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Fútbol y dictadura: Mundial 78, campeones del olvido

Posted on julio 3, 2008 by tomasohanian| Deja un comentario

Resentidos por la utilización política de la dictadura, los


futbolistas que se coronaron en el Mundial 78 se lamentan por la falta de reconocimiento. A
treinta años de la final, la mayoría sobrevive lejos de la fama.

Hace pocos años, en su peor momento, el tipo deambulaba como un fantasma entre el bullicio de colectivos,
taxis y trenes con destino a Retiro. Caminaba y la gente lo saludaba. Él, arrugado de pies a cabeza, con el
cigarrillo –a veces prendido, a veces apagado– entre los dientes, iba o venía por la calle La Pampa, vestido con
un jogging y una camiseta blanca y verde a rayas de Excursionistas. Pedía monedas. “Cincuenta centavos… Un
peso.” Los que no lo conocían lo observaban sin mirarlo y los del barrio, los que lo querían, lo invitaban a tomar
un café y comer un pebete de jamón y queso, en un bar de Libertador y Echeverría, repleto de mesas de pool. El
hombre de las arrugas era René Houseman, el Loco, ex jugador de River y de Huracán, uno de los delanteros
más habilidosos de la Selección que obtuvo el Mundial de 1978, conocida en ese momento como “El equipo de
todos”. El mismo que hoy es, como ellos mismos lo apodaron a forma de protesta, “El equipo de nadie”.
“Era otra época, ¿viste? Cuando yo jugaba en River, me tomaba unos vinos en la concentración y, cuando
faltaban unos minutos, me hacía el lesionado y pedía el cambio. De paso, los pibes que entraban cobraban el
premio, aunque jugaban un ratito nada más. Del Mundial 78 tengo muchos recuerdos, pero quedamos muy
divididos. Por ejemplo, hace unos años tuve un quilombo familiar y le pedí un centro a Passarella, una ayuda.
Fue demasiado pasado el centro que me tiró Daniel, ni lo vi, me re cagó”, contó Houseman. Las palabras del
Loco –el que más sufrió de todo el plantel luego del retiro– son una muestra de la falta de reconocimiento que
sienten muchos de sus compañeros. Hoy, a 30 años del primer Campeonato del Mundo ganado por la
Argentina, varios de los titulares en la final frente a Holanda, que se jugó el 25 de junio en el Monumental, se
sienten olvidados.

A pocas cuadras de ese estadio, reconstruido para la ocasión, miles de argentinos eran torturados en la Escuela
de Mecánica de la Armada, sobre Avenida del Libertador. Hoy, quienes sobrevivieron a la dictadura cuentan
que los festejos por los goles de Kempes & Cía se escuchaban en cada rincón oscuro de la ESMA. Era una
alegría casi abstracta entre tanto sufrimiento.
La Junta militar, con Videla y Massera a la cabeza, tenía ante sus narices el plan perfecto: Argentina debía
ganar la Copa para mostrar una organización pulcra y admirable –se gastaron cerca de 700 millones de
dólares, una locura– y, de paso, repartir en cada rincón del planeta las imágenes a color de 25 millones de
argentinos felices por semejante logro…
Hoy, César Luis Menotti –que en ese momento tenía una fuerte relación con el Partido Comunista y sufrió
como pocos la presencia de los militares dentro del vestuario– no tiene más que palabras de remordimiento
cuando recuerda su época de entrenador durante ese Mundial: “Fui usado, claro. Pero lo del poder que se
aprovecha del deporte es viejo como la humanidad. Sabíamos que algo pasaba, pero nadie podía imaginarse
que en esas horas se tiraban a los cadáveres al océano”, explicó hace poco en el diario italiano Corriere della
Sera. Y agregó: “Si se hubiera sabido, trabajadores, campesinos, intelectuales, futbolistas habríamos salido a la
calle a pedir que terminase todo esto. Las fotos saludando a los militares nos las volvería a hacer, pero es fácil
hablar ahora.”
Los campeones del 78 marcharon en estos últimos años por caminos bifurcados: por un lado, están los que
triunfaron, los que hoy podrían jubilarse sin problemas y matar el tiempo en picados en plazas o countries de
Pilar. Por el otro, están los que quedaron afuera del circuito, los que trabajan en lavanderías, canchitas de
fútbol 5, gimnasios, los que pasaron por la cárcel o granjas de rehabilitación o los que hoy suman unos pesos en
publicidades bizarras para compañías de comunicación, usando los mini-shorts de aquel Mundial…
Daniel Passarella fue entrenador de River y de la Selección, en la Copa del Mundo de Francia 98. Tiene varios
millones en su cuenta bancaria, hoy es DT-empresario y dirigió en equipos del exterior, en México e Italia.
Desde que terminó el campeonato de 1978, su vida parecía puro éxito, hasta el 18 de noviembre de 1995,
cuando sufrió la muerte de su hijo Sebastián, arrollado por un tren. “Cuando se murió no me tomé el tiempo
necesario para sufrir: pensé que por mi carácter no me iba a caer. Hasta que hice un clic y me di cuenta de que
tenía que sacarme toda esa mierda de adentro”, explicó el Kaiser, el capitán del equipo campeón.
Su amigo del alma, Américo Gallego, fue su mano derecha hasta el Mundial de 1998, cuando decidió cortar el
cordón umbilical después de la caída de ese equipo en los cuartos de final, contra Holanda. Mal no le fue: gritó
campeón dirigiendo a River, Independiente, Newell’s y Toluca, de México. Es el técnico argentino más ganador
en actividad.

El caso de Ricardo Lavolpe puede sorprender a


algunos despistados. Pocos lo relacionan con el Mundial 78 (era el tercer arquero del plantel); y hasta muchos
creen que el ex DT de Boca y Vélez no es argentino, sino mexicano. En silencio, el Bigotón hizo carrera en
México y hoy es vive como un rey, en su palacio de Monterrey. Aunque pocos coincidan, él cree ser un técnico
ganador y exitoso.
La lista de “los que la hicieron bien” –en realidad habría que definir qué significa “hacerla bien”, ya que hoy
están excluidos del fútbol grande que los tuvo como ídolos de la década del 70– continúa con Osvaldo Ardiles
(se retiró y dirigió en Inglaterra), Daniel Bertoni (ex DT de Independiente y actual panelista de Fox Sports),
Mario Kempes (comentarista de ESPN; dirigió en Indonesia, Albania, Bolivia, Venezuela y Panamá) y Ubaldo
Fillol (instaló un complejo de canchas de fútbol 5 con su nombre, fue técnico de Racing y hoy es entrenador de
arqueros de la Selección mayor). ¿El resto? En la lucha.
Uno de los pilares de aquel equipo campeón del Flaco Menotti fue Alberto Tarantini, un joven defensor de rulos
por los hombros y fama de galán. Hoy el Conejo reparte su tiempo entre Argentina y Estados Unidos, donde
viaja de vez en cuando para dictar conferencias sobre “soccer” en una universidad de Carolina del Norte donde
trabaja su hermano. En el campus, pocos lo conocen (por no decir nadie), pero la frase en la cartelera
“Argentina’s World Cup winner” a veces es tentadora y atrae a varios estudiantes. Hace 12 años, Tarantini
estuvo más de tres meses preso por el famoso “Coppola Gate”, de Samantha, Natalia y la participación especial
de Mauro Viale, en estudios. “Fueron días terribles, me acusaban de ser un narcotraficante, una locura”,
recuerda.
No sólo problemas legales tuvo el ex de Pata Villanueva: desde que hizo el curso de técnico, nunca pudo
ponerse el buzo con la siglas “DT”, aunque, como confiesa, se muera de ganas. “A muy pocos les dieron
posibilidades de dirigir equipos de Primera o de estar cerca de la Selección, a diferencia de lo que pasó con los
campeones del 86. No me preguntes por qué, pero se olvidaron de este plantel, que se rompió el alma y sufrió
cosas muy feas. Los únicos que reconocieron lo que hicimos en ese Mundial fueron los hinchas, la gente común.
Me acuerde de ver, después de ganar la final, gente comiendo el pasto del Monumental… Sinceramente, lo que
digan sobre los militares me importa tres carajos, tres carajos… Los que están en la onda de decir que ese título
lo ganaron los milicos son unos boludos, sólo quieren empañar lo que hicimos, que no fue poco: ganar el
primer Mundial para la Argentina en un momento donde lo que faltaba eran, precisamente, alegrías.
Deberíamos ser héroes en vez de los boludos de turno”, explica con calentura. “Me gustaría dirigir, sentir esa
adrenalina… Hoy, sinceramente, me siento metido en una cajita de algodones”, finaliza el ex jugador de 52 años
que en 1996 estuvo 40 días internado en una granja de recuperación para adictos, por decisión del juez
Bernasconi.
¿Por qué los primeros campeones que tuvo la Argentina, en su mayoría, se encuentran lejos del fútbol? ¿Tuvo
que ver la asociación obligada de ese triunfo a la dictadura? ¿Quedaron pegados? ¿O, simplemente, a esos
jugadores les faltó personalidad e inteligencia para seguir adelante con sus vidas? El diario español El País
publicó, hace unas semanas, una nota sobre ese plantel. El título era: “Los súbditos malditos”.
Un comentario que se escucha hace años en el ambiente del fútbol es que César Menotti no supo “educar” a ese
plantel, a diferencia de lo que sí pudo hacer Carlos Bilardo, entre 1982 y 1990. Nery Pumpido, José Luis Brown,
Oscar Ruggeri, Roberto Sensini, Sergio Batista y Pedro Troglio, todos jugadores de Bilardo y técnicos, son
algunos ejemplos que refuerzan esta teoría.
Leopoldo Jacinto Luque vive en Mendoza y durante la Copa del Mundo sufrió la muerte de su hermano, en un
accidente de tránsito. Hoy trabaja con más de cien chicos en su escuelita de fútbol y, desde comienzos de este
año, es coordinador de la zona de Cuyo de un Centro de Alto Rendimiento, observando jugadores para las
selecciones juveniles de la AFA. “Es lindo volver a vestirse con la ropa de la Selección, después de tanto tiempo
usándola como jugador. La verdad es que estos años no fueron tan simples como creímos cuando ganamos la
Copa. Uno se imaginaba el reconocimiento, el trabajo a futuro, las posibilidades para laburar. Pero no, todo fue
muy jodido. Doy un ejemplo: si hablás con los jugadores de Francia o de Inglaterra de la década del 70, que ni
siquiera son campeones del Mundo, te dicen que cuentan con ayuda económica por haber jugado para su país.
Si quieren, pueden vivir sin trabajar. Nosotros, ni siquiera pedimos eso: ¡queremos trabajar! ¡Pero necesitamos
una chance!”, pide el ex goleador de River.

Con su tradicional bigote, tan cuidado como en


aquella final contra Holanda, el santafesino no intenta buscar culpables, pero sí busca analizar el futuro de ese
plantel. “Éramos jugadores de fútbol, quizás algunos tenían más carácter y otros, menos. Posiblemente los que
no hicimos una carrera importante como técnicos no estábamos preparados o no hicimos todo lo necesario
para serlo. No creo que tenga que ver con los militares. Creo que los que nos tendrían que haber ayudado no lo
hicieron en su momento. Y hasta nos dieron la espalda. Pero no pierdo la esperanza, quizás algún día me
toque”, dice.
“De repente hay gente que tiene miedo de comprometerse y por eso no nos arman una fiesta por los 30 años o
no nos reconocen lo que hicimos o no nos llaman para dirigir en Primera. No sé, quizás está mal visto
apoyarnos”, intenta analizar Omar Larrosa. El ex mediocampista de Boca e Independiente, entre otros, tiene la
“suerte” (como él mismo la describe) de trabajar en las divisiones inferiores del equipo xeneize, aunque hace
algunos años vivía de un estacionamiento que hoy ya no existe. “Lo que gano en Boca me alcanza para vivir. No
tiro manteca al techo, pero aunque sea estoy cerca del fútbol y puedo enseñar las cosas que aprendí.
Igualmente creo que esa era otra época. Nosotros éramos jugadores de fútbol y nada más. Hoy para ser
entrenador necesitás otros contactos, hacer relaciones públicas, buscarte un representante. Mirá si nosotros
nos íbamos a meter en semejante boludez”, se ríe Larrosa que, ante la falta de trabajo en el país, tuvo que irse a
dirigir a Malasia.
Otro campeón del mundo que tuvo que emigrar fue Jorge Mario Olguín (56 años recién cumplidos), recordado
como uno de los mejores marcadores de punta derechos de la historia del fútbol argentino. Y también lo hizo a
un fútbol de tercer nivel: primero Japón; después, Costa Rica. Luego de un tiempo en un fútbol “donde no
pasaba nada”, Olguín decidió volver a Buenos Aires con la esperanza de conseguir trabajo. Lo encontró, pero
lejos del fútbol: abrió una joyería en Palomar y hoy es dueño de un lavadero de ropa. “Volví hace tres años, con
la intención de trabajar acá, pero fue imposible, me encontré con un círculo armado para que no entrara nadie
nuevo. Se me hizo muy complicado llegar a un dirigente y por eso no dirijo desde que volví al país”, explica.
Hace tres meses Olguín inauguró una escuela de fútbol en Ituzaingó y da clases en el gremio de los técnicos.
“Nos han cortado la posibilidad de trabajar. Los dirigentes, principalmente. No sé cuál es la idea que tienen
sobre nosotros, pareciera que hay un manto negro que nos cubre a casi todos. Cuando intenté volver a dirigir
me decían que no tenía experiencia. ¿No tengo experiencia? Dirigí acá, dirigí afuera, jugué dos Mundiales, gané
uno. No, acá algo raro tiene que haber”. Su carrera como técnico cayó en picada: Argentinos Juniors, Colón,
Almagro, Deportivo Español, Avispa Fukuoka (Japón), Deportivo Saprissa, Club Santa Barbara y Alajuelense,
de Costa Rica.

Oscar Ortiz jugó en la Selección desde 1975 hasta


1979, pero es la excepción a la regla. Desde su gimnasio en el barrio de Caballito explica que nunca quiso ser
técnico de fútbol ni observador de jugadores, ni representante. Aunque son cerca de las 12 del mediodía, acaba
de despertarse. Cuando lo llamamos para hacer la nota, explicó: “Hagamos las fotos a la mañana, como a las
doce y media. Antes no, que seguro estoy durmiendo.” Su día comienza en su local, donde toma mates y
comparte medialunas con quienes, entre pesas y abdominales, no creen que esas calorías de más sean un
pecado. “El fútbol de hoy no me va, por eso estoy trabajando en una escuela, enseñándoles el abecé a pibes más
chicos que todavía no tiene la cabeza quemada por este deporte. Los códigos que hay en el fútbol actual han
hecho que pierda interés. Por las cosas que veo, los manejos que hay por ahí… No, no podría estar más de una
semana cerca de esa gente”.
Durante junio de 1978, en pleno Mundial, los jugadores argentinos debían someterse a revisaciones y cacheos
constantemente, lo mismo sus familiares, quienes dejaron de visitar en varias oportunidades la concentración
por el trato que recibían. Tanto Ortiz, como el resto de sus compañeros, se ofuscan cuando escuchan la palabra
“militares”. “Lamentablemente todavía algún periodista estúpido sigue preguntándome si algún día vamos a
poder limpiar el nombre del equipo. Cuando se jugó el Mundial de España, en 1982, también se estaban
matando chicos en Malvinas y se mezclaban los comunicados de guerra con los resultados de los partidos. ¿Y si
ese Mundial se ganaba con Maradona? ¿Iban a decir que también estaba arreglado? Acá nadie dejó de hacer
cosas, nadie cerró sus fábricas, nadie salió a protestar a Plaza de Mayo. Nosotros en ese momento seguimos
jugando a la pelota, que era lo único que sabíamos hacer y lo que nos daba plata para nuestras familias. El país
no se paró. Por favor, no nos olvidemos de eso. Yo no odio a los militares de esa época, el odio no es buen
consejero. Con no olvidar creo que es suficiente. Supongo que eso nos marcó para toda la vida.”
Ortiz es un tipo de clase media, que no se da lujos. “Es así, no me sobra nada, pero trato de vivir bien. No me
interesa tener más cosas de las que tengo. Disfruto de mis hijos y tengo dos nietos hermosos. Pero nunca tuve
intención de tener cosas materiales, vengo de una familia bastante humilde y estoy acostumbrado. Nosotros no
veíamos la guita que ven los jugadores de ahora. Y, además, hoy por hoy, no sé si tener dinero es bueno o malo.
Prendés la televisión y ves muertos, secuestros, hay muchos problemas de seguridad. Prefiero estar al margen,
aunque confieso que a veces es triste ir por la calle y que nadie te reconozca, nadie sepa quién sos”.
Otros jugadores que integraron el plantel la siguen peleando. Héctor Baley (fue arquero suplente de Fillol) es
director de deportes de la Municipalidad de Córdoba pero nunca pudo dirigir en Primera; el año pasado, Rubén
Galván, ex volante de Independiente, tuvo que esperar ocho meses un transplante de riñón y estuvo muy grave
luego de que le detectaran una cirrosis incurable (hace un tiempo, como si fuera poco, había perdido su local de
ropa deportiva); Daniel Killer –defensor, fue suplente durante todo el Mundial– también le puso el cartel de
clausurado a sus canchas de fútbol 5.
En 2003, cuando se cumplió un cuarto de siglo desde aquella conquista, se realizó un partido homenaje con el
fin de ayudar a los que más lo necesitaban. Parte de la recaudación fue a sus bolsillos. No fue demasiado, sólo 7
mil personas le entregaron esa tarde un poco de tibieza al Monumental. Hoy esa plata ya no alcanza, claro. Y el
reconocimiento, pedido a gritos como si se tratara de los goles del Matador Kempes, tarda en llegar. Van 30
años.
Nota publicada en la revista Brando, número 33

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