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El deber del Estado moderno: consolidar su

institucionalidad
Mie, 09/15/2010

por Beatriz Merino


Para la autora, el Estado debería enfrentar el deterioro del orden social y la crisis de
gobernabilidad que comporta la anomia, mediante la decisiva consolidación de sus instituciones.
Estas instituciones –así como los valores, principios y normas que las definen– constituyen los
instrumentos que se requieren para garantizar el orden y la estabilidad social, en tanto reducen los
márgenes de la arbitrariedad y, por consiguiente, de la incertidumbre.
Fortalecer la institucionalidad de las organizaciones del sector público peruano constituye una
necesidad urgente y, a la vez, indiscutible si queremos alcanzar niveles progresivamente
superiores de justicia, paz social, prosperidad y vigencia efectiva de los derechos de las personas y
la comunidad.
Sin embargo, cabe señalar cuan importante es generar algunos consensos operacionales básicos
en torno a qué significa “institucionalidad”. El propósito es guiar la estrategia y la acción dirigida,
precisamente, a crear, consolidar y desplegar institucionalidad en el Perú.
En su acepción inicial, el concepto “institucionalidad” –propio de las ciencias sociales– aludía o
trataba de describir fenómenos sociales. Según afirma Douglas North,1 las instituciones son
formas de organización de las relaciones sociales que reducen la incertidumbre de los individuos
en la toma de decisiones.
En ese sentido, una característica esencial de las instituciones es su predictibilidad, que se
sustenta, en primer lugar, en la existencia de reglas y normas y, en segundo lugar, en la vigencia o
cumplimiento de éstas. A su vez, este cumplimiento se apoya en múltiples factores, entre los
cuales destacan la legitimidad y la capacidad de las organizaciones del Estado de hacer cumplir las
leyes, en caso de que estas últimas revistan carácter obligatorio.
En vista de lo expuesto podemos concluir que las instituciones, así como las reglas que las
definen, contribuyen decididamente con el orden y la estabilidad social, en tanto reducen los
márgenes de la arbitrariedad y, por consiguiente, de la incertidumbre. Ambas situaciones propician
y alientan la aparición del abuso, la arbitrariedad y la corrupción.
Pero, ¿cuál es el rol que le toca jugar a las instituciones en el marco de una comunidad política
liberal y democrática como la nuestra? Recordemos que en este tipo de comunidades son hombres
y mujeres los llamados a ser los protagonistas de su destino, de su comunidad y de sus
organizaciones, incluidas, por cierto, las estatales. En conclusión, ese rol consiste en garantizar el
desarrollo pleno de las capacidades de sus ciudadanos, a través del ejercicio de sus libertades.
Anteriormente, Amartya Sen y otros pensadores señalaron que el progreso de una comunidad
tiene que ver con el desarrollo de las capacidades de sus ciudadanos, agregando que los
ciudadanos podrán desarrollar dichas capacidades en la medida en que sus libertades se
encuentren plenamente garantizadas por el sistema institucional.
Hace 200 años surgió en Suecia una institución estatal que carecía de poder coercitivo y cuyo
papel principal consistía en velar por la buena administración en el sector público. Esta es la
esencia primigenia del OMBUDSMAN o Defensor del Pueblo –como se le conoce en el Perú–,
institución que asumió, en años más recientes, la defensa de los derechos de la persona y la
comunidad.
En tal sentido, el aparato estatal se encuentra en el centro mismo de las preocupaciones del
OMBUDSMAN. Por ello, al juramentar el cargo como Defensora del Pueblo, sostuve –como
sostengo ahora– que para que se reconozca a nuestro Estado como moderno, democrático y
verdaderamente institucional debe consagrarse totalmente a un conjunto de valores y principios
que garanticen el desarrollo y la dignidad de los ciudadanos a quienes se debe y de quienes ha
recibido los poderes que ejerce.

Ese Estado debe impedir que algunos de sus organismos abusen del poder o no cumplan con las
funciones que les son propias, en desmedro de las mujeres y hombres cuyos derechos tutelan.
Esta reflexión resume nuestra convicción respecto de institucionalizar el sector público peruano. A
nuestro entender, esta institucionalidad se construye sobre valores y principios que inspiren reglas
y normas que dirijan la acción de todo el aparato público hacia el progreso y la realización de los
derechos.
Pero, ¿cuáles son estos valores y principios? En el marco de un Estado social y democrático de
derecho, el valor por excelencia es la persona humana (el cual involucra el respeto de su dignidad),
tal como lo reconoce el artículo primero de la Constitución Política. A su vez, los principios –o
atributos esenciales– del buen gobierno son la participación, la transparencia, la responsabilidad, la
rendición de cuentas y la sensibilidad a las necesidades y aspiraciones de la población.2
A estos valores y principios habría que agregar el planeamiento orientado hacia resultados y la
búsqueda permanente de la excelencia en los servicios que presta el Estado a la ciudadanía.
¿Cuál es la realidad cotidiana del ciudadano que acude a una de nuestras 38 oficinas distribuidas
en todo el país? Ciertamente, muy negativa. Para nadie es un secreto que nuestro aparato estatal
presenta serias deficiencias en materia de prestación de servicios básicos, como justicia, salud,
educación, seguridad y –en los casos que le corresponden–, en la prestación de los servicios
públicos esenciales.
En este punto me parece pertinente aludir a la definición de corrupción que ensaya Akhil Gupta3,
para quien este fenómeno es producto del intento de los ciudadanos por reinventar un Estado que
no satisface sus expectativas básicas de desarrollo. Es decir, deseo referirme a la ineptitud estatal
como motor de la anomia social y organizacional.
La anomia es no solo una situación signada por la carencia de normas legales, sino también de
valores y principios que puedan darle un sentido de unidad y finalidad a las sociedades. Así
entendida, la anomia se erige como la peor plaga de la institucionalidad que, como señalé
anteriormente, representa precisamente lo contrario: una forma de organización estructurada sobre
valores, principios y normas, que ordenan la vida social y conducen a las sociedades hacia el
progreso y la vigencia de los derechos.
Institucionalizar significa, entonces, desterrar la anomia de la organización estatal. Es hacer
predecible el comportamiento del Estado, sujetándolo a él mismo a la institucionalidad, concebida
como un conjunto de valores, principios y normas. En razón de ello, el Estado es el primero que
debe cumplir la ley, su propia ley.
Por consiguiente, resulta inadmisible que el Estado incumpla las normas laborales respecto de sus
propios trabajadores, las ambientales en lo concerniente a sus proyectos e incluso las tributarias en
lo tocante a sus actividades, entre otras. Esta situación socava su legitimidad y autoridad para
hacer que los demás ajusten su conducta conforme a la ley.
Por otro lado, la reforma en el Estado debe considerar los ámbitos de discrecionalidad de los
funcionarios públicos y evaluar cuidadosamente su necesidad y justificación. Debe tener presente
que la posibilidad del abuso, la arbitrariedad e incluso la corrupción se incrementan cuando la
organización pública permite que existan amplios espacios para la discrecionalidad en la
administración del poder público. Por ejemplo, para el caso de los jueces, los precedentes
obligatorios emitidos por la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional deben jugar un rol cada vez
más trascendental en la mejora del servicio de justicia.
Además, es preciso recordar que la reforma del Estado debe considerar la necesidad de que se
concentre todo el poder público en lograr el cumplimiento efectivo de las leyes –entendidas en
sentido amplio– y en retirarlo o limitarlo en todos los supuestos donde el ciudadano puede actuar
libremente. La sensación de impunidad y el beneficio derivado de violar la norma deben ser
enfrentados frontalmente por el Estado, si no queremos ser arrastrados por la vorágine del caos y
el desorden.
Por otro lado, deseo abordar una cuestión central. La batalla por la institucionalidad se lucha en las
mentes de las personas. Son ellas las que deciden actuar ajustándose a valores, principios y
normas, sacrificando en algunos casos el propio interés particular en beneficio de uno superior, el
del grupo.
En tal sentido, los recursos humanos del sector público son –qué duda cabe– el factor clave en la
lucha por la institucionalización de nuestro aparato estatal. Por ello, la gestión se debe enfocar en
reconocerlos según sus méritos, capacitarlos de manera permanente y remunerarlos dignamente,
acciones que son irrealizables en tanto persista el caos actual en los regímenes de contratación de
personal y la ausencia de una ley de carrera pública.
Sin dejar de reconocer las acciones que ha emprendido el Gobierno en este campo, a través de
SERVIR, resulta urgente posicionar a los recursos humanos como el tema más importante en la
agenda pendiente para reformar al sector público peruano.
Sin embargo, y pese a todo, es posible encontrar en el Estado islas de excelencia, instituciones
públicas que escapan a la regla general y presentan sobresalientes niveles de desempeño,
instituciones cuyo trabajo es valorado año tras año positivamente por los ciudadanos.
Estas entidades, por alguna razón, han sido capaces de promover a su personal, mantener niveles
importantes de autonomía respecto del poder político y dirigir su trabajo en torno a una misión y
una visión claramente definidas y compartidas por toda la organización.
Estas islas de excelencia pueden ser vistas como la excepción que confirma la regla respecto del
caos o la anomia organizacional dentro del Estado, o como la constatación concreta y verificable
de que es posible contar con una administración pública enfocada en el servicio al ciudadano,
profesional, institucional, eficaz, eficiente y descentralizada.
Como colaboradora crítica del Estado, la Defensoría del Pueblo seguirá contribuyendo a la
construcción de un mejor aparato público, mediante el ejercicio intenso y autónomo de su mandato
constitucional, consistente en ejercer la supervisión de los deberes del Estado, ya sea por encargo
directo del ciudadano o de oficio.
En razón de ello, la institución continuará supervisando el proceso de descentralización de
funciones, las prácticas de transparencia, los servicios educativos y de salud, el silencio
administrativo, la posta, la escuela, el colegio y la municipalidad en zonas rurales, dando cuenta de
los problemas, pero también de los progresos, con objetividad y honestidad.
En mi condición de Defensora del Pueblo he decidido ser tozudamente optimista respecto a la
posibilidad de cambio del sector público. Veo en las islas de excelencia, no solo la prueba de que
es posible hacer las cosas de manera diferente, sino el inicio mismo de la reforma. Considero que
estos casos de éxito deben ser estudiados en profundidad y replicados en donde sea posible.
La lucha por la institucionalidad es, a fin de cuentas, la lucha por instalar en nuestros funcionarios
públicos el espíritu que animó a nuestros mayores, cuando soñaron con una nación tolerante a las
diferencias, libre y soberana, justa y solidaria. Este legado solo perdurará si todos los integrantes
del aparato del Estado se identifican con este sueño y con los valores que lo inspiraron.

1 North, Douglas. “Instituciones, Cambio Institucional y Desempeño Económico” (1989)


2 V. Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas. La función del
buen gobierno en la promoción de los derechos humanos. Resoluciones 2000/64, 2001/72,
2002/76, 2003/65, 2004/70, 2005/68, y Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las
Naciones Unidas. Resolución 7/11 L. 29 del 25 de marzo del 2008. La función del buen gobierno en
la promoción de los derechos humanos.
3 GUPTA, Sanjeev. Corruption and military spending. Washington: IMF, 2000.
* La autora es Defensora del Pueblo en el Perú y Presidenta de la Federación Iberoamericana del
Ombudsman (FIO). Recientemente ha aceptado formar parte de la Red de Líderes Políticos Unidos
por una Sociedad Inclusiva (NetPLUSS), en respuesta a la invitación extendida por el Club de
Madrid, entidad integrada por más de 70 ex Jefes de Estado y de Gobierno de 50 países.

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