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Filosofía y sabiduría: entre Oriente y Occidente

“Vivimos en la corteza de la realidad y raramente alcanzamos su


núcleo...
Ningún hecho acontecido en el mundo permanece aislado de su
contexto universal...
El misterio no está lejos de nosotros, sino que nos envuelve”,
pues “el mundo no subsiste sino por el secreto” (Cf. Zohar, 3,
128).

Estas enigmáticas palabras del Libro del Esplendor, texto de capital importancia en
la tradición mística judía, escrito en la España del final de la Edad Media, más que
introducir a nuestro tema de reflexión, prefiguran su epílogo.

Si fuera cierto que los que saben no hablan y que los que hablan no saben, y fuera
aún más cierto que de lo que no se puede hablar (el misterio) más vale guardar silencio,
entonces un genuino discurso metafísico tendría que abarcar muy pocos renglones.

Con frecuencia encontramos, en los diferentes Diálogos de Platón, la expresión:


“las cosas bellas son difíciles”. Y antes que él, Heráclito de Éfeso, uno de primeros
filósofos griegos, afirmaba de manera similar, pues aludía a la búsqueda del verdadero
conocimiento, que “los que buscan oro cavan mucho y encuentran poco” (cf. frag. 22). Pues
bien, es algo ciertamente hermoso, pero no menos problemático, lo quisiera proponer ahora
a su atención y consideración: qué podemos entender hoy por sabiduría.

El título de esta breve conferencia requiere, más que una justificación, una
disculpa1. Bien cierto que los más románticos o los más idealistas pueden (o podemos)
seguir pensando en un diálogo fructífero, en un acercamiento, en una colaboración entre
Oriente y Occidente. Ahora bien, mi más sincera disculpa ante ustedes es por el
atrevimiento de hablar de un tema (la sabiduría) que obviamente supera con creces mis
posibilidades de comprensión, discernimiento y exposición.

Me consuela recordar las palabras de Santo Tomás de Aquino, quien afirmaba que
la inexactitud respecto de las más elevadas cuestiones es ciertamente preferible a la
precisión acerca de asuntos de poca importancia.

De todos modos me atrevo a decirles que puede que me haya encontrado con dos
sabios en mi vida (otros me habrán pasado desapercibidos, por mi torpeza): uno, muy
instruido, tenía una risa portentosa y un gran sentido del humor (de Jacob Boehme, autor
por el que siento predilección, me dijo textualmente y entre enormes carcajadas que era “un
grandísimo hereje”). El otro, carente de estudios, tenía una mirada extraordinaria, acorde
con su nombre (Lucio), un sentimiento algo órfico de la vida y me enseñó, durante la única
hora que compartimos, en medio de la sierra del Urbión, entre Covaleda y Duruelo (Soria),
que los antiguos “todo lo hacían de corazón”. Han pasado muchos años y no olvido a estas
dos personas, ni las circunstancias que rodearon su encuentro.

1
Aunque no ignoro mi atrevimiento, quisieran reivindicar, humildemente pero con convicción, el
intento de acercar la filosofía a lo que aún podemos llamar (con las debidas matizaciones) sabiduría,
sugerir la dimensión sapiencial de la primera. Muy cierto que ello pertenece más a la tradición del
pasado y no pretendemos tampoco ignorar la evolución del pensamiento moderno. Se trata tan sólo de
una propuesta inclusiva, sin obviar las diferencias, arriesgada también. Karl Jaspers incluyó en su
peculiar historia de los grandes filósofos a hombres como Buda, Nagarjuna, Jesús y Lao-Tsé. Y
sabemos que no ignoraba que ninguno de ellos basó sus enseñanzas tan sólo o ante todo en la razón.
El entre quiere sugerir que no privilegiamos un ámbito cultural sobre otro, ni ponemos sólo la
sabiduría en un lado. Raimon Pánikkar suele decir que él (de padre hindú y madre catalana) no es
“medio occidental y medio oriental”, sino completamente lo uno y lo otro. Como tampoco supongo
que se considera medio cristiano y medio budista. Aunque muchos no lo entiendan, pienso que
reivindica el pleno derecho a ser y sentirse las dos cosas (y puede que algunas más).
Hablaremos, pues, de la sabiduría con temor y temblor, sin dogmatismos, sin
certezas absolutas, como alguien que indaga o que va de camino, como quien busca.
Recuerdo ahora una conferencia del profesor Isidoro Reguera, una conferencia
precisamente sobre Schopenhauer, que viene al caso, y aquí será citado, por realizar una
original simbiosis entre Platón y Kant, de un lado (filosofía occidental) y Buda y el
Vedânta, de otro (filosofía oriental). Pues bien, preguntado por una joven al final de su
exposición acerca de si creía o no en un Dios personal, el profesor le contestó rotundamente
que no, pero añadió, con igual fuerza y sinceridad, al cabo de un instante: “¡pero le busco!”.

La sabiduría es esa ciencia, ese saber que se busca, como ya dijera Aristóteles, para
quien toda virtud, ya sea intelectual o moral se resume últimamente en la sabiduría: bien
aquella que es la unión de la ciencia, del saber demostrativo, y de la intuición de los
primeros principios, bien ésta otra que llamamos sabiduría práctica y que también
conocemos con el hombre de prudencia.

El filósofo, normalmente, cuando oye hablar de sabiduría se pone en guardia; mira


al conferenciante o al interlocutor con una mezcla de curiosidad y recelo. Está justificada
esta sospecha, como tendremos ocasión de esbozar aquí.

La filosofía es como una llama que enciende otra llama, es pasión por el
conocimiento. Como alguien dijo: “¡aquel que ha sido condenado o tocado por Dios para
ser filósofo!”. Implica esa ardua, enorme tarea del pensar, de pensar con radicalidad,
honestamente, abiertamente, tensando el lenguaje tanto más cuanto que no se puede
disponer de la exactitud y fiabilidad de otras ciencias (proverbialmente la matemática, la
ciencia más simple, en palabras de Ernesto Sábato). Alfred North Whitehead lo dijo
bellamente al indicar que “la filosofía es el intento de expresar la infinitud del universo con
los términos limitados del lenguaje”. Cuando algunos, como el profesor alemán Reinhard
Lauth, definen la filosofía como aquella actividad espiritual y libre que aspira al
conocimiento acabado, completo o sistemático, de los principios del todo de la realidad, de
la realidad globalmente considerada, nosotros pensamos que apunta demasiado alto. Es
verdad que habla sólo de aspiración y no del cumplimiento (éste último tendría que ver más
con la sabiduría, en todo caso). Pero además ¿toda la realidad se deja abarcar y sistematizar
conceptualmente? ¿Es lo real reductible a cualquier forma de homogenización?

La filosofía tiene muchos usos, se ocupa de muchas cosas, es enormemente rica y


multiforme. Hay una filosofía de la biología, de la economía, de la cultura, de la política, de
la religión, de la ciencia... de todo aquello que interesa y concierne al ser humano. ¿Por qué
no puede haber una filosofía de la sabiduría? En rigor, no existe la filosofía, sino muchas
filosofías y muchos filósofos. Y, si hacemos caso a Fichte, el gran idealista alemán de
principios del siglo XIX, “todos los filósofos tienen razón en lo que afirman, mas se
equivocan en lo que niegan”. El primero de ellos, mejor dicho el que primero se
autodenominó filósofo (Pitágoras) ya quiso, por modestia o lo que fuera, distinguirse de los
sabios.

Una distinción, que nos parece importante, se impone desde el principio: la


sabiduría (sofía) no ha de confundirse con erudición, con conocer muchas cosas
(polymathia). Lo avisaba Heráclito2. Ahora bien, el filósofo es ávido sabiduría, como
2
En Heráclito de Éfeso, filósofo presocrático al que nos referíamos al inicio de esta charla, en los
fragmentos que de su obra se los han conservado, podemos claramente rastrear el tratamiento del tema
que nos ocupa. Para él el verdadero conocimiento tiene un carácter sellado y como impenetrable, por
lo que es preciso saber buscarlo y saber esperarlo. La sabiduría sería de origen divino y tendría que
ver con los misterios: “la morada de los hombres que no alberga el conocimiento, pero la del dios lo
posee” (leemos en el fragmento 78). Las opiniones humanas nada tienen que ver con la sabiduría y
son comparadas a un juego de niños (cf. fr. 70).
Aparece por tanto la sabiduría como “separada de todo” (cf. fr. 108) o aparte, más allá de todo, y
parece establecerse ya en Heráclito una incipiente distinción entre filosofía y sabiduría, distinción que
dudamos él fijara nítidamente, pero que se ha abierto camino con el paso de siglos. Así cuando
escribe que el filósofo ha de conocer muchas cosas, pero que la sabiduría no consiste en la erudición
(polymathia) (cf. frags. 35 y 40).
¿Entonces, en qué consiste, podemos preguntar? Y contesta el viejo filósofo: sólo en esto, “en
conocer la inteligencia (logos, en griego) que todo lo gobierna a través de todas las cosas” (frag. 41).
magistral e insuperablemente lo describe Platón en el conocido pasaje del Banquete, donde
lo asocia al Eros, al daimon o ángel del Amor, si tal comparación se nos permite:

De alguna manera es “pobre”, “duro y seco”, “descalzo y sin casa”, “compañero


inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre” [Penia, la Pobreza]. “Pero,
por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo
bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de
sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un
formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que
en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere,
pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre [Poros, que representa la
Abundancia]. Mas lo que consigue –continúa Platón- siempre se le escapa, de suerte que
Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y
la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea
ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por
otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto
precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni
inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar
necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar” (Simp., 203, c – 204 a).

Hay un proverbio turco, que parece un trabalenguas, que juega con las
combinaciones entre saber y no saber. Que hay gran diferencia entre saber que no se sabe
(la sensatez de Sócrates, la docta ignorancia de Cusa y tantos otros) y creer saber lo que se
ignora. El proverbio viene a decir:

“El que sabe y no sabe que sabe, está dormido. Hay que despertarle.
El que no sabe y sabe que no sabe es un ignorante. Tenemos que instruirle.
El que no sabe y no sabe que no sabe es un necio. Mejor ignorarle.
Pero el que sabe y sabe que sabe, es un sabio. Conviene seguirle”.

¿Y qué sabe el sabio? Se sabe a sí mismo, conoce su alma y, por ello, al universo y
a los dioses. Lo que implica una forma de cordura que parte del sentido común y culmina
en la percepción de la especificidad y la singularidad. Recordamos ahora un bello relato
jasídico, que recoge Martin Buber:

“Rabí Pinjás citaba a menudo las palabras: «El alma del hombre le enseñará»3, y
las subrayaba agregando: «No existe hombre que no sea incesantemente instruido por su
alma».
Uno de sus discípulos preguntó: «Si eso es así, ¿por qué los hombres no obedecen
a su alma?».
«El alma enseña constantemente» -explicó rabí Pinjás-, «pero no se repite jamás»”.

También podemos evocar aquellas palabras de Lao Tsé: cuando personas sensatas
y prudentes oyen hablar del tao, afinan el oído y ponen en práctica lo que escuchan; cuando
personas en parte instruidas, en parte ignorantes, oyen hablar del tao, sólo parcialmente
comprenden y a medias lo viven; cuando los necios oyen hablar del tao, se ríen a
carcajadas. Esta risa no afecta al tao; no puede ser de otra manera. La sabiduría a veces
parece locura. Igual que lo mejor es enemigo de lo bueno, la altura o profundidad producen
vértigo. Quizás por ello el poeta William Blake escribiera que no se entra al palacio de la
Heráclito la considera la mayor virtud y la asocia a decir la verdad y actuar conforme a la naturaleza,
escuchándola (fr. 112).
La interdependencia universal, la unidad de todo, la armonía profunda más allá de los conflictos y
de las divisiones..., he aquí el objetivo y el contenido de la sabiduría, lo que permite vincular a
Heráclito, y en general pensamiento presocrático, con doctrinas orientales antiguas como el taoísmo
chino o el Vedânta de la India. Mas aquí brota, espontánea e hiriente, la paradoja: ¿cómo si el Logos
es común a todo y a todos, los hombres no lo ven ni viven de acuerdo con él? Acudamos una vez más
a las palabras del propio filósofo: los hombres no comprenden el logos eterno (la palabra eterna,
creadora, podríamos añadir), viven como en sueños, en la apariencia, apartándose de él por su
incredulidad: “no comprenden después de haber oído y se parecen a los sordos. A ellos se aplica el
proverbio: «presentes, están ausentes»” (cf. frag. 34).
3
Palabras atribuidas a Rabí Meír, que fue un importante maestro de la primera época talmúdica.
sabiduría sin una pizca de locura. Esa locura divina o theia mania, que se nos describe en el
Fedro platónico, propia de los hombres daimónicos, que experimentan o reciben los cuatro
dones: la inspiración, la adivinación, la capacidad de sanar y la capacidad de querer.

María Zambrano escribió de manera honda y sugerente, en un importante capítulo


de su libro El hombre y lo divino, acerca de la condenación aristotélica de los Pitagóricos.
(Sabemos que Platón alude frecuentemente a estos filósofos llamándoles sabios). Vendría a
cerrarse así, con el dictamen del estagirita, el camino a una manera de pensar cercana a la
música, a la poesía y a la religión. Es bien sabido que Aristóteles no gustaba de las
metáforas de su maestro, ni tampoco, seguramente, de su excesivo misticismo. De todos
modos, para ser justos, no olvidemos que quien, en su Ética a Nicómaco, escribiera que
“hay algo divino en todas las cosas”, afirmó también en cierta ocasión, como recuerda
Carlos García Gual, que conforme se iba haciendo viejo estimaba también más los antiguos
mitos.

Bueno será ya, para no alargarnos, intentar un esbozo de lo que pudiera ser una
persona sabia, de lo que acaso acompañe y caracterice a esta cualidad.

En primer lugar, decir que entendemos la sabiduría como el arte de vivir, lo que la
asociaría con el amor a la vida. Vivir es la tarea del ser humano en este mundo (Hörderlin).
Es verdad, amamos el conocimiento y amamos la investigación porque amamos la vida y
queremos ser con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco (Aristóteles). Para
intentar hacer de la vida algo hermoso, con sencillez, sin mayores pretensiones, mas con la
determinación firme de perseguir la realización propia y el beneficio de los demás.
“Vivimos para entregar la vida –escribe Rumi-, otra razón no hay”. Amor a la vida que
procura llevarse bien con la vida misma, “estar bien con la vida”, como viene a sugerirnos
Nietzsche cuando comenta su idea del eterno retorno. A pesar de todo, pues la vida también
consiste en aprender padeciendo, verdad esencial en la tragedia griega.

Ahora bien, y no se extrañen, el sabio no tiene miedo a la muerte, porque la muerte


no es nada para los que la conocen. Que vida y muerte están hermanadas y que la una nace
de la otra (Heráclito). El final de la Ética de Spinoza creemos que apunta en la misma
dirección: el hombre libre no piensa en la muerte. Epicuro lo decía de otra manera, también
sensata. Recuerdo ahora aquel relato, seguramente jasídico (el Jasidismo fue un
movimiento espiritual muy significativo entre los judíos de la Europa oriental durante el
siglo XVIII), en el que un anciano rabino pregunta a un niño que camina con una vela:
“¿De dónde viene esa luz?” el niño le mira un momento a los ojos, apaga la vela de un
soplo y le contesta: “Dime tú adónde se ha ido y te diré de dónde vino”.

Les invito a que vean el último de los sueños de Akira Kurosawa, el octavo, en la
película del mismo nombre. Allí se nos propone una mirada sobre la vida y la muerte (así
como una reflexión sobre nuestra relación con la naturaleza) que dista mucho de ser la que
hoy prevalece en Occidente.

La vida es eterna y el que lo sabe, que no se identifica necesariamente con su


individualidad, acepte o no acepte la transmigración (curiosamente el budismo la afirma
negando al mismo tiempo que exista un sujeto de la misma), contempla tranquilo el curso
de las cosas, sus cíclicas transformaciones, más allá del miedo, más allá incluso de la
humana esperanza.

El mundo, como la rosa del poeta, es sin porqué; su fundamento es sin porqué. Tal
vez por eso, muchos son capaces de amar aún sin saber de dónde venimos ni adónde vamos.
El misterio, en efecto, no es cómo el mundo sea, sino que sea (Wittgenstein).

Sabe el sabio dotar de sentido a las cosas. Esta es una característica que nos parece
esencial. Sabe que necesitamos sentirnos bien, sentirnos queridos, sentir elevación en
nuestras vidas. Jung, el principal discípulo de Freud, solía referirse a la relación entre el
alcohol y el espíritu. Spiritus, etimológicamente, significa tanto la droga dañina cuanto la
experiencia más elevada o centrada. El Ersatz, el sustituto de ésta última, conduce a los
desatinos que bien conocemos4. Sólo quien ignore el lenguaje de los símbolos puede
extrañarse de esta ambivalencia.

Por eso, conciliar divisiones, superar ambigüedades, armonizar los opuestos parece
ser la tarea del sabio. Éste quiere integrar las tres dimensiones de la persona: la física, la
psíquica y la espiritual. Dicho de otra manera: lo animal o instintivo (donde arraiga el
mundo que podemos llamar de las entrañas), lo propiamente humano (que correspondería a
ese mundo intermediario donde, en relación con el conocer, la imaginación conecta
sentidos e intelecto) y lo supraindividual, lo que nos trasciende o pudiera trascendernos -por
ello es más difícil verlo- (el ángel, el espíritu o la divinidad). Cuerpo, palabra y espíritu,
siendo éste análogo al vacío, que no podemos ver ni señalar, pero precisamente aquél en el
que nos movemos y existimos5.

Espiritualizar el cuerpo y corporeizar el espíritu, sin olvidar el elemento mediador.


La “triunidad” de la persona –si se nos permite la expresión- nos libra del peligro de todos
los dualismos.

Probablemente tenía razón Nietzsche cuando hablaba de una sabiduría de la tierra,


aquella que transforma la sangre y el espíritu o, como dijera Cervantes, aquella que
pretende llevar un poco de luz a la sangre, pues saber que no se encarna no pasa de mera o
elegante academia. Dicho con todos los respetos: se queda en la cabeza, no llega al corazón.
“De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con
sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu” (palabras que Nietzsche pone en boca
de Zaratustra).

Saber de integración, pues, la sabiduría, que experimenta la dulzura (saber como


sabor) de una nueva y genuina inocencia. Que comienza con un desapego, de lo exterior, de
lo artificioso, de lo innecesario y culmina, según algunos, en un desapego mayor todavía: el
del ego, el de los bienes espirituales, el de la propia voluntad:

“Si quieres saberlo todo, no quieras saber algo en nada.


Si quieres serlo todo, no quieras ser algo en nada.
Si quieres poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”.

Son palabras de un poeta, las de San Juan de la Cruz, quien escribió, por cierto,
que la sabiduría nunca es sin amor: “Nunca da Dios sabiduría mística sin amor, porque el
mismo amor la infunde”.

Saber también de aceptación, de no pretender interferir torpemente en el natural o


necesario curso de las cosas. Aceptación de lo que en nuestra vida pudiera haber de destino
(grandes filósofos, como Spinoza y Leibniz hablaron de esto). Pero conciencia, al mismo
tiempo, de la interdependencia y la intercomunicación. Al afirmar que todo está enlazado,
como en una áurea cadena, coinciden mentalidades tan diferentes como el chamán indio
americano y el propio Leibniz, pensador de una grandeza en buena medida hoy ignorada. El
sabio cree (¿ingenua maravilla?) que puede incidir con su porción de libertad en el orden
dinámico del mundo. Incluso se ha escrito que el sabio domina a los astros, a las
potencias..., esto es, es artífice de su propio destino o influye, de alguna manera, en el
destino. Trabaja por la armonía, que es unidad en la multiplicidad (Leibniz). Si encima uno
cree en la Providencia, ya tiene tres ideas tremendas que armonizar o conciliar: destino,
libertad y don sobrenatural.

Por eso hay que referirse a la sabiduría no sólo como capacidad especial de
interpretación y discernimiento, sino también como sensibilidad, delicadeza y finura de

4
Y en relación con el sentido, al propio Jung le gustaba referirse a sus conversaciones con su viejo
amigo Lago azul de montaña. Un indio pueblo que le explicaba cómo ellos, con su vida, con la
práctica de sus ritos y de su religión, ayudaban cada día al sol (“a su gran padre el sol”) a levantarse y
seguir su curso en el cielo. Dirán ustedes, ¡qué ingenuidad! Pero Jung añadía que envidiaba el
profundo sentido de la vida que implicaba aquella creencia. Por lo demás, acaso no tan disparatada,
según luego incidentalmente indicaremos.
5
Un símbolo que reúne esta síntesis de tres elementos es el de Sagitario.
percepción (acaso lo más propio del poeta) y como el coraje de denunciar toda forma de
injusticia (recordemos que, para Aristóteles, la justicia era reflejo, en el ámbito de la polis,
del orden del mundo). Si se calla el cantor...

Finalmente, tengamos en cuenta que la sabiduría más humana pudiera estar basada
en la piedad, en la compasión. Aquí coinciden, entre otros muchos, Schopenhauer, María
Zambrano, el budismo y probablemente también Confucio, para quien la virtud más alta
(jen, en chino) era la cordialidad, tener un corazón grande6. Zambrano decía que la piedad
es saber tratar con lo otro: con lo diferente, con lo lejano, con lo que no nos es afín o
incluso nos contradice. “Busca en todo tu contrario, que es tu complementario”, escribía
don Antonio Machado. Y tal vez por eso el sabio vence el mal, no le resiste, no lucha con
sus armas, no le teme tampoco. Puede actuar con la no acción (wu wei, en la filosofía
taoísta) y desentenderse de los frutos de ésta (como enseña la Bhagavad Gita, libro capital
del hinduismo y capítulo central de la famosa epopeya que lleva por título el Mahabarata)7.

Acaso la sabiduría que estamos torpemente diseñando tenga más que ver con la
ortopraxis que con la ortodoxia, esto es, bastante más que ver con una vida buena que con
un catálogo de presuntas verdades. Nada nos parece más contrario al sabio que el
intransigente (sea o no erudito), el que sólo sabe pensar en una dirección, el que lo tiene
todo aprendido, el inflexible en sus puntos de vista. “Sé flexible y te mantendrás recto”,
escribe Lao Tsé en ese libro admirable que es el Tao te Ching. Por sus obras se conoce a la
persona, que no por sus doctrinas. No negamos la posible verdad, más entendemos que ésta,
de serlo, es siempre mucho más grande y hermosa que nuestra capacidad para aprehenderla.
Igual que el fanatismo es lo más opuesto al genuino misticismo, la sutil sabiduría no se deja
apresar por el dogmatismo, no es doctrinaria. La letra ahoga al espíritu.

Se comprenderá así, si no estamos completamente equivocados, que el sabio “no


tenga ideas”, como explica bellamente François Jullien, porque no se identifica con
ninguna, porque no toma partido por unas ideas frente, o contra, otras. Lo que no quiere
decir, obviamente, que no tenga discernimiento, que no sea capaz de valorar. Pero no juzga,
no quiere atrapar la realidad con los conceptos, ni discute por las palabras 8, pues el juicio
suele implicar prejuicios o reduccionismos: bien difícil es captar la totalidad (como pedía
Platón), que no se nos escape ningún detalle importante o significativo.

Creemos que, si la filosofía puede ser entendida como el amor a la sabiduría,


también puede serlo como la sabiduría del amor. Amar una sola cosa (¿la única necesaria?),
pero tan esencial que en ella caben todas. En esto consiste, para Kierkegaard, la pureza del
corazón.

6
Jen. Esta palabra, etimológicamente, es una combinación del signo para designar “ser humano” y
también “dos”. Así, denomina la relación ideal que deben tener las personas. Aunque suele traducirse
por bondad, benevolencia y amor, tal vez lo que mejor la define sea “cordialidad humana”.
Jen era para Confucio la virtud de las virtudes, implicando las mejores capacidades humanas. Para
la persona noble, vale más incluso que la vida.
Se trata de un sentimiento de humanidad hacia los otros y de respeto por uno mismo, un profundo
sentido de la dignidad y el valor de la vida. Como perfección de lo humano (Confucio decía no
haberla encontrado encarnada completamente en nadie a lo largo de su vida) no es fácil hablar de ella,
pero implica otras muchas virtudes: diligencia infatigable, en los deberes y tareas públicos, así como
cortesía, generosidad, empatía y capacidad de “medir los sentimientos de otros según los propios”.
Expresada negativamente, es la célebre sentencia llamada “regla de plata”: “No hagas a otros lo que
no te gustaría que te hagan a ti”. Positivamente, se podría decir que “la persona de jen, deseando
afirmarse a sí misma, busca también la afirmación de los demás” y esta amplitud de corazón no
conoce fronteras, pues sabe que “dentro de los cuatro mares todos los hombres son hermanos”.
7
Pasividad esencial que algunas “ortodoxias”, demasiado activas y poco contemplativas en el fondo,
estarían tentadas de rechazar como quietismo. Gandhi, por ejemplo, fomentaba la no violencia, pero
no abogaba por la mera “pasividad”. La injusticia debe ser denunciada siempre y el valor puede
asociarse con la astucia. No parece, de todos modos, problema sencillo de resolver, mas puede ayudar
el darse cuenta de que también el poder se dice de muchas maneras.
8
Sapientibus est enim non curare de nominibus, dice el proverbio medieval: es propio de los sabios
no preocuparse por las palabras. Diríamos más: no preocuparse por nada. Si Heidegger vio la esencia
del ser humano en el cuidado, así como en la temporalidad, el sabio pierde su cuidado, se abandona.
Se parece más al niño que juega.
El gran poeta portugués Fernando Pessoa escribió que la inconsciencia es el
fundamento de la vida, y que si el corazón pudiera pensar se pararía. En efecto, sabemos
que el pensamiento, a elevadas dosis, paraliza o ralentiza la acción. No se puede negar,
tampoco, una vinculación entre el mucho saber y la melancolía (“el que aumenta sus
conocimientos aumenta sus padecimientos”; “en mucha sabiduría hay aflicción”... Esto
afirma el sabio hebreo, aquel que hablaba de la vanidad y las vanidades). Podemos apreciar
aquí otra de las muchas paradojas que ofrece nuestro tema. En todo caso, nos inclinamos a
pensar que también la felicidad, criterio de la sabiduría para muchos, parece ir asociada a
cierta bendita forma de inconsciencia... Y a la capacidad de aprender a desaprender.

No queremos negar nada de esto, como no pretendemos diluir o edulcorar las


aporías. Afirmamos, sencillamente, que acaso quepa la posibilidad del milagro de unir, de
armonizar, el corazón y la cabeza. La inteligencia, el sentimiento y la acción; la intuición, la
palabra y la vida. De otro modo: símbolo, concepto e iluminación.

Creemos, en efecto, que la hondura y plenitud de la alegría, incluso en este mundo,


es señal de la persona realizada y sabia. Un aura sencilla, natural, pero intensa, constante,
que se renueva sin cesar. El Maestro Eckhart solía decir que tendría motivos para
avergonzarse si su alma no fuese más joven cada día.

Si la sabiduría no fuese más que un hermoso sueño, nos quedaríamos con su valor
y utilidad para la vida de aquel en quien se produce. Las ilusiones compartidas no son
menos reales y el sueño desentraña parcelas de la psique. Pero es que habría, además, que
recordar a quien tal cosa objetara, que nuestra vida está tejida con la trama de los sueños
(Shakespeare).

El secreto nos parece el istmo que separa los dos océanos, el de arriba y el de
abajo. Es el límite, la frontera. “No me rendiré hasta encontrar el punto de confluencia de
los dos mares”, hace decir en el Corán Mahoma a Moisés (cf. 18, 60). Ahí donde dos se
hacen uno, allí se da el milagro. Y la paz, en este batallar de la vida, pues, como bellamente
expresara Leonardo da Vinci, “cuando el amante está junto al amado, allí se descansa”.

Escribe Rumi:

“Oh vida de mi cuerpo y fuerza mía, todo tú.


Alma y corazón, oh corazón y alma míos, todo tú.
Te has vuelto todo mi ser, por eso eres todo yo.
Yo me he vuelto nada en ti, por eso soy todo tú”.

(Rubayat)

Así la persona que experimenta la unión. Entonces el corazón se dilata y el místico


puede afirmar como Ibn Arabí:

“Mi corazón se ha hecho capaz de aceptar todas las formas: es


pasto para gacelas y convento para los monjes cristianos, templo
para los ídolos y Ka’aba para el peregrino; las tablas de la Ley
mosaica y el Corán de los fieles. Amor es mi credo y mi fe”.

El sabio vive en el secreto del rostro de Dios. En el corazón de la divinidad, como


decían que vivía el iluminado zapatero, filósofo y teósofo, Jacob Boehme. Y a Dios se le
conoce, en caso de que esto sea posible, no conociéndole. Al respecto, San Agustín es
proverbial, si bien coincide con tantas tradiciones, como el Vedânta o el taoísmo, pues
afirma:

“Dios es inefable; más fácilmente decimos lo que no es que lo que es”. “¿Qué
diremos, pues, de Dios? Si lo que vas a decir lo comprendes, no es eso Dios; si pudiste
comprenderlo, comprendiste otra cosa en lugar de Dios”9.
9
Cf. Enarr. in Ps., 85, 12, y Serm., 52, 6, 16.
Pero un filósofo sugirió una vez que Dios es todo aquello que libera y engrandece
el corazón humano. Y Roger Garaudy solía comentar que debíamos trabajar por un mundo
en el que decir “Dios” signifique decir que la vida tiene sentido.

Quizás no sea un disparate afirmar que la sabiduría, lo más común y sencillo y lo


más extraño y elevado, se llegue a alcanzar cuando ya no se la busque, cuando no se la
persiga, cuando uno “se duerma en el olvido”, según la poética expresión del maestro
taoísta Chuang Tsé.

Hay que dormirse arriba en la luz, si bien conviene estar despierto abajo en la
oscuridad.

Dormirse arriba en la Luz, preciosa metáfora de Claros del bosque, ese libro tan
especial de la pensadora María Zambrano, a quien ya hemos citado varias veces.

Quiero terminar con una parábola budista, tomándome la libertad de contarla como
la recuerdo y como la siento:

En una gran peregrinación de miles de personas a Buda, a una de sus más célebres
estatuas, coincidieron dos personas. La primera, monje muy experimentado y avanzado,
que pensaba rozar la perfección y librarse de este modo del ciclo de las transmigraciones o
reencarnaciones, tenía una pregunta para Buda: “¿Lograré acaso el nirvana, la iluminación
y la liberación? Y de ser así, ¿cuándo acontecerá esto?”. “Sí, hijo mío, alcanzarás la
iluminación dentro de cinco existencias”, obtuvo por respuesta. Se marchó triste, cabizbajo,
con pesar en su corazón por tener que renacer.

Pero a lo lejos venía un pobre hombre, un miserable, un intocable que no se atrevía


a acercarse a la estatua del “dios” y menos aún alzar la cabeza y formularle pregunta
alguna; tan despreciable o indigno se sentía. De todos modos, finalmente, preguntó por la
posibilidad de liberación de un ser tan pequeño. “Sí, hijo mío, también tú alcanzarás la
liberación del samsara, del ciclo de existencias. Eso será dentro de diez mil vidas”. Y
cuentan que, al escuchar la respuesta, ese pobre hombre se puso tan contento que empezó a
dar saltos de alegría y llegó a ser tal su gozo que, en ese preciso momento, alcanzó el
nirvana.

Ojalá nosotros fuésemos capaces de esa intensa, profunda, poderosa y divina


alegría, de ese delirio, de esa ilimitada confianza. Tal vez no lo sabríamos, pero puede que
fuésemos, en verdad, un poco más sabios.

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