BREVE CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICA DE LA REVISTA DE
SALA
por Alejandro Kohl
Últimamente, he escuchado reiteradas menciones acerca de la necesidad
de reinstaurar las “revistas de sala” como recurso para mejorar la calidad de la asistencia. Creo -efectivamente-, que se trata de un instrumento útil para ese fin, pero dudo que se lo pueda implementar adecuadamente sin garantizar al mismo tiempo la existencia de otros factores institucionales que la justifiquen. Con el fin de ampliar la discusión al respecto, quiero hacer llegar a los lectores una reflexión a partir de la historia, donde podrán apreciar las circunstancias a las cuales se asoció la aparición y el auge de las revistas de sala en la primera mitad del siglo XX. Como se podrá ver, el recurso no consistió inicialmente en nada parecido a una disposición administrativa, sino en una práctica propia de una cultura hospitalaria vinculada a la medicina clínica.
En primer lugar, cabe recordar el cambio abismal ocurrido en la atención
de la enfermedad a principios del mencionado siglo. Hasta poco antes, la asistencia al enfermo había consistido simplemente en su aislamiento y reclusión para recibir cuidados generales en un contexto caritativo hegemonizado por los religiosos. A principios de la década de 1880, el espacio hospitalario comenzó a ser reclamado por los médicos. Los hospitales se empezaron a transformar a partir de la primera década del siglo de simples reclusorios en espacios para el diagnóstico y tratamiento de los asistidos. La difusión en ellos de la clínica médica y algunos años después, la incorporación de los avances provenientes de la gran revolución tecnológica que se estaba desarrollando en Europa, impactaron contundentemente en la transformación de las prácticas. Esto fue viabilizado por la creación de la Asistencia Pública en 1883, organismo municipal destinado a centralizar las instituciones de salud. A partir de 1892 y ya en la segunda década del siglo XX, numerosos hospitales se habían creado e incorporado a ella.
Este cambio tuvo importantes consecuencias para los médicos de la
época quienes no habían poseído hasta entonces un espacio propio. Las instituciones donde ejercían anteriormente los subordinaban y acotaban sus prácticas de acuerdo con criterios ajenos a la profesión. Fuera del consultorio particular, habían encontrado como única posibilidad el ejercicio en instituciones como la Sociedad de Beneficencia o las mutualidades, donde se los hallaba en escaso número y casi siempre en calidad de empleados, en virtud de lo cual sus criterios chocaban generalmente con restricciones provenientes de intereses, costumbres o simples prejuicios de sus mandantes. Por el contrario, el estamento médico comenzaría a desplegar sin restricciones y activamente su propio concepto de la función asistencial dentro de los hospitales públicos. Surgieron en este nuevo contexto ideas, creencias, rituales, etc., tendientes a reafirmar esa cultura institucional y a reproducirla a través de la enseñanza. Se constituyó así un modus vivendi que permitía dar coherencia al orden naciente. Si de acuerdo con las reiteradas quejas de los médicos, en las instituciones de la Sociedad de Beneficencia sus criterios quedaban subordinados a concepciones ajenas a la ciencia propias de las damas dirigentes y en las mutualidades se los explotaba pagando por debajo de sus expectativas, en las instituciones municipales en cambio, la ciencia encontraba el campo más apropiado para su desarrollo. Pese a que la mayor parte de los médicos municipales trabajó ad honorem hasta 1936 -año de promulgación de la ley Dickmann que estableció las partidas presupuestarias para el pago de honorarios-, la pertenencia a estas instituciones reportaba mucho más que beneficios materiales.
Los médicos aseguraron su dominio y permanencia en dichas
instituciones a partir de la práctica de la disciplina que articula el medio hospitalario con el paciente, es decir, la clínica médica. Ella poseía desde principios de siglo además de un objetivo técnico, una función ideológica cuyos beneficios recaían principalmente sobre los mismos profesionales que la desempeñaban. Su ejercicio permitía a cada uno de ellos identificarse con sus pares a partir de un conjunto común de prácticas, ideas, rituales y creencias generadoras de sentido y tendientes a consolidar bajo el dominio del estamento el espacio institucional ganado así como a garantizar la propia permanencia en él mediante la formación de las nuevas generaciones de médicos. Es posible precisar históricamente el proceso. La generación sobre la que recayó la condición fundante de la práctica institucional coincide con la de los higienistas discípulos de Rawson. Si Penna, Coni y otros readecuaron o crearon hospitales, tanto ellos mismos como otros médicos de su misma generación, se convirtieron en los padres de las nacientes especialidades clínicas en el país, lo cual tuvo lugar principalmente en el espacio hospitalario de la Asistencia Pública. No quiere esto decir que antes no existiera la medicina clínica en el país, sino que Güemes, Ayerza, Chávez y Sicardi, fueron reconocidos como “padres de la clínica” en estas circunstancias. Ellos lideraron el proceso por el cual se estableció la hegemonía por parte del estamento médico en el espacio hospitalario público. Por su intermedio y por primera vez, los médicos en su conjunto -y no sólo algunos de ellos-, encontraban un espacio donde imponer un criterio propio respecto de sus prácticas, sus concepciones científicas y además, sus creencias. Consigno las fechas de nacimiento de algunos de estos médicos y el hospital donde se desempeñaron, a los efectos de ilustrar el carácter generacional del fenómeno: Luis Güemes (1856) y Abel Ayerza (1861) en el Hospital de Clínicas, Francisco Sicardi (1856) y Julio Méndez (1858) en el San Roque, José Penna (1855) en el Muñiz, Domingo Cabred (1859), en el Hospicio de las Mercedes, Cecilia Grierson (1859), fue la primera mujer con título médico en el país y fundo la primera escuela de enfermeras y masajistas en el marco de la municipalidad, etc.
En la articulación de la clínica con el espacio hospitalario cobró particular
relevancia el culto a las personalidades destacadas. La referencia principal en el discurso de la época se orienta hacia las importantes personalidades de la clínica y no a la clínica en sí. En realidad, el culto a la personalidad implicaba mucho más que la valoración de las capacidades técnicas: implicaba una jerarquización de la figura humana del médico que permitiera a cada uno integrar por identificación con el maestro la vida profesional en su conjunto. Se desarrolló así una expresión del culto al personalismo propia de un contexto nacional donde otras expresiones de la misma índole tomaban forma (pienso principalmente en el personalismo irigoyenista). Se trataba de personalidades integradoras de identidad, de verdaderos apóstoles en torno a los cuales se desplegaba un ritual aglutinante equivalente al que años antes algunos de ellos, durante su formación, habían vivenciado cuando se nucleaban en torno de los grandes maestros franceses a la hora de las lecciones semanales, o de la diaria revista de sala. Ellos transplantaron estas costumbres a la Argentina, las cuales resultaban solidarias de la implantación de la clínica médica. Quedaba establecido así un modo de vida institucional donde se conjugaban nítidamente el dominio hospitalario con el pedagógico. En el marco de esta cultura de raíz francesa cabe mencionar también los polémicos bailes del practicantado que tuvieron lugar cada Día de la Primavera, entre 1914 y 1924. Nos han quedado de ellos, además de muchas anécdotas de época, sendos tangos de los cuales el más recordado es “el Once”.
A partir de la difusión posterior de otros paradigmas médicos como la
infectología y la fisiología, la clínica médica fue cediendo espacio hasta quedar postergada frente a otros medios diagnósticos en las últimas décadas. Con ella decayó el modelo hospitalario aquí expuesto. La revista de sala perdió su significado al desaparecer el contexto que le dió sentido. Es dificil predecir si ella encontrará nuevas circunstancias que justifiquen su existencia nuevamente, pero si algo puede asegurarse es que siempre estará ligada a la presencia de grandes maestros y al atractivo que ofrezcan sus enseñanzas; de otro modo, consistirá en un simple acto burocrático y representará una carga para quienes tengamos que sobrellevarla.