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II
FIDES ET RATIO
a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre las relaciones
entre Fe y Razón
1998.09.14
- Índice -
Ver también: Índice de notas a pie de página
BENDICIÓN
INTRODUCCIÓN - « CONÓCETE A TI MISMO »
CAPÍTULO I - LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
La razón ante el misterio
CONCLUSIÓN
1998.09.14
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BENDICIÓN
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano
se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre
el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo
y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal
27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los
progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante
en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no
contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona
como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien;
piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente
aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de
pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer
una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos
ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque
de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son
compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para
las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios
primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de
orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la
llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que
hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para
conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo,
considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia
de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del
Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de la verdad divina
y católica ».3 Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los
Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos
recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la
auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo
para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.
Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica
Veritatis splendor he llamado la atención sobre « algunas verdades fundamentales de la
doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas
».4 Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención
sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar,
en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las
nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la
sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de
una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable
sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que
elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el
verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi
hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del
hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas
culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad,
prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo
que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el
pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo
verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo
la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en
el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de
los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en
llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.
CAPÍTULO I - LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser
depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El
conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación,
aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf.
1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su
género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16,
25-26), pero ahora revelado. « Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí
mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha
carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de
la naturaleza divina ».5 Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios
para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a
conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro
conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz
de alcanzar.
8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del
Concilio Vaticano I y teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio
Tridentino, la Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino
de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas
bíblicas y de toda la tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres
habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica
racionalista, que en aquel período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy
difundidas, consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades
naturales de la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además
del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el
Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una
verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta
porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6
10. En el Concilio Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han
ilustrado el carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su
naturaleza del modo siguiente: « En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm
1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15),
trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la
revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios
realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades
que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su
misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha
revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación ».8
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta,
pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para
siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la
Constitución Dei Verbum: « Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de
muchas maneras por los profetas. « Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo
» (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para
que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18).
Jesucristo, Palabra hecha carne, « hombre enviado a los hombres », habla las palabras
de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36;
17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y
manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y
gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación ».10
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero,
de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción
incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei
Verbum cuando afirma que « la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de
la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios ».11
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor
de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de
verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a
comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente
humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra
en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La
verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido
ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla
como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen
en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida
divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se
ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia:
« Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes.12 Fuera de esta perspectiva, el
misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre
buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los
inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Cristo?
13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es
verdad que con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para
explicar los secretos de Dios; 13 sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de
ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro
entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión
coherente.
El Concilio enseña que « cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe
».14 Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del
cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello
conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se
da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la
credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese
testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo
revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no
puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la
razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que
uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de
elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad
desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un
acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.15 En la fe, pues, la libertad
no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno
expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en
las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la
libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La
persona al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en
efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la
verdad y permitir que la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del
misterio. Estos signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten
investigar en el misterio con sus propios medios, de los cuales está justamente celosa,
por otra parte la empujan a ir más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el
significado ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una
verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin
destruir el signo mismo que se le propone.
14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte
de novedad para el saber filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de
referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el
misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente
al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en
la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite
indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio
infinito de Dios.
Así pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que
induce a la mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar
continuamente el campo del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha
realizado todo lo que podía, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las
inteligencias más fecundas y significativas de la historia de la humanidad, a la cual
justamente se refieren tanto la filosofía como la teología: San Anselmo. En su
Proslogion, el arzobispo de Canterbury se expresa así: « Dirigiendo frecuentemente y
con fuerza mi pensamiento a este problema, a veces me parecía poder alcanzar lo que
buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de mi pensamiento;
hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar, quise dejar de buscar algo que
era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque,
ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera sacar
algún provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor importunación [...]. Pero,
pobre de mí, uno de los pobres hijos de Eva, lejano de Dios, ¿qué he empezado a hacer
y qué he logrado? ¿qué buscaba y qué he logrado? ¿a qué aspiraba y por qué suspiro?
[...]. Oh Señor, tú no eres solamente aquel de quien no se puede pensar nada mayor (non
solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres más grande de todo lo que se pueda
pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no fueses así, se podría pensar
alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede ser ».20
La Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre
los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica
tecnocrática; es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el
proyecto originario de amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo
verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por
encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relación auténtica
con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se
pueden aplicar a esta situación: « Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy
no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para
que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los
oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas
de decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y
los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en
tu corazón para que la pongas en práctica » (30, 11-14). A este texto se refiere la famosa
frase del santo filósofo y teólogo Agustín: « Noli foras ire, in te ipsum redi. In interiore
homine habitat veritas ».21 A la luz de estas consideraciones, se impone una primera
conclusión: la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o el
punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se
presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida
como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra historia, de la
visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él o lo buscan
con corazón sincero. El fin último de la existencia personal, pues, es objeto de estudio
tanto de la filosofía como de la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos
diversos, miran hacia este « sendero de la vida » (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la
fe, tiene su meta última en el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y
Trino.
16. La Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo
que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los Libros
sapienciales. Lo que llama la atención en la lectura, hecha sin prejuicios, de estas
páginas de la Escritura, es el hecho de que en estos textos se contenga no solamente la
fe de Israel, sino también la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas. Casi
por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen oír de nuevo su voz y algunos
rasgos comunes de las culturas del antiguo Oriente reviven en estas páginas ricas de
intuiciones muy profundas.
Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es una característica
común a todos los hombres. Gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes
como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el « agua profunda » (cf. Pr 20, 5). Es
verdad que en el antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus fenómenos no se
alcanzaba por el camino de la abstracción, como para el filósofo jónico o el sabio
egipcio. Menos aún, el buen israelita concebía el conocimiento con los parámetros
propios de la época moderna, orientada principalmente a la división del saber. Sin
embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la teoría del
conocimiento su aportación original.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está
dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización. El libro de los
Proverbios nos sigue orientando en esta dirección al exclamar: « Es gloria de Dios
ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla » (25, 2). Dios y el hombre, cada uno
en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen
de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre
le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su
grandeza. Una ulterior tesela a este mosaico es puesta por el Salmista cuando ora
diciendo: « Mas para mí, ¡qué arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su
suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo! »
(139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y supone tal dinamismo que el
corazón del hombre, incluso desde la experiencia de su límite insuperable, suspira hacia
la infinita riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada la respuesta
satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir, pues, que Israel con su reflexión ha sabido abrir a la razón el camino
hacia el misterio. En la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la
razón pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma de conocimiento más
profunda, el pueblo elegido ha entendido que la razón debe respetar algunas reglas de
fondo para expresar mejor su propia naturaleza. Una primera regla consiste en tener en
cuenta el hecho de que el conocimiento del hombre es un camino que no tiene descanso;
la segunda nace de la conciencia de que dicho camino no se puede recorrer con el
orgullo de quien piense que todo es fruto de una conquista personal; una tercera se
funda en el « temor de Dios », del cual la razón debe reconocer a la vez su trascendencia
soberana y su amor providente en el gobierno del mundo.
Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por
encontrarse en la situación del « necio ». Para la Biblia, en esta necedad hay una
amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas,
pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner
orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y
para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: « Dios no existe » (cf. Sal 14
[13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que
está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino.
19. El libro de la Sabiduría tiene algunos textos importantes que aportan más luz a este
tema. En ellos el autor sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de
la naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales coincidía en gran
parte con el saber filosófico. Después de haber afirmado que con su inteligencia el
hombre está en condiciones « de conocer la estructura del mundo y la actividad de los
elementos [...], los ciclos del año y la posición de las estrellas, la naturaleza de los
animales y los instintos de las fieras » (Sb 7, 17.19-20), en una palabra, que es capaz de
filosofar, el texto sagrado da un paso más de gran importancia. Recuperando el
pensamiento de la filosofía griega, a la cual parece referirse en este contexto, el autor
afirma que, precisamente razonando sobre la naturaleza, se puede llegar hasta el
Creador: « de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor » (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la Revelación
divina, constituido por el maravilloso « libro de la naturaleza », con cuya lectura,
mediante los instrumentos propios de la razón humana, se puede llegar al conocimiento
del Creador. Si el hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador
de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto sobre todo al
impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.
22. San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a los Romanos nos ayuda a apreciar
mejor lo incisiva que es la reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una
argumentación filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa una profunda verdad:
a través de la creación los « ojos de la mente » pueden llegar a conocer a Dios. En
efecto, mediante las criaturas Él hace que la razón intuya su « potencia » y su «
divinidad » (cf. Rm 1, 20). Así pues, se reconoce a la razón del hombre una capacidad
que parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está limitada al
conocimiento sensorial, desde el momento que puede reflexionar críticamente sobre
ello, sino que argumentando sobre los datos de los sentidos puede incluso alcanzar la
causa que da lugar a toda realidad sensible. Con terminología filosófica podríamos decir
que en este importante texto paulino se afirma la capacidad metafísica del hombre.
El Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del hombre cuando narra
que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo centro estaba situado el « árbol de la
ciencia del bien y del mal » (2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de
discernir y decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que debía
apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo creer a nuestros primeros
padres que eran soberanos y autónomos, y que podían prescindir del conocimiento que
deriva de Dios. En su desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a
cada mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces obstaculizarían el
camino hacia la plena verdad. La capacidad humana de conocer la verdad quedó
ofuscada por la aversión hacia Aquel que es fuente y origen de la verdad. El Apóstol
sigue mostrando cómo los pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron «
vanos » y los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm 1, 21-
22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con claridad: progresivamente la
razón se ha quedado prisionera de sí misma. La venida de Cristo ha sido el
acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de
los cepos en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del cristiano con la filosofía, pues, requiere un discernimiento radical.
En el Nuevo Testamento, especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que
sobresale con mucha claridad: la contraposición entre « la sabiduría de este mundo » y
la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe
nuestros esquemas habituales de reflexión, que no son capaces de expresarla de manera
adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema con radicalidad. El
Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo
intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una
justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que
desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto todo intento
de reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al fracaso. «
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no
entonteció Dios la sabiduría del mundo? » (1 Co 1, 20) se pregunta con énfasis el
Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es posible la mera sabiduría del
hombre sabio, sino que se requiere dar un paso decisivo para acoger una novedad
radical: « Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios
[...]. lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a
la nada lo que es » (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia
debilidad el presupuesto de su fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: « pues,
cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte » (2 Co 12, 10). El hombre no logra
comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido
para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón
considera « locura » y « escándalo ». Hablando el lenguaje de los filósofos
contemporáneos suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que
quiere expresar: « Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las
cosas que son » (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad del
amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más
radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón no puede
vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras que ésta puede dar a la razón
la respuesta última que busca. No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la
Sabiduría lo que san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le quiera imponer y
obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más
grande se le presenta a nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía,
que por sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la
verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la « locura » de la Cruz la auténtica
crítica de los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su
sistema. La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo
crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del
cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la
frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas pueden
encontrarse.
CAPÍTULO III - INTELLEGO UT CREDAM
24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes
misioneros, Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que
representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó enseguida la
oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma: «
Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más
respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados,
he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios
desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar » (Hch
17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como
Aquél que transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua después su
discurso de este modo: « El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que
habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del
lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a
tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de
nosotros » (Hch 17, 26-27).
El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más
profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con
énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no
creen, nos hace decir: « Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres
para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti ».22 Existe, pues, un
camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de
levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito.
25. « Todos los hombres desean saber » 23 y la verdad es el objeto propio de este deseo.
Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo
conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en
toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y
por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer
sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en
cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín
cuando escribe: « He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que
quisiera dejarse engañar ».24 Con razón se considera que una persona ha alcanzado la
edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y
lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este
es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que
han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un
auténtico progreso de toda la humanidad.
Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean
verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona
realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no
encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que
lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo
y crezca como persona adulta y madura.
Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad,
dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas
filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma
a una propia « filosofía ». Se trata de convicciones o experiencias personales, de
tradiciones familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía
en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece
es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.
28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa
trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia
del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de
diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a
veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto,
incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto,
él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal
existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede
definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.
29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza
humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de
plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar
lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la
perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De
hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un
científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica
y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una
respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria
sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado
aún la respuesta adecuada.
30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas
de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o
confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de
la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter
filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto.
En fin están las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en
la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen
en sus tradiciones a las cuestiones últimas.27
En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras
doctrinas, algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya
he dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las
cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta
sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes
personales y regula su comportamiento. Es aquí donde debería plantearse la pregunta
sobre la relación entre las verdades filosófico-religiosas y la verdad revelada en
Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es oportuno valorar otro dato más de la
filosofía.
31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para
insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está
inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación
cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos
modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades
puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del
pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean « recuperadas
» sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un
razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades
simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la
constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los
innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién
podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de
todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas?
Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por
los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la
humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de
creencias.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En
ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través
de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse
progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con
frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia,
porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades
cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas,
entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el
testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad
sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad
sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni
la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su
encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado
y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra:
se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas
argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que
él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva,
el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya
sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose
progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está
destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo
el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad
ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede
encontrar solución si no es en el absoluto.28 Gracias a la capacidad del pensamiento, el
hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su
existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el
abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad
de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a
otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más
significativos y expresivos.
De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de
búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona
de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver
realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple
creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar
en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente
de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada
última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como
deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades
que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la
verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la
razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la
certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia
de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea
inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos
confiados,29 es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta
unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo,
como nos recuerda el Apóstol: « Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús »
(Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la
vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona 30 revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18).
Lo que la razón humana busca « sin conocerlo » (Hch 17, 23), puede ser encontrado
sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la « plena verdad » (cf. Jn
1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su
plenitud (cf. Col 1, 17).
36. Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que
confrontarse desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro
narra la discusión que san Pablo tuvo en Atenas con « algunos filósofos epicúreos y
estoicos » (17, 18). El análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de
relieve repetidas alusiones a convicciones populares sobre todo de origen estoico.
Ciertamente esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender por los
paganos no podían referirse sólo a « Moisés y los profetas »; debían también apoyarse
en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre
(cf. Rm 1, 19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento
natural había degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1, 21-32), el Apóstol
considera más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los
filósofos, que desde siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos
conceptos más respetuosos de la trascendencia divina.
En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos del pensamiento
clásico fue purificar de formas mitológicas la concepción que los hombres tenían de
Dios. Como sabemos, también la religión griega, al igual que gran parte de las
religiones cósmicas, era politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de
la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de los dioses y, en
ellos, del universo encontraron su primera expresión en la poesía. Las teogonías
permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue
tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la religión.
Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con los mitos
antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se
inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se abría a
un proceso más conforme a las exigencias de la razón universal. El objetivo que dicho
proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la
divinidad fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones fueron
reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en parte, mediante el análisis
racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con
los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del Dios de
Jesucristo.
37. Al referirme a este movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosofía, es
obligado recordar también la actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos
del mundo cultural pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosofía, en cuanto
sabiduría práctica y escuela de vida, podía ser confundida fácilmente con un
conocimiento de tipo superior, esotérico, reservado a unos pocos perfectos. En este tipo
de especulaciones esotéricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los
Colosenses: « Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía,
fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo » (2,
8). Qué actuales son las palabras del Apóstol si las referimos a las diversas formas de
esoterismo que se difunden hoy incluso entre algunos creyentes, carentes del debido
sentido crítico. Siguiendo las huellas de san Pablo, otros escritores de los primeros
siglos, en particular san Ireneo y Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas frente
a una visión cultural que pretendía subordinar la verdad de la Revelación a las
interpretaciones de los filósofos.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La
práctica de la filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos
más un inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el
anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al
interlocutor a la conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto
no quiere decir que ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus
motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e infundada la crítica de Celso, que
acusa a los cristianos de ser gente « iletrada y ruda ».31 La explicación de su desinterés
inicial hay que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio ofrecía
una respuesta tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resulta, sobre el sentido
de la vida, que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en ciertos
aspectos, superado.
Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo que afirma
el derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales, sociales y
sexuales, el cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los
hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al tema de
la verdad. Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda tenía
entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios,
todos deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo
muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de
estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la
revelación de Jesucristo.
Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo
de un cauto discernimiento, fue san Justino, quien, conservando después de la
conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que
en el cristianismo había encontrado « la única filosofía segura y provechosa ».32 De
modo parecido, Clemente de Alejandría llamaba al Evangelio « la verdadera filosofía
»,33 e interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica como una instrucción
propedéutica a la fe cristiana 34 y una preparación para el Evangelio.35 Puesto que «
esta es la sabiduría que desea la filosofía; la rectitud del alma, la de la razón y la pureza
de la vida. La filosofía está en una actitud de amor ardoroso a la sabiduría y no perdona
esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la sabiduría del
Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo de Dios ».36 La
filosofía griega, para este autor, no tiene como primer objetivo completar o reforzar la
verdad cristiana; su cometido es, más bien, la defensa de la fe: « La enseñanza del
Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la
filosofía griega con su tributo no hace más sólida la verdad; pero haciendo impotente el
ataque de la sofística e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice
que es con propiedad empalizada y muro de la viña ».37
41. Varias han sido pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han
entrado en contacto con las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan
identificado el contenido de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La
pregunta de Tertuliano: « ¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la
Iglesia? »,40 es claro indicio de la conciencia crítica con que los pensadores cristianos,
desde el principio, afrontaron el problema de la relación entre la fe y la filosofía,
considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y en sus límites. No eran
pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe,
sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto
y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías
filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente
lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes
filósofos antiguos.41 Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada
de las ataduras externas, podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de
forma más adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz
de llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la
percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente
la razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación. El
encuentro no fue sólo entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de
otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus, siendo un encuentro entre la
criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el que inconscientemente tendía
por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la
persona del Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no tuvieron miedo, sin
embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias que
presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en
ellos el reconocimiento de las diferencias.
43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo Tomás, no sólo por el
contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal que supo establecer con
el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los pensadores
cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más concretamente
aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre la razón y la fe.
Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto,
no pueden contradecirse entre sí.44
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el
Espíritu Santo realiza haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las
primeras páginas de su Summa Theologiae 48 el Aquinate quiere mostrar la primacía de
aquella sabiduría que es don del Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las
realidades divinas. Su teología permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su
estrecho vínculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella conoce por
connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir de la verdad de la fe
misma: « La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la que es virtud intelectual
adquirida. Pues ésta se adquiere con esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba, como
Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque la fe asiente a la
verdad divina por sí misma; mas el juicio conforme con la verdad divina pertenece al
don de la sabiduría ».49
46. Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la
historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento
filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación
cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento
alcanzó su culmen. Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos
transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de
Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se
opusieron diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que
presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No
tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos
que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos
para la humanidad.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel
mismo de la filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo
progresivamente a una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos
aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de
racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter
marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la
contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están
orientadas —o, al menos, pueden orientarse— como « razón instrumental » al servicio
de fines utilitaristas, de placer o de poder.
48. En este último período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva
separación entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente,
incluso en la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia
entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que,
profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a
descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por
ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y
el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo
y la historia; incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una
seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido auténtico de la propia existencia.
Sin embargo, esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón exija un atento
esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y
debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha
recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta
final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo
el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una
razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser
reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe
adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser.
49. La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con
menoscabo de otras.54 El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la
filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos
y sus reglas; de otro modo, no habría garantías de que permanezca orientada hacia la
verdad, tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca
ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios
principios y metodologías específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de la que
goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la
verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía
consciente de este « estatuto constitutivo » suyo respeta necesariamente también las
exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada.
La historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en los que no pocas
veces ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre todo moderno. No es tarea ni
competencia del Magisterio intervenir para colmar las lagunas de un razonamiento
filosófico incompleto. Por el contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y
firme cuando tesis filosóficas discutibles amenazan la comprensión correcta del dato
revelado y cuando se difunden teorías falsas y parciales que siembran graves errores,
confundiendo la simplicidad y la pureza de la fe del pueblo de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y debe, por tanto, ejercer con autoridad, a la luz de
la fe, su propio discernimiento crítico en relación con las filosofías y las afirmaciones
que se contraponen a la doctrina cristiana.55 Corresponde al Magisterio indicar, ante
todo, los presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la
verdad revelada, formulando así las exigencias que desde el punto de vista de la fe se
imponen a la filosofía. Además, en el desarrollo del saber filosófico han surgido
diversas escuelas de pensamiento. Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la
responsabilidad de expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones
de fondo sobre las que estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra
de Dios y de la reflexión teológica.
51. Este discernimiento no debe entenderse en primer término de forma negativa, como
si la intención del Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al
contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a estimular, promover y animar
el pensamiento filosófico. Por otra parte, los filósofos son los primeros que comprenden
la exigencia de la autocrítica, de la corrección de posible errores y de la necesidad de
superar los límites demasiado estrechos en los que se enmarca su reflexión. Se debe
considerar, de modo particular, que la verdad es una, aunque sus expresiones lleven la
impronta de la historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y debilitada
por el pecado. De esto resulta que ninguna forma histórica de filosofía puede
legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser
humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios.
Si la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a partir de la mitad del
siglo pasado ha sido porque en aquel período muchos católicos sintieron el deber de
contraponer una filosofía propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por
este motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que estas filosofías no
se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y negativas. Fueron así censurados al
mismo tiempo, por una parte, el fideísmo 59 y el tradicionalismo radical,60 por su
desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por otra, el racionalismo 61 y el
ontologismo,62 porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la luz de
la fe. Los contenidos positivos de este debate se formalizaron en la Constitución
dogmática Dei Filius, con la que por primera vez un Concilio ecuménico, el Vaticano I,
intervenía solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La enseñanza
contenida en este texto influyó con fuerza y de forma positiva en la investigación
filosófica de muchos creyentes y es todavía hoy un punto de referencia normativo para
una correcta y coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se han ocupado no tanto de tesis filosóficas
concretas, como de la necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para
la inteligencia de la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y afirmando de forma
solemne las enseñanzas que de forma ordinaria y constante el Magisterio pontificio
había propuesto a los fieles, puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo
irreducibles que son el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y la fe. El
Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por la Revelación misma, de la
cognoscibilidad natural de la existencia de Dios, principio y fin de todas las cosas,63 y
concluía con la afirmación solemne ya citada: « Hay un doble orden de conocimiento,
distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto ».64 Era pues necesario
afirmar, contra toda forma de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y
los hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de aquéllos respecto a
éstos; por otra parte, frente a las tentaciones fideístas, era preciso recalcar la unidad de
la verdad y, por consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento
racional puede y debe dar al conocimiento de la fe: « Pero, aunque la fe esté por encima
de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la
razón, como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso
dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la
verdad contradecir jamás a la verdad ».65
54. También en nuestro siglo el Magisterio ha vuelto sobre el tema en varias ocasiones
llamando la atención contra la tentación racionalista. En este marco se deben situar las
intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la base del modernismo
se hallan aserciones filosóficas de orientación fenoménica, agnóstica e inmanentista.66
Tampoco se puede olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía
marxista y del comunismo ateo.67
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la Encíclica Humani generis,
llamó la atención sobre las interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del
evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que estas tesis habían
sido elaboradas y eran propuestas no por teólogos, sino que tenían su origen « fuera del
redil de Cristo »; 68 así mismo, añadía que estas desviaciones debían ser no sólo
rechazadas, sino además examinadas críticamente: « Ahora bien, a los teólogos y
filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de defender la verdad divina y
humana y sembrarla en las almas de los hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar
esas opiniones que se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que
las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de
antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos falsos
sistemas se esconde algo de verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a
investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y teológicas ».69
55. Si consideramos nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del
pasado, pero con nuevas peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que
interesan a personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el
ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal es, por ejemplo, la
desconfianza radical en la razón que manifiestan las exposiciones más recientes de
muchos estudios filosóficos. Al respecto, desde varios sectores se ha hablado del « final
de la metafísica »: se pretende que la filosofía se contente con objetivos más modestos,
como la simple interpretación del hecho o la mera investigación sobre determinados
campos del saber humano o sobre sus estructuras.
En la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por ejemplo, en
algunas teologías contemporáneas se abre camino nuevamente un cierto racionalismo,
sobre todo cuando se toman como norma para la investigación filosófica afirmaciones
consideradas filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el teólogo,
por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de forma acrítica por
afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y en la cultura corriente, pero que no
tienen suficiente base racional.72
56. En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y
absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del
consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. Ciertamente es
comprensible que, en un mundo dividido en muchos campos de especialización, resulte
difícil reconocer el sentido total y último de la vida que la filosofía ha buscado
tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido
último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón
humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la
historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir:
es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto
con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo
aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe
se hace abogada convencida y convincente de la razón.
60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su parte, presenta una enseñanza muy rica y
fecunda en relación con la filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta
Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et spes es casi un compendio de
antropología bíblica, fuente de inspiración también para la filosofía. En aquellas páginas
se trata del valor de la persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su
dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad
trascendente de su razón.80 También el problema del ateísmo es considerado en la
Gaudium et spes, exponiendo bien los errores de esta visión filosófica, sobre todo en
relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad.81 Ciertamente tiene
también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas páginas,
que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los
puntos de referencia constante de mi enseñanza: « Realmente, el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era
figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación ».82
El Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que deben dedicarse los
candidatos al sacerdocio; se trata de recomendaciones extensibles más en general a la
enseñanza cristiana en su conjunto. Afirma el Concilio: « Las asignaturas filosóficas
deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante todo, a adquirir un
conocimiento fundado y coherente del hombre, del mundo y de Dios, basados en el
patrimonio filosófico válido para siempre, teniendo en cuenta también las
investigaciones filosóficas de cada tiempo ».83
61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario intervenir sobre este tema, reiterando
el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su
pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no han sido observadas
siempre con la deseable disponibilidad. En muchas escuelas católicas, en los años que
siguieron al Concilio Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia
debido a una menor estima, no sólo de la filosofía escolástica, sino más en general del
mismo estudio de la filosofía. Con sorpresa y pena debo constatar que no pocos
teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía.
Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe tenerse en cuenta la
desconfianza en la razón que manifiesta gran parte de la filosofía contemporánea,
abandonando ampliamente la búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del
hombre, para concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a veces
incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco que se ha creado sobre
todo en relación con las « ciencias humanas ». El Concilio Vaticano II ha remarcado
varias veces el valor positivo de la investigación científica para un conocimiento más
profundo del misterio del hombre.85 La invitación a los teólogos para que conozcan
estas ciencias y, si es menester, las apliquen correctamente en su investigación no debe,
sin embargo, ser interpretada como una autorización implícita a marginar la filosofía o a
sustituirla en la formación pastoral y en la praeparatio fidei. No se puede olvidar, por
último, el renovado interés por la inculturación de la fe. De modo particular, la vida de
las Iglesias jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de pensamiento, la
presencia de múltiples expresiones de sabiduría popular. Esto es un patrimonio real de
cultura y de tradiciones. Sin embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de
acuerdo con la investigación filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los aspectos positivos
de la sabiduría popular, creando su necesaria relación con el anuncio del Evangelio.86
Espero firmemente que estas dificultades se superen con una inteligente formación
filosófica y teológica, que nunca debe faltar en la Iglesia.
63. Apoyado en las razones señaladas, me ha parecido urgente poner de relieve con esta
Encíclica el gran interés que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo
que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la verdad. De aquí deriva el
deber que tiene el Magisterio de discernir y estimular un pensamiento filosófico que no
sea discordante con la fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de
referencia que considero necesarios para instaurar una relación armoniosa y eficaz entre
la teología y la filosofía. A su luz será posible discernir con mayor claridad la relación
que la teología debe establecer con los diversos sistemas y afirmaciones filosóficas, que
presenta el mundo actual.
CAPÍTULO VI - INTERACCIÓN ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la
tierra; y el hombre es naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto
elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no
puede prescindir de relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la
historia, tanto para algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas
específicas. Sin querer indicar a los teólogos metodologías particulares, cosa que no
atañe al Magisterio, deseo más bien recordar algunos cometidos propios de la teología,
en las que el recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la
Palabra revelada.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad
divina, « como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de
la Iglesia »,89 goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se
propone como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo
asumiendo las estructuras lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se
articula la enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el
significado de salvación que estas proposiciones contienen para el individuo y la
humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones el creyente llega a conocer la
historia de la salvación, que culmina en la persona de Jesucristo y en su misterio
pascual. En este misterio participa con su asentimiento de fe.
Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el sentido universal del
misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa,
como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones
conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente. En efecto,
sin la aportación de la filosofía no se podrían ilustrar contenidos teológicos como, por
ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la
acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad
de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen
para diversos temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a conceptos
como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad personal, culpa, etc., que son
definidos por la ética filosófica.
Es necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural,
verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también
objeto de la revelación divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho
conocimiento de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática
especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del hombre, del mundo y, más
radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad objetiva.
67. La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de
dar razón de la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación
entre la fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza
paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen
verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su
conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al
estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la
teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen
algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La
Revelación les da pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en
el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de
Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de
forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La
razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente
propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin
menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía.90
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre
la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su
asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá mostrar « plenamente el camino a una
razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no
fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón
necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría
llegar por sí misma ».91
68. La teología moral necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva
Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la
Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que
van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto
principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para
aplicarlos a las circunstancias particulares de la vida individual y social, el cristiano
debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con
otras palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión filosófica
correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales
de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que
a la filosofía, a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo
las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos.
Algunos sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y
culturas, que la teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales,
más que a una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de
una concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor
universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.
70. El tema de la relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no
pueda ser exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El
proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia
ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a
los discípulos de ir a todas partes « hasta los confines de la tierra » (Hch, 1, 8) para
transmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien
pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las
culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa
ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este problema. Escribe el
Apóstol: « Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos,
habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de
los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba » (2, 13-14).
A la luz de este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio
en los Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por
Cristo, caen las barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo
llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su
lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno
puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados
en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los
dos pueblos llegar a ser « uno ». Aquellos que eran « los alejados » se hicieron « los
cercanos » gracias a la novedad realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los
muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la
participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con
san Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios » (Ef 2, 19).
En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las
diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura
típica del hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos
de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre al que
sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia.94 Como además
las culturas evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de
manera implícita, pero no por ello menos real— la referencia a la manifestación de Dios
en la naturaleza, como se ha visto precedentemente hablando de los textos sapienciales
y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia,
comparten el dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia
transformaciones y progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los
intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se alimentan de la
comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de
permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este
dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella
influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada
expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su
constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda
cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues,
que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina.
La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del
ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus
características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios,
revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se
sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los peregrinos presentes en
Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se preguntaban: « ¿Es que
no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les
oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de
Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de
Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes,
todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios » (Hch 2, 7-11). El
anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la
adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea
división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad
que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de
implícito hacia su plena explicitación en la verdad.
De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio
último de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a
una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le
pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al
contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de
liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una
llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de
nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad
evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico
patrimonio los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el
pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en
la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es
el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son
idénticas en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que
cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no
había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el
pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio
providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia.
Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana,
que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el actual contacto con las
culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en
diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el
futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo
específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural
deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual
es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las grandes
culturas de la China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para las riquezas
de las culturas tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía oral.