el
sectarismo y acentúa los “métodos antagónicos con que ataca a otras organizaciones de
izquierda (como lo muestran los) hechos sucedidos últimamente, sobre todo en Bogotá,64 y
numerosas amenazas directas o veladas a distintos militantes revolucionarios”. Por ello, es
preciso denunciar ese sectarismo de los “saboteadores de las luchas populares”, que hace
que el “enemigo principal no sea el imperialismo y la oligarquía, sino sus contradictores”
(UI, 16, septiembre 1976, 2). En su testimonio Pablo Tattay nos ratificó la temprana
presencia del PC-ML en la región, organización con la que él y otros colaboradores
simpatizaban al principio, pero de la que se apartaron por tener “una posición vanguardista
y, yo creo que, aventurera”. Y continuaba “ellos tenían cierta presencia en Jambaló y la
extendieron después a Guambía (…) pero nosotros no le marchamos a su frente de guerra”
(Entrevista, 2000).65

Superadas las pugnas en la Anuc por la separación del movimiento indígena, éste deberá
enfrentar otras amenazas pero ahora desde la izquierda armada. Aunque como hemos
señalado existían viejos lazos con el Partido Comunista, e incluso algunos indígenas
figuraron como candidatos en las listas de la UNO (Unión Nacional de Oposición) en el
segundo quinquenio de los 70, en 1981 se produce la primera denuncia contra el VI frente
de las Farc –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia– que había perpetrado la
62
No sobra recordar que el Ejecutivo de la Anuc tenía también esa influencia al igual que muchos de los
colaboradores y “solidarios” del movimiento indígena, así ellos ya se hubieran apartado del credo maoísta. Al
respecto es útil revisar los perfiles de muchos de ellos que trae Virginie Laurent (2005) en su capítulo 7 y la
entrevista nuestra con Pablo Tattay, 2000.
63
Por los malabares del lenguaje “oculto” –en términos de James Scott (1990)– no se le menciona por el
nombre, pero es claro que se refieren al PC-ML (Partido Comunista Marxista Leninista).
64
Se refieren al asesinato del exdirigente del PC-ML Alfonso Romero Buj, por parte de una disidencia de su
brazo armado el EPL (Ejército Popular de Liberación).
65
Tattay va más lejos al sugerir que el origen del movimiento de Aiso fue influido por activistas de ese grupo,
aunque reconoce que el antropólogo Víctor Daniel Bonilla “se vincula sin tener nada que ver con el maoísmo
ni con el PC-ML” (Ibid.).

26
masacre de una familia de apellido Ulcué, en la comunidad de Los Tigres, Santander de
Quilichao, el 3 de febrero de 1981. El Cric se demoraría un año largo en hacer esta
denuncia, en cambio los Gobernadores Indígenas en Marcha la harían pública a los pocos
días de ocurrida la masacre y señalarían que los autores “no eran ‘pájaros’ como dice el
Comité Ejecutivo (del Cric) en su primer comunicado. Fueron asesinados por gentes que se
dicen amigos de los pobres, que se dicen compañeros revolucionarios, por gentes de las
Farc” (Gobernadores Indígenas, 1981, 63-64).66 Y todo porque, supuestamente, la familia
asesinada quería recuperar tierras usurpadas por un terrateniente que era concejal de la
UNO en el municipio de Santander de Quilichao.67 Los Gobernadores igualan esta masacre
a las realizadas por los partidos tradicionales en la Violencia de los años cincuenta y
concluyen que las Farc “vienen a buscar entre nosotros fuerzas para ellos, ¡pero a nosotros
nos quitan nuestra fuerza!” (Ibid.).68

El Cric por su parte adujo que guardó silencio para buscar diálogos por otras vías, que no
parecen haber funcionado, pues en el mismo periódico en que se hace la denuncia se señala
el asesinato de otros dos indígenas del Resguardo de San Francisco por parte del mismo
frente guerrillero.69 Atribuye estas acciones a presiones para obligar a votar por el Partido
Comunista, aunque no cree que sea una orden de la Dirección Nacional de esa agrupación.
Por último señala que estas acciones perjudican la unidad del movimiento popular (UI, 59,
octubre 1982, 2-3).70

Años después se hace pública otra denuncia de asesinato de comuneros afiliados al Cric en
el resguardo de San Andrés de Pisimbalá, Tierradentro, precisamente cuando los jefes del
VI frente de las Farc, luego de varias reuniones con las comunidades, se habían
comprometido a respetar la autonomía indígena (UI, 72, abril 1985, 5).71 A los pocos meses

66
Un año después de la masacre aludida un grupo de “solidarios” lanza una carta en la que denuncian la
guerra de exterminio contra los indígenas del Cauca, y señalan que “fuerzas que pretenden un cambio radical”
terminan ayudando a ese exterminio. Dichas fuerzas “dicen que cometen errores en su relación con los
indígenas, pero son verdaderos crímenes” (Grupo de solidaridad con los pueblos indígenas, 1982).
67
Un periódico regional agregó que las Farc acusaron a la familia asesinada de ser “bandoleros que invaden
tierras” (El Liberal, 12 de octubre, 1982, 1 y 10).
68
En aras de la verdad hay que indicar que los Gobernadores Indígenas en ese pronunciamiento también
critican la presencia del M-19 en sus territorios y rechazan toda “política lineada (sic) desde fuera” (Ibid., 64).
69
Poco después de dichos diálogos, al parecer las Farc asesinaron a seis comuneros en Jambaló (El Liberal,
23 de noviembre, 1981, 1).
70
El periódico Rumbo Popular disidente del regional del Valle del PCC y orientado hasta su muerte por José
Cardona Hoyos trae su versión de los hechos como se transcribe textualmente: “Este horroroso crimen, de
cuya autoría intelectual se pretendió responsabilizar, sin fundamento, a cuadros del PCC que trabajan en el
Norte del Cauca, desencadenó en esa región, particularmente en la zona indígena, una ola de retaliaciones y
venganzas que dejó otro saldo de indígenas asesinados, comunistas unos, del Cric otros.
Ante tan grave situación, el Comité Ejecutivo Regional de Valle y Cauca del PCC, con sede en Cali, tomó la
iniciativa de entrar a dialogar con el Cric en la ciudad de Popayán, para poner fin a ese desangre irracional
entre integrantes de organizaciones populares y revolucionarias. El 14 de noviembre de 1982 se logró llegar a
un acuerdo político para restablecer el espíritu de paz y solidaridad, el que salvó muchas vidas, despejó el
camino para la lucha unitaria entre las organizaciones del CRIC y los comunistas, y proclamó ‘el respeto por
las ideas políticas y religiosas de los habitantes de la Región Indígena’” (Rumbo Popular, # 16, febrero de
1984, 3).
71
En una reunión con la comunidad de Caldono en febrero de 1985 el comandante del dicho frente reconoció
que todo el mundo comete errores. Así, por ejemplo, en Los Tigres entregaron armas a 15 personas quienes,
además de robar ganado y tierras, asesinaron a 7 guerrilleros. Al final de la reunión, en la que hubo presencia

27
se señaló al mismo frente armado como el responsable del asesinatos de cuatro indígenas y
tres mestizos en el resguardo de Jambaló, a pesar de cinco reuniones con los comandantes
guerrilleros. Y téngase presente que las Farc estaban en tregua con el gobierno, aunque no
parece que con la sociedad civil, al menos no con los indígenas del Cauca.

Llama la atención de que a pesar de las denuncias, el Cric todavía consideraba a las Farc y
al Partido Comunista cercanas al movimiento indígena, pues era más comedida la crítica
que les hacían a la relatada con relación a los grupos maoístas. Pero ya a mediados de los
ochenta hay mucha prevención hacía las Farc. Ello explica que cuando la recién creada
Unión Patriótica (UP) –frente electoral impulsado por las Farc como fruto de los acuerdos
de paz con Betancur– invitó a la Onic a sumársele, las comunidades del Cauca no
estuvieron de acuerdo, entre otras cosas, “por prevenciones con el brazo armado de ese
grupo” (UI, 79, septiembre 1986, 2). Estas relaciones se romperán definitivamente en los
noventa hasta reventar en los actos recientes de “resistencia civil”.72

Pero, volviendo a los años 80, parece que el Cric no estaba del todo ajeno a la acción
armada, pues no solo había estado cerca de algunas organizaciones insurgentes, sino que a
mediados de ese decenio impulsó su propia autodefensa armada, el Maql. En un momento
en que el ideario de izquierda colombiana estaba marcado por la opción armada –como lo
hemos ilustrado en otra parte (Archila, 2003, cap. 5)– no es extraña la actitud del Cric. Pero
no se trata de un apoyo a la lucha armada en general, sino más bien esta opción es fruto de
la necesidad de defenderse de los violentos. Y allí se encuentran con el M-19
principalmente. Por coincidencias programáticas y de estilo político –contra el dogmatismo
y sectarismo, por una revolución desde las bases y otros asuntos similares– parece lógico
que el Cric haya establecido relaciones con el M-19. De hecho algunos de los dirigentes
indígenas fueron detenidos en 1979 bajo esa acusación, aunque dos años después fueron
liberados porque no se les pudo demostrar tales vínculos.

Por el tipo de fuentes consultadas no es fácil ilustrar estos vínculos. Obviamente el lenguaje
de la prensa indígena no es explícito en este punto. Por ejemplo, nos llama la atención la
vacilante participación del Cric en Firmes.73 En efecto el Cric inicialmente señala que
desconfía de quienes hablan de unidad pero no la concretan. Aduce que más que una
campaña de firmas se debe luchar por la unidad de la izquierda (UI, 30, mayo 1978, 3).
Unos meses después se informa que hubo un encuentro campesino en Natagaima, Tolima,
promovido por Firmes al que asistió una delegación del Cric presidida por Trino Morales,
quien quedó como delegado del Cauca en la coordinación provisional (UI, 31, agosto 1978,
5). Pasadas las elecciones del 78 en las que Firmes no logró unir a la izquierda, este grupo
se lanza como proyecto “unitario” convocando a un Frente Democrático de oposición, al
que luego se sumará el PCC, para luego desaparecer de la escena política. El Cric, por su

de un dirigente del PCC y del presidente del Cric, hubo el compromiso de no intervenir en los asuntos de las
comunidades a no ser que el cabildo lo solicite (Acta de la asamblea citada en Gobernadores Indígenas en
Marcha, 1985, 34-35).
72
Un evento que rebosó la copa de los indígenas caucanos a comienzos de este siglo fue el asesinato
perpetrado por el VI frente de las Farc de Cristóbal Secué, coordinador del Proyecto Nasa y considerado
como un sabio por las comunidades (El Liberal, 26 de abril, 2001, 1).
73
Una coalición electoral de intelectuales que nació en 1978 como un plebiscito de firmas por la unidad de la
izquierda, con presencia del M-19 entre bambalinas.

28
parte, dice que concuerda en el análisis de la coyuntura y en la necesidad de juntar
esfuerzos como ocurrió en el Primer Foro de Derechos Humanos de 1979, pero difiere en
concentrarse en una acción electoral. Como lo hemos señalado antes, no se opone a las
elecciones, pero cree que es necesario trascenderlas: “en los grandes y pequeños eventos de
protesta y de lucha popular (… es) donde se irá forjando la unidad de todas las fuerzas
democráticas que resisten hoy en día al régimen de Turbay Ayala y (su ministro de
Defensa) Camacho Leyva” (UI, 38, octubre 1979, 2). Unos meses después se aclara que el
Frente Democrático no es nuevo partido político, por lo que el Cric como organización
autónoma participó en su convención sin integrar sus estructuras organizativas (UI, 39,
diciembre 1979, 9). Lo curioso es que al conformase el Frente Democrático en Popayán, y
del cual informa el periódico indígena, no aparece el Cric entre sus integrantes (UI, 40,
febrero 1980, 3). Un par de años después, desinflado Firmes, el Cric participa en reuniones
que impulsan la Alianza Obrero, Campesina y Popular, otra propuesta política del M-19.
Claro que también en este punto la organización indígena señala que participa de los
encuentros como observadora y se irá “comprometiendo en la medida que se desarrollen
efectivamente sus programas” (UI, 56, mayo 1982, 10).

Sin duda estas vacilaciones ante las propuestas que impulsaba el M-19 obedecían a
tensiones dentro del movimiento indígena del Cauca entre Aiso y el Cric, y aun en el
interior de éste último. La polémica interna –y sabemos cómo los indígenas manejan el
silencio público ante sus asuntos “propios”– no es solo entre simpatizantes del M-19 y los
que no simpatizan con él. Es posible que entre los primeros hubiera divisiones entre
quienes defienden algún resquicio de autonomía y quienes simpatizaban a secas con la
insurgencia. En su entrevista, Pablo Tattay nos decía que ante la creciente violencia de
terratenientes y “pájaros” desde mediados de los setenta, “empezamos a buscar a ver qué
posibilidades había de encontrar apoyo” en organizaciones guerrilleras. Con el EPL había
tensas relaciones y éste no tenía arraigo fuerte en la región. Las Farc inicialmente, a juicio
del Tattay, tenían una presencia marginal y de todas formas “supeditaban cualquier apoyo a
la dirección militar y política nacional”. Entonces se buscó ayuda por los lados del ELN –
Ejército de Liberación Nacional–, pero la relación se estableció con el grupo disidente
Replanteamiento, que a su vez estaba acercándose al M-19. Esta es la razón que él da para
la aproximación entre el movimiento indígena y el “eme”. Tattay insiste que “durante todo
ese periodo inicial fueron una relaciones muy buenas, el ‘eme’ no tenía esa política
vanguardista y autoritaria de los otros grupos”. Esta guerrilla creó varias “escuelas
militares” para las indígenas y también para otra gente que traía del resto del país. A
principios de los años ochenta, según el mismo testimonio, el M-19 creó un grupo móvil en
el Cauca, pero luego desplazó todas sus fuerzas al Caquetá y posteriormente firmó la tregua
con Betancur, que pronto se rompió con la dramática toma del Palacio de Justicia en
noviembre de 1985. Los indígenas caucanos quedaron de nuevo solos, pero a partir del
grupo móvil, cuando recrudece la violencia, crean el Maql como una guerrilla de
autodefensa.

Las relaciones con el M-19 se deteriorarían luego, cuando este grupo, a juicio de Tattay “se
creció” (Entrevista, 2000). La prensa indígena dio cuenta de este distanciamiento a raíz de
la toma del municipio de Inzá a mediados de 1986, ya que dicha acción “viola nuestro
derecho a la autonomía”. Por la misma razón rechazó la pretendida vocería indígena que el
M-19 trató de tomarse (UI, 79, septiembre 1986, 2 y 19; véanse también UAU, # 3,

29
noviembre 1986, 2; # 4, abril 1987, 2; y # 9, julio 1988, 2). No sobra recordar que en ese
momento el “eme” era la guerrilla con mayor protagonismo armado, pues las Farc estaban
formalmente en tregua. De hecho el M-19 fue gestor de la primera Coordinadora
Guerrillera que incluyó, además del Maql y otras organizaciones en armas, a la disidencia
de las Farc, el grupo Ricardo Franco, tristemente célebre por la masacre de muchos de sus
militantes en Tacueyó (Cauca). Con la expulsión del Franco y el posterior ingreso de las
Farc, luego de la ruptura de la tregua con el gobierno en 1987, se conformará la
Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (Cgsb) de la cual hará parte el Maql hasta su
desmovilización en 1991.

Pero para mediados de los años ochenta, el movimiento indígena había dado otro paso,
además de la conformación clandestina de su autodefensa armada: en forma unitaria todas
las vertientes de dicho movimiento –es decir Cric y Aiso– firmaron dos declaraciones en las
que reivindicaron su autonomía y el respeto de sus territorios. Así la “Resolución de
Vitincó”, de febrero de 1985,

“Rechaza las políticas impuestas venidas (sic) de afuera (…) no aceptamos


entonces que algún armado venga a decirnos a quiénes debemos recuperar tierras
y a quiénes no (…) esto lo deciden las mismas comunidades (…) Recomendamos
pues a todos los grupos políticos y militares hacer una lectura cuidadosa de la ley
89 de 1890 para que no se den los atropellos que han sido denunciados (…)
Exig(e) también a las organizaciones políticas, sean éstas armadas o no, que
soliciten a los respectivos cabildos el permiso para hacer reuniones (en las cuales)
la participación debe ser voluntaria, ningún comunero debe ir obligado” (UI, 72,
abril 1985, 3).

Un año después se produjo, también en forma conjunta, la Declaración de Ambaló. En ella


los gobernadores de 41 cabildos del Cauca retoman lo dicho en Vitoncó y hacen un llamado
a las guerrillas para que “no trasladen la guerra que ellas están librando al territorio de
nuestras comunidades. Reiteramos que hacemos valer sin excepciones nuestro derecho a la
autonomía (…) Hemos sido y seguiremos siendo gestores y voceros de nuestras propias
luchas y no requerimos de fuerzas extrañas a nuestras comunidades”. Aunque ven la
necesidad de alianzas con fuerzas de izquierda, éstas “deben ser en pie de respeto e
igualdad” (UI, 77, mayo 1986, 11). Para ese momento los indígenas parecen haber roto con
todo tipo de tutelaje de la izquierda, especialmente de sus expresiones armadas. Los
documentos revisados sobre los años ochenta muestran un creciente distanciamiento con
relación a la lucha armada, a pesar de que existía el Maql.74 Esto siempre fue más claro en
la vertiente organizada en Aiso.75

74
Un caso excepcional es el del resguardo nasa de Gaitanía (Tolima) que tenía un viejo choque con las Farc
desde los años sesenta –a raíz de la división entre liberales y comunistas– con momentos de enfrentamiento
armado, pero firmaron finalmente un acuerdo de paz en 1996 (Caviedes, 2007 cap. 2).
75
En una cartilla de esa corriente en 1985 hablan de las muchas guerras que los indígenas han librado, incluso
las de algunos “compañeros” que dicen defender al pueblo y citan a todas las guerrillas incluido el Grupo
Quintín Lame. Se preguntan si la revolución “tiene que hacerse forzosamente atropellando nuestros derechos”
y enumeran una serie de acciones contra las comunidades. Concluyen diciendo “no somos cobardes, nuestras
luchas son de siglos enteros (…) no todo el que lleve el fusil es revolucionario” (Gobernadores Indígenas en
Marcha, 1985, 1-20). A pesar de las fuertes denuncias de Aiso, en esos años no consideraban a la guerrilla su
enemigo, cosa que no podemos decir que ocurre hoy.

30
Con todo, a un lector contemporáneo externo le puede parecer que existe una contradicción
entre estas declaraciones y la creación de una autodefensa armada. Incluso se puede aducir
que el Cric estaba recurriendo a la manida “combinación de todas las formas de lucha”. Por
ese motivo hubo nuevos roces con los integrantes del movimiento de Autoridades
Indígenas, a pesar de haber coincidido en las declaraciones de Vitincó y Ambaló (Laurent,
2005, 98-99). Así, por ejemplo, en 1989 se hace público en Corinto un comunicado de Aiso
en la que denunciaban al Maql por asesinar indígenas y campesinos, y de paso al Cric por
no condenarlo. Critican la defensa que invoca el Maql, pues termina afectando a las
comunidades. Señalan que esto venía ocurriendo desde hacía tiempo pero “nadie se atrevía
a decir nada, porque lo bajaban de sapo. Solo ahora crece la inconformidad”. Concluyen
diciendo: “no hay peor astilla que la del propio palo” (citado en El Liberal, 5 de septiembre,
1989, 1).

Pero mirando más cuidadosamente el asunto, no parece haber contradicción en los dos tipos
de acciones emprendidas por el movimiento indígena bajo las banderas del Cric. En
realidad en las mencionadas declaraciones no hay una condena a la lucha armada como tal,
sino a la violación de sus territorios por las organizaciones guerrilleras, y el Maql trató de
cuidarse para no entrometerse en ellos sin el consentimiento de los cabildos. De hecho su
campo de acción fue el norte de Cauca y Tierradentro, áreas de influencia del Cric
(Laurent, 2005, 96). Años después el Cric reconstruía la historia del Maql con un origen en
una autodefensa “armada más de valor que de armamento”, para luego volverse “grupo
móvil permanente, que intenta hacer respetar las comunidades indígenas del Cauca tanto de
los terratenientes como de otros grupos armados, y que sostiene la idea de la defensa por la
autonomía” (Cric-Acin, 2002, 40). Por tanto, en ambos tipos de acción –legal y armada– se
ejercía el principio de autodeterminación. Y es que aún en la cuestión armada los indígenas
tenían su propia concepción.76 Esto se hace evidente aún en la desmovilización del Maql.
En 1991 el Cric critica el acuerdo de paz con el M-19 por “desconocer de plano el
problema social que genera la violencia”. Pero también muestra cautela ante la negociación
con el Maql, pues el gobierno insiste en dirigirse a los grupos armados y no hacer una
verdadera paz que debe incorporar a las comunidades (UAU, 20, junio 1991, 2).77 Incluso la
misma autodefensa indígena exigía una paz sobre compromisos claros del Estado en
términos de electrificación rural, carreteras, escuelas, creación de empresas de transporte y
centros de atención médica. En un foro previo a la desmovilización del Maql su vocero
demandó “el compromiso claro del Estado con la comunidad para llevar a cabo planes de
desarrollo que en verdad beneficien a todos” (El Liberal, 10 de marzo, 1991, 14; ver
también 17 de mayo, 1991, 14).

Nos hemos detenido en el análisis de las relaciones entre el movimiento indígena del Cauca
y los grupos guerrilleros porque fueron más agrias y conflictivas que con la izquierda
desarmada. Pero en general las organizaciones indígenas como el Cric, y especialmente la
Aiso, marcaron distancias con la izquierda, a pesar de compartir principios y medios de
acción. Esto es una expresión de la sospecha del movimiento indígena hacia los actores
76
Aiso por supuesto no compartía esto. En la misma cartilla citada anteriormente señala que rechaza al
Comando Quintín Lame porque no es indio en el pensamiento que lo guía y no los defiende porque ellos se
defienden solos (Gobernadores Indígenas en Marcha, 1985, 20).
77
En ese mismo periódico se denunció la aparición –efímera– de “un grupo armado que viene utilizando el
nombre de nuestro compañero sacerdote indígena Álvaro Ulcué” (Ibid., 14).

31
externos, independientemente de su color político. Si bien ambas organizaciones contaron
con intelectuales que los asesoraban, siempre flotaba en el ambiente la desconfianza hacia
ellos, a menos que murieran y especialmente en condiciones heroicas. De Gustavo Mejía no
hay sino elogios en la prensa consultada, que nace precisamente al año de su asesinato. El
líder indígena Trino Morales, en el primer aniversario de su muerte, dijo: “el enemigo se
equivoca pensando que matando a nuestros líderes como el compañero Gustavo Mejía van
a acabar con el movimiento (…) las ideas no mueren” (UI, 3, marzo 1975, 6).78 Algo
similar, pero sin tanto entusiasmo, se decía del otro actor “externo” que colaboró en la
creación del Cric, el Padre Pedro León Rodríguez, también asesinado pocos meses después
de Mejía (UI, 7, agosto 1975, 3).

De otro sacerdote, Álvaro Ulcué, éste sí indígena, no es mucho lo que apareció en la prensa
antes de su asesinato. Pero una vez ocurre este hecho se le exalta como “sacerdote pleno y
un auténtico Páez” (UI, 70, noviembre 1984, 3). Un año después, se le elogia de esta forma:
“Álvaro comienza a embarrase con nosotros en el trabajo (…) denunciaba las injusticias
cometidas por militares y terratenientes (…) vivía e impulsaba nuestra cultura (…) por su
compromiso como indígena con los indígenas y los pobres lo asesinaron” (UI, 75,
noviembre 1985, 13).79 Es el origen de un nuevo mito con el respectivo culto al mártir,
especialmente para las comunidades del norte del Cauca por el proyecto de recuperación
cultural que venía impulsando (Rappaport, 2005 A). En el segundo aniversario de la muerte
del sacerdote se dice: “con el asesinato del Padre Álvaro ganamos un mártir, pero perdimos
a un buen compañero” (UI, 80, diciembre 1986, 3).

Salvo estos casos heroicos, a los colaboradores blancos o mestizos no les fue tan bien. Los
muertos no producen tanto problema como los vivos. Ya hemos visto algo de lo que el Cric
decía de los intelectuales “solidarios” de Aiso y viceversa de los “colaboradores” del Cric.
El prejuicio ante el intelectual era algo extendido en el movimiento nativo. Cuando se
informó sobre el Quinto Congreso del Cric en marzo de 1978, se dijo que se habían creado
varias “comisiones externas”: la obrero-campesina, la de otras comunidades indígenas y la
de intelectuales. El reporte concluía señalando que salvo la última, todas habían funcionado
bien, y agregaba “una vez más se demostró el espíritu indisciplinado y conflictivo de la
pequeña burguesía” (UI, 29, marzo 1978, 2). En ello el naciente movimiento de
Autoridades Indígenas era más contundente: “Nosotros no queremos ser propiedad de
nadies (sic). Nuestra lucha es propia y no de venideros que quieren apoderarse de ella y de
nuestro trabajo” (Gobernadores Indígenas, 1981, 54). Este prejuicio no era gratuito, tenía
raíces históricas no solo por el dominio blanco en el pasado colonial y en el presente
republicano, sino por ciertas actitudes impositivas y hegemonizantes de las vanguardias
políticas que ya hemos visto.

Pero la distancia con la izquierda era difícil de trazar, pues no solo muchos de sus
colaboradores y de los mismos dirigentes indígenas habían sido formados por ella, sino que
su discurso era cercano, al menos en los primeros años.80 En una reflexión de Trino Morales
en 1979 sobre la educación en el Cric, este líder nativo confesaba que al principio se acudió
78
Si el mismo Mejía se ponía “fuera” del movimiento al hablar de “ustedes”, Morales lo coloca “dentro” al
designarlo como uno de “nuestros” líderes.
79
Nótese que este tipo de discurso parece calcado de la historia de Cristo en su versión liberadora: encarnado
entre los hombres, denuncia las injusticias y muere por favorecer a los pobres…

32
“a los principios teóricos y metodológicos del materialismo histórico para evitar caer en
desviaciones idealistas o reformistas, pero siendo lo suficientemente flexible y dialéctico
para no imponerlos sobre, y aun, en contra de la realidad concreta”. Al poco tiempo se
dieron cuenta que el trabajo con “algunos textos del Marxismo: Mao, Politzer (?),
Huberman, etcétera (…) fue un relativo fracaso”. Esto los lleva a una nueva estrategia
pedagógica centrada la práctica de lucha acompañada de Cartillas Educativas propias y de
la publicación de Unidad Indígena –que Morales dirigirá hasta mediados de los años 80–.
En consecuencia “progresivamente el colaborador es desplazado de la discusión de algunos
asuntos locales de los cuales pasan a encargarse los mismos indígenas” (Morales, 1979,
274-277).81 Sin duda comienza a presentarse distancia con el discurso izquierdista, pero no
total.

En los años setenta, mientras las organizaciones indígenas se apartaban de la izquierda,


simultáneamente reconocían la necesidad de una verdadera vanguardia revolucionaria, lo
que pasaba es que para ellas no existía tal vanguardia. Por ello concluían que la tarea era la
“organización y consolidación de cada sector explotado” (UI, 8, octubre 1975, 3). Con un
claro lenguaje de izquierda señalaban que los aparatos gremiales como los Consejos
Regionales Indígenas no bastaban para cambiar el sistema. Se necesitaba una organización
política nacional que recogiera a los mejores luchadores. Por eso, concluían, “debemos
dedicar todos nuestros esfuerzos a la construcción seria y paciente de esta organización que
algún día habrá de llevarnos a la victoria final” (UI, 10, enero 1976, 2). Más tarde se
indicaba que la participación del movimiento indígena se orientaba a la “búsqueda de una
dirección política unificada de las luchas populares” (UI, 28, febrero 1978, 2). Claramente
el Cric no se percibía como partido político, siempre afirmaba su carácter gremial, pero
tampoco creía que los existentes grupos de izquierda fueran la “dirección unificada” del
pueblo.

Con el tiempo se dejó de hablar de la necesidad de un partido de vanguardia revolucionaria


y más bien el movimiento indígena intentó sumarse a convergencias de fuerzas populares,
especialmente en acciones de masas, pero también a los foros de derechos humanos y aún a
frentes políticos como Firmes, con el que tuvo vacilantes relaciones como vimos. La
creación de la Onic también puede explicar la menor insistencia en la necesidad de una
organización nacional de unidad popular y en cambio enfatizar la política de alianzas. Así
en 1987 más de 300 delegados indígenas, sin precisar las organizaciones que representaban,
participaron en un Congreso de Unidad –aparentemente convocado por los frentes políticos
de las organizaciones armadas– y se “comprometieron en la construcción de una
Alternativa Democrática y Popular para construir el poder de los pobres” (UI, 82, mayo
1987, 2). Después de la Constitución del 91 se conformarán los frentes electorales
indígenas ya analizados, que incluyen –y avalan– a no indígenas.

80
Myriam Galeano resalta esta cercanía con el uso de la palabra “compañero” y señala que el himno de los
nasa es una reelaboración de una canción del grupo chileno Inti Ilimani (Galeano, 2006, 115-116).
81
En su entrevista, Morales nos contó que los primeros elementos políticos los adquirió del pensamiento
cristiano progresista para luego, en los años 70, hacer la ruptura hacia el marxismo y posteriormente tomar
distancia de éste como indica en el documento referido. Esta trayectoria es bastante común entre los dirigentes
populares (Entrevista a Morales, 2008).

33
Si el crudo lenguaje leninista se abandonaba lentamente, como ocurría con el conjunto de la
izquierda, e incluso se adoptaba un tono político más pragmático, todavía se seguía
pensando en términos de alianzas revolucionarias de los sectores populares. Por estas
razones postulamos que, a pesar de la distancia con la izquierda partidista y de su discurso
marxista, las organizaciones indígenas del Cauca expresan lo que hemos llamado izquierda
socio-política. Veamos sus expresiones culturales, la reconstrucción de su memoria y lo que
ofrecen a la sociedad para ilustrar más esta hipótesis.

5. Cultura y ámbito propio

Aunque a lo largo de las anteriores páginas hemos considerado algunos conceptos y


prácticas del movimiento indígena del Cauca que apuntan a su expresión como izquierda
socio-política, es hora de considerarlas en forma más sistemática. Para hacerlo debemos
encarar la particularidad del movimiento indígena, que en sus términos conforma una
propuesta cultural “propia”.

¿Qué es este ámbito propio y cómo se construye? La metáfora de la frontera cultural que
postula Joanne Rappaport (2005 A) es útil aquí. 82 En la frontera entre un adentro y un
afuera se mueven distintos actores. Advirtamos que no existe tal cosa como un “adentro”
claramente identificable, ni menos es puro exclusivamente propio.83 De igual forma lo
“externo” tampoco es homogéneo. Según Rappaport, el “adentro” es una construcción
utópica que vienen realizando los intelectuales con distintos niveles de pertenencia al
mundo indígena y ubicados de diversa forma en dicha frontera:84 actores de las
comunidades –comuneros de base, chamanes y autoridades de los cabildos–, intelectuales
propios –maestros locales y activistas regionales–, políticos indígenas locales y nacionales,
“colaboradores” o “solidarios”, y finalmente curas, políticos, académicos y funcionarios
estatales simpatizantes del movimiento. Cada uno se mueve en la frontera entre el adentro y
el afuera en forma particular. Así, por ejemplo, la indígena Susana Piñacué señala tres
niveles de pertenencia de las mujeres nasa: las que viven adentro y son transmisoras de la
cultura propia a pesar de su silencio; las que salen de la comunidad y se les “adormece su
ser nasa”; y, por último, quienes entran y salen de las comunidades pero piensan como
nasas (Piñacué, 2005, 60). Debemos advertir que si bien la tematización de esta frontera es
reciente, su existencia se proyecta al pasado, como lo hemos mostrado en secciones
anteriores, especialmente en las relaciones con la izquierda cuando se clamaba por la
autonomía indígena por medio de una política “propia”.85 Consideremos brevemente los
distintos círculos de pertenencia.

82
Gros (2000) habla de una frontera étnica creada en la interacción entre el Estado y el movimiento indígena.
La frontera cultural de la que habla Rappaport es entre lo interno y lo externo de dicho movimiento.
83
La autora ilustra esta afirmación al analizar el caso de la región de Tierradentro, considerado por los
intelectuales nasa como la reserva más pura de su cultura. Con todo esa región ha tenido intercambios
económicos, políticos o culturales, con el “exterior” para no hablar de las migraciones de nasas que retornan
de zonas de violencia (Rappaport, 2005 A, cap. 1).
84
Como en círculos concéntricos, pero la metáfora es nuestra, no de la autora, quien preferiría una visión en
espiral siguiendo las enseñanzas de los intelectuales nasa.
85
Recordemos solamente un aparte de la declaración conjunta de Cric y Aiso en Ambaló: “Hemos sido y
seguiremos siendo gestores y voceros de nuestras propias luchas y no requerimos de fuerzas extrañas a
nuestras comunidades” (UI, 77, mayo 1986, 11).

34
Si bien los chamanes y autoridades indígenas, junto con los comuneros de base, parecen ser
el núcleo más íntimo de lo propio, ellos también están permeados por la cultura blanca o
mestiza, así solo hablen lenguas nativas.86 En el Cauca desde tiempos coloniales las
comunidades han entrado en contacto con el “exterior” en relaciones comerciales, muchos
son cristianos y algunos han sido formados en el sistema educativo nacional público o
confesional, para dar solo unos ejemplos de esos contactos con el afuera de su mundo. Por
lo tanto ellos mismos salen a veces de la frontera étnica y no siempre regresan. 87 Con todo
constituyen el punto de referencia al ámbito más propio, el círculo primordial en nuestras
palabras.

Los intelectuales “orgánicos” nativos –activistas locales y regionales de las organizaciones


indígenas que no viven permanentemente en las comunidades, en los que Joanne Rappaport
(2005 A) se centra–, se ubican a sí mismos en la frontera: ni adentro ni afuera. 88 Pero aquí
los matices políticos que se disputan le hegemonía del movimiento indígena cuentan. Por
ejemplo, para el naciente movimiento de Autoridades Indígenas a comienzos de los años
ochenta el Ejecutivo del Cric ya se había salido de la frontera: “no nos gusta que nos dirijan
gentes que no piensan con pensamiento propio, como indígenas, sino que piensan con
pensamiento prestado, con pensamiento de fuera” (Gobernadores Indígenas, 1981, 53).

Los políticos o las figuras indígenas que han trascendido el ámbito regional se ubicarían
también en la frontera, pero un poco afuera. Nacieron en las comunidades y salieron de
ellas, aunque siguen ligados a su origen. Como se desprende de los perfiles biográficos
elaborados por Virginie Laurent, muchos de los dirigentes del Cric y de Aiso estudiaron en
seminarios religiosos o cursaron estudios universitarios aún en el extranjero, como es el
caso del gobernador del Cauca entre 2001 y 2003, Floro Tunubalá (Laurent, 2005, cap. 7),
pero no por ello son “externos” a secas: entran y salen de las comunidades.

A su vez los “externos” situados en los círculos más “afuera” también cruzan la frontera
para ingresar al mundo indígena, aunque no permanecen dentro tanto como los indígenas o
sus intelectuales “orgánicos”. Su papel, con todo, no es fácil de tachar de “externo”
simplemente. Un cura como Álvaro Ulcué es difícil de ubicar: fue cristiano y sacerdote,
pero también nasa de nacimiento. Además el proyecto cultural que impulsó en el norte del
Cauca fue una especie de renacimiento indígena, como él mismo lo describió (Rappaport,
2005 A, cap. 6). En sentido estricto él haría parte de anteriores círculos. Lo mismo no se
podría decir de los sacerdotes de la Consolata que lo reemplazaron después de su asesinato
en 1984, quienes son extranjeros pero entran en contacto con los nasas y alguno hasta habla
86
Myriam Jimeno en 1985 hablaba de la tensión entre los gobernadores de los cabildos y los chamanes; los
primeros eran una forma secular de autoridad, mientras los segundos seguían siendo parte del mundo sagrado
de los indígenas (Jimeno, 1985, 187).
87
Trino Morales, por ejemplo, nos contaba que él salió del Cauca siendo muy joven a estudiar en escuelas
católicas de Medellín y Bogotá, y después de algunas “rebeldías” tuvo que regresar al Cauca en donde
comenzó como sacristán a hacer una labor social todavía dentro del pensamiento social de la Iglesia
(Entrevista, 2008). Su trayectoria no es tan distante de la de otros líderes indígenas, tal vez con excepción de
Lorenzo Muelas, pues el poco estudio que tuvo fue en escuelas de su zona (Muelas, 2005).
88
La autora los designa con la expresión “inappropiate Other” –el “otro impropio” lo traduce ella misma–
(Rappaport, 2005 B.). Susana Piñacué se identifica en esta frontera, mas no como intelectual para trazar
distancias con el mundo académico (Piñacué, 2005).

35
su lengua. Hoy Ulcué y su proyecto son reclamados como “propios” por los distintos
bandos en disputa por la hegemonía en el movimiento regional. Estos ejemplos, que son
una mínima expresión de los aportados por Rappaport, están simultáneamente adentro y
afuera, aunque en diversa forma, lo que muestra la porosidad y fluidez de la frontera. Todos
ellos practican de forma diferente el difícil arte de la “traducción”, que no es solamente la
conversión lingüística de una lengua a otra, sino poner en contacto las diversas
cosmovisiones que se mueven en la frontera. Con la traducción, a juicio de la autora, se
liberan las categorías y conceptos de las ataduras de una lengua, en este caso del español
dominante, para ser reapropiados por los indígenas (Rappaport, 2005, 94).89

Por eso Rappaport insiste que el “adentro”, en su diferencia con el “afuera”, es una utopía
en construcción. En este proyecto –que no es otro que el de construir identidad– los
diversos niveles de activistas e intelectuales se han propuesto grandes tareas, dentro de las
que se destacan, además de la lucha por la restitución de los resguardos y el fortalecimiento
de los cabildos, la recuperación de su pasado, la búsqueda lingüística de sus propias lenguas
con la construcción de alfabetos, la educación bilingüe, el rescate de la medicina
tradicional, los proyectos productivos solidarios sostenibles, y la codificación y aplicación
de la justicia propia (Rappaport, 2005 A). Si bien muchas de estas acciones por construir un
ámbito propio y autónomo se han desarrollado en los últimos años, sus orígenes se
remontan a tiempos históricos y ciertamente se estimulan con la creación del Cric. Antes
analizar este variado repertorio de acciones consideremos el otro componente definitivo en
la construcción identitaria: la relación con el pasado.

6. Memoria(s) e historia(s)

Creemos que para los pueblos indígenas americanos, y en concreto para los del Cauca, no
parece existir la clásica distinción entre historia –entendida como conocimiento y no como
acontecimiento– y memoria. Convencionalmente la memoria es el recuerdo –individual o
colectivo– del pasado traído al presente.90 Es una materia viva que parte de la experiencia
subjetiva, y se recrea y transforma según los contextos, intereses y poderes del presente.
Por esto la razón occidental sospecha de ella y exige una disciplina –la historia– para
contextualizarla, criticarla y sobre todo para hacerla comprensible en forma más universal.
Así la memoria recordaría, la historia explicaría. La primera es un acto subjetivo para darle
sentido a la existencia individual o colectiva, la segunda hace parte del campo científico y
pretende ser objetiva. Claro que esta última concepción está muy ligada a la perspectiva
positivista de la disciplina, que por su acendrado objetivismo presentaría a la memoria
como simple ficción. Con los giros de la disciplina en tiempos recientes, la historia misma
cae bajo sospecha de ser un relato más, muy cercano a la creación literaria. Sin necesidad
89
El tema de la “traducción” requiere una reflexión más profunda como lo sugiere Walter Mignolo, no solo
por la imposición colonial del castellano hablado y escrito, sino de las gramáticas indígenas hechas por
misioneros, en clara contraposición a las culturas orales que aún habitan los territorios originarios (Mignolo,
1995, cap. 1). Este asunto está ligado a la acuciante pregunta que lanza Gayartri Ch. Spivak: ¿quién habla por
los subalternos? O más radicalmente ¿hablan ellos realmente? (Spivak, 2003). Por su parte Silvia Rivera
formula una pregunta menos epistemológica y más política: ¿escuchan las elites al subalterno cuando éste
habla? (Rivera, 2003, 56). Otro es el tema de la relación entre oralidad y escritura que abordaremos en la
siguiente sección.
90
Elizabeth Jelin, apoyándose en Maurice Halbawchs, cree que la memoria siempre tiene una dimensión
colectiva, pues se construye y se transmite socialmente (Jelin, 2003, cap. 2).

36
de ir hasta tal extremo posmoderno podemos señalar que algunos teóricos plantean que
historia y memoria tienen una relación complementaria o de colaboración, mientras otros
enfatizan el antagonismo entre ambas. Los enfoques varían no solo por la perspectiva
teórica de los autores sino por las prácticas de reconstruir el pasado. Veamos las posibles
relaciones entre ambas antes de entrar propiamente en el tema de la memoria y de cómo la
trabajan las comunidades analizadas.

Dentro de la primera perspectiva se suele recurrir a Paul Ricoeur, para quien la memoria es
la madre de la historia, pero terminan diferenciándose cuando la última se conforma como
campo disciplinar.91 Según el historiador español Julio Aróstegui (2004, 158) son dos tipos
de “registros” del pasado, con interpretaciones distintas. Tanto la memoria como la historia
–al menos en la versión moderna de esta disciplina académica– buscan ofrecer relatos
verdaderos del pasado, pero la primera se liga a la experiencia (subjetiva) y la segunda a la
comprensión distanciada (no necesariamente “objetiva”). La labor disciplinaria sería
“historizar la memoria”, es decir ubicar y contextualizar los hechos significativos que
fundan a la memoria para entender los caminos que ésta sigue (Ibid., cap. 4 y Jelin, 2003,
cap. 4). Pero ninguna es más verdadera que otra, sino que ofrecen distintos tipos de
verdades, las que a su vez están condicionadas por los intereses de los narradores y los
conflictos de poder en una sociedad determinada. De modo que estamos en medio de
memorias e historias disputadas. Algunos hablarán de memorias hegemónicas y disidentes
o subalternas (Gnecco y Zambrano, 2000), polaridad que también se puede extender a la
historia, pues ella también se presta a usos y abusos por parte de los poderes en una
sociedad dada (Hobsbawm, 1998, cap. 1).92

En cuanto al manejo temporal también parece haber diferencias. Elizabeth Jelin afirma que
al contrario de la disciplina histórica, la temporalidad de la memoria “no es lineal,
cronológica ni racional” (2003, 55). También es muy común asumir que la memoria, en el
decir de Maurice Halbwachs (citado por Carretero, 2008), revive el pasado en el presente
en tiempo continuo, mientras la historia distingue entre pasado y presente, aunque siempre
aquel sea interrogado por éste.93 Pero reflexiones recientes de la disciplina apuntan a
cuestionar tal aseveración. La historia, si bien maneja distinciones temporales entre el ayer
y el hoy (y el mañana) no necesariamente las hace en un orden lineal y cronológico, y
además siempre las percibe desde el presente. Claro que no es un presente continuo sino
sucesivos presentes que se vuelven pasados con el paso de las generaciones (Aróstegui,
2004). Aquí es pertinente la reflexión de Reinhart Koselleck para quien hay un tiempo

91
En esto seguimos a Enzo Traverso, quien insiste en que el papel del historiador “no es suprimir la memoria
(…) sino inscribirla en un conjunto histórico más amplio” (2007, 77). En la presentación verbal que la
historiadora catalana, Mercedes Vilanova, hizo en una reciente encuentro de Historia y Memoria en Costa
Rica (agosto, 26-29, 2008), tomando el símil de la música, ella afirmó que la Historia –como acontecimiento–
era la que fabricaba los instrumentos, la Memoria ponía la melodía y el historiador INTERPRETABA…
92
No en vano dentro de la Historia Social surgieron corrientes como la “historia desde abajo hacia arriba”
propuesta por los marxistas británicos, y posteriormente la “historia subalterna” (o poscolonial) que rompe
con las anteriores y es más cercana a la forma como los indígenas caucanos entienden su labor histórica como
veremos luego.
93
Esta es una insistencia de la escuela de los Annales que retoma el quehacer cotidiano del historiador:
interrogar el pasado desde el presente. Lo anterior lleva a Beatriz Sarlo (2006, cap. 6) a plantear que si bien la
memoria es anacrónica, casi por naturaleza, la historia no está exenta de ello, pues siempre se ejerce desde el
presente del historiador con los intereses que lo mueven en su contexto.

37
“natural” –medido en unidades físicas– distinto del histórico –vinculado a la acción social y
política de sociedades determinadas–. El último, que es el que nos interesa, está enmarcado
según el historiador alemán, entre “el espacio de la experiencia y el horizonte de
expectativas” (Koselleck, 1993, cap. 14). A su juicio la tensión entre pasado (experiencia)
y futuro (expectativa), es resuelta por los historiadores de la modernidad a favor del
segundo: si en la Antigüedad y en la Edad Media se creía que la historia enseñaba sobre el
pasado, en la modernidad –cuando se descubre propiamente el tiempo histórico– la naciente
disciplina debe dictaminar y juzgar (Ibid. 61).

Ahora bien, la relación entre memoria e historia no es siempre vista como colaboración. No
faltan quienes insistan en que la idea de comprender la experiencia o de “historizar la
memoria” es una visión occidental que conlleva una supuesta superioridad de la disciplina
histórica, lo que no es otra cosa que “colonizar” la memoria. Así para Cristóbal Gnecco las
memorias hegemónicas suelen plasmarse en narrativas históricas más formalizadas e
igualmente hegemónicas. De esta forma las memorias disidentes no solo son subalternas
como tales sino que difícilmente se formalizan como historias (Gnecco y Zambrano, 2000.
Introducción). Este enfoque no solo rompe con la supuesta complementariedad de ambas,
sino que da prioridad a la labor de la memoria sobre la historia, para “descolonizarse”. Si
ello significa asignarle más fuerza de verdad a la experiencia recordada, y por esa vía al
testigo directo, entramos en la vieja disputa de las ciencias sociales por el conocimiento
verdadero. Para no alargarnos, vale la pena reiterar que son distintos regímenes de verdad,
sin que uno sea superior al otro. Beatriz Sarlo va más lejos al criticar la deificación del
testimonio basado en la experiencia personal como si éste fuera más verdadero: la memoria
puede ser un impulso moral de la historia pero eso no significa que implique una verdad
indiscutible (Sarlo, 2006, 57, ver también 63). Para ella el sujeto que narra en el testimonio
se aproxima a una verdad que solo conoce en fragmentos, por eso se requiere de la otra
verdad que entienda esos fragmentos, la verdad de la comprensión. Por eso ella pondera la
labor del historiador al afirmar, apoyándose en Susan Sontag: “es más importante entender
que recordar, aunque para entender sea preciso, también, recordar” (Ibid., 26).

Como se ve, las relaciones entre historia y memoria tienen sus tensiones y siempre aparece
el riesgo de sobrevalorar una con relación a la otra. Evidentemente que muchas de las
tensiones entre ellas dependen de la forma como se entiendan los “trabajos” de la memoria
y el oficio del historiador. Gran parte de las criticas a la disciplina histórica en realidad lo
son a su versión positivista o al enfoque teleológico occidental. En últimas, como dice
Sarlo, el problema radica en que el “pasado siempre es conflictivo. A él se refieren, en
competencia, la memoria y la historia, porque la historia no siempre puede creerle a la
memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los
derechos del recuerdo” (Ibid., 9). Pero nuestra preocupación en este escrito no es quedarnos
en las reflexiones teóricas y epistemológicas sobre historia y memoria, sino ver qué papel
juegan en el movimiento indígena estudiado. Antes de volver a él es preciso desmenuzar un
poco más lo relativo a la memoria, pues es clave para comprender los intentos de recuperar
el pasado al servicio de las luchas presentes.

Enzo Traverso (2007) hace una distinción pertinente entre memorias “fuertes” –
generalmente oficiales o hegemónicas– y memorias “débiles” –aquellas ocultas o

38
reprimidas y en todo caso subordinadas–.94 Evidentemente esto refiere a disputas por la
memoria y el pasado, que reproducen las luchas por el poder en una sociedad. Y hay casos
de inversión en la correlación de fuerzas, en donde la fuerte se debilita y la débil se
fortalece; la disidente puede pasar a ser hegemónica y viceversa (piénsese en lo ocurrido en
Irán a la caída del Sha y el ascenso de los ayatolas). Pero también la inversión puede ser
resultado de un cambio cultural, que no está al margen de la lucha por el poder, como
ocurre con la memoria del Holocausto: de ser silenciada o minimizada en la inmediata
posguerra pasa a ser el mito de Occidente desde los años sesenta. Pues bien, como lo señala
el mismo autor, la escritura de la historia tiende a privilegiar la memoria fuerte, ya que no
solo es hegemónica sino que se soporta en más fuentes (Ibid., 88).

Otro asunto es el de memorias incluyentes y excluyentes. Según Elizabeth Jelín las


primeras están referidas a la experiencia particular, mientras las segundas son más
universales o universalizables (Jelin, 2003, cap. 3).95 La autora utiliza la terminología de T.
Todorov, quien distingue entre memoria “literal” –la que no va más allá de sí misma y es
intransferible– y la “ejemplar” –que busca ir más allá de la anterior para generalizarse–.
(CONTRASTAR CON LA VERSION ORIGINAL DE TODOROV) En la terminología
construida a raíz del Holocausto, se suele asociar la primera con el “musulmán” –el que no
puede hablar de su experiencia, pues encarna lo indecible– y el “sobreviviente” –quien
habla por todos para que otros oigan–.En los planos más amplios de la construcción
testimonial se puede asociar la memoria “literal” con la víctima y la “ejemplar” con el
observador (en muchos casos el historiador o el científico social, pero también puede ser el
intelectual “orgánico” de la comunidad, es decir todo aquel que trace una distancia con la
experiencia vivida, así simpatice con la víctima). Aquí habrá de nuevo que afirmar con
Jelin (Ibid., cap. 5), que ninguna es esencialmente más verdadera que otra; son distintas
formas como los sujetos abordan su experiencia. La memoria “literal” de las víctimas puede
servir para fortalecer lazos comunitarios y construir identidades frente a los externos, la
“ejemplar” para hacer más universal la experiencia y fortalecer alianzas con los otros
distintos.

Por último, en cuanto a reflexiones claves sobre la memoria (y la historia), está el tema del
trauma como elemento no solo asociado con la memoria, sino que parece marcarla en
forma definitiva. Según Traverso la memoria sigue varias etapas: traumatismo inicial,
seguido de represión o aparente olvido, para luego aparecer la anamnesis (o retorno de lo
reprimido) y posteriormente la obsesión de contar lo indecible condensado en la pregunta
¿Cómo fue posible? Sin que necesariamente esta sea la secuencia, los trabajos de la
memoria buscan evitar que el trauma vuelva a repetirse –de ahí el llamado al “Nunca
más”–, pero lo peor es que se ha repetido. ¡Quién iba a pensar que después del Holocausto
y la segunda guerra mundial retornaran las “limpiezas” étnicas en Europa o los terrorismos
de Estado en el Cono Sur! Como dice Eric Hobsbawm, nadie garantiza que ese pasado

94
Las últimas son las que Gnecco y Zambrano (2000) llaman memorias disidentes.
95
En esta dirección ella trae a colación dos palabras guaranies que significan ambas “nosotros”: “ore” o el
nosotros comunitario y “Ñande” el más amplio con los cercanos. La primera forma de memoria –“ore”– para
la autora dificulta la inclusión de más sujetos y fija la memoria de tal modo que impide crear nuevos
significados (Ibid., 45).

39
traumático y “bárbaro” no vuelva a darse en el futuro (1998, cap. 20). Por tanto el papel del
historiador es descifrar el horror para reconocerlo cuando suceda de nuevo.96

Pues bien, ya decíamos, para los pueblos indígenas del Cauca, no hay una distinción tan
tajante entre historia y memoria. Ellos desconfían del academicismo de los historiadores
occidentales y hablan de una historia propia apoyada en la memoria. Como lo señala el
grupo de historiadores guambianos:

“la visión y misión de nuestras memorias no es contar o escribir estas historias sino
(…) perpetuar el espíritu que las motivaron, los hechos, procesos y circunstancias en
el (sic) que la memoria de nuestros antepasados haya seguido vigente a pesar de la
irrupción tanto de actores europeos como contemporáneos (…) La misión y visión
de nuestras memorias consiste en volver móvil el presente y caminar recreando el
pensamiento, porque el futuro es el mismo pasado” (Dagua et al., 2005, 282).

Algo que sale con insistencia en quienes escriben y reflexionan sobre la historia nativa y no
solo la caucana, es que los indígenas no solo tienen memorias distintas sino que
reconstruyen en forma propia su historia. Metáforas como “el pasado (los antiguos) va
adelante y el futuro (los jóvenes) va atrás” (Ibid., 35), salen frecuentemente en los textos
revisados. La reconstrucción del pasado está al servicio de la lucha presente y por eso está
“adelante”. Metafóricamente la conciben como “recorrer los senderos de nuestros mayores
depositarios de la memoria oral y volver a transitar los caminos de quienes ya han hecho
memoria en el gran territorio ancestral” (Ibid., 19). Los nasa por su parte afirman que “la
historia no es solamente lo que ya sucedió, sino también lo que está pasando hoy” (UAU,
20, junio 1991, 11). No se trata de reconstruir el pasado por opción científica de búsqueda
de los “hechos reales” o por el placer de hacerlo –motivaciones de los historiadores
occidentales– sino para darle un sentido legitimador a la lucha presente. Obviamente es un
conocimiento interesado, pero ¿cuál no lo es?

La continuidad entre pasado y presente (y futuro), a juicio de Joanne Rappaport, da una


conciencia histórica distinta de la occidental (Rappaport, 1990, Prefacio). Por supuesto que
los indígenas –nasa en este caso– reconocen que hay rupturas en esa relación entre pasado y
presente, pero no los separan tan tajantemente como hacen los occidentales. Tampoco
conciben la continuidad en forma lineal sino de manera cíclica o, como dicen los
investigadores guambianos, ellos caminan en espiral como en un caracol. Pero estos
fenómenos también ocurren cuando se trabaja cualquier memoria, pues como vimos ésta
maneja una temporalidad distinta de la historia.

Luís Guillermo Vasco (2000) va más lejos y señala que para los guambianos, en
contraposición con los historiadores occidentales, el pasado no ha muerto, ¡está vivo! No
solo les sirve para la lucha sino que está referido al territorio. La insistencia de Vasco es
ampliada por Herinaldy Gómez (2000). Para este antropólogo, los nasa, como en general
los indígenas americanos, no separan el ser humano de la naturaleza. Su historia no se narra

96
Así lo afirma Alejandro Kaufman, (2007, 246). De ahí que la búsqueda del historiador por la verdad de lo
ocurrido coincida con la del juez, pero nuevamente se trata de dos verdades diferentes: la judicial es
normativa, punitiva y obligatoria, mientras la del historiador es provisoria, critica y problemática. Este último
no se limita a reconstruir el hecho, lo contextualiza, compara e intenta explicarlo (Traverso, 2007, 91).

40
sobre un eje temporal, como en Occidente, sino espacial.97 Así el territorio “es el texto
donde se produce y lee la historia” (Gómez, 2000, 28). Recordar y narrar la historia es
recorrer –literalmente– el territorio. De esta forma “la historia no se concibe como lo que ya
no es sino como lo que puede volver a ser o a ocurrir” (Ibid., 26). Un acontecimiento puede
volver a suceder y de alguna forma está sucediendo. Por esto desconfían de los anunciados
cambios históricos, en concreto de los promocionados por el Estado. La historia para ellos
es un permanente caminar, con un inicio pero sin un fin conocido. Sus narraciones son
distintas de las occidentales, menos ceñidas a la cronología –lo que implica un manejo
temporal distinto– y más aferradas al espacio, pero también producen sentidos lógicos de
comprensión de su pasado que fortalecen su acción y su identidad (Ibid., 37).

Parece que los indígenas caucanos tienen una estructura narrativa que, como sugiere
Rappaport (1990, Prefacio), no siempre se organiza cronológicamente.98 Incluso no hay
precisión en las fechas como lo constata Martha L. Urdaneta en la autobiografía de Lorenzo
Muelas que colaborativamente construye con él (Muelas, 2005, Prefacio). En la memoria
indígena no hay la noción de lineal y “objetiva” de tiempo occidental, por lo cual pueden
hacer un salto de varios siglos como si fuera de un día para otro (Rappaport, 1990). 99 Más
aún, esta autora afirma que Juan Tama en el siglo XVIII concibió la historia no como lo que
pasó sino como debía pasar (Ibid., cap. 3). Por todo ello concluye la misma investigadora
norteamericana que en el caso de las memorias indígenas del Cauca no estamos ante textos
formales y estáticos, sino ante sucesivas reinterpretaciones aplicadas a la práctica, es decir a
la lucha. En pocas palabras el pasado sirve para actuar y modificar el presente.

Y es que precisamente la lucha –reiniciada en los años setenta– es la que motiva la


recuperación del pasado. En la entrevista que nos dio Pablo Tattay (2000), confesaba que al
principio del Cric ni los indígenas ni los colaboradores sabían mucho del pasado y se
pusieron en la tarea de recuperarlo. Para los años ochenta tanto los nasa como los
guambianos impulsaron en forma explícita la tarea de (re)construir la memoria. Así en el
séptimo congreso del Cric se conforma una comisión de Historia con más de 100
integrantes –número mayor que en otras comisiones– (UI, 66, diciembre 1983, 7). La
prensa de esa organización y posteriormente la de la Onic incorpora habitualmente una
sección sobre “historia recuperada” o historia a secas. Por su parte los guambianos lanzan
por la misma época un manifiesto en el que llaman al rescate del pasado y de la tradición
oral (Dagua et. al., 2005, Introducción). Y es algo importante y urgente, a su juicio, porque
antes de la conquista “éramos un pueblo que sabía todo (…) pero hemos olvidado casi
todo” (Ibid., 29). En ese sentido, según Luís G. Vasco (2000), para los guambianos la
97
En lo que hace eco de la propuesta de Koselleck (1993, cap. 14) sobre la experiencia vivida en el espacio.
98
En ello se acercan a la propuesta de los Estudios Subalternos según su fundador Ranahit Guha: “… un
cierto desorden –una desviación radical del modelo que ha predominado en la literatura histórica en los
últimos trescientos años– será un requisito esencial para nuestra revisión. Es difícil predecir y precisar qué
forma debe adoptar este desorden. Tal vez en lugar de proporcionarnos una corriente fluida de palabras,
obligará a la narrativa a balbucear su articulación; tal vez la linealidad de su progreso se disolverá en nudos y
enredos; tal vez la cronología misma, la vaca sagrada de la historiografía, será sacrificada en el altar de un
tiempo caprichoso, casi-puránico, que no se avergüence de su carácter cíclico” (Guha, 2002, 31). A nuestro
juicio, esta cercanía con los Estudios Subalternos es fruto más del desarrollo del mismo movimiento indígena
que de la influencia de posturas académicas, aunque ellas influyen por los aportes que recibe desde “fuera”,
como ya anotábamos.
99
En términos de Koselleck (1993), los indígenas caucanos viven y piensan un tiempo histórico distinto.

41
recuperación de la (madre) tierra desde los ochenta los ha impulsado a la recuperación de la
historia, pues por generaciones callaron los mayores.100 Ampliemos brevemente este último
punto.

Como es bien sabido memoria y olvido están emparentados, no solo porque es imposible
recordar todo, sino porque el silencio es una forma de memoria suprimida o postergada
(Jelin, 2003). En esas circunstancias vale la pena preguntarse ¿qué fue lo que olvidaron los
indígenas? o mejor ¿realmente olvidaron “casi todo”? Evidentemente la frase arriba citada
tiene una intención de denuncia contra la dominación europea-criolla, pues lo que muestran
los pueblos indígenas del Cauca es que los mayores conservaron memorias. Por esa vía se
contrasta el pasado ancestral “feliz” con un sucesivo presente de sufrimiento y lucha.101

Aquí podría utilizarse la propuesta de James Scott (1990) sobre los textos-discursos ocultos
y abiertos. Los primeros circulan privadamente entre los subalternos conformando parte de
las armas de los débiles en su resistencia cotidiana. Solo en momentos de ruptura de la
dominación se hacen públicos. El movimiento indígena del Cauca bordea ese paso de lo
oculto a lo abierto, especialmente desde los años setenta. Un ejemplo distinto de las luchas
ya estudiadas data de cuando el Papa Juan Pablo II fue a Popayán en 1986. El alto clero de
la ciudad había escogido a un indígena para que leyera un texto previamente elaborado
según los cánones eclesiásticos. Para sorpresa de las elites civiles y religiosas payanesas el
indígena leyó un texto preparado con la comunidades, y afortunadamente el Papa impidió
que fuera callado por el arzobispo de la ciudad. En el texto abierto el orador indígena
mostró los despojos y sufrimientos causados por la llegada de los españoles y continuados
por las elites criollas; habló del despertar indígena y de nuevas formas de violencia contra
el movimiento; y denunció la participación de sectores del clero en esta historia de
dominación (UAU, 2, agosto 1986, 2 y 6-7).102 Obviamente nada de ello era nuevo, pero
decirlo enfrente del Papa y de los medios de comunicación nacionales y mundiales fue un
paso audaz de lo oculto a lo público para transmitir abiertamente la memoria que han
heredado de sus antepasados. Por lo tanto, no parece ser cierto que hayan olvidado “casi
todo”, pero han sufrido intentos severos de imposición cultural para acabar con su memoria
o procesos traumáticos que han suprimido, al menos en público, ciertos recuerdos. Así se
puede entender el silencio de los mayores –guambianos– hasta el “despertar” de los años
ochenta.

A la tarea de (re)construirla se han dedicado propios y ajenos. Al principio fueron los


colaboradores quienes asumieron tal labor, pero con el tiempo lo realizan los intelectuales
indígenas. Obviamente éstos no son profesionales de la historia ni académicos –aunque
100
En el caso guambiano parece que la reaparición del terraje y la pérdida de los títulos a comienzos del siglo
XX los desmoralizaron, los hicieron callar por generaciones hasta el “despertar” de los 70. Esto lo insinúa
Vasco (2000) y lo desarrolla Muelas en su relato autobiográfico (2005).
101
Un editorial de la prensa de la Onic titulado “11 de octubre de 1492 decía: “Hasta ese día los 97 millones
de indígenas que habitábamos a lo largo y ancho del continente americano llevábamos una existencia
tranquila y feliz (…) pero llegó el 12 de octubre de 1492 y se iniciaron 500 años de tinieblas” (UI, 100,
octubre? 1991, 2). Este es un buen ejemplo de manejo retórico de la historia al servicio de la causa étnica,
pues se asume una fecha occidental precisa como parteaguas de un proceso mucho más lento y complejo.
102
La diferencia de los textos estaba no solo en el carácter de la denuncia sino en la acusación que los
indígenas hacen del clero, tema que obviamente no aparecía en el discurso redactado por los sacerdotes (Ibid.,
2).

42
algunos se están formando en las universidades–, son ante todo actores políticos. Esta
memoria de resistencia –que tiene sus derrotas pero también sus victorias– le aporta mucho
a las comunidades en la construcción de su identidad o de su sentido de pertenencia, pero
puede tener problemas de limitación en sus alcances y dinamismo. Según Rappaport tiene
el riesgo de quedarse enmarcada en la experiencia particular de cada pueblo y así
difícilmente integra nuevos relatos en contextos más amplios ante otros grupos subalternos,
la sociedad mayor y el Estado en un mundo cada vez más globalizado (Rappaport, 1990,
Prefacio). En nuestros términos es el paso de la memoria literal a la ejemplar, de la
excluyente a la incluyente o en las categorías de Elizabeth Jelin de trascender el nosotros
comunitario por un nosotros más amplio. Es decir, trascender la experiencia particular para
poder articularse con la experiencia más universal de “otros” cercanos (Jelin, 2003, cap. 3).

Esto nos lleva a la pregunta sobre la verdad de la memoria indígena, que no remite a la
concepción historicista de una referencia “objetiva” a los hechos, sino a la disputa por la
memoria. En los pueblos indígenas la verdad parece estar referida a la experiencia directa y
no a los métodos de crítica de fuentes, aunque también los practican y cada vez con más
solvencia. Así cuando Juan Palechor inicia su diálogo con la antropóloga Myriam Jimeno
dice: “quiero decir la verdad” (Jimeno, 2006, 101). Insiste que era muy ignorante cuando
joven pero que “principié a investigar, a darme cuenta a ver” y esto es lo que narra (Ibid.,
105). Aunque privilegia la memoria reconoce que ésta –en nuestros términos– debe ser
“historizada”. Por lo tanto la suya es una verdad alimentada por los recuerdos y la
investigación sobre el pasado. De alguna forma esto es lo que asumen los indígenas en sus
trabajos de la memoria y la historia.

Si, como es evidente, los indígenas del Cauca no han olvidado todo, es bueno preguntarse
qué recuerdan y cuáles son los rasgos de su memoria. Ante todo se trata de memorias
plurales, aunque intentan ser homogéneas dentro de cada etnia, y que, como ocurre con
toda memoria, están en permanente disputa. Para el pasado remoto la memoria de los
pueblos originarios se asienta en narraciones míticas sin mucha “prueba” histórica, mientras
para tiempos recientes otras fuentes cobran relevancia. A continuación haremos un rápido
recuento por los hitos de la memoria indígena caucana mostrando los matices, cuando los
haya, entre la guambiana y la páez o nasa.

A grandes rasgos se puede decir que los indígenas del Cauca se remontan a mitos de origen
anclados en su geografía, especialmente las lagunas, las que a su vez reproducen el
equilibrio original de la pareja.103 Rememoran un pasado idílico, una especie de paraíso
perdido, con tierras amplias, sin límites, ricas y colectivas, que eran gobernadas por
autoridades propias.

En su memoria aparece la conquista española como el hecho traumático que se proyecta


hasta nuestros días.104 Se alude que desde 1492 –aunque en realidad la conquista del
territorio caucano ocurre cuatro décadas después– sufrieron aniquilamiento –genocidio en
los términos de hoy–, despojo de sus tierras y de su cultura –llamado etnocidio hoy–. Esta
103
Al respecto véanse el texto de Rappaport (1990), y los recuentos de la Comisión Guambiana de Historia
(Abelino Dagua et. al., 2005 y Luís Guillermo Vasco, et. al., 1993).
104
Manuel Quintín Lame escribe que en 1492 llegaron unos “rateros que vinieron a matar y asesinar a todos
los reyes indígenas (…) son iguales a sus herederos, jueces, rateros y ladrones” (Lame, 1983, 44 y 46).

43
memoria se alimenta de descripciones de los cronistas españoles. En una mezcla entre estos
textos y la larga memoria, se recuerda a la cacica Gaitana como una heroína de la
resistencia indígena.105

Para conservar la mano de obra la corona expide las leyes de Indias que establecen
resguardos gobernados por cabildos. Sobre dicho proceso hay títulos que algunas
comunidades han conservado. Estas instituciones españolas son reapropiadas por los
indígenas, aunque no dejan de mostrar cierto sarcasmo cuando se refieren a ellas.106 A
comienzos del siglo XVIII aparece Juan Tama, personaje histórico y según Rappaport
(1990) historiador él mismo, quien reorganiza los resguardos paéces, aunque parece ser
guambiano de origen o incluso de más allá. Se dice que bajó de las lagunas por un río y fue
rescatado por los chamanes para cumplir su misión restauradora. De ahí sale el mito de que
cuando la naturaleza pierde el equilibrio vendrá por el río un niño, que de ser rescatado
podrá restaurar el orden afectado (Vasco et. al., 1993, 16).

Otro hito de la memoria, en este caso guambiana, es la negativa a habitar el poblado de


Guambía, creado a fines del siglo XVIII por las autoridades españolas para controlar la
“holgazanería” nativa, y designado Silvia –derivado de selva– en 1838. Esta negativa se
prolongaría hasta bien entrado el siglo XIX, pero enfrentando ahora a las autoridades
republicanas. Y no lo hicieron porque se sentían humillados en un pueblo de blancos
(Dagua et. al., 2005, caps. 4-6). Dicho sea de paso, no hay mucha memoria –en las fuentes
hasta ahora consultadas– de la Independencia, como si este proceso crucial para el Estado
nacional colombiano no los hubiera afectado. Este punto no es algo que se pueda
despreciar, pues indica que en su memoria la Independencia no parece ser relevante. Las
pocas menciones que hay señalan que participaron del lado de los criollos y que, en todo
caso, ese momento les permitió un cierto aislamiento, pues las autoridades civiles y
eclesiásticas no estuvieron muy presentes por sus territorios (Jimeno, 1985).

Sobre el siglo XIX no hay mucha memoria explícita, pero según el historiador
norteamericano James Sanders (2007), fue un periodo de resistencias especialmente a las
leyes que afectaban los resguardos, en él no hubo figuras notables.107 El cambio de los
liberales hacia una legislación que los protegía (Ley 90 de 1859 del estado de Cauca),
inclina a muchos pueblos paéces y guambianos a las toldas liberales, sin que esta adhesión
se pueda absolutizar, pues hubo pueblos conservadores y, para no ir muy lejos, Manuel
Quintín Lame participó en la guerra de los mil días bajo esas banderas. Para todos los
pueblos indígenas de Colombia la Ley 89 de 1890 es un hito en cuanto a la protección de
los resguardos y la existencia de los cabildos.108
105
De esa época los nasa recuerdan también a la capitana María Ramos y los guambianos a la mama Manuela.
¡No deja de ser llamativo que la memoria indígena resalte a unas mujeres como heroínas de la primera
resistencia!
106
La Comisión Guambiana de Historia dice que el despojo de tierras terminó arrinconándolos “en este corral
de hoy: el resguardo” (Vasco, et. al., 1993, 14).
107
Sanders insiste en que hay más continuidad de la que convencionalmente se acepta entre esas luchas y las
del siglo XX. Por eso concluye un breve artículo sobre el tema diciendo: “la constitución de 1991 reconoció
una noción de ciudadanía indígena sorprendentemente parecida a la que los indígenas (del Cauca) habían
propuesto un siglo atrás” (Sanders, 2007, 15),
108
A modo de ejemplo véase la narración que hacen Dagua et al. (2005, cap. 8) de estos eventos en el siglo
XIX y la insistencia de Quintín Lame en usar esa Ley en su lucha (Lame, 1983).

44
En la memoria guambiana aparece un hecho puntual de “resistencia” al despuntar el siglo
XX: el asesinato de un terrateniente abusador, Domingo Molina, en 1901, por parte de dos
comuneros que fueron prontamente capturados y fusilados (Vasco et. al., 1993, 31). En su
autobiografía Lorenzo Muelas dice que a Molina lo mataron “por haber sido tan malo”
(2005, 106). Luís G. Vasco (2000) retoma esta historia al indagar por el apellido de
Santiago, uno de los comuneros que “ajustició” al mencionado terrateniente, cuyo nombre –
sin apellido– se usa en los años ochenta para rebautizar el resguardo recuperado en la
hacienda de Las Mercedes. Pero Vasco encuentra que los guambianos no quieren
personalizar esa acción y ese recuerdo, sino volverlos ejemplares. A su juicio la memoria
social olvidó los apellidos de Santiago para hacer una memoria política colectiva y así
abarcar a más guambianos y a otros pueblos “andinos” (Vasco, 2000, 75-78).

Luego surge claramente en la memoria de los dos pueblos la “quintiniada” –el


levantamiento de Manuel Quintín Lame en los años diez y veinte del siglo pasado–, pero
obviamente con más rasgos heroicos para los nasa. Sobre esto hay abundante información
de prensa y judicial, así como buena historiografía posterior. Por la misma época la
memoria guambiana recuerda un hecho traumático que les causará dolor por mucho tiempo:
la traición de un líder de la comunidad que entregó a los terratenientes las copias de los
títulos de las tierras del Chimán depositadas en la Notaria 1ª de Bogotá. 109 Solo 30 años
después recuperarían esas escrituras, sin las cuales fueron despojados nuevamente de sus
tierras y sometidos con más intensidad al humillante terraje. Este, cuyo origen es incierto,
posiblemente en el siglo XVIII (Muelas, 2005, prólogo), se recrudece en el siglo XX hasta
los años sesenta. En su autobiografía Muelas (Ibid.) recuerda el terraje asociado con
hambre y pobreza, lo que era acompañado del gran dolor con que miraban los guambianos
las tierras despojadas del Chimán. Esto es importante porque de alguna manera perpetúa el
trauma inicial de la conquista y revive la memoria larga de un despojo continuado.110

Pero aparece también la resistencia, especialmente en los paéces. En la primera mitad del
siglo XX ella se asocia con Quintín Lame y sobre todo con José Gonzalo Sánchez. 111 Es la
época de las Ligas Campesinas y en general la influencia comunista en la región.112 Se
resalta la presencia de Sánchez y del arhuaco César Niño, ambos militantes del Partido

109
Lorenzo Muelas recuerda con precisión la fecha de la traición: el 2 de noviembre de 1912 (2005, 85).
110
Otra es la visión que Trino Morales muestra de Muelas, como un indígena acomodado (Entrevista, 2008).
111
De quien Muelas recuerda que estuvo en Rusia! (2005, 102). El mismo narrador rememora que su padre,
quien luchó con Quintín Lame en los años diez, hablaba de los comunistas y las luchas agrarias, y “de vez en
cuando leían el periódico (o) el artículo de la ida de José G. Sánchez a Rusia (…y decían) que los comunistas
algún día los apoyarían a rescatar la tierra” (Ibid., 294). En la memoria sobre Lame y Sánchez hay un matiz
que interesa resaltar: se recuerda más al primero que al segundo dentro de la tensión identitaria etnia/clase que
ya mencionábamos. Además parece que mientras Lame era de origen mestizo páez, Sánchez parece provenir
del ámbito guambiano-coconuco (Rappaport, 1990, cap. 4).
112
El misionero vicentino-lazarista David González, quien estuvo en Tierradentro entre los años 20 y los
tempranos 50 se extiende en la “presencia comunista” en la zona, al menos desde 1934. Cuenta también de un
encuentro verbal que tuvo en 1945 con Víctor Luís (sic) Merchán (González, sin año de edición, pero
posiblemente de mediados de los 70). A todas luces este testimonio que tenía una intención evangelizadora,
fue reeditado –al parecer por el grupo de Víctor Daniel Bonilla– por las denuncias que al final hace el
misionero sobre la “conservatización” forzada de los pueblos de Tierradentro a finales de los cuarenta y
comienzos de los cincuenta.

45
Comunista, en el congreso de la CTC de 1938.113 En cambio, con el liberalismo, a pesar de
los antiguos lazos políticos parece haber distancia en los años treinta y principios de los
cuarenta. Según recuerda Muelas, solo fue por allá Eduardo Santos pero para reforzar la
propiedad de los hacendados (Muelas, 2005, cap. 3). Tampoco son muy abundantes los
recuerdos sobre el 9 de abril, aunque muchos mayores se confiesan gaitanistas (Ibid.).

Vienen luego algunos recuerdos sueltos de la Violencia –al menos por las fuentes
consultadas–. Por ejemplo, Lorenzo Muelas dice vagamente que la guerrilla de Guadalupe
Salcedo actuó en Jambaló (Ibid., 142). El misionero David González (sin fecha de edición)
describe con lujo de detalles la toma indígena de Belalcázar en 1950 en retaliación por los
desmanes del alcalde militar de la población, el boyacense Santos Rincón. La reflexión más
común en torno a este periodo es criticar la Violencia como un momento en que los
indígenas fueron utilizados por ambos bandos, especialmente por el liberalismo con el que
mantenía viejas ataduras, pero que nada les dejó porque fue una confrontación armada
externa a ellos (Gobernadores Indígenas en Marcha, 1985, 7).

Para los años 60 hay recuerdos más precisos, documentados por prensa e información
escrita de las comunidades, sobre la formación de sindicatos y cooperativas (influidas por
Fanal-UTC) en el marco de la reforma agraria. De allí se pasa a la historia ya narrada en
estas páginas sobre la Anuc, la creación del Cric, las tensiones con Autoridades Indígenas y
la recuperación para la lucha del cabildo de Guambía en los años 80.114 Estos últimos
eventos, que hemos llamado el “despertar indígena”, son recordados como el momento en
que “se acabó la humillación” (Dagua et. al., 1993, 30).

Hecho este breve recuento resaltamos una diferencia entre la memoria nasa y la guambiana,
al menos por las fuentes consultadas hasta el momento. En el caso de los nasa parece haber
una memoria referida a “héroes” –quienes rompieron el discurso oculto para hacerlo
público–,115 en cambio los guambianos resaltan los hitos menos personalizados –o si son
individuales los vuelven “ejemplares” como el caso de Santiago– y por ende menos
épicos.116 Así en la reconstrucción autobiográfica que hace el guambiano Lorenzo Muelas

113
Documentada por Orlando Villanueva (1993, 170-186) con base en la información del periódico Tierra.
Interesa también resaltar la plataforma de lucha en “pro de las masas indígenas” elaborada por Sánchez y
difundida después de dicho Congreso. Los principales puntos eran: derogación de las leyes que impulsaban la
división de los resguardos; nulidad de venta y arrendamiento de estos y recuperación de los despojados o
formación de nuevos resguardos en baldíos; creación de una sección Indígena del Ministerio de Educación;
impulso oficial a los alfabetos indígenas y a la enseñanza bilingüe; escuelas y centros culturales en los
resguardos; derecho a explotar las minas ubicadas en sus territorios; ratificar el nombre de Gobernador al
gobernante de los cabildos; creación de la Sección Indígena de la CTC; y libertad de los presos políticos (Ibid,
184-186). Parece ser claro que el PCC en esa época tenía una actitud de respeto a las comunidades indígenas
y de sus autoridades, cosa que cambiará con la irrupción de la insurgencia en la región durante los ochenta.
114
Este último proceso es llamado por Muelas “la primera insurrección guambiana” (Muelas, 2005, 508).
115
Llama la atención que muchos de los personajes mitificados por los nasa en realidad no son totalmente de
su ámbito propio: la Gaitana es también una heroína de los habitantes del departamento de Huila, donde vivió;
Tama parece ser guambiano pero se define como páez: ya vimos los casos de Lame y Sánchez; y el padre
Ulcué es de origen nasa pero era sacerdote católico. Según Rappaport (1990) algunos de ellos –especialmente
Tame y Lame– no solo fueron personajes históricos sino que también, a su modo, interpretaron la historia de
sus pueblos.
116
En la reconstrucción histórica hecha por Dagua y otros (2005), solo hasta el último capítulo aparece una
mención a Lame y Sánchez y ninguna al Cric y a organizaciones recientes, incluido el movimiento de

46
(2005) mezcla su voz con la de los antepasados y la de otros mayores sobrevivientes. La
narrativa va y vuelve en términos cronológicos, pero remite continuamente a los títulos de
las tierras usurpadas. Todo esto matizado también por actos de resistencia, especialmente
desde los años setenta del siglo pasado, cuando se activó la recuperación de las tierras
ancestrales.117 Es una historia de hitos históricos con saltos temporales notorios, a nuestros
ojos, no para ellos.

El Cric, por su parte, no se limita a recuperar la historia de sus héroes, también lo hace con
otros indígenas del actual territorio colombiano –como el muisca Ambrosio Pisco en la
época de la revuelta de los comuneros en 1781– y de América Latina –especialmente Tupac
Amaru y Tupac Katary–, hasta incluir al jefe indígena Seathl quien le dirige la famosa carta
al presidente norteamericano a fines del siglo XIX. Es un claro intento de proyectarse más
allá del ámbito regional y nacional. Por supuesto que los nasa también guardan memoria, en
muchos casos escrita, de títulos de tierras y de leyes que les favorecen. Esta memoria
jurídica será crucial en Lame, quien combina la acción directa con la legal –de igual forma
procederán las organizaciones indígenas desde los setenta en lo que hoy se llama la
resistencia–.

Es hora de ir recapitulando esta sección. Hemos dicho que los indígenas del Cauca
recuerdan hitos –individuales y colectivos– relacionados con su lucha. Pero también hay
una larga memoria de la violencia ejercida contra ellos desde los tiempos de la invasión
española. En este punto es interesante retomar el planteamiento de Silvia Rivera (2003) con
relación a los indígenas bolivianos, para quienes habría dos temporalidades de la memoria:
la larga que se remonta a la lucha contra el colonialismo español y la corta que arranca con
la revolución nacionalista de 1952. Para la autora la memoria larga es más duradera y
profunda que la corta y es permanente referencia en las luchas presentes así en lo inmediato
aflore más la reciente.118

Esta propuesta interpretativa sobre las memorias indígenas no es evidente en Colombia, o al


menos los actores involucrados no hablan en esos términos. Sin embargo, se podría postular
su existencia, así haya divergencia en cuanto a los tiempos de las memorias cortas.119
Permanentemente los indígenas del Cauca y del país en general hacen referencia a la larga
lucha contra los colonialismos –viejos y nuevos–, pero sin duda un hito definitivo en las
Autoridades Indígenas, que es básicamente guambiano. Esto último puede ser decisión de los historiadores de
no llegar hasta el presente, aunque incluyen al final un cuadro sobre los resguardos vigentes a 2002 en el
Cauca (Dagua et. al., 2005, 265-267). Parece que el origen del Comité de Historia Guambiana fue mostrar que
este pueblo no proviene del Perú –como dicen las elites regionales– sino que es originario del territorio que
reclaman como propio (Rappaport, 2005 A, cap. 5).
117
Una narrativa similar se encuentra en la biografía de Juan Gregorio Palechor, quien era de origen coconuco
y fue activo dirigente del Cric (Jimeno, 2006).
118
Por su parte Maristella Svampa se refiere a la memoria corta como la que cubre las luchas contra el
neoliberalismo de los noventa para acá, mientras la del mediados de siglo sería una memoria “intermedia”
(Svampa y Stefanoni, 2007, Introducción).
119
Nos atreveríamos a postular que para la sociedad colombiana el 9 de abril de 1948 marca algo similar a la
revolución del 52 en Bolivia. Sin embargo, para los indígenas del Cauca este hecho no parece ser tan
definitivo en cuanto a su memoria. Muelas, por ejemplo, recuerda que un familiar mayor suyo, en su
momento, definió los eventos de abril del 48 con estos términos: “en Bogotá un perro viejo mató a otro perro
viejo” y se armó el lío (Muelas, 2005, 191). Además del tono despectivo parece haber una clara intención de
trazar distancia entre los conflictos del mundo indígena y los de la sociedad mestiza y urbana.

47
luchas recientes es la creación del Cric en 1971.120 En todo caso ellos se sienten poseedores
de una larga memoria que los hace desconfiar de las promesas del Estado,
independientemente del gobernante de turno, o de los “externos”. A veces se sienten que
poseen más memoria que aquellos. Así, por ejemplo, en reciente escrito del líder caucano
José Domingo Caldón, sobre las relaciones del movimiento indígena y las Farc, les
recuerda a éstas:

“la guerrilla habla de la guerra como si fueran los únicos que saben de ella. Es
una gran ignorancia. Porque en Colombia podría decirse que de la guerra saben
más los que la sufren que quienes la hacen. Pero más allá de eso, los pueblos
indígenas hemos estado en medio de la guerra cuatro siglos y medio más que
todas las guerrillas juntas; y nos tocó armarnos; y a veces perdimos y otras
ganamos. Y tenemos más memoria de la guerrilla y de cómo ha ido cambiando
de comportamiento, que ellos mismos. No hemos olvidado que el primer pueblo
atacado por las Farc al mando de Manuel Marulanda fue Inzá (Cauca), y que en
esa ocasión la gente vio con buenos ojos esa acción porque era lo que veía como
más lógico ante el poder criminal de los gamonales y la policía. Tampoco hemos
olvidado la masacre de Tacueyó, cuando los del grupo Ricardo Franco –disidente
de las Farc (M.A.)– mataron a más de 100 de sus combatientes con el argumento
de que eran infiltrados, cuando lo real era que sus dirigentes trabajaban para otros
intereses. Lo anterior para decir que no siempre la guerrilla ha actuado como
ahora, pasándose por encima a la gente que dicen defender”.121

Incluso para la Onic la falta de memoria de la sociedad colombiana es una de las causa de
la violencia. En un editorial de Unidad Indígena se dice que nuestra sociedad está
desequilibrada, pues perdió su identidad, tiene poca memoria de su historia y le falta
sentido de pertenencia. Todo ello deriva en la vorágine de violencia que vivimos los
colombianos (UI, 107, abril 1994, 2).

La memoria –larga y corta– indígena estaría marcada por un ciclo que se repite
continuamente: explotación-resistencia-violencia.122 A los factores adversos a las
comunidades –explotación y violencia– se les opone la resistencia. Ya hemos hablado del
despliegue de repertorios de esta última –desde acciones directas de recuperación de tierras
y actos de “resistencia civil” hasta participación electoral, pasando por vistosas marchas y
permanentes movilizaciones–. Si la memoria de la resistencia es amplia y variada, con
matices más o menos heroicos, la de la humillación y la guerra es más recurrente y
abrumadora como lo hemos constatado en las fuentes consultadas. Tal vez por ello autores

120
Para el caso del Cauca se puede hablar de una memoria histórica (larga) “débil” o subordinada en el plano
de la sociedad mayor, pero que se va volviendo “fuerte” entre las comunidades, especialmente a partir del
“despertar” indígena de los años 1970s. Aunque sigue siendo subordinada, ha logrado un sitio en el país, más
por sus luchas que por los artilugios de la fórmula constitucional de consagrar una nación pluriétnica y
multicultural.
121
Caldón, “los indígenas y el conflicto armado en Colombia”, 2005?, 3-4. Escrito tomado de la página web
del Observatorio Étnico consultada el 1 de mayo de 2008, por eso no hay precisión sobre la fecha original del
texto y la paginación es imprecisa.
122
Los ejemplos abundan en las fuentes consultadas. Basta ilustrar un caso reciente: a raíz de la masacre de El
Nilo, en diciembre de 1991, en un muro relacionado con el luctuoso evento se pusieron los nombres de los 20
indígenas asesinados con la siguiente leyenda: “ustedes compañeros son las piedras vivas para construir la
nueva comunidad” (Cric-Acin, 2002, 167).

48
como William Villa y Juan Houghton no solo resaltan el carácter estructurante del conflicto
armado en la región sino que postulan que la identidad indígena del Cauca ha sido
construida al calor de la guerra. Según ellos es una identidad guerrera pero no bélica; o
como lo expresó un político nativo, ellos son “guerreros en paz” (Villa y Houghton, 2004,
110-120). En la reciente “Minga de los pueblos” hacia Bogotá, la Guardia Indígena portaba
un cartel que decía: “guerreros milenarios”.123 Con ello se invierte el mito colonial y
republicano de ver a los indígenas como guerreros salvajes y destructivos para presentarse
como actores de la paz.

Hasta ahora hemos considerado la relación entre memoria-historia al servicio de la lucha y


la construcción de la identidad indígena. Veamos las fuentes y los métodos que utilizan.
Como es evidente, se trata ante todo de una historia oral. En la guía educativa “Cómo
investigar nuestra historia” del Cric, se afirma que es una investigación sobre las
experiencias y que el meollo es “averiguar, preguntar, observar y comprender nuestra
realidad”. Esto lo han hecho desde siempre las comunidades y por eso no se necesitan
“doctores” para tal búsqueda (UAU, 20, junio 1991, 11). En forma similar procedió
Lorenzo Muelas con la ayuda de Martha Urdaneta para reconstruir su autobiografía con una
clara proyección colectiva: indagando e interrogando a sus mayores y contemporáneos
(Muelas, 2005, Introducción).

También los historiadores indígenas acuden a fuentes escritas tales como crónicas de
conquista, legislación indiana colonial y republicana, títulos de tierras y resguardos, y
recientemente documentos de sus organizaciones. A juicio de Joanne Rappaport, hay
complementariedad entre lo oral y lo escrito. Los documentos son reinterpretados
oralmente y con ello se rebasa el poder dominante que esconde lo escrito y más si es
español (Rappaport, 1990, Conclusiones). Dicha complementariedad de lo oral y lo escrito
también se observa en las biografías y autobiografías de líderes nativos, comenzando por
las más abundantes sobre Quintín Lame hasta las más recientes de Juan Gregorio Palechor
y Lorenzo Muelas ya mencionadas. Los guambianos, para socializar las historias han
decidido escribirlas en español, por las dificultades de su lengua Wam. Este paso ha
provocado algunas reacciones contrarias que hablan de “nueva colonización” por dicha
escritura;124 a lo que responde Vasco (2000) diciendo que no solo aquí aflora un
pragmatismo indígena lejano de un esencialismo, sino que la escritura los puede empoderar.

Pero allí no terminan las fuentes utilizadas por los historiadores indígenas. También hacen
uso de los rituales, tradiciones orales, la música y hasta de los rumores y chismes
123
La Guardia Indígena no es una fuerza armada –usan solo los bastones de mando–, ni es policial; es un
cuerpo civil voluntario para preservar su autonomía, controlar territorios –por eso están subordinados a los
cabildos– y organizar las acciones sociales colectivas (Caviedes, 2007, cap. 3). Aunque sus orígenes no tienen
una fecha clara, algunos hablan de Guardias Cívicas desde los años noventa (García Villegas, 2005, cap. 3),
que bien podrían reproducir las guardias campesinas de la Anuc en los setenta. No dejan de tener tensiones
internas con formas de autoridad como los alguaciles y en lo externo moverse entre el reconocimiento
institucional, incluso del Estado, y hacer parte de la resistencia extrainstitucional indígena (Ibid.).
124
Como fue la reacción inicial de Joanne Rappaport citada por Vasco (2000) y la lectura que hace Marta
Zambrano, quien ve la escritura colonial como una forma de imposición y de poder del lenguaje jurídico
(2000). Curiosamente la misma Rappaport analizando el caso del Gran Cumbal en Nariño, recalca la
complementariedad entre la oralidad y la escritura, a pesar precisamente del gran peso de la memoria jurídica
en la comunidad indígena nariñense (Rappaport, 1994, Introducción).

49
(Rappaport, 1990, y UAU, 20, junio 1991, 11). Los guambianos han utilizado estrategias
adicionales para que el pasado hable. Estas estrategias van desde escuchar las narraciones
orales y revivir las memorias, hacer mapas “parlantes” de los resguardos y recorrer el
territorio, hasta recoger vestigios materiales y “tiestos” antiguos.125 También en los nasa
llama la atención el recurso a la geografía para enmarcar y contextualizar la historia, una
geografía sacra que permite revivir cotidianamente lo ocurrido y refuerza la continuidad
moral del pasado en el presente (Rappaport, 1990, cap. 6). De acuerdo con la misma autora
la memoria nasa se ha construido conectando hechos remotos y recientes en la topografía
de Tierradentro –el núcleo de lo “propio” nasa como bien lo sugiere su nombre– (Ibid.,
Prefacio). Por eso los nasa también proponen que en la investigación sobre su historia se
dibujen mapas con las comunidades (UAU, 20, junio 1991, 11). Y es que, ya se ha dicho, el
territorio para los pueblos indígenas es algo vivo –la “madre tierra”– y la memoria no es
otra cosa que transitar caminos. Como lo señalan los investigadores guambianos “para los
antiguos el territorio más que una unidad geográfica significó la relación recíproca (…) el
territorio no se podía pensar ni vivir, sino que es un espacio vivo, en equilibrio con quienes
habitan en ella (sic)” (Dagua et. al., 2005, 53).126 Por tanto sus espacios son “lugares de la
memoria” y “documentos” para interpretar el pasado (Rappaport, 1990, cap. 6).

Todo ello exige un tipo particular de investigación no para sino en los pueblos indígenas,
como la designan ellos mismos. A juicio de los historiadores guambianos dicha
investigación “debe formar parte de los procesos de nuestros planes de vida (…) la
investigación debe visionarse (sic) sobre como los datos que la tradición oral nos ofrece
puedan recrear el pensamiento y hacer que estas memorias sean transitables y aplicables en
el tiempo” (Dagua et. al., 2005, 282). Es una pesquisa que trasciende la recuperación
histórica y se proyecta hacia la cultura, el pensamiento y aun la religión (o cosmovisión)
“propios”.

Por supuesto que no excluyen la participación de investigadores externos, pero éstos deben
estar al servicio de las comunidades según las pautas que sus autoridades establecen. La
idea es que los indígenas asuman cada vez más las riendas del conocimiento sobre ellos
mismos. Intelectuales como Joanne Rappaport –“externa” en más de un sentido, pues es
académica y norteamericana– prefieren hablar de proyectos de colaboración intercultural en
forma de “mingas”, como las llama la autora, con las obvias tensiones que ello implica
entre el “adentro” y el “afuera” (Rappaport, 2005 B, 17-22). En este diálogo intercultural e
interétnico cada parte aportaría lo suyo sin subordinarse al otro (Rappaport, 2005 A, 114).

Por estas vías se busca reconstruir memorias e historias que afirmen la autonomía y la
identidad, elementos cruciales para la existencia digna de los pueblos indígenas. Como lo
expresan los investigadores guambianos, sin memoria y resistencia desaparecerán como
“pueblos sin identidad inmersos en el caos que ofrece el mundo moderno” (Dagua et al.,

125
Esto último lo complementan con propuestas museológicas propias que no han logrado cuajar del todo
según Vasco (2000).
126
Aquí vuelve a aparecer algo que ya mencionábamos para el tema de género en las comunidades indígenas
del Cauca: la visión de equilibrio entre hombre y mujer. De hecho en las narraciones de origen de los
guambianos siempre se parte de una pareja que nace de sendas lagunas, una masculina (Ñimbe) y otra
femenina (Piendamó). Este pueblo nativo, desde tiempos inmemoriales, practica el “lata-lata” que significa
equilibrio, consenso e igualdad (Dagua et al. , 2005, caps. 1 y 2).

50
282). Es hora de concluir retornando al hilo que dejamos suelto con relación a las
propuestas socio-políticas que las organizaciones indígenas del Cauca ofrecen a sus
afiliados y al conjunto de la sociedad colombiana.

7. Propuestas socio-políticas

Tomemos como punto de arranque el Programa del Cric, que con el tiempo no solo
incorporó nuevos puntos, sino que constituyó la Plataforma Política del movimiento
indígena del Cauca. A lo largo de los años estudiados se hicieron sucesivos balances de
dicho programa, pero nos referiremos al realizado a principios de los noventa (UAU, 21,
septiembre 1991, 6-7). Siempre se destaca la prioridad dada a la lucha por la tierra por
medio de la recuperación, ampliación y consolidación de los resguardos. En dicho balance,
mientras se reconocen los logros en este terreno, se insiste en que continúa la tarea para
exigir el cumplimiento de los pactos con el Estado. En cuanto a la supresión del terraje, se
señala que se consiguió a los pocos años de lucha (UI, 11, febrero 1976, 2). A estas
demandas de sabor material se le agregaron luego el impulso a las organizaciones
económicas comunitarias y la defensa de los recursos naturales y del medio ambiente. Los
otros puntos iniciales –más culturales y políticos en nuestros términos–, tales como difundir
la legislación indígena y defender la cultura, fueron ampliados con la iniciativa de formar
profesores indígenas.

Pero aquí aflora una diferencia entre nuestra comprensión de las luchas sociales y la lectura
que de ellas hacen los indígenas. Para ellos no existe una tajante distinción entre lo material
y lo cultural, pues “la tierra no es solo un pedazo de llano o de loma que nos da la comida.
Como vivimos en ella, como trabajamos en ella, como sufrimos o gozamos de ella, es para
nosotros la raíz de la vida. Por eso la miramos y la respetamos también como la raíz de
nuestras costumbres” (UI, 78, junio 1986, 9). Por esto la asimilan al papel de lo femenino
en el mundo indígena y la designan “madre”. Igualmente se preocupan por los recursos
naturales y el medio ambiente, punto agregado luego y que servirá de puente para rechazar
prácticas depredadoras de la naturaleza, especialmente las adelantadas con los cultivos para
drogas ilícitas, en particular la amapola, pues la coca tiene una larga tradición de consumo
ritual.127

En cuanto a lo cultural, el mundo indígena caucano resalta siempre la búsqueda de lo


propio como hemos visto. Además de la reconstrucción de la memoria se adelantan tareas
en educación bilingüe y en recuperación de las lenguas propias, a las que se les construye
alfabetos para posibilitar la lectura, se propicia el uso de la medicina tradicional y se siguen
practicando formas de justicia propia. Si durante mucho tiempo la insistencia fue el
cumplimiento de la Ley 89 de 1890, con la participación indígena en la Asamblea
Constituyente se abre un nuevo terreno para su propia institucionalidad. Obviamente del
dicho al hecho hay mucho trecho, o como dice el mismo Cric “a la Constitución y a las
leyes hay que darles vida, y solo se les dará vida luchando permanentemente por el
cumplimiento de los derechos consagrados” (Cric-Acin, 2002, 29).128
127
Muy tempranamente se decía que la coca “nos enseña a vivir bien, a cuidar nuestras familias, a respetarnos,
a vivir en unidad y a ayudarnos los unos a los otros” (UI, 4, abril 1975, 5).
128
En el mismo sentido se pronunciaba el periódico de la Onic: “con leyes o sin leyes, los indígenas debemos
continuar nuestro trabajo organizativo y de unidad, juntando cada vez más los hombros para defender

51
En este mismo sentido vale la pena recordar que el tema de la lucha por los derechos
humanos: aunque no aparece en forma explícita en la plataforma política del Cric, se
convierte en una demanda cada vez más prioritaria, como lo refleja la Base de Datos de
Luchas Sociales de Cinep ya analizada. Otro aspecto que aparece con fuerza para el final de
los ochenta, y que tendrá en 1992 su punto culminante, es la oposición a las
“celebraciones” por los 500 años de la conquista europea. Así el Cric y la Onic lanzan la
campaña de Autodescubrimiento, en consonancia con otros grupos indígenas americanos.
Para ellos es una forma de hacer visible los siglos de resistencia indígena y de “definir un
proyecto propio y alternativo” (UAU, 20, junio 1991, 7). Pero no es solo para adentro que
debe existir este autodescubrimiento, él debe trascender las propias comunidades para hacer
una amplia convergencia popular que cuente con autodeterminación de las distintas etnias y
de las organizaciones campesinas y obreras “a fin de proponer un modelo de nación con
oportunidad para todos” (UAU, 13, junio 1989, 2).

Así llegamos al meollo de nuestra interpretación sobre la dinámica de la lucha indígena en


el Cauca. Las relaciones de este movimiento tanto con los adversarios como con los aliados
estaban marcadas por la autonomía. Ella era entendida no solo como algo defensivo para
trazar distancias con lo “exterior” al movimiento sino que encerraba un proyecto de poder
“propio”,129 o más exactamente varios proyectos de poder que se disputaban la hegemonía
regional, si nos atenemos a las crecientes tensiones entre el Cric y la Aiso.130 Sin duda, hay
una disputa política por la hegemonía del movimiento indígena regional en la que, a nuestro
juicio, no hay distinciones esenciales entre las formas organizativas ni siquiera entre los
principios políticos que las guían. Se dan matices que al calor de la lucha los polarizan
hasta un antagonismo pugnaz. Pero ambos polos, Cric y Aico, son a su modo expresión de
una izquierda socio-política.131 Y es que al fin y al cabo, unas organizaciones que se apoyan
en “autoridades” elegidas por las comunidades ya arrastran una carga política desde la base.
No queremos decir con esto que todos los indígenas sean de izquierda –nada más lejano de
la realidad–, sino que sus organizaciones se inscriben en ese campo sociopolítico.

Si repasamos someramente el contendido de este artículo podemos reconstruir algunos


rasgos de estos proyectos de poder indígena: se trata de organizaciones “gremiales” sui
generis –lo gremial fue más claro en el Cric que en Aiso– apoyadas en las autoridades
tradicionales de los cabildos, por lo que reclaman una legitimidad en la representación.
Pero no es cualquier autoridad, pues los indígenas le dan un acento propio: “la autoridad es

nuestros sentidos derechos” (UI, 98, marzo 1991, 2).


129
En realidad la hipótesis del proyecto de poder indígena la sugieren Villa y Houghton al final de su estudio
sobre la violencia en el Cauca. Para ellos es una decisión del movimiento indígena regional ante el conflicto
armado: su resistencia no es reactiva, busca ser un actor visible contra la guerra y por la transformación del
régimen político (Villa y Houghton, 2004, 109).
130
Otro es el problema de si esos proyectos se pueden generalizar a las comunidades indígenas del país.
Creemos que ello se ha dado en parte por medio de organizaciones como la Onic, la ASI y Aico. Además
sostenemos que fue en el Cauca en donde estos proyectos se han construido primero y que sus indígenas
cuentan mucho en ellos.
131
Es posible que la izquierda partidista haya contribuido a esta polarización, como nos indicaba Pablo Tattay
(entrevista, 2000), pero si eso ocurrió fue en los primeros años y no por parte de todos los colaboradores,
como él lo reconocía. Pensamos que de todas formas los mismos indígenas han sido agentes activos tanto de
la división como de los procesos de unidad.

52
entendida como la capacidad de haber logrado mérito, servicio, profundo conocimiento y
reconocimiento” (Perdomo, 2005, 98). Ello supone una mutua aceptación entre comunidad
y dirigente, que de no darse o romperse genera desequilibrio y dominación (Ibid, 99). Sus
autoridades mandan obedeciendo. Para ellos el poder no es entendido como privilegio, sino
como una permanente construcción para generar equilibrio y armonía en las comunidades.
Lo que implica, a juicio de algunos intelectuales del movimiento, “volver al sentimiento y
pensamiento indígena” (Piñacué, 1995, 64).

A su vez los cabildos están presididos por gobernadores que son autoridades políticas
indígenas, elegidas y renovadas periódicamente por las bases en un ritual democrático no
común en el mundo asociativo colombiano. Por allí se articula lo social y lo político con
mucha fluidez. Las organizaciones “gremiales” como el Cric alimentan una amplia red
asociativa –social, económica y cultural–, y en pos de sus objetivos programáticos –la
Plataforma Política– articulan diversas formas de lucha legal y extralegal –y por momentos
la autodefensa armada–, hoy integradas en el comprensivo concepto de resistencia. Aunque
Cric y Aiso se diferenciaron crecientemente de la izquierda partidista y militar, le apostaron
a construir organizaciones políticas nacionales –el “instrumento político” como lo designan
hoy los indígenas bolivianos (Svampa y Stefanoni, 2007)– surgidas desde abajo y en las
que converjan otras las fuerzas populares. Los frentes electorales como Aico, ASI, y
temporalmente el MIC, se han quedado cortos en cumplir ese ideal, pero al menos se lo
propusieron. Por eso siguen vigentes organizaciones “gremiales” como el Cric o la Onic,
que, a nuestro juicio, son expresiones de una izquierda socio-política como en su tiempo
también lo fue el Movimiento de Autoridades Indígenas

En toda esta lucha, los indígenas caucanos tienen claro que si bien hacen parte del pueblo
explotado, son diferentes a otros sectores sociales populares –o subalternos en nuestros
términos–. Por ello resisten los ataques de los enemigos mientras ejercen una autonomía
territorial y cultural.132 Así trazan una frontera de todo tipo –no solo física, sino también
cultural y política– por la que entran y salen ellos y los “externos”. A partir de su realidad
propia, alimentada por tradiciones ancestrales, ellos se proyectan hacia adentro y hacia
fuera. Tienen incluso ritmos de vida y ciclos temporales no solo distintos de los habitantes
urbanos sino de muchos rurales.

Los fuertes lazos comunitarios los marcan y diferencian de otros actores sociales. Así
practican la solidaridad entre ellos y con otros sectores subalternos, luchan por la tierra y
por condiciones dignas de existencia –es decir pugnan por la igualdad socioeconómica–,
defienden las libertades políticas y la vigencia de los derechos humanos, mientras exigen
el respeto de sus autoridades y de su cultura –enfatizan la diferencia–. En pocas palabras,
si bien comparten las identidades de clase –tan caras para la izquierda tradicional–, las
132
Además de posponer para futura investigación el análisis de sus propuesta económicas y sus planes de
vida, que son fundamentales para las nociones de “vida buena”, otro punto que no ampliamos en este artículo,
pero que hace parte de las reflexiones sobre el “adentro y el afuera” de Joanne Rappaport (2005 A), es el
relativo al ámbito religioso en el que también los indígenas inician una diferenciación con el cristianismo en
sus distintas versiones. Aunque éste es un proceso relativamente tardío, ya en 1987 se critica la propuesta de
“evangelización” como un “diálogo cultural”. A juicio de los editorialistas de Unidad Indígena, “eso no es un
juego limpio”, pues en realidad es un monólogo del supuesto maestro hacia el aprendiz. Los editorialistas
concluyen con una salida de compromiso llamando más bien a una actitud “cristiana” de luchar por la
redención del indígena “como lo entendió Álvaro Ulcué” (UI, 83, agosto 1987, 2-3).

53
articulan con las étnicas y aún con las de género, en una compleja lucha por la diferencia.
Asumen los ideales de la modernidad –libertad, igualdad y fraternidad–, pero van más allá
de ellos.133 Así lo ve el Cric en su X Congreso al señalar: “la fortaleza de un movimiento
social para la transformación, el cambio con equidad y dignidad depende de la oportunidad
que tengan nuestros pueblos de afianzar su identidad y su derecho a ser distintos” (UI, 114,
abril 1997, 13). Por lo tanto están cerca y lejos de la izquierda tradicional, configurando una
nueva expresión sociopolítica. Por esa vía trascienden su particularidad para proyectarse
hacia ámbitos más amplios nacionales y hasta globales.

Tales son algunos de los principales rasgos del proyecto de poder regional que recogemos
del análisis de la lucha indígena en el Cauca desde los años setenta. Puede dar la sensación
de que es un proyecto uniforme y coherente desde el principio. Ello no es cierto, ya que
hemos visto matices y vacilaciones a lo largo de esta historia. Incluso hemos resaltado las
diferencias entre tendencias políticas y gremiales, en especial entre el Cric y el grupo de
Autoridades Indígenas. La lógica del primero iba hacia una mayor inserción en el “campo
popular”, mientras la de Aiso-Aico se orientaba más hacia lo propio.134 Pero nuevamente no
hay que extremar la polarización, pues los primeros se apoyan en sus autoridades y buscan
también lo propio, mientras los segundos han construido alianzas más allá de la región y de
la mera identidad étnica.

Por último, surge la pregunta por la validez de postular la hipótesis de que el movimiento
indígena del Cauca es una expresión de la izquierda sociopolítica. Hemos aclarado que si
bien no pensamos que todos los indígenas sean de izquierda, si creemos que sus motivos,
formas de lucha y orientaciones programáticas, para no recavar en el “discurso”, hacen
parte del campo sociopolítico de izquierda. Pero la duda queda, y máxime con la necesidad
de respetar el ámbito propio indígena. Así las cosas ¿no estaremos ante una forma nueva de
desvirtuar su cultura y pensamiento propios, es decir, de “colonizarlos”? Sin duda, tocamos
aquí de nuevo la noción de frontera cultural –el adentro y el afuera; lo propio y lo ajeno–,
ahora en una dimensión política.135

Ante esa duda habría dos tipos de respuestas que permitirían seguir postulando nuestra
hipótesis. De una parte, en otros escritos aclarábamos que la distinción entre izquierda y
derecha no es ontológica o esencial sino relacional e históricamente construida. Y que se
impone en la historia contemporánea –así algunos actores intenten sustraerse a la
polarización– como una forma de leer la política y de actuar en ella (Archila, 2008). Si a la
noción de izquierda se le quitan las connotaciones más “ilustradas” de superioridad
133
Algo similar se dice hoy en Bolivia según refiere Pablo Stefanoni: “‘El discurso indígena tiene una retórica
arcaizante pero una práctica modernizante’, sostuvo con agudeza Álvaro García Linera, y el propio Felipe
Quispe afirmó en una oportunidad: ‘somos indios de la posmodernidad, queremos tractores e internet’”
(Svampa y Stefanoni, 2007, 84).
134
Eso se constata en el artículo del Comité de Historia Guambiana en donde se menciona el mito de la mama
Manuela, quien se escondió en unos peñascos a la llegada de los españoles para volver cuando las tierras estén
de nuevo en manos de los guambianos, pero “si hay extraños no va a volver” (Luís Guillermo Vasco et. al.,
1993, p. 48).
135
No olvidemos que la tensión entre Manuel Quintín Lame y José Gonzalo Sánchez no solo era por el tipo de
identidad a afirmar –si étnica o de clase–, sino por el horizonte político que éstas proyectaban. Lame, aunque
se acercó al socialismo de los años veinte, nunca militó en el PSR ni menos en el PCC, como sí lo hizo
Sánchez.

54
ontológica, es decir se deja de definirla como más científica, más racional, más moderna,
etc., y se la mira como la expresión de la lucha por la equi-libertad –libertad e igualdad–
con respeto a la diferencia, los indígenas caben allí.136

La segunda respuesta es acudir a las voces originarias que muestran que los indígenas del
Cauca se sienten parte del “campo” popular sin identificarse como un grupo de izquierda
aparte y menos conformar un partido con dicha orientación. Pablo Tattay dice que si bien al
principio hubo quienes insistían en que la principal contradicción era entre nacionalidad
indígena y la colombiana,137 la mayor parte del movimiento ha querido estar vinculada a los
sectores populares (Revista Etnia y Política, #5, 2007, 53). Ya en la carta de intelectuales
“solidarios” de 1982 se declaraba: “ser paéz o guambiano hoy, no significa formar
república independiente, sino aportar a la construcción de una nueva sociedad en la que la
diferencia de ser no implique necesariamente antagonismo y violencia” (Grupos de
solidaridad con los pueblos indígenas, 1982, 4). En un documento de Aiso en 1986 titulado
dicientemente “Nuestra idea y los problemas de hoy” se afirma que los indígenas no son
aislacionistas, pero que no están dispuestos a luchar por intereses ajenos. Proponen más
bien articular la causa “propia”, entendida como “la suma de los derechos y necesidades
que tiene que defender un pueblo o una comunidad para mejorar la vida (…) su libertad, su
tierra, su trabajo, sus costumbres y el derecho de defender lo que la comunidad o pueblo
piensan mejor para el futuro de su gente” (Aiso, 1986, 22),138 con la causa “común”, que no
es otra que la unidad de todos los pobres, explotados y humillados de Colombia y del
mundo contra la opresión y la explotación. La articulación de la lucha por una causa común
–equi-libertad con solidaridad– y por una causa propia –derecho a la diferencia– no ha sido
fácil para el movimiento indígena caucano y ha estado llena de tensiones internas entre los
distintos proyectos de poder regional, pero mucho se ha logrado desde la creación del Cric
en 1971.

Siguiendo las fuentes consultadas creemos que la lucha indígena no ha sido en vano. “Ya
no da pena ser indios” se decía a los cinco años de creado el Cric (UI, 11, febrero 1976, 3).
En mensaje al Primer Congreso Nacional Indígena, el Cric auguraba: “Hoy en día
esperamos ponerle punto final al proceso de nuestra desaparición sistemática y reiniciar un
camino de vida comunitaria, de dignidad y de pleno florecimiento de nuestras
potencialidades materiales y espirituales” (UI, 53, enero 1982, 2). El movimiento indígena
del Cauca fue definitivo en este cambio, como lo reconoce la misma Onic al resaltar la
unidad: “solo con ella podemos hacer que se nos reconozca nuestro espacio, porque en
Colombia hasta 1971 se negaba la existencia de indígenas, se negaba que tuviéramos una
forma de pensar propia y un desarrollo social propio” (UI, 76, abril 1986, 2). Dicha
declaración concluía con un llamado a la unidad y a la paz: “nuestras metas buscan que los
indígenas colombianos podamos vivir de nuestras tierras, de nuestras manos, con nuestros
136
Gran parte de la literatura revisada sobre el Cono Sur insiste en que la demanda de memoria sobre la
violencia estatal contra los subalternos debería hacer parte hoy del ideario de izquierda. De hecho muchos
movimientos de víctimas se orientan en esta dirección política. A nuestro juicio es una forma de luchar por la
libertad en sus implicaciones más radicales, mientras se ejerce la solidaridad no solo con las generaciones
presentes sino pasadas.
137
Idea que si aflora en algunos movimientos indígenas de Bolivia y Ecuador (Albó 2008), pero también allí
termina predominando la idea de integración en una sola nación (Zamosc, 2007).
138
Esta frase indica no solo nociones de “vida buena” en estas comunidades, sino elementos utópicos de su
lucha.

55
padres y con nuestros hijos, en la paz que siempre ha reinado entre nuestras comunidades”
(UI, 76, abril 1986, 2). Es una lucha “contra los que nos han atropellado” –como rezaba el
epígrafe de este artículo– que ha valido la pena.139

Sin duda requerimos más investigación sobre aspectos que no hemos profundizado
especialmente en su mundo cultural, religioso y económico, así como allegar más
experiencias comparativas con otras regiones y otros países. Pero por ahora hablar de
proyectos sociopolíticos de izquierda avanzados por el movimiento indígena caucano es
una hipótesis plausible porque los colectivos como los movimientos sociales. Le apuestan a
consolidar propuestas más allá de las personas que los conforman, además de tener
continuidades en sus luchas. En dichos proyectos subyace el meollo de la apuesta de los
indígenas caucanos por una mejor vida para ellos, los similares de otras etnias y el conjunto
de los sectores subalternos de Colombia. Como se decía en uno de los primeros números de
Unidad Indígena: “trabajando unidos vivimos mejor” (UI, 3, marzo 1975, 11).

139
Contrasta este balance –que es nuestro pero refleja las elaboraciones indígenas–, con el pesimismo con que
el actual presidente de la Onic, Luís Evelis Andrade, concluye una reciente entrevista: “Nuestro pasado fue
mejor. Tal vez no tenía las condiciones de tecnología, de carreteras, de comunicación de hoy, pero hoy no
existe una cosa muy importante para nosotros los indígenas y la gente del campo: la amistad. Hoy no existe
casi la fiesta. Muchos jóvenes no ven futuro, en el caso de mi tierra en el último año se suicidaron 18 jóvenes,
algo que nunca sucedió en nuestra tradición, como respuesta quizás a que no valía la pena vivir en medio de
una situación tan tensa de guerra, de torturas, de amenazas, confinamientos, restricción de la movilización.
Ahora en mi tierra hay un aparente proceso de paz, pero la gente no es libre, no puede expresar lo que piensa,
su territorio lo están invadiendo con amenazas y motosierras, sacan sus recursos naturales, no hay condiciones
para desarrollar la cultura. Si el desarrollo no es para generar más diálogo, más hermandad ¿para qué sirve?”
(Entrevista, febrero de 2007, aparecida en www.delorigen.com.ar/luis). Este contraste de memorias es
explicable por las condiciones de precariedad económica y de guerra en la tierra original de Andrade, quien
proviene de la etnia emberá del Chocó –uno de los departamentos más pobre y con más violencia–. En todo
caso, como hemos señalado, la memoria es siempre un asunto de disputa.

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