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Imposturas europeas
Ulrick Beck

EL PAÍS - Opinión - 07-05-2005

Muchas de las críticas que se hacen a Europa, sean de izquierdas o de derechas, parten del
supuesto de que en la sociedad y en la política europea es posible dar marcha atrás para volver a la
situación idílica de los Estados nacionales individuales. Por doquier se pueden oír los lamentos
quejándose de que Europa es una burocracia sin rostro, que Europa destruye la democracia, que
Europa acaba con la individualidad de las naciones. En esta crítica, aunque se formule sin
matizaciones, hay algo de verdad; lo que la hace problemática es que parte de supuestos
equivocados y que queda atrapada en una falsa alternativa. Naturalmente que la política de la Unión
Europea y su imperfecta democracia puede y debe ser criticada. Pero esta crítica es insuficiente
porque parte de un principio ontológico nacional: sin nación no hay democracia. He aquí el error en la
lógica basada en el Estado nacional, aunque no en lo que es la realidad de Europa, ya que una Europa
posnacional habrá de ser, para mantener la lógica del concepto, una Europa posdemocrática.
Siguiendo esta lógica, el lema resultante sería: "Cuanto más UE, menos democracia" (Ralf
Dahrendorf).

Esta argumentación es falsa por una larga serie de razones, y en ella puede ponerse en evidencia
también la cortedad de miras del enfoque puramente nacional: en primer lugar, sus representantes
no se dan cuenta de que la vía europea a la democracia no es idéntica y no puede ser idéntica al
concepto y a la vía del Estado nacional individual a la democracia que ellos mismos emplean como
criterio para juzgar a la Unión Europea. La europeización es algo distinto categorialmente, lo que ya
es evidente en que la UE está formada por Estados democráticos, pero no es en sí misma un Estado
en el sentido convencional, sino un Empire del consenso y del derecho. Con ello, en segundo lugar, se
abre la cuestión de si los modelos de democracia desarrollados para el Estado moderno son
realmente aplicables a la UE o bien si para lograr la legitimación democrática de la política europea
no sería necesario desarrollar unos modelos de democracia distintos, post nacionales.

Ambas cosas, la definición dogmática de la vara de medir democrática y el hecho de que la vía
histórica especial hacia una democratización de Europa, todavía indudablemente muy
insatisfactoria, no sea bien reconocida, tienen su causa en la impostura nostálgica que eleva lo
nacional a categoría absoluta. Ésa es la razón por la que predomina la idea y deseo del retorno al
Estado nacional de toda la vida, y no sólo en la estrecha mentalidad más reaccionaria. También
algunos de los espíritus más cultivados y mejor formados y las teorías políticas más elaboradas se
aferran a esta fe en el Estado nacional. Mientras Europa y sus antiguos Estados nacionales se
unifican, se mezclan y se compenetran, es decir, mientras en las antiguas sociedades nacionales
europeas prácticamente ya no queda un solo rincón libre de Europa, en algunas mentes sigue
rigiendo con mayor fuerza si cabe la imaginación nostálgica de la existencia de una soberanía estatal
individual que se convierte en una especie de aparición fantasmal sentimental o en un recurso
retórico en el que encuentran refugio los espíritus sumidos en la perplejidad o en el temor. Y sin

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embargo, no hay vuelta atrás hacia el Estado nacional individual en Europa, pues todos sus actores
están ya ligados a un sistema de dependencia mutua del que no podrían librarse más que a un coste
extremadamente elevado. Después de cincuenta años de europeización, los Estados y sociedades
individuales ya sólo tienen capacidad de acción dentro de la síntesis europea.

La segunda impostura, la neoliberal, muy extendida en Europa, parte, al igual que la impostura
neonacional, del supuesto de que es posible y suficiente con integrar económicamente a Europa.
Según esto, una integración social y política que llegara más allá sería no sólo superflua, sino incluso
perjudicial. Según esta proposición, Europa no debería ser más que un gran supermercado que
siguiera exclusivamente la lógica del capital. Con ello, obviamente se deja de percibir que entre la
neoliberalización y la neonacionalización de Europa existe y actúa una relación condicional
subyacente. La creación de un mercado europeo, de una unión monetaria europea y, de manera
incipiente, de un orden jurídico suprime precisamente la noción de subsidiariedad que ha dado
legitimidad a este proyecto europeo ante la perspectiva nacional de la gente, generando en muchas
personas reacciones defensivas de carácter nacionalista. Porque la retórica de la capacidad
competitiva global ha impregnado la modernización europea. Bajo la bandera de la "integración de
mercados" se ha desencadenado un proceso de modernización supresora de fronteras y principios
fundamentales que tiende a abolir las premisas nacionales individuales de la democracia
parlamentaria, del Estado social y del compromiso entre las clases sociales. El discurso sobre las
"reformas" pierde vigor, convirtiéndose en el de la progresiva eliminación de la regulación en los
mercados.

La evolución neoliberal de Europa se apoyó mucho tiempo en el consenso de las élites europeas, pues
desde un principio se había pensado y se había practicado la cooperación de mercados regulada de
manera supranacional como vía para la conciliación de intereses. Ponerse de acuerdo en este mínimo
común denominador económico y superar las fronteras nacionales con la "fuerza de la economía"
condujo, en el momento en que se generalizó como la patente neoliberal que solucionaría el asunto, a
que los fundamentos sociales y políticos del proyecto europeo se quedaran subdesarrollados. Es
cierto que la izquierda europea ha apelado a los capítulos sociales del Tratado de Maastricht con los
que se pretende defender la justicia social contra el poder de la economía. No obstante, los
principios de la racionalidad económica operan con su dinámica en un sentido diametralmente
opuesto: las posibilidades de control y configuración estatales son reducidas al mínimo y los Estados
miembros son obligados a realizar una política financiera, económica y fiscal que les deja con las
manos atadas. Lo más doloroso es quizá la ausencia de medios eficaces para combatir el desempleo,
como no sea a base del método milagroso preconizado por los neoliberales de reducir el papel del
Estado. En la Europa neoliberal la eliminación de los déficit presupuestarios y el principio de la
estabilidad de los precios se han convertido en el criterio principal para juzgar si la calificación
como miembro mejora o empeora.

Una Europa semejante, neoliberal y reducida a un mínimo, no tiene sentido económicamente ni es


realista políticamente. Los mercados no se constituyen sólo políticamente, también necesitan de
permanentes rectificaciones políticas para poder funcionar con eficacia. Si tales políticas de
rectificación de los defectos del mercado no son posibles a escala europea o no se desea aplicarlas,
entonces lo que sufre a largo plazo no es sólo la economía europea, sino el proyecto de Europa en su
totalidad. Pues las contradicciones y las imperfecciones de la Europa neoliberal y reducida a un
mínimo no pueden neutralizarse políticamente, sino que, más bien al contrario, son denunciadas por
el populismo de derechas en auge e instrumentalizadas políticamente por éste. La fuerza del
populismo descansa en no pequeña medida en la impostura neoliberal que pretende que se puede

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realizar Europa como una Europa apolítica de los mercados que dejaría indemnes las estructuras
sociales de los antiguos Estados individuales. Tras la ampliación al Este y en la discusión sobre la
Constitución se ha descubierto esta impostura de los europeos porque el declarado propósito de
seguir avanzando en la integración significa para una Alemania y una Francia debilitadas
económicamente una competencia molesta, y porque los verdaderos problemas se encuentran en la
periferia de la UE, en la relación con los Balcanes, con la Europa del Este post soviética y con el
mundo árabe y musulmán.

Europa precisa de la crítica, sin lugar a dudas, pero no de una crítica ciega a la realidad y nostálgica,
basada en imposturas. Necesitamos una teoría crítica de la europeización que sea al mismo tiempo
radicalmente nueva sin salirse de la continuidad del pensamiento europeo y de la política europea.
Esta teoría debe llevar a sus últimas consecuencias un principio muy simple: las soluciones comunes
dan mejor resultado que si cada país va por su cuenta. La Europa de la diferencia no pone en peligro,
sino que renueva, transforma y abre las naciones y Estados de Europa a la nueva era global. Una
Europa semejante puede incluso convertirse en una esperanza para la libertad en un mundo
turbulento.

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