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El juez en la sociedad

Solemne Acto de Apertura del año Judicial y de Presentación de la


Memoria del Tribunal Supremo.
21 de septiembre de 2010

-1-
SUMARIO

I. Razones para un debate .......................................................................................... - 3 -


II. El juez en el sistema de poder: legitimidad de origen y de ejercicio ................. - 6 -
1. La administración de justicia, manifestación del poder organizado ................... - 6 -
2. El poder judicial, como poder constituido ........................................................... - 9 -
3. La Constitución, poder constituyente y legitimador del juez ............................. - 11 -
4. Legitimidad de ejercicio y posición trascendente del juez ................................ - 13 -
5. La independencia y la formación como garantías de la legitimidad del juez .... - 14 -
6. Contribución del Tribunal Supremo a la legitimidad democrática de la justicia - 17
-
III. Cambio social y consideración ciudadana del juez ......................................... - 19 -
1. Incidencia de los cambios sociales en la percepción social de la justicia ......... - 19 -
3. La presencia pública del juez ............................................................................. - 19 -
4. El aspecto prestacional de la justicia ................................................................. - 21 -
5. La dificultad de definir los ámbitos de competencia en un sistema complejo de
justicia .................................................................................................................... - 23 -
6. Recapitulación .................................................................................................... - 24 -
IV. Los medios como instrumento para obtener la adhesión social del juez ...... - 25 -
1. El protagonismo mediático de la justicia ........................................................... - 25 -
2. El juego de la información y la crítica de tribunales ......................................... - 25 -
3. Transparencia y visión veraz de la labor de los jueces ...................................... - 26 -
4. La popularidad, como falsa fuente de legitimidad del juez ................................ - 28 -
5. Recapitulación .................................................................................................... - 29 -
V. Otros factores que contribuyen a la legitimar socialmente la labor del juez . - 30 -
1. La modernización de la justicia.......................................................................... - 30 -
2. El conocimiento de la jurisdicción por los ciudadanos ..................................... - 32 -
3. La lealtad institucional como fuente de legitimidad de la justicia ..................... - 33 -

-2-
I. Razones para un debate

La Justicia y sus agentes principales han sido contemplados desde muy


diferentes perspectivas en los discursos de Apertura del año judicial. Dentro de ese
mismo propósito, la posición del juez en la sociedad es un asunto capital que, además,
aflora hoy al debate público con fuerza suficiente como para que se justifique, aquí y
ahora, recordar sus fundamentos. No está de más, por ello, dedicar esta reflexión a
hacerlo. Y no lo está, entre otras razones, porque no siempre es fácil, y menos en el
tiempo de la primacía de lo evidente y de frecuente indiferencia ante lo no perceptible
directamente por los sentidos1, un pequeño esfuerzo de abstracción hacia los principios
sobre los que se sustenta el armazón del poder y el papel del juez como soporte de dicha
estructura.

Las páginas que siguen se ocupan de la legitimidad social del juez, pues el factor
delimitador de las relaciones entre los jueces y la sociedad es precisamente el de la
justificación de su potestad y de las razones que llevan a la sociedad a aceptar su labor y
a someterse pacíficamente a sus decisiones. Ello se hace desde diferentes puntos de
vista.

En primer término, se recuerdan las fuentes de las que emana dicha legitimidad,
con especial referencia a su basamento democrático dentro del conjunto de poderes del
Estado. En segundo lugar, se analizan algunos de los condicionamientos de los que
depende la pervivencia de la confianza ciudadana en los jueces, como parte del sistema
democrático de poder, porque la legitimidad del juez no se sostiene tan sólo por el
respeto de sus fuentes originales, sino que se forja día a día, en su quehacer cotidiano.
Finalmente, se hacen algunas consideraciones sobre determinadas circunstancias que
influyen en la percepción ciudadana de los jueces y de la justicia, y que pueden incidir
en la permanencia de su legitimidad, a los ojos de la sociedad.

Hablaré, pues, de la legitimidad de origen de los jueces y del poder que ejercen,
y de su legitimidad de ejercicio; y, asimismo, de las razones por las cuales no es de
recibo poner en cuestión la primera y de los riesgos que corre la segunda cuando la idea
que la sociedad tiene de la labor de los jueces no tiene en cuenta la realidad cotidiana
del quehacer jurisdiccional, con sus dificultades, ni considera el grado de implicación de
los jueces y magistrados, desde su alta cualificación técnica y desde su profundo sentido
de la justicia, con la consecución de la convivencia pacífica de todos, y, con ello, con la
prosperidad de una sociedad cuyo grado de civilización se determina, también, por
consideración a la eficacia de su sistema de justicia y al grado de aceptación por parte
de los sujetos de los mandatos de los jueces.

Por último, me refiero también al valor del respeto institucional como forma de
legitimar la labor del juez; un elemento que juega de forma activa, pues el juez se
legitima a sí mismo cuando, dentro de su misión de control de legalidad a los otros
poderes públicos, lo hace desde el respeto a la ley y al derecho, y también de forma
1
Sobre este extremo, ver las siempre interesantes observaciones de Giovanni Sartori en su ensayo, ya
clásico, El Homo videns: la sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998.

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pasiva, en la medida en que los restantes poderes del estado –o sus agentes— cooperan
con la función de tutela del juez, ya sea de forma preventiva, desde la sumisión a la
propia ley, ya sea desde la colaboración con la administración de justicia y la aceptación
de sus decisiones. Porque el respeto y la lealtad en las relaciones entre los poderes del
estado sirve también para legitimar sus actuaciones ante la sociedad.

El interés por la legitimidad del juez no surge, sin embargo, de una urgencia por
reivindicar su posición dentro del conjunto de instituciones del Estado frente a quienes,
previa comparación con otros poderes del Estado, ponen en cuestión sus bases. La
figura del juez goza de absoluta legitimidad democrática entre nosotros, de acuerdo con
su configuración constitucional y según la ordenación del poder judicial, las cuales (por
contraste con los sistemas del common law2) son fruto de nuestra tradición jurídica y en
tantas ocasiones han sido espejo y modelo en el que reflejarse. Más adelante expondré,
con algo más de detalle, los argumentos que sirven de soporte a esta afirmación, pero
quiero dejar clara ya mi posición al respecto, una tesis que no se separa de lo mantenido
por la mayoría de los juristas: en este sentido, coincidimos con quienes entienden que la
discusión sobre si, conforme a su configuración constitucional, el juez goza o no de
legitimidad, encierra una falsa polémica3.

Sin embargo, asistimos con alguna frecuencia a manifestaciones públicas que,


quizás sin desearlo, se encaminan por la senda de poner en cuestión dicha legitimidad,
en casos en que la decisión del juez no ha sido bien recibida por sus destinatarios o por
determinados grupos sociales, o en que la compleja labor racional y volitiva de aplicar
la ley a casos concretos no es bien comprendida por los ciudadanos. La insatisfacción o
el descontento provocados por la actuación de los tribunales en casos concretos, por las
deficiencias endémicas de nuestro sistema judicial (no siempre imputables al juez o a
los funcionarios de justicia) o por la falta de eficacia en la respuesta del estado de
derecho frente a concretos actos contrarios a la ley, debida a la lentitud o a la
descoordinación entre los diferentes responsables implicados, a veces trascienden del
territorio del legítimo ejercicio del derecho a la crítica de las instituciones públicas para
defender, desde bases jurídico-políticas no siempre sólidas, la falta de legitimidad
democrática del modelo de juez español.

Lo anterior adquiere especial dimensión si se enmarca en un contexto de debate


sobre la crisis de las instituciones abierto en algunos sectores de la sociedad, cuya voz
es cada vez más extendida gracias a las facilidades que las tecnologías de la información
dan a la difusión del mensaje. En ocasiones, más allá de la crítica concreta, el debate
tiende a plantear dudas generales sobre la vigencia misma del sistema institucional, por
su supuesta insuficiencia para dar respuesta a las necesidades de los ciudadanos o por su
separación de los objetivos para los que fue concebido por los teóricos de la ciencia
política y configurado por el poder constituyente.

2
Dentro de la abundante bibliografía sobre esta cuestión, y con especial referencia a la administración de
justicia y al papel del juez desde el punto de vista del ejercicio de la jurisdicción y con referencia
comparada a los diferentes modelos de organización, nos parecen sumamente interesantes las reflexiones
de Antonie Garapon y Ioannis Papadopoulos en su estudio Juger en Amèrique et en France, Paris, Odile
Jacob, 2003, dentro de la más clara tradición iuscomparatista europea en materia jurisdiccional y procesal
a la que pertenecen autores como Mauro Cappelleti y Michelle Taruffo, entre otros destacados juristas.
3
Ignacio Díez-Picazo Giménez, Comentarios a la Constitución Española, XXV Aniversario, Coords.
Casas Baamonde y Rodríguez-Piñero Bravo Ferrer, Madrid, Fundación Wolters & Kluvert, 2009, pp.
1827 y ss.

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Son por tanto las nuevas circunstancias sociales las que justifican la oportunidad
de esta reflexión. Porque, conviene no olvidarlo, el derecho es permeable también al
paso del tiempo, como lo es la sociedad misma, y evoluciona por exigencia del propio
avance social. O, como de otro modo se ha dicho, el derecho es componente del
ambiente histórico en que el hombre vive4. En el discurso que pronuncié el pasado año
con ocasión de la ceremonia de apertura del año judicial 2009-20105 tuve la oportunidad
de señalar las dificultades del derecho oficial, otorgado por quien ostenta el poder
soberano (no en vano, la soberanía se ha identificado en ocasiones con la denominada
potestas normandi)6 para mantenerse impermeable a los efectos de la evolución social;
y también la preocupación que esa tensión genera desde el punto de vista de la
dialéctica entre seguridad jurídica y justicia; una polémica presente en diferentes
momentos históricos con otras formulaciones.

El factor temporal afecta también a la consideración de las instituciones jurídicas.


De ahí la necesidad de matizar o de apostillar los principios y preceptos que lo
componen, ante el riesgo de que queden desfasados y devengan inaplicables. La huella
del tiempo, en muchas ocasiones, es apenas perceptible en los postulados esenciales,
pero en otras su incidencia es de más entidad, afectando en mayor o menor medida su
consideración y entendimiento por una sociedad que evoluciona y necesita, por ello,
nuevas respuestas para las viejas preguntas.

A veces, el propio curso de los acontecimientos, sin afectar en los postulados


básicos, difumina sus contornos o hace olvidar su significado, haciéndose con ello más
gravoso desvelar su sentido original y, consecuentemente, dotar de continuidad a todo el
edificio jurídico. Por ello se dice que cada generación precisa de la relectura, la puesta
al día de muchos de los postulados jurídicos, de forma paralela a como se reclamaba
también para cada generación el derecho a la creación de sus propias normas 7, y de
modo comprensible para quienes la integran y adecuado a la nueva realidad a la que se
aplica.

4
Así lo entendió por ejemplo, Guido Fassò (Historia de la Filosofía del Derecho, ed. Pirámide, Madrid,
vol. II, 1981, p. 198), como nota característica del pensamiento jurídico político de Montesquieu.
5
Pronunciado en el Salón de actos de plenos del Tribunal Supremo el 21 de septiembre de 2009 con el
título ―Seguridad jurídica, igualdad ante la ley y aplicación uniforme del Derecho‖, y –como es
costumbre— publicado junto con la Crónica de Jurisprudencia del Tribunal Supremo (Madrid, Tribunal
Supremo, 2009).
6
Jean Bodin, Los seis libros de la república, Madrid, Orbis, 1985, L. I, cap. VIII; Joaquín Varela Suanzes,
―Algunas refexiones sobre la soberanía popular en la Constitución española‖, en los Estudios de Derecho
Público en homenaje a Ignacio de Otto, Universidad de Oviedo, 1988; Francisco J. Bastida, Joaquín
Varela Suanzes-Carpegna y Juan Luis Requejo Pagés, Derecho Constitucional: cuestionario comentado I,
Barcelona, Ariel, 5ª impr., 2009, p. 204.
7
Esa fue la opinión de Thomas Jefferson en su Carta a James Madison, desde París, a 6 de septiembre
de 1789 (editada en su Autobiografía y otros escritos, Editorial Tecnos, 1987. Traducción de Antonio
Escohotado y Manuel Sáenz de Heredia): ―[…] puede demostrarse que ninguna sociedad puede hacer una
constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua. La tierra pertenece siempre a la generación
viviente: pueden, por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les plazca, durante su usufructo.
Son también dueños de sus propias personas y, por consiguiente, pueden gobernarlas como les
plazca. Pero personas y propiedades constituyen la suma de los fines del gobierno. Por tanto, la
constitución y las leyes de sus antepasados se extinguen, por transcurso natural, con aquellos cuya
voluntad les dio el ser. Dicha voluntad pudo preservar ese ser hasta que dejó ella misma de ser, y no
más.‖ Un tiempo que el propio Jefferson cifró en treinta y cuatro años. Curiosamente, la experiencia de la
Constitución americana (probablemente la más longeva constitución escrita vigente) no concuerda con
este pensamiento, gracias a la labor interpretativa de los tribunales federales, que han procurado nuevo
oxígeno para los viejos preceptos constitucionales.

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El presente no es, por tanto, un mero ejercicio intelectual ad pompam vel
ostentationem. Toda reflexión jurídica, para que sea útil, no juega en el terreno de lo
puramente especulativo, sino que ha ser aplicada al mejor conocimiento de una
determinada institución, a la detección de problemas o disfunciones legales o, desde
planteamientos prospectivos, al diseño de nuevas respuestas a viejos o nuevos
problemas aparecidos en las relaciones entre sujetos: ese es uno de los sentidos de la
jurisprudencia, entendida como análisis jurídico con una finalidad práctica. En el campo
del derecho, la simple voluntad de clarificar ideas contiene ya un fin práctico, pues el
derecho exige claridad para ser aplicado, como ingrediente inherente a la seguridad
jurídica. La presente reflexión cuenta con esa voluntad y, en consecuencia, participa
dicho fin, en la medida en que en ella hay de acto de reafirmación y reconocimiento de
la figura del juez dentro del conjunto de las instituciones del Estado; en un Acto
solemne como éste, ante Su Majestad el Rey, en presencia de las más altas instancias
judiciales, y de una destacada representación institucional. Es algo que, como juez, hago
con satisfacción pero que, además, constituye una compromiso que asumo con agrado
como parte de mi responsabilidad pública.

Solamente por ello es interesante destacar, en este momento, la figura del juez,
su compromiso con la democracia y con los principios y valores que perfilan nuestro
sistema de convivencia; y, con ello, de recordar a los ciudadanos que, con las
deficiencias propias de toda obra humana, el poder de los jueces se asienta sobre sólidas
bases democráticas, que no son otras que las que la Constitución y las leyes (como
expresión máxima de la voluntad popular) le proporcionan, y que le legitiman ante una
sociedad a la que pertenece y a la que sirve desde la defensa del imperio del derecho.

II. El juez en el sistema de poder: legitimidad de origen y de ejercicio

1. La administración de justicia, manifestación del poder organizado

La búsqueda de la justicia es tan antigua como la propia civilización. Las


primeras formas de organización social contaban ya con incipientes modos de
jurisdicción, poco sofisticados, como corresponde a sistemas de ordenación política a su
vez poco complejos. Y es que la justicia, entendida como medio pacífico de resolución
de conflictos entre sujetos, es inherente a la propia noción de sociedad políticamente
constituida.

La mera voluntad de los sujetos de convivir, esto es, de compartir su trayectoria


vital dentro de un grupo organizado, sean cuales sean las legítimas motivaciones que la
justifiquen (desde la afinidad religiosa o moral hasta la búsqueda de la protección o de
una vida más próspera), implica la existencia de una serie de consensos sociales:
convivir es ―vivir con”, lo que comporta la aceptación de una estructura de poder, de un
marco institucional en el que las relaciones entre sujetos puedan desarrollarse de forma
pacífica y ordenada, asumiendo deberes y respetando derechos, en el bien entendido que
la vida en la comunidad deparará beneficios a los sujetos que la componen.
Normalmente ese consenso no es voluntario, sino que viene impuesto por el hecho de
que el individuo nazca dentro de un grupo preestablecido, cuyas reglas han de ser
toleradas y aceptadas. En sistemas políticos autoritarios, la determinación de las reglas y

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su modificación permanece al margen de la voluntad de los individuos y se confía a
quien ostenta el poder; en regímenes democráticos, por el contrario, el sujeto sí tiene la
capacidad, en cuanto que miembro de un conjunto ordenado y estable de personas, de
condicionar las reglas de juego, según los mecanismos formales existentes para la toma
de decisión que ordenan su participación en los asuntos públicos.

En otras palabras, la propia vida en sociedad, connatural al ser humano, como


atinadamente vio Aristóteles al definir en su República al hombre como ser sociable
(zôon politikón), hace de la administración de justicia, de la labor de los jueces, algo
también inherente a la condición humana, a la civilización misma. Porque la justicia,
que es una virtud moral (la más importante de las virtudes morales, según el
pensamiento aristotélico), esa cualidad que lleva al hombre a realizar obras justas y que
es causa de que se hagan y de que se quieran hacer, alcanza su grandeza por transmitirse
siempre a los otros, con quienes nos relacionamos. La justicia es la virtud completa,
pues es la única de las virtudes cardinales que se ejerce respecto a los demás, y no hace
más que lo que es útil a ellos: el hombre virtuoso será también justo en la medida en que
proyecte sus buenas obras sobre aquellos con los que comparte su existencia (bonum
alterius). La justicia es, en consecuencia, una virtud social8.

Pero, al mismo tiempo, la administración de justicia es lo que garantiza la


pervivencia de la sociedad ante situaciones de controversia entre los individuos que la
componen. La justicia es lo que ―ordena la convivencia de los hombres‖ 9 . En los
sistemas organizados de poder, la administración de la justicia se liga siempre a la tutela
de la ley, en cuanto que instrumento jurídico básico, que contiene mandatos generales y
estables, brinda identidad de trato a los sujetos ante situaciones de hecho iguales, y
como forma de asegurar su prosperidad. Y los hombres, desde la aceptación de la ley
como expresión de la voluntad soberana del pueblo y base para la preservación de la
convivencia pacífica, se convierten en ciudadanos, en seres civilizados. La ley es el
instrumento para hacer real la justicia en los estados de derecho y, por esa razón, no
cabe hablar de administración de justicia sin tutela y aplicación de la ley.

Sin embargo, el medio de hacer real el imperio de la ley y su tutela jurídica es su


referencia a la ciudad, en su sentido clásico; a la sociedad constituida con propósito de
estabilidad, permanencia y respeto a la dignidad del hombre. En el pensamiento griego
clásico la ciudad constituía una metáfora de la organización social frente a la barbarie,
del orden frente al caos, de la racionalidad frente a lo irracional, identificable con la
noción que hoy tenemos de estado; sólo desde la ley, desde la aceptación de un orden
legal que regula la convivencia es posible la convivencia misma y la continuidad del
grupo social 10 . En Roma, por ejemplo, la ciudadanía (el status civitatis) marcaba el

8
Tomo la referencia de la Ética a Nicómaco editada por la Biblioteca Clásica Gredos, Madrid (Ética
nicomáquea. Ética eudemia, trad. Julio Pallí, 1ª ed., 1985, p. 241). Esta idea se repetiría más adelante en
el pensamiento de Marco Tulio Cicerón: ―Por la justicia es, ante todo, por lo que llamamos bueno al
hombre‖ (De officis, I, 7); y, dentro del pensamiento cristiano, en la obra de Tomás de Aquino (Summa
theologica, 2-2, 58.3: ―En ella [en la justicia] resplandece más el fulgor de la virtud‖). Según el
pensamiento tomista, cuando más puramente expresa el hombre su verdadera esencia es cuando es justo,
siendo la justicia la virtud suprema: ―El hecho bueno es el justo‖ (Josef Pieper, Las virtudes
fundamentales, Pamplona, Rialp, 8ª, 2003, p. 114).
9
Tomas de Aquino, Summa contra Gentes, 3, 4.
10
Me refiero al apunte introductorio realizado en el discurso de apertura del año judicial 2009-2010, en
donde aludo a esta idea bien delineada en el pensamiento de Platón, a partir del relato del proceso a

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régimen jurídico básico del hombre libre frente a los demás, con su acervo de derechos
y deberes. Es una idea presente ya en el pensamiento antiguo, que ha sido recibida y
reforzada a medida que la humanidad ha avanzado por la senda del progreso, la de la
ciudad –agregación de hombres de modo que puedan satisfacer todas las necesidades de
su existencia— como símbolo del orden jurídico.

Si uno de los elementos que determinan su estructura llega a faltar, es


radicalmente imposible que la asociación se baste a sí misma. Por ello, ―el estado exige
imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita trabajadores que aseguren la
subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros, gentes ricas, pontífices y
jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades y por sus intereses‖11. Desde esta
perspectiva, civilización y política son nociones cercanas. Pues, en su sentido
etimológico, las dos nacen de la ciudad, sea de la polis griega o de la civitas latina. En
definitiva, la legalidad y su aceptación a través del respeto a la ley es lo que distingue a
la ciudad –al estado, pues— de cualquier suma de seres humanos, como también viera
Cicerón12.

La vinculación de la ley y el derecho a la propia existencia de la sociedad es un


hecho difícil de rebatir. Por eso se puede defender sin titubeos que el derecho cumple a
la vez una función jurídica, como elemento que regula la convivencia, y otra política,
pues es condición angular de la propia sociedad, sea cual sea la fuente de la que nace o
su grado de perfección: incluso en los estados que, conforme a los parámetros de hoy,
no merecen ser calificados como estado de derecho, existía un orden legal, un sistema
de leyes que regulaban la sociedad y otorgaban a cada individuo unas reglas de juego
para gobernarse y relacionarse con los demás y con los titulares del poder.

Sin embargo, no hay derecho sin jurisdicción, pues la ley no puede imperar sin
la existencia de una instancia que haga real su supremacía. Por eso, si en la ley se
aprecian matices jurídicos y políticos, lo mismo acontece, en cierto modo, en la
jurisdicción, puesto que por medio de la administración de justicia no sólo se tutela la
norma del caso a la vez que se resuelve la controversia, sino que además se reafirma, en
cada sentencia, la propia vigencia de la ley y del derecho como instrumentos para la
realización de la justicia y del ideal de convivencia humano13. La jurisdicción, entendida
como potestad pública que entronca directamente con el poder, presenta pues un matiz
político, pues forma parte de la organización política del estado y por ser la clave de
bóveda que sostiene al estado de derecho. La función de juzgar se convierte así en
fuente de legitimación del sistema político14.

Sócrates, en el Critón (Diálogos, ed. María Rico Gómez, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2007).
11
Aristóteles, Política, Libro IV (Teoría de la ciudad perfecta), cap. VII, en la traducción de Patricio de
Azcárate, (Obras de Aristóteles, vol. III, Madrid, 1873, pp. 139-140).
12
―¿Cuál es la ciudad? ¿Acaso toda reunión, aun de hombres fieros y bárbaros? ¿Acaso toda multitud,
aun de fugitivos y ladrones, congregados en un lugar? Ciertamente dirás que no. No era pues ciudad
aquella, entonces, nada valían en ella las leyes, cuando los juicios yacían por tierra, cuando las
costumbres de nuestros padres se habían perdido, cuando expulsados los magistrados por el hierro, no
había en la República nombre de Senado‖: Marco Tulio Cicerón, Sobre la República, IV, 27 (en la
edición de Tecnos, Sobre la República. Sobre las leyes, Madrid, 1986).
13
Sobre la idea de la dimensión política de la jurisdicción, son interesantes las observaciones de Antonio
Hernández Gil, ―Algunas reflexiones sobre la justicia y el poder judicial‖, publicado junto con la
Memoria sobre el Estado, funcionamiento y actividades del Tribunal Supremo (Discurso de apertura del
año judicial, pronunciado el 14 de septiembre de 1988), Madrid, Tribunal Supremo, 1988.
14
Enrique Álvarez Conde, Curso de Derecho Constitucional, vol. II, Madrid, Tecnos, 6ª, 2008, p. 294.

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Esta nueva perspectiva pone de relieve la trascendencia de la labor del juez,
sobre cuyas espaldas descansa –como titular de la potestad de juzgar— la
responsabilidad última de hacer real y efectivo el ideal de la ciudad gobernada sólo por
la ley, pues de nada sirve la existencia de normas legales sin la puesta a disposición de
los ciudadanos de mecanismos dirigidos a hacer realidad sus mandatos, o sencillamente
a aplicar las normas y permitir que desplieguen sus efectos.

La justicia es, pues, el complemento natural de la ley, pues si la ley fue creada
para asegurar la convivencia, la actuación del juez, al tutelarla, da vida y sentido a sus
mandatos. En el pensamiento de Cicerón se resaltaba ya ese matiz: la existencia de la
ciudad se asocia a la presencia del juez; y sin juez, sin administración de justicia, no
cabe hablar de sociedad organizada 15 . Esa circunstancia condiciona no sólo la
trascendencia que la comunidad da a la función de juzgar, sino también al especial
estatus que ha merecido en todas las sociedades el encargado de ejercerla.

2. El poder judicial, como poder constituido

De entre los frescos que decoran la Sede del Tribunal Supremo, destaca el
titulado El gran collar de la Justicia, realizado entre 1924 y 1925, tras la reconstrucción
del incendiado Convento de las Salesas, por el pintor valenciano José Garnelo y Alda.
La obra, luminosa y colorista, decora la cúpula del despacho de su presidente, y
representa en su cenit una alegoría de la justicia, en la cual un magistrado del Tribunal
Supremo vestido de toga recibe en actitud de máximo respeto, de manos de una figura
regia que simboliza a España, el collar de la justicia y, con ello, toma posesión de la
facultad de juzgar16.

Traigo al texto esta imagen por lo que en ella hay de ilustrativo y simbólico de
un importante rasgo de la potestad del juez. La administración de justicia es un poder,
como afirma la rúbrica del Título VI de la Constitución, pero un poder que no pertenece
originalmente al juez, sino que ostenta y ejerce por haberlo recibido del titular de la
soberanía. El poder de juzgar no es, por consiguiente, un poder constituyente, primario,
sino un poder constituido, como ocurre con todos los poderes, facultades y funciones
que emanan de quien encarna el poder soberano. El fresco de José Garnelo ejemplifica

15
Cicerón, loc. cit., IV, 27
16
Este fresco guarda relación con la disposición de las figuras en la cúpula de la catedral de Parma, obra
de Correggio. La escena central está flanqueada por representaciones de las principales ramas del derecho
a lo largo de su anillo exterior. La circunferencia se completa con tres blasones, el primero conteniendo la
balanza de la justicia (sostenida sobre las haces del consulado romano, expresivas de la fuerza desde la
unidad), el segundo con un libro con las palabras lex y iustitia sobre una espada, símbolo del poder, y en
medio un tercero con las iniciales del Tribunal Supremo. De este tercer blasón nace una encina (árbol que
representa, como la que ilustra el capitolio de Roma, la majestad, la solidez y la longevidad, es decir, la
permanencia del estado), de cuyas ramas surgen, como frutos, las virtudes y dignidades del juez
(asiduidad, vigilancia, prudencia, perseverancia, reflexión, amor a la justicia), así como las potencias del
alma (memoria, entendimiento y voluntad), instrumentos que el juez ha de emplear en su desempeño. En
la copa del árbol, se asienta la escena alegórica central, en la que una matrona entrega el collar de la
justicia a un magistrado del Tribunal Supremo, actuando como testigo un macero, símbolo de la propia
magistratura y de la fuerza de la justicia, como superación del mal. La obra y su iconografía son
analizadas con detalle por Miguel Carlos Clementson, ―El collar de la Justicia‖, en J. Garnelo. Revista del
Museo Garnelo, nº 1, 2005, Montilla (Córdoba), pp. 44-61, y, con anterioridad, por Luis de Cartagena, en
un artículo publicado en el diario ABC dominical, en 1925.

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perfectamente la dicotomía entre el poder constituyente y el poder constituido, en lo que
concierne al ejercicio de la potestad jurisdiccional.

La relación entre estas dos perspectivas del poder, parte de la división del
ejercicio de las facultades inherentes a la soberanía, y pone de manifiesto la racionalidad
de los sistemas políticos, que se someten a reglas, es decir, se juridifican. La referencia
a un poder original, del que emanan las facultades que ejerce una autoridad pública,
constituye por otra parte el medio más idóneo para otorgarle legitimidad ante los
destinatarios de esas facultades. En el caso de la administración de justicia, la referencia
de la actuación de jueces y magistrados a un poder original superior, del que emanan sus
facultades y que justifica sus decisiones, habilita el proceder del juez y lo concilia con la
sociedad. Por ser legítimo, el poder del juez será aceptado por la ciudadanía, con
independencia del sentido de la concreta decisión. Y la legitimidad es lo que permite
que sus decisiones sean aceptadas por la sociedad en su conjunto, sin necesidad de
acudir a la coacción ni a la violencia, pues es la legitimidad lo que hace que la sociedad
reconozca las decisiones judiciales como válidas y justas. Y asimismo lo que le
garantizará su permanencia, como la de todo el sistema de convivencia.

La legitimidad dota, pues, de sentido racional a la obediencia de los sujetos al


poder, conforme con la idea de Max Weber, al evitar que la aceptación de una orden
ajena se produzca por el mero efecto del temor al castigo o para evitar la producción de
un perjuicio físico o moral. Pero, al mismo tiempo, para que cumpla su finalidad, exige
una actitud legitimadora por parte de los ciudadanos. Es preciso que se produzca un
estado de consenso, el consentimiento de quienes son destinatarios de los actos de
poder17. La aceptación social de un poder exige, en consecuencia, el juego del acuerdo
de los individuos. Para ello es de aplicación lo que en el pensamiento de Weber se
llamaría ética de la convicción, relacionada con la evidencia ciudadana de que el
mandato debe ser aceptado por la justicia de sus contenidos y fines, y de la ética de la
responsabilidad, que nos lleva a aceptar el acto de poder por su carácter imperativo o
por la vinculación al compromiso adquirido18.

El consenso ciudadano en aceptar la decisión judicial, como acto imperativo que


emana de un poder público, se produce como consecuencia de que quien lo ejerce ha
sido investido de la potestad por quien ostenta el poder constituyente, por el poder
soberano; pero también porque se presume que es un acto conforme con la legalidad y
justo. Es el juego de la doble legitimidad del poder: la legitimidad de origen, en cuanto
que poder legalmente constituido, y la legitimidad de ejercicio, en cuanto que poder
aceptado por responder a los fines para los que fue constituido. Sólo desde la
concurrencia de los dos por parte de la sociedad es posible que se den los consensos
elementales que llevan al ciudadano a someterse a la decisión: en caso de no disponerse
de ninguna de los dos (esto es, si la jurisdicción se ejerciera por quien no se ha
constituido válidamente como su titular según las normas establecidas, o no proviene de
su fuente de legitimidad constituyente; o si no se ejerce según las mínimas exigencias
de respeto a la legalidad y a la justicia, de manera que los ciudadanos la sientan así), se

17
Así ha sido entendido por los clásicos de la ciencia política, para un análisis más detenido de las
diferentes teorías, ver la obra de André Hauriou, Derecho Constitucional e instituciones políticas,
Barcelona, Ariel, 1980; o Maurice Duverger, Instituciones políticas y Derecho Constitucional, trad.
Eliseo Aja, Barcelona, Ariel, 5ª ed. española, 1970.
18
Las ideas de Max Weber están extraídas de su obra Economía y sociedad, trad. García Maynez, México,
Fondo de Cultura Económica, 2000, en concreto de su capítulo III.

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corre el riesgo de deslegitimar a quien ostenta el poder de juzgar, y con ello a todo el
estado de derecho.

De ahí que, a la hora de constituirse el poder judicial, se deba cuidar no sólo de


que quien lo ejerce cumpla con las formalidades legales exigidas para asumir el cargo,
sino también de que reúna condiciones necesarias que garanticen su aptitud para el
cumplimiento de las funciones jurisdiccionales. El juez ejerce su función en virtud del
imperium que se le reconoce como titular de un poder del estado, pero su legitimidad
frente a la sociedad parte de un acto de confianza de quien ostenta el poder soberano,
que se sustenta sobre su conocimiento de la ley y en su sentido de la justicia: algo que,
mutatis mutandis, está presente en otras instituciones ordenadas a la solución de
conflictos, como es el caso del arbitraje, basado también en la confianza que las partes
en litigio tienen en el árbitro. Pero sin esa legitimidad, una justicia ejercida solamente en
virtud de la fuerza del imperium sería lo mismo que una justicia autoritaria.

3. La Constitución, poder constituyente y legitimador del juez

He hablado de la jurisdicción como poder constituido, pero sólo tangencialmente


del poder constituyente de la potestad de juzgar. Y es importante dedicarle algo de
atención, habida cuenta de que en ese poder originario se encuentra la raíz primera, no
sólo de la justicia como potestad pública, sino de todo el sistema organizado de poder,
del cual la jurisdicción es piedra angular.

Ese poder constituyente radica en la propia soberanía, toda vez que la


jurisdicción es una función que entronca con la autoridad suprema del poder público.
Ocurre, no obstante, que el de soberanía es un concepto relativo, como corresponde a
todos los conceptos de carácter histórico19. Ello significa que no es posible concebir a
lo largo de la historia a la soberanía, ese poder supremo del que emanan los poderes
políticos del grupo social, de una misma manera, pues la explicación de quién ostenta
ese poder superior original ha ido evolucionando con los tiempos, al mismo ritmo del
progreso del ser humano.

La noción de soberanía es relativamente reciente, como corresponde a la


mayoría de los conceptos de derecho público. La idea de soberanía se comienza a
construir en la edad moderna, paralelamente al crecimiento de la idea de independencia
de los estados nacionales como reacción contra la sumisión de los pueblos a otros
poderes superiores, aunque los romanos hablaban ya de la summa in cives ac subditus
legibusque soluta potestas. Así, soberanía se identifica con poder supremo, no sometido
a ninguna otra instancia política, capaz de unificar, dentro de un territorio, la diversidad
de órganos que ejercen el poder político; pero, con carácter retrospectivo, se puede
aplicar al poder superior del que emanan, como poder constituyente, los poderes
intermedios, que estarían subordinados a aquél20. También, como hemos visto, como
poder del que emanan las normas, según el pensamiento de Bodino.

19
Carmen Sánchez-Abarca, ―Soberanía nacional‖, Enciclopedia jurídica, vol. 21, coord. gral. E. Arnaldo
Alcubilla, Madrid, La Ley, 2008-2009
20
Sobre la noción de soberanía, ver Manuel Aragón Reyes, La democracia como forma jurídica,
Barcelona, 1991. Y sobre el poder constituyente, Toni Negri, El poder constituyente: ensayo sobre las
alternativas de la modernidad, 1ª ed. en castellano, Madrid, ed. Libertarias/Prodhufi, 1994; Juan Luis
Requejo Pagés, Las normas preconstitucionales en el mito del poder constituyente, Madrid, Centro de

- 11 -
La vinculación de la justicia con la máxima instancia de poder político ha
condicionado la localización de su fuente originaria. Si en las primeras sociedades
humanas el poder tenía un evidente componente religioso, y emanaba de la divinidad, la
justicia se vinculaba igualmente a la idea de dios. Esta tesis se veía reforzada por la
identificación del ser supremo como titular absoluto de la justicia, como el ser justo por
excelencia, que marca la senda a seguir por los hombres y mujeres en su camino hacia
la perfección ética. Son muy numerosos los ejemplos que ilustran esta afirmación. El
Código de Hammurabi (1760 a. C.), por ejemplo, que es tenido por muchos como el
primer vestigio histórico de un sistema legal establecido, es el fruto de la revelación de
la ley al rey de Mesopotamia por el dios Shamash 21 . Dentro de nuestra tradición
religiosa más cercana, la Biblia contiene numerosas referencias a la administración de
justicia o a los jueces 22 , muchas de ellas presentes en el imaginario colectivo: los
primeros actos de Yahvé tras la creación del hombre, son legislativos y jurisdiccionales
(prohibición de comer del árbol del bien y del mal, y expulsión del Paraíso); Moisés
recibe las tablas de la ley en el Sinaí, con las 618 leyes que constituyen la base del
ordenamiento jurídico para el pueblo judío, directamente de Dios; la destrucción de
Sodoma y Gomorra y huida de Lot; el liderazgo político de los jueces tras su
establecimiento definitivo en la tierra prometida, son otros ejemplos dentro de otros
muchos posibles23.

En las sociedades teocráticas se confunden religión y derecho, atribuyéndose la


tutela de éste último a los propios ministros de culto, porque la ley deriva del ser
supremo y sólo la autoridad del ser supremo puede aplicarlas y tutelarlas. Por su lado, la
vinculación de la idea monárquica con el poder de la divinidad fue la principal
justificación de que el monarca asumiera la titularidad de la potestad jurisdiccional,
como la del resto de las funciones políticas propias del poder soberano: el rey absoluto
recibía su poder de dios, y también de éste provenía su potestad de juzgar, que ejercía
directamente o de forma delegada, a través de órganos subordinados a él. Con el
advenimiento del estado absoluto y la separación entre el poder temporal y el poder de
la divinidad, es del propio soberano, como encarnación de la nación, de quien emanan
las funciones el estado y, de entre ellas, de la jurisdiccional. El rey ostentaba la potestad
de juzgar, con el auxilio de los jueces, que actuaban por delegación regia, ante la
imposibilidad de atender a todos los litigios del reino24.

La implantación de la democracia y del estado de derecho como formas de


gobierno y, tras la segunda guerra mundial, la consolidación del constitucionalismo en
la Europa continental y en muchas naciones de su influencia cultural, han determinado
una evolución en la ubicación de la fuente originaria de los poderes públicos. La
democratización del poder ha conducido a la práctica síntesis entre soberanía nacional y
soberanía popular, como refleja el tenor literal del art. 1.2 de nuestra Constitución, de
acuerdo con el cual –y según la inspiración del art. 3 de la Constitución francesa de
1958—, ―la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes

Estudios Políticos y Constitucionales, 1998; y Pedro de Vega García, La reforma de la Constitución y la


problemática del poder constituyente, Madrid, Tecnos, 1985.
21
Al igual que ocurre con sus antecedentes, el Códice de Ur-Nammu, (ca. 2050 a. C.), el Códice de
Eshnunna (ca. 1930 a. C.) y el Códice de Lipit-Ishtar (ca. 1870 a. C.).
22
Según los expertos, más de ochocientas: Josef Pieper, Las virtudes […].cit., p. 114.
23
Ver el libro del Génesis y el Libro de los jueces.
24
Pedraz Penalva, ―Sobre el Poder Judicial y la Ley Orgánica del Poder Judicial‖, en Constitución,
jurisdicción y proceso, p. 121 y siguientes, Madrid, 1990.

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del estado‖, una fórmula que para algunos es de compromiso25, pero que da fin a una
larga confrontación conceptual y concilia la idea de nación con la consideración del
pueblo como poder constituyente.

El Constitucionalismo da un paso más en la conformación del sistema político.


La voluntad soberana del pueblo es eficaz en cuanto que somete a reglas el poder. La
Constitución, al ser manifestación de la propia soberanía, encarna la legitimidad
democrática de poder y su articulación política, pues, desde su misma entrada en vigor,
asume el papel de instancia de la que emergen los poderes. Cada precepto constitucional
materializa y exterioriza el contenido de la voluntad constituyente del pueblo soberano,
y se erige en fuente legitimadora de las instituciones, poderes, órganos y preceptos que
en ella se contienen.

Ello interesa, a los efectos de la presente reflexión, para señalar que, en el estado
constitucional, la legitimidad de origen del juez, como titular de la potestad
jurisdiccional e integrante, según la propia expresión constitucional, del poder judicial,
deriva de la propia Constitución: ésa es la máxima garantía de su legitimidad, pues si la
Constitución es expresión máxima de la voluntad popular constituyente, el poder
judicial y el poder de los jueces nacen del pueblo, en la medida en que emanan de la
Constitución26. En lo que respecta a la justicia, la norma del art. 1.2 constitucional se
complementa con la del art. 117.1 de la Carta magna, la cual reafirma la ubicación de la
legitimidad de la justicia en el pueblo, de donde emana la potestad de juzgar. Es la
Constitución, en resumen, lo que legitima democráticamente al juez, y lo ubica
institucionalmente al mismo nivel del resto de las instituciones del estado.

4. Legitimidad de ejercicio y posición trascendente del juez

El juez no es un mero funcionario, sino la persona en quien se deposita la más


grave responsabilidad de defensa del imperio de la ley, y ello afecta a su estatuto
profesional, incluso a su posición ética con respecto al resto de la ciudadanía. Como en
1867 dispuso el marqués de Roncalli, Magistrado del Tribunal Supremo y, en ese
momento, Ministro de Gracia y Justicia, no sólo es conveniente sino también de público
interés que los funcionarios de la magistratura sean conocidos por todos, ―a fin de que
por todos sean considerados y respetados‖.27

Este deber justificaba la necesidad de proveer a los jueces y magistrados de


signos exteriores que les distinguieran de los justiciables, en las salas de justicia. Se

25
Joaquín Varela Suanzes, ―Algunas reflexiones sobre la soberanía […], cit., p. 39 y ss.
26
Varela Suanzes, últ. ob. cit., pp. 58-59. Sobre el art. 1.2 de la Constitución, ver también Ignacio de Otto
y Pardo, Derecho Constitucional, sistema de fuentes, Ariel, Barcelona, 1987, pp. 138 y ss; Álvarez Conde,
Curso […], cit., pp. 301 y ss; Francisco Balaguer Callejón et alii, Manual de Derecho Constitucional, 4ª,
2009, Madrid, Tecnos, 554. Sobre el art. 117.1, Enrique Ruiz Vadillo, ―Art. 117‖, Comentarios a las
leyes políticas: Constitución española de 1978, dir. Óscar Alzaga, pp. 289 y ss; Luis María Díez-Picazo
Giménez, Régimen constitucional del Poder Judicial, Madrid, Civitas, 1991; Landelino Lavilla Alsina,
―Caracterización constitucional del poder judicial‖, Homenaje a Don Antonio Hernández Gil, vol. I,
dirección y coordinación Luis Martínez-Calcerrada y Gómez, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces,
2001, pp. 805 – 811; Ignacio Díez Picazo Giménez, Comentarios a la Constitución […], cit., pp. 1827 y
ss.; Marcelo Huertas Contreras, El poder judicial en la Constitución española, Universidad de Granada,
1985; y Perfecto Andrés Ibáñez y Claudio Movilla Álvarez, El poder judicial, Madrid, Tecnos, 1986.
27
Real Orden de 16 de diciembre de 1867.

- 13 -
trataba de dar una mayor solemnidad a sus actos externos, pero asimismo de marcar el
lugar diferenciado del juzgador con respecto a los demás, puesto que la administración
de justicia ocupa igualmente, como es sabido, una posición trascendente dentro del
sistema de poder, como forma de preservar su imparcialidad y su independencia.

Cuando hablamos de posición trascendente, no nos referimos solamente a su


ubicación física en la sala de vistas, ni a su lugar neutral e imparcial. Hablar de posición
trascendente, cuando hablamos del juez, alude a que la justicia, para que sea respetada y
aceptada por sus destinatarios, requiere que quienes la imparten merezcan el respeto
social28. El juez debe contar con la adhesión ciudadana, saber que sus decisiones son
respetadas en función no sólo de la potestad pública que la dicta, sino también de la
consideración que, con independencia del sentido del fallo, merezca a la comunidad. La
forma, pues, cumple con su misión de preservar el contenido de las instituciones y, en el
caso que nos ocupa, es un medio de exteriorizar la auctoritas del juez frente a los
ciudadanos, entendida ésta, en su sentido clásico, como la legitimación moral que se
atribuye a una persona para emitir una opinión o decisión o, si se prefiere, como
depositario de un ―saber socialmente reconocido‖ 29 , que lleva a los ciudadanos a
respetarlas y darlas por válidas y justas.

La legitimidad del juez no depende tan sólo pues de la habilitación original que
recibe del poder constituyente, sino que ha de ganársela día a día en su quehacer
cotidiano. Al juez no le basta, pues, con su legitimación de origen, sino que es preciso,
para que sus decisiones sean respetadas y, desde el respeto, para que todos se sientan
moralmente vinculados por ellas, que su trayectoria profesional y personal, con el
esfuerzo y sentido de la justicia como nortes, sean acordes a la responsabilidad que
asume y con la trascendencia del poder con que la sociedad le inviste.

El juez precisa, por ello, gozar del respaldo ciudadano, de la consideración social,
para que su función sea respetada, desde el saber, y sentida como propia por todos. Su
función es, por ello, eminentemente moral, pues la mejor garantía de que esa adhesión
se produce es la disposición ejemplar del juez, su proceder virtuoso en todos los órdenes
de su vida, haciendo de la justicia, de la sabiduría, de la prudencia rasgos inherentes a su
carácter, es la mejor garantía de que estarán también presentes en sus decisiones y de
que los ciudadanos aceptarán de buen grado el sentido de estas. De otro modo, las
decisiones del juez tendrán serías dificultades para que sean sentidas como propias por
los ciudadanos, de quienes emana, no se olvide, la potestad de juzgar que ejerce el juez.

Y, para ello, nada mejor, que perseverar a lo largo de su ejercicio profesional, en


las notas que lo distinguen del resto de los ciudadanos y de donde proviene su autoridad:
el estudio del derecho y la formación, el respeto a la ley como emanación de la voluntad
popular, la dedicación profesional y el sentido de la justicia.

5. La independencia y la formación como garantías de la legitimidad del juez

28
Sobre la posición trascendente del juez como fuente de legitimidad, ver Ronald Dworkin, Los derechos
en serio, Barcelona, Ariel, 1999, p. 146; y Rosario Serra Cristóbal, La libertad ideológica del juez,
Valencia, Tirant lo Blanch, 2004, p 33.
29
Rafael Domingo, Auctoritas, Barcelona, Ariel, 1999, p. 9, con extensión y conforme también con la
definición efectuada por el romanista Álvaro D’Ors.

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La garantía de la legitimidad de ejercicio del juez se obtiene principalmente por
dos caminos. Por la senda del conocimiento del derecho y por la del respeto al
ordenamiento jurídico, al que se debe y que opera como límite a su poder. El
conocimiento de la ley y del derecho y el respeto al ordenamiento jurídico están
íntimamente relacionados pues solamente es posible hacer efectiva la exclusiva
sumisión del juez a la ley y al derecho –eso es, en pocas palabras, la independencia
judicial— desde su conocimiento.

El conocimiento del derecho es el hecho que diferencia al juez del resto de los
ciudadanos y por el que se le encomienda la tutela judicial del derecho. El iura novit
curia no es sólo un principio conformador con incidencia procesal (que tiene como
efecto, por ejemplo, que las normas legales no sean como regla objeto de la prueba),
sino que es expresión de la posición que corresponde al juez en la sociedad como
máximo conocedor del derecho. Y ese respeto depende no sólo de sus cualidades éticas,
sino fundamentalmente del conocimiento que tenga de la ley, un conocimiento que se
supone por el mero hecho de ser juez y administrar justicia.

Eso es lo que explica que el objetivo ideal, en toda sociedad, sea que la justicia
sea impartida por los mejores juristas, porque sólo con buenos juristas habrá buena
justicia; y sólo con una buena justicia el juez y el estado de derecho serán respetados.
Una mala sentencia, fruto de una mala preparación técnica del juez, sienta las bases para
la pérdida de respeto de la sociedad hacia los jueces y, por extensión, hacia todo el
sistema constitucional, pues es la jurisdicción la que sostiene y da sentido a todo el
sistema de poder. Ese mismo conocimiento del derecho permite al juez forjar su
prestigio social y favorece la confianza y seguridad de todos en la ley; y asimismo le
distingue y refuerza la confianza ciudadana. Un prestigio que muchas veces se le
reconoce a los jueces, encomendándoseles labores ajenas a su exclusiva potestad, en
atención a su especial posición trascendente. La buena administración de justicia
cumple además una función pedagógica, pues recuerda a los ciudadanos el valor
superior que ocupa el derecho para la convivencia pacífica y tácitamente le advierte de
la falta de necesidad de acudir a otras formas de tutela, menos justas o que recurran al
uso privado de la fuerza. Sin embargo, como luego señalo, no se debe olvidar que el
acierto de la justicia depende en gran medida de la cualificación del juez, pero no en
exclusiva: la dotación de medios materiales, la justicia y calidad técnica de las leyes,
aparte de otros imponderables, juegan un papel esencial en el resultado que obtienen las
partes, siendo frecuente el hecho de que el juez soporte la crítica por un perjuicio que no
es de su responsabilidad, sino consecuencia de déficit o carencias ajenas a su formación
técnica y a su dedicación profesional.

La necesidad de jueces bien formados técnicamente y aislados del poder e


interés político es lo que justifica su particular estatuto profesional, en concreto, su
sujeción a un régimen de carrera profesional al que se accede conforme a criterios
objetivos de mérito y capacidad. El sistema de acceso a la carrera judicial, que ha ido
perfeccionándose y actualizándose desde su creación, sirve a los dos propósitos
señalados. El sistema de cuerpo único de los jueces y magistrados, así establecido por el
art. 122.1 de la Constitución, favorece que el ejercicio de la justicia se despoje de
elementos políticos. El juez es, ante todo, un técnico en derecho, que ejerce la más
grave función técnico-jurídica posible. Por eso el sistema de selección, con sus
diferentes opciones, toma especial cuidado en que quienes ingresen en la carrera sean
los mejores de entre los aspirantes. El sistema de retribuciones de la justicia debería

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servir también al cumplimiento de dicho objetivo, haciendo que junto con la vocación,
el incentivo económico evitase que algunos de los mejores opten por otras profesiones
jurídicas. El sistema de carrera, por su parte, proporciona estabilidad en el ejercicio de
una labor esencialmente incompatible con otras actividades profesionales y garantiza la
sujeción de los jueces a un régimen de promoción profesional y de control disciplinario
en los que se evite a ultranza la arbitrariedad, se garantice en la medida de lo posible
que lleguen los mejores a los destinos de mayor responsabilidad y no se produzcan
injerencias externas que afecten a la independencia ni a la inamovilidad judicial.

Con todo, el sistema de selección de jueces ha provocado, por algunos, la puesta


en cuestión de la legitimidad del juez, especialmente a propósito del eventual control de
legalidad de las leyes. Se dice, en esta línea argumental, que el juez carece de
legitimidad democrática para anular leyes, contraviniendo así los mandatos de la
soberanía. La tesis es que sólo alguien elegido democráticamente puede someter a
control el producto del parlamento, en cuanto que depositario de la soberanía por
excelencia30. El propio Montesquieu lo entendía preferible, para evitar la perpetuación
de castas dentro de la judicatura 31. La crítica nos afecta sólo tangencialmente, en la
medida en que las facultades de control negativo de legalidad inherentes a los jueces
españoles se extiende a las leyes anteriores a la constitución (a través del mecanismo de
la derogación tácita) o de las normas de rango infralegal: fuera de estos casos, los jueces
no pueden inaplicar una ley vigente, salvo por la vía de plantear la cuestión de
inconstitucionalidad. El problema, en España, se traslada de la jurisdicción ordinaria al
Tribunal Constitucional, como consecuencia de nuestro modelo de control concentrado
de constitucionalidad de las leyes, conforme al modelo kelseniano. Pero eso no significa
que no se puedan producir situaciones de conflicto con el poder legislativo, estatal y
regional. De hecho, en casos relativamente recientes así ha ocurrido32.

Un argumento normalmente empleado para reforzar la crítica deriva de la


comparación con otros países. En efecto en los países de tradición angloamericana es
común la selección de jueces por sistema de sufragio. Siendo ello cierto (aunque no es
una realidad tan extendida como parece), debe reconocerse que, tradición aparte, el
modelo angloamericano responde perfectamente al papel del juez en ese sistema
jurídico, en donde su función no se limita a tutelar normas preestablecidas sino, de otro
modo, a crear derecho: el juez es, pues, fuente del derecho a través del sistema de
precedentes, por lo que cumple una función política, que justifica plenamente la
existencia de un control democrático inicial o sobrevenido a su función. Más justificado
aún si cabe, desde que la sentencia del Juez Marshall en el caso Marbury contra
Madison consagrase el denominado judicial review, es decir, el control difuso de
constitucionalidad de las leyes, atribuido a cualquier juez federal33.

30
Expone de forma extensa argumentos favorables a esta tesis Sebastián Linares en La (i)legitimidad
democrática del control judicial de las leyes, Madrid, Marcial Pons, 2008.
31
Según afirma Thierry Cathalà, ―La magistrature dans le systeme judiciaire français‖, Poder Judicial, n.º
especial, 1986, pp. 13-31; ver también, Rosario Serra Cristóbal, La libertad ideológica del juez, cit., p. 45.
32
Para recordar alguno de ellos, me remito por ejemplo a los que enumera Luis María Díez-Picazo en su
trabajos ―Consideraciones críticas sobre los conflictos entre órganos judiciales y asambleas legislativas‖,
Estudios sobre la Constitución Española: homenaje al Profesor Jordi Solé Tura, Madrid, Cortes
Generales, 2009, vol. I, ppo. 465-474; y ―El Poder Judicial: Breves reflexiones sobre veinticinco años de
experiencia‖, Revista española de Derecho constitucional, nº 71, mayo-ag. 2004, pp. 35-45.
33
Sobre el particular y con extensión, ver el libro de Sotirios A. Barber, The constitution of judicial power,
The Johns Hopkins university press, Baltimore and London, 1993.

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No es ese el caso del juez español, a quien no corresponde ese poder político de
creación de normas, ni tampoco el control negativo de constitucionalidad de las leyes
del poder legislativo. No comparto pues esta crítica al juez español, cuya legitimidad
democrática es máxima por emanar su poder directamente de la Constitución. Como se
ha dicho, además, La falta de representatividad no sólo no es causa de falta de
legitimidad, sino que, en cuanto que significa desvinculación de los otros poderes y de
los partidos que están en su base, es garantía de independencia para el juez 34.

En resumen, sólo el juez independiente gozará de legitimidad, pues la


independencia supone sujeción a las leyes y evitación de la arbitrariedad. Ese es el
auténtico control democrático del juez, el que le impone a priori el legislador a través de
sus normas. Y para ser independiente, es decir, para estar sólo sometido a la ley y al
derecho, es preciso disponer de las garantías que la propia Constitución y la Ley
Orgánica del Poder Judicial establecen, principalmente en cuanto respecta a su
inamovilidad –nota inherente a la propia idea de independencia del juez—.

6. Contribución del Tribunal Supremo a la legitimidad democrática de la


justicia

Quiero hacer una última reflexión en este epígrafe, referente al papel que
corresponde al Tribunal Supremo como instrumento para reforzar la legitimidad de los
jueces, y de la justicia, ante los ciudadanos.

Es bien conocida la posición que corresponde al Alto Tribunal en cuanto que


órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, con la salvedad de lo que
corresponde a la tutela de las garantías constitucionales. Así lo establece el art. 123
constitucional, tantas veces analizado a la hora de determinar el lugar que le
corresponde dentro del sistema institucional del Estado. En diferentes ocasiones he
tenido ocasión de defender la posición angular del Tribunal Supremo, no sólo como
cúspide de la jurisdicción ordinaria, sino también por ser la referencia del poder judicial
con respecto a las demás instituciones constitucionales. Entre ellas, en el pasado
discurso de apertura del año judicial 2009-2010. No es por tanto momento ahora para
reiterar una opinión ya manifestada y, asimismo, pacíficamente aceptada.

Sí puede tener interés, no obstante, dada la materia que es objeto de la presente


reflexión, indicar cuál es la contribución del Tribunal Supremo a mantener la confianza
en la justicia y, con ello, a fortalecer la legitimidad de la justicia y de sus actores. La
respuesta a esta pregunta es ciertamente diáfana; al Tribunal Supremo, como órgano
jurisdiccional, le son de aplicación las consideraciones generales sobre la legitimidad
del juez. Por tanto, cuenta con legitimidad de origen, pues su función emana del pueblo,
como la de todos los jueces, y se ejerce en nombre del Rey –así lo dispone el art. 117.1
de la Constitución—, y además se menciona expresamente por la Carta magna: en
definitiva, como órgano no sólo jurisdiccional sino también constitucional, su existencia
se liga directamente a la del propio sistema democrático; no en vano, su creación data
de la primera Constitución española, la Constitución liberal de 1812. Y, por cuanto se
refiere a la legitimidad de ejercicio, el Tribunal Supremo, en cada una de sus salas,

34
Es el pensamiento, que comparto, del desaparecido Francisco Tomás y Valiente, ―Independencia
judicial y garantía de los derechos fundamentales‖, Constitución, escritos de introducción histórica,
Madrid, Marcial Pons, 1996, p. 161.

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cumple con las garantías materiales que certifican su condición de órgano constitucional
y democrático, por mucho que sus miembros no sean elegidos democráticamente, sino
con respeto a los principios de mérito y capacidad, y de interdicción de la arbitrariedad,
que rigen el procedimiento de acceso a los cargos públicos.

Una especial forma de contribuir a reforzar la confianza ciudadana en la justicia


por parte del Tribunal Supremo es el cumplimiento de su misión unificadora de la
interpretación del derecho. El art. 123 de la Constitución no se detuvo a señalar las
competencias del Alto Tribunal, probablemente desde la aceptación de que su ubicación
dentro de la jurisdicción ordinaria lleva ínsita dicha responsabilidad. Pero el Tribunal
Constitucional sí lo ha reconocido así, en su Sentencia del Pleno 31/2010, de 28 de
junio, en la que se la define como función reservada al Tribunal Supremo, sea cual sea
el modo en que el legislador articule procesalmente su realización35. La tutela suprema
de la norma es una muestra de sumisión a la ley y al sistema democrático, desde la
consideración de la ley como principal fruto de la representación soberana del pueblo.

La unificación de doctrina es la principal forma de contribuir, desde el ejercicio


de la jurisdicción, a la realización de la seguridad, que reconoce la propia Constitución
en su art. 9.3 como uno de los principios jurídicos esenciales el Estado. Contribuir a la
seguridad jurídica haciendo una sola a la ley, desde una interpretación unificada; una
sola ley para un solo pueblo, el pueblo español, único reconocido por la Constitución –
según la interpretación de la Sentencia citada— y único poder constituyente del que
emanan todos los poderes del estado y, de entre ellos, en lugar preeminente, el poder
judicial. Para el cumplimiento de esa misión, no obstante, es necesario el máximo
compromiso de las instituciones, en materia de dotación de medios materiales y
humanos, que garanticen que la uniformidad en la interpretación sea real, evitándose
discordancias o divergencias ante supuestos similares en las decisiones del Tribunal.

El Tribunal Supremo es, en su función uniformadora de la interpretación de la


ley, garantía del principio de unidad del derecho, una de las misiones a las que sirve la
unidad de jurisdicción que proclama la Constitución en su art. 117.5. El Alto Tribunal
desempeña su función unificadora, esencial en el sistema de justicia, en ámbitos tan
variados, pero tan relevantes, como son la lucha contra la criminalidad, en todas sus
vertientes —y con énfasis especial en el campo del terrorismo y de la delincuencia
organizada—, la protección de los derechos de los trabajadores, la tutela del derecho
privado, la supervisión de la actividad administrativa o el control de legalidad y la
disolución de los partidos políticos —esta última competencia, asumida por la Sala
especial prevista en el Art. 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial—. Del mismo
modo que, en el plano del gobierno de la justicia, se reconoce en la propia Sentencia n.º
31/2010, del Tribunal Constitucional, que el Poder Judicial, cuya organización y
funcionamiento están basados en el principio de unidad, ―no puede tener más órgano de
gobierno que el Consejo General del Poder Judicial, cuyo estatuto y funciones quedan
expresamente reservados al legislador orgánico‖. De acuerdo con la Constitución,
ningún órgano, salvo el Consejo General del Poder Judicial, puede ejercer la función de
gobierno de los órganos jurisdiccionales integrados en el poder judicial, exclusivo del
Estado, ni otra ley que no sea la Orgánica del Poder Judicial puede determinar su
estructura y funciones36.

35
Se trata de la Sentencia resolutoria del recurso de inconstitucionalidad planteado por noventa y nueve
diputados contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña, fundamento jurídico 44.
36
STC 31/2009, fundamento jurídico 47.

- 18 -
III. Cambio social y consideración ciudadana del juez

1. Incidencia de los cambios sociales en la percepción social de la justicia

La visión del juez por la sociedad puede alterarse, pues la relación que existe
entre los poderes públicos y los ciudadanos evoluciona al mismo ritmo en que avanzan
los tiempos.

Los cambios experimentados por la sociedad española en los años de vigencia


constitucional, una circunstancia particularmente apreciable a más de treinta años de
vigencia de la Carta magna, así lo avalan. La sociedad de hoy comparte con la de los
primeros años de la democracia las notas esenciales que llevaron al pueblo español a
optar por su homologación con los sistemas políticos de las naciones desarrolladas,
poniendo a la libertad, a la igualdad y a la justicia como bases de la convivencia y
presupuestos necesarios para la consecución del bienestar de los ciudadanos. Sin
embargo, la evolución social ha actualizado muchos de los parámetros tradicionales de
convivencia y también la percepción sobre el poder y las relaciones entre el poder de los
ciudadanos.

A este estado de cosas no son inmunes la justicia ni los jueces. El pueblo español
acepta hoy con naturalidad la convivencia democrática con todas sus implicaciones. Las
modernas generaciones de españoles no han conocido otro sistema político que la
democracia, viviendo siempre en un régimen de libertades y en una situación favorable
de prosperidad, desconocida con anterioridad, lo que en sí implica un cambio sustancial
con respecto a aquella generación que aprobó en referéndum el texto constitucional y
que, desde la exigencia, construyó las bases de legitimidad del Estado. La mera
experiencia de vida en democracia de forma ininterrumpida por más de tres décadas
hace que el español de hoy sea más consciente de sus derechos, y que los ejerza y
defienda sin tutelas previas, cada vez con más confianza ante las instancias jurídicas;
todo ello incide en la actividad de los jueces y en las relaciones del poder judicial con el
resto de la sociedad.

3. La presencia pública del juez

La realidad descrita, de manera indeliberada y como consecuencia del natural


progreso de la sociedad, ha colocado al profesional de la justicia, esencialmente
prudente en el ejercicio de su función e inconfundiblemente discreto en su vida privada
y al desarrollar sus relaciones sociales, en una posición hasta ahora desconocida con
respeto a sus conciudadanos. El poder judicial no es en la actualidad ese poder oculto y
anónimo, del que se hablaba en los albores del sistema constitucional, y eso afecta,
como es lógico, a sus protagonistas principales, los jueces y magistrados.

Este cambio de escenario ha hecho que el ejercicio de la jurisdicción adquiera un


protagonismo público –o si se prefiere, mediático— inusual, poco imaginable décadas
atrás, que hace que el trabajo de los jueces en la resolución de controversias, en el
control de la actuación y legalidad de las administraciones o en la aplicación del ius

- 19 -
puniendi estatal trascienda en muchos casos del simple interés jurídico presente en los
procesos –que es el interés de las partes en litigio o de quienes demandan la respuesta
judicial frente a unos determinados hechos supuestamente antijurídicos—; este nuevo
panorama plantea nuevas variables cualitativamente relevantes en la relación entre el
juez y la sociedad.

La presencia de la justicia y de sus protagonistas en el espejo público de la


sociedad, no deseada por muchos jueces y magistrados –para algunos, incluso, no
deseable37—, debe, no obstante, ser aceptada sin recelos, asumiendo con normalidad
que probablemente nos encontramos ante un camino sin retorno38. Eso no quiere decir
que la aceptación de una nueva realidad como la expuesta deba producirse de manera
incondicionada o que haya de implicar alteración sustancial de los fundamentos de la
función de administrar justicia, tal como la hemos venido entendiendo desde el
surgimiento del Estado moderno hasta hoy. Lo que la justicia esencialmente es
trasciende de la incidencia de factores adjetivos; lo cual no significa que debamos
permanecer, desde el ejercicio de la jurisdicción, ajenos a la realidad social, algo que,
por otra parte, y de acuerdo con lo dispuesto por el Código civil, constituye también
parámetro de interpretación de la ley y del derecho.

Los cambios que experimenta la sociedad deben ser observados, pues, no como
un elemento de inquietud, que haya de alterar el carácter con que el juez afronta la tutela
del derecho en el caso concreto, sino como un factor beneficioso, que ayuda a acercar la
labor judicial a la sociedad, pero que, del mismo modo, exige de los jueces y
magistrados una nueva actitud frente a una sociedad más pendiente de cómo actúan los
jueces y de su real contribución a la consecución del estado de derecho. De suerte que
se ayude a comprender mejor, a aceptar el alcance, contenido y la dificultad de la
responsabilidad que asumimos los jueces y magistrados con respecto a la sociedad,
evitando esa equívoca visión del juez como un sujeto despegado de la realidad en la que
convive con los demás ciudadanos (una imagen que los jueces sabemos errónea),
estrechando la débil brecha que entre los dos existe y superando esa desconfianza que
en ocasiones, impremeditadamente, y muy vinculada al recelo que se suele tener hacia
el poder y hacia lo público, acompaña con alguna frecuencia al ejercicio de la labor
judicial.

El reconocimiento de la circunstancia social en la que se ejerce la función


pública de juzgar ayudará a la mejor identificación y calificación de los
comportamientos humanos (parte capital de la labor judicial, que se proyecta sobre
acciones dependientes de la voluntad humana), y a adecuar la respuesta de la justicia,
dentro de los parámetros de la ley, a una realidad social de la que el juez, como sujeto
integrante del cuerpo social, también es protagonista.

La conclusión a la que se llega es que el juez no puede obviar que el ejercicio de


su potestad constitucional tiene repercusión más allá de la posición procesal de las
partes, sin que ello deba condicionar el modo en que dicha potestad es ejercida. Tenerlo
presente abre un nuevo marco de relaciones entre el juez con el conjunto de la sociedad:
cuanto mejor sean expuestas sus implicaciones, dificultades y condicionantes, sus fines
y efectos, la complejidad de la organización de la justicia, los límites a los poderes del

37
Ver, por ejemplo, Francisco Tomás y Valiente, A orillas del Estado, Madrid, Taurus, 1996, p 143.
38
Sobre el particular, Claudio Movilla Álvarez, El compromiso cívico del juez demócrata: la labor
periodística, Barcelona, Ronsel, 1999.

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Estado, las funciones de control y garantía atribuidas a la jurisdicción, más ajustada con
la realidad será la percepción pública de la actividad del juez, pero también la realidad
sociológica de la justicia, cuanto antes sean conocidas las reglas inquebrantables dentro
de un Estado de derecho, más fácil será por la sociedad comprender el alcance real de la
función judicial –así como su dificultad, en virtud de la diversidad de intereses jurídicos
relevantes en juego en la decisión del juez—, y más cómodamente se obtendrá la
adhesión de los ciudadanos con nuestra parcela de responsabilidad; un ámbito de lo
público que emana del pueblo y que los jueces ejercemos con lealtad, sujeción a la ley y
compromiso con el valor de la justicia.

De ahí la importancia de cohonestar el crecimiento del interés social por la


justicia, con todas sus implicaciones, con el normal desempeño de los quehaceres
jurisdiccionales por los jueces y magistrados; de conjugar la mayor presencia en los
medios de noticias relacionadas con la justicia, con las notas de prudencia y discreción
que, desde la construcción de las bases de la jurisdicción tal como hoy la concebimos,
definen en buena medida las bases que componen su estatuto ético, pero que son
exigidas también por los concretos derechos e intereses de las partes en litigio. Y es que
el interés por lo judicial, por la actividad de los jueces y magistrados, aun forjado
muchas veces sobre un número de casos porcentualmente irrelevante en relación con el
conjunto de la actividad judicial, marca la imagen pública de la justicia, lo cual incide
indirectamente en la legitimidad del juez desde el punto de vista ciudadano, en la
medida en que el ciudadano pueda verse reflejado en el contenido de las sentencias, y
entienda las razones que fundamentan la decisión judicial. Esta es una cuestión sobre la
que más adelante volveré, pero que es oportuno recalcar ya.

4. El aspecto prestacional de la justicia

Todo lo que se acaba de exponer nos conduce a otro aspecto interesante, en


relación con la percepción social sobre el papel del juez. La justicia no se ve hoy,
simplemente, como un poder más del estado, sino como un servicio público.

El juez es el titular de un poder del estado pero, de acuerdo con esta nueva
perspectiva, el ciudadano concibe su actividad como la consecuencia de un servicio
público más, dentro del entramado de servicios públicos que el estado ejerce con
carácter prestacional. Esta nueva percepción tiene su justificación: la jurisdicción es, de
acuerdo con la concepción tradicional, manifestación de soberanía, pero presenta
carácter típico de servicio público, en la medida en que ha sido creada para dar
satisfacción de forma permanente a cierta categoría de necesidades de interés general,
hecho difícil de cuestionar cuando hablamos de algo angular en un estado de derecho
como es la función del juez, que contribuye a la paz social a través de la aplicación de
las normas del ordenamiento para la resolución de controversias entre partes, en los
casos en que éstas no son capaces de hacerlo privadamente o cuando la ley otorga
directamente al juez la potestad de actuar determinados derechos.

Otra cuestión es si, en realidad, la justicia es técnicamente un servicio público o


no. Este asunto, según los términos trazados por la doctrina administrativista (desde la
creación de la teoría del servicio público en la transición del siglo XIX al siglo XX 39),
39
La materia es ciertamente compleja y trasciende los límites de esta reflexión. La construcción de la
teoría del servicio público se debe a los trabajos de la Escuela Realista de Burdeos encabezada por el

- 21 -
es ciertamente complejo, porque la noción clásica de servicio público se refiere a
actividades en las que está presente un interés general pero que no entrañan el ejercicio
de autoridad o supremacía.

Con independencia de la posición que se adopte, de si es correcta o no dicha


identificación, es lo cierto que los ciudadanos lo perciben así, muchas veces sin acudir
al matiz técnico que ha llevado a los autores a distinguir entre servicio público y función
pública40, toda vez que, desde el punto de vista ciudadano, ajeno a las construcciones
doctrinales y con un conocimiento limitado de las instituciones políticas, la
administración de justicia se ejerce por órganos públicos –eso sí, diferenciados y
autónomos de las administraciones públicas—, con carácter de permanencia, se aplica
uti singuli y provee en su conjunto al bienestar general, notas que, de acuerdo con la
doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, junto con la satisfacción de derechos
fundamentales, libertades públicas y bienes constitucionalmente protegidos (STC
26/1981, de 17 de julio) son objetivos propios de los servicios públicos.

A esta percepción contribuye, al margen del uso devaluado de los conceptos


jurídicos, la particular naturaleza de la administración de justicia en España según el
modelo constitucional y la interpretación que de él ha hecho la doctrina constitucional
(en este caso, conforme con la STC 108/1986, que determinó las bases constitucionales
de las competencias del Estado central, las Comunidades Autónomas y el Consejo
General del Poder Judicial en la materia). La concurrencia de tres fuentes de poder con
atribuciones en materia de justicia, y coadyuvantes las tres de la labor de los jueces y
magistrados, en materias tan heterogéneas como la selección de personal, la creación de
órganos, la determinación de la capitalidad y sede de las demarcaciones judiciales, la
organización de la oficina judicial, la atención al ciudadano, la informatización, la
inspección de tribunales o las retribuciones de jueces y magistrados, entre otras, en la
que juegan diferentes fuentes de responsabilidad pública. La contribución de las
administraciones públicas competentes está en el origen de los avances experimentados
por la justicia española en los últimos decenios. Pero, observada ad extra desde el punto
de vista del ciudadano, puede dificultar a éste la identificación de cuál es la autentica
fuente de la que emana el poder judicial y su ubicación dentro del conjunto de
instituciones políticas del Estado.

Se compartan o no los argumentos que la justifican, creo justificada esta última


apreciación. A los efectos de la presente reflexión, parece evidente que esa relación que

jurista francés Leon Duguit, una vez superada la concepción negativa del Estado, como mero poder
encargado de ejercer funciones de control y de policía, y aceptado el matiz positivo o prestacional
presente también en la actividad administrativa. Sobre la noción de servicio público, Sabino Álvarez
Gendín, El servicio público: su teoría jurídico-administrativa, Madrid, Instituto de Estudios Políticos,
1944; Gaspar Ariño Ortiz, Juan Miguel de la Cuétara, José Luis Martínez López Muñiz, El nuevo
servicio público, Madrid, Marcial Pons, Universidad Autónoma, 1997; Germán Fernández Farreres, ―El
concepto de servicio público y su funcionalidad en el Derecho Administrativo de la nueva economía‖,
Justicia administrativa: revista de derecho administrativo, nº 18 en.-2003, pp. 7-21; Santiago Muñoz
Machado, Servicio público y mercado, Madrid, Civitas, 1998; Luciano Parejo Alfonso, ―El Estado social
administrativo: algunas reflexiones sobre la crisis de las prestaciones y los servicios públicos‖, Revista de
administración pública, nº 153, septiembre-diciembre-2000, pp. 217-249.
40
Guido Zanobini, Corso di diritto administrativo, Milán, Giuffrè, 1954-1957; Ver también Tomás
Ramón Fernández, ―Del servicio público a la liberalización. De 1950 hasta hoy‖, Revista de
Administración Pública, nº 150, septiembre-diciembre de 1999, que resume la evolución de la doctrina y
una polémica en la que han intervenido autores como José Luis Villar Palasí, Manuel Garrido Falla o
Eduardo García de Enterría.

- 22 -
se establece entre el ciudadano y la justicia o, si se prefiere, esa percepción que el
ciudadano tiene de la administración de justicia no difiere mucho, mutatis mutandis, de
la que mantiene con respecto a los servicios públicos que recibe por parte de las
diferentes administraciones públicas, en cualquiera de los niveles territoriales. Y eso
conduce a que el ciudadano, ajeno a las notas características que definen esa relación de
especial sujeción que le liga con la administración de justicia, como parte o como
tercero en el procedimiento (relación diferente, por su propia peculiaridad, de la que
vincula a los sujetos con las instituciones oficiales que asumen la prestación de los
servicios públicos administrativos), tienda a exigir de la justicia, de sus órganos y de sus
responsables (órganos jurisdiccionales –encabezados por sus titulares, los jueces y
magistrados—, Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas con competencias
transferidas en materia de administración de la Administración de justicia), un nivel de
prestación de servicios equivalente al que recibe de los servicios públicos que, conforme
con la dogmática tradicional administrativista, merecen ese calificativo.

Ello conduce, como consecuencia, a que, al igual de lo que acontece con los
servicios públicos proprie dicta, los ciudadanos reclamen, con mayor reiteración y
grado de exigencia, un mejor y más eficaz funcionamiento del servicio público de la
justicia. Esa demanda, sin embargo, no se reduce tan sólo al ámbito de los sujetos
implicados en el proceso ni a los titulares de los derechos e intereses que se integran en
la esfera de soberanía de los individuos, pues se socializa y extiende al conjunto de la
ciudadanía, a través de los representantes de la opinión pública, los cuales actúan como
mandatario y portavoz del común de la sociedad en petición de una mejor justicia.
Administrar justicia no es ya, en otras palabras, un asunto entre las partes y el tribunal,
pues la sociedad, desde la opinión pública, alimenta el interés por una buena
administración de justicia en su consideración global y a veces poco matizada.
Cualquier actuación o decisión discutible relacionada con la actividad de los jueces y
magistrados, en sentido lato, determina una crítica a la justicia en su conjunto.

5. La dificultad de definir los ámbitos de competencia en un sistema complejo de


justicia

Continuando con este último argumento, aunque es cierto que, como pasa en
cualquier organización compleja como es la jurisdicción ordinaria, el cumplimiento de
los objetivos depende del buen y armónico funcionamiento de todos y cada uno de las
piezas que lo integran como ocurre, en otros ámbitos, con las cadenas de montaje o con
los complejos mecanismos de los instrumentos tecnológicos, la falta de detalle en la
crítica conduce a que, por una parte, cada actuación particular fallida reste credibilidad
al conjunto del sistema público de justicia, muchas veces por las dificultades de hallar,
sin un conocimiento mínimo de las piezas que componen el engranaje de la justicia y de
su misión particular dentro de los fines del conjunto, a quién atribuir la responsabilidad
de ese acto.

No es extraño, por ello, encontrarnos con sucesos en que se culpa a la justicia, en


general, de un supuesto error de cualquiera de los que en ella intervienen; que una
decisión discutible de la administración penitenciaria sea concebida como un error de la
justicia; que las actuaciones anormales derivadas de la carencia de medios materiales de
documentación y comunicación en los tiempos de la sociedad de la información se
atribuyan a la exclusiva responsabilidad del juez, aun tratándose de un ámbito ajeno a su

- 23 -
responsabilidad; o que, por ejemplo, ante la emisión de un fallo o decisión judicial no
compartida por algún sector de la opinión pública se exijan responsabilidades del
Consejo General del Poder Judicial, que sí es el órgano constitucional de gobierno de
los jueces y magistrados, pero que carece de atribuciones jurisdiccionales que le
habiliten para revisar decisiones judiciales, y de competencias gubernativas que le
permitan entrar en el modo de decidir causas o procesos (algo contrario a la
independencia judicial, proclamada en el apartado tercero del art. 117 constitucional) o
imponer sanciones disciplinarias por el contenido de sus resoluciones.

Estas observaciones se basan en una realidad cada vez más cercana a la cotidiana
capacidad de percepción de los jueces y magistrados, y definen una situación en la que
la valoración ciudadana con alguna frecuencia yerra en la identificación de las causas de
un supuesto error y en la determinación de sus responsables. Todo esto afecta, sin lugar
a dudas, en la firmeza de los consensos morales de donde deriva la confianza de los
ciudadanos en las instituciones de la justicia y en los titulares de la jurisdicción, factores
esenciales para construir y fortalecer los fundamentos de su legitimidad social, de
manera conjunta. Habida cuenta de que, por un lado, las disfunciones ajenas al concreto
campo de responsabilidad del juez (que es, de forma exclusiva y excluyente, la tutela y
realización del derecho objetivo a través de la resolución de controversias jurídicas en
sus sentencias) terminan por afectar a la consideración social de éste y, en cierta medida,
perturban la legitimidad que ostenta con respecto a la sociedad; y, por otro, de que toda
deslegitimación del juez, por errores suyos o ajenos, conduce al descrédito general de la
administración de justicia en su conjunto, con el riesgo grave, de prescindirse de
matices, de deslegitimación del estado de derecho, del cual el poder judicial es pieza
angular.

6. Recapitulación

Por lo expuesto, tal vez haya llegado ya la hora de que, cada uno, desde la
posición que nos corresponde en la estructura institucional del estado, contribuyamos a
evitar que ese efecto no deseado se produzca. Hora es, pues, de que entre todos
cooperemos con ese fin pedagógico, ayudando, desde el compromiso con nuestra
vocación y con el cumplimiento de las competencias que nos atribuye la ley, a facilitar
la visión de la administración de justicia no como un todo complejo, sino que seamos
capaces de poner de relieve a los ciudadanos que la realidad de la justicia está
condicionada por la de los diferentes elementos que la componen, piezas heterogéneas y
con autonomía organizativa y funcional –aun colaboradoras y tributarias de un mismo
fin—, cuyo funcionamiento no siempre responde al ideal , pero en el que, con sus
limitaciones, siempre se cuenta con la profesionalidad y máximo compromiso de sus
protagonistas. A la par, es preciso también que seamos capaces, desde el máximo
respeto a las notas de independencia e imparcialidad que definen nuestra potestad
constitucional, de que el ejercicio de nuestras funciones de tutela jurisdiccional se
cohoneste con la percepción ciudadana de la justicia como servicio público.

No pocos de los esfuerzos y proyectos que componen la reforma de la justicia se


encaminan en esas dos direcciones: la política de comunicación desarrollada por el
Consejo General del Poder Judicial, de amplio contenido y manifestaciones no sólo en
el ámbito de los medios, sino también en el de la educación, se dirige a incrementar el
grado de conocimiento de la administración de justicia por parte de los ciudadanos y de

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quienes ejercen de intermediarios entre los ciudadanos y la realidad, sabedores de que
sólo desde una posición de conocimiento cierto de la justicia se podrá valorar con
adecuación, en cada caso, los actos emanados de los tribunales y atribuir la
responsabilidad por posibles disfunciones al auténtico responsable. Por otro, algunas de
las concretas iniciativas desarrolladas desde los poderes públicos, y también desde el
órgano de gobierno del poder judicial, conducen al reforzamiento de los cauces de
comunicación entre los tribunales y los ciudadanos (pienso, por ejemplo, en las oficinas
de atención al ciudadano, pero también en la sección de quejas, o en la política de
protección de víctimas de delitos), con el sano objetivo de ofrecer al ciudadano una
justicia de calidad, de conformidad con la percepción que éste tiene de la justicia como
servicio público.

IV. Los medios como instrumento para obtener la adhesión social del juez

1. El protagonismo mediático de la justicia

Hay otros factores que afectan a la tradicional percepción de la justicia por los
ciudadanos, y que, de forma más o menos directa, pueden tener incidencia en la
confianza de la sociedad hacia los jueces y hacia el modo en que ejercen su función.
Uno de esos factores es, desde luego, el mayor protagonismo mediático del poder
judicial, el cual, ubicado tradicionalmente en lugares poco llamativos dentro de los
medios de comunicación, salta hoy con relativa frecuencia a las cabeceras de los medios.
A este hecho contribuye, a mi entender, la nueva realidad social anteriormente descrita.

Ello es sin duda positivo, así como un síntoma de madurez democrática, que nos
homologa con otras naciones desarrolladas, puesto que los poderes nacen del pueblo y
el pueblo exige que su funcionamiento se adecue a los objetivos para los que fueron
establecidos. Los medios de comunicación se erigen hoy, en gran medida, en portavoces
del sentir social, desde su privilegiada posición de intermediarios entre la sociedad y la
actualidad, cumpliendo una misión esencial e insustituible dentro del conjunto del
sistema democrático.

2. El juego de la información y la crítica de tribunales

La entrada en juego de los medios en relación con el ejercicio de la jurisdicción


nos muestra nuevas derivadas de interés, con consecuencias en la consideración del juez
por parte del cuerpo social. En primer término, no es preciso recordar que la función de
los medios de comunicación se orienta a la información de los ciudadanos de modo
principal, pero tal vez sí lo sea matizar que, en ocasiones, por razones de diversa índole
cuya exposición detallada excedería los límites marcados en la presente reflexión, se
centra más en la denuncia que en la exposición del quehacer normal del juez. Los
medios de comunicación se centran en la noticia y, de manera habitual, lo usual, lo
cotidiano, no es noticia y, por ende, carece de interés para los medios. Ello no es en sí
objetable, pero sí podría serlo el hecho de forjar una imagen de la justicia basada tan
solamente en la acumulación sucesiva de diferentes supuestos problemáticos y
discutidos, pero muy frecuentemente excepcionales en relación con el normal discurrir
de la vida de los juzgados y tribunales.

- 25 -
Si lo resaltamos ahora no es para significar que los jueces deban estar
preocupados por cuestiones de imagen a la hora de decidir controversias; sino, al
contrario, y desde otra posición, para advertir de las consecuencias de construir la
imagen de la justicia sobre casos polémicos, aunque cierto es que, en esos casos
también, la respuesta adecuada de la justicia puede servir de catalizador de la confianza
ciudadana en las instituciones y en el estado de derecho, pues la fuerza moral de las
instituciones públicas se mide por su respuesta a la sociedad en casos difíciles.

La más elementales reglas de la argumentación nos enseñan, sin embargo, que


no es posible extraer una regla general de uno (o de varios) casos particulares, pero no
obstante asistimos con naturalidad a una creciente tendencia a juzgar la justicia, la labor
de los jueces, su aptitud para proveer a la consecución de los fines propios de la justicia
y de la convivencia pacífica, en definitiva, su capacidad de cumplir el mandato social,
en función del resultado de un número poco significativo cuantitativamente de asuntos
en relación con el conjunto global de casos de que se ocupan los centenares de órganos
jurisdiccionales existentes en España. Dándose en la mayoría de las ocasiones el hecho
de que el desacuerdo o la crítica hacia el sentido de una determinada decisión judicial en
esos casos especialmente sensibles para la sociedad no implica la falta de acierto, desde
un punto de vista técnico, o la falta de justificación material de la decisión: conscientes,
además, de que en numerosas ocasiones la resolución judicial no propone más que la
opción más adecuada de las diferentes opiniones jurídicas posibles en el caso, una vez
ponderadas las circunstancias del caso, los intereses en juego, las normas aplicables y la
doctrina legal y jurisprudencial existente.

3. Transparencia y visión veraz de la labor de los jueces

La cuestión es, en los casos señalados, qué hacer. Es evidente que el juez no
debe verse condicionado, a la hora de decidir, por la opinión pública, puesto que al
administrar justicia sólo depende de la Constitución y del resto de las leyes que integran
el ordenamiento, de acuerdo con la interpretación uniforme emanada del Tribunal
Supremo y, en materia de garantías constitucionales, del Tribunal Constitucional.

La supremacía de las leyes en un estado de derecho no puede verse determinada,


cuando se trata de los órganos a quienes se reserva constitucionalmente la tutela del
ordenamiento, por puras necesidades de imagen, pues no hay mejor imagen para el juez
que la que proyecta el acierto al aplicar la ley, consciente de que su decisión constituye
un acto de soberanía que refleja la propia existencia y pervivencia del estado y del
pueblo que le da legitimidad. Una decisión que busque la adhesión, la simpatía de la
opinión pública, por encima del compromiso de sujeción a la ley que asume desde el
momento de su ingreso en la carrera judicial, es una decisión viciada radicalmente.

El respeto estricto a este compromiso a veces coloca al juez en una posición


incómoda con respecto a la sociedad, pero ése es el modo de proceder, la pauta ética que
debe guiar sus decisiones y su fuente de legitimidad. En otras palabras, el juez no debe
buscar otra justificación para sus decisiones que la que le corresponde de acuerdo con su
estatuto constitucional.

He ahí mucha de la grandeza de la función del juez. Su legitimidad no se puede


fundar en criterios de popularidad social, dado que la búsqueda de la adhesión de los

- 26 -
ciudadanos introduce un elemento perturbador a la hora de cumplir con su misión
constitucional –que no es más que la resolución de controversias jurídicas desde la
tutela o desde la aplicación del derecho objetivo—, de forma soberana y con el único
límite que supone la ley. Lo contrario supone la quiebra de la esencial neutralidad que
corresponde y que distingue a la jurisdicción del resto de los poderes públicos. Es, pues,
el respeto a las leyes el lugar donde los jueces hemos de hallar la consideración social,
la adhesión de los ciudadanos, y donde se encuentra la auténtica fuente de nuestra
legitimidad con respecto al conjunto de la sociedad y respecto de los demás poderes
públicos.

Aceptando este hecho, quizá se entienda mejor la lúcida manera con la que
Emilio Gómez Orbaneja resumió, en el pasado siglo, la posición del juez frente a la
sociedad, cuando se refirió a la soledad del juez, el precio del respeto a la independencia
y de su neutralidad social. Pero así debe ser, eso es lo que corresponde al juez y lo que
del juez se espera. Lo contrario no es más que la búsqueda de una legitimidad ficticia e
impostada, que aleja al juez de los fundamentos de su compromiso con la sociedad y
que, a la larga, genera desconfianza a partir de un modo de ejercer la jurisdicción inicuo
y viciado de raíz. Juzgar con fidelidad a la ley y al derecho no es lo mismo que
comodidad, y el compromiso que el juez asume, desde su juramento de cumplimiento
de la ley, le puede llevar en algunas ocasiones a adoptar decisiones impopulares o
difíciles de comprender.

Esa es su responsabilidad, sea cual sea el precio, si se quiere hacer de la ley


realmente un instrumento que garantice nuestra igualdad y nos aproxime a la justicia.
En el retrato del juez Frank Marshall realizado por Rembrandt Peale en 1835, y que se
exhibe en la Sala de conferencias del edificio del Tribunal Supremo de los Estados
Unidos de América en Washington D. F., se introduce el lema fiat iustitia: que se haga
la justicia. Esa es la mejor garantía de legitimidad del juez, con independencia de las
consecuencias que de ello se deriven: fiat iustitia, pereat mundus; que la justicia impere
en todo caso, sabedores de que, a la larga, los efectos de la decisión justa serán siempre
beneficiosos para el conjunto de la sociedad. Lejos de otros sentidos aplicados a este
aforismo, que lo identifican más bien con una concepción de la labor del juez como
actividad regida por la inexorabilidad en la aplicación de la ley, sin atender a sus
consecuencias, u otras de distinto sesgo, la expuesta es su interpretación más adecuada41.
Porque la consecución de la justicia, es, conforme con los postulados de la ética clásica,
el fin último al que conducen todas las buenas obras de los hombres, lo que la procura
un lugar preeminente entre las virtudes42, por ello, toda obra dirigida a hacer real la

41
Fiat iustitia, pereat mundus (o fiat iustitia et ruat coelum) fue el lema del reinado de Fernando I de
Habsburgo, emperador del Sacro imperio romano-germánico. Aparentemente su origen no debe
localizarse en el derecho romano, pues la expresión data del siglo XVI. La frase fue utilizada por Kant en
1791 en su Ensayo sobre la paz perpetua (obra conocida, a otros efectos, por anticipar la necesidad de
crear una Comunidad de Naciones como forma de evitación de la guerra). En Kant la frase resume parte
de su legado filosófico moral, y trata de justificarse a través de ella la necesidad de que la justicia impere
siempre, con independencia de las consecuencias que ello depare. No obstante, a quien se atribuye el uso
por primera vez de la expresión es al teólogo luterano Felipe de Melanchton en sus Lugares Comunes
(Loci theologici ad fidem), obra de gran influencia redactada en 1521, en donde se utiliza con idéntica
pretensión de destacar la posición de la justicia entre las virtudes morales y de la necesidad de darle
primacía a cualquier precio. Aunque es cierto que en los últimos tiempos se ha vulgarizado su significado,
y que se le puede atribuir también un sentido irónico, de ella cabe asimismo deducirse que la labor de la
justicia exige la confianza de los ciudadanos.
42
Aristóteles, Ética nicomáquea […], cit. passim.

- 27 -
justicia debe, atendiendo a esa preeminencia prevalecer por encima de otras
consideraciones.

4. La popularidad, como falsa fuente de legitimidad del juez

La popularidad no está reñida con el acierto en el ejercicio de las potestades


públicas, pero, mal entendida, puede difuminar esa tenue línea que marca los límites de
discreción dentro del cuales ha de discurrir el ejercicio de la jurisdicción y que son
inherentes a los fines constitucionales de una función en la que la prudencia forma parte
esencial. En un contexto político social de crisis del estado moderno, tal y como lo
concebimos hoy, de cierto descrédito de las instituciones públicas por parte de los
ciudadanos, la figura del juez, como titular de un poder autónomo y soberano, sometido
tan sólo al imperio de la voluntad popular manifestada en las leyes, puede erigirse como
última referencia ética frente al desencanto y en el único pilar, el único sostén, en
definitiva, de todo el sistema de poder imperante desde el advenimiento del estado
moderno.

En la medida en que sea así los jueces deben asumir con responsabilidad ese
papel añadido a nuestra compleja misión, pero al mismo tiempo deben evitar sucumbir a
los riesgos que la popularidad puede generar en la personalidad de un profesional al que
normalmente se le exige discreción en el ejercicio de su actividad técnica. Los ejemplos
de esa búsqueda de referencias éticas en la justicia los tenemos recientes en nuestra
memoria. Basta simplemente con volver nuestra mirada al fenómeno social y mediático
que supuso en la vecina Italia de finales del pasado siglo, el movimiento mani pulite, de
lucha contra la corrupción política43.

La actuación de la justicia supuso una bocanada de optimismo para una sociedad


desconfiada hacia sus instituciones, pero, incluso en ese estado, el exceso de
popularidad encendió las alarmas de la sociedad, toda vez que el respaldo social al juez
puede volverse en su contra cuando las exigencias de la legalidad le lleven a actuar
contra aquellos de los que proviene el respaldo. La firmeza en la decisión justa es
también una fuente de legitimidad para el juez44.

Pero la popularidad, que es un fenómeno difícil de controlar por el individuo


como fenómeno eminentemente emocional y colectivo, puede ofrecer una falsa y frágil
legitimidad, volátil con tanta rapidez como lo son los hechos que la motivan, ante todo
por el efecto que puede generar en el fuero interno del juez. En efecto, el juez no juzga
como un autómata; como ser humano, actúa y tomas sus decisiones desde su propia
experiencia y la vivencia acumulada a lo largo de los años. La subjetividad está siempre
en las acciones de los sujetos, pero eso, en el caso del juez, no debe empañar la
observancia de la garantía de independencia, porque el juez ha de ser consciente de su

43
Sobre el movimiento mani pulite, ver con más extensión Luciano Violante, Magistrati, Turín, Einaudi,
2009; Francesco Saverio Borrelli, Corruzione e giustizia, Mani pulite nelle parole del procuratore
Borrelli, 1999, Kaos Edizioni; Antonio di Prieto, Memoria. Gli intrighi e i veleni contro "Mani pulite",
1999, Kaos Edizioni.
44
Resumida en la frase Es gibt noch Richtern in Berlin (Todavía quedan jueces en Berlín), perteneciente
a la conocida anécdota atribuida al emperador alemán Federico el Grande y al molinero de Postdam, a
causa de la controversia surgida por la voluntad imperial de destruir un molino para mejorar las vistas del
palacio Sans Souci.

- 28 -
función, y, desde su particular percepción del mundo, saber respetar la supremacía de la
ley.

De ahí que la errónea influencia de factores como la popularidad pueda afectar al


modo como concibe el juzgador su relación con la ley y el papel que le corresponde
como garante de su vigencia y continuidad, con el riesgo de establecimiento de una
relación particular entre él y la norma, que le lleve a actitudes de difícil acomodo en
sistemas judiciales de raíz europeo continental –posiblemente legítimas en sistemas más
cercanos al modelo angloamericano de justicia— de interpretación libre de la ley en el
caso concreto; lo cual no sólo es contrario a la seguridad jurídica tal y como ha sido
entendida tradicionalmente, y a la propia noción de independencia (que, recuérdese, no
sólo es una garantía de la soberanía del juez frente a terceros, sino también un límite
para el juez, que le sujeta de modo estricto a la ley –y a la constitución, como ley
superior del ordenamiento—, como garantía de la supremacía de las normas frente al
riesgo de uso alternativo o de interpretación libre de éstas).

Es algo contra lo que el juez se debe resistir, pues incide de forma directa en su
posición con respecto a la sociedad, toda vez que la mayor libertad interpretativa de la
norma es inversamente proporcional a su legitimidad democrática45. La firmeza del juez
frente a la crítica y el halago, la relativización, a la hora de ejercer su función, de las
opiniones favorables hacia su trabajo concreto, será un signo de madurez de un
profesional que sólo debe verse guiado por el respeto a la ley, la búsqueda de la verdad
y el sentido de la justicia. Al ejercicio de la justicia debe aplicarse el principio de
autocontrol (el self-restraint, del derecho anglosajón) buscando que el ejercicio de la
justicia de forma independiente no se confunda con el activismo judicial46.

La popularidad puede conducir a la interpretación políticamente correcta de la


norma, acomodaticia y sensible a los intereses de un poder frente al que el juez ha de
permanecer siempre neutral y de ahí al abuso o al mal uso de un poder público, lo que
puede afectar gravemente a la legitimidad del juez. Al fin y al cabo, como se ha
significado con referencia al poder ejecutivo47 –pero extensible al ejercicio del poder
judicial—, ―en cuanto que los gobernadores abusan menos de su poder, gobiernan
dentro de los límites de la razón y pueden contar con el consenso de sus súbditos‖: del
mismo modo, en cuanto que el juez ejerce su función desde el respeto a la ley y
alejándose del abuso, puede contar con la adhesión de toda la sociedad.

5. Recapitulación

Los condicionamientos derivados de la imparcialidad e independencia que son


inherentes a la potestad jurisdiccional dificultan la adopción de cambios sustanciales en
el ejercicio de la jurisdicción, que faciliten el acercamiento entre la justicia real y la
percibida o transmitida a la sociedad a través de los medios de comunicación. Ello no
significa que no se puedan hacer cosas que favorezcan ese encuentro, desde la propia

45
Es una opinión extendida, que en este caso tomo de la interesante reflexión de José María Ruiz Soroa
en su artículo de prensa titulado ―La legitimidad democrática de los jueces‖, publicado en El Correo
Digital, el 26 de enero de 2008.
46
Álvarez Conde, Curso [...], cit., p. 295.
47
Norberto Bobbio, Michelangelo Bovero, Sociedad y estado en la filosofía moderna, México, Fondo de
Cultura Económica, 1986, p. 98

- 29 -
organización jurisdiccional. Sin quebrantar las exigencias de la imparcialidad, de la
independencia y del desinterés objetivo48 propios de la jurisdicción, los jueces podemos
coadyuvar, desde nuestras propias resoluciones judiciales, a allanar el terreno de los
destinatarios de las resoluciones, contribuyendo así a la mejor transmisión al profano
del sentido del fallo y de los argumentos que le sirven de fundamento.

Una forma de evitar percepciones distorsionadas de la justicia es ofrecer, desde


los propios órganos judiciales, de la forma más transparente y clara posible, el fruto de
nuestro trabajo intelectual. Y para ello, la corrección en el uso del lenguaje, la
marginación de los términos y expresiones crípticos, el orden y la división en la
exposición de los argumentos, y también, desde un punto de vista sintáctico, en la
ubicación de los elementos compositivos de la frase la evitación de los obiter dicta y de
los doctrinarismos, o la reducción del tamaño de las sentencias —siempre que ello no
incida en su debida motivación—, formarían parte de un catálogo de buenas prácticas
que, junto con otras no señaladas, ayudarían a que el trabajo de los jueces no se
observase como algo ajeno a la realidad a la que se aplica, y a que la opinión pública
observase el trabajo judicial con menor recelo. Es, desde luego, otro modo de reforzar la
confianza ciudadana en el juez y la justicia y, con ello, de renovar su compromiso de
legitimidad.

V. Otros factores que contribuyen a la legitimar socialmente la labor del


juez

La calidad y dedicación de los jueces y magistrados, su nivel de formación y de


implicación en la noble tarea de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, su vocación de
servicio a la sociedad, de la que forman parte como ciudadanos, y su sentido ético de
justicia, son suficientes argumentos para obtener la adhesión a su labor. Pero la
legitimidad del juez no sólo depende de él, pues son muchas las fuentes de poder de las
que depende que los tribunales de justicia estén en disposición de juzgar adecuadamente:
desde el propio legislador, a quien corresponde la función de crear normas eficaces y
justas hasta las administraciones responsables de la dotación de medios humanos y
materiales.

Pasando, por supuesto, por los propios sujetos, por quienes son destinatarios de
las resoluciones judiciales, porque a ellos corresponde, en cada caso, con su actitud de
colaboración, transmitir al resto de la sociedad la imagen de respeto, incluso desde la
discrepancia, que merece la justicia para ser realmente considerada. Para terminar este
discurso, paso revista brevemente a algunos de esos factores exógenos al juez, pero de
los que también depende su legitimidad.

1. La modernización de la justicia

No todas las iniciativas que se pueden llevar a cabo tienen que ver con la
potenciación de la imagen de la justicia y de los jueces. La legitimidad de los jueces no
depende sólo de aspectos externos, sino también del esfuerzo que entre todos se

48
Expresión con la cual el procesalista español Andrés de la Oliva Santos ha traducido al castellano el
término alienità, utilizado por José Chiovenda para definir la jurisdicción..

- 30 -
acometa para hacerla creíble ante los ciudadanos, esto es, eficaz desde una dotación de
medios adecuada lo más posible a la realidad social.

En el plano organizativo y de dotación de medios, deben valorarse positivamente


las iniciativas emprendidas en el campo de la modernización y adecuación de la justicia
española a la nueva realidad tecnológica. En esta línea se sitúan los Planes de
modernización aprobados por el Consejo General del Poder Judicial y el Ministerio de
Justicia, respectivamente49. Dentro de los campos sobre los que se proyectan los dos
planes, de los cuales hice ya mención en la pasada apertura del año judicial, destaca el
esfuerzo de actualización de los medios de la justicia a las nuevas posibilidades que
brinda la informática, propósito que exige un gran esfuerzo presupuestario por las
administraciones responsables.

La modernización afecta también a los instrumentos procesales de que se sirve el


juez. Las leyes se han ido adaptando paulatinamente a los nuevos tiempos y a las
exigencias de modernización y mejora de la calidad de la justicia a lo largo de los
últimos años. La puesta al día de la legislación procesal es visible en campos esenciales
para la tutela del derecho de defensa, como son las notificaciones y, en general, todos
los actos de comunicación, la documentación audiovisual de juicios y vistas, el traslado
de documentos por vía electrónica –correo electrónico, principalmente—, acceso a
bases de datos públicas para averiguación de identidad, paradero o patrimonio de los
justiciables, uso de la firma electrónica para la presentación de escritos, homologación
de los sistemas informáticos existentes en los diferentes territorios judiciales.

De no menor trascendencia es la entrada en vigor de la nueva oficina judicial


(conforme lo establecido en la Ley Orgánica 19/2003, de reforma de la Ley Orgánica
del Poder Judicial, y en virtud de la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la
legislación procesal para la implantación de la nueva oficina judicial), dirigida a la
optimización y racionalización de los recursos humanos y materiales, reorganizando
administrativamente los tribunales de justicia y encomendando mayores
responsabilidades a los secretarios judiciales; una reforma respaldada por los jueces a
condición de que no menoscabe su posición cimera dentro de los órganos de justicia
como titular de la función jurisdiccional. La entrada en vigor de la reforma de la oficina
judicial en mayo pasado precisa, con todo, de un gran impulso presupuestario, para
hacer creíbles sus reformas y aproximar en el tiempo su entrada en vigor. Junto a la
nueva oficina judicial, es de destacarse la iniciativa de reforma legislativa de la Ley de
Demarcación y Planta Judicial, actualmente en tramitación, que debe servir como
complemento de la gran reforma modernizadora de la justicia, y como elemento de
racionalización territorial de los recursos humanos de la justicia, adecuándolos a las
necesidades y expectativas de la sociedad.

Todo esfuerzo de modernización es primordial, en aras de la justicia deseada por


todos, porque con ello se consigue adecuar la parte visible de la justicia a parámetros del
mundo de hoy, como ocurre en todas las administraciones públicas y se crean nuevas
condiciones para una mayor eficacia de los juzgados y tribunales. Todo ello con
repercusión en la mejora de las sensaciones de los ciudadanos hacia un poder a veces

49
Nos referimos al Plan de Modernización de la Justicia, aprobado por el Pleno del Consejo General del
Poder Judicial en octubre de 2008, recién iniciado su mandato, y el Plan estratégico de modernización de
la Justicia, presentado por el Ministerio de Justicia el pasado 2009.

- 31 -
desconocido, pero siempre cercano, que además es el poder del estado –por su grado de
descentralización— más próximo a sus necesidades e inquietudes.

2. El conocimiento de la jurisdicción por los ciudadanos

Otra iniciativa que facilita la adhesión a la labor del juez tiene que ver con la
formación de los ciudadanos. El conocimiento de la jurisdicción, de su ubicación dentro
del sistema de convivencia, de sus órganos e instrumentos, favorece la puesta a
disposición de la opinión pública una imagen de la justicia lo más cercana a su realidad,
y puede dar noticia cierta de la calidad jurídica y humana real de los jueces y
magistrados españoles, así como de las dificultades que asumen a diario y su
compromiso con la consecución de la justicia y la realización del derecho.

Hace unos pocos años se puso de manifiesto, a través de uno de los diversos
informes demoscópicos encargados sobre la percepción ciudadana sobre la justicia
española, un hecho ciertamente significativo. Dentro del sentir manifestado por los
encuestados acerca del poder judicial en España, se pudo observar cómo esa opinión,
que situaba a nuestra justicia entre las instituciones públicas peor valoradas por los
ciudadanos, dicha opinión mejoraba sensiblemente entre aquellos que habían tenido una
experiencia directa con los tribunales, bien como parte, bien como terceros del proceso,
hasta el punto de alcanzarse en esos casos un elevado porcentaje de opiniones
favorables.

Es decir, la justicia española merece una opinión más favorable por quienes la
conocen de primera mano, sin intermediarios, que de aquellos que la conocen como
meros testigos de referencia o de forma indirecta. Ello no debe conducir a un exceso de
triunfalismo acerca de nuestra administración de justicia, en la que son identificables
problemas de organización y de eficacia como en casi todas las instituciones públicas
que prestan servicios al ciudadano. Pero si debe alertarnos, utilizando categorías
procesales, de que el testigo más fiable tiene una opinión más favorable que el que
conoce de modo indirecto la jurisdicción y sus protagonistas. Es evidente que esa
discordancia de opinión alumbra una interferencia en la transmisión de la justicia real a
los ciudadanos y ello produce cierta preocupación, en la medida en que, como hemos
afirmado en estas páginas, de ese conocimiento deriva la confianza que los ciudadanos
tienen con las instituciones de la justicia, y el grado de confianza entronca directamente
con la propia legitimidad de las instituciones frente a la sociedad, de la que emana su
poder y a la que debe prestar sus funciones y rendir sus frutos.

Lo que antecede coloca a la justicia frente al espejo de la sociedad, y plantea la


encrucijada de si es necesaria una estrategia de comunicación del poder judicial,
proyectada hacia la sociedad. Las dificultades que se han expuesto parecen justificar
sobradamente la oportunidad de establecer esa estrategia, así como de pautas de
actuación que aseguren la preservación de la imagen de la justicia. Así se ha entendido
desde el Consejo General del Poder Judicial, que de unos años a esta parte ha dedicado
parte de sus recursos humanos y materiales –desde la oficina de su portavoz hasta las
diferentes oficinas de prensa establecidas en los tribunales— a facilitar a los ciudadanos
una información fluida y veraz sobre el trabajo de los jueces, fomentando igualmente el
desarrollo de actividades formativas de diferente contenido y con diversos destinatarios
que fomenten el mejor conocimiento de la justicia a través de sus protagonistas y

- 32 -
responsables. Estas iniciativas de comunicación forman parte de una apuesta estratégica
encaminada a construir canales fiables entre los órganos de justicia y los ciudadanos,
cuyo propósito último es reforzar la posición institucional del poder judicial ante la
sociedad, en un sentido amplio, haciendo real el compromiso asumido en el plan de
modernización de la justicia, aprobado plenariamente en 2008, por la transparencia de la
justicia.

Debe aclararse, no obstante, que con la preservación de la imagen de la justicia


no se trata de transmitir a la sociedad una imagen edulcorada, a beneficio de inventario,
sino, de otro modo, de evitar visiones distorsionadas de la justicia y de los jueces y
magistrados; de garantizar, en la medida de lo posible, una visión veraz del poder
judicial, en toda su extensión. De acuerdo con los teóricos de la comunicación, el
objetivo consiste en informar para conocer, y en conocer para valorar con argumentos
consistentes y fidedignos, para bien o para mal.

Se trata, en definitiva, del conocimiento como forma de evitar el espacio de


sombra que a veces se cierne en la relación entre la justicia y la sociedad, de abrir el
poder judicial a la sociedad para mostrarlo como es, con toda su grandeza y complejidad,
con toda su trascendencia, recordando que, con sus luces y sus sombras, la actuación
jurisdiccional del derecho nace de los ciudadanos y a los ciudadanos sirve, de quienes
provienen sus fuentes de legitimidad. Y reconociendo que no hay mejor estrategia de
imagen que la que se deriva de las decisiones judiciales acertadas, conformes con la ley,
bien fundamentadas y explicadas a sus destinatarios, así como de una justicia eficaz,
que además sea percibida como tal por todos los miembros de la sociedad.

3. La lealtad institucional como fuente de legitimidad de la justicia

Me referiré, por último a la necesidad de preservar la lealtad institucional como


forma de legitimar la actuación del juez frente a la sociedad.

Los órganos jurisdiccionales se insertan en una organización compleja, pero el


ejercicio de la jurisdicción es una potestad que sólo a ellos corresponde, no a la
organización en su conjunto. Eso significa que cada tribunal, audiencia o juzgado
responde de su modo de ejercer la potestad de juzgar, en cada caso. En ocasiones, sin
embargo, esta realidad se ve condicionada por el papel de relevancia que la Constitución
encomienda a los jueces. A la justicia le corresponde no sólo la resolución de
controversias jurídicas entre partes, sino también la aplicación del ius puniendi del
estado, la aplicación de las normas penales, las cuales, por aplicación de la garantía
jurisdiccional, no pueden obtener eficacia si no es por decisión de una autoridad judicial,
independiente, obtenida en proceso contradictorio y público (nullum crimen, nulla
poena, sine indicio). Y, en último término también, el control de constitucionalidad y de
legalidad de la actuación y de las disposiciones generales de rango administrativo, de
conformidad con la sumisión de la actividad administrativa al control judicial, ex art.
106 de la Constitución.

La riqueza de la vida pública como consecuencia del pleno funcionamiento de


las instituciones del Estado ha permitido que, en ocasiones, se produzcan interferencias
o conflictos entre el juez y otros poderes del Estado, producidos en casos en que la
actividad jurisdiccional se proyectaba sobre instituciones o responsables públicos o

- 33 -
políticos. Esta realidad, que en ocasiones se ha vinculado con la denominada
judicialización de la política, o politización de la justicia (especialmente cuando la
justicia es utilizada ab extra como arma de estrategia política), ha conducido, con
demasiada frecuencia, a introducir al juez en el debate político y, desde ahí, no es
extraño toparse con casos de deslegitimación pública de su labor.

No por su cantidad, pero sí por su gravedad, considero muy conveniente un


esfuerzo de responsabilidad, desde las propias instituciones afectadas, para no
deslegitimar la compleja labor del juez. Gozamos de una judicatura de calidad, que
merece todo el respeto y confianza ciudadanos. Por ello es preciso que esa misma
confianza se manifieste desde las propias instituciones, que tienen que ser conscientes
de que el juez no decide más que conforme a los hechos probados y a las normas
vigentes; garantías suficientes para aceptar sus decisiones, sin perjuicio del legítimo
ejercicio del derecho de crítica.

También el juez, los jueces debemos hacer honor a ese mismo compromiso
institucional: desde el máximo respeto a los demás poderes públicos, que son
coadyuvantes ejemplares de su labor. Al fin y a la postre, los poderes públicos no somos
ajenos a ese compromiso social del que emana nuestra propia existencia y la del estado
y del que somos, como instancia final de solución de controversias jurídicas, su último
garante.

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