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Hace pocos años, en su peor momento, el tipo deambulaba como un fantasma entre el bullicio de colectivos,
taxis y trenes con destino a Retiro. Caminaba y la gente lo saludaba. Él, arrugado de pies a cabeza, con el
cigarrillo –a veces prendido, a veces apagado– entre los dientes, iba o venía por la calle La Pampa, vestido con
un jogging y una camiseta blanca y verde a rayas de Excursionistas. Pedía monedas. “Cincuenta centavos… Un
peso.” Los que no lo conocían lo observaban sin mirarlo y los del barrio, los que lo querían, lo invitaban a tomar
un café y comer un pebete de jamón y queso, en un bar de Libertador y Echeverría, repleto de mesas de pool. El
hombre de las arrugas era René Houseman, el Loco, ex jugador de River y de Huracán, uno de los delanteros
más habilidosos de la Selección que obtuvo el Mundial de 1978, conocida en ese momento como “El equipo de
todos”. El mismo que hoy es, como ellos mismos lo apodaron a forma de protesta, “El equipo de nadie”.
“Era otra época, ¿viste? Cuando yo jugaba en River, me tomaba unos vinos en la concentración y, cuando
faltaban unos minutos, me hacía el lesionado y pedía el cambio. De paso, los pibes que entraban cobraban el
premio, aunque jugaban un ratito nada más. Del Mundial 78 tengo muchos recuerdos, pero quedamos muy
divididos. Por ejemplo, hace unos años tuve un quilombo familiar y le pedí un centro a Passarella, una ayuda.
Fue demasiado pasado el centro que me tiró Daniel, ni lo vi, me re cagó”, contó Houseman. Las palabras del
Loco –el que más sufrió de todo el plantel luego del retiro– son una muestra de la falta de reconocimiento que
sienten muchos de sus compañeros. Hoy, a 30 años del primer Campeonato del Mundo ganado por la
Argentina, varios de los titulares en la final frente a Holanda, que se jugó el 25 de junio en el Monumental, se
sienten olvidados.
A pocas cuadras de ese estadio, reconstruido para la ocasión, miles de argentinos eran torturados en la Escuela
de Mecánica de la Armada, sobre Avenida del Libertador. Hoy, quienes sobrevivieron a la dictadura cuentan
que los festejos por los goles de Kempes & Cía se escuchaban en cada rincón oscuro de la ESMA. Era una
alegría casi abstracta entre tanto sufrimiento.
La Junta militar, con Videla y Massera a la cabeza, tenía ante sus narices el plan perfecto: Argentina debía
ganar la Copa para mostrar una organización pulcra y admirable –se gastaron cerca de 700 millones de
dólares, una locura– y, de paso, repartir en cada rincón del planeta las imágenes a color de 25 millones de
argentinos felices por semejante logro…
Hoy, César Luis Menotti –que en ese momento tenía una fuerte relación con el Partido Comunista y sufrió
como pocos la presencia de los militares dentro del vestuario– no tiene más que palabras de remordimiento
cuando recuerda su época de entrenador durante ese Mundial: “Fui usado, claro. Pero lo del poder que se
aprovecha del deporte es viejo como la humanidad. Sabíamos que algo pasaba, pero nadie podía imaginarse
que en esas horas se tiraban a los cadáveres al océano”, explicó hace poco en el diario italiano Corriere della
Sera. Y agregó: “Si se hubiera sabido, trabajadores, campesinos, intelectuales, futbolistas habríamos salido a la
calle a pedir que terminase todo esto. Las fotos saludando a los militares nos las volvería a hacer, pero es fácil
hablar ahora.”
Los campeones del 78 marcharon en estos últimos años por caminos bifurcados: por un lado, están los que
triunfaron, los que hoy podrían jubilarse sin problemas y matar el tiempo en picados en plazas o countries de
Pilar. Por el otro, están los que quedaron afuera del circuito, los que trabajan en lavanderías, canchitas de
fútbol 5, gimnasios, los que pasaron por la cárcel o granjas de rehabilitación o los que hoy suman unos pesos en
publicidades bizarras para compañías de comunicación, usando los mini-shorts de aquel Mundial…
Daniel Passarella fue entrenador de River y de la Selección, en la Copa del Mundo de Francia 98. Tiene varios
millones en su cuenta bancaria, hoy es DT-empresario y dirigió en equipos del exterior, en México e Italia.
Desde que terminó el campeonato de 1978, su vida parecía puro éxito, hasta el 18 de noviembre de 1995,
cuando sufrió la muerte de su hijo Sebastián, arrollado por un tren. “Cuando se murió no me tomé el tiempo
necesario para sufrir: pensé que por mi carácter no me iba a caer. Hasta que hice un clic y me di cuenta de que
tenía que sacarme toda esa mierda de adentro”, explicó el Kaiser, el capitán del equipo campeón.
Su amigo del alma, Américo Gallego, fue su mano derecha hasta el Mundial de 1998, cuando decidió cortar el
cordón umbilical después de la caída de ese equipo en los cuartos de final, contra Holanda. Mal no le fue: gritó
campeón dirigiendo a River, Independiente, Newell’s y Toluca, de México. Es el técnico argentino más ganador
en actividad.
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