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Estas enigmáticas palabras del Libro del Esplendor, texto de capital importancia en
la tradición mística judía, escrito en la España del final de la Edad Media, más que
introducir a nuestro tema de reflexión, prefiguran su epílogo.
Si fuera cierto que los que saben no hablan y que los que hablan no saben, y fuera
aún más cierto que de lo que no se puede hablar (el misterio) más vale guardar silencio,
entonces un genuino discurso metafísico tendría que abarcar muy pocos renglones.
El título de esta breve conferencia requiere, más que una justificación, una
disculpa1. Bien cierto que los más románticos o los más idealistas pueden (o podemos)
seguir pensando en un diálogo fructífero, en un acercamiento, en una colaboración entre
Oriente y Occidente. Ahora bien, mi más sincera disculpa ante ustedes es por el
atrevimiento de hablar de un tema (la sabiduría) que obviamente supera con creces mis
posibilidades de comprensión, discernimiento y exposición.
Me consuela recordar las palabras de Santo Tomás de Aquino, quien afirmaba que
la inexactitud respecto de las más elevadas cuestiones es ciertamente preferible a la
precisión acerca de asuntos de poca importancia.
De todos modos me atrevo a decirles que puede que me haya encontrado con dos
sabios en mi vida (otros me habrán pasado desapercibidos, por mi torpeza): uno, muy
instruido, tenía una risa portentosa y un gran sentido del humor (de Jacob Boehme, autor
por el que siento predilección, me dijo textualmente y entre enormes carcajadas que era “un
grandísimo hereje”). El otro, carente de estudios, tenía una mirada extraordinaria, acorde
con su nombre (Lucio), un sentimiento algo órfico de la vida y me enseñó, durante la única
hora que compartimos, en medio de la sierra del Urbión, entre Covaleda y Duruelo (Soria),
que los antiguos “todo lo hacían de corazón”. Han pasado muchos años y no olvido a estas
dos personas, ni las circunstancias que rodearon su encuentro.
1
Aunque no ignoro mi atrevimiento, quisieran reivindicar, humildemente pero con convicción, el
intento de acercar la filosofía a lo que aún podemos llamar (con las debidas matizaciones) sabiduría,
sugerir la dimensión sapiencial de la primera. Muy cierto que ello pertenece más a la tradición del
pasado y no pretendemos tampoco ignorar la evolución del pensamiento moderno. Se trata tan sólo de
una propuesta inclusiva, sin obviar las diferencias, arriesgada también. Karl Jaspers incluyó en su
peculiar historia de los grandes filósofos a hombres como Buda, Nagarjuna, Jesús y Lao-Tsé. Y
sabemos que no ignoraba que ninguno de ellos basó sus enseñanzas tan sólo o ante todo en la razón.
El entre quiere sugerir que no privilegiamos un ámbito cultural sobre otro, ni ponemos sólo la
sabiduría en un lado. Raimon Pánikkar suele decir que él (de padre hindú y madre catalana) no es
“medio occidental y medio oriental”, sino completamente lo uno y lo otro. Como tampoco supongo
que se considera medio cristiano y medio budista. Aunque muchos no lo entiendan, pienso que
reivindica el pleno derecho a ser y sentirse las dos cosas (y puede que algunas más).
Hablaremos, pues, de la sabiduría con temor y temblor, sin dogmatismos, sin
certezas absolutas, como alguien que indaga o que va de camino, como quien busca.
Recuerdo ahora una conferencia del profesor Isidoro Reguera, una conferencia
precisamente sobre Schopenhauer, que viene al caso, y aquí será citado, por realizar una
original simbiosis entre Platón y Kant, de un lado (filosofía occidental) y Buda y el
Vedânta, de otro (filosofía oriental). Pues bien, preguntado por una joven al final de su
exposición acerca de si creía o no en un Dios personal, el profesor le contestó rotundamente
que no, pero añadió, con igual fuerza y sinceridad, al cabo de un instante: “¡pero le busco!”.
La sabiduría es esa ciencia, ese saber que se busca, como ya dijera Aristóteles, para
quien toda virtud, ya sea intelectual o moral se resume últimamente en la sabiduría: bien
aquella que es la unión de la ciencia, del saber demostrativo, y de la intuición de los
primeros principios, bien ésta otra que llamamos sabiduría práctica y que también
conocemos con el hombre de prudencia.
La filosofía es como una llama que enciende otra llama, es pasión por el
conocimiento. Como alguien dijo: “¡aquel que ha sido condenado o tocado por Dios para
ser filósofo!”. Implica esa ardua, enorme tarea del pensar, de pensar con radicalidad,
honestamente, abiertamente, tensando el lenguaje tanto más cuanto que no se puede
disponer de la exactitud y fiabilidad de otras ciencias (proverbialmente la matemática, la
ciencia más simple, en palabras de Ernesto Sábato). Alfred North Whitehead lo dijo
bellamente al indicar que “la filosofía es el intento de expresar la infinitud del universo con
los términos limitados del lenguaje”. Cuando algunos, como el profesor alemán Reinhard
Lauth, definen la filosofía como aquella actividad espiritual y libre que aspira al
conocimiento acabado, completo o sistemático, de los principios del todo de la realidad, de
la realidad globalmente considerada, nosotros pensamos que apunta demasiado alto. Es
verdad que habla sólo de aspiración y no del cumplimiento (éste último tendría que ver más
con la sabiduría, en todo caso). Pero además ¿toda la realidad se deja abarcar y sistematizar
conceptualmente? ¿Es lo real reductible a cualquier forma de homogenización?
Hay un proverbio turco, que parece un trabalenguas, que juega con las
combinaciones entre saber y no saber. Que hay gran diferencia entre saber que no se sabe
(la sensatez de Sócrates, la docta ignorancia de Cusa y tantos otros) y creer saber lo que se
ignora. El proverbio viene a decir:
“El que sabe y no sabe que sabe, está dormido. Hay que despertarle.
El que no sabe y sabe que no sabe es un ignorante. Tenemos que instruirle.
El que no sabe y no sabe que no sabe es un necio. Mejor ignorarle.
Pero el que sabe y sabe que sabe, es un sabio. Conviene seguirle”.
¿Y qué sabe el sabio? Se sabe a sí mismo, conoce su alma y, por ello, al universo y
a los dioses. Lo que implica una forma de cordura que parte del sentido común y culmina
en la percepción de la especificidad y la singularidad. Recordamos ahora un bello relato
jasídico, que recoge Martin Buber:
“Rabí Pinjás citaba a menudo las palabras: «El alma del hombre le enseñará»3, y
las subrayaba agregando: «No existe hombre que no sea incesantemente instruido por su
alma».
Uno de sus discípulos preguntó: «Si eso es así, ¿por qué los hombres no obedecen
a su alma?».
«El alma enseña constantemente» -explicó rabí Pinjás-, «pero no se repite jamás»”.
También podemos evocar aquellas palabras de Lao Tsé: cuando personas sensatas
y prudentes oyen hablar del tao, afinan el oído y ponen en práctica lo que escuchan; cuando
personas en parte instruidas, en parte ignorantes, oyen hablar del tao, sólo parcialmente
comprenden y a medias lo viven; cuando los necios oyen hablar del tao, se ríen a
carcajadas. Esta risa no afecta al tao; no puede ser de otra manera. La sabiduría a veces
parece locura. Igual que lo mejor es enemigo de lo bueno, la altura o profundidad producen
vértigo. Quizás por ello el poeta William Blake escribiera que no se entra al palacio de la
Heráclito la considera la mayor virtud y la asocia a decir la verdad y actuar conforme a la naturaleza,
escuchándola (fr. 112).
La interdependencia universal, la unidad de todo, la armonía profunda más allá de los conflictos y
de las divisiones..., he aquí el objetivo y el contenido de la sabiduría, lo que permite vincular a
Heráclito, y en general pensamiento presocrático, con doctrinas orientales antiguas como el taoísmo
chino o el Vedânta de la India. Mas aquí brota, espontánea e hiriente, la paradoja: ¿cómo si el Logos
es común a todo y a todos, los hombres no lo ven ni viven de acuerdo con él? Acudamos una vez más
a las palabras del propio filósofo: los hombres no comprenden el logos eterno (la palabra eterna,
creadora, podríamos añadir), viven como en sueños, en la apariencia, apartándose de él por su
incredulidad: “no comprenden después de haber oído y se parecen a los sordos. A ellos se aplica el
proverbio: «presentes, están ausentes»” (cf. frag. 34).
3
Palabras atribuidas a Rabí Meír, que fue un importante maestro de la primera época talmúdica.
sabiduría sin una pizca de locura. Esa locura divina o theia mania, que se nos describe en el
Fedro platónico, propia de los hombres daimónicos, que experimentan o reciben los cuatro
dones: la inspiración, la adivinación, la capacidad de sanar y la capacidad de querer.
Bueno será ya, para no alargarnos, intentar un esbozo de lo que pudiera ser una
persona sabia, de lo que acaso acompañe y caracterice a esta cualidad.
En primer lugar, decir que entendemos la sabiduría como el arte de vivir, lo que la
asociaría con el amor a la vida. Vivir es la tarea del ser humano en este mundo (Hörderlin).
Es verdad, amamos el conocimiento y amamos la investigación porque amamos la vida y
queremos ser con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco (Aristóteles). Para
intentar hacer de la vida algo hermoso, con sencillez, sin mayores pretensiones, mas con la
determinación firme de perseguir la realización propia y el beneficio de los demás.
“Vivimos para entregar la vida –escribe Rumi-, otra razón no hay”. Amor a la vida que
procura llevarse bien con la vida misma, “estar bien con la vida”, como viene a sugerirnos
Nietzsche cuando comenta su idea del eterno retorno. A pesar de todo, pues la vida también
consiste en aprender padeciendo, verdad esencial en la tragedia griega.
Les invito a que vean el último de los sueños de Akira Kurosawa, el octavo, en la
película del mismo nombre. Allí se nos propone una mirada sobre la vida y la muerte (así
como una reflexión sobre nuestra relación con la naturaleza) que dista mucho de ser la que
hoy prevalece en Occidente.
El mundo, como la rosa del poeta, es sin porqué; su fundamento es sin porqué. Tal
vez por eso, muchos son capaces de amar aún sin saber de dónde venimos ni adónde vamos.
El misterio, en efecto, no es cómo el mundo sea, sino que sea (Wittgenstein).
Sabe el sabio dotar de sentido a las cosas. Esta es una característica que nos parece
esencial. Sabe que necesitamos sentirnos bien, sentirnos queridos, sentir elevación en
nuestras vidas. Jung, el principal discípulo de Freud, solía referirse a la relación entre el
alcohol y el espíritu. Spiritus, etimológicamente, significa tanto la droga dañina cuanto la
experiencia más elevada o centrada. El Ersatz, el sustituto de ésta última, conduce a los
desatinos que bien conocemos4. Sólo quien ignore el lenguaje de los símbolos puede
extrañarse de esta ambivalencia.
Por eso, conciliar divisiones, superar ambigüedades, armonizar los opuestos parece
ser la tarea del sabio. Éste quiere integrar las tres dimensiones de la persona: la física, la
psíquica y la espiritual. Dicho de otra manera: lo animal o instintivo (donde arraiga el
mundo que podemos llamar de las entrañas), lo propiamente humano (que correspondería a
ese mundo intermediario donde, en relación con el conocer, la imaginación conecta
sentidos e intelecto) y lo supraindividual, lo que nos trasciende o pudiera trascendernos -por
ello es más difícil verlo- (el ángel, el espíritu o la divinidad). Cuerpo, palabra y espíritu,
siendo éste análogo al vacío, que no podemos ver ni señalar, pero precisamente aquél en el
que nos movemos y existimos5.
Son palabras de un poeta, las de San Juan de la Cruz, quien escribió, por cierto,
que la sabiduría nunca es sin amor: “Nunca da Dios sabiduría mística sin amor, porque el
mismo amor la infunde”.
Por eso hay que referirse a la sabiduría no sólo como capacidad especial de
interpretación y discernimiento, sino también como sensibilidad, delicadeza y finura de
4
Y en relación con el sentido, al propio Jung le gustaba referirse a sus conversaciones con su viejo
amigo Lago azul de montaña. Un indio pueblo que le explicaba cómo ellos, con su vida, con la
práctica de sus ritos y de su religión, ayudaban cada día al sol (“a su gran padre el sol”) a levantarse y
seguir su curso en el cielo. Dirán ustedes, ¡qué ingenuidad! Pero Jung añadía que envidiaba el
profundo sentido de la vida que implicaba aquella creencia. Por lo demás, acaso no tan disparatada,
según luego incidentalmente indicaremos.
5
Un símbolo que reúne esta síntesis de tres elementos es el de Sagitario.
percepción (acaso lo más propio del poeta) y como el coraje de denunciar toda forma de
injusticia (recordemos que, para Aristóteles, la justicia era reflejo, en el ámbito de la polis,
del orden del mundo). Si se calla el cantor...
Finalmente, tengamos en cuenta que la sabiduría más humana pudiera estar basada
en la piedad, en la compasión. Aquí coinciden, entre otros muchos, Schopenhauer, María
Zambrano, el budismo y probablemente también Confucio, para quien la virtud más alta
(jen, en chino) era la cordialidad, tener un corazón grande6. Zambrano decía que la piedad
es saber tratar con lo otro: con lo diferente, con lo lejano, con lo que no nos es afín o
incluso nos contradice. “Busca en todo tu contrario, que es tu complementario”, escribía
don Antonio Machado. Y tal vez por eso el sabio vence el mal, no le resiste, no lucha con
sus armas, no le teme tampoco. Puede actuar con la no acción (wu wei, en la filosofía
taoísta) y desentenderse de los frutos de ésta (como enseña la Bhagavad Gita, libro capital
del hinduismo y capítulo central de la famosa epopeya que lleva por título el Mahabarata)7.
Acaso la sabiduría que estamos torpemente diseñando tenga más que ver con la
ortopraxis que con la ortodoxia, esto es, bastante más que ver con una vida buena que con
un catálogo de presuntas verdades. Nada nos parece más contrario al sabio que el
intransigente (sea o no erudito), el que sólo sabe pensar en una dirección, el que lo tiene
todo aprendido, el inflexible en sus puntos de vista. “Sé flexible y te mantendrás recto”,
escribe Lao Tsé en ese libro admirable que es el Tao te Ching. Por sus obras se conoce a la
persona, que no por sus doctrinas. No negamos la posible verdad, más entendemos que ésta,
de serlo, es siempre mucho más grande y hermosa que nuestra capacidad para aprehenderla.
Igual que el fanatismo es lo más opuesto al genuino misticismo, la sutil sabiduría no se deja
apresar por el dogmatismo, no es doctrinaria. La letra ahoga al espíritu.
6
Jen. Esta palabra, etimológicamente, es una combinación del signo para designar “ser humano” y
también “dos”. Así, denomina la relación ideal que deben tener las personas. Aunque suele traducirse
por bondad, benevolencia y amor, tal vez lo que mejor la define sea “cordialidad humana”.
Jen era para Confucio la virtud de las virtudes, implicando las mejores capacidades humanas. Para
la persona noble, vale más incluso que la vida.
Se trata de un sentimiento de humanidad hacia los otros y de respeto por uno mismo, un profundo
sentido de la dignidad y el valor de la vida. Como perfección de lo humano (Confucio decía no
haberla encontrado encarnada completamente en nadie a lo largo de su vida) no es fácil hablar de ella,
pero implica otras muchas virtudes: diligencia infatigable, en los deberes y tareas públicos, así como
cortesía, generosidad, empatía y capacidad de “medir los sentimientos de otros según los propios”.
Expresada negativamente, es la célebre sentencia llamada “regla de plata”: “No hagas a otros lo que
no te gustaría que te hagan a ti”. Positivamente, se podría decir que “la persona de jen, deseando
afirmarse a sí misma, busca también la afirmación de los demás” y esta amplitud de corazón no
conoce fronteras, pues sabe que “dentro de los cuatro mares todos los hombres son hermanos”.
7
Pasividad esencial que algunas “ortodoxias”, demasiado activas y poco contemplativas en el fondo,
estarían tentadas de rechazar como quietismo. Gandhi, por ejemplo, fomentaba la no violencia, pero
no abogaba por la mera “pasividad”. La injusticia debe ser denunciada siempre y el valor puede
asociarse con la astucia. No parece, de todos modos, problema sencillo de resolver, mas puede ayudar
el darse cuenta de que también el poder se dice de muchas maneras.
8
Sapientibus est enim non curare de nominibus, dice el proverbio medieval: es propio de los sabios
no preocuparse por las palabras. Diríamos más: no preocuparse por nada. Si Heidegger vio la esencia
del ser humano en el cuidado, así como en la temporalidad, el sabio pierde su cuidado, se abandona.
Se parece más al niño que juega.
El gran poeta portugués Fernando Pessoa escribió que la inconsciencia es el
fundamento de la vida, y que si el corazón pudiera pensar se pararía. En efecto, sabemos
que el pensamiento, a elevadas dosis, paraliza o ralentiza la acción. No se puede negar,
tampoco, una vinculación entre el mucho saber y la melancolía (“el que aumenta sus
conocimientos aumenta sus padecimientos”; “en mucha sabiduría hay aflicción”... Esto
afirma el sabio hebreo, aquel que hablaba de la vanidad y las vanidades). Podemos apreciar
aquí otra de las muchas paradojas que ofrece nuestro tema. En todo caso, nos inclinamos a
pensar que también la felicidad, criterio de la sabiduría para muchos, parece ir asociada a
cierta bendita forma de inconsciencia... Y a la capacidad de aprender a desaprender.
Si la sabiduría no fuese más que un hermoso sueño, nos quedaríamos con su valor
y utilidad para la vida de aquel en quien se produce. Las ilusiones compartidas no son
menos reales y el sueño desentraña parcelas de la psique. Pero es que habría, además, que
recordar a quien tal cosa objetara, que nuestra vida está tejida con la trama de los sueños
(Shakespeare).
El secreto nos parece el istmo que separa los dos océanos, el de arriba y el de
abajo. Es el límite, la frontera. “No me rendiré hasta encontrar el punto de confluencia de
los dos mares”, hace decir en el Corán Mahoma a Moisés (cf. 18, 60). Ahí donde dos se
hacen uno, allí se da el milagro. Y la paz, en este batallar de la vida, pues, como bellamente
expresara Leonardo da Vinci, “cuando el amante está junto al amado, allí se descansa”.
Escribe Rumi:
(Rubayat)
“Dios es inefable; más fácilmente decimos lo que no es que lo que es”. “¿Qué
diremos, pues, de Dios? Si lo que vas a decir lo comprendes, no es eso Dios; si pudiste
comprenderlo, comprendiste otra cosa en lugar de Dios”9.
9
Cf. Enarr. in Ps., 85, 12, y Serm., 52, 6, 16.
Pero un filósofo sugirió una vez que Dios es todo aquello que libera y engrandece
el corazón humano. Y Roger Garaudy solía comentar que debíamos trabajar por un mundo
en el que decir “Dios” signifique decir que la vida tiene sentido.
Hay que dormirse arriba en la luz, si bien conviene estar despierto abajo en la
oscuridad.
Dormirse arriba en la Luz, preciosa metáfora de Claros del bosque, ese libro tan
especial de la pensadora María Zambrano, a quien ya hemos citado varias veces.
Quiero terminar con una parábola budista, tomándome la libertad de contarla como
la recuerdo y como la siento:
En una gran peregrinación de miles de personas a Buda, a una de sus más célebres
estatuas, coincidieron dos personas. La primera, monje muy experimentado y avanzado,
que pensaba rozar la perfección y librarse de este modo del ciclo de las transmigraciones o
reencarnaciones, tenía una pregunta para Buda: “¿Lograré acaso el nirvana, la iluminación
y la liberación? Y de ser así, ¿cuándo acontecerá esto?”. “Sí, hijo mío, alcanzarás la
iluminación dentro de cinco existencias”, obtuvo por respuesta. Se marchó triste, cabizbajo,
con pesar en su corazón por tener que renacer.