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Jaruko agregó:
- Pero esta vez vamos a vivir en la misma ciudad donde él va
a trabajar… ya no vamos a estar tanto tiempo solas.
La señora Doshi no podía admitir ese tipo de comentarios en
labios de su hija, en seguida se defendió:
- Nunca me ha afectado que tu padre haya tenido largas ausen-
cias de casa, al contrario, me siento orgullosa de ser la esposa de un
honorable militar que sirve al emperador. Quizás tú no, porque aún te
falta la capacidad de entenderlo... tal vez debido a tu juventud.
Jaruko se quedó callada con la certeza de que su madre ja-
más se sinceraría con ella acerca de su inconformidad como espo-
sa, así como ella, tampoco le podría expresar su carencia de padre.
Jaruko, afligida, le dio las buenas noches a su madre y se retiró a
su recámara. La señora Doshi estaba sorprendida de que Jaruko, a
pesar de su corta edad, pudiera darse cuenta de los conflictos de su
vida matrimonial. No obstante, consideró que era un comentario
impropio para una niña. No admitía el reproche de abandono pater-
no, lo consideraba injusto porque en reiteradas oportunidades ella
había cedido a su hija parte del tiempo que le pudiera dispensar su
esposo a ella.
La señora Doshi percibió que su estrategia para proteger el
entorno familiar no estaba surtiendo el efecto que ella esperaba; se
sintió cuestionada por su hija; pensaba que Jaruko se había rela-
cionado demasiado tiempo al sector occidental de Nagasaki, vién-
dose influenciada por ideas alocadas de las relaciones de familia.
Para ella, en cierta medida, su esposo también había influido en
esa actitud, puesto que Jaruko era muy sensible a las historias que
él relataba luego de sus visitas a París. Notaba el interés y admi-
ración que sentía su hija sobre los relatos que hacía su esposo de
los placeres y confort de esa gran metrópolis, mientras que a ella,
le desagradaban sobremanera esas narraciones. Estaba convencida
de que su esposo incurría en actos de infidelidad porque nunca la
había llevado. Después de esa reflexión, concluyó que en Shangai
debería prestar más atención a la educación severa y pulcra que
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siempre le había dado, temía que lejos de Japón se haría más difícil.
Era su única hija, y tanto su esposo como ella, siempre le habían
profesado su amor procurándole una excelente formación.
Jaruko recordaba que desde que tuvo uso de razón notaba a
su madre callada. Nunca escuchó ni presenció un acto de reproche
hacia su padre. Las pocas ocasiones en que notaba cierto aire de
alegría en el rostro de su madre era durante la fiesta de fin año,
oportunidad en que la familia estaba unida y juntos elaboraban el
adorno tradicional que colocaban en la entrada de la casa. También
los tres se ataviaban con sus mejores Kimonos y visitaban el san-
tuario local, así como a los familiares y amigos más apreciados.
Cuando dejó de ser una niña pudo comprender mejor a su
madre, concluyendo que era una persona hermética y nada la po-
dría cambiar. Idolatraba a su esposo, lo consideraba una persona
valiente, inteligente y dotada de una gran prestancia; pero sabía que
su vida giraba solamente en acercar su estrella personal al Gran Sol
que era el Emperador.
Ante la inesperada noticia ninguno de los tres pudo conci-
liar el sueño. El General Nakayama, tenía su mente enfocada en la
responsabilidad que involucraba su nuevo cargo. La señora Doshi
quien se encontraba inmóvil a su lado, estaba cargada de ilusión; la
noticia de la mudanza era significativa para ella, al fin veía florecer
botones de esperanza en su marchito jardín matrimonial.
Jaruko estaba entusiasmada con la idea de ir a China, tenía
varios motivos para estarlo: ver a su padre todas las noches era
un anhelo que desde niña tenía; practicar el idioma Mandarín y la
posibilidad de reencontrarse con su primo Michi, hijo de una her-
mana de su madre con quien estableció una relación de hermandad
que llenaba el vacío emocional que sentía en su hogar, vínculo que
se vio afectado cuando Michi y su familia tuvieron que mudarse a
Kyoto. Ella tenía doce y su primo quince años.
En la quietud de la noche le vino a la mente una vieja y ol-
vidada leyenda que él le había narrado acerca de la fundación de
Japón: “Un Emperador chino deseoso de inmortalidad, envió a sus
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1 “Linda” en japonés.
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