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Las categorías de la cultura medieval:

La posición de la personalidad humana en una sociedad y en buena parte definida y regulada por el derecho vigente
en tal sociedad. De hecho la real posición de la persona encuentra reflejado en las normas jurídicas y en su
interpretación. Se puede decir que en el comportamiento de la sociedad hacia el derecho se revela también su
comportamiento hacia la persona: el desprecio del derecho, como un rol irrelevante en el sistema de las relaciones
sociales implican también la violación de derechos civiles de los miembros de la sociedad; al contrario, una gran
apreciación del derecho está ligada a la existencia de ciertas garantías de la existencia humana, de la cual la
sociedad está conciente.
La débil diferenciación de los distintos sectores de la vida social de la edad media es largamente notoria. La
filosofía, la moral, la jurisprudencia, la legislación no eran completamente separadas, se entrecruzaban formando un
sistema cuyas partes no siempre eran quizás armónicamente coordinadas entre sí, pero interactuaban activamente,
y en grado mayor o menor tenían esbozos religiosos, estaban impregnadas de ideas religiosas. En la sociedad
feudal todas las formas de actividad humanas estaban sujetas a leyes, cuyas derogas eran vetadas y condenadas.
El tradicionalismo de la praxis social del Medioevo, su dependencia a la religión, originan una normativa universal
social del hombre. A causa de esta normativa el derecho tomaba el significado de un regulador universal
omnicomprensivo de las relaciones sociales.
Todavía le gran apreciación del derecho en la Europa medieval –que se desarrolló mucho antes que en las vísceras
del feudalismo madurasen las relaciones burguesas las cuales requerían precias garantías jurídicas de la propiedad
privada y de la libertad personal- no es deber característico de las otras civilizaciones medievales, que en medida no
menor (quizás mayor) de aquella europea eran caracterizadas por el tradicionalismo, de la normativa y del
predominio de la religión.
En realidad la sociedad musulmana medieval tenían una serie de tratos que los acercaban al feudalismo europeo,
pero mientras en Europa , que estaba bajo el predominio de la Iglesia, el derecho representaba una fuerza
relativamente autónoma ( recordemos la doctrina de “las dos espadas”, la de la Iglesia y aquella secular, la lucha y
la rivalidad tras el papado que tiene pretensión de dominio teocrático y de poder estatal), en el mundo arable
derecho constituía parte imprescindible de la religión; el derecho islámico no conoce diferencia entre el derecho
canónico y el laico, cada derecho es acá derecho de la Iglesia, de la comunidad de los creyentes. Es por eso que en
el mundo musulmán el criminal es considerado un pecador no sólo amenazado por el castigo terreno, sino que
también por las penas del infierno. Luego que los árabes no elaboraran un derecho puramente laico, por su
naturaleza sagrada el derecho era muy poco adaptado a los cambios y solo tras muchas dificultades se aplicaba a
nuevas condiciones sociales. Eso representa así una notable fuerza conservadora. Su desarrollo en países
musulmanes cesa en el siglo X, cuando –en cambio- el desarrollo del derecho europeo estaba recién comenzando.
Diferente es la interpretación del derecho de la China medieval. Aquí falta el legado entre derecho y religión que
existe con los musulmanes. La visión del derecho que predomina en China es completamente distinta también de la
concepción que tiene los europeos y revela los tratos esenciales del pensamiento de los chinos. El derecho no es
concebido como base de la estructura social, no regula la conducta del individuo; por esto existen particulares
precisiones que definen las acciones humanas en todos los casos de la vida. “El Asia de Confucio, prefiere el ideal
de las relaciones sociales a la igualdad, fruto de una atenta protección y de una respetuosa sumisión”. El punto de
vista adoptado en China es que la ley, por la abstracción que le es propia, no puede tener noción de la variedad de
las innumerables situaciones concretas, por lo que no tiende a representar el bien, y representa el mal. “La idea de
‘derechos subjetivos’, generada de las leyes, contradice el orden natural de las cosas; cualquier cosa puede ser
violada en la sociedad en el momento en que el individuo obtiene la posibilidad de hablar de los propios ‘derechos’:
se puede hablar solo de deberes al compararlo con la sociedad y lo propio similar”. “Pretender que lo que te espera
es antisocial, está en contra de las buenas costumbres”. En China las normas jurídicas no garantizaban el
funcionamiento de la sociedad y el gobierno del Estado. La prosperidad de la sociedad, según los pensadores
chinos, depende de la conducta del hombre, y en primer lugar de aquellos que gobiernan el Estado. En
consecuencia, el principio de Legitimidad –ideal del estado de derecho- no tiene sus raíces en la civilización china.
Tanto el derecho musulmán como el derecho chino –que acabamos de describir- están extremadamente lejanos de
la concepción de derecho de la Europa medieval. Evidentemente, tales profundas diferencias no se pueden explicar
solo con el carácter tradicional del orden social o con el legado entre derecho y religión. Están mucho más
profundamente radicadas. Desde el punto de vista de la interrelación entre derecho y personalidad queremos
apoyarnos sobre algunos aspectos del derecho medieval europeo. En otras palabras, entendemos acotarnos al
derecho como a una categoría sociocultural, a un principio en el cual se revelan los lados esenciales del individuo,
como a una de las formas de autoconciencia humana.
Y una vez más iniciamos con la edad bárbara. La vida de la sociedad bárbara tradicional está sujeta a cánones
establecidos una vez y para siempre. Somos concientes del predominio del a creación artística de los germanos.
Pero no es que una caso particular de una regla general. La conducta del individuo se conforma rígidamente a un
sistema de castigos e incentivos. El hombre no se encuentre frente a una elección sino sigue modelos dados de la
religión, del derecho y la moral. Todavía en la sociedad bárbara, evidentemente, no existen un derecho y una moral
como fundamentos y formas distintas de la conciencia social y de la conducta humana. El derecho y la moral
coinciden o son muy cercanos, luego que las normas jurídicas no sólo garantizan la coacción externa, no solo se
fundan sobre un sistema de sanciones; sino que representan imperativos que tiene también un contenido tanto
moral como religioso. En consecuencia el derecho bárbaro se parece solo de nombre al derecho moderno, y en
realidad eso es mucho más extenso por contenidos y funciones. Retener que el derecho formalizase las relaciones
sociales en aquellos tiempos es exacto solo bajo la condición de devolver al concepto ‘forma’ su real contenido: el
derecho daba a tales relaciones una forma universalmente válida, fuera de la cual esas eran impensables. Si es
verdad que la forma era el real contenido de la poesía, entonces es verdad en notable medida también para el
derecho.
La concepción del derecho como legado universal de los hombres era característica de los germanos incluso antes
de la cristianización. Para este propósito es necesario el análisis de los términos importantes del derecho en los
tiempos de los escandinavos. El término
lag (lög), tiene un amplio abanico de significados. En un sentido coloquial; significa ‘estado’, ‘condición’: orden
(“poner todo en su debido orden”), grado (con el adjetivo correspondiente:”bastante largo”, “debido”), precio, pago
(establecido por cualquiera previamente); tiempo debido, motivo musical (acorde, armonía), estructura del verso,
medida. En este sentido y a este término, evidentemente viene asociada la idea de medida, del respeto de la debida
proporción en las cosas y en las relaciones. En un sentido más específico este término se aplicaba a algunas formas
de relaciones humanas. (un grupo de hombre, una sociedad de camaradas, un matrimonio)
En plural, el término lag, significaba derecho, ley, literalmente “lo que está en su puesto”, “código”. La institución del
derecho significaba para los hombres la creación entre ellos de un sistema de relaciones. El derecho es la base de
la convivencia humana. “un país está construido sobre el derecho, y va a la ruina por la ausencia del derecho”, decía
un dicho que tenía fuerza de máxima jurídica. En las asambleas populares (thing), los expertos del derecho
“declaraban el derecho”. Exponer querella significaba “tratar de obtener el derecho”, y pronunciar una sentencia en
el tribunal era “atribución de derecho”. De inmediato este término se aplicó a la comunidad jurídica, a la comunidad
de los hombres que vivían bajo un derecho común a todos. Eran entonces, posibles las expresiones como: “estar en
el derecho con otros hombres”, o “introducir a cualquiera en el derecho”. Es por esto que en el área en la que tenía
vigencia el derecho común se llamaba lag. En Noruega estas áreas de eficacia del derecho comenzaron a formarse
todavía antes de su unificación y en Islandia por varios siglos (hasta su sumisión por parte del Estado noruego) la
única forma de unión era aquella sobre la base jurídica. No dejaba a los hombres un aparato de cohesión, de
dominio político, pero sí un órgano de regulación de las relaciones jurídicas. Así el conjunto de los significados del
término lag, toma cada relación regulada en el mundo. Tal concepto, evidentemente, contenía también una
valoración moral positiva de esta relación. El derecho es la base y el trato imprescindible del orden del mundo.
Orden jurídico y orden del mundo son casi sinónimos. El derecho es un bien que necesita conservación y custodia.
Es un concepto indudablemente dotado de un contenido que implica una visión global del mundo.
La misma tendencia tenía también otro término que los escandinavos designaban al derecho, réttr. En el campo de
sus significados como adjetivo entraron los conceptos de “derecho”, “exacto”, “correcto”, “justo”; como sustantivo,
“derecho”, “ley”. Los conceptos de lög y réttr son parecidos, pero no idénticos. Como lög, réttr puede significar las
leyes del país o el derecho eclesiástico. El mejoramiento, la integración del derecho solamente se definían réttarbot,
pero el rey noruego Magnus Haakonarson, célebre por su legislación, adquiere el sobrenombre de Lagabaetir (el
que mejoró las leyes). Todavía el término réttr significaba la mayoría de las veces no el concepto de derecho como
estado de los hombres que se unían en sociedad, pero sí la caracterización de los derechos personales del
individuo, de su status. Esto denotaba, entonces, el resarcimiento para la violación de estos derechos: réttr sinn
significaba “su resarcimiento”, konungs réttr “el resarcimiento establecido por el rey”. El status social y el
resarcimiento para su violación eran por lo tanto indisolublemente legados a la conciencia de los escandinavos, el
status era concebido como algo concreto y directamente legado al individuo y al mismo tiempo como algo que se
puede traducir en una suma determinada. Es evidente que hubiese sido justo buscar la diferencia entre réttr y lög en
el hecho que el último término se refería comúnmente al concepto general de derecho. (faltan las páginas 168 169)
La moralidad acá no es tanto un trato
del individuo, determinado por cualidades personales y revelantes en sus actos, cuando una cualidad inherente a su
familia, a su estirpe, a su rango social –exactamente como los derechos y los deberes. Sustancialmente tales
derechos y deberes son inseparables de la valoración ética de los individuos que entran en el grupo: los nobles son
magnánimos y honestos, su conducta es ejemplar, el coraje y la generosidad son sus cualidades naturales. Pero si
bajamos en las categorías es más difícil atenerse a estas cualidades, o encontrar similares. En la sociedad bárbara,
predomina la convicción que los tratos morales se heredan a la par con los caracteres físicos y que la belleza, la
inteligencia, el honor y la superioridad de ánimo van aferrados a la nobleza, mientras que los tratos viles se
encuentran fácilmente en los no libres y de bajo origen. Del hijo entre un noble y una esclava se pueden encontrar
difícilmente conductas sabias y dignas, como del hijo del mismo noble nacido en un matrimonio legítimo y entre
pares. A los nobles les esperaban entonces mayores indemnizaciones por los daños a ellos causados, pero a la vez
se les entregaba más responsabilidad por las acciones que pudieran efectuar (y que fueran reprochables), por lo
que eran frecuentemente castigados con mayor dureza.
Así el estado jurídico era inseparable de su titular, era su atributo más esencial. Las personas de alta condición
social eran “nobles”, “mejores”; aquellos de baja estirpe eran en cambio “peores”, “infames”. El estado jurídico del
individuo lo caracterizaba también por el lado moral; por lo mismo la condición jurídica del individuo adquiría un
matiz moral, reflejaba su cualidad personal y conjuntamente la definía. Las categorías morales y jurídicas tenían,
además, un matiz estético. La nobleza era naturalmente asociada a la belleza, así como los conceptos de malo y feo
eran indisolublemente asociados. Así, por ejemplo, en la lengua anglosajona no se podía decir: ‘magnífico, pero
malo’, pues no existían expresiones para significar valores puramente estéticos. Lo que es magnífico representa
también un valor moral. La belleza exprimía el honor personal y la virtud del individuo. Del mismo modo también las
cualidades intelectuales de la persona eran dadas por aquellas éticas: “inteligente” también significaba “leal”.
En la sociedad bárbara el derecho no está relegado a una esfera particular de la vida social. No existe un solo sector
que no esté regulado por las costumbres. El derecho, las costumbres son al mismo tiempo los principios en los
cuales vive la sociedad y el imprescindible metro de medida de la conciencia humana.
La cristianización de los bárbaros, que ejercitó una fuerte influencia sobre todo el su ser, fue mientras tanto un
síntoma de la transformación de su estructura social. La adopción de la nueva religión fue posible sólo bajo la
condición de una sustancial diferenciación de los ordenamientos tradicionales de los germanos. La Iglesia aportó
grandes cambios también al derecho. La moral y la ley, no obstante la afinidad de tales categorías, en el medioevo
ya no eran más sinónimos. La moral abrazaba el campo de la vida interior del hombre y estaba legada a su
conciencia, a la libre expresión de la voluntad, mientras que la ley se entendía como una fuerza sobre individual; la
cual el hombre estaba obligado a obedecer.
El derecho bárbaro no fue completamente eliminado y superado por la Iglesia y la praxis feudal; con una pequeña
mutación fue un complemento del derecho medieval. El carácter general del derecho, como el de cualquier otro
elemento de la realidad medieval, está notablemente definido por la doctrina cristiana.
La Iglesia era la portadora de una concepción nomocrática del derecho, que resaltaba la Biblia y en particular las
epístolas del apóstol Pablo. Su teoría del derecho divino sostenía la tesis del predominio universal de la ley
establecida por Dios. El acto del bautizo, transformación del “hombre animal” en cristiano, miembro fiel de la Iglesia,
era entendido como un nuevo nacimiento. Miembro de la sociedad no es el homo naturalis, sino el homo
Christianus. El bautizo que representaba un particular modo de institucionalización del individuo en la colectividad
medieval, les imponía obligaciones jurídicas que no podían violar, pero que en su elaboración no participaban. En
general, el derecho no es creado por los hombrees, pues es un institución divina (lex est donum Dei). Los miembros
de la Iglesia como comunidad de los fieles, que abrazaba tanto clérigos como laicos, no son iguales entre si: el clero
está por sobre los laicos, los que en su ámbito tampoco ven igualdad, luego que cada uno obtiene ‘méritos’ distintos
ante Dios, aunque por naturaleza los hombres seamos todos iguales. La jerarquía de los méritos y de los servicios
presupone derechos desiguales a los individuos. La posición del hombre en la sociedad se basa sobre el servicio.
La posición más alta la ocupa el monarca establecido por Dios. Como el mundo –macrocosmos- está gobernado por
Dios y el cuerpo humano –microcosmos- por el alma; el cuerpo político está regido por el monarca, cuyas relaciones
con los súbditos puede compararse con la relación entre la cabeza y las extremidades. El poder del monarca no
depende de la voluntad de los gobernantes. Él está sujeto sólo a Dios, sólo sirve a él (rex minister Dei). Pero la
Iglesia subrayaba que el monarca por gracia divina era responsable de ella, puesto que es Ella quien anuncia la
voluntad divina. El soberano no está ligado a ningún estatuto terreno. Todos los súbditos reciben la ley del soberano
y están obligados a obedecer enteramente por cuanto es una persona que recibió la unción divina. Un crimen en
contra del soberano es traición y pecado ya que con eso el criminal ha ofendido la fuerza divina representada en el
monarca. El deber del soberano consiste, en cambio, de preocuparse del bien de los súbditos. No es el consenso,
pero si la fidelidad incondicional, y la obediencia ciega lo que sientan las bases principales del derecho. Los súbditos
no pueden influir en eso a causa de su incompetencia e irracionalidad. En conformidad con esta concesión el
soberano dispone de un poder unilateral ilimitado en comparación al de los súbditos, frente a los cuales él no tiene
obligaciones inderogables. Posee también el dominio sobre su propiedad y los dispone en los intereses de la
comunidad.
En base a estas ideas así de lejanas de la realidad estaba el pensamiento de la prioridad del bien colectivo
representado por el soberano con respecto a los intereses del individuo. El derecho, como el “cuerpo social” es
inmortal; mientras el hombre, si lo es. Esencial era el bien colectivo y no el de una parte insignificante, un único
individuo. Este último era considerado por esta teoría completamente absorbido por la sociedad, gran organismo
unitario en el cual cada miembro desarrolla una función determinada, tiene una propia vocación (vocatio). En
consecuencia el individuo no existe por sí mismo. No es importante su personalidad, sino el oficio que realiza, el
servicio que presta.
Así, el derecho se hace concreto en la figura del gobernante, encarnación de la idea del derecho (lex animata), que
conoce los intereses complejos y salvaguarda la justicia. Sólo la Iglesia es competente de decidir en qué casos el
monarca que ha abusado del poder deja de ser protegido y siervo de Dios; sólo Ella es capaz de distinguir el
tyrannus del rex iustus; y sólo la Iglesia puede privar al tirano del mandato del que es digno el rey justo, y liberar a
los súbdito de la obligación de obedecer a este tirano. Es notorio que las teorías de la teocracia papal buscaron
realizar en la práctica, y no siempre sin éxito, estos principios: tales fueron las políticas y las teorías de los papas
Gregorio VII e Inocencio III. Todavía los ideólogos de la monarquía ilimitada por gracia divina afirman que el rey no
está sujeto siquiera a la Iglesia, y es la encarnación terrena de Dios. Los esfuerzos de la monarquía pro fundar su
propio legado con la realidad trascendente encontraron un eco en la conciencia de la población. La naturaleza
sagrada del poder del emperador y del rey se explicaba fácilmente con la idea que la comunión de los hombres y de
los poderes comprende en sí a Dios. El mismo Cristo venía frecuentemente representado como soberano. Los actos
de coronación del gobernante terrenal estaban invariablemente acompañados por rituales religiosos, que exprimían
concreta y visiblemente el carácter divino de su poder. La vida aportó serios correctivos a la doctrina teocrática del
derecho, y muy seguido la contradice. Lo que merece atención es la gran apreciación del derecho por parte de la
teoría que acabamos de caracterizar. En una forma idealizada esta refleja el verdadero rol fundamental que
desempeñaba el derecho en la vida de la sociedad feudal. Abstracta, como todo ideal, de la praxis jurídica cotidiana,
la teoría nomocrática del derecho divino confería en el mismo tiempo a tal práctica un preciso significado superior.
Si tomamos las doctrinas de los teólogos, los ideólogos y los juristas del Estado y las examinamos ideas que
tuvieron una circulación mucho más amplia en el medioevo, no formuladas con tanta claridad como fueron puestas
de premisa a la creación del derecho y a su aplicación, aquí se pueden topar a un tiempo elementos comunes a la
doctrina paolina y conceptos que la contradicen. Según las ideas más difusas, el derecho es un elemento
imprescindible del orden universal y es eterno e indestructible del mismo universo. El mundo es impensable sin la
ley, tanto el mundo de la naturaleza como el mundo del hombre. El derecho es la base de toda la sociedad humana,
y sobre eso se construyen las relaciones de los hombres: “donde está la sociedad, ahí está el derecho” (“ubi
societas, ibi ius”). Cada género de ser viviente y cosa, tiene derecho propio, es una cualidad obligatoria de cada
creación divina (por esto no sólo el hombre, sino el animal e incluso una cosa podían tener responsabilidad de una
culpa). El modo de vivir y de comportarse de cada ser está determinado por su status social. Esta es la concepción
medieval del “derecho natural”, a través de una interpretación religiosa de la ley universal del mundo.
Nadie –ni el emperador, ni un soberano, ni el parlamento- elabora nuevas leyes. Como Dios era considerado la
fuente del derecho se deriva que el derecho no podía ser injusto o malo; eso es bueno y por esencia el bien.
Derecho y justicia son sinónimos. Mal puede ser sólo la ofensa al derecho, su violación u omisión. Como el mal en el
mundo era la falta del bien, así también la injusticia estaba originada por la falta de aplicación del derecho. El
derecho es justo, luego que es sabio y corresponde a la naturaleza del hombre. Tomás de Aquino definía el derecho
como “una disposición de la razón para el bien común, proclamada por quien se preocupa de la comunidad”.
Esencial, era por lo tanto el respeto de todos sus atributos: el derecho debe ser racional, servir al bien de todos y
hacer referencia a la competencia del poder que lo proclama en el modo correcto.
Otro elemento imprescindible del derecho es su antigüedad. El derecho no puede ser algo nuevo; ha existido de
siempre así como la eterna justicia. Esto no significa que el derecho no pueda ser transferido a los códigos o que no
tenga necesidad de modificación posterior de los hombres. En su plenitud, como idea, el derecho está esculpido en
la conciencia moral, y de ahí nacen estas o aquellas normas jurídicas, también si por cualquier razón todavía
desconocidas a los hombres. El derecho no se reelabora, se lo “busca” y se lo encuentra. Pero la antigüedad del
derecho no consiste tanto en el momento de su origen cuanto es índice de su irrefutabilidad, de su bondad.
Derecho antiguo significaba derecho bueno, justo. Los grandes legisladores del medioevo no eran creadores de
leyes, no hacían que “reencontrar” el viejo derecho, lo traían de vuelta al esplendor de su justicia; por eso el
derecho precedentemente vigente no era sobrepuesto, sino integrado, y podían perder vigor sólo las alteraciones
del derecho causadas por los hombres.
Así, a los documentos fresones de derecho está permitida una introducción histórico-jurídica, específica pero
extremadamente característica del medioevo, en la cual se decía que los fresones debían tener el derecho civil
establecido por Dios mismo cuando Moisés condujo al pueblo de Israel a través del Mar Rojo. Luego de la
exposición de los 10 Mandamientos, venían nombrados los profetas y los reyes, comenzando por Saúl y David, que
habían gobernado antes del nacimiento de Cristo, y luego los emperadores romanos, comprendidos también los
emperadores francos y germanos hasta el tiempo de la codificación del derecho fresón. Así el derecho vigente de
los fresones resulta incluso en la existencia ininterrumpida del derecho desde los tiempos más antiguos de la
humanidad. Aquí no se puede hablar de derecho en el verdadero sentido de la palabra.
Al mismo modo las leyes del rey anglosajón Alfredo son introducidas por un largo prefacio que contiene los diez
mandamientos y otras leyes bíblicas, además de una breve exposición de los apóstoles y los decretos de los
concilios ecuménicos e ingleses. Alfredo valida muy modestamente su propia actividad legislativa: “No tengo
intención de escribir mucho de mí mismo, ya que no puedo prever que cosa encontrará aprobación en nuestros
sucesores”. Pero recoge, trasladando el resto, las normas más justas de las leyes inglesas de sus predecesores
(Etelberto, Ine, Offa). Esta recopilación obtiene la aprobación de los consejeros de Alfredo.
Por lo tanto, no la elaboración de nuevas leyes, pero la selección en el viejo derecho de prescripciones más sabias y
justas: así de intenso era el trabajo del legislador. La sucesiva legislación anglosajona de los siglos X y XI estaba
compuesta por una buena parte de repeticiones de layes previas, ‘adornadas’ con nuevas deliberaciones. Una parte
notable de las antiguas leyes eran consideradas Leyes de Olav el Santo, aunque en realidad no eran más que una
trascripción del derecho consuetudinario que se desarrolló más tarde. En Inglaterra un compilado jurídico de inicios
del siglo XII fue definido como Leyes de Eduardo el Confesor, quien en realidad no tenía nada que ver con ella. El
rey longobardo Rotari veía su propia tarea no en el crear nuevas leyes, pero en el codificar el antiguo derecho
popular que necesitaba corregirse y mejorarse.
El derecho del país se podía integrar y mejorar, en otras palabras se podían “encontrar” aquellas normas que
primeramente no estaban incluidas en las leyes, pero se conservaban en la conciencia moral del pueblo como
fuente ideal de justicia. Otra fuente del derecho, junto con su origen divino, eras la conciencia jurídica del pueblo. El
derecho se conserva sobretodo en la memoria de los hombres más sabios y competentes; los expertos del derecho
(lagmenn, los que practican el derecho en los países escandinavos, los whitam y los “liberi et legalis homines” en
Inglaterra) no creaban nuevas normas jurídicas. Conocían los “tiempos antiguos”, las antiguas costumbres. Así, por
lo menos, entendían su misión creadora del derecho.
Todos estaban sujetos a la costumbre y a la ley, y en primer lugar el soberano. Su función más importante es
salvaguardar y tutelar el derecho. La idea de que quien gobierna deba preocuparse de la tutela del derecho vigente,
ser clemente y justo, es lo que caracteriza a muchos monarcas.
Subiendo al trono, el rey hace juramento a la ley. El medioevo no conoce el derecho público particular. Quien
gobierna debe hacerlo en conformidad y respetando las costumbres. Si viola la ley los súbditos no deben asumir esa
injusticia. “El hombre debe oponerse al propio rey y a su juez cuando no sea culpable del mal, y debe hostigarlo
incluso si es su pariente. Con esto no transgredí su juramento de lealtad”: según decía Sachsenspiegel. Isidoro de
Sevilla retoma las palabras de Horacio para sostener que es el rey quien reacciona según la justicia, sino, no es rey
(“Rex, eris si recte facies, si non facias, non eris”). La trasgresión fraudulenta del derecho por parte del soberano, lo
priva de las bases legítimas del poder y escoger a los súbditos del juramento que le han prestado. A su vez los
súbditos tienen la obligación de defender el derecho, incluso en contra del soberano que lo trasgreda. La obligación
de salvaguardar el derecho no carece de contrato, pero sí de la idea de fuerza universal de derecho al cual están
sujetos. En consecuencia, el derecho amarra a todos, y es esto el legado universal de los hombres. Tal principio
contradice radicalmente la concepción teocrática según la cual el rey está por sobre la ley y sólo está sujeto a Dios.
Todavía, obteniendo en determinados casos el derecho de oposición al gobernante o soberano ilegítimo que se ha
desligado de su misión, el pueblo no tiene derecho de cambiar la forma de gobierno, al monarca depuesto debe
sucederle otro. El nuevo soberano debe tener entonces derecho hereditario al trono, y contar con el consentimiento
y la unción del clero. De por sí la condición de noble no garantiza el acceso al trono: tanto en los reinos bárbaros,
como en las primeras monarquías feudales era necesaria la aprobación del “pueblo”; de hecho el apoyo de la
aristocracia.
Del mismo modo era necesario el consenso de los súbditos (consensus fidelium) para introducir nuevas leyes
elaboradas por el soberano.”Los mejores y los ancianos” (miliores et maiores), que representaban a los súbditos y
encarnaban la conciencia, eran llamados a juzgar que en cualquier medida las leyes reales correspondieran al
antiguo derecho vigente.
El principio de la supremacía de la justicia y del derecho, y de su independencia del monarca se manifestaban en la
praxis de la justicia medieval. Así, aunque en Inglaterra los jueces estaban al servicio del Estado, manifestaban esta
cierta independencia del soberano y no se transformaban en simples ejecutores de su voluntad; en los casos en que
la ley y el derecho consuetudinario contradicen la voluntad del rey, los jueces reales se ponían de parte del derecho.
El mismo principio estaba en las bases de las rebeliones de los feudales en contra del rey que había transgredido el
derecho y las costumbres del país. Lo demuestra la Magna Charta libertatum que fue el resultado de una rebelión de
este tipo por parte de los barones y caballeros ingleses, concebida plenamente legítima y nacida en la esencia
misma del orden jurídico inglés. La introducción en la Charta de la deliberación de crear una comisión de 25 barones
que no sólo debían limitar el poder del rey, sino que en caso de violación de la carta, tenían la obligación de
reducirlo a la legalidad con las armas, en cuanto era peligroso para la unidad del Estado, no contrastaba todavía el
espíritu del derecho y la idea de las relaciones entre el rey y sus vasallos. Desde el punto de vista de la conciencia
medieval, no tenía nada de paradojal el concepto de insurrección legítima (bellium iustum).
En condiciones normales los súbditos están sujetos a su legítimo soberano. Pero su sumisión se expresa no tanto a
través de la obediencia pasiva, como con la fidelidad. La diferencia entre ambas consiste en determinadas
condiciones en las cuales los fieles sirven al propio señor y a la reciprocidad: el vasallo responde a determinado
señor, y éste a su vez asume la responsabilidad sobre él. Es confuso el pensamiento que las relaciones entre
vasallo y señor se basen en un contrato. Pero tal concepto de relación en el medioevo, parte la moderniza,
equiparando las relaciones feudales al contrato burgués. En realidad sobre la base de fidelidad y protección, estaba
la idea de sumisión a la ley, a las costumbres, tanto del gobernante como de los gobernados: la fidelidad entre
ambos era fidelidad al derecho. De hecho no sólo se juraban fidelidad mutua, sino que también a aquel principio
superior al que estaban sujetos.
Si bien el derecho estaba concebido como antiguo, hablar de antigüedad, es hablar de autoridad. La innovación no
estaba advertida como tal y toda la actividad legislativa operaba prevalentemente bajo la forma de restauración del
antiguo derecho, en una búsqueda y perfección de las costumbres de los padres y antecesores. El derecho de esta
era estaba orientado al pasado. La gran valoración de la antigüedad es característica de todos los sectores de la
vida medieval. El tradicionalismo de la vida medieval no es sólo conservadurismo y autoridad de la costumbre. En la
propensión a la antigüedad –“Nihil innovetur, nisi quod traditum est”- se entretejía una virtud particular, ya que lo
antiguo estaba dotado de una dignidad moral. Lo nuevo inspiraba desconfianza, la innovación era concebida como
sacrilegio e inmoralidad. “No remuevas las piedras que puso tu padre…-según el monje Vicente Lerinense en el
siglo V- ahora que se debieron esfumar las innovaciones se necesitaba conservar lo antiguo; si es nuevo es impuro,
lo viejo es sagrado”. La estaticidad es el trato fundamental de la conciencia medieval. La idea del desarrollo les es
extraña. El mundo no cambia ni está sujeto a desarrollo. Desde el origen de la perfecta creación de Dios, esto existe
en condiciones inmutables. Representa una jerarquía estratificada, no un proceso dinámico. En consecuencia el
derecho es imaginado inamovible. Es atemporal.
En la edad media es reconocida la existencia sólo de lo que estaba dotado de estatuto jurídico. La ciudad, en su
construcción se apuraba en adquirir determinados derechos; cada arte, cada universidad, cualquier corporación
existía oficialmente desde el momento de la adopción del propio estatuto; las comunas agrícolas se proveían de
especiales documentos, que garantizaban su status; los señores dotados de poder judicial o militar se preocupaban
que esto viniera formalizado por poderes de inmunidad dados por el soberano, específicos códigos jurídicos eran
elaborados para cada institución medieval. Sin la sanción del derecho una relación social no era considerada
efectiva.
Los mayores conflictos sociales y políticos eran advertidos por los hombres de esta era no sólo como luchas
religiosas, sino que también a través de las categorías del derecho. Veamos unos pocos ejemplos: la lucha por el
predominio político entre los emperadores germanos y los papa de Roma se combatía en primer lugar por la
investidura; el dramático desencuentro entre el rey de Inglaterra Enrique II
y el papa Bonifacio VIII. Las facultades más antiguas e influyentes de la universidad medieval eran, aparte de la de
teología, las jurídicas. La recesión del derecho romano en Europa, asignadas por un vasto complejo de
causas sociales, económicas y políticas, ejercitó una enorme influencia en cada aspecto de la vida social.
El derecho era entendido no sólo como condición general de la sociedad en su conjunto, pero también
como la más importante cualidad de cada uno de sus miembros. Los hombres son caracterizados sobretodo
por su estado jurídico. Como en la sociedad bárbara, en el feudalismo el estatus es inherente al hombre.
De hecho el status era hereditario, pero podía ser modificado. El soberano podía conceder nuevos derechos
y elevar privilegios a esta o aquella persona. El campesino que abandonaba al señor obtenía libertad
personal, y como burgués mutaba su propio status. El libre e incluso la servidumbre, que rendían homenaje
y lealtad al señor eran ascendidos a caballeros adquiriendo los derechos jurídicos propios a ese status. El
laico que abrazaba el sacerdocio pasaba a formar parte del clero adquiriendo esos especiales privilegios.
Por lo que las categorías medievales de rango y otras categorías jurídicas de la población no representaban
castas cerradas, y se podía pasar de la una a la otra. Característica esencial del estado jurídico del
medioevo era el hecho de que tal estado, heredado o adquirido, quedaba ligado a la naturaleza interior del
hombre, y según la idea de la época influía sobre su índole moral y definía su esencia. En el lenguaje
jurídico los rangos sociales estaban descritos como categorías morales. Así los aristócratas eran “mejores
y dignos”, mientras que la gente simple eran “plebeyos y peores”. Los señores y los súbditos no son
iguales desde el punto de vista moral: cosa demasiado conveniente para la clase dirigente.
Todas las categorías sociales eran sobretodo categorías jurídicas. El medioevo no conoce el estado
formalizado ”jurídicamente”. Las diferencias de clase no emergen en forma pura, los caracteres del rango
definen la posición social de los hombres. El peso social del hombre depende de los derechos que goza. El
noble más pobre está por sobre el ciudadano más rico, por cuanto el dinero no garantizaba el
reconocimiento oficial de los derechos. La plenitud de derechos, la nobleza y la descendencia ilustre son
los requisitos que determinan la calidad de dirigente social.
Con similar orientación en la confrontación del derecho, su rol en el sistema de relaciones sociales era
realmente fundamental. El rol de las relaciones jurídicas aumentó todavía más debido a la gran ritualización
de la praxis social del hombre del medioevo. En la sociedad tradicional era normal la conducta del individuo
que seguía los modelos aceptados. Estos modelos asumían la fuerza de prototipo moral y su falta de
respeto era considerado una violación del derecho. Todas las principales acciones de los hombres estaban
sujetas a un ritual y acompañado de particulares procedimientos, cuya falta de respeto anulaba el valor del
acto. La actividad del hombre se realizaba así en inmutables formas jurídicas rígidamente establecidas y,
fuera de estas era impensable e ineficaz.

Pero esta época de formalismo omnicomprensivo no era precisamente una era burocrática. Muchas
transacciones no se hacían a través de documentos escritos: en su lugar se cumplía la ceremonia
correspondiente. En el proceso de génesis del feudalismo europeo tuvieron amplia difusión las donaciones
de tierra y para su formalización era necesario un documento escrito. Pero el pueblo germano al adoptar el
documento escrito (la carta) no aprehendieron su sentido más profundo. Por cuanto parece, la función del
documento debía consistir básicamente en el hecho que ahí quedaban plasmadas la transacción y los
derechos de propiedad. Entre tanto en el alto medioevo, la gente desechaba el documento escrito, porque
no sabían leer o no entendían su naturaleza jurídica. Por lo tanto junto con la entrega –obligatoria- del
documento, se recurría a actos simbólicos como en la antigua usanza.
El documento era considerado un objeto, por lo tanto, estaba sujeto a las ceremonias “mágicas” de las
cesiones de terreno (el papel se dejaba en la tierra ye esperaba a que la ‘madre tierra’ le impregne su fuerza),
para así adquirir validez.
El pergamino era un símbolo, por lo tanto muchas veces, carecía de contenido escrito (cartae sine letteris).
Incluso el soberano, muchas veces, recurría a este tipo de documentos para conseguir obediencia,
mandando papeles sólo con su escudo o en blanco. Y eso era suficiente.
Era el ritual el que definía la esencia del acto, independiente del documento. Y lo que adquiría mayor
importancia eran los testigos que presenciasen el termino del acto, puesto que las personas que habitaban
una localidad sólo se conocían de cara. Entonces, cuando alguien decidía cambarse de ciudad podía
hacerlo e incluso, al llegar a otra ciudad podía cambiar su identidad y status, porque no se necesitaba un
documento que lo acreditase.
Como el status del hombre era lo que definía su esencia y cualidades interiores, su conducta constituía el
mejor ejemplo de la validez de la declaración respecto de su rango social.
En estas condiciones el derecho representaba la forma universal de la actividad vital tanto del individuo
como del grupo social y representaba para ellos la esencia de toda su conducta. En la vida espiritual de la
sociedad medieval el derecho no podía sino presentarse como una de las categorías principales de su
conciencia.
Pero este derecho no formaba un sistema lógico finito y no siempre las partes eran coordinadas entre sí.
Entendido como fuerza universal de cohesión, el derecho divide al hombre al mismo tiempo que genera
confusas contiendas. Por mucho tiempo no se manifestó la idea de derecho como una abstracción. No
existía el derecho “per sé”, tampoco existía un derecho único para cada país. Cada tribu, cada pueblo, tenía
“derecho propio”, es así como por ejemplo el reino germano, tenía distintas reglas y leyes que los
habitantes del imperio romano con los que compartían tierras. Incluso cuando los hombres viajaban a otras
ciudades, conservaban las leyes de su pueblo de origen. Sólo con el tiempo se logran acoplar estas leyes en
normas generales para todos. Aunque también el monarca en un principio si bien era el rey de la tribu, no lo
era del Estado: “rex francorum, no era necesariamente rex Franciae”. Con el ordenamiento judicial de
‘Norimberga’ en 1455, se establece que el juez que estaba en suelo francés, por ejemplo, podía juzgar a los
franceses; si en cambio estaba suelo suizo, a los suizos, y así de acuerdo a los límites territoriales
existentes.
Al derecho le faltaba orden interno, y esto mismo provocaba confusiones y malos entendidos. El sinónimo
de justicia no estaba orientado a lo que nosotros conocemos como verdad: verdadero se consideraba
aquello que estaba dicho bajo juramento de fe y el riguroso respeto de todos los procedimientos que dictan
las costumbres. A estos juramentos y a cualquier acto del tipo, se les daba más importancia que a los
indicios materiales, puesto que un acto así de solemne no se podía efectuar contra la voluntad de Dios. La
verdad sólo podía surgir del estrictamente observado proceso judicial.
Estos elementos datan de la edad bárbara, pero no sería exacto decir que en la ritualidad del derecho
medieval están los vestigios de su época anterior. En el curso del medioevo, junto a las costumbres y a los
procedimientos heredados del derecho prefeudal, surgieron nuevas formas de rituales y ceremonias;
fórmulas y juramentos. Y las causas no se buscan en el estado arcaico del desarrollo, sino en la naturaleza
de la sociedad feudal, que fue fundada sobre la conducta reglamentada de todos sus miembros. Cada
hombre ocupa un puesto determinado y debe comportarse de acuerdo a él, cada acto adquiere un
significado simbólico y debe ser cumplido en una forma pre-establecida, seguir el estereotipo aceptado. Los
más diversos objetos –además de su rol pragmático- cumplen una función simbólica y son usados en los
procedimientos judiciales.
Como primeros textos jurídicos en la Europa medieval, tenemos leges barbarorum, códigos jurídicos de las
tribus bárbaras que se habían establecido en los suelos del antiguo Imperio Romano. Estos códigos
también eran entendidos como costumbres, los cambios efectuados también se entendían como tales. Pero
aquí también vemos que se transcriben normas obsoletas, por cuanto tenían una especial consideración a
la más remota antigüedad, tenían fe en la santidad de las costumbres. Las leyes emanadas del soberano
eran consideradas “mejoramientos” del derecho, así la innovación es establecida como praxis
conservadora. Y en consecuencia el derecho tradicional se impregnaba de innovación: lo nuevo se combina
con lo viejo.
En la aspiración de reestablecer la originalidad del derecho, los hombres son guiados por la idea del
derecho ideal que tenía que corresponder a su idea de justicia. Para que esto fuera posible muchas veces
recurrían a la falsificación (a veces inconsciente y no con fines egoístas). El “engaño piadoso” (pia fraus)
limita con el autoengaño. Por ejemplo para los ojos de un monje, una tierra donada no podía ser sino
destinada a usos sacros, puesto que no era justo que la usase un laico impío. Al extender un documento
que le daba la responsabilidad a un soberano anterior acerca de la cesión de tierra para la iglesia se
constataba que para los hombres del medioevo, lo antiguo era intocable.
Los documentos debían expresar la voluntad superior, ya que ella se encontraba en la conciencia jurídica,
no en los hechos cotidianos; y de esta conciencia estaba dotado en primer lugar el clero. Los decretos
seudoisidorianos, que motivaban el poder supremo de la Iglesia romana sobre Europa y le atribuían a
Constantino la relativa donación de tierra a favor del obispo romano, eran falsos, pero representaban la
hegemonía papal en el mundo medieval.

Hablando de falsificaciones, M. Boch revela la paradoja del hecho que causa de la sobre valoración del pasado, en el
medioevo no se representaba como era, sino como debía –según ellos- ser. Recurrían a la falsedad tanto laicos como
religiosos que trataban de explicar su antiguo origen, y en consecuencia su propia legitimidad y respetabilidad. La
universidad de París destacaba a Carlo Magno; la de Oxford al rey Alfredo; y la de Cambridge, al legendario Arturo. La
imaginación de los autores, de los textos variaran no sólo en el estilo literario, sino que también en cuanto a las
costumbres de la época.
Los cronistas medievales ponían a la verdad como objeto principal y elemento imprescindible de la propia
exposición, pero llenaban sus obras de fantasías e invenciones. La verdad de este tiempo evidentemente,
no corresponde a la verdad de la época moderna: debía corresponder a la normas ideales, a las
predicciones superiores del diseño divino...era “antropomorfa”.
El hombre del medioevo era muy fácil de engañar, por lo que era común que muchos llegaran haciéndose
pasar por soberanos o sus descendientes. Eran muy crédulos por cuanto confiaban en las virtudes de los
hombres y daban un valor extra a la verdad –siempre creían en lo que les decían-. Los hombres del
medioevo no sólo creían en el Juicio universal que venía con el “fin de los tiempo”, sino que también en los
castigos y premios divinos, como pago de sus acciones en la tierra. La presencia de milagros no necesita
explicación, su ausencia sí.
Son incompresibles las características del derecho y la conciencia jurídica de la edad medieval si no se
toman en cuenta las reales condiciones sociales y políticas en las que se formaba y actuaba el derecho. En
el medioevo la clase dominante muestra una incapacidad de cohesión. Los elementos que los componían,
las clases sociales, los feudatarios, estaban en permanente lucha contra el rey. Soberano no es sinónimo de
poder absoluto, así como tampoco es el único titular del poder; los señores feudales también tenían poder
sobre sus propios hombres. El Estado no es centralizado. La unidad, es sí, es representada en el soberano,
pero éste para lograr ejecutar su poder, debía recurrir alas técnicas del poder privado. Pero no se podía
distinguir entre público y privado. El rey y los príncipes consideraban como herencia personal a los
Estados, y es esto lo que en Francia se tradujo como el derecho de sucesión al trono: la ley permitía que
sólo la descendencia masculina podía tener acceso a la línea de sucesión; las mujeres quedaban fuera. La
Magna Charta Libertatum es el documento más importante que concierne a la historia de Inglaterra. Su
contenido fundamental consiste en la reglamentación de las relaciones entre los señores supremos y sus
vasallos directos: los barones.
Al mismo tiempo los señores ”privados” ejercitaban públicamente funciones en su propio nombre, ya que la
propiedad y el poder eran recíprocos: el que tenía tierra tenía el poder sobre los que la habitaban; y el que
tenía poder, tenía tierra.
Faltaba una neta distinción entre el derecho ideal, y el derecho positivo. Por eso, había que guiarse no sólo
por los códigos y las leyes escritas, sino también por las normas que todavía no eran fijadas de algún modo,
y conformes al concepto de justicia y orden jurídico. El derecho medieval, no es un derecho de carácter
sistemático, muchos fenómenos de la vida estaban fuera de la legislación. En la sociedad feudal las formas
más importantes de relación no estaban reguladas según las costumbres, porque o no estaban escritas, o
estaban parcialmente fijadas en un estado muy tardío. Un paralelo entre la legislación de la sociedad feudal
madura, y la de la época Carolingia, revela la pobreza de la primera. Es difícil encontrar un sector e
relaciones humanas en la cual no se haya desplegado la iniciativa legislativa de los carolingios, que
aspiraban al rol de herederos de los emperadores romanos continuando la antigua tradición jurídica;
mientras el sistema feudal medieval se mostraba entonces casi completamente carente de regulación
jurídica positiva. Ni en la elección o en el orden de sucesión de los príncipes, ni en el régimen de legado de
feudos en herencia, ni en la dimensión ni el carácter vasallístico ni en la dimensión de derechos
jurisdiccionales del soberano y e los súbditos, ni en la relación entre el Estado y la Iglesia, ni en muchas
otras cuestiones también fundamentales del sistema feudal eran definidas en modo inequívoco de la ley.
Cada uno de estos problemas era resuelto de vez en vez en la situación concreta en la que se presentaba la
necesidad de regular de cualquier manera una controversia o de resolver una ambigüedad. No la ley, que
definía inequívocamente los derechos y obligaciones de las partes interesadas y creaba para el futuro una
normativa contingente, pero sí la costumbre, que mutaba según el lugar, el tiempo, la persona y las
innumerables circunstancias de vida definía todos los tratos más esenciales de la realidad jurídica feudal.
Para el “derecho del más fuerte” se abría en estas condiciones un amplio campo de acción. Lo que no se
podía resolver de modo satisfactorio en el tribunal y sobre la base de la ley, era resuelto con la espada y el
desafío. Los señores más potentes no eran propensos a medirse con el derecho, y recurrían a la fuerza
cuando no contaban con una sentencia favorable a ellos. El duelo y la guerra eran elementos que estaban
presentes siempre en el derecho medieval. Pero decir que el medioevo es la época del predominio de la
fuerza, es infundada; esta opinión surge en el período de formación del derecho burgués y de la crítica, que
acompañaba al derecho medieval, y que ya no satisfacía las necesidades sociales.
En la sociedad medieval la violencia estaba extremadamente difundida pero la sociedad no estaba
construida sobre ella, y la misma coacción extraeconómica, que desarrollaba un rol fundamental en el
sistema de relaciones de producción del feudalismo no se reducía a la violencia. A la fuerza recurren las
clases dominantes de cada sociedad cuando deben recurrir forzosamente a la obediencia de las masas
populares, así como los oprimidos responden con acciones violentas cuando se hace imposible soportar el
abuso. Es natural que la clase dominante en la sociedad feudal pudiese recurrir a la fuerza con particular
facilidad. Todavía es evidente que en cada sociedad existe la necesidad del derecho, de la formalización
jurídica de las órdenes reales; y en el medioevo estas necesidades n eran pare nada menores que en otras
épocas.
En el feudalismo, con el predominio de la tradición que le era característica, la relación social de hecho tenía la
tendencia a adquirir fuerza de ley permanente y atribuirse una aureola de antigüedad. Si ya es visto que el trato
fundamental del derecho medieval era la antigüedad de las situaciones, las innovaciones eran advertidas como
restauración de las antiguas órdenes, el progreso como retorno al pasado, ya que sólo lo que existía de siempre
podía tener fuerza moral y autoridad incontratable. Lo que era importante no sólo en el campo del derecho, era
importante también en todos los campos de la vida en sociedad: en los reglamentos de la producción y en los ritos
religiosos, en la filosofía y en las costumbres familiares. El desarrollo y el cambio eran inevitablemente entendidos
según conceptos tales reformatio, regeneratio, restauratio, revocatio. En el pasado se veía el estado ideal y se
aspiraba a hacerlo renacer o traerlo de vuelta. La conducta no conformista, la aspiración a la novedad, son ajenas a
esta sociedad. Era una virtud seguir rigurosamente los modelos establecidos y respetar un reglamento
universalmente aceptado sin contradecir su disposiciones. El hombre debía entonces ponerse dentro de los límites
establecidos, saber con certeza como comportarse en cada caso concreto. En condiciones de ritualización de todos
los aspectos de la conducta social, la costumbre y el derecho adquirían un rol preponderante; no se limitaban a
formalizar las relaciones reales, pero en la mayoría de los casos se les instruía, ofreciéndoles de manera temprana
no sólo el esquema general, sino que también un escenario detallado de conducta.
Si la actividad legislativa del Estado medieval es relativamente poco amplia se explica con el predominio del
derecho consuetudinario. Cada localidad vivía según sus propias costumbres, distintas de las de sus vecinos. El
derecho consuetudinario es local por naturaleza y tal carácter lo vuelve aún más inaccesible a una fijación unilateral.
Las numerosas recolecciones de costumbres, spécula, tratados y tratados no podía abarcar de manera exhaustiva
todas las normas del derecho consuetudinario. Lo máximo que se podía hacer era establecer un precedente de lo
que enseguida se tenía en cuenta en situaciones idénticas o similares. Pero no se trata sólo de la imposibilidad de
abarcar por entero los códigos de toda la realidad del derecho consuetudinario, la sociedad medieval queda en
notable medida como una sociedad sin escritura; ni los campesinos ni una parte importante de los feudatarios sabía
leer o escribir, para ellos las leyes escritas tenían poco sentido. Por ello aunque muchas normas del derecho
estaban fijadas, en la práctica se conformaban no tanto a la letra de la ley como al espíritu de la costumbre, y se
dejaban guiar por el recuerdo de cómo habían reaccionado en casos similares, de los que se había sugerido a una
determinada situación, la ley moral.

Aquí está la principal diferencia entre la costumbre y la ley. Las normas fijadas en la ley se vuelven inmutables, desde aquel
momento necesitaban adecuarse sin excepción a la letra de la ley; esta adquiría una vida independiente, si se abstraía de la
circunstancia que la habían generado. El elemento esencial era que el registro del derecho traía a una suerte de su
“extrañamiento” de sus creadores, que en seguida no habrían podido ejercitar sobre él la propia influencia y modificarlo; de
ahora en adelante la interpretación de la ley se transformaba en monopolio exclusivo de los jueces, de la autoridad y no de la
sociedad que debía subordinarse a él. Las costumbres, en cambio, no siendo escritas, mantenían el “cordón umbilical” que las
ligaban a la sociedad con sus grupos y estratos definidos y, poco a poco, imperceptiblemente para los hombres, cambiaban, pero
conservaban la ilusión de inmutabilidad y se adaptaban a las nueva exigencias. La costumbre, de hecho, no se conserva
inmutable en la memoria de los hombres pero es creada por ellos, aunque estos no tengan conciencia y están como siempre
convencidos de su “remota antigüedad”. En este caso no se verificaba el “extrañamiento” del derecho consuetudinario de la
sociedad, y se conservaba el principio creador del derecho. El derecho medieval era ratio vivens no ratio scripta. Cada vez que
se necesitaba recurrir a la costumbre, se le interpretaba, haciéndose inconscientemente guiar no sólo por lo que se conservaba en
la memoria, sino también por lo que era sugerido en la necesidad urgente del momento.
Así, aunque era inferior a la ley, al derecho escrito; y por organización, sistematización y claridad, la costumbre resultaba ser un
factor creativo del derecho medieval, el instrumento que ofrecía la posibilidad a los estratos y grupos más diversos de la sociedad
participar en la elaboración e interpretación del derecho. El legislador debía tener en cuenta el derecho consuetudinario, que los
vinculaba a todos y no era revocable ni siquiera por el soberano. El prestigio del monarca estaba a salvo en la base de la teoría
según la cual, él retenía en su persona el derecho en su completitud. Pero en la práctica, de los dos sistemas del derecho medieval
el derecho consuetudinario era más importante y más aplicable en la práctica común. La orientación negativa hacia cada género
de “novedad inaudita” se extendía también la iniciativa legislativa dejando un cierto espacio para la incesante formación de
derecho consuetudinario bajo el estrato de inmutabilidad y tradicionalidad de los órdenes sociales.
La sociedad feudal está construida sobre relaciones de dominio y subordinación. En esta ninguno está libre completamente ni en
cada tipo de relación social, ya que sobre cada miembro de la sociedad hay un señor. Pero para entender mejor la esencia de las
relaciones de dominio y subordinación de la edad feudal, conviene apoyarse sobre el contenido real de las categorías como la
libertad y la dependencia.
Las relaciones socales del medioevo son sobretodo interpersonales. Las relaciones entre los hombres no son todavía celadas por
las relaciones entre las cosas, las mercaderías y otros valores materiales, como sucede en la sociedad burguesa. En la sociedad
precapitalista prevalecen las relaciones directas, inmediatas entre los hombres, la relación social no se resiente todavía del
potente mecanismo de la alineación, haciéndose potente en la sociedad de productores de mercadería. En este último caso las
relaciones entre los hombres se celan tras las mercaderías con las cuales estos aparecen en el mercado; en consecuencia la
relación de propietarios de mercadería como dijo Marx, constituyen un fetiche propio de la sociedad burguesa. Asumiendo un
carácter cosificador, las relaciones humanas pierden inmediatez; el individuo es sustituido por la mercadería y en tal relación la
cualidad personal no desenvuelve rol alguno. Para el medioevo es desconocido aún el “fetichismo de la mercancía”. En particular
el valor de las cosas no está determinado sólo por el mercado o el trabajo abstracto empeñado: cada cosa trae sobre sí la imprenta
de su creador, sus cualidades están ligadas a la personalidad de quien lo creó. En esta sociedad las relaciones monetario
mercantiles no emergen todavía como reguladores universales de relaciones sociales.
Pero, hablando de las relaciones interpersonales en el feudalismo, en particular en su primera fase, está considerado que la misma
personalidad humana no está individualizada y quedaba estrechamente ligada a la colectividad, al grupo del cual era parte
imprescindible. La victoria de la economía mercantil, la afirmación del predominio del dinero, que en un período más tarde
habría destruido el sistema de relaciones interpersonales, escoge al individuo de la corporación y lo vuelve una personalidad
libre. La personalidad se afirma en una sociedad que niega el carácter personal de las relaciones sociales.
En las relaciones sociales del medioevo no es difícil encontrar el principio de mutua relación, que desarrollaba u rol no
indiferente en su constitución. Las relaciones por ellos construidas no son más naturales como en la sociedad bárbara, pero
puramente sociales. Entonces, a diferencia del legado colectivo en la sociedad bárbara las relaciones feudales estaban construidas
sobre bases individuales. La instauración de la relación entre señor y vasallo, en un modo u otro presuponía la asunción de
obligaciones de ambas partes. El vasallo debía servir a su señor, prestarle ayuda, demostrar fidelidad personal y devoción; el
señor que estaba a cargo de él, se empeñaba en protegerlo, a defenderlo, a ser justo en sus conflictos; entrando en esta relación
estos se intercambiaban solemnes juramentos y celebraban el rito del homenaje, que volvía inviolable su legado. La violación de
las obligaciones por parte de uno de los contrayentes liberaba del contrato feudal a la contraparte. El pobre, el débil que había
encontrado un señor que lo protegiese, le pedía defensa y apoyo, empeñándose a cambio en obedecerle en todo; el señor, por su
parte asumía la obligación de nutrir y tutelar al protegido. El contenido real de las relaciones entre señor y quien se ponía bajo su
protección de regla consistía en el goce del segundo por parte del primero, y el principio de reciprocidad de las relaciones y los
servicios, los cuales ambos mutualmente se empeñaban, regulaban tales relaciones.
A diferencia de la teoría de obediencia incondicional de los súbditos a la autoridad establecida por Dios en la cual desempeñaban
un rol esencial el servicio y el oficio de cada uno, y no el individuo que lo desarrollaba, el derecho feudal estaba fundado entre
la relación entre dos personas que estaban en grados diferntes de la jerarquía, pero que pertenecían a la misma esfera de
competencia del derecho individualmente, responsables del cumplimiento de sus propias obligaciones. Del mismo modo
también la autoridad del rey no se fundaba más sobre el usufructo unilateral del poder hacia los súbditos, pero sobre la
colaboración entre él y los vasallos con los cuales establecía relaciones personales.
Naturalmente, en las relaciones entre señor y vasallo, entre caballero y barón por ejemplo, el principio de reciprocidad surgía con
claridad incomparablemente mayor que en las relaciones entre terrateniente y campesino, pero en cada caso en la base de tales
relaciones había un preciso legado personal. En este sentido la dependencia feudal del campesino se distinguía radicalmente de la
del esclavo, que el propietario trataba como una cosa de la cual disponer y sacar provecho, no como una persona.
El hombre medieval no podía ser transformado en objeto del cual se pudiese disponer como el antiguo esclavo, sobretodo porque
él no representaba una unidad aislada que como bestia u otro bien fuese fácil alinear. El hombre del medioevo es siempre
miembro de un grupo, al cual está estrechamente ligado. La sociedad medieval es corporativa en cada nivel. La unión de
vasallos, los cuerpos y las órdenes caballerescas; las fraternidades monásticas y el clero católico; las comunas urbanas, las
corporaciones de artesanos; la unión de defensa, las fraternidades religiosas, etc., unían individuos en estrechos microcosmos que
aseguraban su defensa y ayuda y eran ordenados a su vez sobre la base de la reciprocidad del cambio de servicios y de apoyo.
Algunos de estos grupos tenían un carácter orgánico: el hombre nacía, vivía al interior y explicaba su actividad satisfaciendo las
propias exigencias sociales. Otros grupos eran menos estrictos, y no absorbían enteramente la personalidad del individuo. Los
legados que unían a los hombres en grupo eran mucho más fuertes que aquellos existentes entre grupos o entre individuos
pertenecientes a grupos distintos: las relaciones sociales de la sociedad medieval estaban sobretodo internas a los grupos. En
cada uno de estos existía un reglamento rígidamente vinculante para todos los miembros de la colectividad. El reglamento no era
impuesto a la corporación desde el superior, sino que era elaborado por el grupo y fundado sobre principios de consenso general
y del autogobierno. Desde la esfera de las relaciones corporativas y de un rango surge también el principio de la
representatividad, totalmente extraño a la doctrina del poder ilimitado del príncipe.
Cada tipo de grupo social tenía también una propia orientación moral, propios ideales sociopolíticos. El grupo en el cual el
individuo se insertaba, no sólo le daba una ocupación, le garantizaba el mantenimiento de un determinado nivel de vida, y en
muchos casos le aseguraba también la existencia material; el grupo., por su parte le proponía, conducta, estructura mental,
opinión. El corporativismo social en el medioevo era al mismo tiempo conformismo espiritual.
La corporación restringe la conducta más tradicional de sus miembros que diverge de la norma por ellos aceptada.
El trasgresor de reglamentos y de códigos es condenado moralmente, castigado por el grupo. Por otro lado no es un
elemento esencial en qué dirección desvíe de la norma la conducta de un individuo. El artesano que fabricaba un
artículo de mejor calidad de lo que la corporación hacía, o que trabajaba más racionalmente o con más empeño que
sus colegas, era castigado por el maestro dirigente. El problema no consistía tanto en la amenaza de la
concurrencia por cuanto en el hacho mismo de la desviación de la norma de conducta establecida.
La conclusión es evidente: la estructura corporativa de la vida social de la Europa medieval obstaculizaba el
desarrollo de la individualidad humana, paralizando su iniciativa, privándolo de la oportunidad de buscar nuevas vìas
llevando la conciencia del singular a la conciencia colectiva del grupo. Originadas de toda la estructura de vida
material de la sociedad medieval y del sistema de división de trabajo propio del feudalismo, la corporación artesanal
o de otro tipo consolidaba sus relaciones constituidas. Estar representaban una forma de la sociedad tal por la cual
esta podía reproducirse sobre la base tradicional en medida mucho mayor de lo que podían modificarse o
desarrollarse. Conservaban el nivel de producción alcanzado y ponían un límite preciso a la conducta innovadora de
sus miembros.
Pero es necesario ver también el otro aspecto de la vida corporativa del medioevo. Caracterizado por la desigualdad
jurídica entre ellos, las corporaciones de la sociedad feudal estaban fundadas sobre el principio de igualdad entre
los propios componentes. En el grupo corporativo estaban reunidas personas no sólo de la misma profesión u
ocupación, sino también de similares condiciones socio-jurídicas. En el ámbito de tal grupo no existían las
relaciones de supremacía y subordinación. Las relaciones sociales al interior de la corporación están ordenadas no
“verticalmente” sino “horizontalmente”. Exigiendo por parte de cada uno de sus componentes la sumisión a una
disciplina precisa, una misma forma de vivir, y una misma manera de pensar, imponiéndoseles un esquema rígido
de conductaza corporación al mismo tiempo los guiaba al espíritu de la igualdad y respeto recíproco de los derechos
de los componentes del grupo, los unía en la defensa de estos derechos y de los intereses comunes en contra de
los ataques de cualquier fuerza externa. El principio de igualdad de los miembros de la corporación se basaba en un
trato constitutivo, aunque en la práctica esto no fuera respetado. La unidad de la corporación podía ser violada a
través de la diferenciación entre los maestros, exactamente como la igualdad de los ciudadanos de la comuna, pero
la idea de igualdad quedaba en sus conciencias.
Así, la estructura social feudal en Europa occidental estaba caracterizada por dos principios organizativos
recíprocamente contradictorios, pero funcionalmente conectados entre ellos: las relaciones de dominio y
subordinación, y las relaciones corporativas. Tanto los señores como los súbditos entraban a formar parte de los
grupos corporativos que defendían sus derechos y garantizaban su tutela en un determinado status social y jurídico.
Negando el libre desarrollo de la personalidad humana, la corporación, creaba a la vez, las condiciones para su
existencia en ámbitos determinantes, en límites que no contradecían los intereses y las metas de la colectividad. El
derecho medieval reflejaba esta dualidad: el dejar la novedad como digna de condena no criminal, defendía el status
de la persona, de la que se servía en su calidad de miembro del grupo social. La corporación era una escuela en el
sentido de la propia dignidad para los individuos que unía.
Contando con el apoye de los propios compañeros de grupo y sintiéndose igual a ellos, el hombre aprendió a
respetase a sí mismo y a sus semejantes. No tienen el miedo y la deferencia ante el señor que estaba sobre ellos,
pero sí el sentido de la camaradería y el recíproco respeto que ligaba a los hombres del grupo.
Se puede entender correctamente la estructura social de la Europa medieval sólo teniendo en cuenta tanto las
relaciones de dominio y subordinación “vertical”, como las corporativas “horizontales”. Para el señor, el vasallo está
subordinado individualmente, pero reciben el propio status del grupo, de la categoría jurídico social; de la
corporación, y de tal status está restringido a tener en cuenta también a su señor.
El rol de la corporación en el desarrollo de la personalidad se vuelve más comprensible si se pone frente a la
estructura corporativa de la Europa occidental con el respectivo individualismo de las relaciones sociales e
ideológicas bizantinas. La clase dominante de Bizancio, no estaba unida como en Europa, en grupos de vasallos y
señores; y era más fácil entrar a formar parte, para quien venía de otros status de la sociedad. En el Imperio romano
de oriente, el individuo disponía de su línea de principio, de mayor posibilidad de elevarse y modificar su posición
jurídico-social. Pero luego de haber examinado atentamente este “individualismo” bizantino, nos convencemos, que
tenía poco en común con el desarrollo de la autentica individualidad humana.
Bizancio no conocía el contrato feudal, el principio de fidelidad vasallística o la solidaridad de grupo por parte de los
pares. En su lugar prevalecía la relación “vertical” señor-súbdito. Definían el carácter de esta sociedad, no el
recíproco intercambio de servicios pero sí la unilateral dependencia de esclavitud. Los hombres más poderosos, que
habían conseguido cargos superiores en el Estado, continuaban aún completamente privados de derechos,
jurídicamente indefensos en la confrontación al emperador, el cual podía a su arbitrio privarlos de bienes del rango y
de la vida misma; así como podía enalzar a cualquier individuo y transformar a cualquier pueblo enriquecido en el
primer dignatario del Imperio. Más significativo es el hecho de que este poder del Basileus de castigar sin limitación
y de expropiar a los súbditos en Bizancio, no tiene respuesta por parte del pueblo, pues es entendido como el orden
natural de la cosas. Aquí es imposible imaginar algo parecido a la magna carta, a un compromiso jurídico entre
señores y vasallos. El “individualismo” de la aristocracia bizantina es aquel de los esclavos que se preocupaban de
su propia carrera y riqueza. Sin un sentido de la propia dignidad listos para humillarse frente al Emperador.
Puede parecer entonces, que una sola personalidad existiese en el Imperio Bizantino, la sagrada personalidad del
Basileus. Todavía no es así. Sagrada, es considerada la carga imperial y todo lo que eso conlleva, pero se podía dar
que fuese destronado, mutilado e incluso asesinado. El Emperador era “súbdito” de los súbditos, si ellos lo decidían
lo podían sustituir; no tenían la más remota idea de fidelidad caballeresca y devoción personal. Eran todos esclavos.
La conducta frente al derecho acá, es completamente distinta a Occidente. Esta ciudad es célebre por el código de
Justiniano, que englobaba el derecho romano, y por la más completa ausencia de conciencia jurídica, de respeto por
la ley que garantizaba la personalidad humana. El principio “lo que le gusta al Emperador, tiene fuerza de ley”, es el
principio de la ilegalidad autocrática. La esclavitud, que constituía una norma, generaba arbitrio,
despotismo…”bizantinismo”.
La ilegalidad y la deslealtad estaban ampliamente difundidas también en occidente, pero en el curso de todo el
medioevo en Europa no se les olvido que el soberano está obligado a obedecer a la ley que está sobre el (divina).
Este poder no estaba en condiciones de gobernar ignorando los intereses de las órdenes: los convocaba y buscaba
su apoyo en todas las situaciones políticas complejas. La estratificación por orden, característica del Estado feudal,
se explica sobretodo con la existencia de influyentes grupos corporativos, cuyos miembros estaban unido por la
comunidad del status, la igualdad de derechos. Es en este sentido significativo, que en Inglaterra las órdenes se
definen como commons.
Como se ve, la relación entre individuo y corporación era muy contradictoria: poniendo límites definidos y bastante
rígidos a la expansión de la personalidad humana, insertándola en el área de la reglamentación, el grupo favorecía
al mismo tiempo la consolidación del sentido de la propia dignidad y la solidaridad de los miembros de la
corporación, de la conciencia de su recíproca igualdad. Era una igualdad relativa limitada al ámbito del grupo, pero
constituía un escalón necesario para el desarrollo, en una época más tardía de la conciencia de la igualdad jurídica
de todos los ciudadanos.
Otra cosa contradictoria y singular era, el contenido de la libertad medieval. En el medioevo la libertad tenía un
contenido particular; no constituía simplemente la antítesis de la opresión o dependencia. En la sociedad feudal no
existen hombres del todo independientes. El campesino está sujeto al señor; pero también el feudatario era vasallo
de un señor superior a él; el propietario es patrón de sus posesiones; pero esto era el feudo cedido a cambio del
servicio y la obediencia. La combinación de l derechos del señor y de los derechos del vasallo, es la característica
de cada miembro de la jerarquía feudal, incluso el monarca que estaba a la cabeza, era en cierto modo vasallo de
alguien o había jurado fidelidad al emperador, o al papa, o era considerado vasallo del Señor (dios). La posesión de
soberanía plena, definitiva, es desconocida para esta sociedad, por ello cada miembro de la sociedad feudal
dependía siempre de alguien, aunque sólo fuese nominalmente. Importantes estratos de esta sociedad, eran
considerados jurídicamente libres.
En consecuencia la libertad no era todavía considerada antítesis de la dependencia; libertad y dependencia no se
excluían recíprocamente. Todavía, los conceptos de “libre dependencia”, “libre servicio”, “libre obediencia”, tenían
un significado real. Como la libertad no excluía la dependencia, esta no significaba inexistencia de cada derecho.
La sociedad medieval conoce un amplio arco de graduaciones de libertad y dependencia y no está caracterizada
por un concepto único y claramente definido de libertad. Son conceptos relativos; no hay plena libertad ni plena
opresión.

La corporación restringe la conducta más tradicional de sus miembros que diverge de la norma por ellos aceptada.
El trasgresor de reglamentos y de códigos es condenado moralmente, castigado por el grupo. Por otro lado no es un
elemento esencial en qué dirección desvíe de la norma la conducta de un individuo. El artesano que fabricaba un
artículo de mejor calidad de lo que la corporación hacía, o que trabajaba más racionalmente o con más empeño que
sus colegas, era castigado por el maestro dirigente. El problema no consistía tanto en la amenaza de la
concurrencia por cuanto en el hacho mismo de la desviación de la norma de conducta establecida.
La conclusión es evidente: la estructura corporativa de la vida social de la Europa medieval obstaculizaba el
desarrollo de la individualidad humana, paralizando su iniciativa, privándolo de la oportunidad de buscar nuevas vìas
llevando la conciencia del singular a la conciencia colectiva del grupo. Originadas de toda la estructura de vida
material de la sociedad medieval y del sistema de división de trabajo propio del feudalismo, la corporación artesanal
o de otro tipo consolidaba sus relaciones constituidas. Estar representaban una forma de la sociedad tal por la cual
esta podía reproducirse sobre la base tradicional en medida mucho mayor de lo que podían modificarse o
desarrollarse. Conservaban el nivel de producción alcanzado y ponían un límite preciso a la conducta innovadora de
sus miembros.
Pero es necesario ver también el otro aspecto de la vida corporativa del medioevo. Caracterizado por la desigualdad
jurídica entre ellos, las corporaciones de la sociedad feudal estaban fundadas sobre el principio de igualdad entre
los propios componentes. En el grupo corporativo estaban reunidas personas no sólo de la misma profesión u
ocupación, sino también de similares condiciones socio-jurídicas. En el ámbito de tal grupo no existían las
relaciones de supremacía y subordinación. Las relaciones sociales al interior de la corporación están ordenadas no
“verticalmente” sino “horizontalmente”. Exigiendo por parte de cada uno de sus componentes la sumisión a una
disciplina precisa, una misma forma de vivir, y una misma manera de pensar, imponiéndoseles un esquema rígido
de conductaza corporación al mismo tiempo los guiaba al espíritu de la igualdad y respeto recíproco de los derechos
de los componentes del grupo, los unía en la defensa de estos derechos y de los intereses comunes en contra de
los ataques de cualquier fuerza externa. El principio de igualdad de los miembros de la corporación se basaba en un
trato constitutivo, aunque en la práctica esto no fuera respetado. La unidad de la corporación podía ser violada a
través de la diferenciación entre los maestros, exactamente como la igualdad de los ciudadanos de la comuna, pero
la idea de igualdad quedaba en sus conciencias.
Así, la estructura social feudal en Europa occidental estaba caracterizada por dos principios organizativos
recíprocamente contradictorios, pero funcionalmente conectados entre ellos: las relaciones de dominio y
subordinación, y las relaciones corporativas. Tanto los señores como los súbditos entraban a formar parte de los
grupos corporativos que defendían sus derechos y garantizaban su tutela en un determinado status social y jurídico.
Negando el libre desarrollo de la personalidad humana, la corporación, creaba a la vez, las condiciones para su
existencia en ámbitos determinantes, en límites que no contradecían los intereses y las metas de la colectividad. El
derecho medieval reflejaba esta dualidad: el dejar la novedad como digna de condena no criminal, defendía el status
de la persona, de la que se servía en su calidad de miembro del grupo social. La corporación era una escuela en el
sentido de la propia dignidad para los individuos que unía.
Contando con el apoye de los propios compañeros de grupo y sintiéndose igual a ellos, el hombre aprendió a
respetase a sí mismo y a sus semejantes. No tienen el miedo y la deferencia ante el señor que estaba sobre ellos,
pero sí el sentido de la camaradería y el recíproco respeto que ligaba a los hombres del grupo.
Se puede entender correctamente la estructura social de la Europa medieval sólo teniendo en cuenta tanto las
relaciones de dominio y subordinación “vertical”, como las corporativas “horizontales”. Para el señor, el vasallo está
subordinado individualmente, pero reciben el propio status del grupo, de la categoría jurídico social; de la
corporación, y de tal status está restringido a tener en cuenta también a su señor.
El rol de la corporación en el desarrollo de la personalidad se vuelve más comprensible si se pone frente a la
estructura corporativa de la Europa occidental con el respectivo individualismo de las relaciones sociales e
ideológicas bizantinas. La clase dominante de Bizancio, no estaba unida como en Europa, en grupos de vasallos y
señores; y era más fácil entrar a formar parte, para quien venía de otros status de la sociedad. En el Imperio romano
de oriente, el individuo disponía de su línea de principio, de mayor posibilidad de elevarse y modificar su posición
jurídico-social. Pero luego de haber examinado atentamente este “individualismo” bizantino, nos convencemos, que
tenía poco en común con el desarrollo de la autentica individualidad humana.
Bizancio no conocía el contrato feudal, el principio de fidelidad vasallística o la solidaridad de grupo por parte de los
pares. En su lugar prevalecía la relación “vertical” señor-súbdito. Definían el carácter de esta sociedad, no el
recíproco intercambio de servicios pero sí la unilateral dependencia de esclavitud. Los hombres más poderosos, que
habían conseguido cargos superiores en el Estado, continuaban aún completamente privados de derechos,
jurídicamente indefensos en la confrontación al emperador, el cual podía a su arbitrio privarlos de bienes del rango y
de la vida misma; así como podía enalzar a cualquier individuo y transformar a cualquier pueblo enriquecido en el
primer dignatario del Imperio. Más significativo es el hecho de que este poder del Basileus de castigar sin limitación
y de expropiar a los súbditos en Bizancio, no tiene respuesta por parte del pueblo, pues es entendido como el orden
natural de la cosas. Aquí es imposible imaginar algo parecido a la magna carta, a un compromiso jurídico entre
señores y vasallos. El “individualismo” de la aristocracia bizantina es aquel de los esclavos que se preocupaban de
su propia carrera y riqueza. Sin un sentido de la propia dignidad listos para humillarse frente al Emperador.
Puede parecer entonces, que una sola personalidad existiese en el Imperio Bizantino, la sagrada personalidad del
Basileus. Todavía no es así. Sagrada, es considerada la carga imperial y todo lo que eso conlleva, pero se podía dar
que fuese destronado, mutilado e incluso asesinado. El Emperador era “súbdito” de los súbditos, si ellos lo decidían
lo podían sustituir; no tenían la más remota idea de fidelidad caballeresca y devoción personal. Eran todos esclavos.
La conducta frente al derecho acá, es completamente distinta a Occidente. Esta ciudad es célebre por el código de
Justiniano, que englobaba el derecho romano, y por la más completa ausencia de conciencia jurídica, de respeto por
la ley que garantizaba la personalidad humana. El principio “lo que le gusta al Emperador, tiene fuerza de ley”, es el
principio de la ilegalidad autocrática. La esclavitud, que constituía una norma, generaba arbitrio,
despotismo…”bizantinismo”.
La ilegalidad y la deslealtad estaban ampliamente difundidas también en occidente, pero en el curso de todo el
medioevo en Europa no se les olvido que el soberano está obligado a obedecer a la ley que está sobre el (divina).
Este poder no estaba en condiciones de gobernar ignorando los intereses de las órdenes: los convocaba y buscaba
su apoyo en todas las situaciones políticas complejas. La estratificación por orden, característica del Estado feudal,
se explica sobretodo con la existencia de influyentes grupos corporativos, cuyos miembros estaban unido por la
comunidad del status, la igualdad de derechos. Es en este sentido significativo, que en Inglaterra las órdenes se
definen como commons.
Como se ve, la relación entre individuo y corporación era muy contradictoria: poniendo límites definidos y bastante
rígidos a la expansión de la personalidad humana, insertándola en el área de la reglamentación, el grupo favorecía
al mismo tiempo la consolidación del sentido de la propia dignidad y la solidaridad de los miembros de la
corporación, de la conciencia de su recíproca igualdad. Era una igualdad relativa limitada al ámbito del grupo, pero
constituía un escalón necesario para el desarrollo, en una época más tardía de la conciencia de la igualdad jurídica
de todos los ciudadanos.
Otra cosa contradictoria y singular era, el contenido de la libertad medieval. En el medioevo la libertad tenía un
contenido particular; no constituía simplemente la antítesis de la opresión o dependencia. En la sociedad feudal no
existen hombres del todo independientes. El campesino está sujeto al señor; pero también el feudatario era vasallo
de un señor superior a él; el propietario es patrón de sus posesiones; pero esto era el feudo cedido a cambio del
servicio y la obediencia. La combinación de derechos del señor y de los derechos del vasallo, es la característica de
cada miembro de la jerarquía feudal, incluso el monarca que estaba a la cabeza, era en cierto modo vasallo de
alguien o había jurado fidelidad al emperador, o al papa, o era considerado vasallo del Señor (dios). La posesión de
soberanía plena, definitiva, es desconocida para esta sociedad, por ello cada miembro de la sociedad feudal
dependía siempre de alguien, aunque sólo fuese nominalmente. Importantes estratos de esta sociedad, eran
considerados jurídicamente libres.
En consecuencia la libertad no era todavía considerada antítesis de la dependencia; libertad y dependencia no se
excluían recíprocamente. Todavía, los conceptos de “libre dependencia”, “libre servicio”, “libre obediencia”, tenían
un significado real. Como la libertad no excluía la dependencia, esta no significaba inexistencia de cada derecho.
La sociedad medieval conoce un amplio arco de graduaciones de libertad y dependencia y no está caracterizada
por un concepto único y claramente definido de libertad. Son conceptos relativos; no hay plena libertad ni plena
opresión.
La libertad podía ser mayor o menor según los derechos que gozaba el titular. La misma persona podía ser
contemporáneamente libre y no libre; dependiente del propio señor, y libre en sus relaciones y confrontaciones con
el resto de los hombres. Difícil e incluso imposible era definir de manera precisa el status de una persona o de una
categoría social: las categorías jurídicas eran fluidas y variables, tanto que los tribunales medievales estaban
continuamente empeñados en deliberar contra cuestiones relativas al derecho personal. La definición de
dependencia estaba con el correr del tiempo; Por ejemplo era imposible establecer, sobre un largo período, qué
pertenecía a los siervos, a los campesinos dependientes. En Europa occidental, en el medioevo la no libertad del
campesino, no era equivalente a la ausencia de derecho. Sujeto al poder del señor, obligado a pager los censos en
dinero, privado del derecho de abandonar la posesión del señor, obligado a sumársele también en el aspecto
jurisdiccional; el campesino dependiente, por otra parte, no se encontraba en un estado de completa falta de libertad
y su dependencia no era absoluta. Los señores debían enfrentarse no con campesinos solos, sino con la
comunidad, que daba la oportunidad al campesino de oponer resistencia al señor en casos, en los que estos
buscaban destituirlos. Uno de los medios más frecuentes que tenían los campesinos manifestar su oposición era a
través de tribunales, los requerimiento a reestablecer la costumbre, unificar los documentos que se basen sobre el
valor más alto de la vida social de medioevo, el derecho. Sería históricamente erróneo comparar a los campesinos
de Europa occidental, con los siervos la tierra de Europa oriental de los siglos XVI-XVII. La ausencia de derechos
que caracterizaba a los campesinos en Rusia de 1500, se compara a la esclavitud, se diferencia de los campesinos
occidentales, que tenían un status jurídico definido.
En el derecho medieval, la interpretación de la condición de la persona, adquiría un fuerte tono religioso. La doctrina
de la igualdad ante Dios y el sacrificio de Cristo, con el significado de liberación espiritual de los hombres, se unía al
reconocimiento por parte de la iglesia y de su desigualdad en la tierra como consecuencia del pecado original. Ya
que la verdadera libertad, según el clero, puede ser conseguida sólo en el cielo, el hombre debe soportar con
resignación las injusticias de la tierra. ”Aquel hombre quizás no nació para trabajar; como el pájaro para volar? (…)
no es aquel que llaman siervo de un señor un libre del señor, y aquel que llaman libre esclavo de Cristo? Y si de
este modo todos los hombres trabajan y sirven, y el siervo es libre del señor y el libre es siervo del señor, qué
importancia tiene, además del orgullo frente al mundo y al señor, si un hombre es llamado siervo o llamado libre”. En
estas palabras Anselmo y Canterbury, denuncian la desigualdad social.
Sólo en el tardío Imperio Romano como negación de todo orden existente, el cristianismo modificó relativamente
luego en doctrina social, contemplándola a las relaciones de beneficio existentes. En la sociedad feudal la Iglesia
desarrollo la teoría de la construcción orgánica de la sociedad, cada miembro de la cual forma una parte necesaria
del todo y debe acatar las obligaciones asignadas. Junto a la estructura feudal se formó la doctrina de la
organización funcional de la sociedad: ordenes (ordica), clero (oratores), guerreros (bellatores, pugnatores),
campesinos (aradores labradores). La violación de esta interacción orgánica puede tener consecuencias
desastrosas para toda el organismo. El esquema de la triple descomposición de la sociedad, cada uno de los
componentes desarrolla una función particular, igualmente necesaria para el bienestar de la totalidad social, está
trazado a fines del siglo IX en Inglaterra por el rey Alfredo, pero recibe pleno desarrollo y riqueza de argumentación
en Francia, un siglo después. “la casa de Dios es triple -según Adalberón de Laon entre el siglo X y XI- pero se cree
en una única persona. Por eso, unos rezan, otros pelean, los hombres trabajan, pero juntos son tres categorías y su
separación es inconcebible”.
Este esquema social, que se formó probablemente de manera espontánea, recibe su propia argumentación y
formulación en las obras de los principales teóricos de la Europa católica.
El esquema tripartito de la organización de la sociedad total, claramente, no estaba destinado a reflejar toda su
variedad y complejidad, pero encarnaba en sí la idea de comprender y regular esta totalidad en los intereses de la
clase dominante. El interés de los historiadores por esta teoría, se explica fácilmente: esta reproducía un aspecto de
notable importancia en la autoconciencia de la sociedad medieval.
Junto a la doctrina del valor moral del sufrimiento y la resignación, el cristianismo medieval desarrolló la teoría de la
libertad. A diferencia de los paganos, sujetos a un destino ineludible, el Dios cristiano es ilimitadamente libre; la
libertad era considerada el carácter esencial de su potencia. A un Dios libre, le correspondía un hombre dotado de
libre voluntad hacia su creador; el es libre de escoger el camino del bien o del mal. La libertad, prerrogativa divina,
se vuelve dignidad del hombre. Y justamente, es esta libertad la que puede llevar a la salvación o la ruina. El
sacrificio de Cristo, puso con excepcional fuerza, la elección del hombre en cuanto a su vida; el libre albedrío y la
moral. Poniendo en premier plano la salvación individual del alma, presumiendo la libertad de la voluntad del
hombre, el cristianismo acrecentaba el valor de la personalidad humana, que se pone como relación directa,
inmediata con Dios.
El fiel servicio del hombre a Dios, la más completa obediencia en sus confrontaciones, lleva a la libertad. Los fieles a
dios, los que creen con toda el alma, serán libres; en cambio, los que creen y preservan en su propio orgullo,
desobedeciendo al señor, creen que son libres, pero en la realidad no lo son, puesto que son esclavos del infierno
en la vida ultraterrena. En este sentido se contrapone la “libre esclavitud al señor” con la “libertad servil del mundo”.
Sólo el servidor fiel posee la verdadera y superior libertad. San Agustín distinguía entre la vera libertas de los
piadosos, y la falsa libertas de los impíos.
Agustín interrelaciona los conceptos de “justicia”, “paz” y “sumisión”; luego que sólo aquel que se somete a la
voluntad divina, alcanza la justicia y la paz en la tierra. Así también se observa en el plano teológico, la
interpretación de los conceptos “libertad”, “servicio” y “fidelidad”. En el medioevo la fidelidad era la virtud cristiana
más importante. En la época de los romances caballerescos, el vasallo es el héroe más importante. Fiel a Dios y a
su señor, por el cual cumple innumerables empresas gloriosas. Su figura ofusca al rey, lo deja en segundo plano. En
la Chanson de Roland, este personaje es más activo y atractivo que Carlo Magno. En seguida el soberano es
representado en la literatura, bajo un aspecto aún más pasivo, pues se transforma en un viejo enfermo; Así cuando
Arturo forma la “mesa redonda”, el principio heroico es completamente encarnado por el vasallo fiel.
No son la libertad y la dependencia, son el servicio y la fidelidad, son las categorías centrales en el sistema
sociopolítico, religioso, judicial y moral del cristianismo medieval. La interpretación de estos conceptos, por parte de
la teología y el derecho, estaban estrechamente conectadas, ya que el derecho se miraba como una parte de la
moral cristiana. La dialéctica de la libertad y la no libertad tenía un sentido tanto especulativo como práctico. El
derecho es un elemento universal omnicomprensivo, a lo cual todo está sujeto, todos estamos sujetos. Es el legado
universal de los hombres. Pero el grado de este legado no es para todos idéntico. Los no libres están ligados a la
prescripción de la ley en su grado mínimo; los libres en su grado máximo, y cuanto más plena era la libertad,
mayores privilegios adquirían, pero debían apegarse más al derecho, y se asumían más responsabilidades por el
respeto de la ley. El feudatario gozaba de derechos incomparablemente más extensos que los del campesino, pero
de esta condición derivaba para el primero, la obligación de atenerse a un código que le imponía ciertas limitaciones
que no valían para los nobles.
La diferencia entre un plebeyo no libre, y un noble libre consiste en que el primero no es libre para escoger su propia
condición y conducta, porque es dependiente desde que nació, por sangre; mientras el segundo se vuelve por su
propia voluntad caballero, vasallo de un señor noble, presentando juramento de fidelidad, asumiendo
voluntariamente determinadas obligaciones. El noble enseguida, a un acto de su propia voluntad reconoce la ley, así
como el sacerdote, siguiendo una voz de su conciencia reconoce la consagración. El libre vive según su propia
voluntad y se pone autónomamente sus propios límites, mientras el no libre se apega, no a la ley, pero sí a la
voluntad del hombre. La jerarquía del privilegio de la libertad, de la dependencia y de la no libertad, era al mismo
tiempo, también una jerarquía de servicios. El servicio prestado por el vasallo al señor tenía una sanción moral y una
analogía noble del “libre servicio” hacia Dios.
Como se ve, la realidad feudal no negaba la libertad del hombre. Pero se trataba de una libertad muy particular,
diferente a la del hombre de la edad moderna. En el medioevo, todos los derechos del hombre, sustancialmente, no
eran sus derechos individuales. El individuo gozaba de derechos propios sólo si era miembro de una corporación, de
un grupo, del mismo rango; esto era porque él recibía los derechos y esto era lo que lo defendía de ataques y
ultrajes. Fuera de un grupo social, el hombre dejaba de ser un miembro de la sociedad; es un renegado sin
derechos ni defensa.
Pero no eran sólo los derechos jurídicos los que caracterizaban a un individuo plenamente inserto dentro de un
grupo social propio, sus habilidades profesionales y capacidad espiritual recibían expresión y recibían aplicación
sólo por lo que ellos realizaban con respecto a la colectividades status social, la capacidad del trabajador, la visión
del mundo eran, no cualidades personales, pero sí patrimonio del grupo corporativo.
La sociedad feudal era una sociedad de redes sociales netamente distribuidos y fijados por la costumbre y la ley. El
individuo está ligado de manera estrecha a su propio rol y al cumplimiento de las obligaciones que esto conlleva le
da la posibilidad de gozar de los derechos específicos que dan al portador un determinado rol. Es más, su
determinada en la medida fundamental del rol que desarrolla para los corporativos o ligados a una orden, no
estaban sólo los derechos pero sí su misma naturaleza interior, la que estructuraba su ciencia y su estilo de
conducta. El orden social del medioevo estaba percibido como el orden natural y establecido por Dios.
La corporación formaba al individuo. Desde el punto de vista de la conciencia individualista y modernista, el grupo
medieval impedía el desarrollo de la personalidad. Pero en el medioevo (hasta un determinado momento) este
impedimento no era advertido. Era la única forma natural, con la que el individuo desarrollaba sus propias
capacidades. Dentro de los límites de su esfera social, el individuo gozaba de una relativa libertad y se manifestaba
en la actividad y la vida emocional. La permanencia en el grupo, de regla, no le pesaba, al contrario, era para él la
fuente de satisfacción y la portadora en un sentido de seguridad. Así, la personalidad del medioevo no aquel
carácter universal, y por consecuencia abstracto, que se tiene en la era moderna: era una personalidad concreta,
que desenvolvía el rol asignado antes de ser santos, eran obispos y sacerdotes. A las personas simples, se les
sugería que a cargo de ellos estaban las fuerzas superiores, que mandaban los castigos sólo por su bien, para la
salvación de sus almas, salvándolos de enfermedades y calamidades naturales y tolerando soberanos injustos y
crueles. Se inculcaba la idea que en la vida terrenal se necesitaba contar con el milagro, y no con las propias
fuerzas.
Frente al feudatario – caballero se abrían específicas posibilidades, de manifestar la propia individualidad. Viviendo
aislado en el castillo, a cargo de un pequeño mundo, el feudatario podía establecer sus propias reglas. En los
problemas externos, conformaba una unidad relativamente autónoma. Su profesión militar estaba notablemente
individualizada; debía contar con sus propias fuerzas, su coraje y su habilidad combativa. También prestando
servicios en el ejercito del señor, el caballero reaccionaba al propio riesgo. También sus relaciones con otros
feudatarios, eran de orden individual: visitas recíprocas, banquetes, tratados, matrimonios…
Al mismo tiempo los representantes del rango dominante más que cualquier otro en la sociedad feudal, estaban
sujetos a un rígido reglamento que dictaba su conducta. La presentación del homenaje y la relación con el señor, la
declaración de guerra y la participación en los torneos, el servicio prestado al señor en la corte y la función del juez,
requerían la rigurosa observación de regla meticulosas e inmutables, el cumplimiento de un ritual. El código de
honor caballeresco percibía complejos procedimientos, y el respeto de una etiqueta cuya violación, podía demostrar
la dignidad del caballero a los ojos de los otros miembros de la clase privilegiada. La moral caballeresca no exigía al
feudatario un análogo comportamiento hacia los siervos, los no privilegiados, pero en el propio ambiente el caballero
debía preocuparse de no transgredir las normas de conducta. Su origen noble y su alta condición social imponían
obligaciones que no dejaban mucho espacio para el descubrimiento del propio “yo”. En el sistema de roles sociales,
al caballero le correspondía un difícil rol protagónico. Esta metáfora sociológica en las disputas de los caballeros es
entendida literalmente más que para cualquier otro rol social. El caballero cumple su propio rol, sin olvidarse de su
“publico” ni por un instante; ya sean estos el rey o su señor, una dama o incluso, otro caballero. Las ideas relativas
al honor tienen un carácter específico; el honor no esta en la conciencia interior de la dignidad; la autoconciencia del
hombre que percibe la cualidad individual que lo distingue de los otros; la gloria de la que goza en el mundo que lo
rodea. El se ve con los ojos de los otros; no ser específico, no es considerado una virtud, pero la conformidad, el
parecido de un caballero con sus pares, sí.
La etiqueta, no es más que un elaborado escenario de conducta. En los casos que pareciera que sólo basta la libre
iniciativa y la prontitud, el caballero no puede guiarse por el sentido común, sino que conformarse con las exigencias
éticas del rango. El caballero en batalla, cuando está junto al soberano, no puede hablarle sin que él le haya
hablado primero, sin importar que esto traiga desastrosas consecuencias. Cada acto del caballero, cualquier objeto
usado por él, las palabras, el vestido, las expresiones, la lengua que usa (muchas veces no es su lengua madre),
todo tiene significado simbólico. El ritual y el símbolo, constituían las formas en las cuales se moldeaba la praxis
social de los feudatarios. Aunque eran la clase dirigente de la sociedad, en su posición de máxima libertad jurídica
admisible en esa época de general dependencia, no eran libres en el escoger su propia conducta: la individualidad
del caballero se manifestaba en formas preestablecidas.
Para esto es primordial la cultura espiritual caballeresca. Su primera y primordial expresión es la épica, que
corresponde a una forma de conciencia caracterizada por prevalecer del principio colectivo, de estados de ánimo
bien establecidos e ideas colectivas. En la épica caballeresca figuran personajes que encarnan ideas y cualidades
definidas (coraje, fidelidad, fuerza; o al contrario deslealtad, maldad, cobardía), y representaban tipos abstractos y
no personalidades concretas. El héroe de la épica está privado de la individualidad.
La poesía lírica caballeresca da testimonio de las cambiantes relaciones entre el individuo y su ambiente. La lírica
de amor de los minuesinger, y de los trovadores; revela la extraordinaria capacidad de los más grandes entre ellos
par entrar en el mundo interior de las personas (y en el propio), y llevarlo como objeto de análisis. el amor que
celebran los poetas del siglo XII e inicios del XIII, a diferencia de lo que por su forma se podría llamar “dinástica”,
tiene ya un carácter individual: el poeta ama ya a una sola mujer, y no está dispuesto a sustituirla. No son ni la
nobleza, ni la riqueza (aunque a este punto no son totalmente indiferentes); pero sí la belleza y la cortesía de la
dama, lo que despierta este amor. Aquí es cuando el concepto de nobleza de origen y nobleza interior comienza a
entrecruzarse.
La figura de la mujer amada, en la poesía de esta época, está estereotipada; y las palabras que se usan para
celebrar su belleza, están estandarizadas. Una vez establecido el procedimiento, se vuelve estereotipo (“cabellos
dorados”, “una figura que supera al alba”, “manos blancas con finos, gráciles y largos dedos”, “su cuerpo joven,
esplendido y delicado”). La heroína de la lírica de los trovadores, es una abstracción una figura ideal, recibida con
“ojos corpóreos”. No tiene nombre, es el poeta quien le adjudica un alias amoroso. Ni siquiera las cualidades
interiores son individuales. Una bella dama debe tener roce, sutileza, espíritu mundano, capacidad de vestirse con
gusto, coquetería en la justa medida, nobleza, inteligencia, capacidad de mantener una conversación; todo esto era
denominado “cortesía”. Las relaciones entre los amantes, a juzgar por las condiciones de los trovadores, iban al
“platónico” servicio de la mujer amada, una admiración que lo ennoblecía y lo elevaba, hasta las últimas relaciones
descritas por el trovador, con una inmediatez naturalista y una rudeza sensual. Aun luego, se creó el preciso ritual
del cortejo y de relaciones amorosas; que todas las personas refinadas, debían seguir. La dama estaba obligada a
tener un amante, y el caballero debía salvaguardar el secreto de su amor y servir a la doncella de corazón; así como
el vasallo sirve a su señor: el término feudal también se extiende a las relaciones íntimas en el medioevo. La pasión
por la clasificación, propia de la conciencia de la época, se manifiesta en la creación de una suerte de “escolástica
del amor”, de cánones de la conducta amorosa y de la expresión de los sentimientos. Las relaciones amorosas con
damas aristócratas, la reputación de los amantes irresistibles y de aventureros, daban brillo a los poetas. Así como
no era sólo el valor material de la presa conquistada o del tributo recogido, pero también, la posibilidad de adquirir la
gloria distribuyendo y disipando riquezas que constituyen la meta de la empresa guerra de caballeros –que
transformaban las cosas en signos- así como el amor cortesano, lo que tenía mayor valor social era la gloria que el
poeta podía alcanzar celebrando a su presa de amor -la dama- y los propios sentimientos hacia ella. La
individualidad del poeta, se manifiesta sobretodo en el campo de la forma artística, caracterizada por la extrema
búsqueda, la proliferación de estereotipos, fórmulas, la propensión al juego de palabras.
Tales características de esta poesía, pueden ser consideradas índices de una formada autoconciencia de rango de
caballeros. Elaborando un tipo ideal de amor, transformándolo en ritual, el trovador creaba un mundo sublime
específico, que existía sólo para un grupo social de la jerarquía feudal, y estaba separado; tanto del pueblo como de
la alta aristocracia.
Junto a estos caracteres tradicionales de la sociedad medieval de la poesía caballeresca, se revela algo nuevo, la
mujer ocupa un lugar distinto en el amor; en línea de principio, al lugar en el matrimonio oficial feudal, la unión de
dos castas. El amor cortesano es imposible al nivel de marido y mujer. “el marido hará cualquier cosa contraria al
amor; amará a la mujer, como el caballero ama a la doncella, ya que no aumenta la dignidad del uno ni del otro, y no
se deriva nada más de lo que ya existe”. Los “tribunales del amor”, en la corte de la duquesa Leonor de Aquitania (si
es que existieron, o fueron inventadas por los poetas), emitieron un veredicto que sentenciaba, que no podía existir
amor caballeresco entre cónyuges. El amor cortesano es ilegítimo, fuera de la esfera oficial; pero cuanto más
profundamente tocaba el interior del individuo, con mayor fuerza revela el contenido de su alma. La poesía
caballeresca da un nuevo fundamento a la dignidad del hombre. Por primera vez en la literatura europea, resulta
ser el análisis de las experiencias íntimas el centro de la creación poética. La pasión individual se transforma en un
hecho principal de la vida. El poeta reconoce que el amor enriquece interiormente. En este sistemas de las
categorías estético-morales de la caballería, se inserta el sentimiento, y si la dama, en los textos de los trovadores
que da como una personalización no individualizada de la idea de la belleza femenina, difundido en las cortes de la
Francia medieval, todavía la inmersión en su mundo interior, la admiración de lo que ha vivido, la conciencia de las
alegrías y las penas de amor, representaban un paso adelante en la autoconciencia del caballero.
Obstaculizado en su conducta social por la etiqueta y el ritual, más profundamente, por cuanto no fueran el
campesino o el ciudadano; el caballero era por otra parte capaz del autodesarrollo del interior, y tenía la posibilidad
de manifestar la propia personalidad en el ámbito de la cultura espiritual; si bien, aquí también a su individualización
se ponían límites precisos.
La posición de los ciudadanos era, desde muchos puntos de vista, distinta. Este estrato de la sociedad estaba
formado por los estratos más heterogéneos. La estructura de la cuidad medieval, se presenta mucho más compleja
que aquella, relativamente homogénea, del campo. La misma actividad productiva del hombre de ciudad, determina
un comportamiento particular hacia la vida. Su dependencia de la naturaleza y de sus ritmos, son inferiores a los del
campesino. No es la directa relación de intercambio con la naturaleza, pero sí la invención de un ambiente
cualitativamente nuevo, en el cual se intercambian los productos del trabajo humano: es esto lo que caracteriza a la
producción artesanal y al mercado urbano. El homo artifex, concibe de manera nueva su rol en el mundo. Frente a
una naturaleza cambiada por él, el hombre se plantea una pregunta imposible de plantear a un campesino: ¿los
instrumentos de trabajo y otros objetos producidos, son creaciones de Dios o son obras suyas? Surge un complejo
modo de concebir la relación entre arte (entendido en el amplio sentido medieval de cada capacidad) y la
naturaleza. Se racionalizan las ideas de espacio y tiempo de los habitantes de la ciudad. Todo esto no puede dejar
de influir en la personalidad de un hombre de ciudad, que no reflexiona sobre su propia conciencia.
Pero también la vida del ciudadano medieval está reglamentada en todas sus manifestaciones. Pero también es
verdad, que tal reglamentación estaba provocada en primer lugar, por las condiciones productivas, de la aspiración
de proteger al pequeño artesano de la concurrencia y ponerlo en condiciones más favorables al desarrollo de la
producción mercantil simple, a asociarse y tener aprendices.
Todavía la “coacción corporativa” dominante en la ciudad tenía raíces más profundas y puede ser comprendida sólo
en relación a las más importantes características de la vida de la sociedad medieval. La reglamentación corporativa
no paralizaba tanto al hombre, cuanto daba una precisa fórmula universalmente válida a su conducta, definiendo de
manera particularmente rígida la personalidad del habitante de la ciudad.
Los estatutos corporativos y urbanos, fijan y regulan la conducta de los ciudadanos. Junto a los reglamentos que
concernían al proceso productivo y otros aspectos de la vida económica, encontramos disposiciones sobre la
asistencia a los pobres, sobre el orden del bautizo a los niños, etc. En le “reglamento nupcial”, de los Habsburgo, el
carácter detallado de la descripción de todas las ceremonias y reglas, no es menor que los concretos y meticulosos
“derechos populares” bárbaros. Está establecido el número máximo de invitados que se podían llevar al matrimonio,
estaba indicado cuantas veses se podía cambiar el vestido durante el primer y segundo día, cual es el orden de
formación del cortejo matrimonial, cuántas mujeres podían acompañar a la novia al baño. La prescripción sobre la
organización de los banquetes, recuerdan por la minuciosidad con la cual fijan la conducta de sus participantes, y
las posibles transgresiones del orden, los títulos de los códigos germanos.
En la corporación se revela, con notable claridad, la aspiración de los habitantes de la ciudad medieval a unirse en
asociaciones. Junto con las condiciones específicamente urbanas, necesita ver en esta aspiración la expresión de
precisas características del hombre de esta era. La corporación era la forma en la cual se desarrolla su vida entera,
así como la de su familia. Los unían en la fuerza, no sólo los intereses de producción y de venta y la lucha social,
sino también la pertenencia al mismo rango. Recordemos que la palabra zeche significa “borrachera”, la palabra
guiad viene del antiguo inglés gild, significaba “sacrificio de una víctima”, pero el antiguo escandinavo gildi
significaba “banquete”, “festividad”, aunque también “pago”, “precio”. Las juergas en el alto medioevo tenían carácter
sagrado, y estaba ligada a cultos paganos. Los miembros se llamaban entre ellos “hermanos”: las formas y
tradiciones democráticas, desarrollaban un rol importante en la sociedad medieval, no obstante la profunda
diferenciación social que caracterizaba a las comunas y a las corporaciones.
El comportamiento de los artesanos de la corporación hacia el objeto producido era muy particular: en eso ellos
veían parte de sí mismos. El concepto de “producto ejemplar”, contenía una valorización moral, ya que sólo el
trabajador concienzudo, que trabajaba lentamente y daba una producción de alta calidad, podía ser miembro de la
corporación. La solicitud de la calidad de cada objeto producido por los artesanos, es testimonio de la ausencia de
producción en masa, de la restricción del mercado para el cual trabajaban. Encontramos en la saga irlandesa una
singlar manifestación de los celos del maestro por sus propios productos. El rey noruego Olav Trygglason había
ordenado construir una nave de combate, tal que fuera la más grande construida en todo su país. Cuando estaba
casi lista, se da cuenta de que no servía porque alguien había cometido un falla adentro. El rey promete un premio a
quien entregue al culpable, a quien amenazó de muerte. El capataz, Thorberg, asumió la culpa. El rey le ordenó
reparar el daño, hecho esto, la nave se volvió aún más bella. Pertenecer a una corporación estaba ligado a un
complejo de emociones colectivas de sus miembros, que probaban un sentido de orgullo por su propia corporación,
custodiaban celosamente la reputación y autoridad; participaban en las reuniones y decisiones comunes; defendían
la propia dignidad como ciudadanos de plenos derechos, frente al patriarcado y la nobleza, miraban en menos al
patriciado no organizado, a la plebe urbana. El maestro buscaba y encontraba en el trabajo más que una fuente de
bienes materiales, el trabajo le traía satisfacciones. La perfección de las capacidades del maestro llevó, de
generación en generación, a la creación de una alta tradición en artesanía, la máxima expresión de las posibilidades
productivas y artísticas.
La unidad del principio productivo, ético y estético que caracterizaban al trabajo de maestros artesanos le daba un
alto significado social. Aquí estaba la base del desarrollo de la personalidad humana, hasta donde era posible en
esta sociedad corporativa. Quien vive en la ciudad, es al mismo tiempo miembro de la comunidad, un propietario, un
sujeto que trabaja.
Naturalmente la pequeña producción, ponía un límite al desarrollo de la sociedad. El horizonte de los ciudadanos
estaba limitado; grupos sociales extremadamente cerrados, que unían a los ciudadanos, también los dividía. La
sociedad urbana no estaba en condiciones de expandirse rápidamente; era dinámica si la comparamos con la
sociedad agraria, que convivía con la tendencia de la autoreproducción; sobre la restringida base, en la forma y
dimensiones tradicionales.
Pero en el curso de un determinado período histórico, cuando la ciudad recibe el máximo desarrollo de la
personalidad humana, Tonnies (una wea así), contrapuso el concepto de “comunidad” (genienschaft), con el de
“sociedad” (gesellshaft), la “sociedad urbana”, construida no sobre directas relaciones personales, sino relaciones
anónimas. O sea, la sociedad burguesa.
La variedad de ocupaciones técnicas, comerciales e intelectuales; la concentración de grupos heterogéneos; el
traslado del centro de gravedad de la propiedad al dinero, el renacer del derecho romano; el estilo de la
administración y las relaciones humanas, etc., por esto y más (incluyendo lo que tenía relación con Dios), la ciudad
medieval se destacaba sorprendentemente del campo y del castillo. Pero en la ciudad bizantina, faltaba el modelo
ciudadano, el miembro de la libre y autónoma comunidad urbana. Este tipo social era impensable en condiciones de
despotismo político y total ausencia de derechos.

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