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CAPÍTULO UNO

EL AÑO PASADO POR LAS MISMAS FECHAS

Sumida en un círculo vicioso de beber y llorar, beber y llo-


rar, de repente, después de tantos años oyéndola, caí en la
cuenta de la letra de la canción que sonaba: Stand by your
man, give him two arms to cling to..., algo así como «Apo-
ya a tu hombre, ofrécele dos brazos a los que aferrarse...».
Fulminé con la mirada la radio: siempre he odiado esa can-
ción. En mi opinión, si el único modo de conseguir que un
hombre se mantenga erguido es dejando que apoye todo su
peso en una, lo más probable es que lo mejor sea que se es-
tampe contra el suelo. Pero, puesto que aquel día había des-
cubierto que Kelly me había estado engañando durante
gran parte de los cinco años que habíamos sido novios, ex-
halé un largo y entrecortado suspiro: estaba demasiado can-
sada para seguir llorando. También era el día en que debía
aceptar que quizá todas fuéramos unas románticas empe-
dernidas. Quería a Kelly, eso lo sabía, lo cual era sorprenden-
te, porque en verdad no era una persona digna de ser queri-
da. Era muy sexy, uno de esos tipos oscuros y perturbadores
con unos ojos verdes penetrantes y una mata de pelo more-
no rizado. Era alto y robusto, con labios carnosos y un pec-
toral lo suficientemente ancho para planchar en él la colada

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de una semana. Pero también era egocéntrico, reservado y


temperamental. El tipo de hombre que se sienta en un rin-
cón en un bar con una cerveza y un chupito delante. Por al-
guna razón me sentía atraída por «los hombres difíciles», y
Kelly era de lo más difícil que una podía echarse a la cara.
Un hombre capaz de dejar que le arrancaran la lengua antes
de decirte dónde había estado, qué planes tenía o si te que-
ría. No tengo ni idea de por qué seguía intentándolo, cuan-
do lo que a él le apetecía era ir a fiestas solo, no venir a dor-
mir a casa y guardar números de teléfono con una sola inicial
junto a ellos... De hecho, por alguna razón, todo ello me ha-
cía intentar con más ahínco que lo nuestro funcionara. A lo
largo de nuestros cinco años juntos, mientras Kelly se me-
tamorfoseaba en Clint Eastwood, yo me convertía cada vez
más en Coco el Payaso, sacándome de la manga todo tipo de
numeritos para entretenerlo, para hacer que se implicara,
para atraer su atención. Hice el equivalente emocional a con-
ducir un cochecito a pedales por la pista de circo de nuestra
relación, soplando con frenesí la trompetilla mientras me
saltaban ramos de flores de la camisa y hombrecillos con
pelucas naranja me vaciaban cubos de nata sobre los pan-
talones y toqueteaban mi gran narizota roja. Perdí la digni-
dad. Y, a fin de cuentas, no sirvió para nada. Era conscien-
te de que lo único que nosotros dos podríamos hacer sería
compartir un «presente». Nunca un futuro. Entonces tele-
foneé al número con la inicial al lado y aquel «presente»
tocó a su fin.
En cuanto rompí con Kelly me fui directa al aeropuerto,
me subí a un avión y partí rumbo a Nueva York. La expe-
riencia de estar en Nueva York es como acariciar un tigre
devorador de hombres: por mucho que te asuste, cuando te
permite tocarlo, te sientes bendecida e inmortal.
Y en esta ocasión, como en todas las anteriores en que
había estado allí, Nueva York me levantó el ánimo. Me per-

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dí en los mercados, boutiques y cafeterías de la zona de


Greenwich Village y Harlem, y bateé pelotas de béisbol en
las jaulas de batear de Coney Island hasta que me dolieron
los brazos. Estar en la ciudad no curó mi corazón partido,
pero sí me ayudó a distraerme y evitó que el mal fuera a
peor, y lo mínimo que puedo hacer es estar agradecida.
De hecho, tenía que ir a Nueva York por motivos de tra-
bajo, así que, de alguna forma, era buen momento (si es que
eso existe cuando hablamos de romper con un novio). Pero,
trabajando en el sector del turismo, para mí no era nada raro
viajar a otro lugar. Me encantaba viajar y había decidido con-
seguir un trabajo en este sector desde el mismísimo mo-
mento en el que descubrí su infalible habilidad para hacer-
te sentir bien.
Y eso era particularmente cierto después de una ruptura
tan fea. Hay quien dice que el tiempo lo cura todo, pero yo
hace años que descubrí que lo que de verdad ayuda a po-
nerse en marcha, literalmente, es viajar. Quedarse en la es-
cena del crimen de una ruptura dolorosa es lo peor que se
puede hacer: hay demasiados recuerdos. Suscribo la idea de
«empaquetar los problemas y poner pies en polvorosa» para
recuperarse de una relación, y déjame decirte algo: funcio-
na. Yo descubrí casi por accidente que viajar ayuda a curar
un corazón roto. Tenía 18 años y William era mi primer gran
amor. Íbamos juntos al instituto y compartíamos esa clase
de amor puro y confiado que sólo es posible cuando aún no
se ha experimentado la primera gran ruptura. Cuando Wi-
lliam me dejó de repente por Melanie (una chica que com-
praba en tiendas tan ñoñas como Miss Selfridge y que nunca
había estado en el festival de música independiente de Glas-
tonbury), me pilló totalmente desprevenida. Pasé todo el ve-
rano después de mis exámenes de selectividad alicaída, llo-
rando en el hombro de mi mejor amiga, Belinda, haciendo
que me acompañara a dar largos paseos para poderle expli-

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car (otra vez) lo doloroso que era y asegurarle que nunca


lograría reponerme. Pero entonces, al final del verano, me
mudé a Leeds para asistir a la universidad y me sorprendió
gratamente descubrir cuán cierto es el refrán «ojos que no
ven, corazón que no siente». En Leeds no corría el peligro de
tropezar por casualidad con Will y Mel, y no tenía que ir a
nuestros sitios sola o escuchar cómo alguien dejaba caer en
la conversación que había salido con ellos la noche anterior.
De modo que, liberada del recuerdo constante de mi viejo
Will y su nueva novia, superé mi historia con él y seguí ade-
lante con mi vida.
También he de dar las gracias a los autocares M1 y Na-
tional Express. Sin embargo, la lección sobre los poderes sa-
nadores de los viajes no concluyó ahí. Fue mi siguiente no-
vio quien me hizo descubrir que viajar hace que las cosas
resulten más fáciles también para el que deja (además de
para el dejado). Peter era guitarrista en un grupo de Leeds
donde yo hacía de cantante y vivimos juntos durante gran
parte de mis años universitarios. Era delicado, amable y muy
mono. Pero, por desgracia, a medida que pasó el tiempo fue
resultando cada vez más evidente que no bastaba con en-
contrar a alguien «delicado y amable». No miento si digo
que no quería hacerle daño. Peter no se lo merecía y, ade-
más, recuerdo lo mal que me sentía, pero, por mucho que lo
amara, estaba impaciente y necesitaba un cambio en mi vida.
Sin embargo, no conseguía reunir las fuerzas para poner fin
a nuestra historia. Lo intenté de veras: me mentalicé, repi-
tiéndome para mis adentros que esa vez iba a hacerlo, pero,
en el último minuto, el mero pensamiento de lo triste que se
iba a poner Peter me hacía perder la templanza. De hecho,
en un par de ocasiones llegué hasta el final, pero Peter me
convenció de darnos otra oportunidad. Estaba desesperada:
no podía pensar en romperle el corazón y separarme sin más.
Hasta que me fui a Australia.

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Fue una de esas decisiones antojadizas que sólo cobran


sentido después de haberlas tomado. Acababa de licenciar-
me en la universidad y no tenía ni idea de qué quería hacer
a continuación. De repente, viajar a Australia sola me pare-
ció la solución perfecta: sería a la vez un desafío aventurero
y me daría la oportunidad de pensar con perspectiva.
Así que volé a Perth, en Australia Occidental. Y prácti-
camente lo primero que hice cuando puse el pie en tierra fir-
me fue telefonear a Peter y romper con él. Por descabella-
do que suene, necesitaba irme al otro lado del mundo para
hacerlo: no estaba allí para ver cómo se desmoronaba, sa-
biendo que era culpa mía y preocupándome por él. Y el he-
cho de no atormentarme por el remordimiento que habría
sentido en casa me ayudó a superarlo más rápidamente (y a
él también). Era libre de enamorarme locamente de Austra-
lia, y allí permanecí, viajando por toda Australasia, durante
los siguientes seis años.

Creo que llegados a este punto debo hacer un ejercicio de


honestidad y confesar que no fue de Australia de lo que me
enamoré locamente. Quizá fuera la novia de Peter cuando
llegué en aquel avión a Australia, pero al cabo de seis meses
me había convertido en la esposa de Philip.
Llevaba en Australia dos semanas cuando conocí a Phi-
lip. Era integrante de una compañía teatral en la que conse-
guí un trabajo y fue un amor a primera vista. Philip era el
típico donjuán de la zona interior de Australia, fascinante,
carismático y arriesgado. De inmediato reconocí en él a una
de mis almas gemelas. (Bueno, los gatos tienen siete vidas,
así que ¿quién dice que nosotros sólo podamos tener un
alma gemela?) Philip no tenía miedo a nada y la vida junto a
él era emocionante y estaba llena de posibilidades. Nos ena-
moramos apasionadamente. Aunque es cierto que nos casa-

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mos en seguida, entre nosotros saltaron chispas con tanta


fuerza que el matrimonio parecía la opción lógica y natural.
Ninguno de los dos había viajado mucho todavía, de modo
que decidimos salir a explorar, experimentar y descubrir el
ancho mundo juntos. Pasamos seis meses conduciendo por
el caluroso y rojo interior de Australia en una vieja camio-
neta Holden, alimentándonos de frutos silvestres, nadando
con delfines y lidiando con arañas. Hicimos senderismo por
escarpados puestos fronterizos entre la India y Nepal, pasa-
mos fines de semana buceando en las aguas coralinas de los
alrededores de Vanuatu y las islas Salomón, nos embarca-
mos en temerarios viajes en medio de tremendos oleajes
rumbo a Bali y descendimos en barco por el revuelto Me-
kong hasta Vietnam. Era fascinante. Y, al final, quizá fuera
ése el problema: el hombre no sólo vive de emociones. Tras
seis años de maravillas y descubrimientos, estaba cansada de
sorpresas. Sólo había regresado a casa una vez en todo aquel
tiempo, durante unas breves vacaciones. Echaba de menos
a mi familia y a mis amigos. Echaba de menos la vieja y nor-
mal Inglaterra. Echaba de menos las patatas fritas de bolsa
del Marks & Spencer’s. Me moría por sentarme en un pub
en un húmedo día otoñal (Australia no tiene estaciones) y
fingir que me interesaba el fútbol. Ansiaba con desespero
mantener una animada discusión sobre política y poder ho-
jear algún periódico decente («Un hombre se deja el cambio
en el mostrador de una lechería» era más o menos el grado
de información en Australia). Era hora de regresar a casa y,
por mucho que quisiera a Philip, él era un australiano na-
cido para vivir en las tierras despobladas del interior de su
país. Bello, apasionado y salvaje, no tenía (ni quería tener)
un lugar en Gran Bretaña, con sus multitudes, su tráfico, su
basura y su llovizna. Fui a Australia sola y, seis años después,
regresé a casa del mismo modo.

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Ha transcurrido casi un año desde que Kelly y yo rompimos


y, gracias a Dios, ya he superado la fase de «nunca volveré a
enamorarme». Pasé mucho tiempo reflexionando sobre por
qué duramos tanto e intentando dar con una fórmula para
no volver a cometer los mismos errores. Y tras un año de re-
visar elecciones pasadas y opciones futuras, aprendí dos co-
sas. En primer lugar, que todo aquel que quiera saber algo
sobre Cher o Def Leppard debería sintonizar VH1 a las tres
de la madrugada. Y en segundo lugar, que intentar encon-
trar un novio medianamente decente en Londres es una
auténtica pesadilla. Si ya sabías lo segundo, probablemente
antes ya habías averiguado lo primero. Los londinenses tie-
nen las jornadas laborales más largas de toda Europa; prue-
ba de ello es que también tienen el índice más elevado de
enfermedades relacionadas con el estrés. Y eso no crea el
entorno ideal para disfrutar de un romántico encuentro al
estilo de Barry White, You’re my First, You’re my Last, You’re
my Intray?1 Sin embargo, precisamente por el hecho de pa-
sar la mayor parte de nuestro tiempo en la oficina, es inevi-
table que esperemos encontrar allí a nuestro príncipe azul.
Y que no lo consigamos. Los modales pueden hacer al
hombre, pero el trabajo lo deshace con una celeridad alar-
mante. Antes era emocionante conocer a alguien en el tra-
bajo, pero hoy significa tamizar a un montón de tipos sin
vida, tan estresados y deprimidos que las únicas relaciones
para las que tienen la energía y la confianza suficientes son
las que mantienen con sus ordenadores portátiles y con sus
revistas masculinas. Y nosotras, las MEISTEN (Mujeres
Económicamente Independientes Sin Tiempo para Encon-
trar Novio), hemos aceptado el mito de que «no hay que as-
pirar a más», el mito de que tener éxito en el trabajo y di-

1. Título de una canción que podría traducirse como «Tú lo eres


todo: la primera y la última». (N. de la t.)

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vertirse con amigos nos convierte en mujeres emancipadas y,


por consiguiente, poco atractivas a ojos de los hombres. No es
eso lo que sucede: lo que ocurre sencillamente es que la ofici-
na, con sus disquetes y pruebas piloto, no es el lugar ideal para
encontrar una relación satisfactoria. Hace diez años, cuando
regresé de Australia a Inglaterra, tuve que aceptar la triste rea-
lidad de que mi matrimonio no regresaba conmigo. En cam-
bio, sabía que mi historia de amor con los viajes era una rela-
ción que florecería fuera donde fuera, de modo que no perdí
el tiempo y al poco encontré un empleo en el sector de los
viajes. Me convertí en portavoz y directora de relaciones pú-
blicas de la editorial de guías de viaje Lonely Planet Publica-
tions, además de hacer de guionista y presentadora para pro-
gramas de viajes de la cadena de televisión británica BBC.
Y mientras iba y venía de mi despacho de Londres para
desempeñar mi trabajo dentro y fuera de mi país, me sor-
prendió descubrir que los extranjeros estaban mucho más in-
teresados en las mujeres que los británicos. A veces una tenía
la sensación de no poder tener una cita decente en Londres,
incluso aunque el listón estuviera tan bajo que cabía cualquier
hombre que supiera utilizar un tenedor y tuviera un par de za-
patos. En cambio, en cualquier otra capital del mundo, una
prácticamente tenía que sacudirse los hombres de encima
como a moscones. No me malinterpretéis, no quiero sonar
a guiri buscona y, además, ni siquiera tengo atributos celes-
tiales como el trasero de Kylie Minogue o los labios de Mela-
nie Griffith..., aunque, hablando en plata, ella tampoco. Pero
es tan fácil conocer a hombres cuando una está de viaje... Bas-
ta con pasear por una calle en otro país y siempre habrá algún
tipo que te repase de arriba abajo con la mirada, se te acerque
e intente darte conversación. En Londres, los únicos hombres
que establecen contacto visual con una son los pasajeros que
viajan apretujados en los metros de la Northern Line. Sin em-
bargo, no es mi intención achacar toda la culpa a los hombres:

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las mujeres también tenemos nuestra parte de responsabili-


dad. El día tiene tantas horas... y lo más probable es que, si
una tiene una carrera de éxito, sea su trabajo lo que ocupe la
mayoría de ellas. ¿Acaso la prosperidad económica lleva im-
plícita una recesión emocional? ¿Es que hemos convertido
nuestros empleos en la principal relación de nuestras vidas
y nos conformamos con un novio que ni fu ni fa porque es lo
único que tenemos tiempo de encontrar o conservar?
Hablo en plural, pero, obviamente, me refiero a mí mis-
ma. ¿He amado mi profesión más de lo que he amado a mi
novio? ¿Acaso dar y recibir tanto en mi carrera me dejó sin
apenas nada que ofrecerle a Kelly? ¿Y cuánto le exigía a cam-
bio? Si hubiera necesitado más a Kelly, ¿me habría visto obli-
gada a aceptar que la relación se había consumido antes y me
habría evitado pasar el mal trago de los últimos años? Sé que
suena terrible, pero ¿es posible tener una buena relación y un
buen trabajo? Y si no lo es, ¿qué escogerías?
Regresando a mí otra vez (a riesgo de sonar pesada), si yo
tenía razón y todas las posibles grandes relaciones estaban
deambulando por ahí en otros países, ¿qué podía hacer para
solucionarlo?
Antes de continuar, creo pertinente dedicar unos instan-
tes a poner en claro algunos términos. Es importante escla-
recer con precisión a qué me refiero al hablar de grandes
relaciones. No hablo de echar un polvo. Los polvos de una
noche son los kebabs emocionales del mundo de las relacio-
nes: fáciles de conseguir después de que cierren los bares,
pero te hacen sentir fatal durante los siguientes tres días.
No, hablo de encontrar a alguien que me guste de verdad y
a quien quiera conocer más a fondo. Alguien que me haga
reír, que me lea fragmentos de noticias de los periódicos, al
que no le importe salir un momentito a comprarme tampo-
nes, que me deje cortarle el pelo (mal, una sola vez), que se dé
un baño mientras yo estoy sentada sobre la tapa del inodoro

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cortándome las uñas de los pies, o cortándoselas a él. Alguien


al que me apetezca presentarle a mis amigos. No hablo de un
alma gemela. Y soy completamente seria cuando digo que no
creo que haya un alma gemela para mí en Londres.
Si crees que soy demasiado dura y que no les he dado a
los londinenses suficientes oportunidades, o quizá si acabas
de llegar a Londres y estás planteándote realizar el peligro-
so ascenso por la Montaña del Amor Verdadero, te haré un
breve bosquejo de tus opciones. Existen varios caminos can-
sinos y trillados para conocer a un hombre. Los amigos des-
velan de forma inconsciente lo que de verdad piensan de
una trayendo a una cena a «alguien que pensé que te gusta-
ría conocer». En lugar de ponerte al día con el papeleo en
los trayectos en transporte público de casa al trabajo y del
trabajo a casa, puedes sopesar quién sería «el mejorcito de
lo peor» entre los viajeros y flirtear con él (y quedarte para
el arrastre cuando, incluso aunque ninguno te gustara, el
que más te había llamado la atención te rechace con la mi-
rada). ¿Tal vez estés pensando en registrarte en una página
de contactos para conocer a alguien a través de Internet o en
ir a lugares (aunque nunca lo harás) donde deberías encon-
trar a alguien adecuado? Puesto que a lo largo del último
año he probado todas estas opciones, compartiré contigo lo
que he aprendido. Me he sentado a charlar con abogados
belgas en un Starbucks (con la vana esperanza de que fueran
sólo un poquito más interesantes). He tenido escarceos con
las citas por Internet (donde todos los hombres han leído La
guía de Nick Hornby para conocer a las mujeres 2 y son padres

2. Nick Hornby (Surrey, Reino Unido, 1957) es un célebre escritor


contemporáneo, autor de Alta fidelidad, Érase una vez un padre, Cómo ser
buenos y otras novelas en las que analiza la madurez de los hombres bri-
tánicos contemporáneos. Su libro Alta fidelidad fue llevado a la gran pan-
talla, donde John Cusack dio vida al protagonista. (N. de la t.)

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solteros con niños angelicales, pero problemáticos, o con


negocios extravagantes en declive). Y no quiero siquiera
pensar en asistir a otro evento cultural (y conocer a más li-
cenciados en la Guía de Tony Parsons para conocer a las mu-
jeres,3 con sus comentarios inclementes sobre sus ex mujeres
parcialmente camuflados bajo un ingenioso autodesprecio,
el cual a su vez queda momentáneamente ensombrecido por
un conocimiento enciclopédico de las primeras bandas de
punk). Quizá puedas instruirme sobre las clases nocturnas.
La verdad es que yo no he conseguido averiguar si es que
ningún hombre que cumpla los requisitos necesarios tiene
interés en aprender carpintería o es que los cursos están
siempre llenos de mujeres como yo. Tampoco me he apun-
tado a ningún taller religioso o espiritual de 14 semanas de
duración, y no pienso acercarme ni de lejos a ninguna tera-
pia que implique mangueras de jardín, cubos o alfombras
para salpicaduras. No pretendo descubrir el sentido de la
vida. No quiero saber nada de servicios sociales kármicos,
porque de verdad que no siento interés alguno por conocer
a la niña que llevo dentro. Sólo quiero un novio decente. Y,
por descontado, te animo a compartir tus experiencias con
tus amigas, pero hablo muy en serio cuando digo que buscar
un alma gemela, como irse a depilar la línea del bikini, es
algo que una mujer debe hacer sola. Se trata de una empre-
sa egoísta y solitaria en la que no pueden participar todas tus
demás amigas solteras. Cuando nos reunimos varias mujeres
en fase de recuperarnos de una relación rota, conseguir un
novio nuevo es lo último que se nos pasa por la cabeza. En su

3. Tony Parsons (Reino Unido, 1955) es escritor. Junto con Nick


Hornby, es uno de los máximos exponentes del género lad-lit, una litera-
tura protagonizada por hombres en la veintena y la treintena, y, como tal,
se ha convertido en una diana de las feministas. Entre sus novelas desta-
can ¡Socorro, soy padre! y Sólo para ti. (N. de la t.)

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lugar, damos rienda suelta a nuestras miserias, poniendo a


nuestros ex en un altar a base de dar buena cuenta de bote-
llas de vino y patatas fritas de bolsa. No quiero hablar de re-
laciones pasadas. No quiero pasar meses intentando com-
prender qué salió mal. Si tu coche atravesara la mediana de
la autopista, no te pasarías un año enseñándoles a tus ami-
gas fotos de cuando estaba aparcado a buen recaudo a las
puertas de tu casa. Simplemente te lanzarías a la calle y te
comprarías otro. Vuelve a ponerte en el carril de acelera-
ción. Y pisa fuerte.
Pero una está tan ocupada trabajando que no tiene tiem-
po de encontrar a la persona con la que ponerse en ruta. De
modo que recurrimos a los dispositivos para economizar es-
fuerzos del mercado, diseñados para conducirnos al hom-
bre ideal en el menor tiempo posible. Un ejemplo perfecto
de ello son las citas a través de Internet. Parece un método
cómodo, porque una puede quedar a escondidas desde su
mesa de trabajo, durante reuniones laborales o desde casa,
con un abandono coqueto inducido por la ingesta de alco-
hol, a primera hora de un sábado por la mañana. Pero ahí es
donde acaba toda la comodidad, porque, por muy intere-
santes que parezcan sus perfiles y muy guapos que se vean
los futuribles en la foto, hay que saber algo más sobre ellos
antes de decidir si merece la pena citarse. Puedes chatear o
intercambiar correos electrónicos, incluso enviar un par de
mensajes al móvil, y a partir de entonces ya puedes empezar
a hablar por teléfono. El primer contacto físico (es decir, de
oreja a oreja) es la hora de la verdad, porque, por regla ge-
neral, por la voz y la conversación una puede deducir si le
apetece quedar o no. Por desgracia, normalmente una se de-
canta por el no, pero, llegados a este punto, ya existe una
cierta implicación con la persona y encontrar una excusa
para ponerle fin (aunque ni siquiera lo conozcas) es pelia-
gudo (un truco: guárdate un «ex sin resolver» ficticio en la

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manga para estas ocasiones). La esperanza se trueca en cul-


pa cuando una se siente atrapada en un proceso continuo y
agotador de evaluar candidatos, como si estuviera entrevis-
tando a aspirantes a un puesto de trabajo que sabe que nun-
ca obtendrán. Y, entre tanto, son dos horas más al día las
que a una se le van delante del ordenador. Algo tiene que
cambiar. Ya basta de estos parches de relación que, como los
parches de nicotina, engañan a la necesidad, pero sin satis-
facer el deseo. Yo buscaba una relación fantástica, gloriosa,
maravillosa. Si no, ¿qué sentido tiene?
Estaba claro que tenía que ingeniármelas mejor para co-
nocer a mi hombre ideal. Tenía la sensación de haber que-
mado todos los cartuchos en Londres. Quizá era hora de op-
tar por una solución más radical y de mayor calado.
En lugar de viajar para recuperarme del Hombre Equi-
vocado, ¿por qué no viajar en busca del Hombre Ideal? Es-
taba segura de que el destino tenía a alguien para mí ahí
fuera, así que ¿por qué malgastar el tiempo en Londres la-
mentándome cuando podía estar de viaje por el mundo en
plena búsqueda? Me había dedicado en cuerpo y alma a mi
profesión. Quizá era hora de poner el mismo empeño en so-
lucionar mi vida amorosa.
Y así, tras meditarlo mucho, dejé mi empleo en Lonely
Planet. Ahora tenía un nuevo trabajo: encontrar a mi alma
gemela.
Las habilidades empresariales y de gestión que había de-
sarrollado a lo largo de los años iban a resultarme muy prác-
ticas. Realizar programas para la BBC había perfeccionado
mis dotes para la investigación y las entrevistas. Determinar
y dirigir las actividades de publicidad y promoción de Lo-
nely Planet en Europa implicaba diseñar campañas al tiem-
po que embarcaba en un avión tras otro para supervisar lan-
zamientos y formar a personal, además de conceder cientos
de entrevistas y breves discursos en público. Como cualquier

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persona con un cargo de responsabilidad, para poderlo hacer


bien había necesitado crear una red de colaboradores, inves-
tigar, convencer a personas de hacer cosas que no les apete-
cían, gestionar el tiempo, cumplir calendarios, ajustar presu-
puestos y trazar planes.
Estaba convencida de que viajar sería la respuesta a la es-
casez de hombres interesantes en Londres y tenía la espe-
ranza de que mis habilidades profesionales me condujeran
a posibles candidatos, eliminando a los inadecuados, inde-
seados e inestables de entre ellos. Pero ¿por dónde debía
empezar a buscar? No podía sin más bajar de un avión en
otro país y gritar: «Almas gemelas, aquí estoy. Venid a por
mí.» Estaba segura de que el destino tenía reservado para mí
un puñado de hombres (como ya he dicho, creo que tene-
mos más de un alma gemela), pero ¿dónde estaban y quié-
nes eran?
Resolví que el primer paso para responder a estas pre-
guntas era entender quiénes habían sido en el pasado. Si mi
trabajo ahora consistía en encontrar a mi alma gemela, como
para cualquier otro empleo necesitaba actualizar mi currí-
culum. Me dispuse a redactar un currículum de relaciones:
un documento que recogía mi vida emocional y que me per-
mitía analizar en profundidad el tipo de persona por la que
me había sentido atraída en el pasado. En suma, con quién
había salido y cuándo, el papel que había adoptado yo en la
relación y los motivos para dejarla. A partir de esta base de-
bería redactar una descripción del puesto de alma gemela,
esbozando la vacante que buscaba llenar. La labor era de-
masiado ardua para abordarla sola, pero esperaba que mi
red mundial de amigos pudiera serme de ayuda. Si les en-
viaba una descripción del puesto de alma gemela, podían
ejercer de alcahuetes, reenviarla a su propia red mundial de
amigos y conseguirme unas cuantas citas convenientes alre-
dedor del mundo.

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Cuanto más pensaba en ello, más me preguntaba por qué


no lo había hecho antes.
Pues bien, he aquí mi currículum de relaciones:

FECHA :
1984-1985.
PUESTO :
Primer amor.
EMPRESA : William.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Ir a festivales, recorrer la
ciudad de paquete en su moto, manifestarme en Greenham
Common, descubrir la política y perder la virginidad.
CAUSAS DE ABANDONO : Convertirme en prescindible y ser
sustituida por alguien que bebía refrescos con Bacardi.

FECHA : 1985-1989.
PUESTO : Primera relación con convivencia.
EMPRESA : Peter.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Aprender a cocinar, dis-
frutar de un montón de cenas y fiestas, comprar cosas para el
piso, comer los domingos con su familia y comprometerme.
CAUSAS DE ABANDONO: Solicitud de un puesto en el extranjero.

FECHA :
1989-1995.
PUESTO :
Esposa.
EMPRESA : Philip.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES: Ser espontánea y no preo-
cuparme demasiado por el mañana, compartir aventuras, se-
cundar los sueños del otro y decir: «No, Philip, eso es dema-
siado temerario.»
CAUSAS DE ABANDONO : Regreso al Reino Unido.

FECHA :
Enero de 1996.
PUESTO :
Relación de transición.
EMPRESA : Dan.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Beber Jack Daniel’s y es-
tar despierta hasta las tantas, ver películas de Tarantino por un
tubo, escuchar música heavy metal y romper en llantos.
CAUSAS DE ABANDONO : Contrato en prácticas.

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FECHA :
De febrero a junio de 1996.
PUESTO :
Asesora editorial.
EMPRESA : Edmund.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Edmund estaba escri-
biendo un libro. Mi papel era ir a su casa o permanecer al otro
lado del hilo telefónico todas las noches y escuchar lo que ha-
bía escrito ese día. Las críticas no eran bienvenidas: sólo va-
lían la atención y los elogios.
CAUSAS DE ABANDONO : Interrupción de la comunicación.

FECHA :
Agosto de 1996.
PUESTO :
Compañera de aventuras.
EMPRESA : Jason.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Intercambiar historias so-
bre viajes y hablar acerca de los asombrosos lugares en los que
habíamos estado o que ambos queríamos visitar.
CAUSAS DE ABANDONO : Conocí a Jason una semana antes de
que él partiera a recorrer el mundo en bicicleta para la empresa
Pedal the Planet durante cuatro años. Nota: realicé algunos tra-
bajos como freelance para esta empresa durante las navidades.

FECHA : 1997-1998.
PUESTO : Oído y hombro sobre el que llorar.
EMPRESA : Grant.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Escuchar a Grant quejar-
se de su esposa y de lo feliz que estaba de que hubieran roto.
CAUSAS DE ABANDONO : No habían roto.

FECHA :
1999-2004.
PUESTO :
Coco el Payaso.
EMPRESA : Kelly.
PRINCIPALES RESPONSABILIDADES : Pensar que todo era culpa
mía, que era demasiado exigente y neurótica, y que estaba de-
masiado consagrada a mi trabajo; creer que las cosas se arre-
glarían si lograba entender cuál era el problema.
CAUSAS DE ABANDONO : No me apetecía compartir.

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¡Caramba! Escribir mi currículum de relaciones había


sido una experiencia reveladora, pero no me había levanta-
do especialmente el ánimo: me daba la sensación de no ha-
ber mantenido una buena relación en años. Por un instante
me pregunté si no sería mejor olvidarme de romanticismos y
dedicarme a divertirme con mis millones de amigas solteras.
Pero era una idiotez. Mis amigas solteras querían encontrar
una relación tanto como yo misma. Incluso aunque yo me raja-
ra y me quedara soltera no había ninguna garantía de que ellas
hicieran lo mismo (y, por su salud, esperaba que no lo hicie-
ran: deseaba que ellas también encontraran a su hombre ideal).
No, yo quería una buena relación. Echaba de menos esa
conexión íntima con una persona, sentir que yo era el centro
de algo, en lugar de ir dando tumbos por los alrededores.
Pero quería una de esas relaciones felices que una tiene al
principio de su vida amorosa, no una de esas difíciles y de-
vastadoras en las que parecía haberme especializado en los
últimos años. Estaba claro que la descripción del puesto de
alma gemela tenía que estar muy bien perfilada si lo que pre-
tendía era evitar la decepción y el desastre.
En primer lugar, necesitaba determinar el tipo de perso-
na a la que quería conocer. Puesto que mido 1,56 metros, la
altura no era muy importante: lo único que necesitaba era
esa química de salir con alguien que puede rodearte los
hombros con el brazo; quedaba descartado salir con alguien
más bajo que yo. Me gustaría encontrar a alguien afectuoso
sin ser dominante, cosa muy difícil, alguien inteligente, di-
vertido, aventurero y que tuviera amigos propios. Habida
cuenta de que los hombres divorciados tienen un agujero
«con forma de matrimonio» en sus vidas que anhelan llenar
rápidamente y las mujeres solteras tienen un agujero «con
forma de desastre» en su vida que desean mantener vacío el
máximo tiempo posible, lo que no quería era alguien que
me fuera a invadir por completo.

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¿Qué más? Que tuviera interés por la música era un pun-


to a favor, y que le gustara demasiado la tele, un punto en
contra. Soy vegetariana y, aunque no me importa que la gen-
te coma carne, los amantes de los despojos probablemente
quedaban descartados. No me gustan los fumadores (adiós,
Jean Pierre) y, en cambio, desconfío de los abstemios. Los
futuribles no tenían por qué tener una tarjeta de la bibliote-
ca, pero tener algunos libros en la estantería no estaba de
más (la ciencia ficción y la autoayuda no cuentan). No me
importa que un hombre tenga un poco de sobrepeso, pero
un hombre con tetas es un «no rotundo». Los tipos esque-
léticos quedan tachados de la lista: si su cintura es más es-
trecha que mis muslos, no va a funcionar. Me gustan bastan-
te los hombres relajados, pero no quiero ver ni en pintura a
vagos, fumetas o pretendidos poetas (si me apetece ver la
«belleza» en algo, me voy a una tienda de cosméticos Mac,
muchas gracias). Está bien que sean deportistas, pero que
no me pidan que los acompañe a verlos hacer deporte si
llueve.
Dicho todo esto, estaba abierta a todo y no me importa-
ba desafiar mi supuesto tipo de hombre ideal, con la excep-
ción de los hombres con tetas y los que comen despojos:
ésos eran innegociables.
El siguiente paso era reunir a mi red de alcahuetes, inte-
grada por Belinda, Charlotte, Simon, Cath, Ian, Eleanor,
Sara-Jane, Héctor, Jeannette, Jo, la RR. PP. pija Emma, Paula,
Sophie, Madhav, Jill, Matt, Lizzy y Grainne, entre otros. To-
dos ellos eran viejos amigos, ya fueran del sector del turismo
o periodistas que llevaban años trabajando en el extranjero.
Los alcahuetes de esta primera generación tenían todos una
amplia red de contactos y amigos por todo el mundo, que
podían convertirse o bien en posibles citas o bien en alcahue-
tes de segunda o tercera generación. Ya le había contado mis
planes a todo el mundo, pero ahora había llegado el mo-

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mento de enviarles un correo electrónico con los detalles y


ponerlos manos a la obra.

Queridos alcahuetes:
Algunos de vosotros me habéis preguntado qué
tipo de persona quiero conocer y qué quiero ha-
cer en la cita (gracias, Sophie: José, el gran-
jero de ovejas chileno, suena encantador; y Jo,
sí, Jason, el abogado budista de Nueva Esco-
cia, podría ser perfecto). Abajo os incluyo una
descripción del puesto de alma gemela. Os rue-
go que la leáis atentamente. Si encaja con al-
guien soltero que conozcáis en cualquier lugar
del mundo y a quien le gustaría citarse conmi-
go, hacédmelo saber. Repasaré toda la lista de
posibles citas y elegiré las que me parezcan
más prometedoras y encajen con relativa faci-
lidad en un periplo alrededor del mundo. Que-
damos para cenar en mi casa el día 12 para pre-
guntas/lluvia de ideas/concretar.
Os quiere, Jxx

Descripción del puesto de alma gemela

Soy una escritora de 38 años residente en Lon-


dres. He viajado bastante a lo largo de mi vida
y planeo realizar un gran viaje en breve.
Cuando no ando con mi mochila a cuestas su-
biendo y bajando de trenes indios, haciendo
que mi tarjeta de crédito eche humo en Macy’s
o comiendo helados en Italia, me gusta vivir
en Londres. Me gusta leer el periódico tran-
quilamente el domingo y tomar cafés con mis
amigos, además de los espectáculos, los con-

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ciertos y el cine. También me gusta el deporte,


sobre todo correr (aunque no muy lejos ni muy
rápido) e ir en bicicleta (véase «correr»).
Soy mala deletreando, pero cocino bien. Canto
cuando oigo música y siempre olvido enviar las
postales de Navidad hasta el último momento.
Me tomo con bastante calma la mayoría de las
cosas, aunque soy patéticamente competitiva
jugando al póquer.
¿Y qué es lo que busco en un hombre?
Soy bastante alta, con mi escaso metro y
medio, pero lo bastante anticuada como para
querer sentirme como una dama, así que busco a
alguien que mida más de 1,80. ¿Qué más? Bueno,
me gustaría conocer a alguien que me hiciera
sonreír, que me dejara leerle fragmentos de
noticias del periódico, que tuviera unos idea-
les por los que luchar y que me contara cosas
interesantes que desconozca. Me gustaría en-
contrar a alguien que, como yo, pensara que la
vida es corta y que hay que aprovecharla al
máximo; y que, a diferencia de mí, se diera
cuenta de que la televisión no es real y no se
inquietara si Lassie no regresa a casa. Tener
interés por la música y la lectura también
cuenta, y tener ganas de divertirse y vivir
aventuras es esencial.

La respuesta fue instantánea, sobrecogedora y muy re-


confortante: todo el mundo tenía sugerencias e ideas. Quizá
todos mis amigos, competitivos como son, querían demos-
trar a los demás que ellos eran quienes tenían los mejores
contactos, pero creo sinceramente que todo el mundo que-
ría ayudar en serio y creía tener a la persona idónea para mí.

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Empezaron a llegar preguntas. Sophie fue directa al


grano:

¿Quieres acostarte con todos o sólo salir a


cenar/charlar sobre la vida y esas cosas...?
Dímelo, porque influirá en quién anoto en la
lista. Te quiere, S

Si he de ser sincera, me entró un poco el pánico. Mi via-


je ya había sido apodado «La vuelta al mundo en 80 polvos»
por la mayoría de mis amigos. Automáticamente respondí
con un mantra al estilo «Esto no va de sexo, va de amor»,
pero para mis adentros me inquietaba que cada cita fuera a
acabar en un combate de lucha libre.
Emma, mi amiga RR. PP. pija, me telefoneó y me dejó
pasmada al preguntarme si quería tener una cita con un ba-
rón. Así pronunciado, no lograba distinguir la b de la v. Ella
parecía no darse cuenta y me repetía la misma pregunta una
y otra vez. Me dieron ganas de contestarle: «Bueno, sí, es lo
que suelo hacer. Aún no he cambiado de acera.»
A medida que mis alcahuetes se ponían manos a la obra,
se difundió el rumor de lo que estaba haciendo y empezaron
a caer citas. Todas las mañanas, al conectarme a Internet, en-
contraba unos cien correos electrónicos de gente a la que le
apetecía participar en la aventura.
La primera generación de alcahuetes me presentaba a
una segunda generación:

Jennifer, tienes que conocer a Abigail, es la


mujer de más altos vuelos de Nueva York: es
la que corta el bacalao, una auténtica fies-
tera, una compañera de viaje excelente y una
muy, muy buena amiga... Y creo que tiene a la
cita ideal para ti... Ella te contará más...

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Me muero de ganas de saber qué pasa... SJ


xxxxxx

Los alcahuetes de la tercera generación solicitaban acla-


raciones básicas al apuntarse:

¿Tiene que hablar inglés? ¿Te gustaría apuntar-


te a un ménage à trois con un traductor? Hannah,
desde Budapest.

También había quien me daba un baño de realidad sobre


el «reloj biológico y la fertilidad»:

Nota: Dices que no quieres salir con hombres


menores de 30 años. Déjame que te diga tres pa-
labras: «movilidad del esperma». Si sigues en la
carrera de tener un hijo, pongamos, antes de
los 45, necesitarás bichitos con energía y no
a punto de jubilarse. Leslie, desde Moscú

Y otros me obligaban a poner los pies en la tierra:

Éstos son los datos de la dama inglesa de la que


te hablaba: espero que te parezca interesante.
Es una mujer muy agradable, tiene 38 años (pero
en el Reino Unido es muy normal ser mayor y se-
guir soltera)... (Lo leí en la cadena de mensajes
entre Alex y su amigo Beaver de Lituania.)

Al tiempo que mis alcahuetes me buscaban y enviaban


citas, yo seguía sumida en mi búsqueda personal. Pasaba
horas en Internet buscando aquellos lugares o aconteci-
mientos que pudieran dar cobijo a mi alma gemela. Todo
lo relacionado con el amor o con una de mis pasiones te-

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nía cabida, pensé. Rastreé los motores de búsqueda como


una intrépida detective del amor en busca de pistas que
pudieran conducirme a identificar y ubicar a mi hombre
perdido. En algunos casos, las pistas resultaron ser falsas
y atroces. Me gusta mucho el extracto de levadura, por
ejemplo, y pensé que esto me podía hacer compatible con el
hombre que dirigía una página web dedicada a ensalzar sus
virtudes:

Puse en marcha el sitio web dedicado al extrac-


to de levadura porque suelo llevarme un poco al
trabajo los viernes (la empresa para la que tra-
bajo nos da el desayuno, compuesto sobre todo
por bollos, pero también hay tostadas y a veces
nos dan yogur, aunque no tomo la levadura con el
yogur. Sólo los bollos. Y la tostada, si se han
acabado los bollos). Además de comer extracto
de levadura, soy programador de aplicaciones
informáticas para gestión y difusión de infor-
mación a través de Internet...

Por suerte, hubo otras que resultaron más fructíferas,


como descubrir el Puesto de Intercambio de Almas Geme-
las de Costco, uno de los puestos del Burning Man Festival
que se celebra en el desierto de Nevada. No entendía con
exactitud de qué iba la cosa, pero logré sacar en claro que
Costco era una especie de agencia de citas anárquica que fun-
cionaba durante el festival. Su director, Rico Thunder, ac-
cedió a que formara parte de su campamento y trabajara en
el «mostrador principal», a cambio de proveer información
sobre cómo ligar. Estaba convencida de que para cuando
llegara a Nevada, después de atravesar Europa y la costa
Oeste de Estados Unidos, tendría bastantes experiencias
que compartir y, además, pensaba quemar todos los cartu-

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chos a mi alcance para descubrir a mis almas gemelas. Rico


me puso en contacto con un ingeniero de sonido de Seattle
que trabajaba en el ámbito de los deportes televisivos y era
uno de los integrantes del equipo de Costco. Encajaba a la
perfección con mi descripción del puesto de alma gemela.
Su mensaje de correo electrónico decía lo siguiente:

¡La descripción que das la podía haber escrito


yo! ¿Qué me dices de esto?
Me gusta: cocinar, fabricar/reparar coches
(acabo de terminar un Alfa), la música, los
viajes por carretera.
Detesto: hacer ejercicio (pero lo hago), a
la gente rígida, tener frío durante largos pe-
ríodos de tiempo, las bandas reductoras de ve-
locidad.

Finalmente, el tsunami del calendario de solicitud y pla-


nificación de citas me barrió del mapa. Lo único que podía
hacer para gestionar el ingente volumen de correspondencia
era clasificar sin piedad. En el proceso de iniciar la comuni-
cación con los más tentadores y empezar a filtrar a los más
desaconsejables, Europa obtuvo prioridad sobre Estados
Unidos, que a su vez se situó por delante de Australasia.
A grandes rasgos, mi ruta sería la siguiente: Europa, Es-
tados Unidos y Australasia. No era lógica desde el punto de
vista geográfico, pero me permitía asistir a determinados
eventos en fechas concretas y, además (y lo que era más im-
portante), me garantizaba que siempre viajaría a donde hi-
ciera sol. Esto implicaba no pasar frío, no tener que llevar
mucho equipaje y acudir a las citas (los dos) vestidos de la
forma más provocativa. Existen motivos con fundamento
por los que todas las canciones de buenas vibraciones (Sum-
mer Breeze, Summer Lovin’ o Summer of ’69) sitúan la acción

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en el verano, en lugar de en los tristes meses invernales.


¿Quién tiene buen aspecto con los labios cortados y una
bufanda?
Toda la comunicación debía ser vía correo electrónico:
era el único modo de poder llevar un registro de qué le ha-
bía dicho a quién y de responder a mi ritmo, en lugar de a
tiempo real. A la mayoría les pareció bien, pero hubo quien
insistió en que habláramos por teléfono:

No quiero meterte prisa, pero me gusta más ha-


blar que escribir en el ordenador. Llámame si
te apetece al 877 722 **** (gratis desde Esta-
dos Unidos). Si telefoneas desde Canadá u otro
sitio, hazlo al 561 178 ****. Christopher,
Florida

Le di muchas vueltas al tema. No tenía tiempo material


para mantener más de una conversación con cada uno de los
candidatos y estaba claro que no iban a querer hablar sólo
una vez: era inevitable que quisieran saberlo todo de mí,
además de cuándo iba a llegar, durante cuánto tiempo iba a
quedarme y todos los demás detalles de mi viaje. Aún no te-
nía las respuestas a esas preguntas y el estrés de organizar
esta empresa faraónica comenzaba a pasarme factura. Me
alimentaba a base de comidas preparadas y mi aspecto em-
pezaba a deteriorarse justo cuando se acercaba la fase de las
citas y mejor rostro debía ofrecer.
Había trazado una ruta provisional que arrancaría en los
Países Bajos, seguiría a través de Escandinavia, descendería
por la Europa mediterránea, continuaría por Europa central
y acabaría en Estados Unidos. Pero sólo era un primer bo-
rrador, porque, por ejemplo, hasta que Henk, de Amster-
dam, regresara de su viaje de esquí no sabía si estaría libre el
día 27. Si lo estaba, eso implicaba que podría continuar para

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ir a ver a Frank en la frontera con Bélgica y llegar a Barcelo-


na a tiempo para conocer a Carlos antes de que partiera a
dar una conferencia en Rusia:

... aunque me voy a instalar con unos buenos


amigos en San Petersburgo y tal vez te gustaría
unirte a nosotros si vas a estar por allí...

Lo único que necesitaba era que me dieran una respues-


ta definitiva que me permitiera incluirlos o excluirlos de mi
itinerario. A partir de ahí, una vez los tuviera ubicados, po-
día determinar a quién ver a continuación, guiada por el
sentido común. Y ésa era sólo la parte relativa a las citas. Mi
amiga Karin, que trabajaba en la Oficina de Turismo de los
Países Bajos, me brindó una ayuda impagable al solucionar-
me el desplazamiento entre tres citas diseminadas en 400 ki-
lómetros:

He buscado transporte público para ir de Schi-


phol a Efteling y de Efteling a Keukenhof, y
lamento decirte que no tengo buenas noticias...
Tardarás dos horas y media en llegar de Schiphol
a Efteling y tres en desplazarte de Efteling a
Keukenhof. Sabía que no iba a ser fácil, porque
tendrías que utilizar trenes y autocares, pero
no imaginaba que fuera a ser tan engorroso. Co-
ger un taxi no es una alternativa viable, por-
que te saldría muy caro. Pero he pensado que
tal vez podrías alquilar un coche durante dos o
tres días. Tienes el permiso de conducir y
pienso que sería una buena idea. ¿Qué opinas?
Te adjunto información de empresas de alquiler
de coches de Schiphol y Amsterdam. Si te parece
bien la idea, llámalos y pídeles precios. Si

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prefieres usar el transporte público, te puedo


decir exactamente qué trenes y autobuses tie-
nes que coger. No tienes más que pedírmelo.

Me sentía culpable, porque Karin me pedía que tomara


una decisión y yo no lograba más que contestar con vague-
dades y evasivas. El problema es que me solicitaba las mi-
nucias de un solo aspecto de tres citas, mientras yo estaba en
otro sitio, luchando por hacerme una imagen general de to-
dos los aspectos de todas las 80 citas. Era como si los bom-
beros te sacaran de un edificio en llamas y les pidieras que te
devolvieran un libro de la biblioteca cuya fecha de préstamo
había caducado.
Con tantas opciones y nada decidido todavía, comencé a
ser consciente de la magnitud de lo que me traía entre ma-
nos. Empezaba a ponerme un poco nerviosa intentando se-
guir centrada al tiempo que me mostraba optimista y con-
versadora frente a la avalancha de citas potenciales. Sabía
que la compasión no funcionaría («Por favor, ayudadme, me
siento acosada por una infinidad de solteros internacionales
y disponibles que quieren tener una cita conmigo...»), pero,
incluso aunque hubiera sido tan necia como para requerir-
la, en este punto ya no hubiera obtenido la atención de na-
die. Rebosantes de entusiasmo y apoyo, mis alcahuetes ha-
bían iniciado una misión por sí mismos.
Yo había dejado bien claro que quería salir con mi alma
gemela y había explicado con detalle quién podía ser esa
persona. Pero, de repente, mis amigas mujeres estaban me-
nos interesadas en ayudarme a encontrar a mi hombre ideal
y más en ayudarse a sí mismas para convertir en realidad una
fantasía albergada durante largo tiempo. Habían encontra-
do un modo de citarse con «el que podía haber sido».
Las «que podían haber sido» son esas relaciones intensas
y patéticas que, por algún motivo, nunca se ponen en mar-

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cha. Pero, pese a ello, o quizá debido a ello, esas personas


quedan envueltas en un aura de perfección que no hace sino
aumentar con el paso de los años. Un puñado de mis al-
cahuetas (la mayoría, casadas) habían pensado que yo podía
citarme con la persona con la que ellas siempre habían que-
rido salir. Así ellas se quitaban la culpa de encima y, además,
después podía contarles si la cita había sido tan feliz como
ellas siempre habían imaginado que sería.

Jen, yo siempre, siempre, he tenido un flecha-


zo con Paul, pero nunca hemos estado solteros
al mismo tiempo. Eres afortunada: ahora está
libre... Quiero saberlo TODO. Lucinda xxx
PS: Pídele que te lleve a The Dove. Solía-
mos ir allí a tomar unas copas después del tra-
bajo: es un sitio superromántico. Sentaos a
una mesa junto a la ventana. El Chardonnay es
perfecto. Pide pescado.

Otros se habían distraído con su propia idea de la que


sería mi alma gemela, en lugar de partir de la mía: «Creo
que deberías quedar con alguien que trabajara en un circo»,
me dijo Dea con gran convicción, sin mayores explicaciones
y con la mirada ausente. «Ostras, ya lo sé, podrías salir con
un vagabundo», espetó Jo, y luego desvió la mirada sin de-
cir nada, como si se quedara absorta en sus pensamientos.
Estaba claro que necesitaba volver a encauzarlos y sabía
que el único modo de hacerlo era conseguir que compitie-
ran entre sí por proponerme las mejores citas. Envié otro
mensaje electrónico al grupo:

Os estoy muy agradecida por conseguirme contac-


tos tan estupendos. Los favoritos por ahora, que
compiten en igualdad de condiciones, son Paul

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Mansfield y Belinda Rhodes. Eleanor Garland se


quedó rezagada hacia finales de la última se-
mana, aunque empieza a recuperar terreno.
Ya tengo completa la agenda para Norteamé-
rica y Australia. Holanda también pinta bien.
¿Alguien me puede ayudar en Francia, Alemania,
España e Italia? ¿Y qué me decís de Asia: Hong
Kong, Tailandia y Singapur?

Por suerte, mi mensaje propició un diluvio de citas, pero


también desembocó en un nuevo fenómeno: la ansiedad del
alcahuete. Héctor, un amigo periodista del China Daily, me
envió un mensaje desde Pekín, frustrado porque no lograba
conseguirme ninguna cita decente. Sentía que me estaba de-
fraudando como amigo. «Escribe un artículo sobre ello», le
sugerí. «Entrevístame sobre lo que estoy haciendo, incluye
mi descripción del puesto de alma gemela y entonces cual-
quiera que piense que es “él” podrá enviarme un mensaje a
una cuenta de correo electrónico especial que crearé.» So-
brecogida por la desbordante tarea que tenía entre manos y
encomendándola a la pila de «me ocuparé de ello cuando
esté en Australasia», no tardé en olvidarme de esta conver-
sación... hasta transcurridas dos semanas, cuando Héctor tí-
midamente me envió un enlace a la edición de ese día de su
periódico. En portada aparecía una fotografía enorme de
mí, sonriendo con expresión ausente. Bajo ella, el pie de foto
rezaba: ¿HAY ALGÚN HOMBRE EN CHINA DISPUESTO A SATIS-
FACER A ESTA MUJER?
La mayor parte del tiempo que dedicaba a organizar esta
Gira Internacional de la Vergüenza, como había acabado
por apodarla cariñosamente, estaba demasiado absorta para
pensar en ninguna otra cosa. Pero de vez en cuando tenía un
momento de lucidez en el que me planteaba qué debían pen-
sar de mí los demás.

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El día que vi la portada del China Daily fue uno de ellos.


Permanecí sentada delante del ordenador, pasmada y muer-
ta de vergüenza, preguntándome por qué diantres habría
puesto en marcha esta alocada aventura. Sin embargo, cuan-
do empezaron a llegar las respuestas al artículo, volvió a in-
vadirme el frenesí de ocuparme de lo que tenía entre manos
y me dejé de reparos y de análisis desde la distancia.
Había respuestas para todos los gustos, como la que me
envió Tom desde Hong Kong:

Ahora mismo estoy saliendo con alguien, pero


no nos llevamos demasiado bien y, por si acaso
rompo con ella para cuando tú estés aquí, ¿po-
demos mantener el contacto?

O la que me envió Larry, un piloto:

He visto tu fotografía. No eres demasiado gua-


pa y no te peinas con esmero: me gustan las mu-
jeres con ese tipo de confianza en sí mismas y
me encantaría quedar contigo. Pero olvídate de
ir a restaurantes caros y ni te atrevas a ha-
blarles de mí a mis amigos.

O la que me mandó Tan, un empresario:

Me gustaría conocer a una mujer occidental,


por lo distintas que sois de las mujeres asiá-
ticas: tenéis cuerpos más «llenos» y pechos
más voluptuosos. En un país con miles de millo-
nes de personas, usted seguro que destacaría.

Lo cierto es que para entonces se me había ido un poco


de las manos lo de comer comidas preparadas y había en-

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gordado tanto que empezaba a preguntarme si no sería más


fácil saltarme la digestión y pegarme las galletas directamente
a los muslos. Sin embargo, a pesar del aumento de peso, sabía
que carecía de esa preciada voluptuosidad que me conver-
tiría en una embajadora meritoria del Tetudo Occidente.
Y la idea de que mil millones de personas se iban a sentir de-
cepcionadas por mi escote suponía demasiada presión para
hacerle frente en aquel momento.
Me salvé de regodearme en este pensamiento porque una
combinación de fuerza bruta y súplicas quejumbrosas había
logrado por fin concretar mi calendario para Europa. Aún
faltaba mucho por hacer: sabía con quién iba a quedar y
dónde, pero aún no tenía ni idea de dónde me iba a hospe-
dar y, en muchos casos, ni siquiera sabía cómo iba a llegar.
Al final resolví que esto sería algo que iría solucionando so-
bre la marcha.
Había llegado el momento de empezar con las citas.

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