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EL NACIMIENTO DEL GOTICO1

Existen pocos documentos que revelen tanto de una época como las grandes
construcciones que de ella se conservan. La Atenas de Pericles nos sería
incomprensible si no tuviéramos el Partenón y la Acrópolis para reconstruirla. Lo
mismo la Roma imperial de Trajano y Adriano, sin los foros, puentes, acueductos,
teatros y carreteras esparcidas por el imperio. En cada una de esas obras parece
encerrarse el conjunto de aspiraciones que configuran el horizonte de una época. Y
con toda razón pueden citarse como testigos privilegiados de un tiempo y de una
mentalidad.
Pues bien, la Edad Media también produjo sus propios testimonios. No
fueron castillos ni palacios, aunque también los tuvo en abundancia, sino las
iglesias y catedrales que cubrieron el mapa de Europa entre mediados del s. XI y
fines del s. XIV. En ellas se expresa mejor que en ningún otro documento, la fe
vibrante, creativa y casi temeraria de esos siglos lejanos. Como también su
concepción de la historia, del hombre y de la sociedad cristiana a la que
consideraban pertenecer.
Como todo fruto maduro, la catedral fue el resultado de un largo
aprendizaje técnico y estético, que se prolongó durante varios siglos. A la caída del
imperio, Occidente había quedado completamente huérfano de nociones
arquitectónicas. Sólo el cristianismo había recogido del arte romano el plan de las
basílicas, conservando un buen número de ejemplos para emular su resultado.
Dejando de lado el renacimiento carolingio, no fue sino hacia el año 1000,
cuando comenzaron a surgir construcciones cuyas naves preanunciaban las de las
catedrales. Un cronista del tiempo nos cuenta asombrado que el mundo se estaba
cubriendo de templos, como si repentinamente hubiera revisado su guardarropa
con el propósito de deshacerse de todo lo viejo. Y lo cierto es que así era. Se había
aprendido a tallar la piedra y a construir los muros. Al ganar en altura, se había
desarrollado la técnica de los pilares. Y lo más importante, se había vuelto a
estudiar la bóveda. Se trataba de los adelantes técnicos precisos para dar forma al
primer ímpetu constructor del medioevo: el románico.
Hasta el s. XII las grandes abadías monásticas lideraron el proceso. Cluny se
puso a la cabeza del movimiento arquitectónico medieval, dando el ejemplo sin
ningún rubor; su bóveda abacial se elevaba a más de 30 metros de alto y su nave se
extendía por más de cien de largo. Con tales precedentes no es de extrañar que

1Texto de la conferencia realizada por el señor Gerardo Vidal Guzmán, Decano de la Facultad de
Humanidades de la Universidad Adolfo Ibáñez, en la ceremonia de inauguración del año
académico de los programas de Magister y Diplomado en Humanidades, 24 de marzo de 2004.

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precisamente de sus celdas haya salido uno de los protagonistas más importantes
en la historia del arte medieval: el abad Suger.
Suger realizó su gran obra dentro de los muros de su convento, del cual
llegó a ser abad el año 1123. Saint Denis no era un abadía entre otras. En cierto
modo, constituía la iglesia real por excelencia. Allí descansaban muchos de los
grandes soberanos de las dinastías que habían gobernado Francia: los merovingios,
los carolingios y los capetos. Su cripta escondía las raíces del reino de Clodoveo. Y
en una monarquía pujante como la francesa, esto importaba mucho. A Saint Denis
iban los reyes a solicitar oraciones, y en sus bibliotecas se redactaban las crónicas
de sus hazañas. Los monjes, tutelados por la corona, se veían colmados de
beneficios, y el monasterio rezumaba opulencia.
El abad Suger percibía muy bien el valor simbólico del monasterio que
guiaba. Saint Denis era el monasterio real de Francia. Precisamente por eso sus
líneas arquitectónicas debían acordarse al patrocinio real del que gozaba. Era
preciso que superase en altura a todas los demás iglesias, tanto como el rey de
Francia superaba en poder a todos sus vasallos.
Con todo, es preciso reconocer que una iglesia grande y suntuosa no era del
gusto de todos los contemporáneos. Los monjes cistercienses, por ejemplo,
abominaban el fasto y cualquier adorno prescindible les parecía inmoral derroche.
San Bernardo, su padre espiritual, había escrito páginas de fuego contra los
monasterios cluniacenses por el boato de sus templos.
Pero, a Dios gracias, Suger no obedecía a esa tradición. Su concepto de la
vida monástica no implicaba ninguna renuncia a la belleza; por el contrario, las
riquezas debían irradiar la gloria de Dios y ponerse a su servicio. Y mientras
Bernardo lanzaba sus flechas contra el derroche en los templos, Suger lo expresaba
sin ambages:

Que cada uno siga su propia opinión. En cuanto a mí declaro que lo que me ha
parecido es que todas las cosas preciosas que existen deben servir, sobre todo, para
celebrar la santa eucaristía. Si las copas de oro, si los vasos de oro y si los pequeños
morteros de oro, servían, según la palabra de Dios y la orden del profeta, para
recoger la sangre de los machos cabríos, de los terneros y de una novilla roja,
cuantos recipientes de oro, piedras preciosas y todo cuanto de precioso hay en la
creación son necesarios para recibir la sangre de Cristo.

Y así lo hizo. Suger consagró las riquezas de su monasterio, que no eran


pocas, a componer un espléndido marco para el desarrollo de las liturgias. Dejó de
lado a sus críticos y hacia el 1135 comenzó a reconstruir la iglesia de la abadía.
Puso en tal empresa todas sus dotes organizativas, sus contactos y sus influencias.
Hizo traer del mar columnas de ruinas romanas y eligió por sí mismo la madera

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que habría de servir para las vigas maestras. Las técnicas, los materiales y los
expertos... todo se encargó de buscarlo, pagarlo y coordinarlo.
Pero Suger no fue sólo un organizador; fue también un visionario. El abad
concibió la obra de remodelación al ritmo de una meditación metafísica. Las
formas arquitectónicas debían reflejar la teología del patrono de la abadía.
Junto con sus monjes, Suger pensaba que este santo, que tanta importancia
había tenido en la cristianización de Francia, y cuyos huesos se custodiaban en la
misma abadía, no era otro que el venerado Dionisio Areopagita. Hoy sabemos que
esto no era más que un equívoco. Pero fue precisamente esta confusión la que
permitió fraguar las bases conceptuales del arte gótico.
En su Theologia mystica el Areopagita había legado a Occidente una visión
fascinante de la realidad. En ella encontró Suger la inspiración que buscaba.
Se trataba de una visión jerárquica y escalonada del ser, muy inspirada en el
antiguo neoplatonismo de Plotino. Según Dionisio, Dios era luz increada y
creadora, de la cual participaban, según su rango y jerarquía, todas las creaturas.
Desde este primer origen, el universo no era más que una corriente luminosa que
descendía en cascadas por los diversos niveles de la realidad. La luz que brotaba de
Dios se comunicaba a los distintos seres, cada uno de los cuales recibía y transmitía
la iluminación divina de acuerdo a su rango y medida, es decir, en conformidad al
lugar que ocupaba en la jerarquía de las cosas. De este modo todos los niveles del
ser se encontraban hermanados por la luz que, desde su primera fuente, irrigaba el
universo.
Al mismo tiempo, el descenso luminoso que partía de Dios, comunicándose
ordenada y jerárquicamente a las creaturas, se complementaba con un movimiento
inverso de ascensión. Las creaturas no sólo provenían de Dios; también tendían
hacia El.
Si una obra arquitectónica pretendía inspirarse en la teología de Dionisio
debía acoger sin miedo la luminosidad, dejando entrar a raudales al “Dios de las
luces”. Y al mismo tiempo debía elevarse, graficando plásticamente el impulso del
que había hablado Dionisio.
Nada debía coartar su voluntad de ascensión. Era preciso que la abadía se
sumergiera en las honduras del cielo, que estirara sus formas, que alargara los arcos.
La inspiración de Dionisio no admitía sino una obra dotada de un incoercible
movimiento hacia lo alto, que contradijera la tendencia natural de la materia. Fiel al
llamado del cielo, Saint Denis debía elevarse como si sus piedras se hubieran
despojado de su peso natural, como si nada fuera capaz de detenerlo en su camino a
la trascendencia.
La pregunta era cómo.
Para comprender el paso que estaba dando el abad de Suger y que iba a
revolucionar la estética medieval, es preciso dar algún rodeo. A mediados del s. XI

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las pequeñas iglesias de otros tiempos había comenzado a crecer. La nave central
se había alargado hasta hacerse inmensa y, a su flanco, habían surgido otras
laterales. Había aparecido también el crucero, es decir la nave transversal que
cerraba la principal y daba al conjunto la forma de una cruz. Las torres y los
campanarios se habían fundido con la Iglesia y la fachada había comenzado a
adquirir una solemnidad insospechada.
El ímpetu y la audacia, sin embargo, no bastaban para hacer crecer la
construcción. Era preciso también resolver ciertos dilemas técnicos, el principal de
los cuales se encontraba en la techumbre.
Existía una forma conocida de resolver el problema, la bóveda de piedra,
que ya había sido utilizada con frecuencia por los antiguos romanos. Hacia ella se
orientaron los maestros del románico durante los ss. XI y XII. Se trataba de ajustar
las piedras de modo que, una vez quitado el andamiaje, se mantuvieran por su
propio peso.
La más usada entre los constructores fue la bóveda de cañón. Pero tenía un
problema. El amontonamiento de piedras que exigía pesaba tanto, que tendía a
separar los muros del edificio. La única solución era reforzarlos, engrosándolos lo
suficiente para soportar las toneladas de la bóveda. Como se comprenderá, el
espesor de los muros debía ser prodigioso. Y más aun; si se quería abrir una
ventana, era preciso hacerlo con extrema cautela. No fuera que el muro entero
cediera ante el peso de la bóveda.
Con estos presupuestos, el románico había expresado arquitectónicamente
la sensibilidad monástica, a la que de hecho estuvo siempre ligado. Al entrar a una
iglesia construida de acuerdo a estos lineamientos, el fiel penetraba en una
dimensión sobrenatural que se le hacía palpable de inmediato; introducirse en la
penumbra de sus naves era como entrar en el interior del propio corazón y
refugiarse, como un monje, en el ámbito de lo sagrado, separado, distinto y
superior, del mundo habitual de lo profano.
Sea como fuere, el románico era un también estilo oscuro y horizontal. Poca
luz penetraba por sus muros, y aunque el conjunto transmitía una innegable
sensación de firmeza y solidez, era también pesado e incluso opresivo. La visión
teológica de Dionisio, amante de la luz y de la altura, difícilmente hubiera podido
encarnarse dentro de esos límites. De ahí que fueran necesarios nuevos progresos
técnicos para hacer posible la fisonomía que Suger pretendía realizar en Saint
Denis.
Pues bien, la gran solución que descubrió el gótico (en contraposición al
románico) fue la bóveda de crucería.
Se trataba de un procedimiento técnico bastante simple, pero era
precisamente lo que el espíritu ávido y temerario del tiempo requería. La nueva

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bóveda resolvía el problema de la cobertura de la nave en forma mucho más
eficiente de lo que jamás hubiera soñado la antigua bóveda románica de cañón.
El sistema era relativamente simple. Tomemos, por ejemplo, un espacio
cuadrangular definido por cuatro pilares. Lancemos dos arcos diagonales que
vayan de un pilar a otro, de modo que dibujen una X. En el punto de unión, una
piedra especialmente tallada, la clave de bóveda, los reunirá. Y en las cuatro
secciones de la bóveda así determinada bastará con que se lance una cubierta de
materiales ligeros.
Puede parecer simple, pero la aplicación de esta teoría tuvo efectos
insospechados. Con la bóveda de crucería en la mano la antigua catedral románica,
sólidamente afiancada en el suelo, pareció erguirse milagrosamente, adelgazar sus
muros hasta límites impensables y dejar entrar la luz a raudales por sus vanos.
La revolucionaria técnica gótica aligeraba increíblemente el conjunto y,
sobre todo, localizaba los empujes, los recogía y los limitaba a los cuatro puntos
precisos en que se apoyaban los arcos. La bóveda no pesaba ya gran cosa y podía
elevarse cuanto quisiera. Y como de un apoyo al otro, los muros no tenían gran
importancia era posible abrir en ellos enormes ventanales que dejaran entrar sin
miedo la luz.
Sólo quedaba un problema pendiente. Que los cuatro pilares fuesen lo
suficientemente sólidos para soportar la presión de la bóveda. Pero se resolvió
acudiendo a un simple proceso de apuntalamiento.
De este modo, las grandes catedrales góticas desplazaron con elegancia el
empuje de la crucería, a través de los arbotantes, hasta los contrafuertes, unos
pilares tan profundamente hundidos en el suelo que desvanecían por completo el
peligro de derrumbamiento.
Con este procedimiento era posible conseguir luz, altura y color, tal como
Suger lo había soñado. Gracias a él, los techos se elevaron hasta más allá de lo
prudente y lo mismo hicieron las naves con su longitud.
El románico estaba cediendo su puesto al estilo arquitectónico más
representativo de la edad media: el gótico. La Iglesia de Saint Denis, inaugurado
en 1144, se convirtió pronto en un modelo. Más aún. Fue una de esas raras
innovaciones artísticas de las que los contemporáneos toman conciencia
prácticamente de inmediato.
Con su precedente, los obispos desplazaron a los monjes y pasaron a liderar
los esfuerzos constructores. Todos ellos pusieron su nombre y su prestigio, sus
esfuerzos y sus recursos, para sacar adelante la catedral de su sede.
Y terminaron provocando un movimiento que en poco tiempo sacudió toda
Europa: París, Amiens, Chartres, Salisbury, Salamanca, Segovia, Burgos, Friburgo,
Ratisbona, Praga...

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En honor a la verdad, gozaron también de grandes apoyos. Tal como se
había hecho evidente en Saint Denis, la catedral constituía una exaltación del poder
real. Y los monarcas no eran tímidos a la hora de secundar el entusiasmo de los
prelados. En ello se jugaban su propio prestigio.
La catedral, por otra parte, constituía el orgullo de la ciudad. Debía ser
espléndida para simbolizar su poderío. En ella también se realizaban reuniones
civiles, y los hombres de negocios la consideraban como algo propio.
Tanto que cuando las comunas inventaron sus emblemas, ninguno les
pareció mejor que el de la catedral dominando la ciudad, símbolo conjunto de fe
religiosa y pujanza económica.
El gótico ofreció el espacio ideal para que todas las artes se aglutinaran en
torno a la catedral. Los tímidos brotes de relieve propios del románico se
transformaron por completo en manos del nuevo estilo. La técnica del altorrelieve
invadió muros y fachadas; los personajes pasaron de los antiguos 20 cms. a los 4
metros y aún más. Y no sólo las dimensiones dieron un salto; apareció la expresión
del rostro, el cuidado minucioso de los detalles, la atención realista de las formas...
La nueva estrella del gótico fue la vidriera.
Era comprensible. Gracias a la bóveda de crucería los muros habían dejado
de jugar un papel fundamental para el sostén de la estructura; podían
transformarse en enormes ventanales, introduciendo el color a raudales.
De hecho, junto a la altura y la luz, el gótico estaba ligado al color. Los
destellos, los brillos y los reflejos creaban un espacio nuevo, una dimensión
transmundana, en donde el alma fiel podía pasar de lo creado a lo increado, de lo
sensible a lo espiritual. Las piedras preciosas, los esmaltes, los cristales y todas las
materias translúcidas se revistieron de un cierto poder mediador. Y especialmente
las vidrieras, que asumieron en pleno la tarea de ennoblecer la luz que empapaba
el interior de la construcción.
No se trataba de un procedimiento simple. Era preciso fundir el vidrio,
teñirlo con los colores adecuados, cortar los pedazos exactos con hierro candente, y
montarlo de acuerdo a bocetos establecidos de antemano. Pero se formaron
maestros que hicieron acopio de métodos, tradiciones y secretos. Hasta que la
vidriera acabó por sustituir al muro y la luz invadió por completo el templo,
convirtiendo a la catedral en símbolo y promesa de la patria celeste.
La explosión de luz y de formas que trajo consigo el gótico no fue disperso
ni vacío. El estímulo que impulsaba a los artesanos no era puramente estético. La
Catedral debía ser una Biblia en piedra; debía hablar al pueblo, narrando en el
lenguaje de todos las obras de Dios. Así lo había enseñado Gregorio Magno y así lo
habían repetido santos y sínodos a lo largo de la milenaria experiencia de la Iglesia.

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De acuerdo al carácter típicamente enciclopédico del Medioevo, las grandes
representaciones pretendían abarcar todos los conocimientos de la época. Se
trataba de crear en ella una auténtica Summa en piedra.
Usualmente los artesanos comenzaban escenificando la creación, el pecado
original, la expulsión del paraíso; continuaba con escenas tomadas del Antiguo
Testamento: Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas de Israel. Muchas de
estas escenas eran representadas en su contenido simbólico, ofreciendo parangones
con la vida de Cristo y de la Iglesia. El sacrificio de Isaac era figura del sacrificio de
Cristo en la cruz; el paso por el mar rojo, del bautismo de los cristianos.
Finalmente y en los lugares más notables se representaban las escenas del
nuevo testamento; Cristo naciendo en Belén, predicando a las muchedumbres y
sanando a los enfermos. El Cristo sufriente ocupaba un lugar relevante al centro
del templo. Y al fondo, en el ábside, se hallaba el Cristo resucitado. También se
representaban la Ascensión y la fiesta de Pentecostés. Y desde luego, las
convicciones cristianas relativas al más allá: el juicio final, el paraíso, el purgatorio
y el infierno, todo lleno de detalles siniestros, amables o esperanzadores. El
conjunto resultaba una imponente procesión de cientos y hasta millares de figuras.
A ellos se agregaba una multitud de estímulos visuales que terminaban de
convertir las grandes fechas de la liturgia en verdaderas fiestas para la sensibilidad
religiosa del pueblo: finos mobiliarios, ricos vestuarios litúrgicos; orfebrerías,
tapices, reliquias, y especialmente las melodías del canto gregoriano, que acababan
de sumergir a los fieles en la más profunda y sacral de las atmósferas.
Efectivamente. Un sumario recorrido por las catedrales góticas es capaz de
decirnos más sobre la época en que fueron construidas que una multitud de
documentos eruditos sobre el tema.
Estimados Profesores y Alumnos de nuestro Magíster. Una de las tareas
impostergables del humanista de nuestro tiempo es la de descubrir, apreciar y
valorar la belleza allí donde la encuentre. El gótico se presta fácilmente a una
experiencia de este tipo. Recorriendo sus rincones es posible admirar lo que tantos
contemporáneos no tienen el tiempo o la serenidad de apreciar. Ojalá esta
conferencia pueda ser un indicio, aunque modesto, de ese sentimiento que según
Platón se encuentra en el origen de toda la vida intelectual y que hoy, más que
nunca, las humanidades están llamadas a rescatar: el de la admiración.

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