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EL CONCEPTO DE PSICOLOGÍA COLECTIVA

Pablo Fernández Christlieb


Facultad de Psicología
Universidad Nacional Autónoma de México

Programa de Doctorado en Psicología Social


Universitat Autònoma de Barcelona
-profesor visitante-
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AGRADECIMIENTOS

Al Doctorado de Psicología Social de la Universidad


Autónoma de Barcelona

A la Agència de Gestió d’Ajuts Universitaris i de Receca


(AGUAR) de la Generalitat de Catalunya

A la Dirección General de Asuntos del Personal Académico


(DGAPA) de la Universidad Nacional Autónoma de México

A Joel Feliú i Samuel Lajeunesse


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ÍNDICE

EXPLICACIÓN

CONCEPTO I: LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA: EL ESPÍRITU

CONCEPTO II: LA PSICOLOGÍA PÚBLICA: LA INTERACCIÓN

CONCEPTO III: LA PSICOLOGÍA ESTÉTICA: LA FORMA

REFERENCIAS
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EXPLICACIÓN

El nombre con el que empezó la psicología social fue el de


“psicología colectiva”; luego se abandonó, pero, junto con
él, se abandonó también un concepto, aquél que consideraba
a la sociedad como una entidad psíquica y que intentaba
estudiar el pensamiento de la sociedad. La intención del
presente escrito es averiguar qué significaba y qué puede
significar el nombre de la psicología colectiva.
Aquí no se tocará el tema de las masas o multitudes,
un poco extrañamente, ya que la psicología colectiva va
asociada siempre a la psicología de las masas, que por
entonces, a finales del siglo XIX y principios del XX,
aparecía en libritos de divulgación y se convirtió en tema
de “conversación mundana”, como le decían. Por lo que sea,
la psicología de las masas no se inserta dentro de la
lógica de fondo de la psicología colectiva, que más bien se
había movido siempre en otro circuito, más académico y
menos mundano, más escondido y menos espectacular.
Ciertamente, el tipo de objeto que le parece
corresponder a la psicología colectiva es el de un
pensamiento muy largo y muy lento, que tarda años y siglos
en gestarse y cambiar, y que, por lo tanto, desde el punto
de vista de un solo momento dado, no parece ni que se mueva
ni que exista: el pensamiento que estudia la psicología
colectiva es el de la tradición y la memoria, de las
rutinas y las costumbres, de alguien que no vive sesenta
años, sino siete siglos, como lo es, concretamente, el
tejido de la vida cotidiana. En cambio el pensamiento de
las muchedumbres es el de alguien que no vive setenta años,
sino sesenta segundos, y por ello es un pensamiento
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instantáneo y vertiginoso, el cual, visto desde dentro, es


una experiencia intensísima, pero visto a mayor distancia y
con más detenimiento, aparece como una especie de
precipitación curiosa de la historia, como una condensación
de las ideas y las emociones de la sociedad que ya estaban
desde antes flotando en el ambiente sin que se notaran. Por
ejemplo, una revuelta estalla de improviso y da la
impresión de que el mundo se deshace y se vuelve a hacer en
unos cuantos días, pero, una vez pasada, se advierte cómo
las condiciones ya llevaban tiempo gestándose, y cómo en
realidad no se rompió ni desvió la continuidad de la
sociedad.
Esa continuidad del pensamiento es lo que estudia la
psicología colectiva. Se pueden extraer tres conceptos de
psicología colectiva. El primero –primer capítulo- concibe
al pensamiento de la sociedad como una entidad íntegra, de
una pieza, que piensa en bloque, como si la sociedad fuera
una unidad homogénea siempre acorde consigo misma, como un
espíritu, idea ésta que coincidió no casualmente con la
conformación de los estados europeos y americanos; el
pensamiento de esta sociedad se desarrolla y se transforma
no mediante conflictos y cambios internos, ya que es
interiormente coherente, como lo puede ser un monolito,
sino que lo hace a lo largo del tiempo, como alguien que
creciera y envejeciera, de manera que su realidad
psicológica es forzosamente histórica. Y se trata
justamente de una psicología histórica. Por lo demás,
debido a esta integridad colectiva de la sociedad, este
concepto corrió el riesgo de fermentarse mal y convertirse
en ideología de poderes autoritarios, como, ciertamente, ha
sucedido.
El segundo concepto de la psicología colectiva –
segundo capítulo- concibe el pensamiento de la sociedad
como un kaleidoscopio de relaciones internas, idea ésta que
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coincidió tampoco casualmente con la construcción de las


democracias occidentales. El pensamiento de esta sociedad
resulta entonces ser algo así como el patrón o la
estructura que siguen estas múltiples relaciones. Este
énfasis interactivo permite que se le pueda denominar una
psicología pública. Y por lo demás, este concepto corría el
riesgo de descomponerse del todo y convertirse en una
ideología de los abusos de unos individuos sobre los otros,
como, en efecto, sucede.
El presente texto da la impresión de ser una historia
de la psicología colectiva, pero no es cierto (para
empezar, le faltan muchos datos), lo que pasa es que la
exposición de un concepto solamente adquiere significado si
se le presenta en su proceso y en su contexto, ya que las
ideas no son minervas que nacen armadas ni existen ideas
fuera de sus épocas. Un concepto de la sociedad es idéntico
a la sociedad que lo concibe. Así, el primero concepto
corresponde más o menos al siglo XIX, y el segundo más o
menos al siglo XX.
El tercer concepto –tercer capítulo- es inventado:
podría afirmarse que es una síntesis de los dos anteriores,
pero eso formaría parte del invento. Según este concepto,
el pensamiento de la sociedad está hecho de formas,
análogas a las formas de las obras de arte, por decirlo de
algún modo que no es el más correcto pero sí el más claro,
donde se advierten fuerzas, texturas, tensiones, etcétera,
lo cual hace una psicología estética, que quién sabe con
qué coincida y quién sabe qué riesgo corra.
Síntesis o no, lo que si puede detectarse a lo largo
de toda la psicología colectiva es una leve constante
estética que hace que sus autores, en un momento dado, por
lo común hacia el final de sus carreras, se interesen por
cuestiones de este tipo, como es el caso de Mead, que
escribió una artículo sobre “la naturaleza de la
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experiencia estética” (1926), o el de este extracto de


entrevista con Solomon Asch (Rock, 1990, p. 7), ya anciano,
hablando de la vez que conoció a Wertheimer:

tenía una aproximación verdaderamente estética, cuando


decía que cierto modo de pensar era “feo”, exactamente a
eso se refería. Él representa para mí el ideal de lo que un
psicólogo debería ser.

Y sí, la conclusión es que efectivamente había algo


más y algo distinto en la psicología colectiva que lo que
hay en la psicología social, al grado de que se puede decir
que ambas son disciplinas diferentes, si es que eso importa
a estas alturas. La mejor psicología social, es decir,
aquélla no convencional que sí ha sometido a crítica sus
propios postulados (Vgr. Ibáñez gracia, 1994; Ibáñez &
Iñiguez, 1997), plantea que la auténtica realidad es el
lenguaje, ya que con el lenguaje se hacen las otras
realidades, además de que el lenguaje es lo único que puede
ser intrínsecamente conocido (epistemológicamente, es una
psicología que parte de los datos inmediatos del
conocimiento). Así, el caso es que el lenguaje, por una
parte, requiere de interlocutores y de comunicación para
existir, por lo cual se convierte en una psicología de las
relaciones interpersonales e intergrupales, como en la
conversación y en el discurso. Según argumentó Moscovici en
su momento, a esto se refiere el adjetivo “social” de la
psicología. Por otra parte, el lenguaje implica un
pensamiento racional o conceptual.
Las personas y los grupos tienen bocas, pero la
sociedad no, y además, tal sociedad, así en grande y en
abstracto, no tiene otra sociedad a la cual hablarle, por
lo que su pensamiento no puede ser el lenguaje y el
discurso. Debido a esto resulta coherente mejor decir que
su realidad y su pensamiento están hechos de formas: la
forma de las ciudades, las formas de vida, la formas de
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ser, incluso las formas de hablar o la forma de los


patrones de la interacción, o sea, estilos, maneras,
imágenes, modos (epistemológicamente, es una psicología que
parte de los datos inmediatos de la sociedad). Y el
pensamiento de esta sociedad que no es social sino
colectivo, que no es lingüístico sino imágico, no puede ser
racional ni conceptual, sino que tiene que ser
necesariamente no racional, o, para decirlo en positivo,
afectivo.
En suma, el pensamiento conceptual e inteligible
requiere de la comunicación y del lenguaje, lo cual es
social; el pensamiento colectivo requiere de formas, y es
sensible y afectivo. Puede suponerse que la psicología
social trata con un pensamiento más refinado y más moderno,
y que la psicología colectiva trata con un pensamiento más
confuso y primitivo, pero ambos pensamientos están
presentes en la realidad. A todo lenguaje le subyace una
forma, a toda racionalidad le subyace una afectividad, a
todo pensamiento social le subyace un pensamiento
colectivo. Comoquiera, es obvio que con esta conclusión de
que se trata de una disciplina diferente, no se está
pretendiendo que la psicología colectiva pinte su raya,
sino solamente se está argumentando que su nombre sí
contiene algún significado y alguna razón de ser.
Pero no se trata de ponerse persuasivos. De hecho, en
el texto, cada concepto termina en un epílogo; los tres
epílogos –palabra como sin esperanza- señalan que en este
trabajo no hubo más intención que consignar la existencia
de una buena pieza de cultura que fue el fruto de un
movimiento académico.
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EL CONCEPTO DE PSICOLOGÍA COLECTIVA:


CONCEPTO I: LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA: EL ESPÍRITU

.-La Flor Azul. Lo ido; lo raro; lo uno.


.-Herder.
.-Michelet.
.-El Espíritu.
.-Wundt.
.-Durkheim.
.-El Nombre de la Psicología Histórica.
.-Primer Epílogo.

La psicología colectiva es una ciencia romántica. Hasta


aquí, lo normal sería que ya no se quiera seguir leyendo
más, aunque es bueno enterarse que, entre los románticos,
había unos que andaban con el pelo pintado de azul, con
pelucas verdes, vestidos de rojo, o que el escritor Gérard
de Nerval (1807-1855) sacaba a pasear por las calles de
París, atada de su correa, a una langosta viva (Berlin,
1965, p. 38), y pueda entonces suponerse que eventos más
dignos de lectura, como el escándalo y el performance, o la
posmodernidad, tienen su romanticismo integrado.
El romanticismo es un pensamiento a contracorriente,
extravagante, excéntrico, que le dio por aparecer justo en
el tiempo de la Ilustración, que era todo lo contrario. El
pensamiento ilustrado es aquél que funda la racionalidad
científica como método correcto del conocimiento de toda y
cualquier realidad. Según él, la conclusión final del
conocimiento era que la naturaleza es una máquina, y que ya
habían sido descubiertas las leyes de la naturaleza y del
universo, por lo cual la verdad ya estaba encontrada y el
mundo quedaba resuelto. Hay quien dice en el siglo XVIII
que ya no existe nada nuevo por conocer: todo, los
animales, los planetas, los sentimientos, la sociedad, las
ideas, era parte de la naturaleza y ésta consistía en una
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serie de piezas sueltas que operan unas sobre las otras y


hacen que la enorme maquinaria del universo se mueva; sólo
basta con ir desarmándola , separando las piezas
componentes de la maquinaria y calcular sus pesos, tamaños,
distancias, fuerzas y otras cantidades de esta mecánica
universal para obtener cualquier respuesta presente o
futura. Así, en esta lógica, hay dos cosas que no pueden
existir: primero, la sociedad, porque el conglomerado
humano era solamente un piecerío de individuos, cada uno
con sus funciones particulares, y, segundo, la historia,
porque el pasado no era otra cosa que una vergüenza de
ignorancia y primitivismo que afortunadamente ya se había
superado y que había que olvidar toda vez que no tenía
ninguna utilidad ni interés. Así, con toda la verdad en la
bolsa del pantalón, el siglo de las luces fue una época
"sin asombro, sin angustia", como dice Albert Béguin (1939,
p. 77) en su libro clásico sobre el romanticismo, pero por
lo mismo, también "sin auténtica confianza", porque para
confiar se necesita algo más que "las 'luces' de la
inteligencia": se necesita "el calor del corazón" (Millet,
1963, p. 237). Huizinga dice algo extraño pero cierto, que
en esta época nadie volteaba a ver la luna (1929, p. 441).
La psicología experimental, las psicología social
científica, las técnicas psicológicas como los tests de
inteligencia, los expertos, o sea, en suma, las psicologías
que desmenuzan y luego suman menudencias, provienen de este
pensamiento que, en el fondo, declara que solamente es apto
para inteligentes, civilizados y dirigentes, y que, por
política general, no deberían ser muchos, porque si nó, no
tendrían a quién dirigir.
El pensamiento ilustrado sigue vigente, pero, mientras
tanto, de su propia desconfianza íntima, brota el
romanticismo, que sigue vigente, y ambos son mentalidades,
esto es, pensamientos de una cierta lentitud, que no se
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mueven ni se trastocan mucho, y que duran períodos largos,


y que no se notan, porque parecen obvios. En su versión
superficial se les llamó románticos a los, sobre toda las,
jóvenes pálidas que deshojan margaritas, al color rosa de
sus vestidos, a los temas que hacen llorar y a quien llora
con ellos, a los paisajes tristes y los días grises que
tienen por ahí un sauce llorón, a las películas llenas de
despedidas y otros inconvenientes para la felicidad, a los
que salen a cantar bajo la lluvia; es cierto, todo esto es
romántico típico, y pueden sumársele los claros de luna,
los estanques en el bosque, las cartas de amor, los
cementerios y los adolescentes. Pero hay otras cosas
actuales, incluso de moda, que son estricta creación
romántica, como, por ejemplo, el gusto por la noche como
hora de salida y de actividad bajo el supuesto que es de
noche cuando aparece la aventura, la libertad y el
misterio, los cuentos de hadas estilo Caperucita o
Cenicienta que se les cuentan a los niños, la esoteria, la
magia, los orientalismos tan a la alza en esta sociedad
hastiada, la organización de sindicatos y el socialismo y
el comunismo y las ganas de cambiar el mundo para lograr
que el mayor bien sea para el mayor número de personas.
Esto es romanticismo. El psicoanálisis, la psicología de
Bergson, la psicología de la gestalt, la psicología
fenomenológica, cuyo pensamiento es más intuitivo y
holístico, provienen del romanticismo. También el
ecologismo, la reunión con la naturaleza, la imagen
legendaria que se tiene de los vagabundos tipo Charles
Chaplin, el encanto de los asesinos en serie estilo Jack el
Destripador, los castillos, la ociosidad, los borrachos
como los describe o más bien protagoniza Bukowsky, también,
son románticos. Y puede advertirse que el romanticismo es
un movimiento cultural profundo, que suele ser tolerado
como actividad de tiempo libre pero descalificado como
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ocupación seria. Las maneras de descalificarlo son curiosas


y muy ilustrados: se sostiene, por un lado, que el
movimiento tiene su origen en Francia, entre las damas, y
que se debe al efecto sobre el sistema nervioso que causa
un excesivo consumo de té y café, el uso de corsés
demasiado ajustados, de cosméticos venenosos y de otros
medios de autoembellecimiento perjudiciales (Louis
Hautecoeur, parafraseado por Berlin, 1965, p. 175). Lo que
sí es notorio es que haya habido un buen número de mujeres
(Vgr. George Sand, Mary Shelley, o las hermanas Brönte)
dentro de él, como Mme. de Staël (1766-1817), que introduce
el romanticismo en Francia, y entonces lo que se dice es
que no es francés, sino alemán, lo cual se nota claramente
por su carácter patológico, y se insinuó que los alemanes,
malvados de costumbre, crearon el romanticismo para con él
contaminar a los franceses (Béguin, 1939, p. 400). Lo que
se puede decir es que, en efecto, el romanticismo tiene
mucho de pensamiento alemán, y mucho de pensamiento
femenino.

LA FLOR AZUL
Novalis (Friedrich Hardenberg, 1772-1801), estereotipo
nítido del romanticismo, que muere joven, como debe ser,
digamos que de amor, de amor por su amada muerta, pero
contento de lograr que su vida fuera igual a sus ilusiones,
acuña la noción de la flor azul, que se convierte en
símbolo del romanticismo (Lukacs, 1907/1971, p. 87; Béguin,
1939, p. 242; Markel, 1988, p. 887); se refiere a un sueño
que tiene el personaje de una novela suya, adonde entre
abismos, tinieblas y peligros, vislumbra una flor azul,
luminosa y ligera, que trata de alcanzar. La flor azul es
una cosa que está hecha de idea e imaginación y que
solamente se puede tener a condición de no alcanzarla, lo
cual casi es una definición de la utopía, que, en efecto,
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existe entre los románticos, bajo la pretensión política de


una sociedad feliz. Pero, mientras tanto, la imagen
preferida del romántico es la de pasarse la noche frente a
la hoja en blanco tratando de escribir algo, un poema por
ejemplo, y quedándose en blanco la hoja para toda la vida;
ahí se puede apreciar el arte del ocio tan bien cultivado y
que aún se conserva como una de las mejores maneras del
bienestar, pero sobre todo, una clara afición al fracaso
por parte del romanticismo, en el entendido de que
cualquier realización práctica cancela la utopía y se queda
muy corta respecto a los ideales; o sea, la mejor manera de
cultivar una flor azul es no haciéndolo, o la mejor manera
de no encontrar nada es buscar una flor azul. Un crítico
llama al intelectual romántico "el galanteador de la nada:
la nada es el norte que guía a este intelectual" (Givone,
1995, p. 241). Ciertamente, el romántico prefiere el
fracaso porque le resulta más digno en esta realidad de
poco alcance, y así, como dice Isaiah Berlin en su
excelente libro sobre el tema, los románticos "consideraban
que el fracaso era más noble que el éxito pues éste último
tenía algo de imitativo y vulgar" (1965, p. 28); en cambio,
para alcanzar el éxito hay que ser mediocre.
Y con excepción de Novalis que era terrateniente, los
demás románticos famosos, como Lessing (1729-1781), Herder
o Fichte(1762-1814), o Schelling (1775-1854), Schiller
(1759-1805), o Hölderlin (1770-1845), o Michelet, eran de
orígenes humildes (Berlin, 1965, p. 64), pero educados
bien, para tener aspiraciones intelectuales con una buena
sensibilidad, y por lo común de muy poco mundo, nada
cosmopolitas, más bien pobres, tímidos, algo pesados y en
general inadaptados a la sociedad, lo cual quiere decir, en
suma, que el romanticismo es un movimiento de perdedores,
pero no perdedores rencorosos ni resentidos, sino
identificados y solidarios con el resto de los perdedores
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del mundo, que, salvo la nobleza del antiguo régimen, la


burguesía del nuevo y el alto clero de ambos regímenes,
eran casi toda la gente, de modo que el romanticismo se
coloca invariablemente del lado de los lastimados por la
vida y cunde en todas partes de Europa en donde haya
inconformidades sociales e injusticias, de modo que las
novelas románticas, como las de Victor Hugo (1802-1885) o
las de Alessandro Manzoni (1785-1873), muestran, por un
lado, una enorme simpatía por la gente que sufre, como dice
Mario Praz (1963, pp. 101-102), "por esas penas que nadie
ha consolado a lo largo de los siglos, por los trabajos y
sacrificios que forman la trama misma de la historia, por
el débil que tiembla en silencio, por los grupos dispersos
y anónimos". Y por el otro lado, muestra la utilización de
un lenguaje cotidiano, con pretensiones de ser leído por
aquéllos que lo usan.
Lo que hace Balzac (1794-1850) es criticar a las altas
esferas sociales, lo que hace Flaubert (1821-1880) es
detestarlas. Y el grueso de la población, principalmente la
femenina, era una lectora voraz y consuetudinaria de
novelas, que, en la primera mitad del siglo XIX, alcanzaron
tirajes nunca antes vistos, lo cual quiere decir que la
gente en general participaba del espíritu romántico desde
el aislamiento colectivo de sus quehaceres domésticos. La
definición de Stendhal (Henri Beyle, 1783-1842) parece
endeble, pero detecta muy bien este rasgo esencial de la
popularidad de la lectura: "el romanticismo es el arte que
enseña a presentar a los pueblos las obras literarias que,
en el estado actual de sus costumbres y creencias, puede
ocasionar el mayor placer posible" (citada por Francisco
Montes de Oca en su prólogo a Stendhal, 1830). Leer era la
manera como las mujeres podían ampliar su mundo encerrado,
e hicieron buen uso de esa manera. Por esta razón romántica
la novela se considera como género femenino, y al género
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femenino se le considera como romántico; de hecho, en 1881


había aparecido un "proyecto de una ley que se prohiba
aprender a leer a las mujeres", de parte de, por supuesto,
los ilustrados, hombres (S. Michaud, 1995, pp. 116, 124).
Lo que hay en el romanticismo es una sociedad
desconsolada, por decirlo así, como expulsada del siglo y
del mundo por efecto de un pensamiento cientificista,
gélido y mecánico, que la deja sin nada con qué cobijarse y
reconfortarse, sin permiso de creer ni de sentir, porque en
la realidad de una naturaleza como una máquina, caben
resortes, caben genios, pero no cabe gente común. Se trata
de una sociedad solitaria, aunque, paradójicamente, esté
llena de individuos acompañados, porque como dice Lukacs,
la imagen de la soledad tan romántica, era algo que los
románticos se imaginaban mientras se la pasaban platicando
(1907, p. 89). Ciertamente, no son las personas de carne y
hueso las que sienten el desamparo humano, sino que es el
espíritu de la época quien lo padece, por lo que el
pensamiento colectivo es otro que el pensamiento
individual; así también, el hecho de que el romanticismo
como mentalidad aparezca melancólico e indolente, no quiere
decir que los individuos lo fueran: era la sociedad la que
lo era. Es la misma paradoja que se percibe en el siglo
XXI, la de una sociedad angustiada llena de individuos
saturados de autoestima, una paradoja que la psicología
colectiva puede aclarar, en el sentido de que se trata de
una asertividad muy desesperada.
En fin, el pensamiento romántico se encuentra dentro
de un mundo que no es el suyo, que le es ajeno, y por lo
tanto su necesidad es de pertenecer, de formar parte de
algo, de consolarse en otra parte, necesidad que Herder
supo captar tempranamente (Berlin, 1965, p. 89), y por lo
tanto el pensamiento romántico se dedica a construir el
susodicho mundo, distinto al existente de facto, al cual
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pueda pertenecer, donde se sienta acompañado, en casa. Como


este mundo es mucho más alto, mas bello, más difícil, que
cualquier otro que se consiga con métodos prácticos, tiene
algo de irrealizable, y se parece mucho a una flor azul,
que es mejor no conseguirla que conformarse con una
poquitez; a fin de cuentas, como decía Lichtenberg (1742-
1799), "al ser humano le gusta la compañía, aunque sólo sea
la de una vela encendida". Los levantamientos en Francia
durante el siglo XIX, el manifiesto comunista, los
anarquistas decimonónicos, están inspirados en este
espíritu. Y este mundo romántico se construye de tres
maneras: buscando el pasado, buscando la sociedad, y
buscando la unidad, o dicho de otro modo, la flor azul es
lo ido, lo raro y lo uno.

Lo Ido
El mundo moderno quiere ser práctico, realista y,
además, exclusivo, es decir, excluir al resto de la gente
que no le es necesaria. El pensamiento romántico es el que
se genera dentro de estos excluidos, y desde que surge se
considera ajeno al aquí y al ahora en donde se localiza, su
lugar no es de este mundo; el pensamiento romántico no se
halla donde se encuentra, y por lo tanto, se ubica
naturalmente en aquello que está ido, en lo remoto y lo
lejano, ya sea en el espacio o sobre todo en el tiempo.
La gente común y corriente empieza a imaginarse viajes
no normales, sino emocionantes y exóticos (Corbin y M.
Perot, 1987, p. 163), visitando lugares nunca antes vistos
habitados por civilizaciones desconocidas. Comienza un
interés fantasioso por las ruinas y otros monumentos del
pasado, como los megalitos o las pinturas rupestres que
salpican Europa y que los reportes científicos y sobre todo
los reportajes y grabados (Wernick, 1973, p. 139)
presentaban tan enigmáticos y misteriosos, con lo que estos
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emplazamientos, hasta entonces siempre vistos como meras


piedras tiradas, empiezan a cobrar valor cultural; aparecen
las excavaciones de eruditos y aficionados, y el consabido
intento de reconstrucción de ruinas, y se descubre, por
ejemplo, a la Edad Media como el gran momento antiguo y
punto de referencia obligado, con sus caballeros andantes,
sus dragones, su Juana de Arco, su alquimia, y sus
iglesias. La Edad Media es un invento del romanticismo del
siglo XIX. El arquitecto Viollet-le-Duc (1814-1879) se
dedica a la reconstrucción de catedrales medievales como
Notre Dame de París, que hasta entonces a nadie le
interesaba, y en efecto, el estilo gótico de la
arquitectura se hace digno de ser cuidado e incluso,
imitado, según puede apreciarse en las casas del Parlamento
inglés construida en 1840 (Bruun, 1959, p. 76). Para la
Ilustración, el pasado era escoria; el romanticismo, por el
contrario, encuentra en el pasado a sí mismo. Es aquí
cuando surge el pasatiempo de las colecciones de
antigüedades, no porque tengan alguna utilidad, porque ni
siquiera valen dinero todavía, sino porque estas cosas
provienen del pasado y lo conservan dentro; asimismo a la
gente le dio por empezar a guardar recuerdos, fotos, ramos
de novia, cartas y cosas así (Corbin, y M. Perrot, 1987,
pp. 200-203), con la idea de que hay que conservar el
pasado, como si eso fuera lo único que se tuviera.
Esta idea romántica de la preservación del pasado se
aplica también a grupos y culturas, y así, se da un interés
erudito por el fortalecimiento de idiomas considerados
menores por las polis ilustradas (Bruun, 1959, pp. 61-62)
y, sobre todo, la tarea de la recuperación de mitos
(Berlin, 1965, p. 163), recuerdos, tradiciones, canciones,
baladas populares, como la que hacen Coleridge (1772-1834)
o los hermanos Grimm, Jakob (1765-1863) y Wilhelm (1786-
1859) (Praz, 1963, pp. 91, 93). Este pasado que la
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Ilustración desdeña es el pasado del pueblo, de la gente, y


en efecto, el romanticismo parece siempre ponerse de ese
lado. El romanticismo es un pensamiento de las calles, no
de los salones donde operan las damas que tan bien critican
Balzac, Stendhal, y luego Proust (1871-1922).
Como señalan Corbin y M. Perrot (1987, p. 173),
durante el romanticismo, el contenido de los sueños de la
gente también vuela hacia atrás, hacia el pasado sea
personal como la niñez o colectivo como la Edad Media: se
sueña con la infancia y con los dragones, y es que,
ciertamente, el viaje de regreso del pensamiento romántico
no tiene nada que ver con asuntos de precisión documental o
de pruebas o verificaciones (eso no sería pensamiento, sólo
datos), sino que de lo que se trata es de habitar y vivir
realmente ese pasado que se está vislumbrando: se trata de
convertirlo en memoria propia, y en tanto tal, sentirlo y
hacerlo funcionar como origen y punto de partida, como
aspiración, y por ende, como material del futuro. El
pensamiento romántico no intentaría, ilustradamente,
averiguar o comprobar los datos del pasado, eso para qué le
sirve, sino construirlo con el fin de habitarlo, lo cual lo
hace de por sí real, pero sobre todo, porque en la creación
del pasado el pensamiento se hace a sí mismo.
Se puede así entender la razón por la que la novela
histórica haya causado furor dentro del pensamiento
romántico, como las exitosísimas de Walter Scott (1771-
1832) (Collingwood, 1946, p. 95; Bruun, 1959, p. 75; Praz,
1963, p. 100), el escritor escocés que supo producir una
ambientación medieval lo suficientemente emotiva como para
ser habitada realmente por el pensamiento de la gente:
Madame Bovary leía Ivanhoe para espolear sus ganas de
aventura y provocar su propio desenlace. Todo el mundo leía
novelas históricas. Este método romántico de la historia
como novela es importante de notar, porque al parecer es la
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narración literaria la que permite constituir a la historia


como un pensamiento, como una mentalidad, y por
consiguiente hace que la historia sea una realidad viva.
El pensamiento romántico, en suma, encuentra en el
pasado y en la historia algo adonde pertenecer, que es
precisamente lo que se estaba buscando (Cassirer, s.f., p.
275; Millet, 1963, p. 238; Pichois, s.f., p. 96; Ibáñez
gracia, 1989, p. 33). Ahora bien, debe ser evidente que la
historia no son las biografías, las anécdotas, con nombre y
blasón de algunos individuos, ya sea porque eso es el árbol
genealógico de los ganadores y dominadores, pero sobre todo
porque la historia es en sí misma un pensamiento y una
sensibilidad (Collingwood, 1946, p. 119), ambas entidades
que son anónimas, y por lo tanto toda historia tiene que
ser de los que no figuran, no tienen nombre ni mucho menos
alcurnia, es decir, de los perdedores; así que una historia
siempre lo es de sociedades. Y así, eso ido, remoto,
ausente, lejano, que encuentra el pensamiento romántico y
donde se siente en casa, es estrictamente la sociedad. Un
pensamiento histórico tiene que ser colectivo; cuando el
romanticismo descubre la historia, descubre la sociedad,
que no es un objeto claro ni obvio, sino sutil y raro.

Lo Raro
Lo raro es otra fascinación romántica. La
Revolución Francesa, que parecía la sinrazón de la razón,
la fraternidad guillotinándose, quedó en la memoria como un
acontecimiento extraño, y todo romántico, ya fuera por
cuestiones políticas o poéticas o solamente curiosas, se
encariño con ella; Isaiah Berlin (1965, p. 149) la describe
como la visión súbita de la parte sumergida del iceberg del
ser humano: la presencia de una masa psíquica
incomprensible que no se sospechaba ni que existía. Pero
Moby Dick (Melville, 1857) es otro objeto así de raro, que
20

parece el iceberg vivo dando coletazos, esa obsesión blanca


sobre la cual el Capitán Ahab pronuncia discursos de
soledad y deber, y que finalmente es arrastrado por ella.
O, también, raro es el fenómeno del magnetismo, que estuvo
de moda como posible explicación de todo, ya que se trataba
de una fuerza enigmática inmaterial, y que le permitió a
Mesmer (1734-1815) explicar sus curaciones de enfermedades
mentales, y ya se sabe, cien años antes de Freud, que no
hay nada más romántico que una histérica. En general, la
noción del inconsciente, cosa ciertamente rara, es
sumamente estimada por la mentalidad romántica, ya que el
inconsciente es el punto de contacto entre lo psíquico y lo
físico, ahí donde los seres humanos se reúnen con la
naturaleza (Berlin, 1965, p. 108).
Ciertamente, el pensamiento romántico tiene una
tendencia a preferir como reales aquellos objetos,
acontecimientos, fenómenos que rebasen la vulgaridad de esa
vida asegurada y predecible que parece proponer el
pensamiento ilustrado, según el cual ya sólo resta
enriquecerse y divertirse. Por ello tienen éxito personajes
como Frankenstein, de Mary Shelley (1797-1851), y la gente
vuelve a creer y contar anécdotas de casas embrujadas,
fantasmas y duendes, además de asistir a sesiones de
espiritismo (Gergen, 1991, p. 50): es como si lo aparente
estuviera lleno de contenidos ocultos, y en ellos radicaban
la verdad de la realidad romántica. Como si detrás de lo
físico, lo medible, lo comprobable y lo racional, se
levantara una realidad hecha de lo psíquico, lo intangible,
lo incierto y lo incomprensible. Novalis dice así: "a
medida que confiero a lo común un significado excelso, a lo
cotidiano un aspecto misterioso, a lo conocido el encanto
de lo ignoto, a lo finito semejanza de infinito, lo
romantizo. Hay que romantizar el mundo" (citado por Givone,
1995, pp. 241-242).
21

Lo raro parece referirse a cualquier objeto que


resulta impreciso, que no puede definirse bien ni
clasificarse, como si no tuviera orillas de dónde agarrarse
o como si sus contornos fluctuaran, y por lo tanto siempre
es algo que resulta ser otra cosa al mismo tiempo, o como
si fuera algo más que lo que muestra. La noche, tan
romántica, tiene esas características, porque en ella se
confunden los contornos de las cosas y en ella hay algo más
que lo que alcanza uno a ver. Las pinturas románticas
representan generalmente paisajes nebulosos de zonas
borrosas, y no resultaría entonces coincidencia que el
romanticismo haya cundido especialmente en países de sol
lánguido, de bruma espesa, donde los objetos son equívocos
(Racionero, 1986, p. 60), como Alemania, el norte de
Francia o Inglaterra (S. Michaud, 1995, p. 113), y que,
asimismo, en estos lugares y en este período, la música
(Bruun, 1959, p. 77; Berlin, 1965, p. 173), que como objeto
es verdaderamente ambiental, inasible, sin límites
tajantes, vaporosa, se haya convertido en arte
privilegiada, empezando por Beethoven (1770-1827). Por el
contrario, en los países mediterráneos, donde las aristas
de las cosas son nítidas, se les da mejor la pintura y lo
visual: la racionalidad de la precisión empezó en Grecia:
para inventar la geometría hay que ver las cosas claras,
mientras que la razón de lo difuso comenzó en Escocia por
las mismas fechas: es la guerra de la trigonometría contra
las hadas. En fin, como dice Johann Huizinga (1929, p.
442), "el romanticismo es un desplazamiento de lo lógico a
lo musical". La música es la más sentimental de las artes,
y en efecto, parece ser que las cualidades o
características de los objetos extraños serían las mismas
que se les pueden adjudicar a los sentimientos en general,
y es un hecho sabido que la realidad del pensamiento
romántico es la de un mundo afectivo. El romanticismo
22

mismo, como sentimiento, como emoción, que es como suele


concebírsele, es un objeto raro.
Se entiende pues, por qué, para el pensamiento
romántico, la verdad radique en la belleza y no en la
funcionalidad, en lo sublime, que es como le llamaban, que
es un objeto abstracto y extraño como pocos. Pero como se
hizo patente desde la Revolución Francesa, la sociedad no
resultó ser la máquina aceitada y programable que querían
los ilustrados, y en cambio, si es que hay una entidad que
es una mezcla de iceberg y duende, de Moby Dick y música,
de bruma y Frankenstein, de histeria y belleza, ésta parece
ser, efectivamente, la sociedad. Con el romanticismo, la
sociedad deja de ser un mecanismo de relojería y se
convierte en un objeto verdaderamente sutil,
indescrifrable, sin instrucciones, que siempre es algo más
y algo distinto que todo lo que se diga de él, y que para
intentar elucubrarlo hay que ser muy sensible y estar muy
atento, y siempre tener razón por un momento para estar
equivocado en el siguiente. Porque este objeto romántico
que es la sociedad, al ser tan raro, extraño y misterioso,
parece que piensa con otros pensamientos que no son los
nuestros, y que vive una vida que es la suya. La sociedad
es los ido, es lo raro, y también es lo uno.

Lo Uno
Frente y contra un mundo que se desaglomeraba en
una cantidad de piezas aisladas, ya sea en la vida política
con múltiples gobiernos atomizados, en la vida civil en
grupitos de viejas y nuevas noblezas, o en la vida
corriente en individuos separados entre sí, y con un
pensamiento ilustrado y cientificista que todo lo
disectaba, lo analizaba, lo fragmentaba y lo dejaba
inánime, lo más sobresaliente del pensamiento romántico es
"la aspiración a la unidad" (Millet, 1963, p. 280), en
23

donde "lo transitorio esté en contacto con lo eterno, el


individuo con el todo" (Pichois, s.f., p. 109), donde lo
extraño forme parte de lo familiar, lo físico de lo
espiritual, lo material de lo mental, lo pasado del futuro,
es decir, de una realidad que acontece como un flujo en el
que van vaciados todos los aspectos de la vida, y que no
puede ser segmentada ni fragmentada ni en los actos ni en
el pensamiento, so pena de destruir la vida misma y la
misma realidad. Como se ve, hay una opción declarada contra
el pensamiento cientificista que secciona, clasifica extrae
y descompone la vida sin comprender nada, y al mismo
tiempo, se entiende el apego romántico por entidades como
la historia o la sociedad, que, en efecto, son entidades
mucho mayores que los individuos, los grupos, los
acontecimientos o los poderes y que los pueden incluir y
comprender. Comprender siempre significa unificar.
Lo que está oponiendo el romanticismo es una forma, no
nueva, de plantear el conocimiento, en donde, sobre todo,
la realidad, el mundo, y su comprensión, no se distinguían
lo uno de lo otro, en el entendido de que la realidad y la
naturaleza solamente comienzan a existir de alguna forma a
partir del pensamiento que las conoce y les adscribe tal
forma (Berlin, 1965, pp. 163, 170). Es decir, no hay
separación entre pensamiento y realidad, porque la realidad
está constituida de la manera en que es pensada, y tampoco
hay separación entre sujeto y objeto, porque la suerte de
las cosas, de la naturaleza, etc., es ultimadamente la
suerte que correrá el sujeto. Otra forma de pensamiento,
uno fragmentario, como el científico, es tarde o temprano,
la aniquilación de la realidad, porque al extirpar
elementos de su integridad general, se les está sacando del
flujo general de la vida. En efecto, si el pensamiento
ilustrado utilizaba la metáfora de la máquina, aparato
hecho de piezas muertas, el romanticismo utiliza la
24

metáfora del organismo, o sea, pasa de la física a la


biología, y considera a la realidad como una entidad
integrada orgánicamente, en donde las partes no tienen una
función específica, sino que su razón de ser descansa en la
presencia del todo. Esta idea de unidad con la que piensa
el romanticismo convierte automáticamente a la realidad en
una entidad viva, en una totalidad viviente que se mueve, y
la sociedad resulta ser aquello con lo que piensa esta
totalidad viviente. Y en efecto, finalmente, la unidad de
todo con todo y sobre todo con el pensamiento que la
conoce, es ciertamente la sociedad. Pensándola
románticamente, la sociedad aparece como esa extraña y
misteriosa entidad viva que se convierte en real merced a
sus propios pensamientos, y que hoy en día está de regreso.

HERDER
Antes de ya no tener ninguno, Kant tenía dos amigos: Hamann
y Herder. Johann Georg Hamann (1730-1787), nacido en
Königsberg, justo en mitad de la Ilustración, fue capaz no
obstante de oponerse frontalmente a ella, sobre todo a la
cientifización de la sociedad, que, según él, significaba
la muerte por burocratización; es Hamann quien concibe la
vida en general como un flujo incesante que lleva,
integralmente, fundidos en una unidad, todos los aspectos,
naturales y espirituales, de la realidad, y que cualquier
intento de cortar ese flujo o extraer elementos de él para
analizarlos, lo único que logra es destruir lo que intenta
conocer. El mundo entero es un organismo, y nada puede
disociarse de él. Kant (1724-1804), el ilustrado y gruñón,
lo financió por un tiempo. Goethe (1749-1832) dijo que
Hamann, "para lograr lo imposible, echa mano de todos los
elementos", porque "toda separación debe rechazarse"
(citado por Berlin, 1965, p. 71).
25

La vida de Hamann fue más bien oscura, y sus escritos


de plano oscuros, y sin embargo, como se ve, influyó no
sólo en Goethe mientras éste fue romántico, sino en Johann
Gottfried Herder (1744-1803), quien plantea, bastante
temprano, lo que después obtendrá el nombre de psicología
histórica: la psicología histórica es la que considera que
la historia es la psicología. Herder fue discípulo de Kant
en Königsberg y se amistó con Hamann muy naturalmente, no
sólo porque ambos eran de profunda religiosidad, sino
también por su antiilustracionismo, su interés por el
lenguaje, y una nueva distinta forma de ver la historia (M.
Bunge, 1993, p. 6). Herder, pastor luterano, de vida
sencilla, a gusto con su gente, adverso a los artificios
dieciochescos (Praz, 1963, p. 82; S. Corcuera, 1997, p.
20), no muy riguroso al escribir (Collingwood, 1946, p.
96), hay quien lo considera el padre del romanticismo
(Béguin, 1939, p. 200), pero, en todo caso, siempre aparece
como el primero de la historiografía. Mientras que, para la
Ilustración, su época era lo más adelantado y todo lo
anterior era retrasado y superado, y sólo su civilización
era la correcta y todas las demás puras culturas
primitivas, para Herder es al revés: todas las épocas
tienen su sabiduría y su inteligencia insuperables, y todas
las culturas son igualmente elevadas y maravillosas,
excepto la suya, la presuntuosa Ilustración (Cassirer,
s.f., p. 272); como dice Berlin, "para Herder todo es
encantador, todo con excepción del ambiente inmediato de su
tiempo y lugar" (1965, p. 93).
En sus Ideas para una Filosofía de la Historia,
escrita en 1784, Herder incluyó largas y tediosas
fundamentaciones organicistas, biologicistas y
naturalistas, además de que, después de prometer que no va
a mencionar a la divinidad salvo lo indispensable, lo
indispensable resulta ser en promedio una vez por página, y
26

son muchas páginas, pero, hechas las cuentas, lo que


plantea es una disciplina que conozca el corazón del pueblo
(1784, p. 44). Esto del corazón del pueblo se refiere a que
no interesan estrictamente los hechos, sino su alma, su
espíritu, los pensamientos y los sentimientos que alientan
su vida, y que no se localizan, ni en la naturaleza humana
(Collingwood, 1946, p. 92), toda vez que cada pueblo tiene
su propia naturaleza, ni tampoco en los corazones
individuales, ya que, por un lado, se conoce más a la
persona sabiendo de la cultura a la que pertenece (S.
Corcuera, 1997, p. 19), y por el otro, la historia que
atienda a los actos individuales solamente encontrará un
recuento de "ruinas sobre ruinas" (1784, p. 265) y
"devastaciones sacrílegas sobre tierras sagradas" (1784, p.
266), que eso es lo único que dejan los héroes y los reyes
y los generales; ciertamente, donde reside verdaderamente
el pensamiento humano es en el pueblo, que no es, para
Herder, ni para ningún otro alemán, un conglomerado de
individuos o grupos juntados por decreto o conveniencia en
una nación, sino, por el contrario, una colectividad
unitaria que por "imitación" constituye una "simpatía" que
conforma a todos los que nacen dentro de ella. Esta
disciplina es, para Herder, la historia, debido a que este
corazón son las tradiciones. "Tradición" es probablemente
la palabra clave de la idea de historia para Herder. La
tradición es justamente lo que desechó el racionalismo
ilustrado, y es ahí donde verdaderamente radica, y no en la
biología ni en el cerebro, el alma de la gente.
Curiosamente, a este transcurso de una mentalidad unitaria
a través de las generaciones y las personas que es la
tradición, Herder dice que "podemos, partiendo del cultivo
del agro, llamarla cultura" (1784, p. 262), que es
aproximadamente la acepción actual del término (Danziger,
1983, p. 132): nadie puede substraerse a su tradición ni a
27

su cultura (1784, p. 263); la tradición es el espíritu de


la humanidad (1784, p. 265). Las tradiciones son aquellas
creaciones colectivas, impersonales e inmemoriales, no
imputables a nadie en particular que constituyen la marca
de un pueblo durante su vida, que lo hace distinto de los
demás en su esencia y único e irremplazable, pero no son
algo estático, porque si no su conocimiento no sería
histórico, sino que la tradición va cumpliendo una función
formadora sobre la gente que nace; y la gente que vive, a
su vez, va incorporando sus actos y obras a la tradición a
la que pertenece (1784, p. 265). Si la psicología de
entonces (y la de ahora también) supone que cada individuo
tiene su alma, la historia de Herder afirma que la
tradición es el alma de todos. La inversión que hace Herder
es fundamental para toda psicología colectiva, a saber, que
el pensamiento no pertenece a los individuos, sino que los
individuos pertenecen al pensamiento, y como dice Berlin
(1965, p. 91), ahí está el origen de la noción de
pertenencia (Herder, 1784, p. 264): mientras que el
individuo ilustrado y moderno "posee" -objetos,
conocimientos, destrezas-, el individuo de la historia
"pertenece" -a un pensamiento, a una cultura, a una tierra.
La cosa cambia, mucho.
En fin, las tradiciones que considera Herder son
aproximadamente éstas: gobierno, religión, arte y ciencia,
algo muy interesante que puede denominarse "clima", y
lenguaje. Cada colectividad, idiosincráticamente, tiene y
mantiene una modalidad de organización que no es solamente
práctica, sino que repercute en su apreciación y
experiencia de la vida, y que no se puede trastocar por
mera voluntad individual. Asimismo, cada colectividad o
pueblo, en su evolución, requiere "la idea de lo invisible
dentro de lo visible" (1784, p. 290), de lo inmaterial
dentro de lo material, y en efecto, la serie de cultos,
28

ceremonias, ritos, en que consiste la religión, son las


presentaciones visibles de eso invisible; "la religión es
la tradición más antigua de la tierra" (1784, p. 287). "Con
las artes y las ciencias tenemos, pues, otra tradición que
acompaña al género humano" (1784, p. 276): las artes
constituyen los grandes momentos en que la historia
posibilita o logra el contacto "entre la idea y el signo,
entre espíritu y cuerpo", entre sujeto y objeto, entre uno
y lo otro; en las ciencias sucede algo parecido, que
consiste en que "se logra espiar a la naturaleza en el
mismo secreto de la creación" (1784, p. 276), y ese dato
puede entonces ya ser aplicado a nuevos efectos de la
naturaleza; en ambos casos, ciencia y arte, se trata de la
asistencia al momento mismo de la creación de la realidad,
y cada colectividad lo hace a su manera, pero ninguna no lo
hace. Es interesante, y bastante romántico, que a Herder no
le importen los resultados materiales de las invenciones y
aplicaciones técnicas, sino el momento extático en que
suceden, su instante poético.
La tradición del clima, un concepto de su época, es
una mezcla de naturaleza y costumbres. Herder pretendía
incluso desarrollar una "climatología fisiológica,
patológica y psicológica que comprendería el tipo de
inteligencia y sensibilidad de cada pueblo, de acuerdo al
ambiente en que se encuentra" (1784, p. 203), pero no, para
nada, en el sentido mecánico ilustrado de las causas y los
efectos, porque, para empezar, para Herder, no es posible
conocer la relación íntima entre una causa y su efecto, o
como él mismo dice, "no comprendemos ni un solo nexo entre
causa y efecto ya que no tenemos una inteligencia
intrínseca", o sea que, en rigor, no es posible conocer
tampoco la naturaleza interior de los objetos: "ninguna
inteligencia humana conoce objetos" (1784, p. 269). No hay
nada que pueda aseverar que la materia carece de alguna
29

cualidad espiritual toda vez que no hay espíritu sin


cualidades materiales (1784, p. 132), o dicho en otras
palabras, no hay separación entre sujeto y objeto, entre
naturaleza y costumbres. Por estas razones, la naturaleza,
o sea, el tipo de terreno, alto o bajo, la cercanía del
mar, la temperatura, alta o baja, bosques o piedras, aridez
o humedad, etcétera, constituyen una tradición de una
colectividad ya que junto con el suelo que se pisa aparecen
las peculiaridades de una forma de inteligencia práctica,
esto es, cómo sobreviven, qué comen, cómo se mueven, cuánto
duermen, y el tono de la voz, el acento del idioma, la sal
de sus comidas, el azúcar de sus bebidas: "el trabajo que
ejecuta, los vestidos que usa, hasta la posición que
prefiere habitualmente para sentarse (1784, p. 203), con lo
cual, según Herder, puede hacerse "la mejor metafísica del
sentido común" (1784, p. 273). Así como la historia es el
pensamiento de la sociedad, la naturaleza también lo es.
Ahora bien, la gran tradición de Herder es el
lenguaje. Antes de sus dos filosofías de la historia (1774,
1784), había escrito, en 1772, un tratado sobre los
orígenes del lenguaje, que resultó ser importante, y donde
concluía, según Gadamer (1960), que al lenguaje finalmente
no se le podrían rastrear orígenes, y que representaba la
corriente heredada más profunda y primigenia de los
pueblos. De hecho, lejos de los ambientes intelectuales, el
gran gusto personal de Herder eran las canciones populares,
los cuentos, las leyendas, los mitos (Béguin, 1939, p. 200)
que la gente se relataba (S. Corcuera, 1997, p. 20) y que
venían desde nunca y desde siempre, porque Herder veía en
ellos la verdadera historia del corazón del pueblo, ya que
el lenguaje en general, y cada idioma en particular,
mostraba "el carácter y el intelecto del pueblo": los
nombres, las onomatopeyas, las interjecciones, las
metáforas y otras figuras, la estructura y la sintaxis, en
30

cada cultura eran verdaderamente diferentes, de manera que


"el genio de un pueblo no se revela en ningún lugar mejor
que en la fisonomía de su lenguaje". Lo que Herder sentía
por el lenguaje popular era profundo cariño, y, políglota
que era, hace lo que Marcia Bunge (1993, p. 12) califica
como la primera gran antología de la literatura universal,
que se intitula "Las Voces de los Pueblos en Cantos" (Praz,
1963, p. 82), donde están incluidas -nótese la erudición-
traducciones suyas del inglés, español, escocés, italiano,
escandinavo, griego antiguo, latín, eslavo y báltico. Para
Herder, en tanto expresión de la colectividad, los cantos
populares son la más alta expresión de la poesía. Para que
mejor se entienda, baste decir que tradujo el poema del Cid
al alemán (Praz, 1963, p. 82; M. Bunge, 1993, p. 12). En
suma, el lenguaje es la tradición más profunda, amplia,
antigua y expresiva de las colectividades, ya que en él
radica su mentalidad. Ahora bien, la concepción de Herder
del lenguaje es por lo menos interesante: para él el
lenguaje es una entidad espiritual, no corporal (1784, p.
141), y por lo tanto, el lenguaje no está capacitado para
expresar cosas, "ningún lenguaje expresa objetos, sino
nombres", razón por la cual el lenguaje no sirve para
conocer la realidad física, de manera que no es un órgano
del intelecto, sino que es un órgano del corazón, esto es,
el lenguaje está hecho para designar sentimientos, ideas
afectivas, y por eso, dice Herder, el lenguaje es como
música, porque en él, lo que está presente, es el amor, la
reverencia, la adulación, el miedo. "Es un lenguaje de
emociones, un lenguaje de padre y madre, de niño y amigo",
según él (1784, p. 272). Se capta, efectivamente, su
romanticismo, su sangre poética, y es que, como dice
Gadamer (1960), para Herder, la poesía es el lenguaje
auténtico y originario, y el resto del lenguaje, como el
lenguaje técnico, es nada más su descomposición.
31

La historia de Herder es ciertamente una psicología de


los pueblos, según Wundt la llamará más tarde, retomando,
poco menos que a la letra, las tradiciones de Herder. Lo
que Herder quería hacer era "un libro sobre el alma humana,
una historia del alma humana a través de los tiempos de los
pueblos" (citado por Cassirer, s.f., p. 268), y después
Herder añade: "¡qué libro sería éste!". Y por la naturaleza
de su objeto, el método de conocimiento no puede ser la
obtención de datos ni otras documentaciones al estilo
ilustrado, sino que, como dice Herder, hay que meterse
dentro de los sentimientos de la gente, reconstruir dentro
de uno mismo la forma de vida de ella hasta lograr, no
declararla, sino recordarla como si fuese la propia.
Intentar vivir la vida del objeto, tratar de pertenecer a
la tradición del pueblo que se estudia. De otro modo no hay
comprensión. Como dice Cassirer (s.f., p. 273), Herder hace
una interpretación anímico-espiritual, y lo que pretende es
una comprensión viva.
Aproximadamente exhaustivo, Herder esboza panoramas
históricos de la China, la Conchinchina, el Japón, el
Tíbet, el Indostán, los tártaros o Caldea (1784, libro
undécimo) con esa pretensión de sentir por sí mismo sus
culturas, después de lo cual, su posición no puede ser
otra, a saber, que no existen culturas superiores unas a
las otras, y mucho menos la cultura occidental de la
Ilustración, por lo que le desagrada severamente todo
amague de colonización y de aculturación. Antes bien, cada
cultura, perfecta en sus propios términos, debe averiguar
la interioridad de sus tradiciones y desarrollarse conforme
a ellas (Herder, 1784, p. 143; Berlin, 1965, p. 95): "cada
nación tiene su propio centro de felicidad dentro de sí
misma" (Herder, 1784, p. 43). Y por supuesto también, se
hace buenamente crítico del "hombre" de la Ilustración, de
"ese bruto impertinente europeo, que se cree por encima de
32

los tres continentes en nombre de las luces" (1784, p.


277). Y es que lo que tiene Europa es tecnología y riqueza,
pero, dice Herder, la historia permitirá decidir si eso ha
dado o podrá dar algo de felicidad, o si por el contrario,
fabrica necesidades gratuitas e inquietudes internas que
imposibilitan la felicidad humana (1784, p. 278). Herder se
pregunta si el ciudadano europeo es lo máximo a que debe
aspirar toda la humanidad (1784, p. 271): "¿acaso una
máquina calculadora sentada es de por sí el modelo de todas
las perfecciones humanas, su felicidad y su vigor?".

MICHELET
La vena poética es una constante romántica: así como Herder
tenía pasión por los cantos, en la otra punta del período
romántico oficial, Jules Michelet (1798-1874), el padre de
la historiografía francesa, era poeta, y bueno, "uno de los
grandes poetas románticos con que Francia contó en el siglo
XIX", dice Jacques Brosse en el Diccionario Bompiani
(González Porto-Bompiani, 1973), talento que le resalta
todo el tiempo: como si a veces hubiera un vínculo entre
literatura e historia, y cuando lo hay, emerge una
psicología de tipo especial. Michelet está claramente
influido por Vico (1688-1744), quien es un extraño caso de
adelantamiento de su época, y por Herder (Pichois, s.f., p.
104; Praz, 1963, p. 112). En 1827, él y su amigo Edgar
Quinet decidieron traducir a ambos: Michelet tomó a Vico y
Quinet a Herder. Nació en París, pobre y triste, hijo de un
tipógrafo despojado por Napoleón I, alcanzó muy prontamente
el éxito que no le alteró mayormente su melancolía ni,
sobre todo, su sentido de compromiso para con el pueblo de
donde proviene porque, como él mismo dijo, "el hombre de
genio, aunque alcance la grandeza, está del lado de los
pequeños" (1846, p. 192), y ciertamente, ya famoso, pierde
su puesto en el Colegio de Francia y retorna a la penuria
33

económica por negarse a prestar juramente ante Napoleón


III: "me mantuve pueblo" (Michelet, 1846, p. 72); en cuanto
a su melancolía, ésta se la alivia grandemente su
jovencísima esposa que le acompaña sus últimos años en una
vida tranquila y sonriente. En resumen de Mario Praz (1963,
p. 112), "Michelet es un erudito doblado de poeta que había
conservado la pureza y el impulso apasionado de un hombre
del pueblo".
Michelet encuentra en la historia su manera de ponerse
del lado del pueblo, en especial en su gigantesca Historia
de Francia, "obra maestra del romanticismo francés" (Praz
1963, p. 113), que inicia en 1833 y completa en 1869, cuyo
prefacio es una especie de manifiesto de lo que ha de
entenderse por historia, adonde destacan dos cosas, una,
que la sociedad no está hecha de individuos, y no tiene
nombres propios ni mucho menos héroes; en la historia, los
individuos no han hecho nada, "la sociedad lo ha hecho
todo" (Michelet, Introduction à l'Histoire Universelle,
citado por Pichois, s.f., p. 105). Y la otra, esa sociedad
no es un recuento de hechos sino que es "un alma y una
persona" (Michelet, Preface à l'Histoire de France, citado
por Pichois, s.f., p. 105, por Brosse, 1973, y por S.
Corcuera, 1997, p. 246). Cierto, para Michelet la sociedad
aparece como una entidad por sí misma y dotada de psique, y
esa psique es su historia, o en palabras suyas: "la
personalidad del pueblo, yo la he comprendido porque la he
seguido en sus orígenes históricos, viéndola venir del
fondo de los tiempos. Quien se quiera limitar al presente,
a lo actual, no comprenderá lo actual" (1846, p. 63). Se
aprecia bien como la psique y su historia son un mismo
objeto.
El 24 de enero de 1845 anota el título de un libro: El
Pueblo, concebido originalmente como una historia
especialmente medieval; Michelet había sido jefe de la
34

sección histórica de los Archivos Nacionales durante quince


años, de modo que, documentado, sí estaba, y además, para
tal libro, se pasó diez meses recopilando otros datos
histórico, y además, viajando por capital y provincias para
ver gente y escuchar sus conversaciones e inmiscuirse en
ellas (Viallaneix, 1974, p. 15), y un año exacto después,
el 24 de enero de 1846, escribe el último renglón y el
punto final. Este libro, reprobado por los académicos y
aclamado por los estudiantes, resulta interesante porque
Michelet se decide a dejar de lado todos su datos
recopilados, y en cambio, por decirlo así, toma todo el
pasado de este pueblo que va a estudiar y lo sintetiza en
su presente, haciendo pues una descripción del alma, del
"pensamiento instintivo" de la gente, como le llama
(Michelet, 1846, p. 165), un pensamiento que es al mismo
tiempo idea y acto.
Y ciertamente, para encontrar el alma del pueblo, como
él diría, Michelet se deshace de las apariencias
superficiales que un actualismo presentista podría
encontrar, y concluye que eso que busca no está, por una
parte, en lo excepcional y en lo espectacular, como, según
critica, tanto les gusta exponer a los autores ahora que
"el pueblo está de moda" (Michelet, 1846, p. 153), que
buscan al pueblo en la fealdad moral, en el amor errante,
en el robo y el ocio, pero, dice, si hubieran profundizado
un poco más en virtud de sus sufrimientos personales,
habrían visto que "el trabajo, el taller, la familia, la
más humilde vida de las gentes, contiene poesía" (1846, p.
63). Y es que para comprender el pensamiento profundo de la
sociedad, "hacen falta ojos y hace falta corazón para mirar
en esos rincones del hogar y en esas sombras de Rembrandt"
(1846, p. 63). Asimismo, por la otra parte, en una época y
en un país dado a las modas, llenos de novedades técnicas y
con tres convulsiones sociales de buen tamaño -1789, 1830,
35

1848-, y donde las clases altas y las noblezas son de


actitudes efímeras, volátiles y veleidosas, se percata de
que los cambios en el pensamiento de la sociedad son
lentos, como viniendo sólo "desde el fondo de la historia"
(Michelet, 1846, p. 157), es decir, que por debajo de los
cambios bruscos de la historia, hay una historia lenta, que
está en las costumbres, las tradiciones, las creencias, los
modos cotidianos de la vida, las formas de razonamiento,
etc. Esto importa teóricamente, ya sea porque encuentra
cuál es el paso y cuál es el rango adecuado para estudiar
el pensamiento colectivo, o ya sea porque se le adelanto
cien años a la idea fundamental de Fernand Braudel de la
"historia de larga duración" (S. Corcuera, 1997, p. 186), y
que Maurice Halbwachs supo retomar para elaborar su
concepto de memoria colectiva que, como psicología
histórica, es una maravilla.
Así es como, dice Michelet, se puede acceder a "las
profundidades donde recomienza la calidez social" (1846, p.
155), o a, en otra expresión igualmente cálida, "el vino en
la sangre" (1846, p. 159). El resultado es la descripción
de una forma de pensamiento, de sentimiento, de percepción,
de actividad, una forma de ser que tiene la forma esencial
de la simplicidad, "la simplicidad de corazón", que por lo
demás cataloga como "la más alta poesía moral" (1846, p.
166). Lo simple es aquello que se presenta como una unidad,
y que no se divide. "El espíritu de simplicidad" (1846, p.
185), de "los simples" (1846, p. 165), es aquél que no
divide el pensamiento, para el cual todas las cosas y la
vida en general se le presentan siempre como algo entero,
como una unidad viviente, y de la cual no puede extraer,
extirpar, cortar o fraccionar una parte, ya que esa parte
quedaría como algo muerto y por lo tanto carecería de
sentido y le quitaría el sentido al resto: "cada cosa es
una cosa entera, concreta, como la vida la presenta; en su
36

estado natural, organizada y viva" (1846, p. 165). Para el


pensamiento simple, cualquier división es costosa porque le
parece un desmembramiento, una escisión de la vida, porque
cualquier cosa es orgánica con respecto al resto, y por eso
la gente con espíritu de simplicidad se cuida de alterarla,
manosearla, de intervenirla, ya que eso implica sacudir el
estado general de "armonía vital" (1846, p. 183). Por lo
tanto, la simplicidad es reacia a todo pensamiento que
pretenda analizar, descomponer el objeto en sus partes, o
abstraer, sacar partes del todo, que es, precisamente, el
tipo de pensamiento que el cientificismo de la Ilustración
preconiza como modo de conocimiento; no hay, pues, como los
ilustrados pretenden, en el pensamiento del pueblo,
ignorancia, sino otro pensamiento, que no solamente ve las
cosas en su integridad o enteridad o unidad, sino que
cuando se topa con signos, indicios, parciales, los tiende
a recomponer automáticamente y necesariamente, para ver el
todo: si ve una mano, no ve una mano, sino un cuerpo
completo (1846, p. 183). En efecto, el espíritu de
simplicidad es un pensamiento que tiende a la unidad.
Es curioso que a la postre el pensamiento fragmentario
haya probado probablemente ser útil sobre todo técnicamente
pero haya probado ser dañino a la comprensión profunda de
las cosas más sutiles, como lo son la sociedad y el
pensamiento. El pensamiento simple, Michelet lo encuentra,
obvia decirlo, en la gente del pueblo y por lo tanto en la
historia de la sociedad, pero, este mismo pensamiento
vuelve a aparecer en otra parte, a saber, en el talento, en
lo que él llama, muy a la usanza de entonces, "los hombres
de genio" (1846, p. 182), es decir, aquéllos que después de
aprender a analizar y a abstraer son capaces de volver a
recomponer y sintetizar otra vez y volver a ver la realidad
en su unidad, en una suerte de "simpatía por la vida"
(1846, p. 184). Y así es como se da un entendimiento entre
37

los humildes y los talentosos, porque ambos, el pensamiento


del pueblo y el pensamiento del genio, tienen un parentesco
secreto, de manera que las personas de verdadero talento
"tienen una predilección particular por los niños y los
simples" (1846, p. 182); se entiende: los niños son simples
y el pueblo es niño (1846, p. 186). Y en correspondencia,
dice Michelet, la gente humilde, que suele intimidarse y
enmudecer frente a los mundanos, a los de los salones y las
escuelas, en cambio, "en presencia del genio sienten una
seguridad completa" (1846, p. 183). Michelet menciona a
Lafontaine y a Lagrange, pero nada más para que el lector
piense en Michelet.
Esta unidad simple no es, en última instancia, sólo
una descripción mental de la sociedad, sino una propuesta
de método de conocimiento, que es lo que Michelet pretende
hacer, ya que el pensamiento, la sociedad y la historia, y
asimismo el conocimiento que de ellos se tiene, aparecen
como siendo una y la misma entidad: mientras Michelet
describía el pensamiento del pueblo, iba describiendo
también el pensamiento de Michelet. Igual que historiador,
Michelet era filósofo, y enseñaba ambas disciplinas, pero
su sueño es que hubiera una ciencia universal que abarcara
todas las ciencias particulares (Pichois, s. f., p. 105):
ciertamente, la unidad. Mientras eso suceda, declara (1846,
p. 193) que, por lo menos, con su libro, hizo lo siguiente:
"vengué como pude a los simples del desprecio del mundo".

EL ESPÍRITU
Románticamente, el "alma" (Vgr. Béguin, 1939) era el
término que comúnmente se podía utilizar para referirse a
los pensamientos y sentimientos, pero denotaba
ineludiblemente una instancia individual, y además, traía
consigo ciertas cargas políticas de derecha contra lo
social y lo histórico, porque el alma es un asunto interno,
38

eterno e inmutable, cosa que a los reyes, los nobles y


demás creyentes de la alcurnia de la sangre les convenía
mucho. Por lo demás, términos como "conciencia" o "mente",
que más bien son ilustrados, eran, además de individuales,
también mecánicos, biológicos, cerebrales o neuronales. Y
por cualquiera de las dos razones, la palabra "psicología"
era francamente una palabra horrible, que ningún ser
pensante decente se atrevía a usar, no lo fueran a
confundir con partidario del alma. Así pues, el término que
se empezó a utilizar en vez de alma para denominar al
pensamiento y sentimiento de la sociedad, fue el de
"espíritu".
El término espíritu era de empleo usual en el lenguaje
común y corriente, un poco culto tal vez, que podía
connotar más o menos bien lo que quería decir, porque se
refería por una parte, a entes románticos, como las
criaturas inmateriales, muertos, espantos o ángeles, o sea,
a "los espíritus", y por otra parte, a una inteligencia que
no estaba exactamente depositada en los individuos, sino
que radicaba en una manera de ser, una forma de pensar, un
modo de vida, un humor ambiental, un clima, un ánimo y una
disposición más bien propias de la situación y no de nadie
en particular, como cuando se dice "espíritu de fineza" o
"espíritu de los tiempos" (Abbagnano, 1961). Efectivamente,
el espíritu no se encuentra en los individuos, sino al
revés: los individuos se encuentran en el espíritu, como en
el "espíritu del capitalismo".
El caso es que se denominó formalmente espíritu a esa
entidad pensante y sintiente que tiene el tamaño de la
sociedad y la magnitud de la historia. Cuando Humboldt
(1767-1835) lo usaba, era con referencia a la cultura
(Jahoda, 1992, p. 166). Hegel (1770-1831) ya lo había
introducido al pensamiento decimonónico designándolo como
"espíritu objetivo" (Collingwood, 1946, p. 124), con lo
39

cual quería decir, también, cultura (1807, pp. 288-289), y


da toda la impresión de que es de ahí de donde se retoma el
término cuando empieza a hacer falta, cuando la idea de una
entidad psíquica se consolida. Así como Hegel le puso el
apellido de "objetivo" para distinguirlo de connotaciones
subjetivas, que él mismo contempla ("espíritu subjetivo"),
así, la mayoría de los autores buscaron enfatizar, mediante
adjetivo, que era algo diferente a cualquier cosa
individual. Herder habló de "espíritu de los pueblos"
(1774, p. 38; Ibáñez gracia, 1989, p. 32; Jahoda, 1992, p.
94): "la noción romántica del espíritu de los pueblos",
menciona Gustav Jahoda (1992, p. 167); Moritz Lazarus usó a
veces el vocablo de "espíritu colectivo" (Jahoda, 1992, p.
166). Gustav Adolf Lindner (1828-1887), en un libro de 1871
(Ibáñez gracia, 1989, p. 54) habla de un "espíritu público"
(Blanco, 1988, p. 40), que en realidad se usaba
corrientemente desde antes, al igual que "espíritu común" o
"espíritu general" (Habermas, 1962, pp. 127, 129). Aquí hay
metida una escaramuza de traducciones (geist, l'esprit,
mind; Cfr. Blanco, 1988; Jahoda, 1992, passim), de donde
salen disparados otros términos también empleados como
"mente colectiva" o "conciencia colectiva".
En fin. Ahora bien, tal vez la definición más oportuna
y conclusiva de espíritu sea la versión que da Abbagnano
(1961) de Spranger: "las formaciones suprapersonales o
colectivas de la vida histórica" (otra traducción, menos ad
hoc, es la que sigue: "los complejos transubjetivos y
colectivos de la vida histórica" -Spranger, 1914, p. 25).
Una vez instalada la idea del espíritu en el "espíritu de
la época", resultó inofensivo y aceptable utilizar ya el
término del alma como lo hizo Michelet y lo hace Wundt,
hablando del "alma de los pueblos" (Danziger, 1983, p.
140), y una vez sentado los precedentes, proceder a
utilizar el término psicología, tan feo antes, como
40

"psicología colectiva (Durkheim, 1898) o "psicología de los


pueblos" (Wundt, 1912). Después de todo, las palabras alma
y espíritu tienen ambas una misma etimología: las dos
significan "aire" o "aliento", eso vital que flota entre
nosotros.

WUNDT
Quizá no esté de más decir que "pueblo" no quiere decir
población, sino que quiere decir espíritu (Wundt, 1912, p.
4), y quiere decir gente, cultura y tradición; por ende
comprende su historia. Para cuando terminó el período de
romanticismo intenso, hacía la década de 1850, la idea del
espíritu de los pueblos se respiraba en el ambiente
(Jahoda, 1992, p. 171), y filósofos e historiadores se
referían a ella, aunque siempre con vaguedad. Por eso, en
este ambiente, un filósofo etnólogo, alemán de origen
polaco, Moritz Lazarus (1824-1903), y un filósofo
lingüista, Hajim Steinthal (1823-1899), consideran el
argumento de que la disciplina que mejor puede clarificar
el espíritu de los pueblos es la psicología, y así, acuñan
el término "psicología de los pueblos" y le fundan una
revista en 1860, la cual, mal que bien, impresionó (Jahoda,
1992, 196) suficientemente al fundador de la psicología
experimental, Wilhelm Wundt.
Wundt (1832-1920), trabajador incansable, señor de
costumbres, mente enciclopédica, que produjo una mole
monumental de escritura, aunque algunas envidias afirmaran
que eso se debía que J. M. Catell, su primer ayudante
(Bonin, 1983), al regresar a los Estados Unidos, le dejó su
máquina de escribir (Farr, 1996, p. 24), y con tanta
tecnología, ya era fácil, pero eso no es cierto, porque más
bien se debió a que "evitaba ceremonias públicas, nunca iba
a congresos, le disgustaba viajar y difícilmente tuvo
41

alguna vez un día festivo" (Hearnshaw, citado por Farr,


1996, p. 24).
Wundt fue por mucho tiempo víctima de sus discípulos
norteamericanos, que no entendieron jamás su metafísica y
descalificaron su psicología colectiva (Jahoda, 1992, p.
211; Farr, 1996, pp. 30-31, 63), en especial, y con
especiales ignorancia y mala fe, Titchener (Hothersall,
1984, pp. 135-136). Pero ahora, ya reinstalado en la teoría
social, en mucho gracias a las investigaciones de Robert
Farr, desde hace algún tiempo (Cfr. Allport, 1969), se
puede saber de un interés temprano, hacia los treinta años,
y creciente, curso tras curso, edición tras edición de sus
libros, dándole cada vez mayor importancia (Cfr. Jahoda,
1992, pp. 198-200) a lo que él, viniendo de la psicología y
no de la historia, prefería denominar "alma" de los pueblos
o conciencia colectiva (Jahoda, 1992, pp. 161, 201, 203),
y, tras considerar los títulos de "psicología colectiva"
(Allport, 1969), "psicología cultural" (Jahoda, 1992, p.
209) e incluso "psicología social" (Jahoda, 1992, p. 211),
le dedica la última parte de su vida a lo que finalmente
decidió denominar psicología de los pueblos.
Toma el término de Lazarus y Steinthal, quienes,
efectivamente, se referían a una psicología del espíritu
objetivo, es decir, del pensamiento, las obras y las
instituciones de una sociedad, y hace en consecuencia la
historia de este espíritu objetivo como su forma de
existencia y su modo de comprenderlo (Jahoda 1992, pp. 169-
174), pero, mientras ellos tomaban las ideas de Herbart,
para quien no existía tal cosa como un alma colectiva sino
que lo único real eran los individuos (Jahoda, 1992, p.
165), Wundt en cambio, toma las ideas de Herder, y "mi
impresión -dice Jahoda- es que Herder normalmente anticipó
de manera más aproximada el concepto de alma de los pueblos
que Lazarus y Steinthal" (1992, p. 175).
42

Wundt define a la psicología de los pueblos como el


"campo de investigaciones psicológicas que se relacionan
con aquellos procesos que, debido a sus condiciones de
origen y desarrollo, están ligados a las colectividades
mentales" (citado por Jahoda, 1992, p. 201). Y considera,
asimismo, que la mentalidad colectiva está depositada o
constituida por: el lenguaje, los mitos (Park y Burgess,
1921, p. 21), las costumbres (Danziger, 1983, p. 141), la
moral, el arte (Jahoda, 1992, p. 203), la religión y los
fenómenos de cognición (Farr, 1996, p. 42). Como puede
observarse, estos temas son directamente parecidos a los
que presenta Herder en sus tradiciones. Ahí está el
romanticismo de Wundt, y pareciera que toda su psicología
de los pueblos es la filosofía de la historia de Herder. Y
donde hay otro encantador romanticismo wundtiano es en su
"metafísica científica" (c. 1880), donde afirma que "sólo
podremos enumerar como metafísicos aquellos ensayos hechos
para lograr una concepción unitaria del mundo", aunque ya
no sea romántico el hecho de que agregue "como punto de
partida la necesidad científica de conocimiento" (P. 202).
Lo que sí descarta Wundt es el "clima", aquel conjunto raro
de geografía, meteorología, bártulos y construcciones que
mencionaba Herder, y la razón es que, como dice Gordon
Allport (1969, p. 113), Wundt se tenía por muy psicólogo, y
entonces para él la mente no podía estar depositada en "los
aspectos materiales y tecnológicos de la cultura". Un error
que se sigue cometiendo en toda la psicología.
Wundt expuso durante toda su vida académica una tras
otra vez su idea creciente de la mente colectiva,
terminando su carrera con la redacción de una Psicología de
los Pueblos en diez volúmenes, que, según Jahoda, en su
cuidadoso, puntual e inteligente libro sobre la mente y la
cultura, no es para nada la esencia de su teoría: "si
alguien se embarcara en la heroica tarea de leer los diez
43

volúmenes con este propósito, probablemente quedaría


defraudado" (1992, p. 200). Wundt tiene otra obra titulada
Elementos de Psicología de los Pueblos, que de ningún modo
es un resumen del trabajo mayor (Jahoda, 1992, p. 199),
como todo mundo cree, sino el libro correcto de una
psicología histórica.
Lo que plantea Wundt es que las formas superiores del
pensamiento, tales como la percepción y la memoria, o la
voluntad y el sentimiento (Schaub, 1915, p. ix), son
asuntos que no están contenidos en la conciencia
individual, y que su génesis y desarrollo no pueden ser
explicados por ella, sino por una conciencia colectiva, que
no tiene la edad del individuo, sino la edad de la historia
de los pueblos, que es la que piensa con lenguaje, mitos,
artes, costumbres, porque, como dice Wundt, "el lenguaje no
es la obra casual de un individuo, sino del pueblo que lo
ha creado" (1912a, p. 2). Esta conciencia colectiva no es
racional, ni intencional, ni tan siquiera consciente, así
que de ninguna manera puede ser reducida a las conciencias
individuales (como lo suponían Herbart o Lazarus y
Steinthal), las cuales, apenas pueden ser conscientes por
sí mismas de sus sensaciones, que es lo mismo que decía
Hegel de aquello que llamó espíritu "subjetivos" (vs.
espíritu objetivo): en la conciencia individual no cabe el
pensamiento humano; en la edad del individuo no cabe el
desarrollo del pensamiento, que tiene la edad de la
historia (Farr, 1996, p. 25). De hecho, poco a poco, a lo
largo de su vida, Wundt se da cuenta de que en última
instancia, todo lo que pueda llamarse pensamiento humano es
conciencia colectiva: "todos los fenómenos de los que se
ocupan las ciencias psíquicas, son, de hecho, producto de
la colectividad" (1912a, p. 2), porque el pensamiento o la
imaginación individuales son procesos que están contenidos
y son comprensibles en el lenguaje o en los mitos, por lo
44

que "la psicología de los pueblos es una totalización de


una psicología de la conciencia individual" (Wundt, 1912a,
p. 3). Por lo tanto, la psicología de las sensaciones que
el mismo Wundt logró aislar en el laboratorio para
observarlas con métodos experimentales, no alcanza y no
sirve, según este mismo Wundt, para comprender la
psicología de los pensamientos que tiene la sociedad, los
cuales sólo pueden ser interpretados históricamente; en
efecto, entender la historia del arte es entender el
proceso de constitución humana de los sentimientos. Así
como Herder y Michelet cayeron en la cuenta de que la
historia era una materia psíquica, Wundt y Durkheim se
dieron cuenta de que la psique es una entidad histórica:
"cultura e historia son simplemente formas de
acontecimientos psíquicos" (dicho por Wundt en 1920, citado
por Jahoda, 1992, p. 205); "la conciencia individual es
totalmente incapaz de darnos la historia del pensamiento
humano" (Wundt en 1916, citado por Farr, 1996, p. 25).
Así pues, Wundt, para comprender al pensamiento, a la
mente, a la conciencia, al alma o como se le diga, requiere
hacer una historia de ella, porque, como él dice, "la
historia es realmente un recuento de la vida mental"
(1912b, p. 522), y por lo tanto, toda historia es una
"historia de la mente" (1912b, p. 509). Es por eso y para
eso que Wundt se pone a rastrear -demasiado lejos, es
cierto, igual que Durkheim- la naturaleza del pensamiento
en los orígenes del lenguaje, los mitos, etc., de los
pueblos, los cuales, a su modo de ver, pasan por diversas
épocas como primitiva y totémica, diversos períodos como
heroica, de los imperios, mundial, donde se van
incorporando las cualidades al pensamiento con las que
pensamos actualmente. Ciertamente, (Wundt, 1912b, p. xvi)
"la base de una filosofía de la historia debiera ser una
historia psicológica".
45

Y la vida es aliada de quien la aprovecha, y a la


muerte se la hace esperar en esos casos. Y Wundt, que
empezó a redactar finalmente su psicología de los pueblos
cuando ya se acercaba a los setenta años, tuvo tiempo de
terminarla con calma, y, en palabras de Robert Farr (1996,
p. 34), "terminó el último volumen de la Psicología de los
Pueblos en 1920 y, como medida de prudencia, le añadió una
breve autobiografía y, dos semanas más tarde, murió".

DURKHEIM
El concepto de psicología histórica es una especie de
conclusión necesaria, lléguese desde donde se llegue: a
Herder y a Michelet, al hacer historia, se les aparece como
revelación el carácter psíquico de la sociedad, y Wundt y
Durkheim, haciendo psicología colectiva, se dan cuenta de
la sustancia histórica del pensamiento. Émile Durkheim
(1858-1917), alsaciano, el sociólogo francés por
excelencia, publica, en el mismo 1912 que Wundt, su texto
clásico sobre el pensamiento de la sociedad que lleva por
título Las Formas Elementales de la Vida Religiosa, cuya
argumentación es que la religión en su acepción básica
obtiene sus características de la vida de la sociedad: "la
causa de que está hecha la experiencia religiosa es la
sociedad. La sociedad es el alma de la religión" (Durkheim,
1912, p. 430). Sin embargo, su tesis de fondo es que la
forma del pensamiento es estrictamente la forma de la
realidad colectiva (Durkheim, 1912, p. 15). Al igual que
Wundt, en un momento dado (1898, p. 49n.), Durkheim
denomina a su disciplina "psicología colectiva", y al igual
que Wundt, para poder entender el pensamiento, retrocede a
sus orígenes, en el entendido propio de la historia de que
si no se conoce la génesis y el desarrollo del pensamiento,
lo que se desconoce es el pensamiento: el pensamiento es su
historia. Para saber en qué consiste el pensamiento actual,
46

la historia es el único método posible, porque con ella se


puede ver cómo se va constituyendo y cuáles son sus
elementos constitutivos (Durkheim, 1912, p. 9). Para saber
de qué está hecho el pensamiento, dice Durkheim, "no sería
suficiente que interrogáramos a nuestra conciencia; hay que
mirar fuera de nosotros, hay que observar la historia"
(1912, p. 22), y, como dice Peter Burke (1992, p.21),
Durkheim había leído "mucha historia".
Y cuando Durkheim va al fondo de la historia, a los
"orígenes" que, como él mismo dice, son relativos porque
"no comienzan en ninguna parte" (1912, p. 13), buscando el
pensamiento, lo que encuentra es, ciertamente, a la
sociedad que hace los pensamientos en la forma de lo que
denomina "representaciones colectivas", conciencia
colectiva, "pensamiento colectivo", cuyas formas más
básicas son las categorías conceptuales, tales como la idea
de tiempo, espacio, género, número, causa, sustancia,
personalidad, etc., objetos éstos que no son ni
artificiales ni naturales, sino "obras de arte" (1912, p.
25n.), y que consisten en los pensamientos previos a
cualquier otro pensamiento, a partir de los cuales se hacen
los demás pensamientos, y que se imponen al espíritu sin
necesidad de prueba (Durkheim, 1912, pp. 14, 20), y
configuran así, por tanto, los marcos del pensamiento y los
marcos de la vida mental (1912, p. 449), y que se
encuentran objetivamente en la vida de la sociedad, porque,
por ejemplo, el tiempo en tanto categoría conceptual es, en
rigor, el ritmo de la vida de la sociedad, el espacio es la
manera diferencial de habitarlo, la representación de
género está en los grupos, clanes y clases de la sociedad
(Durkheim, 1912, p. 453), y así sucesivamente: el
pensamiento es la misma sociedad hecha en la materia del
espíritu. Y así, efectivamente, este pensamiento colectivo
no se ha generado en la conciencia de ningún individuo, ya
47

que lo excede, lo antecede y lo rebasa, y la conciencia


individual sólo puede empezar a pensar cuando se encuentra
entre los marcos de la conciencia colectiva.
Sin embargo, la gran categoría, para Durkheim, es la
categoría metafísica de los románticos: la de la unidad o
totalidad, la idea directriz de que todos los elementos
constituyen una unidad y esa unidad abarca todo, la cual,
no puede provenir de una parte, y por lo tanto no puede
provenir de las conciencias individuales (1912, p. 450). El
todo o la totalidad, como categoría por excelencia del
pensamiento, incluye, efectivamente, a todos los conceptos,
a todos los objetos que se encuentran en el mundo, y al
mundo también, y también al universo, por lo que,
ciertamente, el universo y el mundo tal como son concebidos
existen debido a que están pensados por la sociedad, de
modo que, en última instancia, la verdadera y última
totalidad es la sociedad, donde "el universo llega a ser un
elemento de su vida interior", y la sociedad, "ella misma
es el género total fuera del cual nada existe" (Durkheim,
1912, p. 451); el concepto de totalidad no es más que la
forma abstracta del concepto de "sociedad", o dicho ya de
plano, "totalidad, sociedad, divinidad, sólo son una sola y
misma noción" (1912, p. 457n.).
Puede decirse que con Durkheim, la idea del
pensamiento colectivo, aquél que se genera, se desarrolla y
vive por sí mismo, con sus propias leyes, y donde sus
sentimientos, ideas e imágenes "se llaman, se rechazan, se
fusionan, se segmentan, proliferan" con "una independencia
bastante grande como para que a veces se goce en
manifestaciones sin fin, sin utilidad de ningún tipo, por
el solo placer de afirmarse" (1912, p. 435), alcanza su
punto más radical, casi como de manifiesto, razón por la
cual puede decirse que en su trabajo, y en éste referido
precisamente, puede localizarse algo así como la condición
48

no negociable de toda psicología colectiva; como dice


Durkheim, "un ser social que representa en nosotros la más
alta realidad, en el orden intelectual y moral que podamos
conocer por la observación, entiendo por esto la sociedad"
(1912, p. 20). Al igual que Wundt, Durkheim era riguroso en
su trabajo, y al igual que él, era antirreduccionista,
porque "la sociedad es una realidad sui generis: tiene
caracteres propios que no se encuentran, o que no se
encuentran bajo la misma forma, en el resto del universo"
(1912, p. 20); de hecho, estas dos cualidades son las que
Durkheim retiene del curso que tomó con Wundt. Pero
Durkheim es el más irredento, recalcitrante y feroz
antirreduccionista que puede encontrarse en la biblioteca,
razón por la cual hay un paradójico y notorio desdén por la
psicología, al mismo tiempo que su objeto de estudio es el
pensamiento y la conciencia. Lo que detestaba Durkheim de
la psicología era el individuo (Farr, 1996, p. 42), y es
que, según Durkheim, "hay una irreductibilidad de la razón
a la experiencia individual" (1912, p. 20).
El antirreduccionismo radical de Durkheim se debe,
parece ser, a que ha sido capaz de vislumbrar la extrañeza
frágil de la sociedad, este objeto precioso que se deshace
en las manos de los torpes, porque no consiste en
poblaciones, en productos, en funciones y en otros
atributos así de burdos, sino en sutilezas y rarezas como
de flor azul, difíciles de precisar e imposibles de
encasillar, porque la sociedad es más que una cosa tangible
y positiva: es un pensamiento, que desaparece cuando se le
coloca en las jaulas que hacen los cientifícistas, ésas que
llaman esquemas. Los lugares, los ritmos, los grupos, son
los pensamientos de la sociedad: "una sociedad está
constituida ante todo por la idea que se hace de sí misma"
(Durkheim, 1912, p. 434). El pensamiento que hace
casilleros queda encasillado. La sociedad no crea
49

artificialmente las categorías de espacio, tiempo o género,


sino que se las encuentra dentro de sí misma. A Durkheim
por lo común se la ha considerado un académico duro, seco,
sin entusiasmos ni ternuras, y tal vez lo sea en el ámbito
de la academia, pero en el aislamiento de su escritura,
cuando se encontraba a solas con su objeto de estudio, con
la flor azul de su objeto de estudio, se le detecta un
romanticismo profundo: una vez que él, o su lector, se
imbuye en su teoría social, empieza a sentirse la pasión y
el cariño de alguien por su objeto de estudio, sobre todo
cuando se vuelve extremo y aforístico, cuando dice, por
ejemplo, "la conciencia colectiva es la forma más alta de
la vida psíquica" (Durkheim, 1912, p. 453), cuando desdeña
por razones éticas la vida y el pensamiento individuales
como centro de una disciplina, y dice entonces que "la
ciencia y la moral implican que el individuo es capaz de
elevarse por encima de su punto de vista propio y de vivir
una vida impersonal" (1912, p. 454), que "no es más que
otro nombre dado al pensamiento colectivo". Y finalmente
cuando, al referirse a la sociedad, sin darse cuenta, la
empieza a tratar como a su prójimo, o incluso alguien un
poquito más cercano, y dice "este ser especial que es la
sociedad" (p 445), que goza de "propiedades maravillosas"
(p. 446), que "dispone de una potencia creadora que ningún
ser observable puede igualar" (1912, p. 455). "Su" sociedad
es un alguien, y es ese alguien protector que nos ha dado
los ideales y la fe (Durkheim, 1912, p. 434). Dicho sin
rodeos, Émile Durkheim es un académico enamorado a
escondidas de su objeto de estudio. Debe haberle temblado
el pulso al escribir. Y Durkheim termina diciendo (p. 436):
"pues una fe es ante todo, calor, vida, entusiasmo,
exaltación de toda la actividad mental, transporte del
individuo por encima de sí mismo. El único centro de calor
50

en el que podríamos entibiarnos moralmente es el que forma


la sociedad de nuestros semejantes".

EL NOMBRE DE LA PSICOLOGÍA HISTÓRICA


La sociedad es una entidad psicológica e histórica. Los
tres términos pueden permutarse a gusto. En las
circunstancias ya descritas y entonces generalizadas, sobre
las cuales ahora es natural decir que, por ejemplo, "la
psicología de los pueblos es una especie de historia
psicológica de la humanidad" (Blanco, 1988, p. 37), o que
había entonces una "psicología de los hechos históricos"
(Blanco, 1988, p. 44), el hecho de que apareciera
formalizado el nombre de la psicología histórica, ya es
mera cuestión de ocasión. En el año 1900 está presente, y
viene de dos flancos esperables, del lado de la cultura
alemana de Wundt, y del lado de la cultura francesa, casi
se diría alsaciana (Cfr. Burke, 1990. pp. 20 ss.) de
Durkheim, con Lamprecht y Berr respectivamente.
Karl Lamprecht (1856-1915) es un historiador, causante
de lo que se denominó la "controversia (Burke, 1990, p. 17)
polémica (Burke, 1992, p. 25), el pleito Lamprecht"
(Cassirer, 1920, p. 336), de donde se puede aprender que
además de controvertido era un señor por lo menos
antipático, "cuya vanidad y arrogancia no le granjearon las
simpatías de sus colegas" (Jahoda, 1992, p. 184), y que se
echó en contra a todos los historiadores positivistas del
momento al plantear que "la historia moderna, es, en primer
lugar, una ciencia sociopsicológica" (Ibáñez gracia, 1989,
p. 52; Burke, 1990, p. 17; 1992, p. 25), ya que la historia
no lo es de los políticos ni de las guerras ni de los
decretos ni de los archivos, sino que es una "historia
colectiva" (Burke, 1992, p. 25), esto es, una historia de
la vida mental de las sociedades, de los "estados psíquicos
colectivos" (Jahoda, 1992, p. 184), donde cada época tiene
51

una determinada "tónica psíquica" (Cassirer, 1920, p. 345),


que informa y da estilo a toda una sociedad. Por estas
razones, Lamprecht se apoya, más que en fuentes típicas de
historiadores, en obras culturales tales como las artes
plásticas (Cassirer, 1920, p. 348) y demás condiciones
culturales (Jahoda, 1992, p. 184), y de hecho, se apoya y
se influye en Herder, en lo "anímico" que tiene su
historia, o como decía Lamprecht (citado por Cassirer,
1920, p. 337n.), la "concepción estusiástica del elemento
psicosocial de la historia". No obstante estas buenas
recomendaciones, Lamprecht parece ser contradictorio,
porque, además de ser impreciso, desaseado y hasta falso en
sus datos y fuentes, el tipo de psicología que a veces
tienen en mente es más bien una psicología individual y
experimental, de índole biologicista, como si no tuviera
ninguna idea sólida de lo que era la psicología a la que
tanto aludía, y por ende, como si a veces su historia se
tratara nada más de una psicología individual a gran escala
(Jahoda, 1992, p. 186) y como si la historia se pudiera
explicar por las "leyes científicas del individuo"
(Cassirer, 1920, p. 341). Es comprensible que le diera mal
sabor de boca a historiadores y psicólogos colectivos; por
ambos lados le erraba, y no bastaba entonces que soliera
declarar que se basa en la psicología de los pueblos de
Wundt, y tampoco parece bastar que Wundt haya hablado bien
de él (Jahoda, 1992, p. 186), porque, después de todo, era
su colega en Leipzig (Burke, 1992, p. 25), y para eso han
de estar los colegas. Parece pues, que la de Lamprecht es
una psicología histórica que proviene de la psicología, de
la psicología leída por un historiador no muy concienzudo,
y no alcanza a entender la irreductibilidad social; por eso
puede tratarse más bien de una historia psicosocial, y no
de una psicología histórica.
52

Más interesante y menos controvertido resulta en


cambio Henri Berr (1863-1954), ciertamente estimado por su
comunidad, tal vez por el papel nada protagónico sino
velado pero enormemente valioso que jugó en la
historiografía francesa, y es que no se dedicó a escribir,
aunque también lo hizo (en 1911 escribió un artículo sobre
"la síntesis histórica" y en 1935 publicó La Historia
Tradicional y la Síntesis Histórica), sino editar y
publicar lo de otros. Suya es, especialmente, la Revista de
Síntesis Histórica, en donde se propone, como en crisol,
vaciar todas las disciplinas afines para con ello
constituir una "psicología colectiva", que no era otra cosa
que una "psicología histórica" (Burke, 1990, p. 19; L.
Moya, 1996, p. 66; S. Corcuera, 1997, p. 165), está sí (en
contradistinción con la de Lamprecht), abrevando de las
ciencias sociales y del espíritu, no naturales e
individuales. Además también fundo una Biblioteca de
Síntesis Histórica, que publicó por lo menos cien libros
(Britannica, 1991) sobre el tópico (y otra revista de
ciencias, y otra serie de libros sobre la cuestión
alsaciana).
La revista de Henri Berr es más interesante porque,
entre otras cosas, allí publicaron dos jóvenes
historiadores, Marc Bloch (1886-1944) y Lucien Febvre
(1878-1956), ambos fundadores a su vez de la revista
conocida como los Annales, asunto que rebasa ya este texto
(Cfr. Burke, 1990), quienes siguen considerando a lo largo
de sus vidas que su obra es Psicología Histórica (Burke,
1990, p. 113).

PRIMER EPÍLOGO
Lo que sucedió con el concepto de psicología histórica una
vez constituido fue lo siguiente: se deshizo. Lo deshizo la
indiferencia del presente. En efecto, las generaciones
53

académicas que siguieron a aquélla de Wundt y Durkheim


abandonaron la historia como modo necesario de la
comprensión de la realidad, y la cambiaron por los datos
que se podían extraer de la inmediatez de la actualidad.
De un plumazo, la actualidad se puede desentender de
la historia porque la actualidad, siempre tan pujante y tan
de avanzada, considera falto de interés el hecho de la
pertenencia a la sociedad, al pueblo o la colectividad,
como pretendía el romanticismo, lo cual se alcanzaba
profundizando en las tradiciones y en los orígenes, y
empieza a ser de interés solamente la aplicación práctica
de los conocimientos. Como dice Tomás Ibáñez (Ibáñez
gracia, 1989, p. 44), "la predicción se convertía en la
piedra de toque del saber eficaz, plenamente identificado
con el saber científico. El historicismo y la 'comprensión'
no podían sino constituir meros entretenimientos más o
menos filosóficos". Y, ciertamente, de una circunstancia
inmediata, actual, presente, y de paso, no se pueden
extraer mayores tradiciones, raíces, orígenes, pertenencias
ni sensibilidades, sino únicamente funciones, relaciones,
interacciones, operaciones, asuntos que resaltan
inmediatamente en el pleno modus operandi de la vida. El
ejemplo que da Peter Burke de este "viraje hacia el
presente" (1992, p. 23) es el de la Universidad de Chicago,
que, fundada en 1892 y con un historiador como primer
presidente (Albion Small), rápidamente se olvida de la
historia, y se aplica a observar sobre la marcha los hechos
de su propia ciudad. Y es que en los Estados Unidos de
Norteamérica no se ve mucho pasado alrededor. En la
Universidad de Chicago es donde florece precisamente la
psicología social norteamericana en su mejor faceta, con
George Herbert Mead, alguna vez discípulo de Wundt. También
brillaron otras ciencias sociales y humanas, como la
sociología y el urbanismo y la filosofía.
54

EL CONCEPTO DE PSICOLOGÍA COLECTIVA:


CONCEPTO II: LA PSICOLOGÍA PÚBLICA: LA INTERACCIÓN

.-Las Fuerzas Interiores. De la democracia; de la farmacia;


de las especies.
.-La República de la Interacción.
.-La Imitación.
.-Esto no es Física.
.-El Campo.
.-La Vida Cotidiana.
.-El Teatro.
.-El Orden de la Interacción.
.-Segundo Epílogo.

En el fondo, no era un charlatán, y aunque tampoco era un


oceáno de integridad intelectual, Mesmer, aquel médico
alemán que se vestía de túnicas orientales y recibía en
algo más parecido a una capilla que a un consultorio, y
curaba a sus pacientes provenientes de la nobleza haciendo
pases mágicos y conjuros estrambóticos, era, pese a todo,
un profesional serio y dedicado, además de exitoso, cuyo
único problema es que no sabía explicarse cómo efectiva y
constatadamente curaba a la gente de su ceguera, parálisis,
reumatismo o lo que fuera. Probablemente era un buen
hipnotizador, pero como Charcot (1825-1893) todavía se
tardaba en nacer, trató de entender la causa de sus
curaciones mediante un fenómeno que denominó “magnetismo
animal”, derivado en realidad de la idea de un físico
inglés sobre la “gravitación animal”, según la cual la
fuerza de gravedad de los planetas influía en la salud. Lo
de “animal” es comprensible, ya que trataba con seres
vivos; lo de “magnetismo”, también: el magnetismo, como
también la gravitación, era un fenómeno que estaba de moda
a finales del siglo XVIII tanto en círculos ilustrados como
populares, porque era evidente y no obstante, sorprendente,
y carecía por lo pronto de explicación; se trataba de una
55

fuerza que no se veía ni pesaba en las balanzas y que sin


embargo movía objetos, atrayéndolos o repeliéndolos sin
motor ni palanca aparentes, y por eso, al igual que los
canales de Marte cien años más tarde o el código genético
otros cien más, era capaz de azuzar el aparato imaginario
de la sociedad, fuera por la vía de la ciencia, la
literatura o el chisme, y producir buenas y malas ideas,
soluciones y fantasías. Y Mesmer, preocupado por comprender
su capacidad curativa incontestable, y a falta de otra
explicación, decidió que de su cuerpo emanaba este
magnetismo, que por lo demás era una fuerza que se
encontraba presente en todo el universo, especialmente en
la estrellas.
La vigencia del magnetismo se puede constatar hasta el
siglo XIX: dos ejemplos: uno, en Frankenstein (1831, p.
18), Mary Shelley hace decir a un personaje, que viaja al
Polo Norte para “desvelar el secreto del imán”, que “puede
que allí encuentre la maravillosa fuerza que mueve la
brújula”; el otro, Alexandre Dumas (1802-1870), explica así
la coincidencia entre dos personas: “sin duda era también
su proximidad, que por desconocidos misterios que el
magnetismo ha revelado después, se hacía sentir” (s.f., p.
22). Herder también mencionaba al magnetismo como una
extrañeza natural que una vez domesticada por el
conocimiento, abriría nuevas perspectiva para la humanidad.
A lo mejor no era para tanto, pero magnetismo, gravitación,
luz, electricidad, temperatura (Bernal, 1974, p. 476;
Byrnum et al., 1981, p. 245), se presentaban como objetos
cuyos constituyentes reales no se veían en ninguna parte de
su interior, sino que eran algo inasible que los recorría
por dentro, más parecido a un soplo que a una causa, a una
fuerza que a una cosa. Los físicos denominaron a estas
“fuerzas a distancia” de varias maneras, todas muy bonitas,
como “esferas de influencia”, “éter sutil” o “fluídos
56

imponderables” (Byrnum et al., 1981, pp. 82, 175). Lo que


hay que destacar es que, para el año 1800, a la entrada del
siglo XIX, el pensamiento social era ya capaz de concebir
realidades que no tienen por qué radicar en la materia de
las cosas, en las propiedades intrínsecas y personales de
sus elementos, sino que pueden consistir en aquello que las
vincula, las une, las tensa, las separa y las rebota, esto
es, mundos cuya sustancia son sus relaciones.
Y asimismo, este pensamiento social no acostumbra
pensar clasificatoriamente, sino que lo hace genéricamente,
de manera que lo que aparece en la física, en la biología o
en el chamanismo, aparece también en el panorama de la
sociedad, y así, en efecto, la sociedad misma ya es
susceptible de ser imaginada y actuada, no como hecha de
los individuos que la componen, sino hecha de algo más
evanescente, fluido, sutil, imponderable, es decir, que la
sociedad también está hecha de sus relaciones. Y así, a
partir de principios del siglo XX, aparece una psicología
de estas relaciones, o como ella misma las denominó,
interacciones, término éste que al parecer sí le es propio,
y que postula de inicio que lo objetos son sus relaciones,
y por lo tanto se puede aseverar la existencia real, no
metafórica ni analógica ni metafísica, sino sensata y
sostenible, de grupos, comunidades, sociedades, como
unidades verídicas, cuyo material de constitución no son
individuos ni personas, sino que son relaciones, o
interacciones. Para no meterse en ese Bizancio tan alegre
pero algo obsoleto de discutir si a esto se le llama
psicología social o psicosociología, se puede hablar
adecuadamente de una psicología pública. Si bien la idea de
interacción llegó hasta el siglo XX, parece que la
intuición de interacción, de que hay relaciones por
doquier, estuvo presente durante todo el siglo XIX, lo cual
no es una manera de decir que la psicología pública haya
57

tomado sus ideas de las otras disciplinas, sino que el


pensamiento social está flotando indisciplinariamente desde
antes de que alguien se dé cuenta y se lo ponga a
disciplinar, a precipitarlo en una ciencia; también se
puede decir que la realidad es un pensamiento que en este
caso va pensando a la interacción. O, si se quiere, es una
manera de decir que, como lo hace el historiador René
Rémond (1974, p. 17), “el siglo XIX es un gran siglo a
pesar de las leyendas y los prejuicios”.
Mesmer tuvo que abandonar Viena acusado de fraude, y
en París se hizo rico, hasta que Luis XIV (1643-1715)
convocó a una comisión que analizara sus métodos, la cual
dictaminó que el médico era fraudulento; algo de envidia
debe haber habido, porque uno de los miembros de esa
comisión, Benjamin Franklin (1706-1790), era un señor que
había patentado una vez un aparato para comunicarse con los
muertos, y además, el mismo rey, encantado con los estragos
de la electricidad, organizaba fiestas que consistían en
administrales choques eléctricos a sus soldados para reirse
viendo cómo todos pegaban un brinco al mismo tiempo
(Bernal, 1964, p. 463); o sea que el rey es más respetable
que Mesmer porque utilizaba aparatos científicos.
En efecto, la electricidad, de la que Franklin opinaba que
era un fluido inmaterial existente en todos los cuerpos que
podía ir de un lado a otro sin apariencia de movimiento,
fue desde entonces motivo de fascinaciones, porque desde
que Georg Von Kleist (1700-1748) pasó a la historia por ser
el primero en recibir un toque eléctrico artificial
(Bernal, 1964, p. 463), se popularizó en espectáculos y
diversiones, pero que, en el curso del siglo XIX,
verdaderamente causó revuelo en las mentes de la época al
lograr que tal fluido imponderable lograra transportar
mensajes a distancia, prometiendo portentos de progreso
verdaderamente inéditos.
58

LAS FUERZAS INTERIORES


La psicología pública se va haciendo posible en la medida
en que la realidad misma, sus cosas, sus gentes, su
lenguaje, va adquiriendo cualidades interactivas, y por lo
tanto se va haciendo capaz de pensar una psicología
pública. Estas cualidades interactivas ya se venían
perfilando desde antes en acontecimientos construidos por
sus fuerzas interiores, como la democracia, la química o la
biología.

De La Democracia
La democracia es un objeto de material
interactivo; por ello, aunque alguien la habría podido
vislumbrar alguna vez, sólo pudo cuajar institucionalmente
hasta entrado el siglo XIX, y si hoy en día el tema es un
lugar común y ni siquiera alguna cosa que termina de ser
buena, cuando surge causa incluso temor, “un temor del que
ya no podemos hacernos idea” (Rémond, 1974, p. 58), sobre
todo a quien no le convenía, tal vez no por puras razones
prácticas, sino porque como idea, como pensamiento, era
algo intolerable, como si fuera demasiada complejidad para
las entendederas. Ciertamente, la democracia es ante todo
una dificultad de pensamiento, toda vez que puede
advertirse que por fuera se parece mucho al liberalismo,
que es el estilo de sociedad inmediatamente anterior: ambos
propugnaban por la libertad, por la abolición de
privilegios, por la emancipación de la mujer, por la
proliferación de derechos, y así sucesivamente, pero la
diferencia subrepticia es que en el liberalismo no se da
una transformación de la mirada o del pensamiento, y en la
democracia sí. El liberalismo apoya todas esas cosas porque
con ellas, al final de cuentas, de todas maneras van a
salir ganando unos, los que son inteligentes, mercantiles,
59

competitivos, tienen conocidos influyentes y fueron a la


escuela, mientras que otros, en este marco de libertalismo,
van a salir perdiendo, concretamente los que no sepan
competir ni hayan tenido educación. Por esto el liberalismo
defiende a capa y espada al sagrado templo del individuo
(Rémond, 1974, pp. 19-20), ya que, según esto, cada quien
hace con su vida lo que quiere, y si unos quisieraon ser
perdedores, enfermos, ingnorantes, pobres y otras malas
decisiones, es por su gusto.
Por eso, en nombre de la libertad individual, el
liberalismo se opone a los sindicatos y demás agrupaciones.
En cambio, la democracia, que empieza a instalarse hacia el
segundo tercio del siglo XIX, probablemente no implique un
cambio muy drástico en la letra, pero sí en el pensamiento,
porque remueve a los individuos de su lugar central en
tanto sujetos llenos de propiedades intrínsecas
inamovibles, tales como las propiedades de la nobleza
comprada y de la inteligencia innata, y asimsimo saca a la
libertad del territorio individual que en el liberalismo
significaba justamente la libertad de hacer lo que se
quiera contra los otros individuos más débiles y
desprotegidos, y en cambio plantea que la esencia de la
vida no está en los individuos sino en las relaciones que
se desarrollen entre sí. El liberalismo es una igualdad que
se desiguala a la hora de los dividendos, porque asume que
debe haber individuos competentes e individuos
incompetentes, y a cada quien su suerte. La democracia
postula que la igualdad se hace en las relaciones que se
establezcan en la sociedad, y por ende, todos, pobres y
ricos, enfermos y saludables, letrados e iletrados, hombres
y mujeres, no pueden ser considerados por tales
características, sino por el hecho de pertenecer a la
sociedad y de ingresar a sus relaciones. O dicho de otro
modo, no importa lo que haya dentro de los individuos, muy
60

suyo, sino lo que importa es lo que haya fuera, muy de


todos, o más bien dicho, los individuos no cuentan, sino lo
que cuenta es el intercambio de ideas, la confrontación de
pareceres, ya que es esto lo que constituye verdaderamente
la existencia de la sociedad como una entidad unitaria,
completa, sustantiva, que no está hecha de individuos, sino
de comunicación y conflicto, y así, los atributos de la
gente tales como inteligencia, sensatez o razón, no son
vísceras que alguien traiga implantados por dentro sino
realidades públicas que están suspensas en la interacción
de los participantes de la sociedad. Toda la gente debe
estar instruida, no para que cada quien se pueda creer más
inteligente, sino para que pueda enriquecer de mejor manera
la interacción de la sociedad; por ello, no incumbe si se
es campesino, artesano, vagabundo o viejo, cualquiera puede
aspirar a esta igualdad por lo alto que supone la
posibilidad democrática, porque la democracia significa
especialmente saber plantear cada vez de mejor manera ideas
y argumentos. Esto, efectivamente, es lo que causó el
pánico de los liberales y lo que hizo de la democracia una
aspiración aterradora: se trataba de una realidad difícil
de pensar y que para pensarla se requería atrevimiento. Las
asambleas, los parlamentos, las cámaras de representantes y
el voto, al principio restringido, excluyendo básicamente a
gente que por depender de alguien no podía tener libertad
de ideas, como sirvientes, mujeres y adultos que vivieran
con sus padres, y que quedó decorosamente ampliado hasta
después de la segunda guerra mundial, son expresiones,
siempre menos agraciadas que sus aspiraciones, de la
democracia.
Puede resultar comprensible que los Estados Unidos de
Norteamérica hayan sido la primera democracia moderna
alrededor de 1830, toda vez que allí no existían las trabas
de la nobleza ni de los que vivían de sus rentas, aunque
61

puede ser que haya sido solamente una carrera liberal que
empezaba de cero, sin ventajas iniciales. Comoquiera, dado
que, por así decir, quedaba excluida de la democracia eso
que podría llamarse la personalidad o la interioridad de
los individuos, entonces el tema de debate de la vida
democrática era precisamente la organización de la
sociedad, el estado de la ciudad, es decir, asuntos que
debieran ser de interés, no de uno mismo por su parte, sino
de interés para todos los participantes. Esto es, asuntos
públicos. El término “democracia”, que es griego, fue
traducido por los romanos como “res publica”, cosa pública;
incluso, la palabra “cosa”, en inglés (thing), significaba
también “asamblea, reunión” (Dahl, 1998, pp. 19, 25). Y en
efecto, el pensamiento de la interacción es uno cuyo
proceso y contenido es público, en el entendido de que lo
que los individuos pensaran para su capote era algo que
carecía de realidad interactiva. Así, “público” significa,
de aquí en adelante, que los participantes de la
interacción son considerados instancias vacías, toda vez
que no cuenta lo que tengan dentro –sus secretos y
singularidades- sino solamente lo que haya sido vaciado al
flujo común de la interacción y que por lo tanto es
propiedad de la relación misma y de todo aquél que
participe en ella. Por esto, la psicología de la
interacción es una psicología pública.

De La Farmacia
Encontrándose en situación democrática, la gente
en general empieza a adquirir esa igualdad por lo alto que
da la instrucción, y con ello, empieza a ser visible esa
realidad interactiva más compleja en los diferentes ámbitos
de la vida. Así pues, las hipótesis y las teorizaciones
científicas del siglo XIX, que podían ser aproximadamente
interpretadas por los ciudadanos medios, fueron gestando un
62

clima global de pensamiento que permitía asimilar la


interactividad como modo de la mirada, y aparece entonces
un nivel de la realidad en donde las cosas ya no pueden ser
objetos inertes y macizos, sino más bien objetos
consitiuidos en su interior por algo moviente, inasible y
tembloroso.
En el pensamiento, digamos, culto del momento, ése de
lectores de periódicos y conversadores de salones y cafés,
más o menos al día con lo que sucede en las diversas
cuestiones, se hace habitual en tipo de mundo cuyas
características se pueden resumir en tres: Primera, hay una
dimensión en donde los componentes o piezas no parecen ser
responsables de la existencia de los objetos, sino que es
más bien algo que está entre dichos componentes, de manera
tal que el objeto está en rigor constituido por otras
disposiciones, llámenseles fuerzas internas, éter, fluidos
o, como se dijo en biología, fuerzas vitales. Segunda, este
objeto que ya no está hecho directamente de las piezas que
lo componen, sino de la relación que hay entre ellas, se
convierte en una entidad unitaria distinta del conjunto de
sus componentes, y por lo tanto, se da ahí un cambio de
nivel de realidad, en donde “emerge” algo que es superior o
más alto en tanto que no puede explicarse por lo que estaba
antes, sino que enteramente nuevo, y que ya no se trata de
cosas en el sentido más material de la palabra, sino de
organizaciones, estructuras, cuya unidad y realidad está
dada precisamente por la relación, disposición,
interacción, comunicación, que se genera en su interior. Y
tercera, que ciertas reuniones o conjunciones de elementos
dispares, o de ejemplos, datos e informaciones disímiles,
realizan una síntesis que los convierte en objetos nuevos,
inéditos hasta el momento, como podrían ser los materiales
“sintéticos” (Bernal, 1964, p. 437), o como son las teorías
generales, como la de la evolución (Ovejero Lucas, 1987, p.
63

141). Estas tres características que resumían, pueden a su


vez resumirse en otra: la interactividad como entidad
unitaria irreductible. Se pueden encontrar, por lo demás,
en la química y en la biología del siglo XIX, y en la
física del XX.
Ese laboratorio que todavía se imagina la gente cuando
le dicen la palabra, que es el que aparecía también en la
época clásica del cine, repleto de matraces humeando,
desorden activo, mecheros con llama azul y científico con
bata cuyo método para despeinarse era provocando una
explosión accidental, es un laboratorio de química. La
razón de tal imaginería es que los laboratorios que la
gente podía atisbar en el siglo XIX eran éstos, ya que los
químicos decimonónicos, generalmente en el mostrador de su
farmacia, tenían en la trastienda su propio laboratorio
porque ellos eran los que directamente investigaban y
preparaban las medicinas y drogas que vendían. Dice John D.
Bernal que “la química, en especial, fue la ciencia del
siglo XIX” (1964, p. 426). Y es que los químicos, que eran
en número la mitad de los científicos de entonces, tenían
una relación personal tanto con el comprador al menudeo
como con los industriales, quienes a su vez incorporaban
los avances en las mercancías que producían, de manera que
la gente en general estaba cerca y al tanto de las usanzas
de los químicos, que resultaban respetables toda vez que
sus productos eran al mismo tiempo milagrosos y accesibles,
incluso snobs y sociables, como puede desprenderse del
impacto que ha de haber causado el hecho de que en l856 Sir
William Henry Perkin (1838-1907) hubiera fabricado el
primer colorante artificial, el color magenta (Bernal,
1964, p. 487) para teñir la ropa, en un mundo de tonalidad
general de los ocres, grises y otros semicolores más bien
percudidos; de repente, gracias a los descubrimientos de la
química, los colores se podían encender, multiplicar, y
64

reavivar mediante teñidos caseros cada de vez en cuando. O


como puede desprenderse del gran progreso de la socialidad
de café y de salón debido al hecho de que Joseph Priestley,
que investigaba la química de gases, haya logrado la
preparación del agua de soda (Bernal, 1964, p. 479) para
agregar al contento efervescente de todas las bebidas
refrescantes. Y lo que adorna mucho la imaginería social es
que al parecer, siempre que descubrían algo es porque
estaban buscando otra cosa: uno la quinina, el otro un
remedio para el escorbuto.
La química es, en verdad, una actividad en donde la
interacción de dos o más elementos dispares produce algo
que no estaba contenido ni por asomo en los elementos que
lo componían, como el caso de producir una sustancia
transparente a partir de dos sustancias con color, como
sucede al echarle limón al té (o con la transparencia del
agua, según Ovejero Lucas, 1987, p. 152). En química, la
naturaleza de los ingredientes realmente se transmuta en un
resultado diferente. Por eso Stuart Mill pudo llamar al
pensamiento “química mental”. Y asimismo, al parecer, esta
naturaleza de cosas compuesta que ya no es un agregado de
cosas, sino algo distinto por derecho propio, depende no de
la adición de los ingredientes participantes, sino de sus
disposición y orden y estructura, de modo que dejó de
bastar, para la química, la sumatoria de las cosas, puesto
que ahora había que desplegarlas en el espacio para ver en
realidad cómo era su formación interna, como lo propusó
August Kekulé (1829-1896), el químico alemán popularizado
por las teorías de la creatividad, ya que declaró que esta
estructura relacional se le apareció en una noche de
insomnio, y resultó ser la estructura del benceno, que
tiene forma hexagonal, o de serpiente mordiéndose la cola,
según la alucinó.
65

De Las Especies
Es curioso que el negro solamente haya podido
aparecer como verdadero color, vivo y emocionante y que
dieran ganas de vestirse de negro, y no como mera ausencia
sombría, hasta finales del siglo XX, con lo que se puso de
moda; y es que el negro siempre se les resistió a los
químicos debido a que sus mordientes eran muy débiles y no
podían adherirse a las telas, y se despintaba demasiado
fácil con el sol y a la primera lavada: sufrimiento añadido
de las viudas, solas y descoloridas.
Como sea, de la biología también se dijo lo mismo, que
el XIX era el siglo de la biología (Ovejero Lucas, 1987, p.
139), y si bien esta ciencia no se encontraba tan a la
vuelta de la esquina como las farmacias, salía en cambio en
los titulares de los periódicos, debido es especial a los
hallazgos de Pasteur respecto a la cura de la rabia, el
control de las epidemias o la conservación de los
alimentos, porque había encontrado que los gérmenes no
nacían sólos, sino que se encontraban ya ahí en estado
latente, una intuición que por las mismas fechas había
tenido también un chef de cocina que demostraba que
hirviendo el recipiente de vidrio y sellándolo bien, la
comida se conservaba más tiempo. El caso es que la biología
también se puso de moda, o sea, que no era tema de
conversación nada más de biólogos, sino de gente de cultura
media (Geymonat, 1979-81, p. 187), donde se daba la
discusión filosófica de si era una ciencia mecánica, estilo
la relojería, en donde las piecitas van pegando unas contra
otras directamente, como hileras de dominó, o si la materia
viva era una sustancia compuesta más bien de fuerzas y
organizaciones invisibles que sólo se notaban en su
conjunto pero que no estaban presentes en las partes; si la
vida era, pues, una entidad interactiva. Y en fecto, la
“biología”, palabra que apareció por primera vez “en 1800,
66

en una oscura publicación médica” (Ovejero Lucas, 1987, p.


139), hablaba de su materia en términos de “organización”,
y de “complejidad estructural de los movimientos vitales”,
lo cual claramente está implicando que la sustancia de la
vida es la interrelación que se presenta como “una fuerza
directora a la que se le puede dar el nombre de alma
fisiológica o fuerza vital” que hace de la acción recíproca
de todas las partes una unidad irreductible, y donde las
partes, “cada una de ellas tomada separadamente indica y
muestra a todas las demás”; analizar un corazón significa
deducir la existencia de pulmones, porque cada parte está
en verdad hecha de la presencia de las demás (Lamarck,
1744-1829; Bernard, 1813-1878; Cuvier, 1769-1832; citados
por Ovejero Lucas, 1987, pp. 139, 157-158, 156,
respectivamente).
Pero el verdadero grandioso triunfo de las ciencias
biológica en el siglo XIX proviene de la teoría de la
evolución de Charles Darwin (1809-1882), que es un ejemplo
total y complejo de las fuerzas de articulación por fuera
de las propiedades particulares de los componentes
aislados, que, actuando de cierta manera, muestran el
panorama completo de la vida en general. La evolución de
las especies es justamente algo que no se puede retrotraer
a sus elementos originarios para explicarla, porque cada
etapa nueva de la evolución es un estadio que no estaba
contenido en el precedente: aquí, aunque se tengan todas
las piezas, las piezas no explican nada, sino que son las
relaciones, no causadas ni predeterminadas, las que lo
hacen. Lo que hace Darwin en El Origen de las Especies es
mostrar que no hay organismos aislados de los otros ni de
las condiciones circunstanciales, sino que todo ello
constituye una totalidad orgánica, una unidad, un sistema
cuya exitencia radica más en las relaciones que se dan ahí
dentro que en las características intrínsecas de cada
67

especie, o sea, que cada especie no es ella misma, sino el


efecto de coexistencia con las demás, y además con el clima
y la geografía y otros avatares. Como dice Félix Ovejero
Lucas, la genialidad de Darwin no reside en ningún
descubrimiento drástico de hechos nuevos ni en la
aportación de ningún dato crucial faltante, sino en el
evento de que todos los datos y hechos ya conocidos, todos
los que ya se sabía Linneo (1707-1778), incluyendo su
linnaea borealis (una florecita nórdica con la que a Linneo
le gustaba salir retratado), que eran correctos, pero de
una correctitud estéril, Darwin los vuelve fecundos al
hacerlos interactuar, esto es, que los articula en una
exposición congruente donde todo tiene que ver con todo y
donde cada cosa se entiende por el todo en que se encuentra
suspensa, como si la teoría misma de la evolución fuera un
fenómeno interactivo: “la teoría evolutiva parece ‘emerger’
de la narración” (Ovejero Lucas, 1987, p. 141); esto
último, que parece una descalificación, la de que Darwin no
hizo más que elaborar una exposición convincente, como si
fuera un abogado, es en verdad lo contrario, a saber, el
argumento de que el conocimiento en general consiste en la
manera de mirar el mundo, y también es decisivo, porque
implica, de aquí en adelante, que la narración, que es la
articulación de hechos y datos aislados e independientes en
un todo cohesivo e interdependiente, es por sí misma una
sustancia interactiva que tiene tanta realidad como los
hechos que se narran, toda vez que le instila
interactividad a un mundo que por sí solo no la tiene.
Esto, asimismo, explica por qué la psicología de la
interacción no puede aparecer sino hasta el momento en que
la sociedad en pleno ya la tenga, y eso, por otro lado, es
lo que hace pensar que toda psicología es una gnoseología,
la teoría de un conocimiento que hace aparecer a la
realidad.
68

El mundo se darwinizó: la idea de la evolución como


una fuerza vital mayor interactuante entre las especies a
lo largo de las eras y la tierra que hacía de la vida del
planeta una unidad concertada, no era para menos, y es por
eso que influyó en todos los ámbitos, y entre ellos,
obligadamente, en el de la teoría social, cuyo caso más
sonado es la obra de Herbert Spencer (1820-1903), quien,
siguiendo a Darwin, planteó que las sociedades son
organismos así como que “todo organismo es una sociedad”
(citado por Giner, 1967-1982, p. 598), que comienza, unas y
otros, siendo masividades indiferenciadas y que, poco a
poco, en el curso de su desarrollo, van adquiriendo
diferenciación a la par que un grado creciente de
organización y estabilidad; en sus propias palabras , “el
cambio de una homogeneidad incoherente e indefinida en una
heterogeneidad coherente y definida a consecuencia de una
disipación del movimiento y de una integración simultánea
de la materia” (citado por Ovejero Lucas, 1987, p. 176),
“intuición” ésta que a Tarde (1890, p. 177), le va a
parecer “profunda”. En este tren de cosas, la psicología de
la interacción surge teniendo en cuenta a Spencer, a quien,
como suele suceder, se le ha tratado como mero exponente
bruto de eso que se llama corrientemente darwinismo social,
donde los aptos eliminan a los ineptos, pero, en realidad,
nunca, por ejemplo, equiparó a las sociedades con
organismos biológicos, ya que los organismos sociales,
según Spencer, presentan “caracteres ireductibles a la
noción orgánica estricta”, como dice Salvador Giner (1967-
1982, p. 598). Spencer no era burdo en su analogía: burdos
más bien quienes lo redujeron a frases hechas.

LA REPÚBLICA DE LA INTERACCIÓN
Todavía, en 1900, la Exposición Universl de París,
celebrada en un enorme palacio de cristal con doce mil
69

focos prendidos, cosa ciertamente brillante para la época y


para hacer honor a su autodenominación de “ciudad luz” –que
nunca lo ha sido-, fue dedicada al “hada electricidad”
(Beltrán, 2000, p. 21), porque iba a ser la energía del
futuro.
Es por estas fechas que dentro del pensamiento de la
psicología colectiva aparece el hecho novedoso de la
interacción como fuerza interior de las sociedades, como su
material, es decir, que las sociedades de todos tamaños,
parejas, grupos, comunidades, naciones, especie humana,
están constituídas interiormente, no de los individuos
privados que las componen, sino de las relaciones públicas
que se llevan a cabo cada vez más compleja e inasiblemente
entre las gentes, entre las percepciones, entre los
discursos, entre los recuerdos. En efecto, que una sociedad
no es lo que se ve materialmente, sino una materia
intersticial que no se ve positivamente pero que sí actúa
como vínculo y que la psicología colectiva va a denominar
interacción y va a hacer de ella su santo y seña y su
objeto de estudio. Puede decirse que, para la psicología
colectiva, la interacción es el pensamiento, y quien piensa
es la sociedad. Para mirar esto se requiere el mismo tipo
de inteligencia refinada que ya se había necesitado para
detectar fuerzas a distancia, fluidos imponderables y
éteres sutiles. De esta interacción puede decirse que, en
primer lugar, es la sustancia activa fundamental de las
sociedades; en segundo lugar, es una sustancia pública en
el sentido estricto de que los individuos no son nunca lo
que sean por dentro, sino que son siempre lo que pongan
fuera de sí mismos, lo que cedan al dominio común de las
relaciones sociales, lo que donen a la materia intersticial
y que por eso ésta no es propiedad de nadie sino que le
pertenece a la sociedad; lo público es aquello que le es
interior a la sociedad: toda interacción es entrañablemente
70

una res publica; público significa que los individuos son


sus relaciones, que los individuos comienzan siempre de
aquí hacia afuera, nunca de aquí para adentro, y que sólo
existen en medio de los demás. Lo público es como la
cortesía que decía Richard Sennett, donde uno se despoja de
sí mismo en función del conjunto. Y en tercer lugar, el
objetivo de la interacción no es, para nada, el intercambio
de información, productos o sonrisas entre dos o más
individuos, sino, estrictamente, la finalidad de la
interacción es constituir un grupo o sociedad, o como lo
denominó Mead (1934), un “acto social”, o dicho pronto, la
única meta de la interacción es hacer una interacción. Así
que no se puede decir que la interacción es el elemento y
el grupo es el compuesto, sino que, bien a bien,
interacción y sociedad son coexistentes, esto es, que toda
interacción, sencilla o complicada, es ya una sociedad –
sencilla o complicada- y que toda sociedad es una
interacción. De lo que se trata la vida es de mantener la
interacción.

LA IMITACIÓN
La teoría de la imitación, elaborada por Gabriel Tarde,
principalmente, resulta ser un buen ejemplo, por un par de
razones. La primera, muy emblemática, es que este autor,
que había sido director del Departamento de Estadística
Criminal del Ministerio de Justicia de Francia, y exacto
contemporáneo de Durkheim, cuando se dedicó a la sociología
o psicología sociológica, que después denominó “psicología
intermental”, se enredó contra Durkheim en una polémica
inolvidable que, además de ser un juego de egos que a
Durkheim, más circunspecto, le gustaba menos, era en el
fondo el choque entre una psicología histórica del
espíritu, que tomaba a la sociedad como un bloque
impenetrable que se movía como una sola voluntad sin dudas,
71

y una psicología naciente que pretendía adentrarse en aquel


bloque para escudriñar detalles interiores, es decir,
meterse en la sociedad hasta tocar a la gente con sus
pequeñeces de diario. Así que de prólogo en prólogo,
empezándolas Tarde, se fueron dando una serie de guerritas
del tipo de “¿hecho social no es reificación?” contra
“¿imitación es la palabra conveniente?”, con lances del
estilo de “mi sutil contradictor” –dice Tarde, “mi eminente
crítico” –contesta Durkheim, “mi ingenioso contradictor” –
responde Tarde, “Tarde me ha anunciado su intención de
atacarme de nuevo” –se queja Durkheim, “el sabio profesor”
–ironiza Tarde, hasta que, como en las grandes películas,
llegó el día de la confrontación final, en el año lectivo
de 1903-1904, cuando en la Escuela de Altos Estudios
Sociales de Paris, cada uno dictó una conferencia contra el
otro, seguidas de un tercer encuentro, cara a cara, donde,
aunque el informe dice “defendiendo sus respectivas tesis
con gran ardor”, en buen castellano significa que se
dijeron de todo (todas las citas son de Lukes, 1973, pp.
301-302), y al parecer las cosas no terminaron jamás,
porque esta enemistad originaria siguió apareciendo, por
ejemplo, en la idea de una psicología social sociológica
versus una psicología social psicológica, llena de todos
los infundios propios de chismes sobre enemistades no
resueltas, aunque Blondel (l928) intenta alguna
reconciliación, ya que siendo discípulo de Durkheim, no
pudo resistirse al encanto de Tarde. En fin, la primera
razón es que la teoría de la imitación hace aparecer a la
psicología pública justo en el territorio de la psicología
histórica.
La segunda razón, de la cual habrá quien quiera
avergonzarse, ya que Tarde es un alma verbosa, ocurrente y
desenfadada, es que tuvo una fuerte influencia en los
Estados Unidos de Norteamérica, que no se borra tan fácil.
72

En efecto, aunque Tarde mismo ya había escrito diez años


antes un libro así, el primer libro reconocido en aquel
país como titulado “Psicología Social”, de Edward Ross
(1908), sobre todo porque Ross es el que dice que su libro
es el primero, donde la interacción o asociación mental
aparece como el objeto de estudio de la disciplina, toma
completamente Las Leyes de la Imitación de Tarde (1890)
como teoría de base (Cfr. Vgr. Ross, 1908, Cap. XX). El
libro de Ross, por lo demás, es interesante en sí mismo.
Además de en Ross, Tarde influyó particularmente, a decir
de Lukes (1973, p. 302 n.), en los psicólogos sociales y
sociólogos de la Escuela de Chicago, donde Ross impartió
varios cursos de verano, la cual a su vez influyó
fuertemente en la dirección que tomó la psicología social
para norteamérica y resto del mundo y para el resto del
siglo XX. James Mark Baldwin, otro psicólogo social
norteamericano, quien por su parte había desarrollado
también una noción de la imitación, fue quien consiguió los
derechos de traducción de Tarde, pero, por algún motivo
inexplicable, retrasó su publicación, hasta que alguien lo
acusó de estárselo plagiando mientras tanto, y mostró
párrafos comparativos (Collier et al. 1991, p. 119). De
este incidente Baldwin nunca pudo recuperarse, y sí es
verdaderamente un poco cruel, ya que no necesitaba plagiar
para publicar mucho y bien. Y también la verdad es que la
idea de que la gente actúa por imitación no es una idea tan
difícil de tener, y ciertamente, aquí no importa el hecho
de que se trate de imitación o de otra cosa, sino de que se
trata de interacción y no de otra cosa.
Y no hay tercera razón para tomarla como ejemplo,
porque en rigor esto dista un poco de ser una invitación a
leer a Tarde, ya que tiene una manera de escribir tan larga
y presuntuosa que hace desear que la televisión se hubiera
inventado antes para que el señor tuviera con qué
73

entretenerse y no se pasara las veladas escribe y escribe


libros gigantescos cargados de una horrible petulancia
cientifizoide que lo hace aportar como pruebas irrefutables
series de anécdotas sacadas de la manga; más
académicamente, Lukes (1973, p. 302) habla de “la pobreza y
superficialidad de su marco explicativo”. Escrito en cien
página, y no en 450, el libro sería mucho mejor; el índice,
que tiene la extensión de una ponencia en un congreso, es
una buena alternativa. Ahí cabría eso tan atractivo de
Tarde que Lukes llama “sorprendentes y sugestivas
observaciones”.
La teoría de la imitación está imbuída del pensamiento
culto de la época, y de hecho, pretende ser algo así como
el fluido imponderable, el éter sutil de la sociedad: la
imitación es esa sustancia intersticial merced a la cual la
sociedad se constituye, se conserva y se desarrolla. En
efecto, Tarde plantea que la realidad en su conjunto, es
decir, lo físico, lo biológico y lo social, está hecha de
tres fuerzas análogas: la fuerza hereditaria de la
repetición orgánica, la fuerza ondulatoria de la repetición
física, y la fuerza imitativa de la repetición social
(1890, p. 28), con lo cual está diciendo que la imitación
es la repetibilidad de las variaciones de la sociedad
(1890, p. 27): “la imitación desempeña un papel análogo al
de la herencia en los organismos o al de la ondulación en
los cuerpos brutos” (Tarde, 1890, p. 32). Puede notarse,
por un lado, que ciertamente se trata de la misma
mentalidad relacional que había ido apareciendo
previamente, y, por el otro, desde ya, que, pese a lo que
se dice, la psicología de la interacción prescinde de los
individuos y sus causas y sus efectos, porque atiende al
proceso impersonal y colectivo que flota y mueve en el
ambiente de la sociedad.
74

Para que se le note el signo de los tiempos, Tarde


define a la imitación como “la acción a distancia de un
espíritu sobre otro”, “la acción a distancia de cerebro a
cerebro” (1890, pp. 4, 233 n.) que hace que el otro repita
lo que uno hace, y uno hace lo mismo que los demás: si uno
se ríe, el otro también, si alguien se viste de negro, el
de junto igual, si la sociedad sufre una revolución
informática, a sus ciudadanos les da un ataque de internet,
y así sucesivamente, toda vez que la imitación es “una
acción que consiste en una reproducción casi fotográfica de
un cliché cerebral por la placa sensible de otro cerebro”
(1890, p. 4), dice Tarde, mostrando que está al día en
todas las novedades. “Yo entiendo por imitación toda
impresión de fotografía interespiritual”. A partir de estas
definiciones, empieza a apreciarse que la palabra
“imitación” no es tan simple, porque no parece tratarse de
una conexión causa-efecto entre las dos risas, de modo que
la sociedad no se comporta ni como aparato biológico ni
como aparato mecánico: no había ninguna razón para que el
otro se riera y sin embargo se ríe, porque la ley de la
sociedad es “el gran impulso universal hacia la imitación”
(Tarde, 1890, p. 435 n.), o sea que, el ser humano, excepto
cuando actúa como genio o cuando se comporta como animal,
“imita siempre al pensar o al obrar” (Tarde, 1890, p. 435
n.). Se puede advertir que la imitación no se refiere a los
contactos individuales, sino a un flujo colectivo al cual
los individuos solamente ingresan y lo cumplen. La
imitación es la fuerza interior fundamental de la sociedad:
“es la imitación el alma elemental de la vida social”; “la
sociedad es imitación” (Tarde, 1890, pp. 221, 100).
Las sociedades de cualquier tamaño, grandes ciudades,
grupos pequeños, hacen entrar a la gente dentro de su
propio flujo por virtud de la imitación. Las gentes de una
misma ciudad, sin saberlo, terminan por caminar por las
75

calles todas al mismo paso, como si una misma música las


llevara. Los gestos, ampulosos o cohibidos, los hábitos,
tomar café o dormir la siesta, las costumbres, de usar
cubiertos para comer o mirar al techo para pensar, se
imitan más rapidamente que la velocidad al caminar . El
acento, pronunciación y dicción que utiliza un grupo o
clase es una imitación que cala hondo y es difícil de
quitar. Mirar o escuchar, que son sentidos superiores, son
más imitables que oler o gustar, que son inferiores (Tarde,
1890, p. 229). Y así, quienes se imitan, además de hacerse
más semejantes, empiezan a pertenecer al grupo o a la
sociedad al cual se parecen, como si la imitación los
uniera, y en efecto, dice Tarde, “la imitación es el lazo
social” (1890, p. 7). En efecto, una comunidad o una época
consisten en el aire de semejanza de aquéllos que
pertenecen (1890, pp. 7-8), que han adquirido por la vía de
la imitación-moda, la imitación-costumbre, la imitación-
simpatía-educación-obediencia, la imitación-etcétera, y
hablan igual, se visten parecido, comparten ilusiones, se
quejan de lo mismo (Tarde, 1890, p. 35), porque “un grupo
es una reunión de seres dispuestos a imitarse”, y “la
sociedad no es otra cosa que la organización de la
imitatividad” (Tarde, 1890, pp. 93, 96). Al sistema más o
menos congruente de imitación que se genera en una sociedad
o en un período, es lo que puede denominársele un tipo
particular de civilización. La imitación no es una teoría
de las psicologías individuales, sino la teoría de la
sociedad como un pensamiento. Y para Tarde, la democracia
viene a ser una sociedad en donde todos se puedan imitar a
todos (1890, p. 260), y por ende, igualarse. A la mejor,
por esta razón, Jean-Gabriel de Tarde, que así se llamaba,
nunca uso la partícula aristocrática “de” en su apellido,
que la familia había quitado en 1789 y vuelto a poner en
1885.
76

A fin de cuentas, la imitación desborda incluso su


definición y se vuelve una noción muy amplia, que puede
entenderse también como siendo el lenguaje (“el gran
vehículo de todas las imitaciones” –Tarde, 1890, p. 36),
como tradición, como memoria, como historia (Tarde, 1890,
p. 35), todo lo cual es asunto colectivo e impersonal, y
por lo mismo –y por haber sido jefe de tal departamento-,
Tarde reivindica a la estadística como método de las
ciencias sociales, esto es, en su sentido público, a saber,
que en la estadística –como se usa también por ejemplo en
la evolución o la física cuántica-, ninguno de los
individuos o partes presenta determinada propiedad, pero en
cambio, el conjunto sí; lo estadístico es una realidad
pública que no existe en la realidad privada: lo que le
acontece a cada quien es distinto de lo que le acontece a
todos juntos. Y también, reivindica a la arqueología,
aquella manera de la sociedad en la que los individuos han
desaparecido pero se conserva la sociedad. Aquí puede
notarse la congruencia de la interacción pública con el
espíritu histórico.
La teoria de la imitación, que trata con la
interacción de la sociedad, no entiende ésta como los
contactos interpersonales de los individuos, sino como la
fuerza general de desarrollo de una sociedad completa. Los
ejemplos dados son de fuerzas imitativas con que la
sociedad se vale para constituírse en una entidad en sí
misma. La interacción es la sociedad. Claro que a veces
Tarde da ejemplos como el de que, debido a que la sed es
más imitativa que el hambre, eso explica el progreso del
alcoholismo (1890, p. 228). Pero igualmente decía que la
esperanza es más imitativa que el desaliento o el terror,
porque de no ser así, la sociedad no duraría: es como si la
sociedad, y no los individuos, a veces ellos escépticos y
pesimistas, es la que determinara qué ha de imitarse y qué
77

no. Así, pues, “la admiración, la confianza, el amor y la


resignación” son más contagiosos que “el desprecio, la
desconfianza, la envidia” (Tarde, 1890, p. 230).
No obstante, la gran imitación de todas es otra, y es,
sin duda, la curiosidad. Como si fuera por decisión propia
de la sociedad o de la interacción genérica, aparece la
curiosidad como la fuerza de imitación más contagiosa, más
apasionante, la que hace que uno se asome donde el otro se
asoma y lo repite el que viene detrás y asimismo uno se
asome a todos los gestos, actitudes, ideas, como buscando
afanosamente qué imitar. La curiosidad se imita, no por
copiaje ni por mimetismo, sino por interés, por pasión: la
curiosidad se imita por curiosidad. Y si como dice Tarde,
“merece un lugar aparte o cuando menos el sitio de honor”
(1890, p. 230), se podría decir que la imitación es bien a
bien el deseo de la sociedad: la gente no desea poder o
bienestar, sino que desea imitar. Aquí cabe introducir la
otra fuerza que es contraparte de la imitación, el hecho, a
saber, no de que se repita el acontecimiento continuo de la
sociedad de siempre, sino que, de cuando en cuando,
aparezca por aquí y por allá, algo distinto, nuevo, que
justamente contraviene la lógica imitativa del lenguaje o
la memoria o la tradición, y que puede consistir en un giro
del idioma, una nueva teoría de lo que sea o una moda
exótica que se instalan insólitamente en la sociedad para
luego transformarse en costumbre, y que tal vez hayan sido
el producto del pensamiento afortunado de alguien que
estaba distraido en cosas que no venían al caso: en suma,
aparece la invención. Aquellos que “rumian acá y acullá
problemas raros, absolutamente desprovistos de actualidad,
son los inventores del mañana” (Tarde, 1890, p. 9). Pero
sus invenciones solamente pueden durar o incluso llegar a
existir si logran instalarse en la sociedad, es decir, si
son imitadas, porque invención que no se imita, es objeto
78

que no es social, y por lo tanto no existe. El magnetismo


animal de Mesmer es un buen ejemplo; todos los proyectos
alternativos a la Torre Eiffel, que nadie conoce, es otro.
Sin embargo, y esto es interesante, la invención, esa
otra sustancia intersticial, poco pública, contra lo que se
esperaría ahora que todo mundo quiere ser muy inventivo,
aparece en la teoría de la imitación como algo bastante
insignificante, lo cual es muestra de que Tarde se supo
poner por encima de la obviedad, de modo que apenas la
menciona, por varias razones, entre las cuales la más
relevante es que la sociedad no está constituida de sus
invenciones, sino de sus imitaciones, porque la interacción
es un hecho imitativo (1890, p. 431); la invención, bien
vista, es una fragmentación de la sociedad, porque se
comporta sistemáticamente diferente, y se aparta y se
excluye. Otras razones son que las invenciones tienden a
ser excepcionales, repentinas, aleatorias, anónimas y
esporádicas, y de todo lo que dura y se conserva y cuenta,
no hay nada que tenga esas características. Para la teoría
de la imitación, la invención nada más es una premisa de
“diversidad innata” del mundo (Tarde, 1890, p. 427).
También porque en todos los casos se detecta que ha habido
una invención solamente porque ésta ha sido imitada, así
que importa más esto que aquello. Y demás porque, a fin de
cuentas, las invenciones no son en rigor otra cosa que la
conjunción con suerte de varias imitaciones dispares
(Tarde, l890, p. 426); por regla general, todo inventor
solamente estaba siguiendo a sus predecesores, y siempre
puede quedar como un imitador. La invención es una
imitación que se equivocó por el lado correcto. De
cualquier manera, el factor presente en múltiples
hallazgos, determinadas invenciones, variados azares, es el
de la curiosidad, que no es otra cosa que la imitación más
79

apasionada, entusiasta, cargada de puro deseo. Y nada de


creencia.
En efecto, según Tarde, la meta de los deseos es
producir creencias (1890, p. 178). Y entonces, una creencia
es algo así como una imitación sin deseo, que ya está
integrada al hábito y que se ejecuta sin pizca de fe ni de
emoción, y que hace que, ciertamente, la realidad social se
vuelva más estable, más segura, más monótona y más
duradera. Las creencias son las verdades, ideas, teorías,
opiniones, modos de hacer y conducirse que ya están dados
por supuesto y parecen definitivos y obvios, naturales y
para siempre, como saludar al llegar o vestirse con colores
que combinen; las creencias son “convicciones enérgicas y
pasiones muertas”, dice Tarde (1890, p. 178). Y así, en la
interacción imitativa de la sociedad, lo que se gana en
creencia, se pierde en deseo, es decir, que deseo y
creencia funcionan como la fuerza y la sustancia de la
sociedad:

lo imitado expresa siempre una dosis de creencia y de


deseo: he aquí, por tanto, la sustancia y la fuerza, he
aquí las dos cantidades psicológicas de todas las
cualidades (Tarde, 1890, p. 175);

y lo que se gana en sustancia se pierde en fuerza. Las


sociedades o los grupos, en sus etapas tempranas de
desarrollo, cuando todavía no tienen verdades definitivas,
están cargadas de una casi exclusiva cantidad de deseo, de
ganas, de ímpetu que, a falta de otras cosas más seguras,
tienen el empuje para sostener el trabajo de su desarrollo.
Y por el contrario, cuando las sociedades o las
civilizaciones ya se encuentran firmemente establecidas, la
cantidad de deseo disminuye y aumenta proporcionalmente la
cantidad de creencia: la fuerza se vuelve sustancia, se
convierte en algo así como verdades absolutas y aburridas
que se siguen y se cumplen pero no se meditan ni se
80

cuestionan. Es como si la interactividad de la sociedad que


empieza siendo todo y puro movimiento se fuera poco a poco,
en el transcurso de su desarrollo, enfriando y endureciendo
hasta convertirse en inercia espiritual, “en el triunfo del
conformismo” (Tarde, 1890, p. 223), como los formulismos y
los dogmas. Y esto se da así porque el deseo se gasta en
creer, porque pierde la vitalidad que empleó en la
construcción. Esto es una descripción de las decadencias
culturales, que guarda bien la analogía con lo biológico y
lo físico, de suerte que parece, más que un fenómeno de la
realidad positiva, una forma del pensamiento, muy antigua
de hecho. Esta idea es la “intuición profunda” que Tarde
toma de Spencer y que la formula así: “toda la evolución
sería una adquisición de materia acompañada de una relativa
pérdida de movimiento” (1890, p. 177).
Un detalle interesante es que Tarde les quita a los
deseos y las creencias todas sus características de
psicología individual (1890, p. 175 n.), y en cambio, los
incorpora cabalmente a la psicología social, o dicho de
otro modo, no son los individuos, sino que son las
sociedades las que desean y creen.
Y finalmente, que todos tomen de todos, que siempre se
imite con fuerza para adquirir más sustancia, parece
indicar lógicamente que todo el proceso del mundo se puede
resumir en un acto de ambición, de una ambición “inmanente
e inmensa que es el alma de universo” (Tarde, 1890, p.
409): siempre querer más y más y siempre más, de modo que
resulte que el principio vital por el cual las sociedades y
la interacción surgen, se desarrollan y se conservan es la
ambición de cada vez más de todo, de crecer, de saber, de
poder. Y todo parece indicar que la teoría de la imitación
lo admite, pero, en algún día en que Tarde redactaba su
trabajo, tal vez releyendo lo que llevaba, le da por decir
lo contrario, con un tono de sinceridad que cae bien:
81

declaro que hoy es uno de los días que me viene a la


imaginación otra explicación. Yo creo que la complacencia
de repetirse sin dejarlo nunca es uno de los signos del
amor, que lo propio del amor, en la vida y en el arte, es
decir, repetir siempre la misma cosa, describir y volver a
describir los mismos objetos; y entonces me pregunto si
este universo que parece complacerse en sus monótonas
repeticiones, no revela, en lo más hondo, un gasto infinito
de amor oculto, más que de ambición (1890, p. 409 n.)

Esto puede leerse como un signo de respeto para la gente


que es el objeto de su estudio, esa gente que no hace nada
excepcional durante toda su vida y que sin embargo su vida
vale la pena. Y también puede leerse como la revelación del
sentido íntimo de la interacción: de lo que se tratan, a lo
que aspiran, para lo que se hacen todos los actos, gestos,
detalles internos de una interacción, es para lograr
unicamente el mantenimiento de esa interacción: la
finalidad de la imitación es la interacción, y el objetivo
de la interacción es la interacción misma, o dicho por
Tarde, “la ley suprema de la imitación parece ser su
tendencia a la progresión indefinida” (1890, p. 409). Si
esto se hiciera por mera ambición sería un desperdicio del
mundo. Las relaciones entre las personas no tienen otra
razón de ser que la creación de una interacción, y a este
instinto de vida propio de la interacción es lo que Tarde
denomina amor, una sola vez, en una sola página, en una
nota al pie.
Por lo demás, si se acepta que la imitación es una
teoría general de la interacción, se entenderá claramente
por que Tarde, en sus trabajos posteriores, focalizó más y
se interesó por trabajos más específicamente reconocibles
como temas de la interacción, como es el caso de los
públicos (1901), la opinión y la conversación (1898). Y de
ahí en adelante, temas como opinión pública, propaganda,
rumor, prejuicio o actitudes, elaborados por diversos
psicólogos sociales, quedarán considerados dentro de lo que
82

se intitula, sin mucha idea teórica de por medio,


“comportamiento colectivo”.

ESTO NO ES FÍSICA
Después de la teoría de la evolución, el siguiente revuelo
cultural-publicitario lo provocó la teoría de la
relatividad de Einstein (1879-1955), que logró difusión
amplia en los medios letrados después de recibir el premio
Nobel, y fama mediática después de la segunda guerra
mundial por razones ajenas a su teoría, entre las que
destaca cierta utilización panfletaria de su imagen dulce y
distraída para fines propagandísticos norteamericanos,
gracias a lo cual empezó a circular eso de la relatividad y
echó a volar imaginerías febriles con leyendas del tiempo y
del espacio, de viajes al pasado y al futuro y expediciones
intergalácticas que tanto gustan, así como filosofías
caseras del tipo de que todo en esta vida es relativo y así
sucesivamente. Todavía no se puede saber lo que dijo
Einstein (ni Bohr ni Heisenberg) a menos que se sea físico.
Lo que sí se puede decir es que el pensamiento de la
relatividad pertenece al pensamiento general de la época,
que hacía los años veinte, dada la aparición de la mecánica
cuántica, había encarnado, ya no en la química o la
biología, sino en la física, que fue la ciencia del siglo
XX.
Tal pensamiento es, efectivamente, el que concibe a la
realidad no como un mundo de cosas estables y separadas,
sino como un universo de relaciones múltiples, como una
entidad total interactiva, o como ya lo había dicho Michael
Faraday (1791-1867) pensando en la termodinámica: “las
fuerzas constituyen la única sustancia”, y por cuya
influencia, así como la de James Clerk Maxwell (1831-1879)
(Ferrater Mora, 1979; Byrnum et al., 1981, p. 82; Ovejero
Lucas, 1987, p. 154), aquellas acciones a distancia,
83

concretamente el electromagnetismo y la gravitación,


terminaron por dar origen a las “teorías del campo” de
Heinrich Hertz en 1890 y hendrik Lorentz en 1892 (Byrnum et
al., 1981, p. 82), donde un campo es una estructura de
fuerzas en interacción. A las dos mencionadas, la física
moderna le agrega la fuerza nuclear o interacción fuerte y
la interacción débil subatómica (Britannica, 1991), y
recientemente hay quien opina que habría que agregarle al
universo otra fuerza, a saber, la de la comunicación,
interacción por medio de la cual los objetos intercambian a
distancia información o propiedades, pero sobre todo, todo
esto sale sobrando si no fuera porque se asemeja
puntualmente a una psicología para la cual la realidad
social también es un campo interactivo de fuerzas.
Un campo es una unidad que no esta construida por
partículas ni moléculas, por partecitas ni enteritos, sino
por direcciones, intensidades, cargas, que no se pueden
aislar ni distinguir materialmente unas de las otras, y en
donde cualquier variación en cualquier punto del campo, sea
una inyección de fuerza, un cambio de posición o el retiro
de una carga, afecta a la unidad completa de manera que esa
unidad se convierte necesariamente en una unidad diferente,
en otro estado del campo. Y al mismo tiempo, cualquier
parte que se tome del campo, al estar hecha de las fuerzas
que lo atraviesan, al ser producto de la relación, presenta
las mismas propiedades que el campo completo. Es algo así
como que el todo no tiene partes y cada parte es el todo
otra vez (Ovejero Lucas, 1987, p. 158). Una familia, por
ejemplo, se deshace y se rehace de nuevo si un miembro se
va o si uno llega, y asimismo, cada miembro, al representar
al conjunto de las relaciones familiares, siempre tiene su
aire de familia, aunque sería mejor no dar ejemplos, porque
suelen abaratar el concepto, pero también, por ejemplo, un
lugar se convierte en otro lugar si le cambian el color de
84

las paredes; si se le pone pintura blanca el lugar se hace


más amplio, y si se pinta de azul, se enfría, o si se
cambia la distribución de muebles, el número de invitados,
la hora del día y el día de la semana haciendo que los
domingos en la tarde sea lúgubre aquello que era animoso el
viernes por la mañana, de suerte que no ha cambiado algo,
sino todo.
Con la teoría de la relatividad, Einstein, lo que
hizo, fue tomar la atracción gravitatoria que andaba como
fuerza a distancia por su cuenta, y meterla dentro de un
campo de espacio y tiempo que se curvaba en la proximidad
de la materia, de manera que, por decir algo, la luz que
pasara por ahí, se desviaba hacia allá, con la consecuencia
de que nada de lo que se encuentre en ese campo posee
características propias y fijas, sino que sus propiedades
son relativas entre sí, y entonces el espacio puede ser más
largo o corto, el tiempo durar más o menos, la materia ser
mayor o menor y la atracción suave o fuerte según sean las
condiciones del campo en un momento dado.
Lo anterior no es física: es un pensamiento colectivo,
y si bien la física lo supo formular y le ha servido mucho,
no por ello se tiene que copiar a la física para pensarlo,
toda vez que el pensamiento que ahí se puede detectar a la
letra, o más bien a la fórmula, se puede detectar en el
pensamiento general de la sociedad. Por esta razón, por
ejemplo, el concepto de campo tiene la misma forma que el
concepto de duración de Bergson (1888), la de un todo
completo, esférico, que se reconfigura integralmente con la
variación de cada instante, aunque también por eso, como lo
menciona Félix Vázquez (2003, p. 23), a un psicólogo de
apellido Le Bon (1841-1913) se le pudo ocurrir la tontería
de declarar que él había tenido primero la idea de la
relatividad; la verdad es que el espíritu de campo flotaba
ya en el campo del conocimiento. Lo interesante de la
85

física del siglo XX, en lo que respecta a la teoría social


no es, como a veces se cree, que su ciencia y su método se
puedan trasplantar a la sociedad, sino que es una
representación clara del pensamiento en general, no sólo el
de los físicos, sino el de cualquiera que le guste pensar –
que no es cualquiera. No interesan las ideas de la física
sino el pensamiento que las pudo pensar. Y ciertamente, por
las mismas fechas, de una manera harto distinta, sin
fórmulas ni cantidades y también sin palabras, esta
mentalidad de una realidad interactiva se encuentra en la
pintura, en la pintura abstracta que, despegando a partir
del impresionismo, alcanza a pintar un universo cuyo
contenido son sus relaciones. Si se toman los
impresionismos, de Cézanne (1839-1906), de Van Gogh (1853-
1890), de Seurat (1859-1899), los tres, con recursos
bastante diferentes, bloques, plastas, puntos,
respectivamente, se observa que, en efecto, parte por
parte, rasgo por rasgo, sus pinturas no son nada, y por eso
no ayuda verlas de cerca, y por eso hay que alejarse para
saber qué son (Mora, 2003, p. 39), porque sólo son algo
cuando aparece todo al mismo tiempo, ya que un color
solamente lo es a condición de estar junto de otros, y una
mancha es una nariz o una puesta de sol dependiendo de la
disposición de las otras manchas, de modo que el cuadro
resulta ser una unidad cuyas partes no existen excepto como
relaciones, hasta llegar al arte propiamente abstracto en
donde el pintor, sea Kandinsky (1866-1944), Klee (1879-
1940) o Mondrian (1872-1944), dejan de estar interesados en
pintar algo, cosas, catedrales, reflejos de nenúfares en el
estanque, sino de solamente pintar las interacciones y los
movimientos de la realidad de los colores. Kandinsky relata
cómo una vez, hacia 19ll, se encontró en su estudio con una
“pintura indescriptiblemente hermosa, inyectada de un
resplandor interno, en donde no había otra cosa más que
86

formas y colores” (Britannica, 1991); era un cuadro suyo


que estaba volteado de cabeza, y fue así como pudo
descubrir, no las cosas que había pintado el día anterior,
sino sus relaciones. A partir de ahí ya empezó a hacer
puras pinturas abstractas, y es que “abstracto”, que es
algo abstraido de la realidad, debe querer decir algo así
como la sustancia de la realidad sin sus contenidos.
Y si la gente no está quieta, si siempre tiene que ver
con otra gente, si hace y deshace y lleva y torna,
entonces, con mayor razón que las pinturas y los planetas,
la imagen constante de una sociedad no son instancias fijas
y cristalizadas, sino un campo de atracciones y rechazos de
fuerzas que se crecen y refluyen, que chocan y se evaden y
se enfilan y desandan. Mirar y encontrar a la sociedad como
un campo de fuerzas, o como un caos o una catástrofe o un
sistema, para mencionar teorías más nuevas, esto es, como
un universo de interacciones, no requiere verdaderamente
tomar ideas de la física, aunque esto es aparentemente lo
que hizo Kurt Lewin, el autor de la teoría del campo en
psicología, y quizá ése sea su error, pero ya que lo
cometió, lo que procede es presentarlo.

EL CAMPO
Lewin fue alemán y se exilió en Estados Unidos en la década
de los treinta, donde fue el maestro de la generación de
psicólogos sociales más influyente de la disciplina, lo
cual no necesariamente tiene que ser algo bueno, pero que
de cualquier manera lo convirtió en un clásico de la
psicología social. La cuestión es que, para ser sinceros,
las razones por las cuales sigue siendo tan aclamado, no
son las mismas por las cuales habría que tomar en cuenta su
psicología social, y la razón por la cual sí hay que
tomarla en cuenta, nunca la llevó a cabo, y es que expuso
una teoría del campo en las ciencias sociales que en
87

realidad no tomó en serio, ya que, en su destierro, por


razones de sobrevivencia laboral y cierto gusto
indiscutible, se dedicó mayormente a cuestiones prácticas
de cambio de actitudes en grupos y a elaborar
experimentaciones junto con sus discípulos americanos,
ninguno de los cuales, para que mejor se entienda, se
distingue por tener un pensamiento en donde la sociedad
aparezca como una mole constituida por fuerzas en
interacción (Cfr. Collier et al., 1991, p. 349). El solo
hecho de trabajar con grupos puede hacer a cualquier
psicólogo social, pero eso no hace una psicología
colectiva. A decir de Leon Festinger, su alumno más
reconocido, no es nada seguro que los esquemas que dibujaba
Lewin fueran una exposición gráfica de su teoría en
psicología social, porque más parecía que le funcionaban
como planes o preparativos para llevar a cabo sus
experimentos (Collier et al., 1991, p. 268). Además, estos
bocetos de campos de fuerza de Lewin estaban pensados como
esquemas de psicología individual, o como bien dicen
Collier, Minton y Graham en su excelente libro (1991, pp.
260 y 266), “Lewin utilizó la topología para representar
las relaciones del espacio vital del individuo”, y “la
teoría del campo no es una teoría de psicología social. Es
una forma de representar los proceso psicológicos que
ocurren en los individuos”.
La de Lewin es más una visión espontánea del campo que
una argumentación trabajada, por lo que no hay mucho que
agregar: en la psicología, el campo se manifiesta como un
“espacio vital” (Cartwright, 1947, p. 10), que consiste en
todo aquello, lo que sea, que para alguien esté presente en
ese momento como siendo la realidad, y de acuerdo a Lewin,
la teoría del campo consiste, al revés de otras
aproximaciones que se ponen a describir indiscriminadamente
todo lo que hay dentro, en postular los conceptos mínimos
88

necesarios para la existencia del espacio vital y de su


movimiento y desarrollo, y que es lo que Lewin denomina
“método constructivo” (1947, pp. 68-69), versus métodos
clasificatorios. Darwin utilizó precisamente un método
constructivo, Linneo uno clasificatorio. Este método, o
forma de ver el mundo, hace de la realidad social una
entidad dinámica, en movimiento, contrariamente a las
versiones estáticas de las clasificaciones, y Lewin se
permite recordar que dynamis, en griego, significa fuerza,
razón por la cual acuñó el término “dinámica de grupos”
para referirse a su trabajo, aunque Collier y compañía se
permiten recordar que para los años cincuenta ya se llamaba
dinámica de grupos a cuaquier cosa grupal donde hubiera un
psicólogo. Los conceptos, o constructos, o fuerzas que
están presentes en el espacio vital son los siguientes:
“posición psicológica”, que se refiere a la ubicación de
otras instancias del espacio vital con respecto a uno
mismo, como una meta, que puede estar muy lejana;
“locomoción”, que es la labor de acercamiento o alejamiento
de la meta; la “estructura cognitiva” que alguien tiene del
espacio vital; “fuerza o tendencia a la locomoción”;
“meta”, que es el punto del campo donde las fuerzas
convergen; “conflicto”, o sea, las fuerzas que se oponen;
“temor, expectación, esperanza, culpa, etc.”, esto es, las
diferentes fuerzas del espacio vital actuando; “potencia”,
la posibilidad de inducir o dirigir ciertas fuerzas; y
“valores”, que son las instancias subyacentes que guían las
fuerzas (Lewin, 1947, p. 70). De Lewin se puede decir que
quién sabe qué psicología haya hecho, pero que sí hizo
psicología, y esto no se puede decir de muchos psicólogos
sociales.
Lo que sobre todo importa de la mención de estos
constructos es que solamente pueden aparecer a partir de la
situación global, es decir, que primero aparece, en la
89

teoría del campo, la realidad total, y hasta después es que


se pueden deducir las fuerzas que actúan, de suerte que no
hay manera de reducir el espacio vital a sus elementos ni
de descomponerlo en sus partes, porque si no hay campo, si
no está todo de inicio, entonces tampoco hay elemento
alguno, o como dice Lewin, “la teoría del campo encuentra
útil, como norma, caracterizar la situación en su
totalidad” (1947, p. 70). Las fuerzas no existen si no es
en el interior de un campo.
Claude Facheux argumenta que lo que se puede decir
respecto a la teoría de la relatividad se puede aplicar a
la teoría del campo de Lewin. Faucheux localizó un texto de
Bachelard sobre la relatividad en donde, si se le quita
esta palabra y se le pone campo en su lugar, funciona a la
perfección; ahí, Bachelard afirma que los cuerpos carecen
de esencias propias y que cualquier atributo, su pesantez
por ejemplo, sólo existe en virtud de algún otro cuerpo,
pero “ninguno de los dos cuerpos puede dar cuenta de la
atracción y sin embargo se atraen mutuamente”, porque “la
relatividad está constituida como un franco sistema de la
relación”, y uno, por tanto, “tiene que atender a la
relación independientemente de los términos relacionados,
tiene que postular vínculos más que objetos” (citado por
Facheux, 1972, pp. 5-6). Ciertamente, entre la relatividad
y el espacio vital, entre Einstein y Lewin, las realidades
son diferentes, las ciencias con diferentes, el objeto es
diferente, la sociedad que está pensando es la misma.
Conforme fue avanzando su trabajo, Lewin fue
abandonando la perspectiva del individuo y fue empezando a
pensar el espacio vital como un campo social (Cartwright,
1947, p. 10) en donde el pensamiento ya dejaba de
focalizarse en la interioridad de alguien, sino que se
hallaba disperso en todos los puntos y regiones, en las
palabras, en las paredes, en las distancias, en los colores
90

y así sucesivamente. A esto es a lo que comenzó a denominar


una “psicología ecológica” (Facheux, 1972, p. 16) donde el
pensamiento era de la estricta magnitud y de la misma
sustancia que el campo completo, de manera que se podía
afirmar ya que era la sociedad la que estaba pensando, no
con cerebros, sino con relaciones. Por una parte, este
adelanto en el enfoque de Lewin permite argumentar que el
concepto de campo de interacciones no tiene una talla
individual, sino la talla para hacer una psicología
colectiva de la interacción, donde el estudio de un
individuo es solamente un caso secundario y evidente. Por
otra parte, le da a la psicología de Lewin sus palabras más
sugestivas, más interesantes, como aquéllas que utilizaba
de “clima”, “ambiente” y “atmósfera social”, que describen
cómo el pensamiento de la sociedad está en todas partes
pero en ninguna en particular. Tal cosa era más o menos lo
que estaba elucubrando Lewin hacia el final de su carrera
pero, como dice Facheux (1972, p. 19), ya no le dió tiempo
de desarrollarla, dejando entonces, una psicología pública
pendiente.

LA VIDA COTIDIANA
Así es, según parece, como hay que entender la interacción;
no como la ejecución de una cosa sobre otra, de la
operación de un individuo sobre otro, donde los efectos
quedan depositados dentro de cada uno, sino como la
intimidad de una conspiración para la instauración de una
entidad conjunta y total que se puede denominar grupo,
encuentro, comunidad, cultura, sociedad, colectividad e
incluso interacción, y que puede ser de cualquier tamaño,
de dos, de tres, de cuarenta, de cinco mil, de millones o
incluso de uno solo. La interacción es una confabulación
sin autor intelectual ni director para crear y preservar
una situación, donde todos los cómplices se quitan sus
91

pretensiones personales y las ponen al servicio de la tarea


común. Cuando uno vea a un tonto, a un inteligente, a un
servil, a un servicial o se vea a sí mismo, sepa que no es
tal sino que ésa es la tarea que le tocó desempeñar en esa
situación. El trabajo más refinado de la psicología social
de la interacción apunta en este sentido de una psicología
pública.
Ahora bien, para cuando la versión del campo de
fuerzas ya estaba escrita, se dió un hallazgo académico
difícil e interesante, esto es, se descubrió la vida
cotidiana: así de fácil es lo difícil. Antes de los años
cincuenta nadie le había hecho caso, tanto porque no se
veía como porque el pensamiento no era capaz de concebirla,
excepto por supuesto Simmel (1858-1918), a quien no se le
hacía caso. La vida cotidiana, ésa de diario y de todos, de
ir al súper y tomar café, de bostezar los lunes y
entrometerse en algún chisme, de saludar a la vecina y
recorrer distancias metido en el metro, se parece demasiado
a la teoría del campo y a la relatividad en un aspecto muy
preciso, que es el de que tampoco está hecha de contenidos
duros, de cuerpos estables con propiedades intrínsecas,
sino que consiste en un proceso inconsumable de relaciones
haciéndose que nunca terminan de hacerse, sino que se
disuelven en otras relaciones, razón por la cual existe la
sensación constante de que eso no cuenta. El epitafio que
pesa sobre la tumba del ama de casa desconocida, que dice
“al día siguiente la casa estaba igual de tirada”, expresa
que la vida cotidiana es esa suerte de vida que no rinde
frutos, porque los lazos, vínculos, relaciones o
interacciones son frutos que no rinden, lo cual, desde una
perspectiva eficacista, parece que son actividades
improductivas donde se pierde el tiempo. La relatividad,
diría Bachelard, de la vida cotidiana consiste en que para
que exista, no ha de atenderse a los objetos ni a las
92

personas ni a los dividendos, sino a las relaciones que se


van dando entre ellos, mismas que se desmoronan conforme se
conglomeran, y que lo único que verdaderamente construyen
es el movimiento de la relación, la atmósfera de la
interacción. Sin embargo, eso sí es algo, y es dos cosas:
a) lo que es la vida de la sociedad, y b) lo que es la
vida. Ciertamente, aquello que se denomina mayormente
cultura, identidad, historia, costumbres, es finalmente el
orden de la interacción que constituye el sinfín de
relaciones sin interés alguno que se lleva a cabo en la
vida cotidiana.
Por esto, porque sus relaciones son su única
sustancia, se entiende que la vida cotidiana haya pasado
inadvertida como tema, que no haya sido vista como “algo”
durante tanto tiempo a pesar de que siempre ha ocupado la
mayor parte de la vida de la gente; era un asunto
incidental y privado que todo el mundo se creía que nada
más le sucedía a uno pero que por ningún motivo le iba a
suceder nunca a un político, a un científico, a un artista,
mucho menos a Durkheim, jamás a Wundt. A Simmel sí porque
era un marginal de poca monta, que fue quien tematizó y
filosofó la interacción cotidiana como forma fundamental de
la sociedad. Para el pensamiento académico, la vida
cotidiana había sido siempre una monserga extramuros, una
penosidad obvia, pero que no podía ser un objeto en sí
mismo, un mundo por derecho propio: para ello se requería
primero la aparición de un pensamiento relacional, capaz de
advertir que ahí donde no hay nada, hay fuerzas que se
mueven. Y se entiende que solamente haya podido surgir
académicamente hasta los años cuarenta, más bien los
sesenta. Según la idea de la vida cotidiana, no vivimos en
un mundo de cosas claras, sino en un campo de relaciones
donde las cosas son bastante relativas.
93

La sociedad no es, entonces, una cosa contable, sino


un drama contándose, y nosostros ahí en medio. O como le
gusta decir a Richard Sennett (1974, passim), siguiendo a
los clásicos, es el gran teatro del mundo. A partir de
entonces, el concepto de psicología pública va a tomar la
idea del teatro de la vida cotidiana para llenar aquel
campo de fuerzas y para darle concreción al flujo imitativo
de la sociedad, y es que como dice Harré al presentar su
teoría de la interacción, “los grandes sociólogos, como
Marx y Durkheim, parecía que hablaban de otra época
distinta a la mía y de preocupaciones por tribus
extinguidas hacia mucho tiempo” (1979, p. 18).

EL TEATRO
Se puede teorízar a la interacción como una obra colectiva
donde los intervinientes se prestan a desarrollar una labor
que no tiene como fin obtener ni producir nada, sino hacer
que la interacción salga conforme a los cánones de lo que
es una obra bien hecha. Esta obra no es de nadie sino de la
sociedad y, como se puede observar en la palabra imitación
o en la relatividad del campo, en esta realidad nadie es
nadie en especial sino aquello que la sociedad requiere. La
obra podía ser también arquitectónica (Harré, 1979, p. 23)
o musical (Harré, 1979, p. 78) o lo que sea, pero parece
que lo de teatral le es más acorde y es muy comprensible
por una razón que es bueno aclarar: no es porque la vida
cotidiana quiera ser comparada con el teatro, sino porque
el teatro es una contemplación de la vida cotidiana, y
contemplación en griego se dice teoría.
La interacción es la obra completa, no la serie de
pequeños intercambios fragmentarios que carecen de sentido
si se miran separadamente, o dicho de otra manera, cada
interacción es una sociedad formada por las diversas
relaciones entre sus participantes; es, como la llama
94

Goffman (1959, p. 27), la “interacción total”, que comieza


y termina allí donde comienza el “encuentro” entre los
participantes, o “episodio” (Harré, 1979, p. 60), de modo
que la unidad es el grupo, la situación, etc., duren cuanto
duren.
De inicio, la teoría del teatro plantea que lo que
verdaderamente le importa, le interesa, es fundamental y
básico para la especie humana, al grado de que casi se le
puede considerar como un “universal” (Harré, 1979, p. 52)
es el orden expresivo de la vida, o sea, todo aquello
mediante lo cual cada persona se puede sentir parte y
pertenencia de la sociedad, que incluye cuestiones tales
como el sentido de dignidad, orgullo, respeto, etc., de
todas y cada una de las personas. Este orden expresivo, o
componente expresivo, es opuesto, por un lado, al
componente práctico, técnico e instrumental de ganancias
materiales y satisfacciones biológicas (Harré, 1979, pp.
21, 36, 42, 217 –nótese la insistencia), cosa que no es
extraña porque, como dice Harré, “el trabajo, entendido
como producción de los medios de vida, es una rareza
histórica” (1979, p. 250), por lo que no puede ser tomado
en serio por ninguna psicología. Y es opuesto, por otro
lado, a lo privado, porque expresar, tal cual aquí se usa,
significa colocar lo personal en el ámbito público para
constituir con eso una entidad social, al grado de que la
gente prefiere arriesgarse al fracaso y la humillación
públicas que a vivir solamente con éxitos privados (Harré,
1979, p. 39). En efecto, la vida es pública, y de hecho, el
verdadero trabajo de la humanidad ha sido producir
interacciones. Y en la interacción no aparecen nunca los
individuos con sus características o propiedades personales
y privadas, sino solamente con sus cualidades públicas
(Harré, 1979, p. 80), que por lo mismo no son suyas sino de
las necesidades de la relación. Uno no sonríe cuando
95

quiere, sino cuando viene al caso. A menudo parece que sí


hay alguien dentro del individuo, como cuando alguien
relata su desdicha profunda, pero cuando lo hace, lo más
seguro es que no esté formado en la fila del banco, sino en
un lugar más adecuado, por lo que sí es la situación la que
le dicta sus palabras, mismas que son dichas libremente; el
“uno mismo”, el “sí mismo” desdichado en este caso es un
requerimiento dramático de la interacción, y el individuo
que ahí se encuentra es, como dice Goffman, “la percha
sobre la cual colgará durante cierto tiempo algo fabricado
en colaboración” y “los medios para producir y mantener los
‘sí mismos’ no se encuentran dentro de la percha” (1959, p.
269).
En suma, una interacción no tiene que ver con partes o
fragmentos ni tiene que ver con personalidades o
individualidades, sino que toda interacción es una sociedad
de esencia pública. La interacción es “la unidad
fundamental de la vida pública” (Goffman, citado por Wolf,
1979, p. 28), y cuanto más pequeña, acota Goffman, cuantas
menos personas contenga, puede funcionar mejor (1959, p.
235); parece que a la larga dos no funcionan, pero es
cierto que un grupo de tres hasta once personas, por
ejemplo, puede elaborar un orden casi anarquista, como de
improvisación de jazz, mientras que cuando sobrepasa los 25
miembros empieza a requerir más rigideces, y comoquiera,
tal ves sea el número la única diferencia, que teóricamente
no es ninguna, entre una interacción inmediata y una
sociedad histórica. Y ciertamente, puede advertirse que,
además de que toda interacción proviene de la disolución o
entreacto de otras interacciones, por lo que puede pensarse
una comunidad entre todas ellas, asimismo, cada interacción
presenta, a su manera, la expresión de los valores y formas
de la sociedad histórica, o sea que las interacciones del
día de hoy son la repetición de otras interacciones que
96

configuran una tradición, y que es lo que Goffman llama


“ceremonias” (1959, p. 47; Drew y Wotton, 1988, p. 234),
donde aparecen, por ejemplo, el sentido de la amistad, de
la confianza, del reto, etc., que es como si una
interacción cualquiera fuese la representación de un modo
de ser ancestral de la sociedad, y razón por la cual muchas
situaciones distintas resultan ser isomórficas (Harré,
1979, p. 23), o sea, distintas en todos sus elementos pero
iguales en la forma, como una sobremesa familiar y un rito
religioso, un partido de futbol y una batalla campal, el
ajetreo de una cocina y el tráfico de la calle (Drew y
Wotton, 1988, p. 8). Dentro de estas ceremonialidades,
Harré destaca la moda, debido a que hay, por encima de
vaivenes coyunturales, una cierta marca moral colectiva que
hace que el pelo largo, por ejemplo, siempre haya ido
asociado a posiciones románticas, revoltosas, inconformes
(1979, pp. 241-242).
Una interacción, por ejemplo, una fiesta, el trabajo,
la juventud, una boda, una pelea, las profesiones, las
conversaciones, una conferencia, empieza como una propuesta
dada por la misma situación de interacción, es decir, por
ciertos personajes, por su caracterización en vestimenta y
accesorios, por el lugar y el decorado, la hora y el clima,
la tarea y los quehaceres (Goffman, 1959, pp. 34-35; Harré,
1979, pp. 205-206, 213-214, 240-244), porque si la escena
dispuesta es una oficina con escritorios y ordenadores, con
gente de traje y traje sastre, un miércoles a las nueve de
la mañana, difícilmente va a resultar de esto un
comportamiento de gente que pida una cerveza gritando o
tutee al desconocido de al lado con tres o cuatro
palabrotas llenas de cariño, y es que se propone una
interacción de trabajo y no una de cantina, y entonces
todos los participantes hacen su presentación anunciando,
según frases como ¿han-visto-a-la-señorita-gómez?, gestos
97

como mirar el reloj, aspavientos como arrugar una hoja,


insignias como traer un traje de Armani, afirmaciones como
sentarse en el sillón más grandote, cuál es el carácter que
les toca desempeñar y que por lo tanto tienen que sostener
y hacer válido durante todo el curso de la interacción y
así, quien necesitaba ver a la señorita gómez, lo que le
corresponde hacer es dictarle un memorandum y no
preguntarle de qué número calza, y en conjunto, todos
tienen que llevar a cabo la interacción de oficinistas
laboriosos y eficientes, cuyo “guión” (Harré, 1979, p. 92)
no está dictado por nadie sino que es propiedad de la misma
interacción; y que se cumpla o no, salga bien o no, es una
tarea y un logro o fracaso conjunto (Goffman, 1959, p. 39),
pero de suma importancia para todos, porque la vida, según
se dijo, es de naturaleza expresiva, o simbólica, y ahí se
la están jugando todos sus participantes y todos tienen que
hacer su mejor y más atento esfuerzo, no para quedar bien
parados cada uno, sino para que la interacción funcione. Y
funciona cuando es convincente y creíble.
Y hacerla convincente y creíble para cada uno y para
todos es una tarea difícil y delicada, ya que cualquier
gesto a destiempo, cualquier desliz en la ejecución,
cualquier dato desencajado como el de la secretaria que
menciona Goffman que llega a la oficina vestida como para
buscar marido, o de cualquier otro empleado que no sepa
emitir el actualizado –y mísero- vocabulario al uso de
oficina, puede dar al traste con la credibilidad de la
interacción entera, como cuando en una fiesta de etiqueta
algún original se presenta con jeans y camiseta, dejando al
descubierto que quisieran hacer como si la situación fuera
en serio pero no les sale, y es que, en efecto, una oficina
eficiente no solamente tiene que hacer trabajo efectivo,
sino también fingir y aparentar que se está trabajando duro
(Goffman, 1959, pp. 120-121) porque, como dijo Churchill,
98

“no solamente hay que gobernar, sino hay que ser visto
gobernando”, y por ende, aunque no se tenga nada que hacer,
si pasa alguien hay que ponerse a revisar unos papeles, hay
que caminar con pasito rápido por los pasillos como si se
fuera a algún lugar, de la misma manera que en una
interacción en donde se está representando el gozo de la
juventud, los susodichos, además de tener veinte años y
vestirse como debe ser, tienen que mostrarse irreverentes,
entusiastas, como embriagados de vitalidad, como si no les
importaran los modales de la gente adulta, para que cada
uno vea que qué jóvenes somos todos, porque los que pasan
junto ya se lo creyeron. Quienes representan la interacción
de la concientización política, por su parte, siempre que
se oyen entre sí y cuando los escucha alguien, tienen que
estar profiriendo una queja por alguna injusticia, la que
sea, en lenguaje altamente especializado, para que se vea
que ellos sí se preocupan por el mundo. Y como puede verse,
en la teoría del teatro siempre hay un auditorio, ya sea
uno aledaño, como los clientes en la oficina, o uno propio,
como los mismos interactuantes de la interacción, porque la
interacción siempre se escenifica ante alguien. Los
profesores universitarios, en sus clases y conferencias,
además de vestirse de intelectuales despreocupados por la
ropa, deben poner cara de que lo que están diciendo es una
parteaguas en el progreso del conocimiento, y además deben
seguir hablando como si los estudiantes o el público le
estuvieran haciendo caso con sumo interés. Y es que siempre
existe la paradoja entre hacer algo y mostrar que se está
haciendo, que Goffman escribe así:

una modelo de Vogue puede, mediante su vestido, postura y


expresión facial, expresar fielmente una refinada
comprensión del libro que tiene en la mano; pero aquellos
que se toman el trabajo de expresarse de manera tan
apropiada tendrán muy poco tiempo para leer (1959, p. 44);

y lo contrario es esto otro:


99

aquéllos que poseen el tiempo y el talento para realizar


bien una tarea pueden no tener, por la misma razón, ni el
tiempo ni el talento para mostrar que la están haciendo
bien (Goffman, 1959, p. 45).

A Goffman lo han llamado de muchas maneras, cínico, cruel


o, como dice Harré (1979, p. 154) creyéndole hacer un
favor, “ausente de sentimentalismo”. Pero no es cierto;
mejor sería probar llamándolo crítico, tanto de su propia
sociedad (la norteamericana, aunque sea canadiense) como de
la psicología social: crítico muy sensible, a quien le debe
haber dolido algo la conclusión sobre la sociedad que anota
en la página 47 de su primer libro, escrito en 1956, que
dice a la letra lo siguiente: “el mundo es, en verdad, una
boda” (1959), con la cual rebaja las ínfulas de legos,
psicólogos y novios por igual.
Comoquiera, la actuación de lo evidente que se lleva a
cabo en la más nimia interacción no tiene nada de obvia ni
de natural, sino que es una tarea cultural muy elaborada,
como lo muestra el largo tiempo de preparación que se
requiere para participar fluidamente en las interacciones,
y puede notarse que los niños todavía se equivocan mucho,
intervienen fuera de orden, confunden expresiones, olvidan
parlamentos, o sea, interrumpen, demuestran afectos
demasiado crudamente, no se acuerdadn de decir por-favor y
gracias, mientras que los adolescentes, ya instruídos de
que deben exponer una actuación que parezca espontánea, son
por lo común muy sobreactuados en su espontaneidad y así,
cuando les toca estar contentos, pegan gritos más agudos de
lo conveniente, y brincotean un poco más de la cuenta.
Verdaderamente, la labor expresiva de la interacción,
mostrar y hacer y decir lo que es adecuado y recomendable
de la manera correcta e idónea, es difícil, y así, todos
los intervinientes están, aunque no lo parezca, y ése es el
objetivo, que no lo parezca, realizando un gran esfuerzo de
100

aplicación y concentración, que sería digno de admirarse si


no fuera porque es común y normal. Todos los actores de la
interacción, para que ésta tenga éxito, deben mostrar que
no están actuando, sino que están siendo lo que son, y aun
cuando aquello que ejecutan, por ejemplo, gestos amistosos
en una interacción de parentela decente, no sea para nada
lo que ellos son ni una expresión personal, sino que es lo
requerido por la situación y por lo tanto es una expresión
pública. En suma, deben mostrar que son sinceros, con una
sinceridad que deben adoptar como propia cuando en rigor es
la sinceridad de la interacción. Ser sincero significa
sobre todo que uno empieza a creer en su propia actuación
como si de verdad esa fuera la realidad sin más (Goffman,
1959, p. 147), y esto es necesario para todos, porque si
una interacción deja de ser creída y vivida como real sin
más, se deshace, y tal vez no haya peor fracaso que ése. Y
hay circunstancias en las que cualquier gesto, cualquier
desfase, cualquier omisión, como una distracción de la
mirada, una sonrisa demasiado larga o que no viene junto
con un movimiento de los brazos hacia adelante, o el mirar
más o menos de la cuenta al interlocutor, puede falsificar
toda la actuación y echar a perder de cuajo la interacción
(Goffman, 1959, p. 70). Las conversaciones informales o
amistosas (Wolf, 1979, p. 188), que a menudo son lo que
Harré (1979, p. 233) denomina “monodramas” porque cada
quien se dedica a recitar versiones de sí mismo, son
actuaciones que tienen visos de ensayos de otras obras, y
en ellas se puede apreciar el gran esfuerzo interactivo,
del que Tarde ya se había percatado años antes (1898); y
así, si se está echando a andar el guión de la amistad, el
tono de la voz debe ser un poco más agudo que en otras
situaciones (Argyle, 1992, p. 10), el lenguaje empleado ha
de ser un lenguaje informal, que es todo un dialecto en sí
mismo, el estilo de habla se tiene que acomodar mutuamente
101

para hacerse semejante (Argyle, 1992, p. 19), las pausas


entre uno y otro parlamento han de durar tan poco como 1/5
de segundo porque si duran más es que no son tan amigos
(Argyle, 1992, p. 15), los cuerpos de los interlocutores
tienen que sincornizarse en una especie de danza hacia
adelante y hacia atrás (Argyle, 1992, p. 12), y se debe
mirar al que habla un total de 40% sin sobrepasarse porque
delataría propasamiento, pero que debe incluir un cierto
número de miradas recíprocas de un segundo en promedio
(Argyle, 1992, pp. 10-11), etcétera, y además, cualquier
error, como cruzar los brazos, demostraría aburrimiento o
defensiva.
La gente realiza verdaderos prodigios de solicitud y
precisión cuando se encuentra dentro de las interacciones
públicas, es decir, cuando no está pretendiendo ni ser ella
misma individualmente ni prevalecer ni obtener ganancias
prácticas ni ejercer poder sobre otro, sino cuando
meramente está intentando contribuir a que una interacción,
que no es su propiedad privada sino la propiedad pública,
salga bien. Podría decirse que es ahí cuando las personas
son admirables, esto es, cuando no son individuos sino
gente; las personas son verdaderamente inteligentes,
talentosas, entregadas, dignas de su humanidad, cuando se
encuentran en público, lo cual es una manera de decir que
son los grupos y las interacciones los que tienen la
inteligencia, y no los individuos por su parte, que por su
parte resultan ser por lo común torpes y patanes, lerdos y
egoístas. Podría decirse que lo que pasa es que toda ética
es pública, pero, teatralmente, la razón de esta anomalía
que cualquiera sabe comprobar es que la zona pública propia
de la interacción (denominada “región anterior”, por
Goffman –1959, p. 123) es el lugar del orden expresivo, que
es el que vale en la sociedad, mientras que en la zona
privada (“región posterior”, “trasfondo escénico”, “entre
102

bastidores”), desaparece la necesiddad colectiva de lograr


la construcción de la interacción, y por lo tanto, lo que
se despliega ahí es el orden técnico, “práctico” (Goffman,
1959, p. 135), instrumental y calculador de las ganancias y
prevalencias materiales que terminan por lucir su aspecto
más o menos miserable y mezquino. En privado, fuera del
público y en ausencia de un auditorio, deja de regir la
naturaleza de la interacción total, y por eso se desvanecen
las cualidades solidarias. En el siglo XXI puede verse, si
se quiere, que hay, por eso, o tal vez para eso, un notorio
desplome de los vínculos interindividuales, donde todos
pareces salir heridos y lisiados, como lo dijo una vez
Richard Sennett, en favor de los lazos públicos, en donde
cada quien realiza su mejor y más desinteresado esfuerzo.
Lo que apunta Harré es lo siguiente:

no estoy dispuesto a adoptar una visión optimista de la


vida humana. Aunque mi panorámica global sea sombría, la
manera en que los seres humanos proceden a general
soluciones a sus problemas es tal que parece admirable –
admirable, desde luego, según criterios estéticos más que
morales (1979, p. 20).

Puesto que la interacción es una entidad pública, de todos,


el fallo en la presentación de cualquiera de sus
participantes significa el colapso de la entidad completa,
el fracaso del grupo, y es por eso que el hecho de que a
los demás les salga bien su presentación es crucial para la
representación de todos, de manera que no solamente hay que
cuidar la ejecución propia, sino la de todos los
participantes (Drew y Wootton, 1988, p. 234), en el sentido
que Ortega Y Gasset decía su frase célebre de que “yo soy
yo y mi circunstancia; si no se salva ella no me salvo yo”.
Todos deben confiar en sus colegas de interacción (Goffman,
1959, p. 93): Por eso Goffman llama, norteamericanamente, a
los grupos “equipos” (1959, p, 67), y son ellos, los
equipos, y no los individuos, la unidad básica (Goffman,
103

1959, p. 97). Una interacción es una obra sumamente frágil


(Goffman, 1959, p. 67), que corre el riesgo de quebrarse a
cada instante y por cualquier minucia, y es por esto que
todos los participantes se ponen atentos para cuidar y
ayudar a los demás en sus intervenciones, y salvarlos en
caso de tropiezo. Ciertamente, según se ha insistido, la
unidad social es la interacción total, y las relaciones que
se den en su interior tienen como fin la constitución de
tal interacción como un todo, de suerte que todas sus
relaciones internas deben ir protegiendo la posibilidad
frágil de que salga bien, para lo cual es menester que el
grupo proteja a sus miembros, que la situación cuide a sus
participantes, lo cual habla de una especie de nobleza, de
magnanimidad inmanente de la sociedad. Para ello,
estructuralmente, la interacción contiene las cualidades
del decoro, la cortesía y el tacto. El decoro (Goffman,
1959, pp. 118-120) se refiere a todos aquellos actos,
apariencias, detalles, que debe comportar cualquier
interacción para que no desmerezca a los ojos de nadie, y
así, puede formar parte del decoro de un taller de coches
el que los mecánicos anden todos mugrientos y grasosos,
porque ver a un mecánico limpiecito y peripuesto haría que
se dudara del trabo y la calidad de ese taller, y así, haya
o no necesidad, un poco de grasa no le va mal al personal;
como dice Sartre (citado por Goffman, 1959, p. 87), a un
mesero se le exige que parezca mesero, y por ello tiene que
acentuar ritualmente su manejo de la charola y su pericia
con el sacacorchos, aunque no haga falta (Goffman, 1959, p.
88). La cortesía, por su parte, consiste en permitir a
todos los interactuantes poder desplegar su papel con el
máximo de oportunidad, de manera que hacerle ciertas
preguntas al mesero como ¿qué-me-recomienda-para-hoy?, le
dan pie para que se explaye con las respuestas que mejor se
sabe de su repertorio; esta cortesía es la que les falta a
104

los profesores que en los exámenes les preguntan a los


alumnos respuestas que no se saben. Pero en los lugares más
corteses que los salones de clase, la gente hace preguntas
benignas y hace afirmaciones como qué-bonito-día que dan
confianza y certeza a los interlocutores para sus
siguientes intervenciones, y al mismo tiempo la gente se
muestra interesada, les dedica tiempo, está de acuerdo con
lo que los demás hacen y responden, de manera que el guión
estipulado por la interacción se puede ir cumpliendo
satisfactoriamente. Y el tacto (Goffman, 1959, pp. 245-
250), cualidad civilizada como pocas, implica, de parte de
los interlocutores, ser sensibles a las insinuaciones,
miraditas, carraspeos, de los demás cuando hay por ahí un
defecto en la actuación que amenaza con hacer perder la
credibilidad interactiva, con lo que se tiene oportunidad
de corregirla. El tacto mismo es el que obliga a no poner
en predicamento las representaciones de los otros que
igualmente harían sentir a la interacción como una cosa
artificial y superficial, y por eso, por tacto, la gente no
suele ir adonde no la invitan, ya que los demás no sabrían
cómo comportarse, y tampoco suele entrometerse en
interacciones ajenas, como por ejemplo en las pláticas de
la mesa de junto, y aun cuando sean totalmente audibles y
hasta interesantes, ambas mesas fingen que no oyen lo de la
otra, y en fin, por tacto, fingen no ver, no darse cuenta,
de los errores, metidas de pata y desaguisados de los
demás, como cuando alguien dice algo que francamente no
venía al caso o hace un gesto de burla hacia otro, y al
hacer como que no se notó o no se vió, la interacción queda
protegida, a condición de que el infractor tenga el tacto
de darse cuenta y luego ir componiendo el desperfecto sobre
la marcha: cuando alguien llama a otro con un nombre
equivocado, se ve cómo todos se encargan de arreglarlo,
asunto fácil, porque hay otros más difíciles. Harré,
105

aproximadamente, denomina a este tipo de correcciones o


bien “remedios” (1979, p. 220), que intentan restaurar la
dignidad de alguien, o “resoluciones” (1979, p. 224), que
consisten en redefinir la situación, como cuando una
relación laboral entre colegas mejor hay que volverla a
definir como noviazgo, cuyo guión es diferente, o los
“monodramas” ya citados, que son el hecho de que cada quien
quede por su parte contento con el papel desempeñado en la
interacción.
Pero también cada uno de los integrantes de la
interacción, para proteger a la interacción misma que,
repítase, es lo importa a todos, se presenta a ella con
ciertas obligaciones interactivas. Una es lo que Goffman
llama la “lealtad dramática” (1959, pp. 227-229), que
consiste en que cada integrante debe aceptar como suyas las
características de la interacción en ciernes, y si ésta va
a ser de funeral, debe ponerse circunspecto, solemne, con
cara de circunstancia, independientemente de sus afectos
por el difunto, porque uno no debe representar los suyos,
sino los afectos de la interacción, para lo cual es
imprescindible que asuma que las cualidades de la
interacción son las propias, que crea sinceramente que él
es el triste de las exequias; también es cuestión de
lealtada dramática no revelar los secretos y trucos de la
interacción, no decir que el emperador no tiene ropa, no
decir que esas condolencias son una farsa. También hay una
“diciplina dramática” (Goffman, 1959, p. 232), mediante la
cual cada participante ha de subordinarse a los requisitos
de la interacción y del grupo, para lo cual debe no
sobrepasarse en su actuación, no intentar ser más que los
demás, sentir mejor que los otros, opacar a los otros,
porque este protagonismo, aunque lo salve a él, destruye la
interacción, y de reflujo, también lo destruye a él, y es
que “la vida puede ser un juego, pero la interacción no lo
106

es” (esta cita no es de Goffman, 1959, p. 259, porque él la


dice exactamente a la inversa). Y asimismo, hay una
“circunspección dramática” (Goffman, 1959, p. 233), que es
la prudencia general de todos los interactuantes para no
irse demasiado de boca en su actividad teatral, ya que el
guión no se lo sabe nadie porque no está escrito y por lo
tanto siempre puede sobrevenir un imprevisto que obligue a
modificar la dirección, y en previsión de esto, hay que
darle un margen de maniobrabilidad para alterar el curso de
la situación: en efecto, si a alguien le da un imparable
ataque de tos, si se rompe el vestido, si no llega quien
esperaban, si sí llega Godot, si se olvida el parlamento y
demás imponderables, hay que tener una reserva interactiva,
un guardado de recursos para proteger la interacción, que
de verdad no importa su contenido, que no importa si una
escena de amor se tiene que transformar en una de risa,
sino que como sea, resulte, y con una dosis de
circunspección dramática, siempre se podrá librar la
situación. Y a veces las interacciones más memorables son
las que se resuelven de manera inesperada.
Esta protección a ultranza de la interacción a veces
puede tocar instantes de utopía en donde la situación se
rebasa o se profundiza y se revela entonces una forma
excepcional de la sociedad, una forma, por decirlo así,
postinteractiva, transparentemente colectiva, que a lo
mejor es lo que siempre se busca en toda interacción:

los miembros del auditorio aprenden a veces una importante


lección: pueden descubrir una democracia fundamental que
suele estar bien oculta. Detrás de muchas máscaras y muchos
personajes, cada actuante tiende, en el fondo, a mostrar
una sola mirada, una mirada desnuda y no socializada, una
mirada de concentración, la mirada del hombre que está
personalmente entregado a una tarea difícil y traicionera
(Goffman, 1959, p. 251),
107

y entonces el auditorio se da cuenta y lo protege, y él se


da cuenta que el auditorio lo está protegiendo, y a su vez
el auditorio advierte que él ya sabe que está siendo
protegido, y finalmente él descubre que el auditorio ya se
dió cuenta que lo sabe, y así,

cuando existen tales niveles de información puede llegar el


momento, durante la interacción, en que el estado de
separación de los equipos se desmorona y sea reemplazado
momentáneamente por una comunión de miradas, a través de
las cuales cada equipo admite abiertamente al otro su nivel
de información. En estos momentos, queda al desnudo, de
forma vívida y repentina, toda la estructura dramática de
la interacción social, y la línea que separa los equipos
desaparece temporalmente (Goffman, 1959, p. 249).

EL ORDEN DE LA INTERACCIÓN
Erwin Goffman comenzó a publicar su teoría en la década de
los cincuenta del siglo XX, declarándose sin ambages
seguidor de Durkheim y continuador de Simmel (Burns, 1992,
p. 7). Rom Harré lo hace desde los setenta y se declara
proseguidor de Goffman. A Goffman se le suele tachar de
mero autor lírico de una serie de observaciones incisivas
sobre la sociedad, pero no es correcto porque, muy a su
estilo, en rigor intentó dilucidar la estructura general
del acontecimiento de la interacción, y como dice Wolf
(1979, p. 45), “detrás de la caducidad de los episodios
sociales examinados existe, pues, la estabilidad de su
organización”. Por esto, en uno de sus últimos artículos,
Goffman habla de su trabajo como del estudio de una
dimensión peculiar de la realidad y la titula “el orden de
la interacción” (Drew y Wootton, 1988, p. 252). Harré,
directamente, habla de hacer “una ciencia autónoma de la
acción humana, colectiva, pública y social” (1979, p. 26)
que “se basa en la concepción dramatúrgica de la acción
social” (1979, p. 25), a la cual cataloga de “la quinta
teoría” de la realidad, siendo las otras la natural, la
108

política, la económica y la biológica: hay en él un intento


serio de levantar a la psicología social por encima de la
mediocridad en la que se acomoda con tanto gusto.
Y, en fin, resumiendo el concepto largo, la
interacción aparece como: una fuerza que recorre el
interior de las colectividad dotándola de cohesión y
unidad; una fuerza interna expresiva cuyo campo de acción
se constituye en una unidad colectiva denominada grupo o
sociedad; un sistema de articulación simbólica de gestos,
rasgos, palabras y adminículos que se propone generar un
acto colectivo total.
Del concepto expuesto de interacción se puede extraer
una siguiente conclusión, que reza como sigue: Aquí se ha
utilizado de repente el término “psicología social” de una
manera totalmente descualificada, simplemente porque se usa
decir así, pero lo que más calificativamente se conoce como
psicología social aquella ciencia, disciplina o cosa, que a
veces sí es eso y a veces nó, pero que en todo caso se
supone que reune y comprende el conocimiento oficial del
tema. Pues bien, la psicología social dice que su interés
consiste en averiguar las relaciones entre individuo y
sociedad, entendiendo de suyo que los dos límites, polos,
puntas, cabos, extremos de la psicología social son, por un
lado, la sociedad con mayúscula, mayor, institucional, y
por el otro, los individuos concretos, y de paso haciendo
evidente que en la interacción, que es su objeto de
estudio, se juntan tanto lo individual como lo societal.
Ahora, la conclusión que aquí se saca es una bastante
rápida de formular, a saber, que no es así, sino que, en
efecto, la interacción, estrictamente hablando, no está
compuesta por individuos ni contiene individuos dentro,
porque lo que hay ahí dentro son las relaciones externas a
ellos, públicas, siendo por tanto que la interacción es
irreductible ni a sus partes ni a sus componentes ni a sus
109

piezas ni tampoco a sus individuos, de la misma manera que


lo público es irreductible a las vidas privadas. Los
individuos no son una categoría de la psicología social, y
por lo tanto no pueden estar considerados en su definición.
Ni dentro de la interacción ni dentro del pensamiento
social hay individuos: los individuos no son la mínima
cantidad posible de la sociedad ni ninguna otra cantidad ni
cualidad; los individuos no son sustancia ni material del
pensamiento de la sociedad. Pueden ser nociones de la
biología o de la demografía o de la mecánica, pero no de
una psicología de la sociedad.
Por lo tanto, aquellos dos límites o puntas o extremos
son más bien, por un lado, la sociedad mayor, y por el
otro, la interacción; o en este contexto, lo interactivo y
lo histórico. La interacción es la sociedad mínima de la
misma manera que la sociedad es la interacción máxima.
Individuo y sociedad no tienen la misma dimensión o el
mismo nivel o la misma cualidad; en cambio, interacción y
sociedad, sí. Cuando una interacción se alarga en el
espacio, como por ejemplo la interacción de una ciudad, se
despersonaliza y desaparecen las señas de sus
interactuantes, y se empieza a ver como siendo una
sociedad. Pero, a la vez que se alarga, se hunde en el
tiempo, es decir, se historiza, porque, ciertamente, la
vida de una ciudad ya se mide en siglos, y que es el mismo
caso de las tradiciones, las costumbres, los hábitos y las
insituciones, que son, por así decirlo, interacciones que
nunca terminan, que se vuelven tan lentas y largas que
adquieren las características de una sociedad. Y al revés
sucede lo mismo: si alguien describe a la sociedad más
ancestral durante un solo día, o quince minutos, se le
aparecerá como interacciones. Esto quiere decir que la
diferencia entre interacción y sociedad no es una
diferencia de naturaleza, sino que es una diferencia de
110

detenimiento y de profundidad del pensamiento que las


contempla. Y por último, no cono concesión sino como
coherencia teórica, un individuo concreto resulta
inteligible si se lo considera, no como individuo, no como
actuante independiente en una interacción, no como una
parte de algo, sino como una interacción en sí misma, como
una sociedad chiquitita pero completa, de la misma manera
que la individualidad, el individualismo, la
individualización, etc., son historias del pensamiento de
la sociedad.

SEGUNDO EPÍLOGO
No obstante, la interacción fue generalmente interpretada
como una serie de elementos cuantificables que operaban
unos sobre otros por contacto directo, como el de una
palanca o un percutor, es decir, finalmente, a la
interacción se la interpretó mecanicistamente, o sea, con
el tipo de pensamiento ilustrado nada elegante del siglo
XVIII, y no con el pensamiento más orgánico y químico del
siglo XIX, mucho menos con el pensamiento sutil y abstracto
del siglo XX. Parece que no importa el objeto pensado, sino
con qué se lo piensa, y así, lo que aparecía como una
relación fluida de fuerzas quedó convertido en una
maquinaria más bien primitiva, de ésas que hacen mucho
ruido, mucho gasto y poca producción. Tarde decía que la
diferencia entre las grandes culturas y la nuestra es que
en aquéllas había una pirámide monumental rodeada de chozas
donde vivían sus constructores, mientras que en ésta lo que
hay es una fábrica monumental que produce mercancías
miserables.
Lo que dijeron Peirce, Mead o Moscovici sobre la
interacción es que entre cualesquiera una y otra cosa, A y
B por ejemplo, se introducía el resto de la vida, así que
la interacción era entonces A-la vida/la historia/la
111

sociedad/la cultura/ el mundo-B. Lo que le hizo el


pensamiento mecanicista a esto fue exigir que lo que se
metiera en medio fuera una C, para poder ponerle cantidad y
hacer sumas y restas. Lo que era un éter y un espíritu se
convirtió en un balance de contador.
El pensamiento mecanicista, quie sólo puede ver piezas
o componentes, solamente puede encontrar individuos en la
interacción, y en consecuencia, su definición no puede ser
otra que la que es, que la interacción es lo que le pasa a
un individuo en presencia de otro(s).
Lewin fue interpretado de esta manera por sus
seguidores, con “lo que se produjo una cantidad cada vez
más grande de estudios experimentales sobre temas
triviales. Así, nos han demostrado que el uso del perfume
aumenta la atracción interpersonal o que la gente atractiva
gasta más tiempo mirándose en el espejo” (Collier et al.,
1991, p. 351).
Por esto Goffman se negó a ser uno de éstos, y
prefirió dedicarse, como él mismo dice, “a rescatar el
término ‘interacción’ del lugar donde los grandes
psicólogos sociales y sus prosélitos confesos se disponían
a abandonarlo” (citado por Drew y Wootton, 1988, p. 62).
Parece que los motivos por los cuales el gremio
académico decidió adoptar la interpretación mecanicista son
muy poderosos, y son dos. El primero es que es más
impactante y espectacular, ya que de este pensamiento
derivan los altos hornos, las locomotoras, la producción en
serie y el despilfarro energético de la revolución
industrial, que todavía tiene secuelas emocionantes en la
posesión y manipulación de automóviles, aparatos
electrodomésticos y equipos digitales. El segundo motivo es
que es más fácil: es más fácil extenderse que profundizar,
abarcar que intensificar, y el mantenimiento de una mente
mecanicista se consigue con solamente ir aumentando
112

elementos, palabras, componentes, datos, tecnicismos,


archivos, en un sistema de interpretación fijo, que ya no
se mueve, que ya no piensa, sino sólo acumula; se trata de
un pensamiento sencillo que no puede hacerse más complejo,
sino sólo más rebuscado. Es esta misma facilidad por la
superficie lo que hace que el neoliberlismo aparezca y se
confunda con democracia.
Puede que Gabriel Tarde sí tenga esas sugestivas
observaciones que dicen y se empieza a entender por qué se
vuelve referencia. Dice (1890, p. 215): “es más sencillo
acumular neologismos sobre neologismos, que hablar mejor su
lengua”.
113

EL CONCEPTO DE PSICOLOGÍA COLECTIVA:


CONCEPTO III: LA PSICOLOGÍA ESTÉTICA: LA FORMA

.-Lo Colectivo. Lo público; lo histórico.


.-La Forma de Ser de la Forma. El alma de las cosas.
.-Unidad Sensible Ensimismada. Percepción; lenguaje;
cohesión.
.-La Voluntad de Estilo. El conocimiento; tipo de
pensamiento.
.-Método
.-Filosofía de la Cultura. Las obras: los conceptos; la
teoría del espíritu objetivo.
.-La Estructura y la Gracia. Espacio; tiempo: recorrido,
ritmo, memoria, uno mismo; última definición.
.-Lo Estético: Atractividad; pertenencia; la psicología
estética
.-Tercer Epílogo

Si se revisa la “literatura”, según le dicen, que muestra


sus “logros” y “avances”, según les llaman, que no carecen
de datos, se verá que la psicología social convencional es
una institución bastante inculta que vive con un
pensamiento del siglo XVIII. Este texto ha intentado
adelantarse un poco, o sea, siquiera, hacerse con
pensamientos del siglo XIX.
Como se ha podido ver, el siglo XIX estaba poblado de
ilusiones y pasiones como las del romanticismo, de
hallazgos en la ciencia y en la técnica, de ideas
enrevesadas y sofisticadas, y de movimientos sociales
ciertamente subversivos. Y sin embargo, la imagen que se
suele tener de él es más bien la de modas austeras, de
buenas maneras, de gentes solemnes y laboriosas: un siglo
mojigato y modosito de señores estirados y bienhablados y
señoras discretas y devotas que decoraban sus casas con
cosas horribles y escribían sus diarios y correspondencia
en las tardes aburridas de la decencia victoriana. Puesto
que estas imágenes son las dos correctas y ambas
114

contradictorias, al juntarlas la forma que adquieren es


como la de una superficie tranquila con un subsuelo
convulso, como se adivina en la escena de mujeres
escribiendo novelas tormentosas que la gente suponía que en
realidad las habían escrito sus maridos, como fue el caso
del Frankenstein de Mary Shelley (1797-1851): un siglo con
la música por dentro, parecido a un resorte que se ve más
quieto y duro justo cuando está más tenso y a punto de
saltar, que es la inmovilidad que tienen los clavadistas y
corredores y tiradores de penalty un instante antes de
comenzar su ejecución, o las bombas cuando ya van a
explotar, como también la ira o la alegría esperando el
momento de estallar. “Calma y presagio”, como dice Miquel
Martí i Pol en un poema. Resumiendo, si hay que darle una
forma al siglo XIX, es la forma de la expectativa, la de
quedarse pendientes porque algo está por acontecer, y eso
es un momento ciertamente inmóvil y mudo pero asimismo
cargado de tensión y nervios, y así es como puede haberse
sentido vivir en el siglo XIX, como, por ejemplo, lo
mostrarían las pacientes de Freud, que van con él y le
dicen que algo pasa, terrible, pero que no se nota, y Freud
les responde que eso que pasa terrible y no se nota se
llama inconsciente, a saber, una fuerza agazapada, la
fuerza de ellas mismas, que hierve por dentro pero que no
puede salir mientras anden con esa cara victoriana.
También parece congruente con esta forma el hecho de
que a finales del siglo XIX haya aparecido la psicología de
las masas, que es la versión más trémula de la psicología
colectiva, en donde se ve que sus autores sentían que algo
fuerte se avecinaba, y donde las masas mismas, que encarnan
el estallido descomunal y repentino de la fuerza social,
presentan su aspecto más emotivo en su fase expectante,
como lo expuso Canetti, cuando están quietas y atentas a
115

eso que sobrevendrá, sea una revolución, un beso, una nave


extraterrestre, el apocalipsis o un gol de penalty.
Ya después viene la descarga, no importa si es de
celebración o decepción, la que, al parecer, es la forma
que tiene el siglo XX, cuando el hervidero de ideas del
siglo XIX saltó a la luz, y explotó el arte, la técnica,
las dos guerras mundiales, las modas, los modales, los
colores, las ventas, las drogas, las libertades, los
caprichos, y así, contra la expectación como forma de la
sociedad, aparece la explosión, o si se quiere, el
arrebato, el desboque, la polvareda. Todavía no acaba de
asentarse el polvo, pero ya pronto empezará el recuento de
los daños. Se nota lo que dice Henri Focillon, que “nos
cuesta mucho trabajo no concebir un siglo como un ser vivo”
(1943, p. 58); comoquiera, lo que importa en este contexto
era dar un ejemplo de lo que es una forma. Y hay otras,
muchas más: la forma del odio, la de las ciudades, la del
racismo, la de la felicidad, la de las computadoras, la de
la ciencia, de la democracia, el pensamiento porque
(Focillon, 1943, p. 10), “la vida es forma”.

LO COLECTIVO
Y en suma, el pensamiento de la sociedad es una forma, que
es lo que se suele llamar cultura. Y así, tanto el concepto
de espíritu como el de interacción son formas y son la
misma forma. Una forma es muchas cosas, pero por lo pronto,
es algo que se puede captar de un solo golpe, como un
paisaje o como la forma del siglo XIX, que tanto se aparece
por completo como se muestra en cada una de sus partes,
donde cada cachito de paisaje es también paisaje, y
ciertamente, la forma de la expectativa vale para todo el
siglo XIX pero igualmente se la encuentra en cada anécdota,
en cada personaje, como si Pasteur o Cézanne hubieran
estado entretenidos, no en sus cuestiones particulares,
116

sino más bien trabajando para que el siglo tuviera su


forma, como si cada acto tuviera que ser de una actitud
expectante.

Lo Público
Y de igual manera, las interacciones no son series de
intercambios personales entre individuos, sino que en
ellas, cada gesto, palabra y circunstancia, por ejemplo en
un saludo, ese típico episodio de holaquetalcomotevá, no es
una ocurrencia genial del protagonista, sino que está ahí y
se ejecuta porque la forma del saludo la requiere y porque
eso se reconoce como forma del orden del saludo, y así se
comprende que adelantarse, sonreír y estirar la mano son
gestos de esa interacción mientras que, rascarse el tobillo
porque dio comezón, aunque fácticamente haya sucedido, no
tiene forma de la forma del saludo, de modo que es la
integridad de la forma de la interacción la que da forma a
ciertos gestos y se las quita a otros que pasan
inadvertidos, y donde cada gesto contribuyente tiene ya de
por sí un saludo; la sola sonrisa de dizque sorpresa y
bienvenida que uno hace cuando el otro se acerca es ya
saludo porque la interacción completa también lo es. Y así
las cosas, esta interacción completa no es un
acontecimiento aislado que haya sucedido el otro día, sino
algo que tiene marcadas sus velocidades, distancias,
turnos, tonos, en suma, su forma, que es impersonal, o sea,
que no importa quién en concreto la haga en este momento y
que se repite muchas veces e incluso sigue existiendo
cuando nadie la está actuando, y es por sí misma una
pequeña sociedad, la sociedad del saludo; o el saludo es un
pensamiento de esa sociedad, que además de la sorpresa y la
bienvenida, contiene, en el fondo, un poco el gusto siempre
novedoso de reunirse y estar juntos, junto con la promesa
de que aunque haya separaciones, como se presiente en las
117

interacciones de despedida, siempre habrá nuevas reuniones.


Las costumbres, en general, son formas de interacciones, y
en tanto tales rebasan las circunstancias particulares y
trascienden a las personas concretas; las costumbres son
formas sociales implantadas desde siempre.

Lo Histórico
Queda claro el carácter colectivo de esta forma, su
actitud de reunión y de solidaridad y de confianza, que es
impersonal porque es válido para todo aquel que salude,
pero que sólo brota si se hunde en el tiempo, porque, en
efecto, para quien solamente revise el saludo en la
actualidad, los gestos que lo conforman parecerán una serie
de pegotes convencionales que nada más existen porque así
se hace por aquí, pero el leve doblez de la rodilla que
todavía se puede observar es el vestigio de una antigua
genuflexión que se ha ido borrando, donde quien la hace
queda más abajo, y las diferencias de altura desde donde se
mira resultan ser modalidades del respeto y del prestigio
que se otorgan las gentes entre sí, como rituales de la
modestia y del homenaje, de modo que la forma del saludo,
como cualquier otra forma, no aparece más que
fragmentariamente en lo que se mira hoy en día, y aparece
completa en su tradición, es decir, en todos los gestos que
pueden desandarse hasta su origen y en todos los gestos que
fueron juntando larga y lentamente la forma que hoy
tenemos. La tradición es la profundidad de la sociedad. La
historia no es lo anterior al presente, sino su
profundización.
Así, toda forma es histórica, conque el proceso
mediante el cual se fue gestando forma parte de esa forma,
y es en esta historia donde aparece el carácter colectivo
de las formas. Si se prescinde de la historia, que es la
que puede rastrear la tradición de las formas, lo que se
118

puede observar de ellas es sólo lo más superficial, lo


meramente aparente, su lado frívolo, pero si se quiere
mirar la forma de fondo, es decir, los gestos y rasgos que
no se ven a simple vista y que no se notan en la
actualidad, porque están por detrás y por dentro y que
pueden mostrar las cosas en su forma más sólida y
consistente, no hay que pasearse por la superficie de lo
actual, sino por las formas que están debajo y debajo de
las formas.
Si uno escoge cualquier cosa, por ejemplo, el traje de
hombre, ése que consiste en pantalón y saco, y se le busca
su historia, se verá que está compuesto exactamente de los
elementos de una revolución burguesa, de una revuelta
social que sólo sirvió para cambiar una nobleza por otra.
El pantalón es la prenda que utilizaron los insurrectos de
la revolución francesa para oponerse a las bombachas cortas
y coloridas que usaban los nobles, y que logra instalarse
porque, entre otras cosas, permite cubrir la fealdad
mayoritaria de las piernas de los ciudadanos: aquí viene lo
revolucionario; lo burgués viene en el saco, llamado
entonces redingote, que sale del “riding coat” de los
ingleses, que lo habían adoptado ciertamente de los
jinetes, por práctico, y que todavía sigue resultando
práctico, porque tiene muchos bolsillos, abriga, es de
fácil quitaipón, y porque llegados los cuarenta años, sirve
para tapar la panza. Y en fin, el traje masculino tiene la
forma de la austeridad, templanza y laboriosidad propia de
las mentalidades esforzadas y ahorradoras de los burgueses
que se adueñaron de la revolución, y puede notarse que
todavía sirve para lo mismo, para que el que lo traiga
parezca que tiene un buen trabajo y que lo cumple bien, y
que es serio, dedicado y exitoso, y por eso, para buscar
empleo, uno se pone uno de esos trajes.
119

Decir que la interacción de una psicología pública y


el espíritu de una psicología histórica tienen formas, no
es precisamente una gran demostración, por lo que tal vez
sea menos obvio decirlo al revés, a saber, que todos los
objetos, actos, situaciones, hechos, tienen la forma de la
interacción y del espíritu: todas las cosas tienen la forma
de la sociedad de la que forman parte.
René Huygues dice que la forma es lo que está entre
“la realidad en sí” y “la realidad-en-mí” (1971, p. 142).
Una forma, toda forma, no es ni física ni subjetiva, sino
que es pública y espiritual, y por ello es un concepto de
la psicología colectiva. El clima del que hablaba Herder
que determinaba desde el uso de los utensilios hasta el
acento del idioma, que se respiraba y se atravesaba, era
una forma. La simpleza del pueblo a la que se refería
Michelet, que se notaba no sólo en su magnitud social sino
en las pequeñeces cotidianas, es una forma. Las categorías
del espacio y del entendimiento de donde surgen las
características de la sociedad en Durkheim, son una forma.
La imitación de Tarde como un mismo ritmo continuado a
través de las épocas, es una forma. Las atmósferas de Lewin
en que se sentían las tensiones y distensiones anímicas de
los grupos, son formas. Los dramas y comedias que montan
las personas para presentarse en público frente a los demás
y que los demás montan frente a las personas, de los que
hablan Goffman y Harré, son siempre formas. En efecto, el
pensamiento de la sociedad que es el interés de una
psicología colectiva es una forma a la que se le puede
denominar cultura, y la cultura es esa entidad psíquica que
no piensa con palabras ni con ideas, ni con cerebros ni con
mentes, ni con conductas ni operaciones ni causas ni
efectos, sino que piensa con formas. La forma es la materia
de la cultura, o en dicho de Focillon (1943, p. 10), “la
forma es el modo en que acontece la vida”.
120

LA FORMA DE SER DE LA FORMA


Si todo el mundo sabe qué es una forma, lo que sorprende es
que haya tan pocas definiciones de ella, como si los que se
dedican a estudiarla no se atrevieran, y no por miedo a
equivocarse, sino porque tienen toda la seguridad de que se
van a equivocar, lo cual debe significar que una forma es,
por definición, equívoca, y es que una forma es, sobre
todo, una forma de ser, frase que la invertirla también
funciona, como ya lo había dicho Aristóteles, que el ser es
la forma. La expresión “forma de ser”, puede ser aplicada a
cualquier cosa, como la forma de ser de las casas o la
forma de ser de la democracia, aunque generalmente se
aplica a las personas, con la cual se está diciendo que se
las conoce, que todo lo que una persona haga o no haga lo
va a hacer de cierta forma, pero que uno, por más que se
las ingenie, no podrá saber cuál va a ser su siguiente
movida o que haría en tal caso pero que, cuando lo hace,
resulta evidente que no lo podía hacer otra cosa más que la
que hizo, porque ésa es su forma de ser. De alguien que
tiene una forma de ser, por ejemplo, impertinente, que
resulta buen ejemplo ya que hay tantos, se le notará la
impertinencia en todo lo que haga, hasta a la hora de
subirse al elevador, adonde se meterá cuando ya está lleno,
pero uno no podrá nunca ni explicar su impertinencia ni
mucho menos evitarla porque por más precauciones que se
tomen, esto es, que se tomen las precauciones pertinentes,
el domingo siete con el que saldrá será de una
impertinencia tal que ni siquiera pertenece a la
impertinencia, y uno nada más se queda pensando que cómo no
lo había pensado, y es que, como se dice, su impertinencia
no tiene límites. En efecto, las formas de ser no tienen
límites, y por eso pueden extenderse fuera de todo lo
imaginable, como si la forma de ser de las cosas nunca
121

pudiera acotarse, o definirse, que quiere decir ponerle


límites, como para poder declarar que la impertinencia del
susodicho hasta aquí llega. Siempre llega más allá.
Uno puede detestar al impertinente, y al hostil, y al
oportunista, pero siempre será por sus gestos, sus modos,
sus hechos, es decir, no por razones morales ni por razones
lógicas, sino por razones estéticas, por esa forma que
tiene de hacer las cosas, por una serie de gestos que
tienen una forma que a uno nada más no le gusta, lo cual,
de paso, es una manera de decir que las razones morales o
lógicas son también estéticas.

El Alma de las Cosas


Las formas de ser no tienen fin, pero, en cambio,
tienen principio, ya que la forma de ser del impertinente
empezó desde que era chiquito, y por entonces su
impertinencia también era chiquita, restringida, toda vez
que alcanzaba nada más a sus parientes y se ejercitaba
apenas en nimiedades, y luego ya siguió creciendo y nadie
sabe hasta dónde puede llegar. En otras palabras, da la
impresión de que la forma es especialmente una especie de
punto de fuga o de sección áurea, como en las pinturas, de
donde sale y a partir de lo cual se ordena toda, como algo
que se irradia al resto y aunque no se vea, siempre está
presente, y que se le puede llamar centro, núcleo, patrón,
esquema, corazón, criterio, que no es exactamente algo que
sea tangible, sino más bien una dirección o un estilo en el
cual cualquier rasgo que aparezca, se tendrá que acomodar,
y si este punto de origen es la impertinencia, cualquier
gesto, hasta subirse al elevador, llevará su sello y se
ejecutará con impecable impertinencia. Es como el alma de
la forma. El alma de la ciudad es la plaza, porque ahí es
donde está reunida la mayor superficie de espacio público;
el alma de la democracia es la conversación, porque ahí es
122

donde las diferencias se entienden entre sí. Parece que en


cualquier teorización sobre la forma se menciona esta
fuerza ordenadora: se le ha llamado “potencia originaria”
(Mouloud, 1964, pp. 92-93, 305), o “principio” rector o de
organización (Huyghe, 1971, p. 77); en arquitectura se le
menciona como genius loci, el “genio del lugar, a esas
características, generalmente difusas, que lo convierten en
algo único” (Baker, 1989, p. 32). También se le menciona
como “actitud”, término que vale la pena traer a cuento en
vista de lo que la psicología social ha hecho con él, que
de ser un centro lo ha convertido en una cáscara, en una
serie de medidas y cuantificaciones que ya no se acuerdan
ni qué medían ni qué contaban; pero una actitud, en buen
castellano, era más bien el principio o potencia que guiaba
la forma de ser de una persona, un grupo, un animal o una
pintura, y no se refería a los datos que pudieran
registrarse, sino a lo que los animaba, del mismo modo que
la gente en general todavía utiliza la palabra para decirle
a alguien que “no me gusta tu actitud”, como siendo un
sentimiento fundamental que le da sentido a todo. Bartlett,
en su estudio sobre la forma de la memoria de 1932, todavía
utiliza la palabra así. La psicología social convencional
le quitó a la actitud su cualidad básica porque no
congeniaba con sus métodos (L. Javiedes, 2004).
Es curioso que la forma se utilice como algo que no
tiene límites, y no obstante, al describirla, se dice lo
contrario, que se define por sus contornos. Como sea, la
actitud de la forma, su potencia, no es algo que esté
localizado en alguna parte de ella, como si fuera un motor,
sino que está difundida por toda ella, y así, en cada
detalle que se dé, ahí está su actitud y ése es su centro,
razón por la cual la más molesta impertinencia del
impertinente es al que está cometiendo en ese momento,
porque es ahí donde está ahora el principio de esa forma de
123

ser. En este sentido, todos los gestos, detalles,


elementos, partes o rasgos de la forma son continuos unos
con otros, es decir, que entre unos y otros no hay rupturas
ni divisiones, si acaso matices y otras variantes suaves.
Por el contrario, los objetos cuyas piezas son
discontinuas, no se llaman formas, sino mecanismos, o si se
prefiere, estructuras, y se pueden desarmar y estudiar cada
uno de sus componentes por separado. Pero a las formas no
se les puede hacer eso. La gallina de los huevos de oro
tenía su forma de ser, no su mecanismo, y por eso si se la
desuella no se encuentra el oro, lo cual vuelve a recordar
aquello que hizo la psicología social con las actitudes.

UNIDAD SENSIBLE ENSIMISMADA


El tipo de definición de forma que se puede encontrar reza
más o menos como sigue: “cuando uno habla de formas, de
gestalten, uno vislumbra organizaciones cuyos elementos
están unidos por lazos más estrechos que aquellos que
pueden unir a elementos ensamblados mecánicamente”
(Mouloud, 1964, p. 4); “la forma es el principio que
confiere unidad visible e inteligible a un ensamble de
elementos de tal manera que devienen solidarios entre ellos
y con respecto a tal ensamble, al punto de que no pueden
sufrir ninguna modificación sin que el cambio afecte por
igual al resto y al todo” (Huyghe, 1971, p. 77). No
obstante todos los que se atreven a definir la forma
sienten que no alcanzaron a atinarle, hay un acuerdo básico
que menciona eso de unir, de unido, y de unidad.

Percepción
Efectivamente, un forma es aquello que se le aparece
como una unidad a quien la mira o toca o intuye, de manera
que no se trata de una unidad, digamos, verificable, que
exista en la naturaleza, sino que es perceptible, cuya
124

unidad debe ser discernida por la percepción: el olor del


tabaco, con toda seguridad flota en la realidad mezclado
con los olores de la gasolina, el perfume y la basura, y
solamente adquiere forma cuando alguien ducho en
detectarlo, por lo común un no fumador un poco paranoico,
toma exclusivamente los rasgos tabacaleros del ambiente
prescindiendo de otros rasgos de otros olores, y lo puede
percibir como una unidad que se llama olor a tabaco, al
cual, los sí fumadores, jamás han captado. Es pues como si
la percepción fuera un rasgo entre otros de la forma. Puede
admitirse que el olor del tabaco se percibe con la nariz y
el olfato, pero, cuando se trata de una forma más compleja,
por ejemplo, la de la expectación, al parecer ya no hay
órgano ni sentido de la percepción con qué detectarlo, y no
obstante, ciertamente se puede percibir, nada más que el
órgano y el sentido de la percepción de la expectación o la
misericordia o la impertinencia y de las formas en general
es en realidad el cuerpo completo, que percibe con el tacto
y el equilibrio y la interocepción y además con la
imaginación y los prejuicios y el conocimiento y cualquier
otra cosa, todo a su vez fundido y confundido, que ayude
para percibirla: ello significa que el tipo de percepción
de las formas no es el de lo perceptible, sino el de lo
sensible. Perceptible es aquel registro que se hace por un
solo canal y desde el exterior del objeto: oler el tabaco,
por ejemplo. En cambio, sensible es aquella captación que
se hace por todas las modalidades y desde el interior del
objeto, o sea que no capta la cáscara o los límites, sino
el principio o actitud de la forma: si oler tabaco hace
sentir odio contra los fumadores por inconscientes e
insanos, eso ya no se registró con la nariz. La
sensibilidad es la percepción que se percibe desde dentro
del objeto.
125

Lenguaje y Otros Contenidos


Y lo anterior significa que la forma de algo está
también hecha de los elementos de su percepción, así como
de los juicios y opiniones que se tengan de ella, porque la
forma que adquiere el olor del tabaco depende de si uno es
un fumador orgulloso o de si es un furibundo militante de
la liga antitabaco propio y ajeno, o dicho de otro modo,
también el lenguaje forma parte de la forma, es un gesto de
la forma. Una cosa tiene distinta forma si se le llama
expectación, o aburrimiento, si se le llama ciudad, o urbe;
no es lo mismo llamarle a algo democracia que llamarle,
como hizo Borges, “curiosa perversión de la estadística”.
La palabra no es una etiqueta que se le pone a ciertas
cosas, sino que va disuelta indisolublemente en la cosa
misma.
Y aún así, las formas no son lenguaje o, por ponerlo
de otra manera, el lenguaje no es una categoría del
concepto de forma, como en cambio sí lo son la unidad o la
sensibilidad. Para este caso, el lenguaje no es una noción
irreductible toda vez que aquí sí se puede reducir al
concepto de forma, pero de ahí a decir que se excluye o que
no importa hay mucha distancia. Una cierta necedad propia
de nuestros días insiste en que tenga que haber una
separación entre lenguaje, por un lado, y cosas, imágenes,
objetos, afectos, intuiciones, realidades o formas por el
otro, ya que o estos últimos se reducen todos a discursos y
por lo tanto no son reales, o de otro modo se le está
negando al lenguaje su realidad. Lo que cabe decir a este
respecto es que cuando se separa al lenguaje de las formas
o al lenguaje de su propia forma tal como la sintaxis o la
sonoridad o la poesía, se está entonces asistiendo a un
momento de la cultura en que las forma de la sociedad se
está deshaciendo, y éste es, ciertamente, el momento
presente.
126

Lo mismo sucede con otros aspectos de la forma,


concretamente, con el contenido, con el material y con el
fondo: en el pensamiento normal contemporáneo no se puede
concebir a la forma como siendo lo mismo que su contenido,
que su material y que su fondo, y no hay que cometer el
error de tratar de explicarlo, porque sólo cabe decir lo
mismo, que cuando se separa la forma de su contenido, de su
material y de su fondo, la forma ha quedado ya deshecha y
por lo tanto no se la encuentra. No es de extrañar que una
psicología social experta en clasificaciones, análisis y
aplicaciones, esté incapacitada mentalmente para ver una
realidad hecha de formas; de hecho, es una psicología cuya
mayor satisfacción profesional es la de descomponer formas:
eso hizo con la mecanización de la interacción durante el
siglo XX y con la deshistorización del espíritu del siglo
XIX. Ya ni enojarse es bueno.

Cohesión
Puede también añadirse que lo que se desprende de las
definiciones en general es que esta unidad sensible que es
la forma no parece servir a nada ni tener ningún objetivo
exterior que no sea la forma misma, de modo que resulta ser
una unidad para sí misma, esto es, que todos los rasgos o
gestos de que se compone la forma tienen como única razón
de ser la constitución de aquella forma en la cual están
inmersos, tal como se vio en la interacción en donde los
participantes no se comportaban según sus intereses
individuales ni su manera de ser personal, sino que de
hecho serían muy capaces de hacer cosas que ellos no harían
si fueran ellos, como ser atentos o fingir interés, ya que
lo que importaba era la interacción como unidad, y uno
mismo, como participante, está al servicio de ella. Es como
si todos los elementos de una forma estuvieran empeñados en
sostener aquel ánimo original que es el principio de la
127

forma. Hans Freyer denomina a esto convicción (1923, pp.


108-109): “la convicción es aquella necesidad interna con
la que los elementos correspondientes se buscan y se
conjugan en unidades convincentes”. En una persona
simpática, da la impresión de que todos sus gestos, sus
zapatos, sus titubeos, su dinero confabularan para
configurar esa simpatía que le salta por todos lados. Este
ensimismamiento obligatorio de la unitariedad de la forma
hace que todo en ella esté como volcado hacia dentro y al
mismo tiempo dándole la espalda al resto del mundo, como
atento a aquel punto que parece amarrar a todos los
elementos de la forma. En los deportes en general puede
verse que los jugadores se desentienden del mundo y se
concentran por completo en aquello que sería la razón del
juego, con lo cual la forma queda hecha, entrañablemente
unida, cohesionada. Aquel componente que no está al
exclusivo servicio de la actitud de la forma, se
autoexpulsa de la forma misma, como adornos que sólo
estorban.

VOLUNTAD DE ESTILO
Ya se convertirá en otra cosa pero, por lo pronto, lo
estético puede referirse a aquello que tiene forma, y se
podría decir que el hecho de tenerla ya lo embellece, y
puede constatarse que la sociedad tiene tendencia inmanente
a constituirse en formas, como si hubiera una especie de
voluntad estética; “voluntad de arte”, la llama Gombrich
(1996, p. 254), “voluntad de formas”, la llama Read (1965,
p. 47). Es cierto que sería forzado encontrarle formas a la
realidad si no se pudiera argumentar que allí se producen
por cuenta propia y a la menor provocación, sin que ni
siquiera haga falta echar a andar el ejemplo del arte, ya
que puede tomarse el de la religión, que es una forma
compuesta de rituales y ceremonias que reclutan creyentes a
128

punta de recursos estéticos: cantos, retóricas, literatura,


templos, que jalan al observador hasta ese punto donde se
tocan lo conocido y lo desconocido, que empujan lo terreno
hasta ese límite en donde ya parece que lo que sigue no es
de este mundo, y que hacen que el sentido de lo sagrado sea
en verdad un sentido estético, y que si se mira bien en
algún renglón de los anteriores, no difiere de otros
sentidos, como el de la ciencia, el arte, por supuesto, o
el de la vida social, de manera que se pueda afirmar que
todo sentido es un sentido estético.
Asimismo, cuando se habla de la cultura, así en
general y sin precisiones, por lo común como algo
impráctico pero muy prestigioso, la connotación que se
cuela en el imaginario es de corte estético. Muy lo mismo
sucede con las tradiciones, respecto de las cuales se
supone que los dueños del dinero quieren acabar con ellas
para seguir haciendo dinero, mientras que su defensa se
hace por motivos estéticos, así que es una defensa de las
formas mismas de ciertas comidas, usanzas, sitios,
instrumentos, vestidos o actividades, que luego ya los
dueños del dinero se dan cuenta que también pueden vender.
Por otra parte, los valores que más le gustan a la gente y
que mejor actúan en las películas son formas que valen por
su alto contenido estético, tales como el heroísmo, la
ternura e incluso una buena derrota, porque lo moral es
estético. Es como si todo lo que se viera, se hiciera, se
quisiera, tuviera que caer y acomodarse en una forma de la
mejor manera posible. De suerte que en la vida social las
cosas no se hacen por razones prácticas ni monetarias ni
lógicas, sino, en última instancia, por razones estéticas,
en todos los terrenos, porque hasta la ilusión de ser rico
es una forma estética, y el poder no se diga; como dice
George Santayana, “la belleza es el fundamento de la
conciencia práctica” (1896, p. 132). La gente gasta y gasta
129

compre y compre ropa, coches y otros embellecedores por


eso, como tan bien lo sabe y lo aprovecha la publicidad, y
si todo esto, como forma, es de una belleza clase B, ya es
otro asunto. Y se nota, de paso, que las formas son formas
de los deseos, de las ansias y de las angustias. Una teoría
de los sentimientos debe constituirse en una teoría
estética. De cualquier manera, no es una cuestión meramente
incidental que la gente decore sus casas, adorne sus
comidas, arregle sus cajones, ponga en hilerita los
ceniceros, ensaye una buena firma, combine la ropa y se
aprenda palabras impresionantes, cumpliendo el principio
formulado por Rudolf Arnheim (1966, p. 18), de que “una de
las tareas más difíciles para un ser humano es hacer un
objeto feo”. Se requieren muchos estudios universitarios
para lograrlo.
Pero la gente no importa, ni sus sentimientos tampoco,
porque lo que sientan y piensen, y sobre todo, lo que
sientan que piensan, para poder ser comprendido, ha de
estar subordinado a una categoría más incluyente, donde la
gente sea sólo un rasgo y un gesto de una forma mayor, que
es la de la realidad y la sociedad en general. De hecho
éste ha sido el inconveniente insuperable de todas las
psicologías de los sentimientos, el de asumir que los
sentimientos están guardados dentro de las personas, y no
que las personas están guardadas dentro de las formas.
Ciertamente, resulta más interesante plantear que es la
realidad misma la que tiene este instinto de forma, que la
sociedad misma tiene voluntad estética, que es precisamente
a lo que se le ha llamado cultura, donde los hechos que se
producen se atraen y se organizan con el fin inmanente de
aparecer constituidos en formas. Formas tales de la
sociedad como el siglo XIX, como las ciudades, las
multitudes o la posmodernidad no son, en rigor, resultado
130

de la voluntad estética de la gente, sino como voluntad


estética de la realidad misma de la propia sociedad.

El Conocimiento
La razón para afirmar que la realidad se constituye en
formas por encima de las gentes que actúan dentro de ella
solamente puede radicar en la forma del propio
conocimiento, en el entendido de que el conocimiento es la
aprehension de la realidad que se puede aprehender a sí
mismo por cuanto que también forma parte de esa realidad
(Krings et al., 1973), y en el entendido de que el
conocimiento es parte consustancial y producto de la
sociedad, de manera que las cualidades que se le pueden
atribuir al conocimiento pueden ser atribuidas a la
sociedad y a la realidad, y de hecho, para no caer en
fantasías, los rasgos que se postulen como cualidades de la
realidad solamente son válidos si también aparecen como
cualidades del conocimiento.
El conocimiento es una forma que tiene la forma de la
realidad. Cuando se atiende a la realidad de las formas y a
la realidad del conocimiento, se vuelve inquietante sentir
cómo la una y la otra se mezclan y no se sabe cuándo es una
o la otra, porque en efecto, ambas tiene la misma forma.
Independientemente del término que se utilice para
referirse al conocimiento, a múltiples autores les resalta
el hecho. Véase: “las formas que viven en el espacio y en
la materia viven en el espíritu. No existe ningún
antagonismo entre el espíritu y la forma, y el mundo de las
formas en el espíritu es idéntico en su principio al mundo
de las formas en el espacio y en la materia” (Focillon,
1943, p. 47); “la conciencia es ella misma formal: no tanto
por el hecho de que ella dé una forma como por el hecho de
recibir una forma, lo que significa que comprendemos una
experiencia en la realidad en la medida en que ésta se
131

presenta en la conciencia en tanto forma” (Read, 1965, p.


47); “la geometría parece revelar una secreta y profunda
connivencia entre la lógica de nuestro espíritu y la
estructura del mundo exterior. La geometría en el espíritu
y la geometría en la realidad se confiesan una suerte de
complicidad íntima, como si obedecieran a una fatalidad
común y participaran de una unidad misteriosa. Sin duda
existe un acuerdo íntimo entre nuestras estructuras
mentales y las estructuras de lo real, una connaturalidad
de la cual la forma es tal vez una manifestación. Las
formas no vienen de la naturaleza para inscribirse en el
espíritu humano, sino que se ‘reconocen’ desde las dos
orillas y corresponden sin duda a una realidad que las
engloba” (Huyghe, 1971, pp. 141-142); “nuestra imaginación
nos arrastra cuando tratamos de saber si son las
características de nuestra percepción las que se imponen a
los ritmos de nuestra actividad o si, por el contrario, son
los ritmos de nuestra actividad los que modelan nuestras
estructuras perceptivas. Esta armonía crea la originalidad
del ritmo y, a nuestro parecer, es la causa de su
resonancia afectiva, porque, en diversos grados, el ritmo
se percibe y se realiza al mismo tiempo” (Fraisse, 1974, p.
14); “cada uno de los componentes del espacio visible,
figura, movimiento, tonalidad, etc., concuerdan con una
cierta manera en que la conciencia se adhiere al mundo y lo
comprende” (Mouloud, 1964, p. 305). Estas citas están
diciendo, de paso, que una teoría de las formas es una
teoría del conocimiento. Correcto. Que la psicología
colectiva venga a ser una teoría del conocimiento estético.
Correcto.
Cuando se mira un paisaje nunca queda muy claro si uno
pone la forma o si la forma se le impone a uno, y el mismo
paisaje, que tendrá sus cambios, a veces le gusta más o
menos a uno, que tendrá sus cambios. Como quiera, el
132

conocimiento, como objeto, muestra, como voluntad, según lo


expone René Boirel en su Teoría General de la Invención, la
tendencia a la “estilización” (1961, p. 221), que consiste
en el trabajo interno de los datos o ideas que se le
presentan para lograr, entre otras cosas, una unidad, una
similitud, y lo que este autor llama una libertad
operatoria. En efecto, la esencia del conocimiento es el
espíritu de unidad, y todo lo que busca en la realidad es
esa unidad y después de encontrarla ya no quiere nada, y la
logra pergeñando analogías y semejanzas, minimizando
aquello que no se pueda integrar, actuando así como una
potencia de síntesis (Boirel, 1961, pp. 199-200); lo que se
le critica a teorías diversas son sus incongruencias y
aquellas contradicciones que no se supieron resolver en una
síntesis; la solidez de la teoría de Darwin, según se dijo,
no eran sus datos sino su unidad. Asimismo, lo que se
busca, porque de otra manera no se sabría para qué se
intenta conocer, es la simplicidad, esto es, que el número
indeterminado de datos y hechos pueda ser conocido a través
de unos pocos datos y hechos, conservando los rasgos y
detalles que le son necesarios a la unidad pero quitando
los que nada más adornan sin que de verdad se necesiten,
aunque ya se sabe que encontrar lo simple es una búsqueda
muy compleja, pero, como dice Boirel (1961, p. 209), “si el
espíritu tiende a lo simple, no busca necesariamente lo
fácil”. Y no obstante, dentro de la simpleza de la unidad,
para que el conocimiento no se petrifique, debe tener el
mayor margen de movimiento posible, en donde se puedan
variar y alterar los elementos que le permitan
enriquecerse, y que es lo que Boirel denominó “libertad
operatoria” (1961, p. 221). Como se puede advertir, esto no
tiene que ver con que si el conocimiento es científico o
cotidiano, aunque sí con que si es válido o inválido, que
tiene que ver con si cumple bien su voluntad de forma, y si
133

lo hace, ese conocimiento, que no es falso ni verdadero con


respecto a quién sabe qué datos de quién sabe qué realidad
que no existe, si lo hace pues, ese conocimiento se siente
bien, uno está contento de conocer, porque el conocimiento
es una forma que es una cuestión estética. Ser forma y
tener voluntad estética es lo mismo.
Y por razones evidentes, toda otra forma, la de la
sociedad, la de la realidad, la del arte, la de la ciencia,
la de los sentimientos, la de la arquitectura, la de las
narraciones, la de la propia vida, la que sea, tiene las
cualidades del conocimiento, y busca la unidad, la simpleza
y la libertad de movimiento, y cuando no las encuentra, se
deshace o por lo menos se hace fea. Si uno dibuja una
carita al margen de su cuaderno, como todo mundo lo ha
hecho, lo que hace es un circulito, el cual es, como decía
Rudolf Arnheim, la forma típica de la unidad, y luego
dentro le pone dos puntos por ojos y una raya por boca, con
lo que ya está la simplicidad que no requiere ni siquiera
de nariz, y donde queda un espacio libre para que la línea
puedas dibujarse sonriente o enojada.

Tipo de Pensamiento
Cuando se ha dicho que la psicología colectiva
averigua el pensamiento de la sociedad, se refiere a este
pensamiento que está en las formas de la realidad.
Literalmente, la realidad es el pensamiento de la sociedad.
Las ropas, los colores, las calles, las velocidades, los
climas, la gente, los sitios, las situaciones, los
monumentos, etcétera, cuando toman forma, son la mente
colectiva.
Ahora bien, el pensamiento que está hecho de las
formas de la realidad es de un tipo preciso: no es, por
cierto, un pensamiento discursivo, racional, hecho de
palabras, lógico, sino que es afectivo, arracional,
134

alógico, estético, sensible, que no se lee ni se pronuncia,


sino que se habita, se experimenta, se recorre y se siente.
Efectivamente, las formas no proporcionarán la fórmula del
benceno, pero sí la sensación de un círculo que se cierra
dentro de la imaginación de Kekulé. No podrán transcribir
lo que está pensando la gente de un lugar, pero sí lo que
se siente estar en tal lugar. Por decirlo de otro modo, no
podrá averiguar lo que se piensa sino lo que se siente
estar pensándolo. Ello significa, muy enfáticamente, que el
pensamiento de la sociedad es una afectividad. Y eso está
bien porque, por ejemplo, el pensamiento del siglo XXI
seguramente es muy inteligente y muy ingenioso, pero lo que
se siente pensarlo tiene algo de idiota, y por lo tanto
vale la pena preocuparse de ello.
La afectividad es, entonces, como pensamiento, lo
siguiente: Primero: es una actitud con la que se piensa
cualquier cosa que se piense; por ejemplo, existe un
pensamiento sutil, un pensamiento elegante, un pensamiento
torcido, lo cual no indica cuál es el tema de pensamiento,
sino que el talante con que se piensa cualquier cosa es una
forma fundamental de las ideas. Segundo: la afectividad es
aquel pensamiento que está detrás del pensamiento, o en
otras palabras, aquella imagen que no se puede mencionar
pero que subyace y sostiene al discurso, las ideas o el
habla, y que guía, dirige, pondera, calcula los derroteros
del pensamiento discursivo, como cuando, por ejemplo, uno
está hablando y sabe, sin saber cómo, hacia dónde tiene
llegar lo que está diciendo, cuándo debe terminarlo, cómo
escoger una palabra en lugar de otra, y así sucesivamente,
actividades éstas que no se las puede decir mientras se
está hablando. Casi se diría que la afectividad es ese
lenguaje que está debajo del lenguaje, como algo anterior y
más primitivo que las palabras. Y ciertamente, la
afectividad puede concebirse como la forma más ancestral
135

del pensamiento, y que, por falta de palabras, no puede ser


intervenida porque no hay manera logística de entrar en
ella; por ejemplo, el pensamiento dual, de siempre estar
pensando por oposiciones, bueno-malo, etc., es algo que
radica en las formas, incluyendo las formas del lenguaje, y
está constituido afectivamente, y así, por más que uno se
propusiera no pensar así, sino pensar monádica o
triádicamente, no podría porque eso está por debajo de la
realidad discursiva. Y entonces, tercero: la afectividad es
el pensamiento más lento y más largo de la sociedad, que se
mueve poco y muy poco a poco y se mantiene casi igual por
largos períodos de la historia, como se puede ver en
cuestiones tales como las costumbres, los hábitos, las
tradiciones, las mentalidades, los principios, los valores,
las éticas, y asimismo en fenómenos que tienen nombre de
sentimientos o de cualidades morales, como la modestia o la
humildad, el amor o la venganza; se dice por ejemplo que el
habitante de Latinoamérica es fatalista, indolente y
derrotado de antemano, y por más que se le enseñe
computación e inglés, como creen esos vejestorios joviales
que se lanzan de candidatos políticos, el sentimiento que
viene desde el fondo de la derrota de la conquista es el
verdadero pensamiento que está operando todavía, y sería,
por lo demás, sumamente interesante averiguar cuáles son
las formas en la que este pensamiento afectivo está
encarnado. El término “mentalidad” que utilizó la historia
de las mentalidades para referirse a este pensamiento
afectivo es muy atinado. La afectividad es esa forma de
pensar que se encuentra presente en una sociedad desde sus
inicios o desde etapas antiguas y que casi no se mueve,
casi no cambia. Por estas razones, a la psicología
colectiva le hace falta tener vistazos de la historia, y al
mismo tiempo estudia las cualidades –las formas, pues- más
básicas, míticas, atávicas, pero presentes, actuales y
136

actuantes, del pensamiento en general; por ello, no es de


extrañar que una situación de interacción cualquiera, una
sobremesa entre amigos, pueda ser retrotraida a rituales o
ceremonias de fundación de una sociedad, en donde el
sentido más prístino y más sagrado de comunidad está
apareciendo justo en mitad de una conversación sobre el
último escándalo de Hollywood.
Los paisajes son un ejemplo muy socorrido de la
afectividad de las formas como modo de pensamiento: ya sea
de los Alpes o de desiertos o de horizontes marinos o del
perfil de Nueva York, al parecer todos tiene la forma de la
tranquilidad y del reposo, propio de lo que es horizontal,
contra lo acelerado y estresante de lo vertical, y también,
la forma de los paisajes, es el de líneas que se curvan
suavemente en la horizontalidadad, como de mano de director
de orquesta siguiendo una armonía dulce, que suben y bajan,
con cambios tenues de luz y sombra, cada tanto con algún
detallito que brinca por ahí, un sol, un pino, una roca, y
por eso, siempre que unos está nervioso, le recomiendan que
se vaya de vacaciones a consultar el paisaje. En efecto,
las formas tienen forma de sentimientos. En los sueños, lo
que hay son imágenes cuyas forma se siente de tal o de cual
manera, muy evidente por cierto, y ésa es toda la
interpretación que se necesita, sin análisis de contenido
porque no hay mensajes, ya que las imágenes soñadas ya
traen su forma y traen su sentimiento, y si el sentimiento
es de angustia, siempre es mejor soñarlo que traerlo puesto
en la forma de músculos a punto de reventar, y si se sueña
con un paisaje, no es que quiera decir nada, sino que su
sentimiento son sus líneas.
En diversos autores se pueden encontrar ejemplos de
esto que puede llamarse la sensación de las líneas: “el
punto no indica solamente una posición sino también da la
impresión de contener una energía potencial de expansión y
137

contracción. Dos puntos implican además una dirección y sus


energías ‘internas’ generan una tensión específica. Una
línea es una cadena de puntos que indican posición y
dirección; puede expresar emociones: la línea fina se suele
asociar con la audacia, la línea recta con la fuerza y la
estabilidad, y la línea zigzagueante con la excitabilidad.
Un conjunto de verticales y horizontales introduce el
principio de tensiones contrarias en equilibrio. La
vertical expresa una fuerza de considerable importancia: el
impulso gravitacional; la horizontal colabora a producir
una sensación primaria: la plenitud sustentante; la
concurrencia de ambas crea una sensación de satisfacción,
tal vez por simbolizar la experiencia humana del equilibrio
total. Las diagonales aplican potentes impulsos provistos
de dirección, dotan de un dinamismo resultante de
tendencias indeterminadas hacia la vertical y la horizontal
que se conservan en estado de suspensión en equilibrio”
(Maurice de Sausmarez, citado por Baker, 1978, p. 77).
Parece que aquí está el secreto de los paisajes. “El
bienestar y descanso que nos proporciona el equilibrio en
los músculos del ojo es la fuente de la simetría”
(Santayana, 1896, p. 87). Cuando este tipo de líneas
aparece, por ejemplo, en la arquitectura, la gente no las
ve ni las interpreta discursivamente, sino simplemente se
siente a gusto en ese lugar, y se queda un ratito más.
Pero, como dice Santayana (1896, p. 86), “la línea recta no
es una forma que el ojo pueda captar com mucha facilidad.
La curvamos o la abandonamos. La rigidez de la recta larga,
lo hábiles griegos supieron aliviar con las curvas de sus
columnas”. “La curva contiene el tiempo, no solamente
porque reconstituye el movimiento, sino porque sugiere
incluso su velocidad” (Huyghe, 1971, p. 220); por eso,
cuando alguien va muy rápido, va “hecho la raya”. “Los
rojos favorecen nuestros movimientos ‘abductivos’,
138

abiertos, que se alejan de nuestro propio cuerpo, mientras


que los verdes favorecen nuestros movimientos aductivos,
cerrados, que se pegan a nosotros” (Mouloud, 1964, p. 67).
No hace falta guardarlos para posterior utilización; son
meros ejemplos de cómo se pueden sentir ciertas formas, muy
elementales; un poco menos elementales, son las que siguen:
“el uso amplio de la piedra durante muchos períodos
históricos ha acentuado la sensación de monumentalidad
producida por los edificios civiles y, junto a esto, la
piedra, siendo como es, un material natural, se combina
perfectamente con el paisaje. El ladrillo implanta en las
construcciones la escala humana: por ser económico y fácil
de fabricar se emplea en la arquitectura de la casa y del
edificio público desde la época babilónica. Así como el
ladrillo es portador de un sello de amistad, el hormigón
armado, a menos que se le dé un acabado muy fino, parece un
material hostil. Algo similar ocurre con el acero y con el
vidrio” (Baker, 1989, p. 33). Parece que la forma de la
casa contiene materiales suaves y tibios como la madera, el
barro cocido, la tela, y las acumulaciones de trastos y
adornos, y parece también que, en cambio, cierta
arquitectura reciente construye las casas de la misma forma
que las oficinas, los bancos, las fábricas y los
hospitales, y cree que ya tiene forma de casa nada más
porque les pusieron regadera. A este respecto, Huyghe
(1971, pp. 220-222) dice que “si las épocas más encerradas
en sus principios, dogmáticas y racionales, tienen por
forma de elección las combinaciones de la línea recta, en
cambio, las secciones cónicas son el signo de una
distensión espontánea: el barroco, que introduce el óvalo,
marca en la decoración su predilección por las curvas
libres, sinuosas, arremolinadas, donde se transluce su
gusto por lo que cambia y vive”.
139

MÉTODO
El concepto de una psicología colectiva estética implica
que es así como hay que ver a la sociedad, en sus líneas,
materiales, direcciones, intensidades, etcétera. Un método
es una forma de ver el mundo, una propuesta de cómo es la
realidad, y así, aquí, se trataría de ver a la sociedad, a
las situaciones, a las interacciones, a los objetos, como
se ve una pintura, un paisaje, una escultura, una película,
una cara, una fotografía, aunque, por supuesto, todo esto,
que es visual, puede llevarse a terrenos auditivos, o
literarios, escénicos, dancísticos, y captar a la sociedad
como si fuera una sinfonía, una canción, un cuento, una
obra, según las preferencias del metodólogo. Y así como es
ciertamente posible hacer una descripción de una pintura
según sus fuerzas, colorido, intensidad, tensiones, gracia
y otras virtudes, igualmente ha de ser posible hacer la
descripción estética de las situaciones sociales, del rito
del saludo, de la democracia, del siglo XXI, de los
movimientos sociales, del consumismo, de la soledad, de la
familia, de la indignación popular, de las mentiras, de la
racionalidad científica, de la problemática urbana y otras
cosas que tan bien se les ocurren a los investigadores
sociales. Ciertamente se ha de poder descubrir cuál es la
gracia de las mentiras, aunque, probablemente, lo que tiene
que interesarle a la psicología colectiva es el pensamiento
de la sociedad, o dicho de otra forma, la descripción de
qué es lo que se siente estar dentro de una determinada
sociedad: si uno toma el siglo XX-XXI occidental, la
pregunta es qué se siente estar en esta época y lugar,
azotado y jalonado por múltiples presiones y tensiones sin
encontrar un norte cierto, desbrujulado en un mar de
mercancías, en un torbellino de futuros que se destrozan
los unos a los otros, bizco entre tanto punto de vista y no
sabiendo a quién oír con tantas creencias en oferta,
140

decepcionado de tantas ilusiones transgénicas, de tantas


promesas que uno vio caducar antes que el yogurt. O sea, si
se toma el pensamiento de la actualidad, la pregunta es qué
se siente pensar en estos tiempos, y da la impresión de que
si se logra describir la forma de esta realidad, hecha de
datos y canales de información, de choque de modas y
coexistencia de estilos, de cambios que no cambian y
transportes que no van a ninguna parte, de coloridos,
estatus, prestigios, y donde el sentimiento más profundo
parece ser el de la frivolidad, en fin, si se logra darle
una forma, encontrar su actitud, colegir cómo se despliega
por todos los gestos y detalles de la época, efectivamente
se tendrá un cierto porcentaje de ese pensamiento, y las
ganas de hacer algo al respecto.
Cuando se dice que se trata de encontrar en las formas
el pensamiento o sentimiento de la sociedad, ello no
necesariamente significa describir qué sienten las gentes
en esa situación. Si se describe la forma del siglo XIX, no
quiere decir que eso era lo que sintieron los individuos
decimonónicos, y lo que un individuo sienta y piense no es
en modo alguno el pensamiento de su sociedad, porque el
pensamiento de su sociedad lo pensó nadie particular; la
afectividad de la sociedad no la siente nadie, porque no es
ni la suma ni el promedio de los sentimientos de la
población; encuestadores absténganse. El pensamiento de una
sociedad, la actual y nuestra o una diferente, es, en
resumidas cuentas, lo que da a sentir su descripción, lo
que se siente estar dentro de la forma, no de la sociedad,
sino de su descripción. No puede ser de otra manera. El
siglo XIX se puede fácilmente describir como la vida en
rosa o como el infierno en hollín, las dos verosímiles, y
entonces, se sienten dos cosas muy diferentes estar en el
siglo XIX. Pero, después de todo, lo que se busca cuando se
busca la historia, es una comprensión del presente, y por
141

ejemplo, sentir el siglo como rosa o como negro sirve


exclusivamente para enojarse por el estrés absurdo de la
actualidad o para cuidarse de ser demasiado industriosos e
industriales, porque, a la luz de los anteriores, el siglo
XXI se prefiere verde.
No obstante la inagotabilidad inherente de cualquier
forma, que siempre se la puede ver y sentir y describir una
vez más, puede decirse, para efectos de método, que lo que
busca una psicología estética colectiva es encontrar
siempre y en cada objeto la forma de la sociedad
inagotable. En efecto, la pretensión tácita es que
cualquier objeto tiene dentro la forma de la sociedad
completa. La descripción que se pueda hacer de un cigarro,
por ejemplo, que ha de incluir historias de conquista y
expoliación, ritos de purificación, planes de producción,
aditivos químicos, procedimientos industriales, el
despliegue más portentoso jamás visto de publicidad,
hallazgos médicos, moralismos higienicistas, muertos de
cáncer, demandas por fraude, muchos abogados por todas
partes, bebedores irlandeses que ya no pueden fumar en un
bar, es, en su medida, una descripción de la sociedad. La
forma de casi cualquier objeto, de la sopa, de las
lágrimas, de las corbatas, del perfume, del maquillaje,
cuando uno se le acerca, parece crecer infinitamente por
dentro hasta abarcar el tamaño de su sociedad.

FILOSOFÍA DE LA CULTURA
Las formas son la sustancia del pensamiento de la sociedad;
el pensamiento de la sociedad no se encuentra propiamente
en las gentes que están pensando, sino en los objetos
alrededor que han adquirido forma y que pueden sostenerse
por sí mismos por fuera de los actos y actividades
inmediatas de los individuos. Cuando se habla de la cultura
como siendo el pensamiento de la sociedad, se refiere a la
142

serie de cosas, objetos, conceptos, que tienen una


existencia estable y permanente independientemente de las
personas que los usan, habitan y necesitan para vivir, para
sentir y para pensar. Esto es lo que Hegel había denominado
espíritu objetivo.
La psicología social convencional comete siempre la
indelicadeza de solamente considerar como sujetos de sus
investigaciones a los individuos que están vivos y
presentes en ese momento delante del investigador a los
cuales por lo común se les hacen varias preguntas y
observaciones, cuyas respuestas son tomadas como siendo el
objeto de la psicología social y que, por más que se les
inserte en la compleja parafernalia estadística, no dejan
de ser más bien sobras o residuos fragmentarios, pasajeros
y superficiales, del pensamiento real de la sociedad.
Mientras tanto, la ropa que traen puesta, el significado de
las palabras que utilizan, la distribución de los muebles y
el decorado del lugar donde se encuentran, son cosas que no
existen, porque no son “psicosociales” para la psicología
social, cuando en realidad ahí estaba más el pensamiento
que se buscaba que en las respuestas de los individuos.
Experta en superficialidad, la psicología social atiende
solamente a lo que no cuenta y pasa pronto porque le parece
de más palpitante actualidad y así se siente sumamente
comprometida con la realidad, y en cambio se desentiende de
lo que dura y se conserva y por lo tanto contiene lo más
sólido y originario de la sociedad. La psicología social es
convencional no sólo porque sea la psicología social que se
acostumbra, sino que también es convencional porque es por
mera convención y no poca arbitrariedad que lo que hace se
considere psicosocial.
Los autores mencionados dentro de la psicología
colectiva tienen en común el hecho de que consideran a los
objetos como instancias cargadas de pensamiento, como es el
143

caso de Harré o Goffman, que toman las vestimentas, los


mobiliarios, las distribuciones, como rasgos de la
interacción que quieren comprender, o como Lewin que asume
que lo físico es psicológico cuando está dentro del campo;
y asimismo, que consideran las interacciones mismas, las
palabras, las ideas, como objetos que son independientes de
sus usuarios momentáneos y que les sobreviven a ellos con
vida propia, como si las interacciones fueran en realidad
instituciones con una existencia tan vieja y tan por su
parte como lo son el estado o la familia: la institución
del saludo es una forma del pensamiento de la sociedad que
se conserva por sí misma y hace saludar a quienes se
encuentren en ella, porque les presta por ese momento los
pensamientos que histórica y colectivamente ha
desarrollado. Esto se puede ver en el caso de Durkheim o
Tarde, donde el lenguaje, las canciones, las categorías,
las percepciones, las leyendas, son objetos que pertenecen
a la cultura y con los cuales piensa la sociedad.

Las Obras
Sin embargo, la inercia del pensamiento facilista que
deshistorizó y mecanizó el objeto de la psicología en
general ha hecho que, dígase lo que se diga a la hora de
declarar, de ver y pensar la realidad, ésta se reduce
siempre a poco más o menos individuos respondiendo
cuestionarios, o a conductas inmediatas y superficiales,
sin mucha sustancia. Por esto es interesante el trabajo de
Ignace Meyerson, quien, en un libro escrito en 1948
intitulado Las Funciones Psicológicas y las Obras argumenta
que las primeras, las funciones psicológicas, como la
memoria, la percepción, la cognición o la motivación, no
residen en las conciencias de las gentes, sino en las
segundas, en sus obras, tales como las producciones
artísticas, la ciencia, la técnica, el lenguaje, las normas
144

y el conocimiento (Vázquez Sixto, 2003, pp. 226 ss.): el


pensamiento está en los objetos de la cultura, o como él
mismo dice, “no hay función del espíritu que no tenga
necesidad de formas, no sólo para explicarse, sino también
para ser” (citado por Vázquez Sixto, 2003, p. 233). En
efecto, las cualidades del pensamiento solamente empiezan a
existir en la misma medida en que puedan objetivarse, esto
es, separarse de su misma acción y convertirse en un objeto
independiente y duradero: “los estados mentales no se
quedan en estados, se proyectan, adquieren figura, tienden
a consolidarse, a convertirse en objetos. Tenemos ante
nosotros formas precisas” (Meyerson, citado por Vázquez
Sixto, 2003, p. 230). Y puesto que todo objeto de esta
índole forma parte de la historia y ha sido constituido
colectivamente, resulta, para Meyerson, que entonces las
funciones psicológicas, igualmente, son facultades
colectivas e históricas, que se hacen poco a poco y se
transforman, de manera que, por ejemplo, la psicología de
la percepción se convierte en la historia de las obras que
pueden ser vistas, oídas, tocadas, olidas. Entre otras, el
cerebro es una obra de la sociedad.

Los conceptos
Lo anterior quiere decir que el pensamiento de la
sociedad no encarna en las personas de carne y hueso, sino
en las obras o los objetos, y por ende, una psicología
colectiva pierde no sólo su tiempo sino su aliento
dedicándose a estudiar personas o grupos en vivo,
haciéndoles preguntas y demás registros. O dicho de otro
modo, las obras son las verdaderas personas de la
psicología colectiva: los lugares, las canciones, las
leyendas, las palabras, son aquello que hay que atender,
escudriñar y describir. En este sentido, una personas muy
conspicuas son los conceptos y las nociones tales como los
145

del amor, la dignidad, el heroísmo, la percepción, la


felicidad, la tragedia, la salud o cualquier otro, y es que
los conceptos son objetos públicos, impersonales e
históricos de alta densidad espiritual, esto es, muy
cargados de pensamiento, y en tanto tales, son los sujetos
más genuinos que puede encontrar la psicología colectiva,
máxime que a su vez tienen sus encarnaciones en cosas de lo
más variadas; no hace falta ponerse a buscar sujetos entre
sus amigos y conocidos, porque los conceptos son verdaderas
personas colectivas que están llenos de historia, de
utensilios, de hábitos y de sensaciones. No hay que buscar
personas felices ni expertos que opinen sobre la felicidad
para saber de qué se trata este asunto, sino rastrear el
concepto de felicidad que ha tomado cuerpo en cuentos,
películas, rostros, fotografías, escenas, adjetivos,
libros, etimologías, pinturas, ensayos, imágenes, etcétera,
y así saber en qué consiste el pensamiento de la felicidad,
la cual, como se dijo, en rigor es un afecto. Quizá no haya
nada más tonto que preguntarle a alguien qué se siente ser
feliz, y en cambio, se puede cambiar la tontería en algo
con más sustancia si se toma el concepto como una persona
que está encarnada en las múltiples obras de la cultura y
así intentar describir su forma.
Hay mucha palabrería en torno a los conceptos,
múltiples debates respecto a qué consiste ser de izquierda,
ser conservador, ser elegante, ser feliz, qué es el amor,
quién tiene dignidad, y así por el estilo, pero los
conceptos, en última instancia, no se sostienen por
argumentos o declaraciones, sino que descansan en alguna
forma que está al fondo, más adentro de las definiciones y
las opiniones.

La Teoría del Espíritu Objetivo


146

En suma, los objetos, ya sean materiales, relacionales


o conceptuales, constituyen el pensamiento de la sociedad.
Cuando se habla de cultura, especialmente, puede notarse
que se hace referencia a esto, a producciones básicamente
materiales en cuya forma se contempla la sustancia
espiritual de la sociedad. Hay un autor, Hans Freyer, de
quien no se puede aportar mayor referencia, excepto que
escribió un libro en 1923 y lo prologó de nuevo todavía en
1979, ya que ni en las solapas ni cuarta de forros, ni en
las enciclopedias, ni británica ni hispánica ni francesa ni
alemana, ni en ningún diccionario de filosofía por más
tomos que tenga, aparece mención suya. Sólo el diccionario
de Krings, Baumgartner y Wild (1973) consigna la referencia
en la bibliografía. Da la impresión de haber sido discípulo
de Dilthey (1833-1911), a quien cita diciendo que “vivimos
en un mundo de objetos” (Freyer, 1923, p. 34),
probablemente también de Simmel, a quien sigue a muchos
lados, y en todo caso, lector de Wundt y de su psicología
de los pueblos, y de Herder, o sea, en suma, autor
suficientemente pertinente. Tal vez el motivo de
comportamiento tan discreto de todos para con su persona,
se deba a que Freyer, filósofo, sociólogo e historiador
alemán reconocido en su día, haya sido un conservador
radical en los tiempos del nazismo, lo cual le permitió
seguir enseñando en la Universidad de Leipzig sin
interrupción hasta su muerte en 1969, pero lo convirtió en
“otro dios que fracasó”, como dice un biógrafo suyo, Jerry
T. Muller.
Según Freyer, las formas son aquellos modos de la
vida, del ánimo, de los movimientos, del alma de una
sociedad que se logran independizar de los actos concretos
de la gente y son capaces de existir y mantenerse por sí
mismos, ya no como actos de un sujeto cualquiera, sino como
objetos separados que se sostienen solos, y que comportan
147

aquella vida y aquel ánimo como cualidad inherente. Sólo


aquello que alcanza a tener forma se instituye en cultura y
constituye el pensamiento de la sociedad. Por tomar un
ejemplo, los relojes, esos adminículos que adentro llevan
las prisas, los temores y las ilusiones de la gente, deben
haber sido antes de existir una serie de actos y
sentimientos que ocurrían, como moverse, esperar, crecer,
azorarse, ver morir, que no alcanzan a constituir nada
porque son actos que se deshacen y se terminan conforme se
van ejecutando de modo que desaparecen como si nunca
hubieran existido en el instante en que se acaban, y su
ejecución no queda por ningún lado: el pensamiento se
escurre sin haber pensado. Con más detenimiento, puede
decirse que eso que todavía no es un reloj se manifiesta en
los caminos y en las jornadas en el sentido de que recorrer
un trayecto, como eran las leguas, consume determinada
cantidad de tiempo y así, mientras se va caminando y se va
y se vuelve, se va sabiendo que ahí en ese hecho está
delimitado un trozo de esa espera, temor y crecimiento, es
decir, del tiempo que pasa mientras se camina, o del tiempo
que va caminando junto con uno, pero para aprehender esa
hora que se tarda la legua, o esa legua que se tarda una
hora, hay que recorrerla literalmente, de modo que esa hora
del tiempo solamente existe si se camina, y deja de hacerlo
si no se hace, por lo cual, este pensamiento todavía está
pegado, adherido al cuerpo que lo ejecuta, y sin cuerpo,
sin alguien que camine, esa hora no existe. Aquí el
pensamiento no puede separarse de quien lo piensa, y cuando
se vaya o se muera, dicho pensamiento igual se va y se
muere.
Pero en cambio, el pensamiento del tiempo puede
sostenerse y pertenecer a la cultura de la sociedad cuando
se inventa un reloj, que en vez de camino tiene el caminito
redondo de la carátula y en vez de caminante tiene
148

manecilla, y que se puede colocar en la pared, dejarlo


guardado, reproducirlo, regalarlo, dárselo al asaltante que
lo solicita y comprarse uno nuevo, sin menoscabo de su
cualidad de reloj que da cuenta del tiempo con todo y las
prisas y pavores y esperanzas que ello comporta, y entonces
sí, el pensamiento se ha logrado separar del acto de
ejecutarlo o pensarlo y se ha convertido en un objeto que
no depende de alguien, ni siquiera del propio constructor
del reloj, y a esto es a lo que Freyer llama una producción
espiritual objetiva, que tiene una “situación objetual” que
se ha “separado de su proceso de génesis”, y que se puede
observar y entender “sin tener que saber algo sobre su
creador y sus situación del alma” (1923, p. 42). Las
producciones objetivo-espirituales

no son acciones significativas, sino configuraciones


materiales, se han independizado corporalmente del ser
viviente que los ha producido; perduran más allá del acto
que los ha producido (Freyer, 1923, pp. 42-43).

Esto es una forma. La forma del reloj, a poco que se


la mire, es ese material cargado de espíritu que trae
dentro los ritmos y las incertidumbres de la temporalidad,
de un ir y volver, como el sol, que no obstante pasa, como
las vidas, y como la necesidad perentoria de dilucidar los
secretos del mundo a través de mecanismos que los
reprodujeran, hasta aquella certeza fugaz que se tuvo de
que el pensamiento mismo, el espíritu mismo, como el resto
de la naturaleza, era un mecanismo análogo al de los
relojes, así de complicado y preciso, pero así de preciso y
sencillo, y en efecto, en la forma de los relojes se
encuentra inserta la forma de los últimos mil años de la
sociedad, con sus ansias, soberbias y aceleraciones dentro
de un callejón sin salida, que es, en efecto, equivocado
como solución y fascinante como pensamiento; actualmente
149

resulta más provechoso meditar frente a un reloj que


meditar frente a una calavera. El reloj de las vanidades.
Cuando Freyer habla de materia cargada de espíritu, no
se refiere a que algo quede fijado materialmente, sino a

que haya adquirido forma, que como forma se enfrente al


decurso de la experiencia de la vida, que, como forma salga
al encuentro de ésta y reciba de ésta su contenido. La nota
esencial de su carácter como espíritu objetivo es
precisamente ésta.
Un significado espiritual se ha convertido en forma:
esto significa que este contenido se ha liberado de los
actos en los que es experimentado vitalmente, ha adquirido
una existencia que trasciende la experiencia de la vida,
indiferentemente de si lo ha hecho mediante corporización
externa o en la más sublime forma de una regularidad que
obliga a las actuales experiencias a discurrir por sus
carriles (Freyer, 1923, p.66).

Pues bien, Freyer encuentra en la sociedad tres tipos


de formas básicas -más otras dos menores y subordinadas-, a
las que denomina configuraciones, formas sociales, y
cultura (1923, p. 68). Las “configuraciones” son aquellas
formas que valen y se sostienen por sí mismas y que por lo
tanto no tienen contacto ni son útiles para otra cosa que
no sean ellas mismas, o sea, que estas formas, por sí solas
están completas, como si fueran mundos autónomos. El
ejemplo más cercano de las configuraciones son las obras de
arte, porque una pintura, por decir algo, ni sirve ni
depende de la pintura de junto ni mucho menos de ninguna
otra cosa, y tiene un valor y un sentido intrínsecos, de
manera que quien la mira, ya puede desprenderse del resto
del planeta y de sus preocupaciones, toda vez que lo que ve
está completo ahí dentro:

aquella forma que llamamos configuración en sentido


riguroso se caracteriza por el hecho de que todas sus
partes sólo remiten a la interioridad y que su significado
como totalidad constituye una unidad autosuficiente no
tendiendo a otra configuración y que no es exigida por
ningún otro, simbolizable en un círculo cerrado en sí, no
150

en una dirección que tiende a cualquier parte (Freyer,


1923, p. 69).

Son formas abstraídas. Pero así como el arte, es ejemplo de


estas configuraciones también la ciencia porque, en tanto
ordenamiento sistemático y congruente de un conocimiento,
se basta a sí misma para existir y para ser interesante, ya
que, aun cuando pueda ser aplicada tecnológicamente, esta
aplicación ni es una obligación inherente, ni siquiera
puede que les interese a quienes están dentro de ella.
También las religiones y también los órdenes políticos, por
las mismas razones, son ejemplos de configuración (Freyer,
1923, p. 70).
Las dos formas menores y subordinadas, que Freyer
denomina “aparatos” y “signos”, son aquellas formas que,
contrariamente a las configuraciones, no constituyen
totalidades por sí mismas y por lo tanto se insertan o
están al servicio de alguna otra forma mayor, y podrían ser
por ejemplo las técnicas particulares que usó el pintor
para su pintura, o en general los utensilios y herramientas
y adminículos y enseres, de la manera en que un horno es un
aparato de la cocina o la cocina es un aparato de la casa.
Los signos, de igual manera, sean señalizaciones o palabras
u otras indicaciones, son formas que no valen para sí
mismas sino sólo en cuanto contribuyen al contenido o la
claridad de alguna otra forma mayor: ciertos colores en las
pinturas, ciertas nomenclaturas en las ciencias, ciertos
artefactos en la religión, ciertas efemérides en los
sistemas políticos, funcionarían como signos de estas
configuraciones. Los aparatos y los signos tienen una
función; las configuraciones, ninguna.
Las “formas sociales”, de las cuales el estado o la
familia, o ciertos tipos de interacción como la del saludo,
son un ejemplo, son formas muy similares a las
configuraciones en cuanto a su autosuficiencia cerrada, por
151

lo cual son especies de obras de arte (Freyer, 1923, p.


81); Focillon también lo dice, a “una nación se le puede
considerar como una obra de arte” (1943, p. 60). Pero
tienen la característica particular de que su material está
vivo, de que están hechas de gente, que se mueve, se sale,
nace, cambia, de modo que, no obstante el material, la
forma, en sentido estricto, está compuesta en realidad de
relaciones puras, que pueden ser ocupadas indistintamente
por cantidades de individuos indeterminados, y sin los
cuales la forma se vacía, de manera que tiene que ser
reactualizada constantemente por las gentes que viven
dentro de esa forma social:

las formas sociales son formas de la vida, configuraciones


que constan de hombres vivos, que se integran en el orden
de la forma y que tienen que construir siempre de nuevo
este orden para que sea real (Freyer, 1923, p. 82);
estas formas significan esquemas puros de relación que
están determinados plenamente sólo según su carácter
relacional (Freyer, 1923, p. 81).

Las formas que estudió Simmel son precisamente formas


sociales, como la socialidad o el juego. Y finalmente,
Freyer habla de la “cultura” como una forma. El contenido
de la cultura como forma es la apreciación, la percepción,
el criterio, los valores, y en suma, una “actitud”
fundamental (Freyer, 1923, p. 60) con la cual se pueden
aprehender y realizar todas las formas posibles de las
configuraciones y de las formas sociales e incluso de la
cultura misma. Y en resumen, en palabras de Freyer, “lo que
se forma en la cultura es la persona” (1923, p. 87), pero
no una persona individual ni sus actos particulares,
fragmentarios e imperfectos, sino la persona como
objetivación espiritual de la sustancia de una sociedad, y
que los individuos reales solamente pueden alcanzar de una
manera muy parcial. La denominación de la persona de Freyer
parece referirse a la capacidad de la cultura para actuar
152

como siendo el observador o el conocimiento de las formas


de la sociedad, pero que asimismo es una capacidad que está
encarnada en gentes vivas y de carne y hueso, en “este
hombre culto de esta determinada época” (Freyer, 1923,p.
87), quien, con toda su cultura a cuestas, con el
pensamiento propio de la sociedad, se puede acercar a las
formas mismas de la sociedad; no todos los individuos
alcanzan el mismo grado de persona. Parece, pues, que la
cultura es el conjunto de todas las formas de la sociedad y
al mismo tiempo la forma del conocimiento de esas formas
incluyendo el conocimiento de la cultura.
Cuando este conocimiento se ejerce, cuando una
ciencia, una disciplina, una crítica, una apreciación o una
utilización cualquiera se acerca a las formas a través de
alguien, entonces aquellos objetos, hechos de material
inerte e inánime, como una pintura, un sistema de
parentesco o una institución política, la escritura en
tinta de un libro, al contacto con el acto de conocimiento,
se reaniman, es decir, recuperan la actividad vital que fue
depositada en ellas cuando fueron creadas y se muestran, no
obstante ser objetos, en toda su cualidad espiritual. A
este proceso de conocimiento, Freyer lo llama “circulación
anímica” (1923, p. 98), que no es para nada una
reproducción mecánica al estilo cognoscitivo o
representacional de los objetos que se conocen, sino el
hecho de que se sienten en su actitud central, esto es,
como si estuvieran creándose de nuevo o como si el
conocimiento los creara cada vez que los conoce. Y en
efecto, puede analizarse un reloj, para continuar el
ejemplo, como si fuera un mero instrumentito fino y exacto
para dar la hora, pero así no se le revive el ánimo
atribulado e ilusionado con que se concibió, ni la labor
delicada de ingeniarlo y construirlo, pero, en cambio, si
se logran descubrir todas las implicaciones existenciales,
153

sociales, morales con que los relojes han sido construidos,


en ese hecho vuelve en efecto a sentirse el misterio de la
temporalidad, y no precisamente la de los relojes, sino la
del observador mismo.
La circulación anímica del conocimiento es algo así
como el acontecimiento de desandar el proceso de creación
de la forma de los objetos hasta llegar a su momento
originario, a partir del cual vuelve a iniciarse otra vez
el acto de creación hasta llegar de nuevo a la forma de la
cultura. Seguramente se entiende mejor citando a Freyer: en
las formas,

en la objetualidad de su significado yace necesariamente su


exigencia de una vida comprensiva que deba actualizarlas.
En cierto modo llevan ellas en virtud de su origen anímico
la imborrable solicitud de volver a ligarse a la vida,
necesitan la vida actual porque ella es la fuente de la que
brotan. No hay otro remedio: estas dos cualidades deben ser
pensadas conjuntamente en el concepto de espíritu objetivo
(Freyer, 1923, p. 93).

Puesto en resumen y en redondo: el pensamiento de la


sociedad crea formas materiales de ese pensamiento que al
ser conocidas o percibidas vuelven a crear el pensamiento
mismo de la sociedad. Esta es la circulación anímica de la
realidad, y es, efectivamente, un cuento de nunca acabar,
porque una forma siempre va a tener algo más y algo
distinto que lo que tiene, ya que para empezar, siempre va
a tener de más y de distinto el conocimiento que en ese
momento se le acerca para conocerla. Y es por ello que, por
definición, toda forma y todo conocimiento es inagotable.
Nunca acabará de ser vista la Capilla Sixtina. A esta
conclusión que llega Freyer es la misma a la que llega
Meyerson, al hablar éste de la incompletud básica de las
obras, o su “condición de inacabamiento, lo que las
convierte en objetos interpretables ad infinitum. Esta
interpretación sin fin hace que las obras cambien pero,
154

simultáneamente, hace que cambie el pensamiento” (Vázquez


Sixto, 2003, p. 235).
Para Freyer, esta disciplina de las formas objetivo-
espirituales, esta teoría del espíritu objetivo, pertenece
a una filosofía de la cultura: “la filosofía de la cultura
es la teoría de los principios del mundo objetivo-
espiritual”, dice (1923, p. 151). También podría decirse,
hoy en día, que esto tiene una semejanza grande con la
llamada historia de las mentalidades (Burke, 1990) o la más
reciente pero menos reluciente “historia de la cultura
material” (Pounds, 1989). Aquí se ha argumentado que
pertenece a un concepto de la psicología colectiva,
concretamente a una psicología estética. No importa mucho
el pleito de las etiquetas, pero es llamativa la idea que
Freyer (1923, p. 96) tiene de una psicología de este jaez:

...una psicología de todas las formas de comportamiento en


las que activa o pasivamente, consciente o
inconscientemente estamos referidos a las cosas de la
cultura; en las que usamos nuestros aparatos, aplicamos
nuestros signos, estamos rodeados de nuestras
configuraciones, elevamos nuestras formas de organización,
vivimos en el estilo de nuestra cultura. Aquí se abre el
amplio campo de la psicología de la cultura. Para los
estadios primitivos de desarrollo, la psicología de los
pueblos ha elaborado ya resultados de importancia. Para los
estadios de más altas cultura está casi todo por hacer
(cursivas en el original).

LA ESTRUCTURA Y LA GRACIA
Una forma es el encuentro del espacio y del tiempo. Por
espacio se entiende, naturalmente, lo extenso, susceptible
de medición, incluyendo las carátulas de los relojes y los
calendarios, esto es, que a lo que más comúnmente se le
denomina tiempo, como cuando se habló de los relojes y como
la sucesión de hechos, en realidad es espacio, porque, en
efecto, está extendido, y se pueden poner ahí unas cosas al
lado de las otras, el número tres al lado del cuatro en el
155

reloj; asimismo, lo que es extenso o espacial, es estable,


esto es, que sus medidas se conservan de un día para otro.
Por tiempo, en cambio, se entiende aquello que Bergson
denominó “duración”, cosa que por definición no puede
quedar clara, y que se refiere al flujo de la conciencia, o
la vida, en el momento en que están sucediendo, que siempre
es instantáneo, y que al siguiente instante ya no es
aquello, sino otro momento distinto y entero por sí mismo,
ya que se rehace integralmente cada vez y contiene siempre
de nueva manera todos los momentos que había sido,
transformados en esta nueva presencia; la duración no es
una línea, sino una esfera de tiempo, “la continuación de
lo que ya no es en lo que es”, dice Bergson (1922a, p. 46).
Bergson dijo, entre otras cosas, que la duración era la
unidad de la multiplicidad, lo cual es interesante, porque
ésa es también una caracterización que Santayana da de la
forma (1896, p. 89), y por las mismas fechas. La duración
no se puede describir, porque al hacerlo, se convierte en
espacio, en sucesión de palabras en un renglón, y tampoco
se puede aprehender porque nosotros estamos dentro de ella,
y cuando la aprehendemos, igual nos vamos con ella, y
pasamos. Lo que se puede es intuir, y por eso la intuición
es el método de Bergson. Entretanto, la forma es el
encuentro del espacio y del tiempo, de la dureza y la
duración, de la geometría y la fineza, de la estructura y
la gracia.

El Espacio
Toda forma presenta una disposición de sus componentes
o rasgos, y cada componente tiene una cierta apariencia
dada. Una cara tiene un ojo de cada lado y por lo común una
nariz vertical en el centro, a determinada distancia de las
orejas y la boca en su lugar acostumbrado, y esta
disposición de los componentes es lo que puede recibir el
156

bonito nombre de “tectónica” de las formas (Mouloud, 1964,


p. 85), término extraído tanto de la geología como de la
cirugía cosmética para referirse tanto a la constitución
subyacente de los huesos o músculos como de las masas
rocosas e indicar que la apariencia de la superficie
obedece necesariamente a una estructura subterránea que
marca lo que se percibe por encima, de suerte que una
estructura ósea ancha no puede dar, por más que se intente,
un cuerpo fláutico, como a veces se le solicita a los
cirujanos de vanidades. En efecto, esta tectónica es como
la osatura, el esqueleto de la forma, que se puede apreciar
en la ondulación de un paisaje montañoso, en el perfil de
una ciudad, con picos y agujas de edificios e iglesias que
bajan y suben como en cardiograma, y también en la
disposición de las posturas de los personajes de una
pintura, unos sentados, otros de pie, que les permiten a
los profesores de arte dibujar triángulos encima para
mostrar la estructura piramidal de un cuadro, y demostrar
que allí hay un orden calculado. Dentro de esta tectónica
se incluyen los ejes y las simetrías, si, por ejemplo, una
ciudad está levantada alrededor de un centro o a los lados
de una calle principal; las proporciones, si hay alguna
relación entre las alturas y los volúmenes de los edificios
con respecto a la anchura de las calles y la amplitud de
las plazas; las secuencias, progresiones, y en general, una
especie de geometría escondida de la forma.
Así como tienen una tectónica, las formas tienen una
plástica (Mouloud, 1964, p. 85), que sería algo así como la
forma particular de los componentes, tales como el tamaño,
si la nariz es grande o chica, chata o puntiaguda, pinocho
o cabeza olmeca, si los edificios son monumentales o
espigados, o tales como el color, la textura, la densidad,
el peso, la semejanza de unos elementos con otros dentro
del conjunto, y así sucesivamente. Entre plástica y
157

tectónica, podría hablarse de una sintaxis y una gramática


de las formas, ya que atienden tanto al detalle como al
arreglo de los componentes que constituyen un conjunto
general.
Considerando, además de pinturas o ciudades, a
situaciones, acontecimientos, hechos y demás fenómenos de
la sociedad, puede decirse que los datos e informaciones en
general, como las fechas, estadísticas, nombres, sucesos,
forman efectivamente parte de esta composición especial de
las formas de la sociedad, los cuales aparecen distribuidos
de cierto modo, o pueden estar dispuestos para su
comprensión de cierta otra manera. Cualquier dato, ya sea
económico, sociológico, frívolo, neurológico, nutricional,
comercial o cultural puede ser colocado dentro de la
estructura general de la forma que se quiera comprender, y
mientras contribuya a aportar orden y claridad, resulta
necesario. Para ver la forma de una ciudad, quizá hace
falta tener el número de la población, sus índices de
pobreza, los mapas de sus lugares, las fechas que celebran,
el idioma que se habla, las calamidades por las cuales ha
pasado dentro de las cuales se pueden incluir sus
gobiernos.
Sin embargo, cualquier dato o información, para
efectos de forma y no mera consigna disparatada de números
y adjetivos, puede ser uniformado, o sintetizado, a
cualidades de forma, esto es, a, digamos, adjetivos
calificativos que no se refieren a componentes por separado
sino que ya tienen su plástica y tectónica, o sea, que se
consideran en el conjunto de la forma. En efecto, una
ciudad, una cara, una revuelta social, una época, pueden
ser, independientemente de si son edificios, narices,
pancartas o eventos, considerados como un todo integrado en
términos de una serie de cualidades que, por lo común, en
esta cultura y en esta realidad, se presenta estructurada
158

mediante oposiciones fundamentales (Boirel, 1961, p. 127);


a título de ejemplo: lo alto, lo bajo; lo limpio, lo sucio;
lo lleno, lo vacío; lo saliente, lo remetido; lo
transparente, lo opaco; lo duro, lo suave; lo claro, lo
oscuro; lo cálido, lo gélido; lo rápido, lo lento; lo
amplio, lo estrecho. Se puede notar cómo estos adjetivos
indican efectivamente características materiales o
espaciales de los objetos o las formas, pero, al mismo
tiempo, por decirlo así, nombran cualidades de las formas
de los sentimientos que pertenecen a estos objetos. Si uno
dice que un sistema político es sucio y gélido, a la vez se
está describiendo lo que se siente estar ahí.

El Tiempo
Las formas, vistas nada más de manera espacial, son
una cosa inerte que, en sentido estricto, carece de forma.
Para tener forma, necesitan ser insufladas de tiempo, es
decir, de ese movimiento o vida o ánimo con que fueron
hechas, pero que ya no se encuentra en las meras
distribuciones espaciales. Esto se puede advertir en las
ruinas de cualquier sitio, que objetivamente son una serie
de piedras desperdigadas, cuyos habitantes originales
están, seguramente, todos muertos, pero que, cuando uno las
recorre con la mirada y con la imaginación y algunos datos
pertinentes, eso inerte y muerto como que empieza a
vivificarse ante la presencia de uno, y uno es entonces
capaz de estar recorriendo, no ya un terreno de piedras
rotas, sino una ciudad, un templo, una calzada, cargados de
sentimientos de esplendor y decadencia, de grandeza y
derrota: eso que acaba uno de ponerle a esas ruinas, es
justamente tiempo.
Ese tiempo, o duración, que se le introduce al espacio
para convertirlo en forma, y que en efecto, Bergson
159

identificaba como la vida misma, entra de diversas maneras,


por lo menos cuatro.

Recorrido
En primer lugar, como un recorrido, o un trayecto
o, como lo llamaba Etienne Souriau, un itinerario de la
percepción, que va siguiendo con la mirada o con los pies
aquellos puntos altos o bajos, sucios o limpios que están
marcados como hitos en el espacio, y al ir haciendo esto,
elementos que se encuentran separados van siendo enlazados
los unos con los otros haciendo un camino ondulante o
quebrado, ríspido o límpido, fluido u obstaculizado según
sea la forma que se trate. En una fotografía o en un texto,
este recorrido es visual o textual, pero en la forma de las
ciudades puede volverse literalmente recorrido con los pies
y con el cuerpo y con la cinestesia (Mora, 2003; Vivas i
Elias, 2004): ciertas ciudades, por ejemplo las trazadas
con vías anchas y rápidas cruzadas por coches muestran una
forma agresiva o cortante al oponerse al paso fluido y
distraído de quien la recorre, cuya vista y pies y oídos
tienen que estar en permanente arranque y parada y
retroceso, como si estuvieran siguiendo con los dedos una
línea que se rompe, o siguiendo con la mirada una imagen
que se estorba, mientras que, en cambio, una ciudad
peatonal de callecitas delgadas y curvas se vuelve una
forma muy continua y muy fluida. Como sea, los distintos
componentes de la forma que aparecen distribuidos en el
espacio y cada uno con sus particulares características, al
ser recorridos por la percepción, dejan de ser meros
componentes disgregados y se constituyen todos juntos en la
unidad obligatoria que tiene toda forma. Sin embargo, no se
trata, como parece, de un encadenamiento sucesivo de rasgos
uno detrás de otro y uno después de otro, sino, más bien,
todos al mismo tiempo, lo cual parece un tanto
160

contradictorio con la idea del recorrido, término que


parece indicar uno-por-uno; esta contradicción entre el
itinerario y la unidad, Bergson (1922b), al discutir
enfrente de Einstein la cuestión de la relatividad, la
resolvió -la contradicción, no la relatividad- mediante la
idea de simultaneidad, que es la facultad de la percepción
por la cual el perceptor puede atender un elemento de su
campo visual o auditivo u olfativo sin que por ello le
dejen de estar presentes los otros elementos, o sea, que
uno puede fijarse en un detalle de una cosa y al mismo
tiempo tener presente los otros detalles en los que no se
fija. O al revés también, que diferentes percepciones
puedan ser reunidas en una sola percepción unitaria. “La
simultaneidad implica dos cosas: 1° una percepción
instantánea; 2° la posibilidad de nuestra atención de
compartirse sin dividirse” (Bergson, 1922b, p. 498). Esto
es a veces lo que se ha llamado fondo con respecto a la
figura. Por decirlo de una manera más misteriosa, las
calles que uno ya recorrió, las esquinas que dobló, los
transeúntes que rebasó, siguen estando presentes en los
pies del caminante cuando ya está en la siguiente calle. Si
bien se ve, la simultaneidad es el hecho de que el espacio,
que ya estaba fijo y distribuido, vuelva a ser tiempo y
duración, esto es, vuelva a reunirse con la vida actual del
observador. La simultaneidad es lo que también sucede en la
lectura de las rimas, en donde se da el caso de que una
palabra que ya se leyó hace dos versos, continúe resonando
para cuando uno lea otra palabra que tiene la misma
terminación. Bergson pone otro ejemplo:

¿cómo un oído ejercitado percibe a cada instante el sonido


global de la orquesta y sin embargo desenmaraña, si quiere,
las notas dadas por dos o más instrumentos? No me encargaré
de explicar lo que es un misterio de la vida psicológica.
Solamente lo constato y señalo que al decir que las notas
dadas por varios instrumentos son simultáneas, estamos
diciendo que hay una percepción única, y no obstante, hay
161

varias. Esto es la simultaneidad, en el sentido corriente


del término, y se nos da intuitivamente (1922b, p. 499).

Ritmo
En segundo lugar, el tiempo se aparece como
movimiento o como dinámica, que es, ciertamente, el
movimiento que detecta la percepción al ir siguiendo los
puntos relevantes del recorrido, los cuales no aparecen ya
como elementos aislados sino como un mismo rasgo que se va
moviendo como si estuviera tironeado por fuerzas opuestas
que actúan sobre él sin que ninguna gane definitivamente,
sino que se mantienen en un tensión irresuelta que le dan a
la unidad de la forma la “rítmica” y la “agógica”, como las
llama Noël Mouloud (1964, p. 85), que les corresponde. “las
fuerzas generan formas” como las del viento sobre la arena
(Alexander, 1965, p. 97); las formas pueden entenderse como
el rejuego de fuerzas que se encuentran en tensión, como la
tensión que se da en la pintura entre la sombra y la luz,
entre el azul y el amarillo, y que hacen que la mirada
tanto se jale hacia un polo como regrese al otro y se
mantenga pendiendo entre ambos. La generalización de ésta y
otras tensiones de fuerzas por toda la unidad de la forma
es lo que finalmente constituye el ritmo, que se siente, no
como un estira y afloja, sino como un movimiento ordenado y
con dirección en donde la percepción se puede acomodar y
transcurrir contentamente; así, a las formas se las ha
concebido como siendo predominantemente ritmos: como dice
Paul Fraisse (1974, pp. 9-10), en griego la palabra “ritmo”
se utilizaba para referirse generalmente a la forma, y
significaba “manera peculiar de fluir” o “configuración sin
fijeza ni necesidad natural”. Con el ritmo, todos los
rasgos o detalles de una forma se disuelven en un mismo
movimiento que parece ceder y renovarse, avanzar y
estacionarse, subir y bajar reiterada y cíclicamente, y al
162

cual la percepción se puede abandonar cómodamente, como si


ella misma estuviera hecha del mismo movimiento del ritmo,
de modo que, a final de cuentas, la misma percepción se
disuelven en la forma, y es entonces, y es por eso, que se
debe hablar más de sensación y de afecto que de percepción,
toda vez que el ritmo no se mira sino se siente.

Memoria
La tercera manera en que entra el tiempo a las
formas es la memoria de las formas. Esta memoria se refiere
al hecho de que ante el observador que recorre la forma y
se diluye en ella, van apareciendo, incluso como modo de su
rítmica interna, detalles de la forma que, por decirlo así,
no están presentes, no son actuales, sino que pertenecen a
formas pasadas. Al visitante de una ciudad se le aparece no
sólo la ciudad en cuestión, sino las ciudades que ha sido
antes y que se supone que ya no están, y no sólo en la
modalidad arquitectónica, sino en ciertas velocidades,
usos, hábitos, costumbres, palabras, maneras de andar que,
en rigor, solamente pueden ser percatados si se les mira,
no como acontecimientos del día de hoy, sino como
acontecimientos que ya tuvieron su día y que ya, bien
vistos, no existen: muchas de las costumbres de una cultura
dada, no se notan y no se comprenden si no se las ve como
reliquias y como vestigios. Así, lo que sucede en las
formas, es que el tiempo que ya había pasado y sucedido y
través del cual la forma determinada se fue configurando,
se prototrae al presente y entonces la forma se muestra, no
solamente en su estado actual, sino en los diversos estados
por los cuales ha pasado. El preciso encanto de ciudades
que tienen su estilo inconfundible radica en la presencia
de todo su pasado dentro del momento actual, de manera que
tal lugar no es solamente ya extenso, como Disneylandia,
sino también intenso, como Barcelona. La memoria de las
163

formas consiste en el resuscitamiento de las fases antiguas


del desarrollo que llegan juntas todas y que permiten que
uno esté asistiendo al proceso permanente de gestación de
dicha forma. Ciertamente, en cualquier forma con suficiente
densidad, están ahí presentes las diversas piezas y pasos
por los que se puede desandar el camino o la construcción
hasta el momento en que esta forma se hizo necesaria y
empezó a aparecer, como en el ejemplo del reloj. La última
cafetera permite entender o imaginar cómo fue la primera
cafetera: ésta es su memoria.

Uno mismo
Y la cuarta manera del tiempo dentro del espacio
es uno mismo. Como se habrá advertido, todos los modos del
tiempo están de la parte de acá del observador o perceptor,
y es que, en efecto, una forma no existe si no hay alguien
que la contemple, y la razón es que este alguien, o sea,
uno mismo, es básicamente tiempo. En una interpretación muy
psicologista y muy poco graciosa, se ha querido ver a la
presencia de uno mismo en las formas como la proyección de
la mente sobre los objetos, en el sentido de que el
individuo coloca su personalidad o sus cogniciones sobre
las cosas para luego percibirlas de tal o cual manera, al
estilo de test de manchas de tinta, o al estilo del sordo
que no oye pero compone; la verdad es que es una
interpretación desangelada, que es lo propio de todas las
opiniones simplemente correctas, que dice que por un lado
hay un objeto real y por otro hay un sujeto iluso y que en
rigor no existe ninguna forma. La interpretación aquí, por
el contrario, es que lo real no es ni el espacio ni mucho
menos la mente psicológica, sino la forma entera, y que el
observador o uno mismo entra a formar parte intrínseca de
la forma y solamente cuando esto sucede, es que la forma
está completa y puede por fin aparecer. Ahora bien, esto
164

que se denomina uno mismo o el observador o el transeúnte


de las ciudades, no es tal cosa en el sentido personalista,
al menos en principio, sino que es, más bien, el
pensamiento de hoy mismo de la sociedad que está
internándose en la forma para terminar de construirla; es
la cultura viviente sumergiéndose en la cultura vivida para
que así aparezca la realidad de la sociedad, su
pensamiento. Y si, para cerrar el argumento, se recuerda
que la cultura es una forma en sí misma, entonces este
observador, esta persona, este uno mismo que se adentra en
las formas, es, en sentido estricto, algo así como la forma
que se desprende de la forma para reintegrarse a ella, lo
que significa que el observador no es un señor que viene de
otro lado a mirar las formas, sino que está hecho de ellas
mismas y como tal es el único capaz de aprehenderlas y
comprenderlas. Tal vez en términos de transeúnte sea menos
confuso: el ciudadano que está dentro de una ciudad y la
recorre y la capta y la siente es, no sólo un producto de
esa misma ciudad, sino que forma parte de esa ciudad en el
sentido de que tal ciudad sin su gente no sería lo que es.

Última Definición
Dado lo anterior, puede decirse que una forma es un
espacio temporalizado y que es un tiempo espacializado,
pero no que tiempo y espacio, observador y objeto, cultura
y realidad, son dos cosas distintas y separadas. De aquí se
puede sacar una última especie de definición que se
encuentra en todos los autores dedicados al tema y que dice
que todo es forma y que una forma es aquello que es tiempo
y espacio al mismo tiempo. En efecto, no todo en esta
realidad es físico, y no todo es mental, pero en cambio,
todo, hasta lo físico y lo mental, es forma. Por eso los
libros sobre formas suelen estar llenos de oximorones, como
cuando Mouloud dice que es discontinidad ininterrumpida
165

(1964, p. 105), o Souriau dice que es la movilidad de lo


inmóvil (en Mouloud, 1964, p. 65), o Huygue dice que es el
espíritu y lo real (1971, p. 10), o Paul Valéry dice que es
la arbitrariedad de lo necesario (ed. 1957, p. 1307).
Una forma es aquello que es al mismo tiempo material y
mental, interior y exterior, pensamiento y sentimiento,
perdido y encontrado, conocido y desconocido, presente y
pasado, presente y ausente, lenguaje y silencio, forma y
contenido, forma y fondo, real y virtual, estable y
dinámico, objeto y sujeto, percepción y sensación, uno y el
otro, esto y lo otro, memoria y olvido, espacio y tiempo,
todo lo anterior y nada de lo anterior, cantidad y
cualidad, artificial y natural, convencional y espontáneo,
técnico y lírico, porque lo que es así, lo único que puede
tener es forma: nada más. Piénsese en la forma del amor, o
la forma de la política, o la forma de la mecánica
cuántica, y la definición se cumple.

LO ESTÉTICO
Las formas no son lógicas, funcionales, inteligentes,
útiles ni científicas: las formas son estéticas. Es cierto
que la noción de lo estético no tiene muchas agarraderas,
pero algo habrá de decadente en una época en la que el
término estética quiera decir cirugía estética, gimnasio de
estética y estética canina, y de hecho, en las ocasiones en
las que se ha utilizado el término “psicología estética”,
éste no haya ido muy lejos de las clínicas de belleza, ya
que se refiere a representaciones del cuerpo, estereotipos
del gusto y a si los caballeros las prefieren rubias: lo
que se puede criticar de esto no es que sea incorrecto,
sino que no se necesitaban ni los dos dedos de frente
reglamentarios para tener esta ocurrencia.

Atractividad
166

Según los múltiples usos del término, ya sea que se


hable de teoría estética, de estética de la miseria o de
que alguien tiene una figura muy estética, puede plantearse
que lo estético, además de referirse en efecto a las formas
y a lo que se siente, es aquello que hace un objeto para
atraer a un observador.
Y mientras más lo atraiga, de manera más gravitatoria,
absorbente e incansable, más estético es el objeto. Los
objetos indiferentes, en cuya forma uno pasa y ni se fijó,
alguna persona de la que uno ni se dio cuenta que estaba,
una ciudad que no lo hizo quedarse a uno un poco más ni
detenerse a respirarla, son a los que les falló su
estética, tal vez porque la cultura le falló al observador
y no le alcanzó ni siquiera para darse cuenta de lo que
tenía enfrente. Las prisas, que son una forma de la
indiferencia, que no le permiten a uno fijarse en lo que
tiene alrededor, son una forma de la incultura. Asimismo,
la manera más primeriza e infantil y superficial que tiene
un objeto de atraer a un observador es por la vía de la
novedad y del impacto, como un accidente, un grito, un
juguete en un aparador, un chisme picante y otras cosas que
con sus colores chillones, sus sonidos a martillazos, sus
adornos escandalosos y demás excesos, jalan rápidamente la
atención, pero solamente la conservan el suficiente tiempo
para que el cliente compre la novedad y salga de la tienda,
y ya después de eso, la atracción deja de ejercerse, porque
el objeto no tiene más estética que su envoltura; ésta es
una estética frívola, que funciona más como interrupción
del pensamiento que como interés. La sociedad
contemporánea, llena de imágenes, novedades, productos y
publicidades, es una donde la estética que alcanzan los
objetos es el puro y alto impacto. Por eso se le ve a la
gente pegando brinquitos de emoción y yendo atraídas de una
cosa a la otra para cansarse de todas en un tiempo record,
167

cuyo resultado en conjunto es el cansancio y el hastío,


según se ve en múltiples indicadores empíricos, y el hastío
parece ser una cultura degradante en el sentido de que
mientras más hastío hay, mayor atracción ejercen las
siguientes novedades y más pronto se aburre uno de ellas, y
así sucesivamente; por eso es cada vez más una sociedad del
show, del espectáculo, del escándalo, del morbo, de la
trivia. Puede notarse cómo, todo esto en conjunto, va
configurando una forma colectiva, que se puede llamar
violencia, si la violencia se entiende como la interrupción
abrupta de una fluidez merced a impactos inesperados y
opinados, muy conmovedores o conmocionados, sumamente
novedosos, y la paradoja consiste en que esta forma de la
violencia va generando su estética, su capacidad duradera
de atracción, como si la violencia fuera la forma profunda
de la frivolidad. La frivolidad de la publicidad, de la
información, de los records, de las novedades, de los
chismes, es la violencia de los terrorismos, invasiones,
venganzas y crueldades porque éstos son una forma de la
publicidad, el chisme, la información, el record y la
novedad.
La estética menos superficial es más apacentada. Lo
estético más auténtico, que sale del fondo sólido de la
forma, es aquella capacidad de atracción, de esa
atractividad, que consiste en la congruencia y continuidad,
pertinencia y necesariedad de todos los aspectos y gestos
del objeto, que hace que todos los componentes se vuelvan
inseparables entre sí e inseparables del todo, como si, en
efecto, estuvieran atraídos y no se pudieran despegar de
esa forma, como si se les disolvieran a todos los rasgos
sus peculiaridades y ya no pudieran, por tanto, ser
percatados cada uno por separado, y como si al percibir un
detalle, uno quedara enganchado al detalle de junto y así a
todo el conjunto. Y al suceder esto, quien mira la forma
168

también quedará enganchado a ella, ya sea porque el


observador es un aspecto más de la forma o porque alguna
característica del observador resulta igualmente ser
congruente y continua con las del objeto, y por esa especie
de contagio gravitacional, el observador completo pasa a
formar parte de la forma que estaba observando ya no
pudiendo separarse de la misma. Lo estético se logra cuando
la forma atrae al observador y el observador, con todos sus
sentidos, su pensamiento, sus ideas, queda disuelto en el
interior de la forma. Cuando a uno lo atrae mucho una idea
porque le parece bonita sucede claramente esto, que uno se
queda abstraído en ella y actuando y pensando en ella, pero
con cualquier otra cosa es lo mismo, con una película, con
una persona, con una ciudad, con un sistema político,
Cuando Santayana, por ejemplo, dice que “el valor de la
justicia es estético” (1896, p. 100), está hablando de esta
congruencia interior del objeto, al igual que cuando habla
de la “estética de la democracia”:

en la democracia, hay a mi juicio un fuerte ingrediente


estético, y el poder de la idea de democracia sobre la
imaginación es revelador de ese efecto de la multiplicidad
en la uniformidad que ya hemos estudiado (1896, pp. 99-
100).

Es comprensible que lo estético se asocie con la


belleza, pero también hay cosas feas a las que se llama
estéticas, como la estética de la violencia, la estética
punk, dark, gore, o la estética del mal gusto, del kitsch o
de lo cursi, y es que no hay nada en la estética que la
obligue a ser bonita. Lo estético no es bello ni feo, sino
atractivo. Por eso se puede hablar de la estética de lo que
sea. Y ciertamente, las estéticas feas pueden resultar
sumamente atractivas siempre y cuando sus componentes sean
congruentes entre sí, como si estuvieran unos llamándose a
los otros, invocándose y convocándose mutuamente de manera
169

que al observador que los mire lo atraparán por todas


partes. A la estética, digamos, nocturna, ésa que se viste
con sobredosis de maquillaje, que usa cuero y charol todos
aderezados de diamantinas, herrajes, cierres, estoperoles y
pelos desmechados de diversos colores contranatura, no es
muy estética si se presenta a la luz del día, ya que todos
sus detalles chocan y se hacen incongruentes con los tonos
claros y las líneas marcadas de las mañanas, pero, en
cambio, resulta muy congruente y continua con respecto a
los destellos de los faroles de las calles, los fanales de
los coches y las luces de las marquesinas, y asimismo con
la sombra de los rincones, la borrosidad apagada de las
texturas y las aristas refulgentes de los edificios, la
uniformidad apagada de los colores en que los gatos son
pardos, el frescor sereno que permite ir recargado de capas
y abrigos y sombreros, y donde, ciertamente, el que ande
vestido con ropa diurna como la que se usa para ir al súper
o al banco, pasa desapercibido como piedra de edificio. La
estética de la noche no es la misma que la del día, pero
ambas pueden ser atractivas porque son congruentes por
dentro.
Por el contrario, lo que resulta antiestético es
aquello cuyos componentes no resultan congruentes entre sí
y por lo tanto se separan y se presentan como cosas
independientes las unas de las otra. En efecto, cuando en
el pensamiento se separa la forma del contenido, la forma
del material, la forma de los componentes, entonces lo
estético como cualidad de la realidad se desarma, y las
cosas ya sólo pueden ser útiles, urgentes, inteligentes,
pero no atractivas. No tiene mucho caso hacer un alegato de
las razones por las cuales la forma y el contenido son
inseparables, ya que el día que se tiene que hacer ese
alegato marca exactamente la fecha en que ese alegato ya no
puede ser comprendido. Y es que, ciertamente, lo natural y
170

primigenio es que forma y contenido, forma y material,


estén disueltos entre sí, porque, como dice Santayana, “la
forma no puede ser forma de nada” (1896. p. 78); “una forma
sin soporte no puede ser forma, y el soporte es forma de
por sí”, dice Focillon (1943, p. 22). Entonces, lo que
habría que demostrar es más bien cómo le hacen para
separarlos, cómo encontrar un trozo de piedra que no tenga
forma de piedra, cómo encontrar una piedra que no esté
hecha de piedra. El día que se pueda separar forma de
contenido se podrá decir que existen perros con forma de
gato, pero que todavía nadie se ha dado cuenta. El
pensamiento cotidiano del sentido común es todavía un
pensamiento estético, que no separa las formas de los
contenidos, que no separa lo práctico de lo bonito, y por
eso le interesa lo que piensa. El pensamiento cientificista
y académico, por su parte, está incapacitado para pensar
estéticamente, y por eso separa y distingue, la forma y la
función, el todo y los componentes, y por eso no le atraen
mucho sus propias ideas, y por eso sólo las piensa en horas
de trabajo. El cientificismo arguye que lo que importa es
el contenido, y se deshace de la forma. Por su parte, lo
que puede llamarse, por el contrario, el esteticismo, es el
que supone que la apariencia es lo único que importa, y se
deshace del contenido, y se dedica a cultivar la apariencia
de forma, escribiendo por ejemplo novelas que no dicen nada
pero eso sí, lo dicen con mucha grandilocuencia. Las
exageraciones, los manierismos y las poses, pose de
inteligencia, pose de cultura, pose de profundidad, en
donde lo importante no es lo que uno piensa, sino que
parezca que está pensando, serían ejemplos de ello. Arnheim
opina que eso es lo que está sucediendo actualmente en el
arte (1966, pp. 326 ss.), donde se busca la forma por la
forma, es decir, no que la obra tenga la forma de un
sentimiento, sino que tenga la forma de una forma, cosa no
171

muy difícil de hacer y sí muy redituable si se tienen los


contactos apropiados.

Pertenencia
Comoquiera, cuando un objeto es capaz de atraer a su
observador gracias a la congruencia de gestos y detalles y
logra que el observador quede envuelto y absorbido por la
forma, de manera que pase a formar parte de ella y que por
ende sus propias cualidades sean también las cualidades de
la forma, ello significa que pertenece a ella. Lo estético,
así como es la mayor o menor atractividad de una forma y
por lo que hay cosas más, o menos, estéticas, también, por
las mismas razones, es el grado de pertenencia de uno mismo
a una forma, sea un objeto, una idea, un grupo, un lugar,
una historia o una sociedad. Decir que uno pertenece a una
forma, que está dentro de ella, equivale a decir que uno se
mueve con sus gestos, está marcado con sus rasgos, muestra
los mismos detalles, se mira con los mismos aspectos,
piensa con sus pensamientos, actúa con sus hábitos y, en
suma, siente con su forma. Cuando alguien pertenece a una
comunidad es cuando tiene las creencias, los valores, las
tradiciones, las ilusiones y las razones de esa comunidad:
cuando alguien pertenece a una situación cualquiera,
significa que actúa conforme a la situación: si la
situación es triste, uno está exactamente tan triste como
la situación, y lo curioso es que uno no se quiere salir de
allí, porque no puede, porque nadie se puede salir tan
olímpicamente de la tristeza a la que se pertenece;
inténtese y se notará la dificultad, y es que parece que
hay un cierto sentido en vivir la tristeza que a uno le
corresponde, que es el sentido, precisamente, de
pertenencia. En efecto, el hecho de que uno pertenezca a
las formas es lo que puede denominarse el sentido estético
de la vida. El sentido de pertenencia es el hecho de
172

sentirse cubierto, cobijado, protegido, acompañado por un


orden que es mayor que uno, que lo sobrepasa a uno en el
sentido de que uno solo no sería capaz de construir tal
orden, y por lo tanto, tiene la cierta confianza de que lo
que uno no puede comprender, queda no obstante comprendido
dentro de ese orden, o sea que, no es uno a solas y por sus
propios medios el que tiene que justificar la validez
trascendental de la realidad, sino que ésta se justifica en
nombre de uno. Si se toma, por ejemplo, la forma del
lenguaje, su sentido estético de pertenencia consiste en la
sorpresa de hablar con un lenguaje que uno no es capaz de
inventar y con el cual no obstante se pueden decir cosas
increíbles, que uno jamás va a poder dominar ni comprender,
pero dentro del cual sin embargo queda comprendido todo lo
que uno puede decir. Como ya se dijo, lo estético no se
trata de que las cosas sean fáciles o bonitas o de que uno
esté contento, sino de que uno pertenezca a esas cosas, y
por ello, puede verse que la gente, ya sea en las cosas del
amor o de la familia o de la patria o del deber o de
cualquier otra forma, es perfectamente capaz de complicarse
la vida y padecer fatigas, a cambio de sentirse parte de la
familia o de la patria; se oye mucho decirlo, y aunque no
se oiga, queda muy claro que la gente suele sacrificarse
por el amor o por el deber. El placer o gozo pueden estar
por ahí en calidad de acompañante, pero no son el sentido
de lo estético. Como dice Santayana otra vez, “hay algo de
artificial en la persecución deliberada del placer, algo
absurdo en la obligación de gozar” (1896, p. 43).
Visto así lo estético, como sentido de pertenencia a
una realidad, entonces no parece haber mayor diferencia
entre el sentido estético y otros sentidos posibles, como
el sentido del conocimiento, donde se puede incluir la
ciencia, el arte y la filosofía, o como el sentido de lo
sagrado, donde se pueden excluir las religiones, o como se
173

sentido de la vida, que generalmente se refiere a la vida


cotidiana; la vida vale la pena por razones estéticas. La
razón estética es la única que no necesita razones para
justificarse, ni pretextos ni coartadas: las cosas puedes
ser como son porque se ven bien o se sienten bien, y con
eso basta. O como, y sobre todo, el sentido de la sociedad,
que ha de incluir la ética, la política y la civilidad.
Como si todo sentido fuera, en última instancia, estético,
y por lo tanto no vinieran al caso estas clasificaciones.

La Psicología Estética
Estético no es lo que tiene forma, sino lo que se
siente, que es lo que significa etimológicamente la palabra
aesthetica, aunque lo que se siente es lo que tiene forma.
Así, una psicología estética no lo es porque estudie las
formas, aunque lo haga, sino porque averigua cuál o cómo es
el pensamiento sensible de la sociedad. Dicho por lo
negativo, el pensamiento sensible es aquél que no es el
pensamiento racional, lógico, discursivo, o como decían los
clásicos, el pensamiento claro y distinto, esto es, que
puede distinguir las diferentes partes y objetos del
pensamiento y asimismo que se puede secuenciar de varias
maneras y que, en general, es lo que se reconoce como
pensamiento propiamente y que se identifica con el discurso
y con la lógica. El pensamiento sensible, decían los
clásicos, es el pensamiento que está confuso,
indiferenciado, borroso, donde no puede distinguirse bien a
bien una cosa de la otra y por ello todo se presenta como
una misma unidad, es decir, como una forma, que es la
manera de pensar que tienen los sentimientos. Y además, es
el tipo de pensamiento que subyace, sostiene, modula y “da
forma” a los pensamientos más puntillosos y elaborados de
la racionalidad lingüística y sin el cual perderían su
base. Las creencias son pensamientos sensibles sobre los
174

que se construye el pensamiento discursivo, y sin los


cuales le faltaría apoyo y punto de partida.
Todo esto es a lo que se puede denominar afectividad.
Y curiosamente, por su propia naturaleza de forma, que
puede muy bien encarnar en objetos sobre el espacio, en
prácticas y rituales, en usos y costumbres, en imágenes y
estructuras, difuminadas o distribuidas en el conjunto,
resulta ser, sin metáfora, siempre un pensamiento colectivo
que es consustancial al cuerpo de la sociedad.

TERCER EPÍLOGO
Generalmente, a la sociedad se la ha estudiado desde unos
puntos de vista físico, biológico, político o económico
(Harré, 1979, p. 25), y aquí se argumentó que también puede
ser mirada desde un punto de vista estético. Las diversas
psicologías sociales han visto a su objeto de estudio como
si fuera una máquina, como si fuera un animal, como si
fuera una guerra o como si fuera un mercado; la psicología
colectiva ha argumentado que puede verse como si fuera una
forma.
Susanne Langer dice que en el arte radica el
conocimiento de las tensiones fundamentales de la vida.
Así, con la misma idea, Arnheim dice que “el propósito del
arte es hacer el mundo visible” (1966, p. 326). Podría
decirse que la psicología estética pone a la sociedad como
una obra de arte y acto seguido describe lo que ve en ella.
Pierre Bourdieu, en una de sus últimas entrevistas, dijo
que las ciencias sociales tienen como propósito hacer que
el mundo sea interesante, y que, una vez que es
interesante, se vuelve necesario. Hacer que el mundo sea
necesario no es poca cosa.
Dado que todo tiene forma y que las formas traen de
por sí ya su sentido integrado, que es, tal vez, hacer
necesario a quien las mira, podría plantearse pues, que,
175

frente al grueso de las ciencias críticas y aplicadas que


parecen obtener su éxito localizando los absurdos y las
fealdades de la vida que se venden tan bien en el mercado
del escándalo, la psicología estética resulta ser una
psicología amable, ya que localizaría más bien las razones
de ser que hay en la sociedad. Aunque a veces no es posible
tanta amabilidad. En efecto, unas veces hay cosas muy poco
estéticas, como la ostentación de los poderosos paseándose
por ciudades empobrecidas, la pontificación concientizadora
de los expertos o los discursos de guerra y heroísmo, que
son como incongruencias del paisaje estorbando la
configuración de una forma más decente y menos repulsiva de
la realidad. Otras veces es peor, y es cuando las formas
mismas de la sociedad, ya instituídas y con cierta gracia,
van vaciándose por dentro y dejando pura superficie que
empieza a sonar hueco, como si se perdiera aquel punto de
origen o actitud interna que les daba solidez y
consistencia, sin que a primera vista parezca que hayan
perdido algo, como cuando alguna figura se repite hasta el
cansancio, como le ha pasado a las figuras retóricas de la
pluralidad y la tolerancia, o cuando se evapora el espíritu
de la letra y la democracia es pura cáscara, o cuando ya no
hay nada dentro de unas momias con rictus de la ilusión, la
juventud, la alegría, la creación, la libertad o el futuro,
que hoy son cadáveres sin acta de defunción. Parece que en
la cultura las formas se deshacen desde dentro hacia fuera,
de manera que, aunque se haya podrido la razón de ser, la
apariencia de superficie se mantiene; lo último que queda
del amor son sus rutinas; del ánimo del rock ya sólo quedan
discos, pero no ánimo. Cuando se vacían las formas de la
sociedad, parece que no sucede nada, pero se nota que algo
ha sucedido en el hecho de que en cierto momento el mundo
se revela innecesario, y entonces no nos hace falta y no le
hacemos falta. Y la psicología estética tiene que hacer
176

algo, por ejemplo, hacer crítica de la cultura. Y nótese:


hacer algo que falta es hacer falta, y así,
paradójicamente, el mundo vuelve a volverse interesante. Y
es que, inherentemente, la psicología estética, la
psicología colectiva, las ciencias sociales y humanas y del
espíritu son una forma, y tienen propiedades estéticas.
Toda comprensión es estética. Chesterton decía que la vida
puede dejar de ser bella, pero nunca puede dejar de ser
interesante.
Este es otro círculo que existe en la realidad, a
saber, que la queja por falta de sentido de la realidad
empieza a ser ese sentido por sí misma, o dicho de otro
modo, que la superficialidad de la forma tiene su propio
fondo, que la pérdida de la forma de la sociedad es en sí
misma una forma de esa sociedad. Y ciertamente, el
sentimiento de fondo de la sensación de superficialidad de
la sociedad actual es lo que puede denominarse el cinismo
(Pérez Cota, 2003): el cinismo es la última sinceridad de
la gente, su último valor, antes de deshacerse en
desolación plana y llana.
Como se ve, las cualidades son más complejas que las
cantidades, porque para ellas no hay mucho método que
valga, ni siquiera los métodos cualitativos. Y entonces, el
papel de la psicología colectiva o el de las ciencias
sociales no es producir datos verificables ni informes
científicos. Ése no es su objetivo. El objetivo de las
ciencias sociales y humanas y del espíritu es producir
opiniones (Pérez Cota, 2003). Las opiniones pueden ser
buenas o malas, sólidas o huecas, originales o gastadas,
pero no falsas o verdaderas. Las opiniones de la teoría
social no difieren de las de la gente en general excepto en
que se les pone más cuidado y se les dedica más tiempo al
elaborarlas, y a quienes las hacen se les va algo más que
tiempo en ellas; pero en ambos casos, las opiniones
177

provienen de la conversación, oral o escrita, y regresan a


la conversación, oral o escrita.
Una psicología colectiva, al igual que otras
psicologías, produce opiniones de consumo interno en la
forma de una psicología teórica, y esto es,
obligatoriamente, el trabajo más académico que puede
hacerse, pero, además, una psicología estética puede
producir opiniones, digamos, profesionales, esto es,
opiniones que son públicas, de dos maneras. La primera es
ingresando a la conversación de la cultura y la sociedad,
opinando sobre los acontecimientos diversos de una realidad
cualquiera, y con eso, se sitúa más cerca de la filosofía,
de la historia, de la crítica cultural, de la literatura y
del periodismo, que de las ciencias naturales, aunque hace
muchos años que no se nota; es curioso que, dentro de ese
gremio que se llama “intelectuales”, es decir, gente que da
su opinión -venga o no venga al caso, es cierto-, haya
historiadores, filósofos, poetas, pintores, economistas,
sociólogos y una que otra ama de casa, pero no hay
psicólogos sociales; no es muy convincente la razón de que
es que ellos hacen “ciencia” y no meras opiniones. Aunque
quizá sea porque son tímidos. Y la segunda manera de la
opinión, es la que entra en ese otro gremio que puede
llamarse “políticos”, el cual incluye ciertamente muchos
charlatanes, como en todo gremio, pero, cuando no es el
caso, aquí la opinión de una psicología estética no es la
del análisis de los hechos y acontecimientos sucedidos,
sobre todo porque estos análisis no garantizan su utilidad
en el futuro, y también porque tales análisis suelen ser
interminables; más bien, la opinión política de la
psicología estética consiste en saltarse los preliminares
correspondientes y hacer directamente propuestas y
proyectos de mejoras para la sociedad: proponer maneras de
embellecer la vida de la sociedad, ya sea moviendo piezas,
178

quitando estorbos, agregando rasgos y otros actos que


presumiblemente configuren mejor la forma de las
situaciones diversas de la sociedad; claro que habrá que
dar explicaciones de las razones para hacer tal o cual
cosa. Aquí lo más prudente es no dar ejemplos, pero hay
muchos lugares donde se aceptan propuestas de
embellecimiento de la realidad. Al parecer en ninguna
pagan. Uno de ellos son las tesis que se hacen en las
universidades. Se podría agregar que se puede hacer
cualquier propuesta, en especial porque nadie les va a
hacer caso, pero también porque si las propuestas
resultaran equivocadas dentro de una sociedad que siempre
se equivoca, donde cada plan para combatir la pobreza
produce más millonarios y más desigualdad, no es muy grave.
Existe, por ejemplo, un proyecto para restituirle a la
Ciudad de México el lago sobre el cual se fundó; aunque no
se realice, tal proyecto embellece a esa ciudad. Existen
propuestas para eliminar la publicidad, para suprimir los
automóviles, para quitar la televisión, para extinguir las
armas, que hacen la sociedad más interesante.
Existe la propuesta de una psicología estética, que
quien sabe si embellezca algo, pero lo que sí es seguro es
que tampoco se va a hacer. Pero parece que esto no es lo
que importa. La psicología histórica del espíritu que se
cocinó durante el siglo XIX se deshizo debido al
surgimiento de un pensamiento presentista, actualista, que
tuvo lugar a principios del siglo XX y que deshistorizó la
realidad. La psicología pública de la interacción no
prosperó frente a una mentalidad mecanicista que sólo era
capaz de interpretar la realidad reduciéndola a piezas de
maquinaria. En el siglo XXI, lo que domina es un
pensamiento frívolo, es decir, un pensamiento al que le
cuesta demasiado trabajo profundizar, y por eso, mejor se
contenta con registrar la apariencia superficial de las
179

cosas, y por lo tanto, ya también se contenta con la


apariencia de cientificidad de sus investigaciones, con la
pose de seriedad que pone ante los problemas de la sociedad
y con la banalidad de pensamiento con que resuelve todo.
Desde finales del siglo XX, la psicología social ha entrado
en su etapa cínica.
180

REFERENCIAS

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