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Gustavo
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TERRA INCOMMENSURABILE
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Terra Incommensurabile (Resumen)

Inmerso en el dramático escenario de la conquista de


América y del alumbramiento del nuevo pueblo, un
matemático se desvela por un fabuloso enigma nacido de un
italiano, una india y sus singulares hijos (la increíblemente
bella siempre-niña, el sacerdote-mago y el amante-guerrero).
Por lo tanto, Terra Incommensurabile puede ser un viaje de
aventuras que a lo largo de tres generaciones nos lleva desde
la fascinante América de la conquista española hacia las
refinadas universidades europeas y los coloridos burdeles
parisinos, para retornar nuevamente a las mágicas cumbres
andinas. Sin embargo, la profunda circularidad de dicho viaje
lo es más desde lo metafórico que de lo literal. Y Terra
Incommensurabile nos invita a trascender la metáfora en una
travesía por una geografía mucho más compleja y cautivante,
por un terreno ingente y atemporal. El del alma humana y del
atributo que comparte con todo cuanto existe: su inherente
inconmensurabilidad. Y de tal modo nos revela la tremenda
belleza y potencialidad que tiene para nuestra vida la atención
a tan sublime cualidad.

Inconmensurabilidad: Borges, con esa precisión quirúrgica de


su modo de decir, concluye en “La esfera de Pascal”: “quizá la
historia universal es la historia de la diversa entonación de
algunas metáforas”. Pues desde la antigua Grecia se ha
repetido que Dios es una esfera cuyo centro está en todas
partes y su circunferencia en ninguna. Sobre dicha metáfora de
un centro ubicuo que sustantiva, que da sentido a sus infinitas
manifestaciones, descansan distintas visiones del mundo y
posturas ante la vida (occidentales, orientales e indígenas,
religiosas y laicas). Así, el bello mandato cristiano prescribe:
“Amaos los unos a los otros”, porque “Cristo está en el
prójimo”; ama al mundo porque el Creador está, vive, en cada
porción de su creación. En tal sentido, resulta trascendente
enfatizar explícitamente el hecho de que dicha metáfora alude
a una suprema cualidad del mundo: su inconmensurabilidad.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Sin embargo, es hoy imperioso notar que nos hemos quedado


en la metáfora y que debemos acentuar la necesidad de
trascenderla, de vivirla más allá de una mera creencia racional.
Pues si el mundo es inconmensurable (dotado de ingente
belleza y riqueza), es evidente que ante él no cabe otra postura
que la que nace de la humildad, de la libertad, de la
sensibilidad, en fin, que la condición de amante: ¿Cómo no
amar a lo inconmensurable? Así, si nos permitimos vislumbrar
la inconmensurabilidad del mundo (sin subestimarlo, en una
entrega plena cual suprema fe, cual íntima confianza) ello nos
revolucionará profundamente. Por caso, dicha postura es
capaz de mutar naturalmente a la telaraña de odios que hoy
domina las relaciones entre las personas. El prójimo (más allá
de que él mismo no se sepa ni exhiba de tal modo) es
inconmensurablemente más rico que el gris sujeto que han
creado las circunstancias (su principal diferencia con el
sabio/santo, es que éste ha trascendido sus circunstancias y ha
logrado trasparentar su esencia) ¿Por qué entonces estar tan
atento a su cáscara en vez de respetar (es decir, amar) a su
inefable esencia, a su potencialidad, a su
inconmensurabilidad? Esta es la concepción que sutil pero
obstinadamente subyacerá al aventurero viaje del matemático
Ignacio de Villamayor. Un viaje por las líneas de la refinada
pluma de Piero di Capri. Un viaje por las geografías europeas
y americanas con el dramático choque humano y cultural de la
conquista española. Un viaje que también es una travesía de
autodescubrimiento.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

“A mi esposa, Cintia, y mis hijos


A mi familia y mis amigos
Por su bella y elocuente inconmensurabilidad
¡Tan fáciles tendrían que resultarme las evidencias!”

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Terra Incommensurabile

Inconsciente del acto al que se abismaba, Ignacio de


Villamayor se apuró a soltar un enérgico soplido. Así, el
blanquecino polvo que cubría la tapa del extraño libro
olvidado en el altillo se esparció por el aire de la
habitación. Y en tanto que delatadas por un tímido rayo
de sol crepuscular que atravesaba la tenue atmósfera de
media luz que envolvía al lugar, las partículas de polvo
se arremolinaron, como apremiadas por un mandato
inexorable, en un desesperado frenesí por abrirse camino
a empujones hacia donde pudieran, cual danzando con
arrebato para por fin luego, ya satisfechas, rendirse a los
designios de la armonía y flotar ingrávidas regalando
impredecibles destellos de plata. Ya no tan niño Ignacio
sentiría que, en la belleza estética de dicho instante, las
motas de polvo (como rescatadas de su ignorancia en una
metáfora que sólo luego sabría apreciar) le abrían todo
un universo nuevo, cual estrellas y constelaciones que,
suspendidas en el espacio del altillo, signaban su futuro.
Y hasta asimilaría luego dicho acto a una insuflación de
vida que, al contrario del sentido bíblico, en vez de dar,
recibía. Obviamente que al forzar la dilatación de sus
pupilas para rescatar del olvido a las gastadas palabras
que afloraban en la tapa del libro hallado no lo podía
predecir. Pero dicho instante fue en sí (como todos) más
profundo y bello que lo que podría recordar luego, pues
el mundo era para él aún tan virgen, tan nuevo, tan
bello… No hay nada como la mirada de unos ojos de
niño. Esto también lo reconocería luego, aunque mucho
tuviera que pasar antes de ello. De cualquier manera,
ajeno a todo esto, Ignacio abandonó entonces el éxtasis y
la momentánea distracción que dicha danza cuasi-
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cósmica le había proporcionado y dejó que sus ojos


recuperaran el interés por su objetivo: “TERRA
INCOMMENSURABILE”, leyó con dificultad.
El hecho de que las motas de polvo encarnaran tal
desesperación por descubrir el título puede que más
adelante nos resulte poco menos que natural, dado que
profundas emociones y pasiones disfrazadas de palabras
dormían en este libro, abrigando una necesidad aún
mayor que la de éstas de adquirir alas. Pues “TERRA
INCOMMENSURABILE” había escrito muchos años
antes un italiano1 como arribando a una síntesis, como si
en su longitud gramatical el adjetivo intentara (en vano)
contener tanto indecible. Pues este título era hijo de una
inherente incapacidad, casi de una desesperación. De una
urgencia expresiva por comunicar algo que Piero di
Capri había comenzado a vivenciar un lejano día en las
aún más lejanas tierras de la recientemente conquistada
América del Sur, tal como someramente referiremos a
continuación. Gran interés había tenido Piero entonces en
la cultura y, en particular, en la música andina. Por ello,
su asistencia por primera vez esa lejana noche a un ritual
religioso musical significaba todo un acontecimiento. Ya
el primer golpe profundo y penetrante del bombo le
resultó un preludio que inauguraba para él todo un
mundo nuevo. Pues el mismo resonó como un latido
ancestral, telúrico. Como un latido de la Madre Tierra
que se esparcía y diluía en una pausa que parecía
interminable y que acallaba el latido de su propio

1
Cabe aclarar que Piero di Capri había nacido dentro de
lo que constituían los dominios del llamado Reino de Nápoles.
De todos modos, nosotros utilizaremos los más modernos
vocablos de Italia e italiano para designar a la región de la
península itálica y a los nativos de tal lugar, respectivamente.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

corazón; o que lo sincronizaba. Y así, la música comenzó,


transportándolo a un éxtasis insospechado. Los sikus y
quenas no parecían sólo instrumentos de viento.
Semejaban al propio Eolo jugando con los pétreos y
rigurosos ángulos de riscos y montañas, ya sea con los
diminutos volúmenes que le ofrecían los detalles de tales
pretéritos gigantes, o con las monumentales dimensiones
que se precipitaban por las faldas de las quebradas,
llenando el espacio con sueños de lejanías. O bien,
peinando los pastizales y resonando en infinitas cuerdas
vegetales. En particular, el siku, lo atrapaba. Su
confección con hileras de tubos de caña que se
complementan en la melodía y que representan lo
masculino y lo femenino, el principio de dualidad u
oposición tan caro a la cosmovisión de los naturales. Un
instrumento hecho pensando en la necesidad del
complemento con otros sikus, que requiere (en una
metáfora claramente cosmológica) ser “pareado”. Ante
los agradecidos ojos de Piero, los músicos y bailarines,
vestidos con atuendos de colores vibrantes, formaban un
círculo con pretensiones celestiales en torno a una gran
vasija repleta de chicha (bebida alcohólica de uso
frecuente en rituales mágicos y religiosos) que invitaba
en ciertos momentos a beber la “sangre del sol”
contenida, no sin derramar fecundantes chorros de la
misma sobre la tierra. Dicho círculo luego se deshacía con
vértigo a medida que la música se arremolinaba como los
cuerpos y los colores, para luego nuevamente sobrevenir
la calma y el silencio. Ese silencio cargado de
connotaciones inasibles, prolífico de trascendencia.
Piero no pudo precisar cuando ocurrió, pero en cierto
instante el deleite se transformó en algo más profundo,
denso, insondable. El bien sabía que la música nos abre
las puertas de experiencias profundas, pero nunca había
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

experimentado algo así. En un instante su mente, su


corazón, su alma toda parecieron comenzar a diluirse en
la melodía, a ser uno con la melodía, suspendiendo su
subjetividad. Y la vibración creció y comenzó a llenar
todo el espacio. Se hizo una, armonizó todo en un único
latido. Entonces Piero se sintió parte de ese gran latido.
De una gran vibración que no reconocía comienzo ni
final, omnipresente, eterna. Tan bella e insoportable
como el rostro de la perfección. Y allí fue cuando Piero
comenzó a desconocer. Ya el lugar y las personas no eran
los mismos, como si una puerta a un mundo fabuloso,
imponderable, se hubiera abierto delante de él. Pues de
pronto todo el lugar se tornó distinto. La atmósfera se
hizo más clara y diáfana, se aquietó. Y una luz naranja
amarillenta lo cubrió todo, contrastando y recortando
cada borde en brillos celeste-blanquecinos contra un
firmamento de un azul profundo, casi negro. Una luz
similar al resplandor del atardecer que entibia todo, que
lo llena todo. Una luz amarillenta que penetra las pupilas
y que nos acaricia y nos traspasa (que no podemos dejar
de percibir ni aún incluso con los ojos cerrados). Que no
sólo nos trae distancias y nos baña en lejanías sino que
ahonda, que abisma. Que se difunde en nuestro interior y
lo expande de manera insospechada, poniéndonos en
contacto con su inmensa profundidad. Así, Piero sintió
como que todo se expandió. Y las montañas, los árboles y
las piedras eran ahora distintos, como así también las
personas. Más allá de conservar cierto semblante
familiar, todo era entonces incomparable, de una belleza
extraordinaria. Las personas que ahora tenía delante de sí
eran tan asombrosas que ya no parecían seres humanos.
Las figuras, luminosas y resplandecientes, eran menos
severas, más difusas, al extremo que parecían no tener
borde. Y exhibían una belleza completamente fuera de lo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

común. Los rostros, los cuerpos, las manos… ; todo era


armonía, suavidad, dulzura. Cada movimiento era tan
perfecto que parecía parte de una danza infinitamente
practicada. Cada ademán parecía haber sido aprendido
de todos los pájaros, como si estos sublimes seres
hubieran develado el secreto del lento fluir del agua en
los arroyos, peinando gentilmente plantas y acariciando
rocas. Piero sintió que contemplar cada uno de estos
gestos, cada uno de los movimientos, le hacía bien al
alma; era acariciar y ser acariciado. Y los ojos y las
miradas de estos seres tenían tanta profundidad como
cercanía. Traían abismos y a su vez acariciaban. Por su
parte, el contacto corporal era algo extremadamente más
difuso que el que acostumbramos. No se podía precisar el
instante en que dos manos se tocaban pues el contacto ya
parecía comenzar a la distancia. Y ello no era meramente
una cuestión visual sino que aquí el tacto no era algo
abrupto y definido. Tocar era algo gradual, suave, pero
todo lo contrario a algo in-substancial o diluido, pues
dicho acto poseía una densidad inenarrable. Pues lo que
tocaba era lo intangible, con toda su contundencia. Así,
todo límite era en sí difuso y el acto de mirar gozaba de
tal transparencia que era desnudar y desnudarse. Y el
contacto con las cosas y con las personas se había vuelto
tan profundo, tan preñado de significación; ¡tan
trascendente! Era difundir, era fundirse, era comunión.
Era hermanarse, hacerse uno. Y lo realmente importante
era el contacto en sí, el ingrediente común que se
evidenciaba, la luz, la vibración.
En tal momento Piero no sólo desconoció a las
montañas, a la tierra, a las personas. Se desconoció a sí
mismo. Él era entonces tan distinto que, como todo, más
allá de conservar ciertos rasgos familiares, no parecía ser
él mismo. Y se sintió tan pleno, tan profundo, tan feliz,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

con tanta paz, empapado de amor. Su piel no era un


límite y por sus poros parecía embeberse de todo como
una esponja ávida de agua. Sintió que todo ante sí tenía
una inagotable belleza, una riqueza incalculable. Sintió
haberse asomado a un mundo inconmensurable. Y dicho
reconocimiento lo dimensionó. Se sintió ubicado
(precisamente ante la ubicuidad). Y a partir de dicha
experiencia de anonadamiento, de abatimiento como
sujeto (suspendiendo el juicio y la soberbia del que
objetiva), sobrevino una profunda humildad. Pues sólo
en tal estado se sintió digno y capaz de abrirse por
entero, de exponerse por completo, de sentir y recibir. A
su vez, ello le proporcionó una enorme libertad. Sintió
que prescindía de viejos prejuicios y condicionamientos,
creando un amplio espacio para que ese nuevo universo
se expresara. Esta total desnudez que otrora lo hubiera
asustado, le proporcionaba ahora un enorme gozo, una
avidez por empaparse de todo, un fervor. Y su
sensibilidad creció, su atención cobró plenitud y
apertura, experimentando un sentido de compromiso
inusual. En fin, se supo amante. Pues sintió un amor
profundo, incondicional, descubrió que la trascendencia
de la experiencia por la que atravesaba lo convocaba a
comulgar en lo más esencial de su ser.
Al apagarse lentamente la música, como en una
suave resonancia sin término, Piero volvió como de un
sueño, conmovido, aturdido aún del sopor. Recobraba su
capacidad de análisis pero se sintió como parido de algo
nuevo (es más, asaltó su mente la imagen de un parto y
se sintió más cerca de reconocer la sensación que
produce). Piero creyó entonces que la experiencia sufrida
era como si se le hubiera abierto una puerta a otro
mundo. Como si hubiera sido arrojado a una tierra
inconmensurable, a otra dimensión. No comprendía lo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

ocurrido pero reconoció por su vivencia que ante lo


inconmensurable no cabían sino la humildad, la libertad
y la sensibilidad. Sintió que era irremediable convertirse
en amante. Estaba ahora de vuelta en terreno más
conocido, pero aún se sentía aturdido y temblaba por la
incursión en ese mundo nuevo y fabuloso. Esa misma
noche, su mano no podía ocultar cierto estremecimiento
al volcar la experiencia vivida en su diario de viaje y al
verse compelido a rotularlo, por supuesto en la lengua
del Dante, el italiano (aún inmerso en otro idioma uno
rotula y cuenta o enumera en su lengua natal), como:
“Terra Incommensurabile”.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

América

Ignacio supo inmediatamente que “TERRA


INCOMMENSURABILE” era el inesperado devenir de
un diario de viaje. Y como tal, nos remonta con Ignacio
de Villamayor a los azarosos sucesos vividos por Piero di
Capri en la lejana América del Sur. Piero di Capri era al
viajar a América un joven menudo, de mediana estatura,
cuyos cabellos dorados caían casi hasta sus hombros
detrás de un cuello delicado y esbelto. Todo en su rostro
era económico en volumen y guardaba una proporción
armoniosa: nariz fina, redondos ojos azules y labios
delicados como si hubieran sido esculpidos por los
sonetos y melodías en los cuales resultaban tan
frondosos. Aún cuando una cierta palidez atentaba un
poco contra esta evidente belleza, amenazando con
arrojar una sombra de monotonía, lo rescataban de ello
sus ojos de niño, vivaces, profundos, soñadores. Piero di
Capri era un hombre culto. Amante de las artes y las
ciencias, estaba animado por el espíritu universalista del
renacimiento. Poeta, músico y humanista educado en el
ambiente universitario más selecto, estaba dotado de una
gran sensibilidad y poseía un intelecto apasionado que lo
llevaba a incursionar también en filosofía y ciencias (en
una época en que el conocimiento era bella y
necesariamente universalista). Sin embargo, sus delicadas
manos, minuciosamente entenadas en la sensibilidad por
exquisitas cuerdas (y por formas más suaves y tibias en
las noches italianas), debían acostumbrarse ahora a
menesteres más groseros. Pero a Piero no le importaba en
demasía la pérdida de comodidades. Lo había empujado
a América su espíritu inquieto y su afán por lo
desconocido. ¿Cuántas riquezas de insospechada
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

originalidad atesorarían culturas que se desarrollaron


aisladas de la vieja Europa? En particular, vislumbraba
patrones musicales e instrumentos nacidos de ignotas
culturas, historias, idiosincrasias y necesidades
expresivas. Pero no eran sólo estas ingrávidas cuestiones
las que habrían inclinado la balanza de su voluntad,
decidiendo su viaje. Las faldas pueden tener un peso más
que importante para los hombres sensibles. Enamorarse y
mantener amoríos con su bella musa inspiradora puede
convertirse en un problema cuando esta es la mujer de un
hombre poderoso e influyente, amén de mecenas de las
artes y las ciencias locales. Problema que rápidamente
troca en riesgo incluso vital cuando los oídos de dicho
hombre prestan atención a indiscretas habladurías. Es
por ello que cuando Piero supo de labios de su amigo
jesuita acerca de la expedición que comandaría el
hermano de éste, don Pedro de la Barca, a las tierras de la
América del Sur, no le tomó demasiado tiempo decidirse:
La necesidad de olvidar a aquella dama y la vocación por
descubrir se conjugaban muy bien en este viaje a lo
desconocido. Y en este sentido, la oportunidad era
singular puesto que, a diferencia de los viles aventureros
que se embarcaban para conquistar el nuevo mundo, don
Pedro de la Barca era un hombre de cultura y de honor.
Noble de cuna pero fuertemente desfavorecido por
oscuras intrigas de adversarios de la corte, también para
él representaba este viaje una oportunidad dual:
Recomponer sus finanzas era tan necesario como hacerlo
con la vida de su familia, necesitada de recobrar una
atmósfera más propicia que aquélla de quienes caen en la
desgracia económica. Pues don Pedro de la Barca, a
diferencia de los aventureros de la época deslumbrados
por la posibilidad de obtener rápidas riquezas a fin de
comprarse un nombre en España, pensaba pasar una
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

parte importante de su vida (a la postre el resto de la


misma) en el nuevo destino. Es así como don Pedro juntó
los recursos disponibles con que contaba, gestionó ante la
Corona la posibilidad de ser nombrado Adelantado al
firmar una Capitulación relativamente modesta y
organizó la expedición a la nueva tierra la cual, según
pensaba, le ofrecía la ansiada posibilidad de
reconstruirse. Era claro que en el barco de alguien
dispuesto a fundar una ciudad para su familia había
lugar para un hombre como Piero con amplios
conocimientos de artes y ciencias, capaz de modelar a la
porción conquistada de esa tierra salvaje dentro los
cánones de la fina cultura renacentista. Pues había lugar
en esta expedición para la espada, para la cruz y también
para la pluma. Por otra parte, la compañía de Gregorio
de la Barca, el jesuita hermano menor de don Pedro, era
otro incentivo. Era éste un joven de vasta cultura que, a
pesar de su corta edad, había logrado un importante
predicamento en la Iglesia. Lo llevaba a América su
vocación misionera y evangelizadora (cuestión tan bien
vista y esgrimida tanto por la Iglesia como por la
Corona). Además, sus conocimientos de minería eran
inestimables para su hermano, de modo que el poblado y
la reducción jesuítica a fundar se establecerían en
vecindad y mantendrían estrechos vínculos. Pues los
jesuitas eran tan diestros y versados en cuestiones de
minería que es moneda corriente que el hecho de que una
mina haya sido explotada por los jesuitas representa una
garantía de calidad del mineral.
Es notable como motivaciones tan disímiles se
entremezclan complejamente en una empresa como esta,
pensó Ignacio al pasar por las primeras páginas del libro.
Si incluso en cada hombre luchan y hasta conviven
ingredientes a veces tan disímiles y contrapuestos,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

elevados y viles, celestiales y terrenales. Ya no sólo lo


atraía el título del libro, sino la historia que parecía
depararle incontables aventuras. De todos modos, pronto
descubriría que el escrito se alejaría rápidamente de un
texto de aventuras, y no precisamente por carecer de las
mismas, puesto que éstas abundarían a granel. Sino que
el viaje se transformaría en un vuelo a terrenos más
intangibles que lo esperado y porque los principales
descubrimientos acaecerían en una geografía más
complicada: la del alma humana. Algo de ello también
vislumbraba. Ya desde el principio, “TERRA
INCOMMENSURABILE” le había parecido un título
interesante, aunque un poco pretencioso. Y él mismo ya
se había tropezado con dicho adjetivo anteriormente:
Inmediatamente recordó como había sido asaltado por
esa mezcla de fervor, de impotencia, de éxtasis, el primer
día que desprevenido había alzado los ojos al firmamento
nocturno. Una sensación que perduraba en sus ahora
programadas contemplaciones astronómicas.
Volviendo a la historia que se encontró Ignacio en el
libro, el viaje del italiano fue relativamente tranquilo. El
primer día, al comenzar a percibir el movimiento del
barco, Piero anotó en su diario que sintió un nudo en la
garganta y una obligación de dirigirse a la proa,
enfrentarse al vasto océano y perder su mirada en ignotas
lejanías. La sensación del líquido elemento que lo
arrojaría de la tierra relativamente firme de su pasado a
la recóndita orilla de su futuro le hizo sentir en su alma
esa misma fluidez, esa misma movilidad que prometía
transformar su vida. La hora no sólo desnudaba su
inherente fragilidad, sino que jugaba con lo impredecible
del destino, capaz de comportarse de manera tan
caprichosa como ese profundo océano. Pero el reto no lo
amedrentaba, soñaba con tanto por descubrir, con tanto
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

por crecer (al fin y al cabo, el viento en su rostro lo


estimulaba más que golpearlo y sabía que no era más que
un reflejo de su tránsito por la calma, ¡tan relativas son
las calmas y las tempestades!). Allí entonces, clavada la
mirada en una nada tan sustanciosa, reconoció que
enfrentar un viaje por lo general posiciona al hombre en
una perspectiva más amplia del mundo y de la vida.
Pues si bien usualmente lo inasible discurre por carriles
diferentes a lo mensurable, la relativización de las
distancias físicas nos confronta muchas veces con lo
intangible. Y a la par que el horizonte geográfico
amenaza con dilatarse, nuestra visión del mundo suele
desligarse de su cotidiano yugo coyuntural para
comprometerse con la amplitud, con la profundidad. No
es casual que los rostros de la gente en un puerto (o en
cualquier terminal de un medio de transporte) sean
distintos. Y máxime en esa época, al aventurarse a un
viaje de tal magnitud. De modo similar, ya había notado
anteriormente que preparar un baúl de pertenencias
confronta a un hombre con cuestiones más profundas y,
en parte, lo define. El baúl de Piero comenzó con su
cítara, su laúd y su violín (instrumento que acababa de
ver la luz en Europa pero que ya lo había cautivado) y
algunos pocos libros (¡tantos menos de los que hubiera
querido lo acompañaran en semejante travesía!). De
pronto, un gruñido hueco lo retrotrajo al tedio mundanal.
¡Por favor, qué hambre tengo!, pensó. ¡Si sólo me hubiera
acordado de traer algunas galletas!
Luego de largas, interminables jornadas, una mañana
el alborotado trinar de las aves marinas prometía
constituirse en las primeras sílabas del esperanzador
rumor de la nueva tierra. Y de pronto, entre una tenue
niebla, aparecieron los contornos largamente añorados.
La travesía continuó hacia el sur por mar y por tierra,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

hasta que las húmedas junglas se secaron en rocosos


paisajes macizos y la tierra se erizó en interminables
colosos. Incipientes urbes, desmesuradas y caprichosas, y
frágiles poblados, grises y temerosos, matizaron el
trayecto. Nuevas geografías plenas de belleza con
abundante y novedosa flora y fauna, aguardaban a cada
paso. Piero supo asimismo de indios hostiles y feroces
que acechaban en las sombras. Pero también los vio en
las encomiendas (tierras que gobernaban algunos
españoles, denominados encomenderos), sometidos a la
más vil esclavitud, humillados, explotados hasta lo
inhumano, arrancados de sus vidas, de sus creencias, de
su ser. Vio rostros envilecidos por las riquezas y por el
oro, borrachos de poder, y rostros temerosos y
desconcertados. Vio espíritus rústicos y empobrecidos, a
tono con poblados vírgenes a la belleza y la fe. Vio
desproporciones, injusticias, pero también ilusiones,
sueños, potencial. ¡Tanto había por hacer en este
continente! Claro que el comienzo no era para nada el
mejor.
La parte más difícil del trayecto fue, sin embargo, la
última. Luego de recalar en la última gran ciudad hacia el
sur (último hito de la avanzada española en esas
regiones), don Pedro negoció los últimos dineros que
poseía y compró animales (caballos y bueyes), carretas,
semillas, materiales y provisiones. Desde allí, la travesía
continuó con una lenta marcha por tierra. Ya presumían
estar cerca de la región rica en metales preciosos que las
leyendas e historias de los nativos proferían, pero abrir
camino virgen a los españoles era una tarea difícil y
azarosa. El miedo al ataque indígena era palpable en esa
geografía agresiva y despoblada y, a su vez, la vida era
más dura y difícil. Andaban largos trechos de día
separados por cortos períodos de descanso, para luego
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

armar las tiendas y descansar de noche. Piero di Capri ya


había tenido suficiente ejercicio en acostumbrarse a la
dureza de la vida en América (olvidando sus antiguas
comodidades palaciegas), pero el primer día de marcha
agotó rápidamente su limitada capacidad física. Al
momento del descanso sintió necesidad de orinar y tuvo
que apartarse del camino para buscar un lugar discreto
tras los árboles. La carencia de sanitarios le causó a este
hombre de fina educación y cuidadas costumbres una
rara sensación. Allí, apartado del resto, en soledad,
aliviando el ligero dolor que le propinaba la vejiga,
experimentó un extraño sentimiento de libertad. Sintió
que en este acto vulgar comulgaba con el salvaje espíritu
de esta nueva tierra e inmediatamente el instante lo
retrotrajo a escenas de su niñez cuando en un escenario
completamente diferente, observaba cómo su orina se
escurría entre la arena de la playa, con su Mediterráneo
natal de testigo. Piero sonrió ante el recuerdo. No se
había sentido tan libre en mucho tiempo (las
preocupaciones, penurias y miedos cotidianos habían
tornado más chata a su existencia diaria). Cuando al fin
de la jornada, antes de preparar la tienda para dormir,
tuvo nuevamente necesidad de orinar supuso que el
acontecimiento, en virtud de la experiencia previa,
merecía una mayor solemnidad. De tal modo, decidió
realizar la necesidad fisiológica recitando los versos de
apertura del Canto Primero del Paraíso de la Divina
Comedia, ritual que quizá por gracia, continuó en el
futuro con la excelsa creación del Dante.
Tras varios días de penurias, acechados por el
hambre y sorteando un par de ataques felizmente
menores de grupos de indios (simples escaramuzas por
intentos de pillaje), el centenar de hombres arribó a un
valle fértil enmarcado por enormes macizos de piedra.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Estratégicamente a mitad de camino entre las capitales


del norte y el incipiente puerto del sudeste (ruta que
ganaría creciente importancia con el correr del tiempo), el
punto constituía un lugar propicio para fundar un
caserío. Y, fundamentalmente, se encontraba enclavado
entre montañas que desde épocas remotas habían sido
explotadas por los indios, obteniendo oro, plata y otros
minerales. Era ahora cuando más se requería de los
conocimientos de Piero. El italiano estudió los vientos de
la región y los recursos de agua y la topografía de la
zona, con lo cual eligió el mejor lugar para establecer el
caserío y diseñó el poblado, con el trazado de sus calles y
obras principales. Entonces, Don Pedro, luego de secarse
la transpiración de su frente, clavó su espada en la tierra,
hincó su rodilla y tomó con suavidad un puñado de
tierra con su mano derecha. Aún sentía cierto temor por
el importante paso que estaba a punto de dar y que
solidificaba su futuro (¡tantas cuestiones impredecibles se
ceñían ante su férrea voluntad!). De todos modos, su
mano apretó amorosamente el terrón caliente y lo acercó
a sus labios, apenas visibles por encima de una
prominente perilla, la cual estaba profusamente cubierta
por una espesa barba negra. Luego de besar de tal modo
la tierra, don Pedro alzó los ojos al cielo como
implorando asistencia o buscando aprobación y declaró
solemnemente fundada la ciudad de Santa María de la
Nueva Esperanza de la Reconstrucción, luego
simplemente Nueva Esperanza, tomando posesión de las
tierras en nombre de la Corona Española. Por otra parte,
la sensación de Piero en este instante fue distinta. Así
como las raíces de don Pedro necesitaban hundirse en la
contundencia de la tierra, Piero perdió su mirada en el
límpido cielo celeste, siempre privilegiando las alas. Del
mismo modo, su postura ante este acto también decía
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

mucho sobre Gregorio, el jesuita. Éste observó con calma


cielo y tierra buscando una presencia. Para él, la ausencia
de Dios a nivel simbólico contrastaba con su contundente
presencia en cada pincelada de belleza de este paraíso
que aguardaba casi virgen desde la creación.
Gregorio mandó construir la iglesia en un pequeño
valle tras una suave colina y así la reducción indígena se
estableció en la vecindad del poblado. La energía
colonizadora de don Pedro resultaba comparable a la
energía evangelizadora de su hermano menor. Así,
poblado y reducción comenzaron a crecer rápidamente.
Las casas asomaron tímidas pero con la determinación de
los hongos luego de una lluvia copiosa, haciendo que los
cardones (grandes cactus) empalidecieran, perdiendo su
status de únicos hitos del paisaje. Las obras de riego
permitieron que la tierra fructifique en maíz, papas,
hortalizas y en otros cultivos, incluyendo vides. Y en un
esfuerzo conjunto comandado por don Pedro y Gregorio,
las entrañas de las montañas comenzaron a ser
escudriñadas para dar nacimiento a las minas. Muchos
indios locales, dóciles por naturaleza (ya vendrían luego
épocas que exigirían exhibir sus cualidades para la
guerra), se incorporaron a la reducción y al poblado. El
trato que recibían en la reducción e incluso en el poblado
era inmensamente superior al que se experimentaba
habitualmente en las encomiendas y en las minas de
otras regiones en las cuales solía ser a punta de espada.
Aquí gozaban de paz, tenían trabajo y recibían valiosa
formación. Particularmente, el jesuita dedicaba un
tiempo y esfuerzo importantes, con dulzura pero firmeza,
a educarlos en la fe y a enseñarles desde oficios hasta
artes, tarea que lo sorprendía por los resultados que
obtenía en base a la para él inesperada ductilidad de los
naturales. De hecho, en esa época la población de la
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

reducción crecía sostenidamente al incorporarse


indígenas de manera voluntaria por las buenas
condiciones de vida y las posibilidades de progreso. A
todo esto, Piero realizaba con pequeños grupos de
hombres periódicas excursiones, principalmente con
fines cartográficos y también naturalistas,
confeccionando un mapa detallado de la región y
realizando además una completa relación de plantas y
animales. Asimismo, acompañaba a don Pedro en
misiones comerciales a los pueblos del norte. En ello
obviamente también lo animaba la posibilidad de
encuentro con culturas indígenas locales y
fundamentalmente, con su música. Así descubrió la
quena, el siku, el bombo, el charango, etc.
Como la región era por entonces bastante segura,
Piero comenzó a aventurarse por su cuenta, sin
compañía, en muchas ocasiones. A veces escalaba un
poco los cerros que rodeaban al valle pues la flora y la
fauna (con tantos ejemplares novedosos y sorprendentes)
cambiaba con la altura y además las cimas intermedias,
no tan altas como los colosos nevados que enmarcaban el
horizonte, permitían vistas amplias para sus estudios
cartográficos. Así, un bello día de enero varios meses
luego de su llegada al lugar, Piero decidió bordear una
amplia pared lateral de la abrupta quebrada que
enmarcaba al valle en su dirección menos accesible,
trepando luego por el único lugar posible constituido por
una ladera un tanto complicada pero aún factible de
acceder a caballo. Justamente por ese nivel de dificultad
era que esta dirección aún no había sido explorada.
Como los hombres que usualmente lo acompañaban
habían ido con don Pedro a un poblado cercano y estos
últimos días habían resultado un tanto abúlicos, Piero
decidió aventurarse sólo. La topografía de la región había
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sido aún más exigente que lo esperado, con lo cual se


retrasó más de la cuenta. De todos modos, no quería irse
sin encontrar el paso que buscaba. A esta altura llevaba
ya varias horas de marcha y hacía un buen tiempo que
había caído el sol, con lo cual pensó que debía regresar
puesto que de lo contrario debería acampar en el lugar,
cuando lo sorprendió un rumor líquido que prometía un
bello espectáculo. —Una cascada! —gritó casi como un
niño—. Tendré que hacer noche por aquí —se dijo. Pocas
veces sus excursiones lo demandaban y nunca lo había
hecho sin compañía, pero la región, ya bastante bien
conocida, no ofrecía peligros importantes. A medida que
el sonido se tornaba más notorio, Piero apuraba la
marcha con la alegría de que los frecuentes bellos
descubrimientos que esta tierra a menudo le deparaba no
mermaban su capacidad de maravillarse.
—Uno nunca se acostumbra a la belleza —se dijo a sí
mismo mientras ataba su caballo a un árbol—. Siempre
resulta tan tremendamente insoportable como magnética.
Y nos revela tan incapaces de aprehenderla como
irremediablemente cautivos de su influjo.
Esta frase que ocupó su mente y que no se restringía
a la naturaleza en general sino que también le trajo tibias
reminiscencias de alcoba resultaba, inconscientemente,
premonitoria. Así, al tiempo que apartaba las verdes
hojas que ocluían su visión, se aprestaba al supremo
festín de descubrir esa caída de agua virgen a ojos
europeos, con todo lo que ello significaba (¡cuánta
responsabilidad era ser el primero!). Pero si ya para ello
Piero se sabía incapaz de prepararse, menos preparado
aún podía estar para la inesperada visión que
repentinamente lo asaltó, contundente e impiadosa como
él sabía a la belleza.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Killaqanchay

Piero supo que no era sólo atribuible a la sorpresa. Ni


que era sólo su respiración o sus latidos; el mundo todo
pareció detenerse. Acariciada por el agua que se
precipitaba rivalizando con el brillo de la luna llena por
tomar contacto con la suavidad de su piel, una joven
india se daba un baño en la gran olla de agua en que se
aplacaba una de las más delgadas ramas de la cascada.
Su piel, de un canela casi dorado realzado por el
resplandor del astro de plata, contorneaba una figura
esbelta, grácil, de movimientos sutiles, económicos. Sus
cabellos largos, de un negro profundo, caían sobre su
bella espalda delicadamente como señalando un sur
sublime en curvas que apenas asomaba sobre la
superficie del agua y que prometía culminar en largas
piernas, delgadas y torneadas. Cuando la muchacha giró,
Piero pudo apreciar un rostro armonioso, más bien
delgado, en el cual se distinguían un par de ojos grandes,
de un negro intenso, una nariz pequeña y labios
generosos. Un delgado cuello conducía a un torso
enaltecido por unos senos turgentes y delicados. Hilos de
agua exploraban agradecidos esta curva geografía
dividiéndose ante los contornos. O, los más afortunados,
precipitándose por una de estas dos nuevas cascadas
gloriosas para confluir en su saliente vértice, el cual, a
pesar de su abrupta geometría, les propinaba una
suprema caricia antes de despedirlos por el aire para al
fin caer, saciados de dulzura, en su manso destino
líquido. En ese instante la muchacha advirtió al atónito
observador. Y cuando esos ojos intensos se posaron en él,
Piero se sintió aún más desnudo que ella. La joven, por
su parte, sin apurar demasiado sus movimientos, nadó
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

graciosamente hasta el lugar en donde había dejado sus


vestimentas, apenas secó su cuerpo y se colocó su túnica
blanca y sus sandalias de cuero. Se miraron unos
instantes casi sin moverse. Entonces Piero, aún algo tieso,
atinó a dar unos pasos tímidos hacia ella luego de sacar
de su bolsa una flor de las que había recogido para sus
estudios de botánica. Afortunadamente la muchacha no
estaba lejos, pues casi lo frena el dulce perfume que
emanaba de la flor. Una sensación inesperada e invasiva
que restituía el peso de la realidad al momento, bajando a
Piero de la atmósfera de etérea levedad en que se había
sentido hasta entonces. El italiano buscó refugio en los
bellos ojos de la joven y completó su movimiento.
Entonces la muchacha sonrió y a Piero le pareció que el
lugar llenaba de mariposas. Por su parte, ella no sintió
ningún tipo de temor pues en los ojos de Piero no leyó
peligro alguno. Eran más bien los ojos de una víctima de
la belleza, supremamente agradecidos, más que nunca
ojos de niño. Por suerte para él el lenguaje en ese
momento carecía de valor, ya que su elocuente y florida
garganta parecía haberse secado. La muchacha entonces
completó el gesto de Piero acercándose (a diferencia de
éste con suma naturalidad), y su mano aceptó la florcita
que vacilaba trémula en el aire nocturno. Su sensual boca
deslizó un gesto sutil, casi una sonrisa, para luego
desaparecer ágilmente en la oscuridad como dibujando
figuras contra el fondo de la noche, ante la perpleja
mirada del pétreo monumento a la impotencia en que se
había convertido el italiano. La gracia de estos últimos
movimientos no hizo sino profundizar la herida que
dicha fuga ya generaba en Piero, quien permaneció unos
instantes quieto, seca la garganta, sin saber qué hacer,
casi sin saber quién era.
El italiano supo de inmediato que tenía que volver a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

ver a esa mujer. Es más tenía que amar a esa mujer. Piero,
quizá contagiado un poco por el salvaje espíritu de esta
nueva tierra, se había vuelto más impulsivo en estos
últimos tiempos, por lo cual no resultaba extraña su
decisión de acampar en el lugar hasta tanto la joven
devolviera su presencia o hasta que él fuera capaz de
hallarla. Tenía esa noche varios motivos para no conciliar
el sueño. De todos modos, el agotamiento de tan exigente
jornada hizo que finalmente sucumbiera al mismo y
durmiera hasta tarde en la mañana siguiente. Ya
despierto, encendió el fuego en que calentó agua fresca
de la cascada en un tazón de barro cocido y preparó una
infusión con hojas de coca que ya acostumbraba a utilizar
para mitigar los efectos de la altura o soroche. Sacó unas
galletas de las alforjas de su cabalgadura y tomó un
desayuno menos frugal de lo habitual. Mucho había por
hacer ese día. La aldea de la muchacha no debía estar
lejos. No era extraño que hasta entonces no hubieran
sabido de su existencia puesto que el lugar era casi
inaccesible. Piero supuso que la aldea estaría un poco
más arriba, probablemente en una planicie detrás de una
de las laderas del cerro que enmarcaba a la cascada.
Entonces, bordeó la pared de la cascada y ascendió la
cuesta, extremadamente empinada como todas por ese
sector. Al llegar a la cumbre la vio. La aldea estaba sobre
una planicie protegida en todas direcciones por macizos
nevados, excepto en un pequeño sector en que se
despeñaba abruptamente en una profunda quebrada
vertical, esa misma que culminaba luego en el riacho que
alimentaba el valle en que se encontraba el poblado
fundado por Don Pedro. El lugar parecía una fortaleza
natural. Aislada, entre montañas abruptas y caprichosas
que hacían palpable el techo del mundo, la aldea estaba
rodeada de una atmósfera de una belleza sobrecogedora,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que quitaba el aliento. La ciudad se proyectaba en las


líneas de un armonioso trazado que se dibujaba entre
casas de piedra, blancas al sol del mediodía. En su parte
más elevada se alzaba altivo un palacio, o un templo. En
las afueras, campos de cultivo y de cría de llamas con
terrazas labradas y canales de riego se extendían hasta
tapizar las partes bajas de las laderas de los cerros. Piero
se entusiasmó con haber descubierto una nueva tribu,
quizá una nueva cultura en este lugar aislado e
inaccesible. Pues no había conocido indicios de este lugar
o de la existencia de dicha aldea ni en los registros ni en
las fábulas de los pueblos de la región. De todos modos,
pensó que estando sólo, no era el momento propicio para
realizar el contacto. Además, debía regresar a su
campamento para retomar su espera en la cascada, así
que emprendió la vuelta. Ya en el campamento esperó la
salida de la luna. Sin embargo, la noche defraudó al
italiano. De todos modos, Piero decidió seguir
acampando. Coció un poco de maíz y legumbres en agua
con algo de grasa y especias y volvió a dormir junto a su
caballo. El día siguiente transcurrió lento pero la noche
recompensó su perseverancia. En realidad, la muchacha
ya había ido a la cascada la noche anterior pero sólo
había observado la presencia del hombre desde lejos y se
había retirado con igual sigilo. —Alguien que espera de
tal modo sin certeza alguna debe ser tomado en serio —
había pensado entonces. Así, al caer la tarde la muchacha
apareció. Piero, que se hallaba recostado contra un árbol,
se incorporó con energía pero con cuidado para no
asustarla, e hizo un lento ademán que imaginaba sería
tomado por saludo. Ambos caminaron esta vez con igual
naturalidad hasta encontrarse. Piero hincó suavemente
rodilla en tierra e hizo una especie de reverencia
moviendo sus brazos suavemente cual si fuera un pájaro
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

desplegando sus alas. El bello rostro de la muchacha dejó


escapar una sonrisa tímida y a Piero le pareció que la
noche se iluminaba, que lo abrazaban los tibios rayos de
sol del amanecer. La muchacha llevaba su cabello
adornado con la flor que el italiano le había regalado. De
cerca, la suavidad que adivinó en su piel lo hizo
estremecer y al enfrentar sus miradas, Piero se hundió en
unos ojos de un negro profundo que reflejaban el brillo
de las estrellas. El italiano pensó en ese instante que de
haber sido Dios, no hubiera dudado en recrear el
firmamento, ni el mundo entero tanto más bello, tal como
lo veía ahora reflejado en esos ojos. Por pura costumbre,
aquella misma que había hecho desfallecer en suspiros a
(muchas) más de una doncella, Piero había escrito el día
anterior un poema sobre la muchacha y sobre su visión
de aquella noche. Obviamente sabía que ello era inútil
frente a esta mujer por la barrera idiomática, pero
siempre venían versos a su mente en sus momentos de
encuentro con doncellas, para poblar la atmósfera, para
guiar a sus manos, a su boca, a sus actos en general, cual
sabios pájaros de ternura. De todos modos, sintió que
ahora las palabras de sus versos y, sobre todo los
adjetivos, caían pesada e irremediablemente como los
pétalos de una flor marchita, impotentes ante la
evidencia, asustando con su ruido seco y muerto a la
suficiencia del poeta. ¡Cómo describir una belleza que él
sintió nueva, distinta, inefable! Así, y no sólo por la
incapacidad de comunicación verbal, el experto seductor,
el exquisito galán, volvió a sentirse tan novato como la
primera vez. Sintió que los delicados y refinados juegos y
protocolos de conquista europeos que había explotado
con maestría le resultaban ahora poco menos que
patéticos ante la naturalidad de la mujer casi niña que
tenía enfrente de sí. Ésta, completamente nueva en el arte
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

del amor pero ignorante de los complicados artificios de


la galantería, tenía una ingenuidad y una frescura que no
podía haber encontrado antes. Piero le ofreció su mano y
ella la posó sobre su rostro. Así, cumpliendo la promesa
que su piel había hecho a los ojos del italiano, le regaló
una suavidad tal que parecía que besaba su mano en
cada centímetro recorrido desde su frente al mentón. La
muchacha también acarició el rostro del hombre con
pausada delicadeza y ya era evidente que, en virtud de
su inocencia, de su ingenuidad, la aprendiz estaba
guiando el maestro. Su mirada, tan transparente, lo decía
todo. Las palabras sobraban, casi tanto como cualquier
acto de galantería prefabricado. Piero enseguida se dio
cuenta y la miró con una desnudez similar. Y todo fue
dicho con extrema naturalidad, sin pronunciar sonido.
Luego la muchacha puso su mano sobre su propio pecho
y dijo pasadamente con voz dulce y serena: —
Killaqanchay. Piero reconoció las palabras Killa (luna) y
qanchay (luz, brillo, alumbrar) y se lo hizo saber a la
muchacha señalando al disco plateado que más que
espectador, parecía un cómplice. El hombre devolvió el
mismo gesto y dijo suavemente: —Piero. De todos
modos, cuando Piero quiso proseguir con la
comunicación, ello le resultó muy dificultoso. Su manejo
del Quechua, aprendido en este tiempo de los indios de
la reducción era muy escaso. Por otra parte, quizá esta
muchacha de una tribu tan rara y aislada hablara en un
lenguaje o dialecto distinto, quizá más antiguo. La
muchacha entonces se volvió a señalar y realizó un
amplio ademán envolvente como indicando todo el lugar
y pronunció una oración simple que culminaba con las
palabras “Killa junt'asqa”. Piero le dio a entender por
signos que había comprendido la frase, con lo cual la
muchacha volvió a acariciarle suavemente el rostro para
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

luego desaparecer como la vez anterior, sin permitir


reacción alguna. “Junt'asqa” significaba “llena”, de modo
que la muchacha le estaba invitando a reencontrarse la
próxima luna llena. Su baño de dos días atrás parecía
haber sido algún ritual de purificación, o simplemente,
una costumbre. —Un período prácticamente de un mes
es casi demasiado para este hijo de las tierras de Nápoles
—pensó Piero cuando emprendía el retorno al pueblo
montaña abajo, seguro de que no dejaría de ver a la
próxima luna llena reflejada en el remanso bajo la
cascada y, sobre todo, en dos profundos abismos negros,
dulces y brillantes.
Cuando Piero regresó al pueblo, don Pedro ya había
retornado. Este le manifestó su preocupación por su
ausencia, pero el italiano la minimizó. —Quería
proseguir con el trazado del mapa y con mis estudios de
botánica —dijo—. Y ya puedo hacerlo sin necesidad de
llevar a los hombres —añadió. Lo que no dijo, y lo que su
mapa no reflejó, fue el descubrimiento que había
realizado. Pronto supo que estuvo bien no hacerlo. Pues
para su pesar se enteró de que en estos días en que Don
Pedro estuvo ausente varias voces comenzaron a elevarse
más de lo habitual. Voces súbitamente enérgicas,
codiciosas. Pues un tiempo atrás Don Pedro había tenido
que repartir tierras a algunos hombres para encomiendas.
El trato que recibían los indios de estas encomiendas ya
no era el mismo que en la reducción o en el pueblo y los
encomenderos estaban comenzando a ganar poder e
influencia. Piero vio en ello el inicio de un camino de
brutalidad y atropellos ya muy transitado en otras
regiones de la Nueva Tierra. La ciudad que integraba a
los naturales y que les daba un trato considerado ya
parecía comenzar a cambiar. Y él ya había visto
numerosas pruebas de lo cruel y oscuro que era el futuro
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

en este sentido. Por ello, Piero decidió por el momento


guardar en secreto su descubrimiento. Pasaría mucho
tiempo antes de que esta aldea volviera a ser descubierta,
probablemente años, dado que no existía necesidad
alguna de viajar en esa dirección tan inexpugnable. De
hecho, probablemente Piero no hubiera descubierto la
aldea de no ser por el hecho de haber visto a la joven
india y por su necesidad de buscarla. Esto entristeció al
italiano, pues concebía a la ciudad de Don Pedro como a
un interesante experimento. Pero, ¿por cuánto tiempo
lograría Don Pedro mantener su rostro original? ¿Era
posible sostener el espíritu que en ella habían alumbrado
las ideas de éste, de Gregorio y las propias? Piero
conversó sobre esto con sus ya amigos, advirtiendo sobre
los peligros que avizoraba. Éstos le dieron cierta
tranquilidad, pero algo en el espíritu del italiano estaba
comenzando a cambiar.
Los días largos del verano pasaban lento para Piero
después del acontecimiento de la cascada. Las tardes
languidecían extenuadas por una luminosidad cegadora
para invariablemente desembocar en un pensamiento
ineludible que venía de la mano de la primera estrella. Y
la luna, caprichosa cada día en mezquinar pinceladas de
plata hacia la forma Platónica perfecta (cada vez más
perfecta en la ansiedad del hombre) parecía que jugaba
con el. Para pensar menos en el asunto, esos días Piero se
concentró más en la música, en tocar y componer y en
visitar pueblos cercanos y repasar notas sobre música
autóctona e instrumentos. Hasta que al fin la luna pareció
apiadarse del hombre. Esta noche, preñada de plata,
bañaba al paisaje con una luz vivificante. Pues si la noche
significaba la muerte de los colores y de ciertas formas,
ella los rescataba hoy a una vida distinta, más etérea,
leve. —Llegó la hora —dijo Piero a su caballo,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

ensillándolo para la travesía mientras pensaba que todo


lapso, por prolongado que sea, se termina por hacer un
punto, inmóvil en la agilidad del presente, simplemente
pasado. Cuando Piero llegó a la cascada parecía que era
en realidad la luna llena misma la que se derramaba en
torrente sobre el piletón de agua, regalándole brillos que,
dada la movilidad del elemento, eran impredecibles,
efímeros y mudables. Piero no dudó entonces en bautizar
para sí al lugar como “Cascada de Luna”. De pronto, una
figura blanca, esbelta apareció haciendo en principio
empalidecer a todo el paisaje, para luego armonizar con
él y realzarlo. La india, al llegar al lado de Piero, esbozó
una sonrisa y sin quebrar el silencio preñado de
significación que los envolvía, dejó caer su túnica blanca
con naturalidad hasta que ésta besó sus pies. A Piero lo
estremeció la intuida caricia del roce de la prenda sobre
la delicada textura de la desnudez a la que parecía
resistirse a abandonar. Piero se desvistió entonces con
bastante menos de gracia que la muchacha y ambos se
introdujeron en el agua. En la urgencia del deseo, el agua
no se sintió fría (de todos modos, la temperatura del
piletón era agradable dado el contacto con una fuente
termal, que traía bendiciones de la Madre Tierra). Piero
besó suavemente los labios anhelados descubriendo una
dulzura extrema, mientras su mano ceñía gentil pero
firmemente la cintura de la joven. Abrazó su desnudez y
todo su cuerpo se sintió besado por ese cuerpo soñado en
tantas noches sin luna. Acariciando los largos cabellos
oscuros, rodeó a la mujer hasta colocarse a sus espaldas y
la abrazó con virilidad. Descansando su barbilla sobre
sus hombros, todo su cuerpo, desde sus muslos hasta su
pecho, quiso hacerse uno con esa mujer, como
introducirse en ella o introducirla dentro de su propia
piel. Y súbitamente reconoció una familiaridad
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

estremecedora en esa mujer desconocida. Sintió como


que se reencontraba, como si esa piel que acariciaba
agradecido fuera aún más familiar que la propia. Sintió
algo parecido a encontrar el definitivo hogar, aquel que
hiciera olvidar un cansancio casi ancestral. Y al momento
en que sus manos comenzaron a temblar al contener
semejante suavidad, supo con determinación que esos
senos increíblemente delicados alimentarían a sus hijos.
La piel húmeda de la muchacha (tanto por el agua
como por los besos del hombre) desprendía un aroma
embriagador que convocaba vivamente a los instintos. En
ese instante, los cuerpos se separaron y nadaron
entrecruzándose en una danza armoniosa hasta que
volvieron a sumirse en un mar de suavidad hecho
caricias. El agua parecía haberse transformado en una
jalea viscosa que hacía lentos y plácidos los movimientos,
confundiendo manos, labios, pieles. Piero sujetó a la
mujer con una delicada mezcla de firmeza y suavidad y
se hundió con arrebato en su feminidad como buscando
saciar una sed apremiante. Pero hay sedes que en vez de
mitigarse crecen con cada sorbo, alimentando una mayor
voracidad. Así se envolvieron en una ardiente progresión
entre sordos ruegos, como si estuvieran envueltos en una
creciente espiral, hasta que todo lo demás pareció dejar
de existir y en un instante singular conocieron el éxtasis
de hacerse uno. Entonces, ya habiendo recobrado cada
uno su piel, inmersos en una dulce mezcla de cansancio y
gratitud, reposaron en ese tiempo en que, liberados de
los encandiladores efectos del deseo, impera la
franqueza. Aplacando las últimas caricias que perezosas
dibujaban curvas ya más familiares, se miraron. Y ello
bastó para decirse todo.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

La aldea

Esa noche en la Cascada de Luna Piero di Capri


encontró buena parte del verdadero destino de su viaje.
Luego de dormir al abrigo de una tibieza largamente
añorada, el alba encontró a los amantes abrazados. Esa
mañana, Piero dejó con naturalidad que la joven mano de
la india lo guiara. Primero desató y espantó a su caballo
para que volviera al pueblo (donde de seguro lo darían
por perdido o por muerto) y escondió entre unas rocas al
pequeño baúl de principales pertenencias (como ser, sus
principales instrumentos musicales y cuadernos de
notas), el cual había traído previendo este desenlace y al
que recobraría unos días más tarde. La rispidez del
terreno contrastaba con la suavidad de las caricias y
besos que la enamorada pareja no podía dejar de
prodigarse en el camino. Al llegar a la aldea, ella tomó su
mano y caminó decidida. Piero pensó que su palidez no
iba a ser más que un imán para oscuros ojos curiosos. Y
obviamente, la pareja no pasaba desapercibida, pero
Piero no observó un sólo gesto de recelo en los indios. Al
contrario, la reverencia continua hacia Killa (como desde
entonces él la llamaría) le permitió comprobar que su
amante era una princesa. Y nadie osaba juzgar el
comportamiento de una princesa, hija de un “Hijo de los
dioses”. —El problema va a ser precisamente el Hijo de
los dioses —pensó Piero.
Desde dentro, la ciudad transmitía a los pies una
sensación de armonía y calma, a pesar de mantener un
vivo movimiento con gentes, llamas y mercancías como
papas y otras hortalizas, maíz, cacharros de cerámica y
vestimentas con vivos colores y diseños geométricos, que
fluían por sus arterias empedradas. En realidad esta vez
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

habían rodeado la ciudad, de modo que habían ingresado


a ella por la parte más alta. A poco de andar llegaron al
palacio. Este se erguía altivo, volumétricamente bello y
sobrio en ornamentación. Al enfrentar el monumental
pórtico, la guardia que allí había abrió las puertas sin
mediar gesto alguno de Killa, exhibiendo un hermoso
jardín pleno de voluptuosas flores y pájaros multicolores
en el que sobresalía una enorme fuente de agua y unas
esculturas de gran volumen. Ese patio comunicaba con
distintos edificios o templos de los cuales sobresalía en
tamaño el edificio central que constituía el Palacio Real.
Al trasponer la puerta nuevamente custodiada por una
guardia real accedieron a un enorme salón de
arquitectura monumental que tenía aire de templo.
Sentada en un enorme trono de piedra coronado por una
imponente imagen de oro del astro rey, una figura
emanaba autoridad. En derredor se comenzaba a
dispersar un semicírculo de hombres, mayormente
ancianos, con aspecto de funcionarios y sacerdotes, como
dando por terminada una audiencia. El hombre del trono
hizo un gesto y los sirvientes que quedaban a su lado se
alejaron, al tiempo que la muchacha delante y Piero
detrás pero sujeto por la mano de ésta, se acercaban. Una
vez frente a frente, un silencio que al italiano pareció
eterno se quebró con un beso de la joven al hombre, a su
padre, ya parado delante de su trono, a lo cual siguió un
corto diálogo. El hombre era alto, de anchas espaldas, de
una figura bastante robusta y de edad relativamente
avanzada pero claramente mucho menor de lo que su
aura de patriarca parecía indicar. Es más, era de esos
hombres a los que no se puede mirar sino imbuidos de
respeto reverencial y al que no es posible imaginarlo
joven, que pareciera siempre haber sido así, como si
hubiera nacido “viejo”. Ello no contradecía, sin embargo,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

a una jovialidad también notable, pues el aire patriarcal y


preñado de sabiduría de su mirada no impedía
vislumbrar también en sus ojos la inquietud y avidez de
un niño (y gran parte de dicha sabiduría radicaba
precisamente en esto). Su piel tenía una leve coloración
cobriza, algo amarronada, mientras que su ancho rostro
compartía el carácter mineral de la región. Rasgos
angulosos, pétreos, exhibían arrugas de ningún modo
antojadizas ni casuales y se configuraban en expresiones
contundentes. Ojos oscuros, profundos y transparentes,
lejanos por la relación de tiempo y espacio que
englobaban, resultaban a su vez cercanos y entrañables y
semejaban remansos, manantiales de conocimiento. Pues
el imponente aspecto del hombre parecía imponer una
distancia que rápidamente se relativizaba o desvanecía,
pues al menor contacto con sus ojos o su voz no era
posible dejar de sentir a este ser como próximo, casi tan
próximo como uno mismo. En general su vestimenta era
sencilla, de color claro, con la sutil ornamentación de una
fina línea oscura de geométrico recorrido en puños y
demás bordes. La nota sobresaliente la representaba una
especie de capa oscura que se sujetaba a sus brazos y que
semejaba, al abrirse, las alas de un cóndor. El encuentro
culminó en unas austeras reverencias entre el italiano y el
soberano, para el primero alejarse junto a Killa, quien lo
acomodó en una habitación del palacio. La muchacha se
retiró luego para mantener una charla con su padre en
los jardines. La primera impresión de Kunturi (tal el
nombre del soberano, el cual provenía de “kuntur”,
cóndor, y que significa “representante de los Dioses,
enviado de los espíritus ancestrales”) no era en principio
favorable a esta inesperada relación de su hija (incluso
temía que ello violara algún precepto de su religión),
pero no le costó nada darse cuenta de lo que ello
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

representaba para su hija, la única descendiente que su


amada esposa pudo darle antes de morir (¡tanto antes de
lo esperado!). Y de hecho, Killa era su única
descendiente, puesto que, a diferencia de otras culturas
indígenas, los Kunturwari se comportaban en tal aspecto
como los cóndores. Eran monógamos y se casaban para
toda la vida (tanto que no volvían a formar pareja en caso
de viudez). Kunturi ya lo intuyó inmediatamente al
mirarla a Killa a los ojos. Pues esos profundos cántaros
negros y brillantes en que incontables veces se había visto
reflejado y que constituían su debilidad no tenían
secretos para él. Inmediatamente supo que el hombre
blanco que había irrumpido en su palacio de mano de su
hija sería de allí en más parte importante de su tribu.
Más allá de la impresión inicial, la relación entre
Piero y Kunturi rápidamente se tornó estrecha. Ambos
hombres supieron profesarse un gran respeto mutuo. Las
frecuentes charlas entre ellos crecieron al abrigo de la
consideración que cada uno ganó en del otro en virtud de
su sabiduría. Los refinados conocimientos renacentistas
de Piero eran tan apreciados por el indio como el saber
telúrico, mágico y empírico de éste lo eran por el italiano.
Y así pronto ambos se entusiasmaron con una aventura
de fusión cultural que los enriquecía por igual y que
siempre les reservaba conocimientos insospechados.
Artistas renacentistas y filósofos, Homero, Platón,
Virgilio, Dante, Petrarca, Leonardo y La Biblia se
entrelazaban con una cosmovisión en que el universo se
manifestaba en energías vivas que moraban, entre otros,
en el sol, la luna, la tierra y las montañas. Así, Piero fue
forjando una relación de amistad con el indio, el cual
consultaba con éste muchas de las cuestiones de estado.
Uno de los tantos ejemplos de este fructífero intercambio
fue el día que Piero se dio cuenta que los kunturwari (a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pesar de haber adquirido un importante desarrollo en las


artes y las ciencias) no conocían la rueda, al igual que los
demás pueblos de la región. Los indios habían
domesticado a la llama, pero este animal que era
utilizado para transportar carga no soporta grandes
pesos (no soporta más de unos pocos kilos, alrededor de
45kg, por lo cual no puede ser utilizado como
cabalgadura por una persona adulta). En una ocasión
Piero pidió unas maderas y luego de trabajar unos días,
reunió a los sabios y ancianos y les presentó su
“invento”. Los indios quedaron maravillados ante el
objeto circular, tan vinculado a su cosmovisión y religión
y que ahora revolucionaría su transporte.
Para Piero, la tribu de Killa representaba una
experiencia increíble, pues había desarrollado una
cultura única y original en un rincón prácticamente
inaccesible del mundo. Contaba la leyenda que varias
generaciones atrás, uno de los príncipes de un antiguo
imperio indio, cansado de las continuas luchas entre su
pueblo y los vecinos, decidió marcharse y fundar una
nueva tribu o comunidad en donde el hombre pudiera
vivir más armónicamente con la naturaleza y, por sobre
todo, con los demás hombres. Para ello, este príncipe
escaló la montaña sagrada más alta y complicada de su
reino y se instaló por incontables jornadas en su cumbre
ayunando y orando a los dioses en busca de consejo. Se
dice que los Dioses, conmovidos por el gesto,
transformaron al hombre en el más inmenso de los
pájaros, en un cóndor, lo llamaron con el nombre de
Kuntur (cóndor) y le ordenaron volar al sur y
establecerse en el lugar que más se pareciera a un nido
bajo la promesa de que la dicha y la prosperidad
anidarían con él. Así, el hombre-cóndor bajó la montaña,
tomó a la más bella doncella para hacerla su mujer y
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

volaron al sur. Luego de una larga travesía, encontró una


aislada planicie cortada por una profunda quebrada
vertical entre nevadas cumbres, a mano del techo del
mundo, y estableció su nido. Thapa (nido), también
conocida como Thapakuntur, la aldea de Killa, nació
entonces y presenció el desarrollo de una civilización
basada en una cultura de paz y armonía. Más allá de lo
pintoresco de la fábula, Piero pensó que el lugar
efectivamente parecía haber sido elegido tanto por un
cóndor como por los Dioses. Era bien claro allí que la
geografía moldeaba los espíritus. La ciudad era aislada y
casi inexpugnable, ideal para el desarrollo de una
civilización pacífica y sin miedos, pero sin anhelos
desmedidos, con una conciencia clara de sus
posibilidades y de sus límites, los que se marcaban con
tanta profundidad como los abismos a los que se
asomaba. Erigida en un lugar sobrecogedor, vecina en
altura a las divinidades, representaba una invitación a la
religiosidad. Así, dio como fruto un pueblo feliz y
pacífico, satisfecho pero sobrio, amante de las artes y las
ciencias y con marcada cohesión y sentido religioso que
vivía en paz y armonía con la naturaleza y con el cosmos
en general. La naturaleza les ofrecía lo necesario dentro
de un microclima benigno que proporcionaban las
montañas sagradas pero requería de trabajo arduo para
lograrlo (como, por ejemplo, del desarrollo de
sofisticados e intrincados canales de riego). Y como las
montañas, dioses en sí mismas para los naturales,
controlaban el clima, había que estar preparados para los
caprichosos cambios y eventuales excesos que
repentinamente podían ocurrir en cualquier momento. El
pueblo Kunturwari (más allá de su acepción más directa
como vicuña, wari significaba salvaje, indomable, pero
principalmente significaba aquí “protegido de los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

dioses”) se encolumnaba gentilmente bajo las alas de un


hijo directo de los dioses, como se consideraba a su
gobernante. Y lo de las alas era casi literal, puesto que
éste no era menos que un descendiente directo de
Kuntur, el hombre-cóndor. Kunturi, el padre de Killa era
ahora ese soberano que acogía a sus hijos con
generosidad y les guiaba sabiamente como gobernante y
sumo sacerdote. El extendido pueblo se regía por los
principios de reciprocidad y redistribución comunes a
muchos pueblos de la región y las familias se
organizaban en núcleos comunitarios mayores que
velaban solidariamente por el bien de todos sus
integrantes. Parte del trabajo de cada grupo comunitario
se almacenaba para mitigar los efectos de imponderables
que afectaran a otros grupos. Una nota colorida a tal
respecto lo daba el hecho de que cuando una pareja se
casaba, todo el grupo comunitario se involucraba en la
construcción de la futura casa de los novios. Así, la
nación Kunturwari se cohesionaba monolíticamente en
la figura de Kunturi, principal referente político, social y
religioso, el cual a su vez escuchaba atentamente al
pueblo tanto a través de sus consejeros reales como de las
asambleas que realizaba cada barrio o grupo
comunitario. Y en una comunidad donde la magia era
una herramienta corriente, se decía que Kunturi, imbuido
del espíritu de su lejano antepasado y en el retiro
meditativo y de oración que practicaba cada luna nueva
y en ocasiones especiales, se elevaba por los aires con sus
alas de cóndor y sobrevolaba los cielos de la ciudad y la
región para velar por las necesidades de su pueblo y
bendecirlo desde las alturas de las divinidades. Con el
correr de tiempo, Piero nunca pudo corroborar esta
cualidad sobrenatural de su amigo que para los indios
era un hecho y a la cual Piero atribuía a una mezcla de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

imaginación, amor y respeto de su pueblo, pero tampoco


pudo descartarla totalmente. Muchos años más tarde
llegaría a creerse que dicha cualidad del hombre-cóndor
habría servido para decidir el rumbo de acontecimientos
fundamentales.
A pocas semanas de estar Piero en la ciudad ocurrió
el suceso mencionado que dio origen al nombre del libro
que Ignacio encontró en su casa. El hecho ocurrió
mientras se celebraba un ritual religioso musical que
reunía al pueblo entero. Piero había acudido con Killa
entusiasmado con la posibilidad de presenciar las
manifestaciones musicales de un pueblo tan peculiar. A
esta altura ya su diario de viaje había crecido como
nunca. El acontecimiento se realizaba en una especie de
anfiteatro natural al borde de uno de los precipicios que
delimitaban la ciudad. Como ya relatado, un abismo aún
mayor separó a Piero de lo familiar. La música lo
secuestró de la cotidianeidad para transportarlo
inmediatamente a un mundo inmensurablemente bello,
rico, profundo. Un lugar en que todo, las personas y las
cosas, era increíblemente maravilloso, inagotable, como si
las puertas de un edén inenarrable se hubieran abierto de
golpe frente a él. El instante le recordó a Piero otros
momentos de su vida como, sin ir más lejos, la noche en
que amó por primera vez a Killa en la “Catarata de
Luna”. Pero la dimensión de lo vivido era muchísimo
más profunda, como una experiencia sobrenatural. Y la
música, por la cual había entrenado exquisitamente su
sensibilidad por tantos años, había sido el vehículo.
Varios días perturbó este acontecimiento la mente del
italiano, quien no se atrevió a contárselo a nadie por
temor al descrédito y por la imposibilidad de verbalizar
tanto indecible. Varios días trató de reconstruir en su
mente, tan vanamente como se retiene el agua entre los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

dedos, a ese universo inconmensurable que lo asaltó de


improvisto. A esa sensación de paz, humildad, libertad y
sensibilidad que lo inundó sin remedio y sin esfuerzo.
Vanamente trató también de reeditarlo, pero
rápidamente verificó que de nada servía la cacería pues
como ciertas presas, tímidas y escurridizas, esta increíble
experiencia se alejaba más de él cuanto más empeño
ponía en perseguirla (aún Piero no era completamente
consciente de que, en realidad, él había sido la presa;
¡Cuánto más difícil es dejarse atrapar que perseguir!).
Así, cuando Piero ya estaba comenzando a olvidar el
acontecimiento vivido (y a atribuirlo a un estado mental
debido al apunamiento o soroche, o al acullico de coca
que acostumbraba a mascar para evitarlo), nuevamente
aconteció. Una de las charlas con Kuntui había versado
sobre música y éste, subyugado por el refinamiento de
los instrumentos y la cultura musical del italiano, le había
pedido que ejecutara un tema musical para él. Ante la
inmediata aprobación de Piero, Kunturi mandó llamar a
Killa, a su familia y a los principales funcionarios del
palacio y los reunió en un gran salón que oficiaba de
templo, donde el indio solía retirarse a orar y meditar. En
principio, podría pensarse que tal evento no era nada
especial para el italiano, acostumbrado a auditorios más
numerosos y sofisticados. Para la ocasión, Piero eligió
utilizar su cítara, su instrumento preferido, el cual le
permitía profundas variaciones tonales. El mismo
requería de una gran maestría hija de incontables horas
de disciplinar cuerpo y mente, regalando así una
profundidad y sutileza insuperables. Dada la maestría
alcanzada, si bien Piero se concentraba profundamente
para que cada pulsación fuese perfecta, sus manos se
movían ya casi automáticamente, como distraídas, como
si el instrumento fuera parte (un órgano casi
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

involuntario) del ejecutante. Dentro del templo Piero se


ubicó en un lugar algo sobreelevado que hacía las veces
de altar y en el cual había una gran piedra esculpida.
Sobre su hombro izquierdo caía un oblicuo haz de la luz
del sol que ingresaba por un sector abierto del techo y
que, al difundirse, constituía la única luz de la habitación.
Enfrente de él, Killa y su padre eran los primeros rostros
de un semicírculo de espectadores que aguardaban en un
silencio respetuoso. La ejecución comenzó como siempre,
con el músico íntimamente concentrado en la melodía,
casi abstraído del entorno. Sin embargo, luego de algunas
notas, Piero comenzó a sentir un sopor que gradualmente
lo envolvía, como en un sueño. Cerró los ojos y se sintió
él mismo (ya no la cítara) el instrumento. Comenzó a
vibrar con la melodía, como si su interior fuera una vasta
caja de resonancia de cada pulsación. Se sintió una
cuerda exquisitamente tensa, afinada como jamás había
logrado hacerlo con su instrumento a pesar de su pericia.
Piero pensó en principio en no abrir los ojos para no
corroborar lo a esta altura evidente. Sin embargo, hacía
rato que la prudencia había dejado de ser su compañera
de viaje. No se sorprendió entonces al abrirlos y
reencontrarse con una nueva visión de ese mundo
inconmensurable que había desafiado a su capacidad de
comprensión y casi a su cordura. Piero pudo constatar no
sin una cierta mezcla de temor y avidez, que ahora el
edificio en que se encontraba era distinto. Las paredes,
aunque parecían mucho más alejadas, negaban el
concepto de distancia y eran ahora como planos de luz
amarilla y blanquecina. Y los seres que lo observaban y
que compartían con él las vibraciones que llenaban el
espacio eran, tal como en aquella noche anterior,
exquisitas criaturas etéreas e inasibles, más allá de lo
inteligible. A esta altura Piero se había desentendido de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

la música, a la que tocaba claramente sin ningún


esfuerzo, como si ella misma lo guiara, como si se
hubieran intercambiado ejecución y ejecutante. Y reeditó
nuevamente esas sensaciones inenarrables, volvió a
sentirse desnudo en un campo pleno de belleza y de
profunda significación. Luego de un lapso de unos
minutos pero que pareció eterno, la melodía se fue
apagando y con el mismo gradualismo todo fue
recuperando su semblante familiar. Un hondo silencio
cargado de respeto, gratitud y admiración por tan
delicada belleza fue la respuesta de los naturales. Y Piero
inspiró profundo, volviendo a sentir su respiración, como
paladeando el aire. Es más, pareció aferrarse a este
último (un incorpóreo para la filosofía y la ciencia de la
época, pero que en este instante sentía tan
tremendamente tangible) como lo haría un náufrago a un
trozo de madera flotando en el mar. Estaba de vuelta en
tierra conocida, con una mezcla rara de tranquilidad por
lo recobrado y nostalgia por lo que nuevamente se le
escapaba sin remedio. Los bellos ojos de Killa,
humedecidos por la emoción, terminaron por recuperar
al pobre italiano de ese destierro errante entre lo
semántico y lo ontológico. Felicitaciones, muestras de
respeto y pedidos para examinar el instrumento por
parte de los escuchas matizaron una breve charla que dio
por terminado el encuentro para que todos se
dispersaran en silencio.
Nuevamente Piero se desesperó por comprender esa
experiencia que lo arrojaba desde la indigencia del
anonadamiento al fervor por embeberse de ese mundo
inconmensurable que se abría delante de sí como una flor
virgen. ¿Qué era lo que representaba ese mundo
inconmensurable? ¿Era algo real o un producto de su
imaginación? ¿Un estado de arrobamiento místico? ¿Una
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

puerta a otro mundo? ¿Una proyección del “más allá”,


del edén del Dante? Recordó también entonces el Mito de
la Caverna platónico. Recordó al prisionero atado en la
cueva de espaldas a su boca, percibiendo al mundo como
las sombras que se proyectaban en la pared de piedra de
las cosas del exterior iluminadas por el sol y creyendo
que ello era el mundo verdadero. —Quizá me he
asomado a algo similar al Mundo de las Ideas de Platón.
Quizá he salido de la caverna al asomarme a la Terra
Incommensurabile, a la verdadera realidad —pensó
asustado por el peso de palabras que excedían su
capacidad de discernimiento (¿quién, sino Dios, puede
legislar en términos de “realidad”?). Y las preguntas se
sucedían impiadosas: ¿Por qué ello lo asaltaba de tal
modo? ¿Cómo aprehender a esa experiencia inasible?
¿Cómo comprender la cualidad de inconmensurable que
descubría en ese mundo misterioso que se le presentaba
como una dimensión completamente distinta de la
existencia y que lo convocaba a la humildad, a la libertad
y a la sensibilidad? Algo que era claro en ese instante (tal
como volvería a corroborar en posteriores
oportunidades), era que las mismas constituían visones
rápidas y fugaces. Duraban unos segundos o escasos
minutos (¡pero cómo asignar un tiempo a dichas
experiencias, si ante el hálito de lo inconmensurable lo
efímero se confundía tan sabia como pícaramente con lo
eterno!). El principal problema para intentar
comprenderlas era que el menor intento por
intelectualizarlas, con la consiguiente pérdida de la
atención plena, hacía que desparecieran
instantáneamente y sin remedio. Es más, en alguna
ocasión posterior Piero sentiría la necesidad de dirigirse
hacia alguno de los seres que observaba en dicha Terra
Incommensurabile para inquirirle al respecto, sólo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

logrando así que se desvaneciera por completo la visión.


La noche de su ejecución de la cítara, Piero le comentó a
Kunturi esta experiencia y le planteó estos interrogantes.
—Eso es algo que tienes que descubrir tu mismo —le
respondió éste. Y añadió, luego de una pausa casi
eterna—: No se a que otro mundo te refieres. Pero no
tiene mucho sentido que me lo preguntes. Toda
experiencia es intransferible.
Piero lo saludó con una escasa mueca y se retiró a su
cuarto. La lacónica, casi desganada respuesta del indio
provocó un interno enojo al italiano, quizá más consigo
mismo que con el indio. Pues dicha respuesta lo enfadó
no tanto por inútil (como livianamente consideró en ese
momento) como por consabida.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Vida en la aldea

La vida de Piero en la aldea en aquellos años


discurrió en forma plácida y feliz. Cuando no usaba sus
ropas italianas sino que se vestía algo más parecido a los
naturales, parecía un indio descolorido, con los cabellos
color del dios sol y de ojos como el mar, pero se
comportaba como el más entusiasta de los hijos de los
cóndores. Pues se sentía imbuido de una vitalidad nueva.
Sentía una enorme avidez por conocer todo, por probar
tantas cosas nuevas, una avidez que no recordaba
precedente ni en los jóvenes años de su educación
europea. Y la vida con Killa no era menos prolífica. Al
poco tiempo su amor fructificó en un ser diminuto e
increíblemente bello. Una niña con enormes ojos verde
esmeralda de una claridad casi transparente y finos
cabellos dorados. Si bien poseía un aspecto físico de
características europeas (heredando mucho de su padre
en tal sentido), la niña era un ser idílico, casi etéreo. Una
niña clara, luminosa, que contagiaba paz y alegría con su
sonrisa y con cada mirada. Por ello la llamaron Sumailla
(Sumaq significaba “bella, hermosa”, mientras que Illa o
Ylla era “luz, clara, luminosa, sagrada”). Cabe aclarar que
los Kunturwari no le daban nombre a los niños al nacer
sino luego de algunos años y en una ceremonia especial,
pues el nombre no era casual sino que debía decir algo de
la persona. Con Sumailla, sin embargo, no había sido
necesario esperar para saber que ese era el nombre
correcto. Todo en ella era armonía, belleza, perfección. Su
belleza era tal que una vez que alguien posaba los ojos
sobre tan bella criatura tenía que realizar un considerable
esfuerzo para apartar la vista. Y Sumailla resultó un ser
que al crecer mantendría inalterable toda esa pureza y
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

dulzura, lo cual incomodaba aún más a quienes la


contemplaban. Pues la belleza es un vehículo que juega
con nuestros límites de un modo que, semejando ser
inofensivo, resulta efectivamente directo, contundente.
Pues la belleza nos atrapa y nos acaricia el alma, pero nos
confronta con lo incógnito, arrastrándonos al límite de lo
tolerable. Era obvio que Sumailla provocaba tal efecto en
completa inocencia, algo natural para una niña. Pero lo
notable sería que este ser frágil, tan especial, mantendría
inalterable esa inocencia e ingenuidad a lo largo de su
vida. Es así como Sumailla creció como una niña un tanto
frágil, de incomparable hermosura y dulzura. Era una
niña que vivía continuamente feliz, sonriéndole al
mundo a cada paso. Pero a medida que crecía, algo
extraño se comenzaba a advertir en ella: los cambios en
su cuerpo no se condecían con lo que ocurría en su
interior. Sumailla parecía negarse a dejar de ser una niña.
Aún cuando pasados varios años su cuerpo la
transformaría en una joven hermosa, sus ojos y su
sonrisa, tanto como su mentalidad y su comportamiento,
seguirían siendo de niña. Y ello sería cada vez más
evidente. Al llegar a su juventud física, Sumailla regalaría
a los ojos una doncella de mediana altura y de belleza
incomparable, como esculpida por los dioses para deleite
humano. Pero ella seguiría bailando y cantando tal como
cuando niña, interaccionando con el mundo y con las
personas con una actitud que era (sólo en apariencia)
ambivalente: tan cercana y tan lejana a la vez. Podría
acariciar el rostro de un niño o de un joven con increíble
ternura y suavidad, para alejarse sin palabras y repetir el
gesto, con la misma profundidad, con la primera flor o
animal que encontrara en el camino. Su alegría y su
simpleza eran tan perfectas que Sumailla nunca dejaría
de ser una niña. Ni aún cuando muchos años más tarde
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

su cuerpo envejeciera ella produciría cambio alguno en


su interior. Pues aún cuando se volviera
cronológicamente vieja mantendría siempre el alma y la
mente de una niña. Y de hecho, su aspecto, a pesar de
ganar cabellos plateados y algunas arrugas, no diferiría
nunca demasiado del de una niña pequeña: Sus ojos, su
mirada, y su sonrisa permanecerían inalterables y su
belleza igualmente cautivante. No era para nada el caso
de ciertas personas que conservan rasgos aniñados, lo
cual los torna a veces perturbadores. En ella todo sería
armonía, belleza, de un modo completamente natural.
Pues Sumailla sería un ser que conservaría por siempre
una belleza sobrehumana y que viviría en un estado de
niñez inalterable. Los pajarillos silvestres, conscientes de
la completa inocencia de este ser, se posaban sin temor
alguno sobre ella para que los alimentara con semillas
que sus manos les ofrecían para que comieran
directamente de ellas o que dejaban caer con gracia por
el suelo. Y se unían a su canto con su trinar o se
arremolinaban a su alrededor cuando danzaba, como si
estuvieran participando del mismo baile. En su época de
juventud numerosos muchachos quedarían prendados de
su hermosura, pero pronto comprendían que ella podía
ser tan gentil y dulce como nadie pero que no había
posibilidad alguna con ella. Sumailla era un ser
consagrado a los dioses, ofrendando su belleza sin par
sólo al universo en su conjunto y no a alguien en
particular. Y así los muchachos dejarían de intentar en
vano cortejarla, una empresa que, de mediar algún signo
apenas ambiguo de la muchacha, podía llevarlos a la
locura. Pero Sumailla nunca sería ambigua en ese
sentido. Ella mantendría una actitud sin fisuras o
dobleces. Era una niña. Completa, alegre y naturalmente
una niña. Y, con el tiempo comenzó a hablar muy poco,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

casi lo necesario. Sus gestos, perfectos como si


infinitamente practicados, hablaban más que sus
modestas verbalizaciones (carentes de cualquier
sofisticación, inmóviles, de niña). Su mirada y su sonrisa
destilaban perfección. Sus manos eran pétalos soñados (a
modo de simple ejemplo, dada paz al espíritu verla
caminar por el campo y sumergirse en los altos pastizales
con sus brazos extendidos acariciándolos con suma
suavidad, una imagen en que semejaba nadar
graciosamente, sin esfuerzo, en un verde lago vegetal). Y
su modo de bailar era tan simple, pero a la vez tan total,
tan sublime. Era una entrega, una forma de relación.
Varios se alarmaron alguna vez por este
comportamiento, pensando que la niña padecía algún
trastorno mental o falta de desarrollo. Pero la evidente
paz en que ella vivía, su perfecta sencillez, su completa
alegría, evaporaba cualquier temor. Obviamente no era
fácil comprenderla, pero su familia la amaba y respetaba
completamente. Y Kunturi era quien mejor entendía a
este ser de características divinas que parecía guardián de
un profundo y trascendental secreto, de esos secretos que
resultan ser por lejos los más indescifrables: esos secretos
que son tan simples y evidentes que no los alcanzamos a
ver. —Ella es uno de los seres más sabios que conozco —
le dijo una vez a Piero—. ¡Hay tanto por aprender de
Sumailla! Cuando muchos años después, en su lejana
España, Ignacio de Villamayor leyó esto no sospechó
cuánto de profético tenían para él estas palabras.
Un tiempo después de Sumailla llegó a la vida de la
pareja de la india y el italiano un varón. Era éste, a
diferencia de la niña, un niño de tez bastante más oscura
y cabellos negros. De hecho, mucho de su abuelo Kunturi
asomaba por esos rasgos marcados y por los manantiales
de sus ojos calmos, profundos y oscuros. Un parecido
48
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

físico que también se extendía a lo espiritual.


Hastukapaq (Hastu: “pájaro de los Andes” y Kapaq:
“Bondadoso, noble, santo”) resultó un ser profundo,
introvertido. Con el paso del tiempo se fue
transformando en un muchacho más bien robusto, calmo,
de mirada y ademanes reposados, un muchacho de
creciente profundidad espiritual que gustaba del arte de
la contemplación. Ya de niño solía pasar horas encerrado
en el templo, meditando, orando a los dioses con una
entrega que causaba admiración. Y con el tiempo fue
adquiriendo maestría en el arte de escuchar, de captar.
Hastukapaq era capaz de pasar incontables horas orando,
perfeccionando su humildad para recibir el aliento
enriquecedor de los dioses. Se decía que, alejándose del
inmóvil y grávido envoltorio corporal, su espíritu
adquiría las alas de los cóndores para elevarse a alturas
inaccesibles donde los dioses aconsejaban a su razón. De
hecho, en él se vislumbraba al sucesor de Kunturi, quien
pronto comenzó a prepararlo como futuro líder espiritual
de su pueblo. Ya de joven la presencia de Hastukapaq
imponía un respeto reverencial similar al de su abuelo. Y
contemplarlo furtivamente en sus momentos de oración
era una sensación especial. La atmósfera a su alrededor
era al principio más tenue, ingrávida. Pero luego se sentía
como que el tiempo se expandía, como si todo se
detuviera, como que el momento, el presente, adquiría
una densidad inmensa, aquietándolo todo hasta lo
inconcebible. Se diría mucho más tarde que ciertos
soldados españoles, cuando intentaron varios años
después saquear su templo en búsqueda de los
ornamentos de oro y plata ofrendados a los dioses,
huyeron al encontrarse con él en pleno acto de
meditación (ajeno al mundo exterior, impertérrito ante la
amenaza) sin tocar nada, invadidos por un respeto
49
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

reverencial e incluso temor. Es más, algunos sostendrían


luego que en cierta ocasión ese aire alrededor del indio2
en meditación ahogaría un asesinato, impidiendo con su
extrema viscosidad cualquier movimiento a manos y
espadas españolas, a no ser la huida.
Años más tarde llegó el tercer hijo. También éste
había heredado en gran parte el biotipo indígena, aunque
su cabello era de un castaño más claro y sus ojos de un
color café más claro, cálidos como la madera, unos ojos
que de continuo se alumbraban con un fulgor intenso,
como brasas. Por ello lo llamaron Ninan (“fuego,
inquieto, vivaz como el fuego”). Con el correr de los
años, Ninan se convirtió en un niño alto, musculoso y
esbelto. Un espíritu activo, indómito, que encontraba en
la acción un éxtasis similar al que su hermano hallaba en
la contemplación. Su carácter fuerte y apasionado crecía a
la par de su portentoso cuerpo, motivos por los cuales
siempre aparentaba una edad mayor a la real. Y de joven,
Ninan se tornaría en un prototipo de virilidad, un
muchacho ardiente tanto para la aventura como para el
amor. Incontables y apasionados amoríos matizarían la
pubertad y juventud de este amante sin par tanto por
atributos naturales como por vocación. Hasta que alguna
vez las circunstancias y las injusticias canalizarían su
espíritu titánicamente apasionado, transformándolo en
un temible guerrero.
Durante esos años Piero siguió experimentando más
o menos frecuentes “visitas” a la “Terra
Inconmensurabile”. La música, su eterna compañera, ya
fuera como ejecutor o como espectador seguía

2
Cabe aclarar que nunca nos referiremos a los hijos de Piero y
Killa como mestizos sino como indios, dado el modo en que
clara y naturalmente siempre los trataron los Kunturwari.
Incluso al propio Piero siempre lo tomaron como a uno de ellos.
50
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

transportándolo cada tanto a ese místico terreno, cuando


lograba que su compromiso con ella fuera completo,
total. Pero pronto pudo comprobar que sus experiencias
comenzaban a ser compartidas por su familia, algo que
más allá de alegrarlo, lo alivió. Pues tales vivencias
resultaban demasiado agobiantes al no poder
compartirlas. Luego de comentarle a Kunturi sobre el
particular el día de su ejecución musical en el templo,
Piero no volvió a hablar con nadie del asunto, ni siquiera
con Killa. Pero un día se le ocurrió incorporar música a
las frecuentes visitas que realizaban con Killa a la
“cascada de luna”. Si gran parte de sus días vivían
poblados de música, ya fuera por sus estudios o por mero
placer, ¿cómo no incorporarla a uno de los momentos
que el italiano siempre esperaba con más impaciencia? Es
así que en cierto momento, comenzó a ejecutar alguna
pieza musical mientras Killa nadaba plácidamente, antes
de reunirse con ella en su idilio acuático, en su danza
amorosa entre líquidos reflejos de plata. Y un día de esos,
mientras la india nadaba bajo la cascada envuelta en las
suaves melodías del violín de Piero, Killa experimentó
algo extraordinario. En ese instante Piero notó en ella
algo distinto y dejó su instrumento sobre una roca para
introducirse en el agua. Y nadó con ella y se amaron
como casi siempre bajo la cascada. Luego, Piero la cobijó
entre sus brazos, con un abrazo tibio como el que él
recordaba haber necesitado aquel día de su asistencia a
aquel recordado ritual religioso musical. No le preguntó
nada, pues sabía que no era necesario. Y Killa lo besó
tiernamente, terminando de restituir con sus labios la
familiaridad perdida, y habló. Le habló de un paisaje que
mudaba en ignoto edén, de sensaciones de paz, belleza y
alegría, de desconocerse. Piero le comentó entonces sus
experiencias con la música, pero para su sorpresa, Killa le
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

respondió que no era la música la que la había llevado a


experimentar tales sensaciones sino el nadar. Al fluir con
la corriente de modo en que todo era fluir, un fluir tan
pleno, tan total en que la dirección se tornaba irrelevante.
Un fluir en que el movimiento de su cuerpo y espíritu no
se diferenciaban del agua. Al sentir en sí la misma
fluidez, la misma movilidad, al punto de olvidarse de sí
misma para convertirse en parte de un movimiento
suave, ondulante, universal. Y al flotar, grácil, como
suspendida en la nada, sin esfuerzo alguno, contenida
por el remanso y por su paz. Luego de ese día, cada vez
que Killa lograba nadar tan completamente como para
dejarse llevar plena y totalmente por el agua, sucedía que
un universo nuevo se abría ante sí. Entonces, su ser se
diluía en la fluidez, volviéndose extremadamente leve,
etéreo. Y su mente y su espíritu adquirían una fluidez y
claridad similar a la del líquido elemento. “Bienvenida a
la Terra Incommesurabile”, le dijo aquella primera vez
Piero. Y retornaron a palacio. Para alegría del italiano, su
amada compañera de viaje ahora también compartía con
él este imponderable y trascendente camino.
Pero Killa no sería la única en compartir con Piero
experiencias tan trascendentes. Un día, cuando apenas
contaba unos pocos años de vida, una Sumailla más
reflexiva de lo habitual corría a su padre tras la burla de
algunos niños ante su baile y su canto. No era que las
burlas la molestaran o perturbaran, pues siempre
respondía a ellas con una sonrisa, sinceramente amorosa.
Acudía ese día a su padre en busca de esclarecimiento
para algo que ella no encontraba explicación.
—Papi, ¡el mundo es tan hermoso! ¿Cómo es posible
que algunos no lo vean así? —preguntó la niña mientras
sostenía en sus manos una pequeña florcilla.
—¿Cuéntame que ven tus bellos ojos, hijita? —
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

inquirió a su vez ingenuamente el italiano, a lo que


recibió en el llano lenguaje de la niña, para su sorpresa,
un cuadro tan parecido a las increíbles vivencias a que
con frecuencia lo arrojaba a él la música. Pero a diferencia
de él, Sumailla parecía vivir cada instante en dicho
mundo inconmensurable. Para ella cada ser, cada cosa, el
mundo todo era hermoso, idílico, un mundo en que vivía
en paz, amor y alegría. Y Sumailla transmitía todo esto en
cada gesto, en cada sonrisa, en cada mirada, en cada
beso, en cada caricia. La niña danzaba a cada hora. Y
danzaba con la gracia de los pájaros. Entregaba a la
danza cada fibra de su ser de modo que su danza era
plena, total. Era su mejor modo de expresión, el que hacía
evidente que vivía en una profunda armonía con el
universo. Aunque ello resultaba difícil de comprender
para muchos, quienes veían en ella falta de desarrollo
mental o locura. Claro que pocos sabían entonces que no
es de cuerdos menospreciar a los tontos o a los locos, y
muchísimo menos a los niños. —Sumailla vive, siempre
niña, en un estado de goce pleno, dinámico en sí a pesar
de cierto estatismo, y no tiene sentido condenar la
inmovilidad cuando el estado es bello y fructífero —
pensó Piero mientras besaba la frente de su niña con
delicadeza—, al fin y al cabo, la perfección importa un
riguroso estatismo (Dios es inmóvil en su perfección), tal
como supo apreciar San Agustín. —¿Por que entonces
estos niños no ven tanta belleza y se ríen de mi? —volvió
a preguntar la niña a su padre aún sosteniendo
gentilmente la flor en su mano y mirándolo con ese amor
profundo que emanaba de sus bellos ojos, con ese candor,
con esa calidez amorosa con que abrazaba al mundo a
cada paso. Y Piero no sólo sintió en sí esa forma de
mirarlo, también notó una belleza equivalente en el modo
en que su hija sostenía la florcilla en su mano. Advirtió
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

en ese gesto, tan automático para cualquiera, una ternura


más que comparable, superior a la mejor de sus caricias.
—¿Habré alcanzado alguna vez a acariciar a Killa de ese
modo? ¿Y a ti, querida hijita? —pensó mientras miraba
dulcemente a la flor en la diminuta mano de la niña—. Es
que ellos aún no han alcanzado a ver como tú, mi amor
—le respondió, quizá sin comprender él mismo cuánta
sabiduría había en su respuesta—. Pero te ruego —
agregó con lágrimas en los ojos— y por favor recuérdalo
siempre, que jamás mires nada de otro modo.
De manera similar, un también niño Hastukapaq
relataría cierto día a su padre una mística experiencia en
que con frecuencia desembocaban sus ejercicios de
meditación y contemplación. Hastukapaq sentía que el
crecimiento en la humildad era el camino para hacerse
más digno de oír a los dioses, a quienes imploraba su
manifestación fecundante. Así como sólo el lago
exquisitamente quieto es capaz de reflejar los más
íntimos detalles de la montaña, su espíritu buscaba
aquietarse para reflejar la voluntad divina. De tal modo,
la quietud, el silencio de oyente amoroso, se
configuraban en un anonadamiento que derrumbaba
cualquier atisbo de soberbia, constituyéndose en un
profundo ejercicio de la humildad. Y entonces, el
momento de acceso místico, de visión beatífica,
transfiguraba a todo el universo circundante. Todo
tomaba una belleza, una paz y una pureza más allá de la
comprensión. Piero supo entonces que otra vez la Terra
Incommensurabile se manifestaba, aunque a partir de
otro nuevo vehículo.
Por su parte, Ninan tardó más en asomarse a la
“Terra Incommensurabile” (a desarrollar la extraña
capacidad de percepción que asaltaba a su familia). Su
vigoroso cuerpo desarrolló su hombría muy
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

prontamente, cuando aún era casi un niño. Y esas


hormonas, junto con sus dotes viriles superiores a lo
normal, despertaron muy pronto en él grandes urgencias
por conocer los secretes del otro sexo. Fue una criada del
curaca de una de las regiones más apartadas de la ciudad
quien lo ayudó a consumar ese despertar que resultó
inmensamente más amplio que sexual. Una tarde
veraniega Ninan caminaba por dicho lugar y observó
que en un arroyo había una muchacha. Ésta al principio
refregaba y lavaba ropa en el arroyo, pero el creciente
sudor en su cuerpo (el cual realzaba sus dotes femeninas
a los ávidos ojos de Ninan) hizo que comenzara a
refrescarse. Entonces, el agua con que empapó su
delgado vestido comenzó a traslucir los velados secretos
de su generosa topografía de mujer. Y ello fue demasiado
para Ninan, quien se acercó a la cobriza muchacha,
abundante en redondeces y amplia de caderas,
temblando de pasión. La joven, que al principio no había
notado que el muchacho estaba observando su pequeña
ceremonia para aplacar el calor, no podía saber que ese
cuerpo robusto y viril correspondía a alguien que
cronológicamente era casi un niño. Y nada pudo decir
ante la determinación que advirtió en la intensa candela
de los ojos del joven y en el cuerpo musculoso que
compelía al abrazo. Así, las ropas se desgarraron ante la
urgencia de los sentidos. El vigor y el tamaño del joven,
que se entregaba a este primer acto como si hubiera
nacido para ello, provocaban a la mujer una dulce mezcla
de placer y dolor. Por su parte Ninan, que había
comenzado dicha empresa buscando saciar un apetito
irrefrenable, se vio envuelto en un ardor que a cada
instante le entregaba crecientes promesas de un éxtasis
sin precedentes para él. Pero de pronto, en el momento
culminante del goce se sintió trascendiendo todo lo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

conocido. La muchacha entre cuyas piernas anidaba su


virilidad se había transformado casi sin que él se diera
cuenta en un ser luminoso, suave, que parecía envolverlo
como un capullo. Y todo el lugar, que en virtud de la
pasión había desaparecido por completo de alrededor de
la mujer y su sexo, reaparecía ahora como un paisaje de
belleza inédita, soñada. Y Ninan se sintió a sí mismo
distinto, pleno, cósmicamente satisfecho, en medio de
una paz perfecta que había aplacado hasta la
desaparición a su inicial fervor animal. Pues otro fervor
lo animaba ahora, una dimensión del amor, de la
existencia, con fondo y aristas inconcebibles. Luego de
unos instantes, ya desaparecida la visión, se despidió de
la mujer con tanta ternura como le fue posible y se alejó
un poco perturbado por lo acontecido. Ya sospechaba en
ese instante que la mera concreción del acto sexual no
podía explicar esta experiencia. Entonces recordó los
relatos de un mundo inconcebible que más de una vez
había escuchado en su casa sin haber podido entonces
comprenderlos ni dimensionarlos. Las puertas de la Terra
Incommensurabile estaban para él franqueadas por
piernas de mujer.
Para Piero resultaba una incógnita cómo este tipo de
experiencias se manifestaban de maneras caprichosas a
través de vías y estímulos específicos y distintos para
cada miembro de su familia. Distintos disparadores
provocaban vivencias que en principio imaginaba
similares. Pero en todos los casos (quizá salvo para
Sumailla, en quien nunca pudo comprender la verdadera
extensión temporal ni el alcance y profundidad con que
las experimentaba), dichas experiencias no eran sino
visiones que no duraban más que unos pocos segundos o
a lo sumo unos escasos minutos y que les ocurrían muy
esporádicamente, cuando eran capaces de consagrarse al
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

acto que operaba como su vehículo del modo más pleno


y total, cuando sin darse cuenta, se volvían dignos de
ellas, cuando su alma adquiría la fertilidad necesaria. La
confirmación por parte de los demás le trajo cierto alivio.
Sus experiencias no eran algo simplemente imaginado
por él o un delirio. Pero de todos modos ello no le
explicaba la naturaleza esquiva de este mundo
inconmensurable al que permitían asomarse. En tal
sentido, todos los demás las tomaban más naturalmente
y no tenían tanto interés en analizarlas, a diferencia del
italiano quien por momentos mostraba una (infructuosa)
necesidad de comprenderlas. Por momentos pensó que
se estaban asomando a otra esfera del cosmos. Pues una
de las creencias de los indios Kunturwari lo constituía la
dualidad del cosmos, la idea de paridad u oposición
complementaria y proporcional. En dicho contexto, el
hombre sabio y justo tendía en su vida hacia el “mundo
superior” en que moraban las divinidades. Incluso creían
en la existencia de un par verdadero, de un doble
perfecto y dorado o mellizo de oro puro, un doble
proyectado que constituía el aspecto divino de la
existencia de cada uno en el mundo superior, ese ser al
que debían alcanzar por medio de la sabiduría y el noble
comportamiento. —Si paralelamente al mundo terrenal
existiera un mundo perfecto y divino en que actúa
nuestro par dorado, nuestra esencia divina, quizá en esos
breves instantes ambos mundos se tocarían confluyendo
por cortos lapsos en que nuestro comportamiento
correspondiera con el justo comportamiento de dicho
par. Quizá en tales momentos nuestra actitud ante el
mundo fuera consistente con la del par dorado —se
preguntaba Piero. Y en tal sentido lo vivido constituiría
un breve acceso a ese edén divino de las leyendas
Kunturwari, tan equivalente y parecido al Paraíso
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cristiano ¿Sería la Terra Incommensurabile el “más allá”,


el Edén, el mundo divino? El hecho de su imposibilidad
de comprender tan enajenantes experiencias inquietaba
al italiano. Sin embargo, en otras ocasiones, más
sabiamente, se desentendía de cualquier intento por
intelectualizarlas y de perseguir su ocurrencia (pues una
manera de impedirlas era precisamente buscarlas) y
gozaba de sus sorpresivos asaltos. Y así las mismas
crecían en frecuencia y en profundidad. Y extendían su
enriquecedor aliento a toda su existencia cotidiana. Pues
de ellas se volvía bañado de profundidad, de humildad,
de libertad, de sensibilidad. Pues la sensación de
armonía, de paz, de humildad, de libertad, de amor,
alimentaba su alma y sus acciones como un néctar
divino.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

El fin del aislamiento

Si bien Nueva Esperanza, la ciudad de don Pedro de


la Barca, había nacido como un poblado un tanto aislado
y aparentemente sin ningún atractivo especial que
prometiera gran potencial, la villa había crecido de modo
importante favorecida por su clima benigno para las
tareas agrícolas y por su ubicación en la incipiente ruta
comercial al sur. La aldea misma y, principalmente, la
reducción creada por Gregorio habían absorbido a
numerosos indios de una amplia región atraídos por
condiciones de vida superiores. El monje había creado un
espacio comunitario en que los naturales vivían en paz y
bonanza mientras a su alrededor las artes y la cultura en
general florecían como las vides que Gregorio
pacientemente había comenzado a introducir en la
región. La esforzada agricultura y ganadería, que
ganaban importancia gracias a las obras de riego, hacían
que la zona rural fuera cada vez más extendida. Y la
minería, de la mano de la maestría de la técnica jesuita y
del sudor indígena, comenzaba a materializar en plata y
algo menos en oro y otros metales los sueños de don
Pedro (cabe aclarar que, si bien el trabajo de los indios era
duro, como casi todo en ese lugar virgen, Gregorio había
regulado el mismo para prevenir contra la explotación
infrahumana que se sufría en la mayoría de las minas del
nuevo continente). De todos modos, si bien la minería era
una actividad que comenzaba a ser rentable, los cerros
que enmarcaban al poblado no permitían una producción
importante. Sin embargo, tribus cercanas referían
leyendas de montañas muy ricas en los codiciados
minerales y unas piezas que supuestamente provenían de
la región denotaban mineral de gran pureza, tal como
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pudo constatar Gregorio. Claro que dichas leyendas eran


bastante vagas e imprecisas. Pues el oro y la plata no
tenían valor comercial en sociedades donde el comercio
era en especies (por trueque, pues obviamente no existía
la moneda). Los metales preciosos eran sólo admirados
por su belleza y utilizados como ornamento y
principalmente en ofrendas religiosas. De todos modos,
dichas leyendas impulsaron a don Pedro a iniciar una
exploración exhaustiva de la región. Pero esta empresa
no era sencilla. La topografía era complicada y, sobre
todo, estaban en medio de una amplia región
desconocida, bastante al sur del poblado español más
cercano. Por otra parte, el pueblo también estaba bastante
lejos de los asentamientos indígenas más cercanos. Pues
la zona en que estaba enclavada la ciudad era habitada
por tribus que, si bien habían recibido cierta influencia
incaica eran relativamente poco avanzadas y
mayormente nómades, salvo ciertos asentamientos
primitivos. Sólo era posible encontrar aldeas más
importantes y culturas más avanzadas mucho más al
norte. Mucho tiempo demandó recorrer ríspidos paisajes
que en muchos casos se negaban fuertemente a ser
doblegados. Hasta que un día, alentada por los
comentarios de un grupo de indios cazadores y
recolectores de la zona que hablaban de una bella ciudad
india al otro lado de la quebrada, una expedición al
mando de don Pedro logró encontrar un paso que con
cierta dificultad les permitió trasponer una de las paredes
verticales que a modo de cañón enmarcaba al río que
alimentaba a su ciudad. La visión que lo asaltó al
terminar de remontar la ladera fue aún más efectiva en
quitarle el aliento que el esfuerzo realizado.
Resplandeciendo en blancos perfectos que la luz del
mediodía hacía contrastar con los verdes y ocres de los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cerros y comulgando con las nieves eternas de enormes


macizos que la protegían cual centinelas de piedra,
Thapakuntur se erigía con belleza majestuosa. El grupo
quedó en silencio por unos instantes contemplando la
ciudad hasta que don Pedro agradeció a los cielos y dio la
orden de regresar. De vuelta en el poblado, Pedro llamó a
Gregorio para comunicarle su hallazgo y comenzaron a
preparar la expedición que haría el contacto. Gran
emoción embargaba a estos hombres por el paso que
estaban por dar.
La expedición partió dos días después. Un grupo con
los mejores hombres y algunos naturales marchó esa
mañana fuertemente armado tras don Pedro y Gregorio,
quien portaba una enorme cruz. Luego de un par de días
de marcha la caravana sorteó con esfuerzo el paso de la
quebrada y se aprestó a entrar al valle de la ciudad
indígena. A su vez, los puestos de avanzada de los indios
ya habían detectado el movimiento y advertido a la
ciudad. Los españoles se aproximaban con extrema
cautela cuando entonces divisaron una comitiva que
venía a su encuentro. Flameaban las banderas de los
españoles sin perturbar la calma espesa que envolvía al
momento. De todos modos, la sorpresa invadió los ojos
de don Pedro y de Gregorio cuando el rostro rosado de
Piero di Capri se dejó ver al lado de la figura prominente
del jefe indio. El encuentro resultó sumamente pacífico,
dada la característica de los naturales y la presencia de
Piero facilitó sobremanera el entendimiento entre ambos
grupos. Kunturi invitó a Pedro y a Gregorio a entrar con
él y Piero en la ciudad mientras el resto de ambos grupos
se quedó en el lugar. Los españoles aceptaron el convite
de buen grado y, a pesar de cierto recelo de algunos de
sus hombres, acompañaron a Piero y a Kunturi. Los
indios no podían evitar el asombro al contemplar a los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

españoles, a pesar de las historias contadas por Piero. El


italiano había dramatizado la cultura y costumbres
europeas en algunos de los bailes que con frecuencia
congregaban a la multitud, pero la visión de esos seres
extraños era sorprendente. Se sabe que en muchos de los
pueblos que los españoles conquistaron, la sorpresa, a
veces mezclada con apocalípticas profecías autóctonas,
fue importante en la conquista. Algunos españoles fueron
tomados por dioses. Y de por sí, gran asombro causaban
estos hombres blancos, a veces con barba, su cuerpo
cubierto de metal y de cuyas manos salía fuego mortal.
Es más, cuando los españoles venían a caballo, algunos
indios creyeron que se trataba de extraños seres
mitológicos (que hombre y caballo eran uno) que podían
dividirse en dos cuando el jinete se bajaba.
Don Pedro comunicó a Kunturi por intermedio de
Piero que su encuentro era en paz y que su interés
radicaba en examinar las montañas de la zona y en
establecer lazos de colaboración entre las ciudades.
Kunturi estuvo de acuerdo con ello y le manifestó el
espíritu pacífico de su pueblo. Ya Piero, mucho tiempo
atrás y previendo que el encuentro sería inevitable algún
día, había charlado con él sobre el particular. El indio
sabía de poderosos y enormes imperios sucumbiendo
ante los españoles, de indios cazados como bestias,
incluso con enormes perros y explotados como esclavos.
Pero también sabía, por intermedio de Piero, que Don
Pedro era un hombre de bien y de palabra. Así, con Piero
de por medio, su intención era establecer una relación
pacífica y de colaboración e intercambio con el poblado
español. Su sabiduría le decía que los españoles estaban
en el lugar para quedarse y que la fusión inteligente de
los pueblos era a largo plazo el mejor futuro posible para
la región. También sabía que la confrontación sólo podía
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

prometer a lo sumo relativamente probables éxitos a


corto plazo, pero que significaría a la larga el inevitable
exterminio de su pueblo. Es así que la relación entre
ambas comunidades fue en un principio armoniosa,
estableciendo vínculos comerciales y culturales. Kunturi
permitió, un tanto a su pesar, que los españoles
comenzaran a explotar las montañas cercanas, esas
mismas que su pueblo había horadado desde hacía
muchas generaciones en busca del brillante tributo para
los dioses. En tal sentido, los jesuitas pudieron verificar la
excelente calidad del mineral que las mismas entregaban,
principalmente en el caso de la plata, lo cual significaba
una excelente noticia para don Pedro y su ciudad. Por su
parte, Piero volvió a tomar contacto con sus viejos
amigos, quienes en principio le recriminaron su proceder
y le reprocharon el hecho de que lo habían dado por
muerto. Entonces el italiano les explicó las razones de su
desaparición. Ya para esa época Sumailla, Hastukapac e
incluso Ninan, que era bastante menor, eran niños
crecidos. Piero les comentó su enamoramiento de Killa y
su temor de que la ciudad india fuera arrasada por la
codicia de los blancos, tal como lamentablemente estaba
ocurriendo en muchos lugares del nuevo mundo y lo
cual aquí se vería favorecido por el carácter dócil y
pacífico de estos aborígenes. Les dijo que obviamente
reconocía la humanidad de los dos hermanos, tan distinta
de la de la mayoría de los viles aventureros que habían
emprendido la conquista del nuevo mundo. Es más, les
recordó que ella había sido clave para él al decidirse a
aventurarse al nuevo continente. Pero también les
recordó sus temores de que el espíritu que estos habían
conferido a su asentamiento poblacional fuera quebrado
por oscuros intereses. Y efectivamente, ya desde un poco
antes de la desaparición de Piero, el poder absoluto de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

don Pedro había comenzado a mermar. Las dificultades


económicas y las presiones políticas lo habían obligado a
otorgar grandes extensiones de tierras a diversos
encomenderos. Muchas de estas encomiendas crecieron
rápidamente, extendiendo notablemente la región de la
nueva ciudad. Su poder económico creció rápidamente
puesto que empleaban el trabajo esclavo, mayormente de
los indios nómades que cazaban los propios
encomenderos o mercenarios que se dedicaban
específicamente a dicho tráfico. Poco importaban a estos
hombres las directivas de don Pedro y los preceptos de
Gregorio. De todos modos, la evangelización y el trato
humanitario a los indios eran propiciados, al menos en
teoría, por la corona española, con lo cual don Pedro
había podido mantener hasta el momento un tanto a raya
a los excesos y la codicia desmedida de los
encomenderos. Por otra parte, la ciudad de Nueva
Esperanza era de escasa importancia comparada con
otras ciudades y regiones en poder de los españoles, tal
como lo era la ciudad Kunturwari respecto de los
grandes imperios y pueblos indígenas del norte. Y este
relativo desinterés que la región tenía para España (que
la veía más como un hito en el camino entre el rico norte
y el incipiente sur que como una región con valor
propio), ayudaba también a moderar las ambiciones y a
mantener el relativamente estable equilibrio entre
blancos e indios. Sin embargo, negros nubarrones se
cernían cada vez más sobre el futuro del mismo, dado el
poder económico que continuaban ganando las
encomiendas.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Lo inevitable

Si bien durante varios años Don Pedro logró


mantener la paz y el orden en la región, incluso varios
años luego del descubrimiento de Thapa, la evolución del
balance de fuerzas tornaba cada vez más precaria su
hegemonía. La ciudad de Thapa era vislumbrada por los
encomenderos como una tentadora oportunidad de
expandir sus riquezas: Muchísimos indios dóciles para
emplear en sus tierras (indios muchísimo más
adelantados y preparados que los del resto de la región)
y toda una enorme y rica ciudad para saquear. Es así
como no perdonaron a Don Pedro el trato amistoso y de
autonomía que permitió a Thapa y urdieron una
confabulación con otros encomenderos y personajes
poderosos de ciudades del norte. El choque era sólo
cuestión de tiempo. Ya por entonces grupos de
saqueadores y cazadores de indios asolaban de tanto en
tanto las afueras de Thapa, mientras que el éxito de Don
Pedro en reprimir estos hechos era bastante pobre. Por su
parte, el pueblo indio, aislado por centurias, era
inherentemente pacífico. Además, Kunturi sabía que una
guerra desembocaría en oscuros tormentos para su
pueblo. Enormes imperios, comparados con los cuales su
pueblo resultaba completamente insignificante en
tamaño y poderío, habían sucumbido fácilmente frente a
los españoles. La convivencia y la integración con la
ciudad de don Pedro, en quien Kunturi mantenía sus
esperanzas, tenían que seguir siendo el camino. De todos
modos, un grupo de los jóvenes más fervorosos, con
Ninan a la cabeza, comenzaron a reclamar una defensa
más enérgica. Incluso reclamaron que se emplazara a
Don Pedro para terminar con los atropellos y
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

hostilidades de los encomenderos y de los cazadores de


indios y esclavos, reclamando la cabeza de dichos
malvivientes. Enérgica fue la respuesta, sin embargo, que
tuvieron de parte de Kunturi. —Cada asesinato es una
autoflagelación. Un suicidio —le dijo en tono elevado a
su joven nieto—. Sólo un muerto asesina. Quien no se ve
a sí mismo en el otro, ni aún como leve reflejo, está
mucho más muerto aún que su víctima —agregó. Luego
le explicó que le constaba que Don Pedro era un buen
hombre, y que responder con hostilidad a la violencia era
darles la excusa perfecta a los encomenderos: —
Demasiado odio reseco hay acumulado para hacer
chispas. Recuerda que la hoguera de la guerra no
perdona a nadie.
Sin embargo, un tiempo más tarde los
acontecimientos se precipitarían hacia lo cada vez más
inevitable. Ese día Ninan realizaba una recorrida por los
campos de cultivo de las afueras de Thapa junto a un
grupo de jóvenes amigos cuando observó que se
aproximaba presuroso uno de los centinelas que
custodiaban el sector, llevando novedades del
movimiento de hombres armados. El joven Ninan, con su
acostumbrada sangre caliente, no vaciló en dirigirse al
sector indicado. Los demás lo siguieron. Los maizales
asoleaban sus verdes y amarillos en el frío aire de la
tarde, mientras que el aroma de las flores de los arbustos
silvestres adquiría una notoriedad casi solemne ante el
presagio de otro aroma seco y sin perfume que pronto
sería cotidiano para el joven: el olor de la muerte. Al
remontar una cuesta, un crudo panorama
implacablemente lastimó sus ojos: Un grupo de hombres
fuertemente armado con pistolas y arcabuces, entre los
que se contaban algunos encomenderos, derrumbaba la
puerta de la simple casa de unos indios campesinos para
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

arrastrar de los pelos a la india y a su hijo mayor, ante los


llantos de sus hermanitos menores. Ninán pudo percibir
cómo el fuego que señaló hacia el hombre de la casa
quien había atinado una defensa, precedió a un
estentóreo sonido que hirió de muerte a la tarde antes de
reaparecer en el rojo que comenzó a teñir el pecho del
hombre. Los gritos desgarradores se hicieron lanzas de
guerra igualmente agudas en las manos de los
espectadores que se precipitaron sin pensarlo sobre la
escena. El dolor intuido en los otros, resonando y
haciéndose carne en el cuerpo de Ninan, se sintió como
un dolor de parto: el guerrero había nacido.
Los españoles, abrieron fuego sobre los jóvenes,
derribando en el acto a un par de ellos, pero éstos
avanzaban como cegados, con la determinación de lo
irremediable. Al aproximarse al grupo de hombres
blancos, Ninan arrojó su lanza con tal fuerza que derribó
del mismo golpe a uno de ellos de su cabalgadura, quien
vio ahogarse su vida del mismo modo que el sordo grito
en su garganta perforada. Pocos pasos más tarde, Ninan
saltó ágilmente sobre una de las cabalgaduras,
hundiendo su cuchillo junto a la clavícula izquierda del
jinete que se desplomó en el acto. El portentoso cuerpo
de Ninan, entrenado en juegos y actividades de destreza,
parecía hecho para la guerra. Sus movimientos de
pantera en celo parecían estiletazos a un aire espesado
por olores de miedos y de muerte. El filo de su cuchillo
no superaba al que se había apoderado de su mirada,
mientras que las gruesas venas de sus musculosos brazos
se habían inflamado del mismo modo que sus pupilas. La
lucha fue encarnizada. Los españoles, muy superiores en
número y en armamento lograron finalmente abatir a los
pocos muchachos excepto por Ninan que seguía
luchando con fiereza, multiplicándose sus brazos y sus
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pasos como si el indio se dividiera en multitudes de


pumas malheridos. En cierto instante, uno de los jinetes
efectuó un disparo que encontró el costado derecho del
indio. Fue lo último que pudo hacer antes de que un
veloz semicírculo plateado desgarrara el aire y
simultáneamente aplicara su filo al hilo de su existencia
temporal. Otro de los hombres blancos se arrojó por
detrás de Ninan pero el horror de sus ojos apagándose
delató que su existencia se escapaba de él con el rojo
fluido que brotaba de su abdomen. En ese preciso
momento, tres de los hombres lograron sujetar a Ninan
por unos instantes, pero hubieran fracasado en contener
a semejante portento de indio si otro de ellos no hubiera
logrado asestar un fortísimo golpe con su arma en la
cabeza de éste, que se desplomó cayendo en oscuros
sueños.
Cuando recobró el conocimiento, Ninan se movió y
sintió un ruido metálico. Los grilletes ya le adelantaban
antes de abrir los ojos que se hallaba en un calabozo de la
prisión de Nueva Esperanza. El dolor físico no se
comparaba al que se había hundido en su alma, como si
cada mandoble realizado hubiera abierto a su vez una
herida eterna en su interior. Pues, como si una pesada
sombra se hubiera posado sobre él, Ninan yacía inmóvil,
malherido, sobre el suelo del calabozo. Una vez
desmayado, los españoles no le habían dado muerte, a
pesar de la cantidad de bajas que les había ocasionado
porque, al reconocerlo como nieto de Kunturi, creyeron
que valdría más estando vivo que muerto. Es así que lo
llevaron a Nueva Esperanza, relatando allí la cantidad de
muertes que había ocasionado, entre ellos la de Alberto
Alonso Vargas, uno de los principales encomenderos
(aquel primer hombre a quien Ninan había atravesado su
garganta con su lanza). Don Pedro no quiso encerrar al
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

indio, intuyendo las circunstancias de su captura, pero la


presión de los encomenderos y de muchos que se
aterraron con la historia del combate y con los nombres
“ilustres” de quienes habían fallecido en él hicieron que
lo decidiera. Un grupo de encomenderos, entre los que
sobresalía Hernán de Andrada, junto a algunos
funcionarios reclamaban que el incidente requería exigir
la sumisión de la ciudad india o declararles la guerra.
Argumentaban que los indios eran muy peligrosos y que
habían atacado por sorpresa. Don Pedro se opuso
enérgicamente.
—Pero de qué lado está Ud? —gritó de Andrada
golpeando con su puño en la mesa—. Del nuestro o del
lado de esos salvajes.
—Yo estoy del lado de la Verdad, de la Justicia y de
la Cruz —respondió fuertemente Don Pedro—. ¿O no
son esos los valores que hemos traído desde España?. El
indio será prisionero hasta que se aclare el incidente —
agregó.
Enterado de las malas noticias, Kunturi decidió
enviar un mensajero a la ciudad de Nueva Esperanza.
Allí se concertó una entrevista con don Pedro para
decidir el futuro de Ninan. La entrevista se haría en una
fortaleza que se había emplazado tiempo atrás en el
camino entre la ciudad de los españoles y la ciudad de
los indios, conocida como el Castillo Blanco. Allí
trasladaron a Ninan, a quien colocaron en un calabozo. El
encuentro se celebró un mediodía nublado, matizado con
pasajeros chubascos. Kunturi acudió con Piero di Capri y
con sus principales curacas y funcionarios. Los españoles
contaban a los hermanos de la Barca, funcionarios de
Nueva Esperanza, encomenderos encabezados por
Hernán de Andrada y otros representantes de la región.
En un instante, Kunturi pidió hablar a solas con Don
69
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Pedro. Los españoles accedieron y ambos se dirigieron a


una habitación.
—Tu sabes las circunstancias en que capturaron a mi
nieto —dijo el indio.
—Si —respondió el español—, Pero estoy muy
presionado. Quieren que ejecute a Ninan —agregó
circunspecto, apesadumbrado.
El indio respiró profundamente. Lo miró un rato en
silencio y replicó: —Si lo matas, te estarás matando a ti
mismo. Ustedes están aquí para quedarse. Ya no son
españoles, como nosotros dejaremos de ser sólo
Kunturwaris. Tu bien sabes que el futuro es común. La
fusión es inevitable —y agregó—: Por ello te digo que
cada vez que mates a uno de los nuestros te estarás
matando a ti mismo, estarás matando a tu futuro. Estarás
matando al padre, al abuelo, al tío de tus nietos, o de los
hijos de tus nietos.
Pedro no se imaginó entonces con cuánto dolor
comprobaría más adelante que esta frase genérica
adquiriría literalidad. Y Kunturi finalizó:
—No tardará tanto para el cetro de mando que hoy
ostentas sea empuñado por manos en que corra una parte
de sangre india. Podemos combinar lo mejor o lo peor de
nuestros pueblos. Nuestra es la responsabilidad.
—Comparto lo que dices. Pero hay descontento
generalizado y no se conformarán con menos que con el
establecimiento de un cuartel de control en Thapa. O
matarán a Ninan. Yo te respeto, Kuturi, y te admiro. Tu
tienes un poder real, genuino, sobre tu pueblo. Tienes su
respeto, su amor. Por mi parte, yo cada vez tengo poco
más que un papel firmado por alguien que está del otro
lado del mundo, tras el vasto océano —agregó Pedro—.
Mi poder es cada vez más limitado —concluyó. Justo en
el momento en que el español pronunciaba estas
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

palabras, la puerta de la habitación se abrió de un golpe y


Hernán de Andrada irrumpió al frente de un grupo de
hombres armados. Don Pedro alcanzó a sacar su arma,
hizo un disparo y se escabulló de la habitación por una
ventana, pero el viejo jefe indio fue reducido por los
desleales. En ese preciso instante, un ejército de hombres
reclutados por el grupo radical de encomenderos, aliados
con personajes influyentes de algunas ciudades del norte
(con quienes habían entretejido oscuras alianzas),
irrumpían por sorpresa en la fortaleza. La entrevista
había sido aprovechada por los confabuladores para
cortar dos cabezas de un golpe. Así, ambas fuerzas, leales
y opositoras, se trenzaron en desigual batalla. En tanto,
Piero aprovechó la ocasión para acercarse sigilosamente
al calabozo donde se encontraba Ninan y sorprender al
guardia. El golpe de puño que le asestó a éste con sus
finas manos de músico le dolió más a él que a aquél, pero
alcanzó para arrojarlo contra los barrotes del calabozo.
Entonces Ninan, aún convaleciente de las heridas
recibidas, realizó un rápido movimiento con su brazo
derecho, destrozando el cuello del sorprendido guardia.
Piero entonces, sin tiempo siquiera para horrorizarse por
lo sucedido, tomó la llave y abrió el calabozo. Ayudó
como pudo a Ninan para salir del lugar y subirse con
enorme dificultad a un caballo y escaparon ambos al
galope. En tanto, la lucha en la fortaleza fue bastante
corta, dada la diferencia de número a favor de los
conspiradores. Cuando ya era evidente que la fortaleza se
había perdido, un puñado de leales entre los que se
contaban los hermanos de la Barca, decidieron huir
escapando raudamente a caballo hacia el oeste, hacia
donde se erigía la ciudad de Thapa. Los rebeldes, con de
Andrada al frente, los persiguieron por un buen tramo,
pero debieron desistir cuando vieron que se aproximaban
71
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

a la ciudad india. De todos modos, la rebelión había


triunfado. El jefe indio era ahora un prisionero y Don
Pedro se hallaba prófugo.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

La ejecución en la montaña

A medida que los majestuosos contornos de Thapa se


agigantaban en sus pupilas casi perdidas, Piero no podía
dejar de sentir un hueco en el estómago que presagiaba
que el enorme dolor por lo ocurrido era sólo el inicio de
lo que estaba por venir. Guió a Ninan, echado como un
muerto sobre su cabalgadura, hacia la ciudad india y,
una vez allí, hacia el palacio donde Killa lo abrazó entre
sollozos. Medio inconciente y delirando de fiebre, el
indio era muy fuerte para morir, pero pasarían muchos
días antes de poder restablecerse. Por su parte, el grupo
de españoles con Don Pedro y Gregorio, que habían
tomado la misma dirección que Piero pero un tiempo
más tarde, se desviaron poco antes de la ciudad india en
dirección hacia el norte. No podían regresar a Nueva
Esperanza, pues sabían que la rebelión de de Andrada no
era algo aislado sino que contaba, además del apoyo de
los encomenderos, con el guiño de buena parte del resto
de las autoridades de Nueva Esperanza, sobornadas por
doradas promesas. Y también sabían del importante
apoyo que el encomendero había logrado en poderosos
grupos del norte, ante una manifiesta indiferencia por
parte de las autoridades peninsulares. Era evidente,
entonces, que había que reconstruir poder en las grandes
ciudades del norte o, incluso en España, antes de intentar
el regreso a Nueva Esperanza.
Para Hernán de Andrada la emboscada había sido
todo un éxito, a pesar de no haber podido matar a don
Pedro. Cuando regresaron a Nueva Esperanza, su
historia relató un artero ataque indio afortunadamente
sofocado. El trofeo de guerra que exhibían por las calles a
su arribo causaba una gran impresión. Kunturi fue
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

conducido a un calabozo y encerrado hasta que se


instituyera un juicio. Y los rebeldes no perdieron el
tiempo. Ya en control de la ciudad y con Don Pedro lejos
e impotente al menos por un tiempo, declararon la guerra
a los indios Kunturwari. Para ello, trajeron del norte un
ejército fuertemente armado. Los indios, dóciles por
naturaleza y con escasa organización militar dada su
historia de aislamiento, habían recibido un golpe casi
mortal ya el día de la emboscada. Cautivo su soberano,
su semi-Dios, quedaron prácticamente desarticulados. La
organización en una estructura vertical tan marcada en la
mayoría de los pueblos indios, ya había sido
aprovechada por los españoles para doblegar a grandes
imperios americanos como los incas: cautivo y vejado su
soberano-Dios, se desmoronaba mucho más que la
organización política de los naturales; se erosionaba casi
por completo su fe religiosa, su esperanza. No fue
extraño entonces que la ciudad de Thapa sucumbiera casi
sin mayor defensa a los pocos días.
El gobierno de de Andrada se sustentó en la fuerza y
obligó a una total sumisión a la ciudad india. Como uno
de sus primeros actos, se apresuró a llevar a cabo una
especie de juicio contra Kunturi, del cual el indio no
podía sino salir condenado a muerte. Los desgarradores
pedidos de Killa y de gran parte del pueblo indio no
hicieron vacilar a su brazo decidido a regir con firmeza el
futuro de la región. La muerte del soberano-Dios
representaba tanto un necesario debilitamiento moral del
pueblo indio como una clara advertencia para el futuro.
Es así como se eligió una forma de ejecución terrible: la
muerte en la hoguera. Era bien sabido que representaba
una costumbre para los indios de la región el conservar
los cuerpos momificados de sus soberanos muertos y
exhibirlos en los templos para las futuras generaciones
74
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

como “huacas” (huaca significaba lugar sagrado, templo,


manifestación divina). Así, la creencia indicaba que las
momias de todos los monarcas muertos formaban una
especie de sucesión histórica que ayudaba al gobierno
desde el más allá y preservaba el orden cosmológico (tal
es así que en cada decisión el líder del momento recurría
a ellos en oración por su consejo). El gobernante muerto
seguía entonces ejerciendo indirectamente su gobierno
desde el “otro mundo” y profundizaba su significación
religiosa al transformarse en huaca. Es más, los indios
Kunturwari creían que la muerte no era más que una
transición a otro nivel de vida y que el impulso vital (o
“alma”) seguía animando a la persona en ese otro
mundo, para lo cual era importante, sino esencial, que el
cuerpo terrenal (poseedor de dicha fuerza vital) no se
desintegrara por completo (así, se creía incluso que el
cuerpo conservado era una especie de “portal” que dicho
espíritu requería para, al animarlo de vez en cuando de
modo temporal, manifestarse en nuestro mundo terrenal;
cuestión tan necesaria en el caso de los soberanos
muertos quienes de tal modo lograrían mantener su
poder político de modo efectivo). Por todo ello es que era
tan importante preservar los cuerpos momificados. Era
así entonces que la destrucción del cuerpo por el fuego
que ordenaban los españoles para Kunturi era el peor
castigo posible (tanto en lo personal para Kunturi como
en lo político y religioso para el pueblo Kunturwari)3.

3
Este tipo de creencia era bastante común, con mayor o menor
fuerza, en toda la región andina. Por ejemplo, fue
particularmente muy importante para los Incas. Se dice que en el
ocaso del imperio Inca, luego de que el emperador Athualpa
fuera tomado prisionero por Pizarro en Cajamarca y que se lo
juzgara, el indio fue condenado a ser quemado vivo en la
hoguera. Entonces, el terror a perder mucho más que la vida
terrenal, a perder para siempre su “camaquen” ( el temor a perder
75
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Para llevar a cabo la ejecución se eligió una colina


contra una de las montañas sagradas. El día de la
ejecución resultó ser realmente desapacible. Un viento
que caprichosamente cambiaba de dirección y levantaba
polvaredas, arrastraba a unos oscuros nubarrones aún un
tanto dispersos. Poco antes de la hora señalada, Kuntuti
recibió la visita de Piero, Killa, Hastukapaq y Sumailla.
—No teman, mis queridos —les dijo—. Sólo estoy por
volar a otro lugar. Kuntur me espera. Y yo no los
abandonaré desde allí. Recuerden que los dioses nos
protegen —agregó. Luego besó lentamente a cada uno en
la frente con suavidad para mirarlos a los ojos por unos
instantes. Ello evidentemente dijo mucho más que sus
palabras y los ayudó a afrontar con una enorme entereza
el terrible momento. Un par de soldados llevaron
entonces a Kunturi a su destino. Ataron su cuerpo a un
gran poste que se erigía implacable sobre una enorme
pira, enmarcado contra el fondo de la montaña. A poco
de encenderse el fuego, la figura del indio contrastaba
con el resto de la escena. Al mirarlo se advertía que una
profunda paz se configuraba en cada uno de sus
músculos, en sus ojos, en sus negros cabellos entregados
sin oposición al viento. Tanto gente de Nueva Esperanza
como algunos indios se habían congregado en un amplio
semicírculo centrado en el terrible obelisco. Cuando los
ojos de cada uno de los observadores se cruzaban con la
mirada del indio, éstos sentían como que Kunturi los
estaba mirando fijamente. A los blancos ello les producía
sino un cierto temor, desconcierto. A los indios los
confortaba. Para entonces el viento se había

para siempre su fuerza vital, su “espíritu” o “alma”) hizo que


Atahualpa aceptara cualquier tipo de vejaciones, incluso el
bautismo, con tal de cambiar la hoguera por la muerte a garrote o
en la horca.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

incrementado. Ese viento que agita tanto a las partículas


de polvo como a las cargas eléctricas (entonces
desconocidas, los iones) y a los espíritus. Ese mismo
viento que irritaba los ánimos, dificultó a de Andrada la
promulgación de la sentencia y la orden de comienzo de
la ejecución. Por su parte, espesos nubarrones habían
empezado a cubrir el cielo. Y la antorcha derramó
inclemente su sentencia ígnea, su cruel mandato de fuego
sobre las ramas. De repente, al momento que el fuego
comenzó a arder y alcanzar a la figura humana, una
sombra muy negra cubrió el sol (los indios dirían luego
que esa gran nube que vieron los españoles era en
realidad un enorme cóndor). Y de pronto, el viento
pareció detenerse. En un efímero instante pero que
pareció una eternidad, la atmósfera se aquietó y una gran
tensión dominó el lugar, a medida que el aire pareció
adquirir un sutil olor enrarecido y a emitir un siseo casi
imperceptible. Los cabellos de los presentes comenzaron
a erizarse como si el cielo los convocara a una cita
ineludible. En ese instante, uno de los soldados que
portaba una bandera se le desorbitaron los ojos al
comprobar que el zumbido del aire se había trasladado a
la punta metálica o moharra y dejó caer con espanto su
estandarte. Así, todos los objetos metálicos, incluyendo
las armaduras, comenzaron a temblar en un enloquecido
zumbido (lo que los andinistas modernos conocen como
“canto del piolet”, de su pequeña pica). Entonces el
terrible presagio se materializó y el aire se quebró en
irregulares trozos cual si fuera de vidrio. Como si
millones de espejos hubieran querido reflejar la
vergüenza del momento. Y como si la ira de los Dioses se
hubiera descargado en un descomunal vómito de fuego.
El impacto de la energía eléctrica del relámpago fue
impresionante, tanto como el atronador y aterrador ruido
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que lo acompañó. Ni los indios ni los soldados pudieron


acercarse entonces a Kunturi, pues ya de por sí la caída
del rayo sobre la hoguera dispersó a la despavorida
audiencia que se sintió vulnerable y frágil como nunca
(¡tan aterradora es esa sensación de vulnerabilidad que se
tiene al vivir una tormenta eléctrica en la montaña, ese
profundo desamparo e indefensión frente a la latente
amenaza que no se sabe en qué momento y en qué lugar
se materializará en una terrorífica descarga!). Sumado a
ello sobrevino nuevamente ese viento arremolinado y
lleno de polvo que azotaba los ojos e impedía la visión, e
inmediatamente cayó una potente lluvia (cual si todo el
amargo llanto de la nación india se hubiera concentrado
en un instante), todo lo cual terminó por despoblar la
escena. Y cuando el semicírculo ya se había deshecho y
todos se alejaban del lugar, un segundo rayo de potencia
similar al anterior cayó sobre la pared vertical del cerro
que enmarcaba la ejecución. En ese instante, toda una
enorme parte de la cara vertical de la pared se desplomó
con estrépito, sepultando a la hoguera y a gran parte del
lugar.
Cuando luego de la tormenta los soldados
examinaron el lugar se encontraron que la roca del sector
donde cayó ese segundo tremendo rayo, se había
fundido. Y el lugar, aquel tétrico anfiteatro natural,
estaba irreconocible. Todo el sector de la hoguera había
desaparecido bajo toneladas y toneladas de piedra. Es así
como no se pudo hallar ningún resto de Kunturi,
probablemente sepultado muchos metros por debajo de
la desplomada pared. Por lo tanto, si bien de Andrada
había conseguido hacer desaparecer al gran jefe, su
desaparición se había transformado en un acto divino.
Pues el lugar de la ejecución se transformó en un lugar
sagrado, en un lugar donde permanecía vivo el recuerdo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sagrado del gran soberano. Pues el sitio adquirió


categoría de “huaca”, de lugar sagrado. El vocablo
indígena Illa también significaba “relámpago” y “roca,
árbol u otro objeto herido por el rayo que era
considerado sagrado”. El lugar se había convertido en
Illa, había sido “tocado por los dioses”, trastocando así el
significado de la ejecución que divinizaba aún más al
gran jefe por el llamado de los dioses. Así, bendecido por
los dioses, al espíritu del gran jefe había volado
incorrupto hacia las alturas de los cóndores desde donde
seguiría bendiciendo a su pueblo y esclareciendo las
mentes de sus líderes en sus ruegos y oraciones. Pues si
bien era innegable para los españoles que Kunturi había
muerto, para los indígenas, sin embargo, el evento no era
más que la irrefutable prueba de que su monarca había
volado completamente puro, sin ser alcanzado por la
corrupción ígnea a reunirse con el espíritu del Kuntur en
una vida más gloriosa. Y ello era algo para nada menor
en virtud de la supervivencia espiritual del pueblo indio.
Su moral y su esperanza no habían sido destruidas.
Unos días después de la ejecución de Kunturi, un
dolorido Ninan despertaba del delirio de la fiebre. Ninan
había sido llevado a uno de los templos o adoratorios
más secretos, en la cima de una montaña donde era
cuidado por un par de doncellas, puesto que se sabía que
de ser encontrado por los españoles iba a ser ejecutado.
Al despertar, notó que un dolor aún más hondo que el
del cuerpo lo aquejaba. El amante sin par había tornado
en un guerrero también titánicamente apasionado. Había
matado y sintió que ya nunca sería el mismo. Por unos
días no pronunció palabra. Y por unos días no quiso
siquiera mirar sus manos, otrora capaces de prodigar
sublimes caricias, para siempre impuras desde ahora por
la sangre derramada. Y Ninan supo que su destino había
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sido marcado, que nunca dejaría de ser un guerrero. Killa


fue a visitar a su hijo una mañana y con lágrimas en los
ojos le contó de la ejecución de Kunturi. El grito que
profirió el hombre luego al abrazar a su madre fue tan
estentóreo como el trueno que signó la ejecución de su
abuelo. Un grito que resonó como un alarido de guerra.
Un grito conciente de que habría de multiplicarse en
miles de gargantas. Un grito viril que haría temblar la
tierra andina.
El régimen que impulsaron de Andrada y los
encomenderos con su gobierno fue un régimen del terror.
Saquearon Thapa, a la que le impusieron un gobierno
estricto con un férreo control militar capaz de aplastar
cualquier atisbo de rebelión, precarizaron terriblemente
el trabajo en las minas, cerraron el convento de Gregorio
y su reducción indígena, y trasladaron cantidades
crecientes de indios desde Thapa y la reducción hacia la
esclavitud en las encomiendas, agrandando de modo
importante la zona rural.
El único obstáculo que encontró el gobierno de
Andrada tuvo nombre propio: Ninan. El indio no se iba a
conformar con el sometimiento de su pueblo. Luego de
restablecerse, Ninan decidió no volver a Thapa sino que
nucleó bajo su mando a un grupo de jóvenes fogosos que
comenzaron a llevar una vida nómada, atacando a los
españoles en los caminos. Ya convertido en un temible y
formidable guerrero, su fama no tardó en ganar dilatada
dimensión y, por tanto, adeptos de entre los indios
disconformes de toda una amplia región que se extendía
cientos de kilómetros hacia el norte. Se sabe que muchos
pueblos indígenas en la conquista fueron casi aniquilados
más que por las acciones militares, las enfermedades y
las terribles condiciones de trabajo y esclavitud en las
encomiendas y en las minas, por el desánimo moral. Ver
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

a sus soberanos destronados, a sus dioses impotentes y


ridiculizados, a sus costumbres pisoteadas y prohibidas,
a oscuras profecías de desastres cumplirse
irremediablemente, generó tal desánimo en muchos
pueblos que la tasa de natalidad se derrumbó. Muchos
indios incluso se suicidaron o se dejaron morir ante la
terrible situación. Muchas mujeres indias se arrojaron a
los abismos para seguir a sus hombres al más allá luego
de que estos fueran asesinados o muertos en combate.
Más de una fábula relata la terrible escena de aquellas
mujeres, despeñándose en un precipicio, incluso con sus
hijos atados a la espalda. Sin embargo, por lo general los
alzamientos contra los españoles no fueron importantes,
a pesar del número y de las paupérrimas condiciones de
vida de los conquistados. Ninan sabía, por lo tanto, que
su causa era una causa perdida. —Pero las causas
perdidas son las que hacen digna la lucha. Por ellas
realmente vale la pena luchar y morir —se dijo—. Allí se
ve el verdadero valor de los hombres. Allí se ve quienes
luchan por lo que es justo, por sus principios, y no sólo
por vencer.
Ambos hermanos ayudaron a su pueblo a no
sucumbir desde lo moral. Hastukapaq tomó el legado de
Kunturi, tal como éste le dio con sus últimas palabras. —
Ahora es tu turno —le había dicho entonces—. Mantén al
pueblo unido. Mantén su espíritu alimentado. Lamento
tanto las circunstancias, pero ahora tú debes convertirte
en su líder. No dejes morir la aventura del nuevo pueblo
que nace de las dos culturas. Y, si lo deseas, cuando veas
que tu trabajo esté culminado o que ya no te necesiten,
retoma el rumbo sur de Kuntur hacia un nuevo comienzo
—había añadido. En tal sentido, el tránsito de Kunturi al
más allá adquiriendo una profunda significación
religiosa ayudó mucho al pueblo a no perder la moral y
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

la fe en sus dioses. Y Hastukapaq estuvo a la altura de lo


esperado. Aún estando el pueblo sometido desde lo
político por los españoles, él continuó siendo su líder
espiritual y religioso. Los indios lo encontraban cada vez
más parecido a su abuelo. Era obvio para ellos que el
espíritu del Kuntur animaba en él. Contaron las leyendas
indias que el único lugar que no osaron saquear los
encomenderos de de Andrada fue un templo de las
afueras de la ciudad a que Hastukapaq se había retirado
por largos días a orar desde la muerte de Kunturi. Las
fábulas relataron que el grupo de soldados españoles que
descubrió el templo poco tiempo después de la ejecución
de Kunturi, ingresó ese día al mismo con un respeto
solemne. Encontraron entonces al indio sentado en el
piso en plena meditación, la atmósfera a su alrededor tan
quieta, tan viscosa que casi les impedía acercarse, un aire
de tal densidad que les era imposible respirar. Dicen que
estos hombres, espantados por el incidente, nunca
relataron lo sucedido a sus superiores y que huyeron
despavoridos sin jamás volver a acercarse al templo.
Algunos de ellos, incluso, se dice que se alejaron de
Nueva Esperanza, marchándose hacia las ciudades del
norte.
Por su parte, Ninan fue el canal que encontró el
descontento para expresarse. Su accionar, feroz,
escurridizo y letal, constituía una continua amenaza al
nuevo régimen. Con el tiempo, Ninan formó un ejército
de importancia, conformado por indios rebeldes de
distintas extracciones (de tribus de toda una amplia
región). Vivían en continuo movimiento, sin establecerse
en ningún lugar por mucho tiempo, ayudados por las
tribus de cada región. Victorioso en incontables batallas
todo a lo largo de la región andina, la conexión entre las
ciudades españolas del norte y del sur comenzó a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

tornarse más que complicada. Y su figura bravía se


convertía cada vez más en una amenaza de un
alzamiento masivo. Ello también contribuyó de forma
indirecta al fin del régimen de Hernán de Andrada.
Tanto al poderoso norte como a España comenzó a
preocupar la posibilidad de una gran rebelión en la
región. Y esto reinstaló en la escena política a Pedro de la
Barca. El pregón de este último en contra de quienes lo
habían derrocado y del nuevo y violento régimen
instaurado, era relativamente atractivo para las
autoridades políticas peninsulares (que antes habían
mirado para otro lado dados los dividendos económicos
que les generaban las encomiendas) y se sumaba al
apoyo en tal sentido que Gregorio ganaba de la Iglesia,
horrorizada ante el trato que se estaba dando
actualmente a los indios. Pero la posibilidad de que la
llama del descontento incendiara la región en una guerra
de proporciones, fue determinante para que Don Pedro
fuera enviado otra vez a Nueva Esperanza para
reordenar la situación. Así, éste marchó con un gran
ejército y derrotó a de Andrada en una batalla librada en
una valle próximo a Thapa. Ajusticiados de Andrada y
los principales cabecillas por los crímenes cometidos,
Don Pedro retomó el cetro perdido.
El retorno de Don Pedro trajo un importante alivio a
la región. Gregorio reconstruyó el convento y la misión.
Muchas encomiendas fueron cerradas y otras
regularizadas en cuanto al modo de trabajo,
restituyéndose a Thapa a los indios Kunturwari que
habían sido llevados a ellas. Y el régimen político de
Thapa varió significativamente. De todos modos, la
Corona le impidió a Don Pedro que le restituyera su
otrora autonomía. Entonces éste creó un órgano especial
para decidir sobre los asuntos indios en la Real
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Audiencia de la Gobernación de Nueva Esperanza (la


cual era un cuerpo de carácter tanto ejecutivo como
legislativo que estaba conformada principalmente con su
hijo mayor, con uno de sus más fieles funcionarios y con
Piero di Capri). Dicho órgano se constituyó en un
Consejo Asesor o Consejo de Notables presidido por
Gregorio, conformado por todos los anteriores, más
Hastukapac y otro curaca o representante de los indios,
pero era en cierto modo un instrumento para salvar las
formas a los ojos de la península. Pues la Audiencia
utilizaba en lo formal a este Consejo como órgano de
consulta, pero en la práctica era el Consejo Asesor en
pleno el que tomaba las decisiones de gobierno de la
ciudad de Thapa. Y, excepto por los impuestos y tributos
que Thapa debía pagarle a la Corona Española, la
mayoría de las mismas seguían en la práctica siendo
tomadas por Hastukapaq. Por su parte, el jesuita no sólo
reacondicionó lo destruido sino que profundizó
fuertemente su obra. Así, mandó a llamar a otros
religiosos estudiosos y eruditos de Europa y planificó un
colegio de corte universitario en el convento. Esta
institución sería la que alimentaría al consejo asesor y la
que cimentaría el futuro de la región.
Don Pedro había pedido a Hastukapaq que integrara
el Consejo de Notables, pues creía que su voz era
fundamental. Éste, sin embargo, sólo había aceptado la
oferta por un tiempo. —Estoy tranquilo porque la semilla
del futuro común que imaginó mi abuelo tiene otra
oportunidad. Pero mi misión aquí pronto estará
cumplida —le dijo. Ninan, por su parte, siguió en la
clandestinidad. Ni las ofertas de perdón por parte de Don
Pedro ni los pedidos de Hastukapaq y Killa lograron
torcer su destino de guerrero. A esta altura su figura y
sus ideales estaban comprometidos con la lucha de otros
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pueblos sometidos de la región, a quienes no podía dejar


(la figura legendaria ya había excedido completamente a
la persona, tal como sus responsabilidades habían
dominado a sus deseos). Además, no podía dejar de
olvidar la muerte de su abuelo a manos de los españoles
y consideraba que la nueva situación de Thapa, si bien
sensiblemente superior a la vivida cuando el gobierno
estaba en manos de los encomenderos, aún no era la
debida. Así, su cabeza siguió teniendo precio, tal como lo
había ofrecido tiempo atrás la Corona española. Dado el
cambio operado en la zona de Nueva Esperanza y Thapa,
su accionar por allí disminuyó y se concentró más en el
norte. En esta otra zona, su renombre de temible guerrero
y de caudillo revolucionario siguió creciendo a la luz de
innumerables batallas.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

El fin de la lucha

Con el paso de los años, si bien incontables victorias


y hazañas continuarían alimentado en Ninan una
leyenda de ribetes épicos, los tiempos se irían tornando
cada vez más difíciles para el guerrero. Llegaría un día en
que, neutralizada la posibilidad de un levantamiento
masivo de los pueblos indios por el poderío español, se
haría evidente que su causa estaba perdida. Para tal fecha
era claro que sólo su bravura había permitido mantener
la lucha viva y activa dado que su solo nombre,
temerario de por sí, causaba más temor en los pueblos
españoles que su actualmente reducida capacidad
operativa. La desunión entre los diversos pueblos indios
de la región, rivales en el pasado antes de la llegada de
los españoles, no había permitido la oposición deseada y
las frecuentes traiciones habían generado situaciones
como una emboscada que atentó contra la vida del
legendario guerrero. Delatado por un cacique que se
había vendido al opresor, los movimientos de una
expedición de patrullaje cerca de Thapa guiada por el
propio Ninan habían sido advertidos a los españoles. La
emboscada se produjo cuando los indios estaban
comenzando a atravesar un angosto desfiladero de la
región y fue devastadora. Afortunadamente, justo antes
de que llegaran los españoles, Ninan avistó un cóndor
enorme que volaba sobre ellos en círculos, ejecutando esa
danza de muerte del buitre que presagia algo terrible. La
intuición (o una sospecha familiarmente sobrenatural, tal
como luego se inclinaría a creer) hizo que diera la orden
de salir rápidamente del desfiladero, el cual se hubiera
convertido en una segura tumba para todos. De todos
modos, el grupo de indios fue masacrado por los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

españoles (los que, muy superiores en número atacaron


por el frente y por la retaguardia), dejando la mayoría
valerosamente sus vidas en el campo. Sin embargo,
Ninan y unos pocos, a fuerza de bravura, consiguieron
infringir un gran número de bajas a los españoles. Es así
como un puñado de bravíos guerreros pudo evitar la
muerte en el desfiladero y escapar. Para ello, los indios se
dividieron huyendo en varias direcciones. A pesar de que
los demás quisieron dejar la vida por su jefe cubriendo su
escape, Ninan no se los permitió y se dirigió el sólo hacia
el sur, conciente de que a los españoles les interesaba,
más que cualquier otra cosa, atraparlo a él y permitiendo
así que los demás escaparan. Los españoles persiguieron
entonces al bravío jefe que había sido herido de escasa
gravedad en el combate. Agachado su cuerpo para evitar
los disparos lejanos y fundiendo su piel y su respiración
con la de su caballo (sintiendo en su nariz guerrera esa
rara mezcla del hedor del miedo y del vigor en la bestia
equina, ese pegajoso aroma que tantas veces lo había
acompañado y que parecía estimular la secreción de
fluidos en la sangre del indio que actuaban potenciando
su valor) Ninan torció su rostro para constatar lo que
intuía: el enorme cóndor voló unos instantes sobre él,
como acompañándolo, para luego elevarse
graciosamente y esfumarse gradualmente en un punto en
las alturas del firmamento.
El reporte de los soldados diría luego que el indio
logró huir. Las, para los españoles fantasiosas y nunca
comprobables fábulas indígenas, empero, referirían un
acontecimiento mucho más fascinante, a saber: Se diría
que, rozado también por el fuego enemigo, aquél corcel
que lo acompañara en mil batallas heroicas corría ya
exhausto por la persecución. A medida que su piel
sudorosa fundía humores con el pelaje del animal, el
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

indio se alegró por sentir la fidelidad en el calor de aquél


bajo su cuerpo, en su fuerte respiración y en sus latidos.
Ninan sabía que probablemente estaba exigiéndolo más
allá de sus posibilidades, pero el camino era conocido. A
lo lejos un templo, humilde servidor del dios Sol, se
separaba del horizonte materializando cada vez más la
esperanza. Sin embargo, justo un poco antes de llegar, el
caballo no pudo seguir excediendo a su naturaleza y se
desplomó pesadamente, golpeando contra el duro suelo
de su finitud. La rodada fue fortísima. Hombre y caballo
se vieron envueltos en una maraña de músculos y
tendones cual vertiginoso ovillo. El cuerpo del indio
golpeó varias veces contra el suelo, incluso con la cabeza.
Hastukapac, que había divisado al jinete perseguido
desde hacía rato, comprobando como la primitiva hilera
de polvo adquiría cada vez más formas y facciones
conocidas, acudió al rescate. En la urgencia del momento,
no supo de dónde pudo obtener tanta fuerza como para
liberar la pierna de su hermano atrapada bajo el cuerpo
del animal. Con dificultad tomó el brazo de Ninan, quien
yacía inconsciente por el duro golpe, lo levantó apoyando
el pecho de éste contra su espalda y lo arrastró hacia el
interior del templo. Al poco tiempo llegaron los soldados
e ingresaron al edificio. Encontraron al bravo guerrero
tendido sobre el altar dentro de un gran círculo de velas,
con su hermano en pose de meditación orando a su lado.
En la claridad que envolvía a ambos indios los soldados
advirtieron una extrema pesadez, una formidable
densidad. Pues la atmósfera del lugar, aquietada hasta lo
inconcebible, parecía haber modificado el tiempo y el
espacio. Todo era tan viscoso a su alrededor como si el
tiempo se hubiera detenido. Los soldados sintieron que
sus piernas y sus manos no los obedecían. Avanzar era
desafiar a una extrema pesadez, tanta como la que
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

parecía haberse concentrado en sus armas, las que ya


imposibles de retener caían al piso como las otoñales
hojas de marzo. Ni siquiera sus mentes eran ajenas a la
solidez de la atmósfera que casi les impedía hasta pensar.
La huida fue tan irremediable como el espanto, tanto que
nunca más hablaron del asunto luego de emprender la
veloz retirada. Juraron informar que el incidente no había
ocurrido (¿cómo siquiera enunciar lo vivido?). Las
leyendas indígenas dirían sin embargo que ni bien los
soldados se retiraron, Hastukapaq abrió los ojos y los
alzó al cielo cuyo azul intenso se recortaba por el agujero
circular de la cúpula del templo, sólo viéndose
perturbado por la pequeña figura de un majestuoso
cóndor que pasaba. —Gracias, padre. Mi misión aquí ya
está cumplida —pensó Hastukapac. Tan era así que a los
pocos días el sacerdote escaló la colosal montaña sagrada
que se erguía junto al templo y nunca se volvió a saber de
él. Las crónicas españolas lo considerarían muerto, tal
vez por una avalancha. Las leyendas indias, en cambio,
dirían que el sumo sacerdote reeditaba la epopeya del
gran Kuntur, volando hacia el sur en busca de un nuevo
comienzo. Tal como en la leyenda mitológica del origen
del pueblo indio, la más bella doncella, aquella que
siempre había simpatizado con Hastukapac, también
desaparecía. De todos modos, para los españoles también
había una explicación para esto. Durante la conquista era
común el suicidio de las mujeres indias tras la muerte
(por lo general en combate) de su amor. Como ya
referido, muchas historias pintan la terrible imagen de
valerosas mujeres arrojándose al vacío en un barranco
para reunirse con su amor, fusionándose con la
divinidad.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

El círculo de Kunturi

El episodio del “vuelo” de Hastukapac, el cual


confería una circularidad divina al mito de origen del
pueblo Kunturwari, cerraba el libro de Piero di Capri. Sin
embargo, el manuscrito parecía incompleto desde lo
físico. Pues daba la sensación de que las últimas páginas
del libro hubieran sido arrancadas. De todos modos, la
historia se cerraba en Hastukapac de modo bellamente
poético. A esta altura, Ignacio apenas había podido
contener su fervor al transitar las últimas páginas del
viejo libro. Las palabras y las letras parecían haber
arrastrado a su espíritu inquieto como un río torrentoso.
Luego del relato de la recuperación de Nueva Esperanza
y un poco antes de la emboscada a Ninan y del final, el
libro refería a un extraño acontecimiento acaecido en la
cumbre de un cerro de las afueras de Thapa. Contaba
Piero que como recuerdo a Kunturi la familia se
aprestaba a realizar allí un ritual religioso. Para esta
ocasión, el prófugo Ninan se había hecho presente, por lo
cual el evento se hallaba rodeado del más hondo secreto.
Killa, Sumailla, Hastukapaq y el propio Piero
participaban también del mismo. El ritual comenzó al
encender esa noche de luna nueva (tan significativas para
el jefe-cóndor) una hoguera que representaba el eterno
fuego del espíritu de Kunturi, que continuaba animando
y calentando sus corazones. En dicha fogata asaron su
cena y calentaron sus cuerpos. Hastukapaq había
preparado un brebaje ritual cuya base principal la
constituía la chicha y el cual se solía utilizar para alcanzar
ciertos estados de arrobamiento místico y con finalidades
mágicas. Luego de beber generosas cantidades del
líquido embriagador, el pequeño grupo se dispuso en
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

forma circular alrededor del fuego, como si cada cuerpo


conformara una de las extremidades de una estrella de
cinco puntas y comenzaron a cantar y bailar en derredor.
En ese instante Piero, un tanto aturdido por los vahos
alcohólicos como el resto, miró el fuego y empezó a notar
como que una imagen se configuraba en él. Las llamas
inquietas combinaban rojos, amarillos y anaranjados con
ciertas tonalidades más azuladas en su centro y parecían
sugerir facciones de un rostro de cierta familiaridad.
Piero sintió entonces una sensación de enorme belleza,
un arrebato de amor universal cuando un par de puntos
más intensos comenzaron a acaparar su atención. Eran
como dos ojos profundos que lo miraban fijo, en una
mirada ya claramente conocida. —¡Kunturi! exclamó
para sí, para sus adentros, al momento en que detenía su
baile y sus ojos se clavaban en la escena del fuego como si
una fuerza magnética le hubiera impedido apartarlos de
ella. Era la imagen de Kunturi, pero inmensamente bella.
—Quizá es la imagen de su Kuntur eterno, del verdadero
Kunturi —pensó. Piero comprobó entonces que también
el resto detenía su paso casi simultáneamente con él y
que resultaban presos del mismo ensimismamiento, de la
misma atracción. La imagen de Kunturi parecía un
mensaje para ellos, un recordatorio de que no los había
abandonado, de que podían seguir contando con él, un
mensaje de paz y de aliento. Durante ese instante, una
frase ya antes pronunciada por Kunturi en unas de sus
charlas con Piero se apoderó hipnóticamente de la mente
del italiano. Una frase que rezaba: “Dios es austero”.
Piero no pudo precisar cuanto duró ese momento de
profundo recogimiento, de éxtasis, de enajenación. Ya
restituido a la realidad cotidiana, supo que todos habían
vivido prácticamente la misma experiencia. Que el centro
del círculo los había atrapado. Y que extrañamente,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

estando ubicados en distintas orientaciones, todos habían


notado que la imagen de Kunturi simultáneamente los
miraba directamente, fijamente a sus ojos. El grupo habló
poco del asunto, concluyó con las oraciones y las
ofrendas y volvió al templo para dormir, excepto por
Ninan que, luego de recibir los besos y llantos de los
demás, retornó a las sombras de la clandestinidad. Piero
pensó en principio que la sugestión religioso-mística y el
alcohol habían originado la fuerte experiencia vivida. Y
que el hecho de que todos vieran simultáneamente la
mirada del indio fijarse en sus ojos desde distintas
posiciones, podía haber estado influenciado por aquella
otra imagen que terriblemente se había grabado en sus
retinas el día de la ejecución, con un Kunturi
regalándoles una última mirada de paz y de consuelo
antes de ser devorado por las llamas y desaparecido por
el rayo y la pared de piedra. Pero también pensó que
quizá sí era Kunturi que volvía a presentarse para
recordarles el camino, para guiarlos y alentarlos. En lo
que tenía que ver con él, Piero recordó que sus últimas
charlas con el indio acerca de las creencias Kunturwari y
de sus experiencias con la Terra Incommensurabile,
habían quedado un tanto inconclusas. Quizá el indio le
acercaba hoy una nueva pista, una final ayuda para
afrontar aquello que aún lo perturbaba en cierto modo.
Quizá no era casual que justo esa imagen, de belleza
comparable a aquellas experiencias que todos
experimentaban con cierta frecuencia, se les presentara a
todos ellos. En una noche en que casi no pudo dormir,
Piero imaginó un símbolo en ello. Si todos accedían a un
mundo de paradisíaca belleza y bondad por medio de
disímiles experiencias, ello era como hacerlo desde
distintos lugares, desde distintas orientaciones, desde
distintos puntos del círculo. Quizá ello significaba la
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

confirmación de que las experiencias que vivían no eran


más que la misma experiencia, que los mundos a que
accedían por distintas vías eran el mismo mundo.
Recordó entonces aquella charla con Kunturi en que éste
había pronunciado esa frase que entonces lo había
fascinado, pero que no había podido entender muy bien:
“Dios es austero”. La charla había comenzado con el
modo en que el italiano se veía maravillado por la
naturaleza:
—Tanta vida, tan diversa, tan amplia, tan compleja y
tan sublime. Un mundo que funciona como una fina
pieza de relojería perfecta, de infinito detalle y
sofisticación. El universo no puede sino ser obra de una
mente absoluta. ¿Cómo vivenciar entonces a un Dios tan
complejo?, ¿cómo comprender sus mensajes, su idioma!
—había exclamado el italiano. —Yo no creo que haya
tanto por oír de él —le había respondido lacónicamente
el indio. —¿No tanto? —había exclamado sorprendido el
italiano.
—Quizá sólo alcance que comprendamos una cosa
para comprenderlo todo —replicó entonces el indio,
siempre escatimando palabras. Pues Kunturi era de los
que no le gustaba decir demasiado. Aunque luego uno
descubría que ninguna de sus escasas frases, que ninguna
de sus palabras, había sido pronunciada en vano. Cada
una encerraba una riqueza que se volvía más evidente al
evocarla. —Ya con la austeridad divina es suficiente.
¡Pero tener que soportar a un indio con tan pocas
palabras es un exceso! —había pensado sin embargo
Piero en aquel entonces—. Quizá sólo alcance que
comprendamos una cosa para comprenderlo todo, —se
repitió Piero ahora—. Una sola cosa, pero
profundamente, completamente. Quizá Kunturi tenía
razón acerca de la austeridad del lenguaje divino. Su
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

lenguaje no puede sino tener una elocuencia perfecta. Por


ello es austero en significación. Es la manifestación. La
presencia —reflexionó. Piero recordó entonces que si bien
los indios Kunturwari tenían numerosas divinidades y
deidades (el sol, la luna, el puma, el cóndor, tan relevante
para ellos), había una deidad singular pero que era todos
los dioses, que era todo lo existente. Pachanuna (“Pacha”
era mundo, universo, cosmos, y “Nuna” era espíritu,
alma) era la divinidad suprema. Pachanuna era una
incógnita. No tenía forma, casi no tenía nombre
(Pachanuna era el nombre que se le daba sólo a los
efectos de poder aludir a ello, poder enunciarlo).
Pachanuna era todo, era el espíritu que animaba todo,
que habitaba todo, era lo que configuraba a todo como
singular y a todo como conjunto, como universo. Quizás
la imagen de Kunturi en el fuego no era sino una
metáfora de cómo miramos el mundo. Quizá la “Terra
Incommensurabile” a que accedían él y su familia no era
una sugestión, ni una alucinación de algo irreal, ni un
extraño estado de arrobamiento místico, ni un hecho
mágico. Si Pachanuna y el Dios Cristiano eran formas de
aludir al aliento divino del mundo, esa Terra
Incommensurabile a que se asomaban podía ser el
mundo divino de los pares dorados de los Kunturwari o,
equivalentemente, el “reino de Dios”, el edén perfecto
que alegóricamente se había descripto desde la Biblia
hasta la Divina Comedia. Y quizá el “mundo superior”
estuviera más comprometido con nuestro mundo
terrestre, cotidiano. —Quizá la clave sea el modo de
mirar. Poder suspender la subjetividad, la soberbia que
nos separa de lo que miramos. Ser capaces de
simplemente dejar caer a lo superfluo para poder ser
sensible a lo relevante —se dijo mientras recordaba al
prisionero del Mito de la Caverna platónico. Así
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

reconoció el poder de la inocencia, de la ingenuidad: —Si


lo relevante es simple, directo, hay que tener la simpleza
suficiente como para comulgar con ello. Estos
pensamientos y sensaciones que le recordaron sus
asistencias a la Terra Incommensurabile le inundaron de
alegría el alma. Se sintió un agradecido de poder sentir el
mundo, de vivirlo. Reconoció la suprema vitalidad de
saberse un aprendiz de todo. De la hermosa movilidad
del estado de aprendizaje. Pues sintió que el aprendizaje,
el contacto, la vivencia en inocencia, era la experiencia
religiosa por antonomasia. Ello trajo a su mente a los
dioses Homéricos, que tan simpáticos siempre le habían
parecido. —Tal vez los dioses Homéricos no deberían
envidiarnos tanto la mortalidad como la inocencia, la
ingenuidad, casi la ignorancia —se dijo casi sin
ruborizarse por corregir al colosal sabio de Grecia (en un
celebrado pasaje de la Ilíada, Aquiles expresa que los
dioses, seres inmortales, envidiaban a los hombres por su
condición de mortales pues cada acto de éstos tiene la
belleza de poder ser el último, de ser en su suma
precariedad, irrepetible, único). Ante la suprema belleza
del acto de aprendizaje, del sentirse aprendiz, los dioses
Homéricos tan espiritualmente estáticos, tan incapaces de
evolución, tan inmóviles en su imperfección (a diferencia
del Dios de San Agustín, inmóvil en la perfección)
pareciéronle ahora poco más que muertos. —En el
sentido de los tan soberbios dioses Homéricos, ser es casi
tan trivial como morir sin haber aprendido a ser —se dijo
Piero—. Lo bello es ser capaces de descubrirlo, aprender
a ser, permitirnos ser (que lo divino aflore en nosotros).
Aunque cueste. Aunque duela —pensó—. Sólo la
inocencia está realmente comprometida con los tan
humanos claroscuros (esos “chiaroscuros” intrínsecos a la
naturaleza humana, incapaz de enraizar en la sombra
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

total ni en la luz completa). Pero ni la oscuridad total ni la


luz completa evidencian la maravilla, tal como los rayos
de luz sólo exponen su belleza entre las sombras. Así, la
inocencia no sólo nos ayuda a arrojar luz a nuestras
sombras. También nos recuerda la oscuridad sin la cual la
luz pura no puede ser completamente reconocida —
reflexionó asimismo. Y en el caso de la luz de la
divinidad, recordó que dicha imposibilidad de
contemplación sería intrínseca, tal como había sido tan
bellamente expuesta en la Divina Comedia (en el Paraíso,
el Dante luego de dejar la guía del gran poeta romano
Virgilio por la del alma de su amada Beatriz, muerta
hacía un tiempo, no puede mirar la purísima y cegadora
luz divina sino reflejada en los bellos ojos de su amada).
—Lo relevante es la inocencia, la humildad, la libertad, la
sensibilidad —añadió, para concluir repitiendo—:Un
Dios económico en su mensaje, en lo conceptual (como
fondo irreductible) y diverso en formas, en
manifestaciones. Y sintió que comenzaba a comprender.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Ignacio de Villamayor

Al momento de encontrar el manuscrito de Piero,


Ignacio era un niño cuya inquietud espiritual contrastaba
con su tranquilidad de comportamiento. Su inteligencia,
aguda como el filo de la mejor espada, deslumbraba ya
desde pequeño. Ya a poco de nacer había llamado la
atención el modo en que su mirada parecía fijarse en cada
objeto y en cada persona con una avidez hasta la
voracidad. Así, cuando miraba fijo, concentrado, sus ojos
daban sensación de abismo. Pero esa misma mirada,
intensa y aguda cuando se calvaba en un objeto para
desnudar su más íntima naturaleza, parecía regalar un
baño de la tibia luz del atardecer cuando se posaba
amorosamente sobre alguien. Pues sus ojos, grandes y
redondos, eran de un color claro como la miel, más que
ámbar, casi amarillos, anaranjados. Unos increíbles ojos
que recordaban la calidez de la madera y, dependiendo
de la luz, tomaban tonalidades casi naranjas o
amarillentas, como si hubieran abrevado en el
crepúsculo. Y precisamente, Ignacio había nacido un
atardecer con un haz amarillo anaranjado colándose por
una rendija de la ventana de la habitación como
celebrándolo, como relatándole la gloria de Febo
perdiéndose tras el horizonte en un cielo limpio como
una sábana. Fue sin dudas su madre, Carmen, la hija
menor de Don Pedo de la Barca y una mujer de carácter
fuerte y algo distante (a quien se adivinaba presa de una
honda tristeza), quien más marcó su carácter. Pues su
padre, Don Hernando de Villamayor, un hombre
bonachón y apacible, murió a los pocos años de que él
hubiera nacido. El enorme fervor que Ignacio mostró
desde temprano por las ciencias hizo que su madre
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pronto lo pusiera a las órdenes del padre Juan. El padre


Juan María de la Barca, o simplemente el padre Juan, era
por entonces el más joven de los sobrinos de Don Pedro y
había abrazado la orden jesuita bajo el influjo de su tío
Gregorio. Ya por entonces era un respetado teólogo y un
hombre ampliamente versado en las ciencias y las
humanidades. Don Pedro le había hecho extensivo a Juan
su anterior ruego a Gregorio: Que cuidara y guiara a
Ignacio, su nieto predilecto. Don Pedro de la Barca
siempre había manifestado un enorme interés, a pesar de
la distancia, por la crianza y educación de su nieto. Preso
de cierto remordimiento inconfesable, Don Pedro había
tomado un gran cariño por el niño y sentía por él una
enorme responsabilidad. Lamentablemente para él, pocas
veces pudo compartir un tiempo con Ignacio, pues sólo lo
hizo en los pocos viajes que pudo realizar a España.
Carmen, a pesar de los deseos de su padre, nunca quiso
volver a vivir en América, ni siquiera luego de la muerte
de su esposo. Tampoco quiso jamás volver de visita y
llevar a Ignacio.
Con el tiempo, el niño de los ojos color del sol
crepuscular se transformaría en un muchacho de
mediana estatura, cabellos de un castaño claro dorado y
manos delicadas, fascinado por los teoremas y las
ecuaciones, quien desarrollaría una inmensa y exquisita
destreza para la invención matemática. Ignacio era un
muchacho circunspecto, pero de un carácter afable,
cariñoso aún dentro de su economía de expresividad en
la relación con los demás. Pero cada vez se iría haciendo
más notable el hecho de que había algo faltante en él, un
hueco, un vacío difícil de definir. Al caminar, contaba sus
pasos para mantener la paridad, y si notaba que al llegar
a algún lado el número de pasos sería impar, acortaba o
alargaba el último para recuperar la paridad. De igual
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

modo, cuidaba de no pisar ninguna de las líneas que


separaban las baldosas del piso de la clase de su escuela,
como si al hacerlo estuviera infringiendo alguna norma.
Pues Ignacio despreciaba el desorden casi visceralmente,
desde lo moral. Sentía que lo que se apartaba del orden
perfecto atentaba contra el equilibrio del cosmos,
alejándolo de Dios. Así, resultaba cuidadoso hasta en lo
más trivial. Todo en su cuarto debía estar bien alineado
según formas geométricas y todo debía guardar la justa
proporción. Su inteligencia ya sorprendía de pequeño en
el colegio jesuita. Y no era de extrañar que ya a esa altura
el pequeño Ignacio se topara con la extrema belleza de la
matemática. Lo maravillaba el hecho de que en una
suprema austeridad de expresión (esa austeridad que
bien sabría apreciar luego Bertrand Russsell) una
ecuación, una expresión algebraica, un enunciado
matemático, fueran capaces de encerrar de manera tan
contundente tanto realidades como fenómenos o
comportamientos4. Esa contundencia expresiva, esa
belleza, lo llevó a pensar que las Matemáticas debían ser
el lenguaje de Dios (algo a lo que también contribuyó el
libro escrito por Piero y los pensamientos de Kunturi
respecto de la austeridad divina). Así llegó a imaginar a
Dios como un gran Geómetra dando formas, relaciones,
reglas y leyes a la creación. Definiendo un lenguaje, un
álgebra de la creación.
Ignacio comenzó con su formación en el colegio
jesuita en España, pero luego sus grandes habilidades
hicieron que de muy joven fuera enviado al Colegio
Mayor de Roma y a los pocos años trabajara en diversas

4
“Las matemáticas poseen no sólo la verdad, sino cierta
belleza suprema. Una belleza fría y austera como la de una
escultura“: Bertrand Russell.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Universidades europeas, logrando gran renombre. Un


acontecimiento que vivió una mañana en el colegio
jesuita lo conmocionó. Aburrido de la clase de geometría
que no agregaba para él nada de gran valor, Ignacio se
concentró en un problema que hacía un tiempo lo tenía
atrapado sobre una clase de cónicas. Mentalmente, trazó
curvas y líneas que pasaban por los demás alumnos de la
clase para materializar de ese modo la abstracción.
Asimismo, los hermosos vitrales de la enorme ventana
aportaban planos de luz para su construcción geométrica.
Su mente navegaba por un caos de líneas, curvas y
planos, por cuerpos y luces hasta que de a poco, ciertos
elementos parecieron empezar a desaparecer. Y
súbitamente, un orden subyacente asomó con la
autoridad de los rayos del sol al alba: La simpleza de un
teorema por fin doblegaba tanta obscena complejidad. El
descubrimiento maravilló al muchacho. En ese instante
nada de lo circundante parecía existir para él. La entrega
a la geometría había sido tan plena, tan total que el goce
que experimentó con el descubrimiento fue como un
renacer. La belleza del teorema, en su perfecta simpleza,
desnudo de irrelevancia, lo atrapó. E Ignacio se sintió
leve, etéreo como la luz que envolvía al lugar. Una
sensación de amor universal invadió su espíritu, al
tiempo en que el salón y las personas se le volvieron a
hacer evidentes, pero ahora por desconocidos. Seres de
enorme e increíble belleza como asistiendo a un banquete
intelectual le inspiraron una ternura más allá de lo
comprensible. Y se desconoció a sí mismo, se sintió
pleno, libre, humilde, sensible, comprometido
profundamente en la condición de amante. En ese
instante, Ignacio se acordó de Piero di Capri y de su
Terra Inconmensurabile. Pero dicho intento de
racionalización, con la consiguiente pérdida de su
100
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

anterior estado de total entrega al hecho del goce


matemático, lo retrotrajo abruptamente al mundo
conocido. —¡Me he asomado a la Terra
Incommensurabile! —pensó Ignacio—. ¡Esto era lo que
Piero y la familia del italiano habían sentido, algo tan
difícil de imaginar en su lectura hacía algunos años! —
¿Estás bien, Ignacio? Te noto un poco pálido —le
preguntó su maestro cuando vio su rostro un tanto
perdido. —Estoy muy bien …, gracias —balbuceó
Ignacio, apenas alcanzando a disimular el temblor en su
cuerpo y en su voz. Pues en dicho instante Ignacio
compartió la desolación inicial de Piero di Capri al
intentar discernir lo vivido. ¿Qué era o qué representaba
ese universo fabuloso al que había alcanzado a ingresar?
De por sí la sensación era de gran belleza, pero ¿se estaba
asomando a otro mundo, distinto del nuestro? ¿Era una
visión del Edén que esperaba a los cristianos luego de la
muerte? ¿Constituía una creación de su mente, una
fantasía, un delirio, una ilusión? ¿Se trataba de una visión
mística? Tampoco Ignacio pudo determinar entonces la
naturaleza de esa experiencia tan contundente que había
vivido. Recordó en ese momento la fábula del “par
dorado” de los Kunturwari, por la que siempre había
tenido gran simpatía. La visión había sido muy corta,
efímera, pero ya Ignacio se inclinó a pensar que la
experiencia de la Terra Incommensurabile consistía en
una visión del mundo divino. Y con el tiempo, este
pensamiento fue ganando en él más consideración.
Ignacio pensaba que el mundo divino se proyectaba en el
nuestro con la consiguiente degradación asociada
necesariamente al proceso de proyección. Y si nuestro
mundo era una proyección y si Dios había creado al
hombre a su imagen y semejanza, nuestro deambular por
este cotidiano valle de lágrimas se debía a que no éramos
101
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

capaces de reflejar adecuadamente la gloria de Dios. Los


hombres no serían entonces sino materiales groseros, en
bruto, carentes del pulido a espejo necesario, burdos
espejos tanto de nuestra propia esencia como de la
creación. Entonces, esos cortos accesos a la Terra
Incommensurabile serían momentos en que lograba
reflejar cual fiel espejo el reino de Dios. Serían instantes
en que lograba escapar de la degradada imagen que
componía a nuestro gris mundo de todos los días y se
asomaba al mundo superior. —¡Que hermoso sería poder
vivir en ese mundo divino, inconmensurable! ¡Y cuán
distinto era nuestro pobre mundo cotidiano, burda
proyección de la divinidad! —pensaba. En cierta ocasión
recordó que al leer “La ciudad de Dios”, de San Agustín,
cuánto le había llamado la atención el duro castigo que
prometía a los suicidas, a quienes ese acto de por sí los
privaba del Paraíso. Recordó que bastante tiempo le
había costado entender la magnitud del pecado que
Agustín de Hipona (Padre y Doctor de la Iglesia) veía en
ese hecho. Ahora bien, si el reino de Dios, el Edén que los
esperaba luego de la muerte era tan bello e incomparable
con nuestro mundo, no sólo habría en dicho castigo al
suicida algo intrínseco al pecado de cegar una vida
(aunque fuera la propia), el regalo que daba Dios a cada
criatura y que sólo le pertenecía a Él, sino que
evidentemente se perseguiría un fin práctico importante:
el de evitar la tentación de dejar por elección propia este
valle de sufrimientos por la dicha eterna en el Paraíso
contemplando la luz del rostro del Creador. Pero si bien
esto lo había entendido hacía mucho, de muy joven, sólo
luego de la incursión a la Terra Incommensurabile
Ignacio fue capaz de sentir cabalmente cuánta distancia
habría entre esos dos mundos: el nuestro y el divino o
superior. En fin, Ignacio se inclinaba a pensar que
102
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

nuestro mundo era una degradada proyección de la


creación, como que cada uno lo era de su esencia divina.
Entonces, los accesos a la Terra Incommensurabile serían
momentos, flashes, en que lograba vislumbrar al original
y no a la pobre imagen, tanto del mundo como de sí
mismo, al Edén y al lugar que tenía reservado para sí en
ese mundo que discurriría en una dimensión, plano o
esfera distinta de la del nuestro. Sin embargo, Ignacio
también consideraba otra alternativa diametralmente
opuesta: Que en realidad la proyección era al revés. Que
la experiencia de la Terra Incommensurabile no sería una
retro-proyección para recobrar al original, al mundo
superior. Que, en cambio, sería sólo una mera proyección
de sus expectativas, de sus deseos e ilusiones, un delirio
místico irreal. Un lugar inexistente, simple proyección de
sus ideales. Es decir, Ignacio (a cierta similitud con la
fábula de los pares dorados de los Kunturwari) comenzó
a elaborar una teoría sobre la existencia de dos mundos.
Ambas explicaciones a las experiencias de sus
incursiones a la Terra Incommensurabile la avalaban,
sólo que para una de ellas el otro mundo era real,
mientras que para la otra consistía en una mera fantasía.
Con el tiempo, Ignacio siguió experimentando accesos a
la Terra Incommensurabile cuando sin pensar demasiado
en ello se entregaba al deleite matemático, tanto en la
contemplación como en el descubrimiento. Las visiones
eran cortas, breves segundos de increíble intensidad, y se
desvanecían por completo ante cualquier intento por
comprenderlas. Pues, cual el italiano, Ignacio supo, de a
poco y casi inconscientemente, que ellas lo requerían de
un modo completo, total. Y fue aprendiendo también,
como Piero, que dichas experiencias lo enriquecían, pues
lo tornaban más libre, más humilde, más sensible, más
amante.
103
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Sin embargo, con el tiempo el joven Ignacio se fue


tornando cada vez más circunspecto. En su interior había
un hueco, una carencia difícil de explicar. Y a pesar de ser
un joven cálido y entrañable cuando permitía el trato,
habitaba en él una extraña tristeza que lo envolvía cada
vez más como una pesada sombra. Una tristeza que lo
acompañaba desde la cuna, una tristeza que había
mamado en el dejo amargo de la tibia leche de su
cariñosa pero dolida madre. Así, se fue tornando cada
vez más parco, hablando muy poco y experimentando
problemas para relacionarse con los demás, algo que se
complicaba por el hecho de que su prodigiosa
inteligencia hacía que su entorno de estudio y luego de
trabajo consistiera de gente mucho mayor que él. De tal
modo, Ignacio fue volviéndose más frío y reduccionista,
y fue perdiendo el interés por casi todo lo que no fuera la
ciencia. Al crecer, sus excursiones a la Terra
Inconmensurabile fueron haciéndose cada vez menos
frecuentes hasta desaparecer, al tiempo que sus éxitos en
la Matemática alentaban al solitario muchacho a tronarse
cada vez un ser más unidireccional.
La matemática lo llevó a Roma y luego a París, y a
visitar distintas universidades europeas. Su inmensa
creatividad y perspicacia, su apasionamiento titánico por
el saber y su obsesiva perseverancia le fueron ganando
renombre en todo el ambiente académico de una Europa
a la que iluminó con la gloria de un par de teoremas
ilustres. Pero su manía de buscar la paridad de sus pasos,
de no pisar grietas o uniones y su afán por un orden
geométrico se fueron acentuando en esta etapa de su
vida. Un irrelevante incidente menor sufrido en una
taberna parisina cuando ya había devenido en un
matemático ilustre, resultaba una metáfora sobre su
estado. En tal ocasión, con la comida enfriándose en la
104
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

mesa, el joven Ignacio no podía quitar sus ojos de un


enorme cuadro ubicado en la pared de enfrente, pues
consideraba que se hallaba torcido. Enojado, llamó al
tabernero y le pidió que lo enderezara. Para el tabernero,
sin embargo, el cuadro no estaba torcido, algo que
compartieron otros de los presentes consultados al
respecto. De todos modos, la obstinación del joven hizo
que el hombre accediera a mejorar la orientación de la
pintura. Prolongados minutos intentó que el borde del
marco coincidiera a la perfección con la línea imaginaria
que sólo el ojo del matemático parecía lograr discernir. El
incidente culminó entonces en una acalorada discusión y
en el retiro del enojado cliente. Su apetito físico podía
permanecer sin saciar, pero su hambre de orden
geométrico era inclaudicable. Esta manía por el orden
hacía que pasara largos ratos ordenando objetos en su
cuarto o en su sala de estudio pues el descubrimiento de
una insignificante imperfección crecía en su mente
perturbando su concentración. E Ignacio hacía él mismo
la limpieza de su casa, pues cierto día decidió no
contratar más sirvientas luego de echarlas una tras otra
por inútiles al no poder quitar imperceptibles manchas
de las paredes o rayones de los muebles a los que las
sirvientas no parecían ver ni aún cuando se los señalara.
Manchas que a poco de descubiertas se convertían en
océanos y rayones que trocaban en enormes grietas en la
obsesiva mente del famoso profesor.
En este estado, y en el pináculo de la gloria
académica, lo encontró el pedido de su madre de volver
unos meses a la hacienda en España. En su carta, Carmen
le hablaba del precario estado de salud de su abuelo
Pedro y de la decisión de ésta de (por fin) retornar a
América para asistir a su enfermo padre por el poco
tiempo que parecía le quedaba de vida. —Sin embargo,
105
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

tu no debes venir conmigo a América. Recuerda a tu


abuelo en la salud. Además, debes velar por el buen
funcionamiento de la hacienda… Yo sé que puede ser un
inconveniente para ti volver ahora a España, pero son
sólo unos pocos meses —le decía. Ignacio siempre había
sido obediente a su amada madre, para quien sabía haber
sido siempre casi la única razón de su vida. Es así que
arregló que lo suplieran en su cátedra. Por lo demás, su
trabajo en matemática le permitía grandes libertades, más
aún dado su inspirado genio. E Ignacio retornó a la
hacienda de su niñez en España. Pues el matemático se
había ido muy pronto del nido, realizando cortas y
esporádicas visitas a su esforzada madre, cada vez más
endurecida como hacendada. Es más, siempre había
preferido mostrarle a ésta, con escaso éxito, las distintas
ciudades de Europa en que había recalado, reeditando
sus siempre frustrados intentos de dar color a la vida de
una mujer envejecida prematuramente. Es así como
ahora, luego de varios años, Ignacio retornaba al lugar en
que había dejado olvidada a su niñez.
Por lo general, la confrontación con los recuerdos,
idealizados por el fino y meticulosos trabajo de la
nostalgia, resulta muy injusta para la realidad. Es así
como muchas veces nuestros regresos a paraísos de
antaño nos defraudan tristemente. De todos modos, la
infancia había sido por lejos la etapa más feliz en la vida
de Ignacio y este reencuentro con el pasado resultó muy
placentero para él. Comprobó allí que los recuerdos más
profundos siempre suelen estar perfumados. Pues quizá
el sentido del olfato sea el que esté más cerca de los
recuerdos, incluso más que la vista. Así como una
inesperada fragancia puede evocar una instancia del
pasado con una precisión insuperable, casi hasta
retrotraernos a ella, a Ignacio lo atraparon los aromas. No
106
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

recordaba tan bien los contornos del río como el olor a


humedad que lo envolvía, las glicinas contra los muros
de las casa le daban ganas de volver a correr en derredor
y el tibio aroma del pan de campo recién horneado no
tenía parangón ni con aquél de las más refinadas
pastelerías de París. Así, los primeros días en la estancia
resultaron muy importantes pues inocentemente le
hicieron reconocer, con bella crueldad, cuánto de color
había perdido su existencia. Y lo tornaron así más
vulnerable. En la plácida dureza de la vida pastoril
recordó cuán importante es el contacto con lo elemental.
Pues el contacto con la tierra, con el verde, revivió su
memoria por ese saber profundo que lo telúrico forja
lenta y pacientemente en el alma de un modo tan
imperceptible.

107
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Páginas amarillas

Para Ignacio, el dulce proceso de desenterrar las


fragancias de su niñez se vio, sin embargo, interrumpido
por un acontecimiento inesperado. Poco antes de viajar a
América para asistir a su moribundo padre, Carmen
había realizado la venta de unas tierras. Al comprador se
le presentaron luego unas dudas respecto de la
demarcación de unas parcelas y acudió a la hacienda de
Carmen para arreglar la situación. Entonces Ignacio
atendió al hombre y le manifestó su ignorancia al
respecto, pero le propuso que se pondría al tanto en esos
días y que le haría saber luego cuál era la situación. Con
su madre en América, Ignacio decidió buscar entre los
papeles y títulos de propiedad de ésta a fin de clarificar la
situación planteada. Es así como tan inocentemente como
cuando niño en aquel recordado altillo, una tarde
nublada y ventosa Ignacio dio con unas páginas
amarillentas, perdidas entre títulos de propiedad y
correspondencia. Las hubiera ignorado como a tantos
otros papeles de no ser por una inolvidable familiaridad
que la caligrafía le evidenció de inmediato a sus ojos. De
la irregularidad del margen izquierdo comprobó con
asombro que éstas habían sido arrancadas. Entonces, con
una mezcla de avidez y premonitorio temor, los dorados
ojos se abocaron a completar la lectura de los trazos
finales de aquella refinada pluma de Piero di Capri que
tanto había estimulado a su espíritu en la niñez. En dicho
instante, el aire de la habitación parecía haberse
espesado, compartiendo la tensión que transmitían los
músculos de las manos del matemático que, crispadas,
sostenían los papeles, volviéndose cada vez más
temblorosas con la lectura. A su vez, afuera una furia
108
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

elemental parecía compartir el estado de ánimo de


Ignacio, pues el viento soplaba con violencia contra el
fondo de un cielo plomizo oscuro, tempestuoso,
cubriendo de polvo el aire de la tarde. Cuando con
dificultad y lágrimas en los ojos hubo terminado de leer
las páginas halladas, la garganta de Ignacio estalló en un
grito de dolor sólo comparable a aquel estentóreo alarido
que el legendario guerrero profiriera al enterarse de la
muerte de Kunturi. Pues todo su ser se hizo grito, se hizo
dolor, se hizo llanto. Sintió como que una antigua
oquedad que hasta ahora lo había definido se llenaba
hasta el rebaso al trocar inconscientes presentimientos en
un dolor tan reseco y oscuro como sangre vieja. Luego de
golpear la mesa y arrojar la silla con una violencia física
inaudita en él, Ignacio se dirigió hacia su cuarto. Casi no
podía caminar por la terrible sensación que se había
apoderado por asalto de su estómago. Buscó el alcohol
hasta el desmayo para escapar de lo ineludible,
desplomándose finalmente sobre su cama en una
posición casi fetal. Luego de varias horas llenas de
febriles sueños de sangre, de odios y de geometría,
despertó agotado como si hubiera sido apaleado, su
cabeza partiéndose de dolor y nublado su entendimiento.
En uno de sus sueños que más lo perturbó había
imaginado la noche del ritual en nombre de Kunturi
donde se produjo la inquietante escena del fuego referida
por Piero, pero ahora contándose él mismo como sexto
integrante del círculo (al leer sobre ello cuando niño no
había podido dejar con cierto disgusto de contar el
número de actores que habían participado de la danza
circular de dicha escena: un número impar conformado
por Piero, Killa, Sumailla, Ninan y Hastukapaq). Luego
de un rato, ya un poco más tranquilo en lo físico pero aún
tempestuoso en lo emocional, tomó papel y comenzó a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

escribir como poseído, como si no pudiera parar de


vomitar ecuaciones. Varios días, nunca supo cuántos,
estuvo encerrado, sin salir de la habitación. No comió
durante esos días (sólo vinos y licores lo acompañaron) y
probablemente no durmió. Ignacio poseía una gran
capacidad de abstraerse del medio circundante cuando
trabajaba. Lo mismo era para él que hiciera frío o calor,
que tuviera hambre o sueño; el tiempo no existía, nada
terrenal lo apartaba del mundo de las ideas cuando algo
lo atrapaba. En pleno trabajo en matemática podía mojar
de sudor sus ropas, la silla y la mesa los días veraniegos
sin darse cuenta de ello, incluso sin molestarse a abrir la
ventana. Pero esta vez llegó al extremo, preso de un
delirio que lo enajenaba por completo. Antes de viajar a
la casa de su madre, Ignacio había estado trabajando en
un teorema sobre la geometría de las cónicas y sus
secciones que lo tenía muy entusiasmado. Inspirado por
su sueño, dibujó ahora un círculo circunscripto por un
hexágono dado por las posiciones de cada uno de los seis
personajes que danzaban en tono del fuego, de modo que
los lados del hexágono resultaban tangentes al círculo.
Luego unió los vértices opuestos del hexágono regular
para encontrar que dichos segmentos se cortaban
precisamente en un solo punto, en este caso particular el
centro del círculo, en el fuego, en Kunturi. Generalizó
entonces este hallazgo encontrando que el cruce en un
punto único se producía para cualquier clase de
polígonos (pentágono, cuadrilátero, triángulo, etcétera),
regulares o irregulares, y para cualquier cónica (círculo,
elipse, etc.). Este hecho geométrico, que luego se
conocería como Teorema Proyectivo, introducía los
rudimentos de la Geometría Proyectiva, una nueva rama
de la geometría que más tarde vería la luz en Francia.
Dicha geometría estudiaría las propiedades descriptivas
110
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

de las figuras geométricas y permitiría, por ejemplo,


determinar el conjunto de puntos en que un objeto se
proyectaría sobre un plano. En particular, Ignacio se topó
con un teorema que luego se conocería como Teorema de
Brianchon y que resultaba el teorema dual (en la
dualidad recta-punto) del teorema de Pascal, más
precisamente, el hexágono místico de Pascal5. Ya hacía
tiempo que Ignacio trabajaba en el estudio de la teoría de
las proyecciones, pero por razones filosóficas o místicas.
Como ya indicado, sus visitas a la “Terra
Incommensurabile” le habían sugerido que quizá nuestro
mundo no era sino una proyección de otro perfecto, una
proyección del absoluto, una proyección de Dios. Por lo
tanto, como toda proyección, nuestro mundo no sería
sino una imagen degradada de la perfección divina (así
como un cuerpo geométrico pierde su volumen y se
degrada en una figura al proyectarse sobre un plano en
dos dimensiones, o tal como una cónica se transforma en
otra al proyectarse sobre un plano, como un círculo en
una elipse). Pero estas disquisiciones a priori inofensivas
habían adquirido para él, en la desvariada enajenación de
este terrible instante, ribetes dramáticos desde lo
práctico. Pues su inquieta mente había extrapolado a lo
metafísico la pregunta que León Bautista Alberti había
formulado sobre la geometría: “¿Qué es lo que se
preserva en la proyección?” (en Geometría, a diferencia
de las formas que se deforman por escorzo, la topología,

5
En el caso particular del hexágono, estos teoremas
duales pueden enunciarse como: “Los seis
vértices/lados de un hexágono están sobre una cónica
si y sólo si los tres puntos/rectas comunes a los tres
pares de lados/vértices opuestos tienen una
recta/punto común”.
111
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

es decir, el número de bordes y el número y naturaleza


de las esquinas, sobrevive a la proyección). Y dicha
extrapolación del problema conllevaba posibilidades
prácticas inquietantes: Si el universo era una proyección
de Dios, una imagen del creador, se imponía como de
importancia capital descubrir cuáles eran los elementos
divinos que se preservaban o sobrevivían en nuestro
mundo. Es más, reconstruir el proceso de proyección
divina, es decir, transitar el proceso inverso, permitiría
vislumbrar al Creador. ¿Era posible que una ecuación nos
mostrara el rostro de Dios? ¿O al menos a sus manos; al
Verbo que fue en el principio? Pues ciertos elementos
divinos debían sobrevivir en nuestro mundo. Era
cuestión de encontrar los invariantes geométricos,
aquellos que sobrevivían a la proyección divina, era
cuestión de encontrar los rastros de Dios, aquellas huellas
que debió dejar en el impulso creador (hoy diríamos, sus
huellas digitales). E Ignacio pensó que ciertamente la
matemática debía ser el vehículo adecuado: Compartía la
austeridad del mensaje divino indicada por Kunturi.
Entonces la escena del fuego con la imagen perfecta de
Kunturi en su centro, le rememoró “La última cena”, de
Leonardo da Vinci, aquél fabuloso cuadro en que las
líneas de proyección salían o convergían en el rostro de
Cristo. De hecho, la pintura había sido una actividad que
había motorizado el desarrollo de la perspectiva en la
geometría, tal como lo advirtiera el propio León Bautista
Alberti, alcanzando su plenitud en Leonardo y luego en
Rafael Sanzio. A partir del círculo de Kunturi, Ignacio
concibió entonces una esfera. El círculo era para muchas
culturas un signo de Dios. El círculo, cual la eternidad, no
tiene principio ni fin. Todo punto equidista del centro y
cualquier punto en un plano sólo requiere de un centro
para definir un círculo, de modo que el centro lo
112
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sustantiva, le confiere significación, de modo que el


centro vive en cada punto del círculo, de modo que el
centro está (implícito) en todas partes. A su vez, la esfera
era su análogo en tres dimensiones. Y la esfera era el
sólido platónico perfecto que representaba a Dios. Ya
desde la antigua Grecia (por oposición a los diversos y
tan humanizados Dioses homéricos) hasta Nicolás de
Cusa (teólogo y filósofo del siglo XV considerado el
padre de la filosofía alemana) se lo había dicho: “Dios es
una esfera cuyo centro está en todas partes y su
circunferencia en ninguna” (tal como magníficamente lo
recogería Borges en “La esfera de Pascal”, afirmando que
“quizá la historia universal es la historia de la diversa
entonación de algunas metáforas”). Aún más, Nicolás de
Cusa había afirmado que Dios se “contracta” en el
universo, en cada criatura. El Dios cristiano (como
Pachanuna), ese centro que está en todas partes, está en
cada criatura pero ninguna Lo limita. Así, la realidad
última y suprema, infinita e ilimitada, ese centro ubicuo,
omnipresente, constituía el fundamento de este universo
infinito pero limitado por Él. Ignacio asoció
inmediatamente ese proceso de “contracción” Cusiano a
la proyección que degrada lo perfecto en lo imperfecto. Y
entonces, la pregunta Albertiana adquiría sentido
trascendental. Debía encontrar los invariantes
geométricos, los rastros del Gran Geómetra. Era claro en
ese instante para él que la tarea era de la Matemática.
Con ardor, ciegos sus ojos más que por la penumbra por
consumirse en el papel, dibujó un círculo y luego muchos
círculos concéntricos que llenaban el plano. Pasó a otro
plano normal al anterior y lo llenó con círculos
concéntricos, para tomar otros planos y llenar el espacio
de esferas concéntricas. Así, dibujó círculos, esferas,
planos y dimensiones, que se traducían en expresiones
113
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

algebraicas, buscando simplificar lo a esta altura


obscenamente diverso en pos de lo supremamente
singular. Pero él sabía que la tarea era en cierto modo
ciclópea, pues la reducción del número de ecuaciones
implicaba el crecimiento en el número de dimensiones a
tratar. No supo nunca cuánto tiempo estuvo secuestrado
por la tarea de revelar la íntima naturaleza geométrica de
la esfera mística. Estaría así todo lo necesario, sin ingerir
alimento alguno, sin dormir, sin apartar por un instante
su atención de dicha sublime empresa.
Los sirvientes encontraron una mañana a Ignacio
tirado en el suelo, hirviendo de fiebre, delirando, entre
una montaña de papeles nerviosamente arrugados en
bollos. Podía apreciarse la tapa de madera del escritorio y
las paredes llenas de ecuaciones y gráficos que había
realizado el matemático a partir del momento en que se
había quedado sin papel. En un hospicio para enfermos
mentales lo encontró Carmen a su retorno a España, tras
la muerte de Don Pedro. La sensación de culpa que
pareció asfixiar su alma sólo era menor en magnitud que
el amor que sentía por su hijo. Ni bien lo vio, lo abrazó y
besó con un amor que creía marchito en ella, con una
vehemencia que sólo vivía últimamente en su carácter
pero que hacía rato había emigrado de su ternura. Pues la
nieve que tempranamente se había instalado en sus
cabellos no era sino una metáfora de la frialdad que se
había apoderado de su alma. Inmediatamente llevó
consigo a su hijo a la hacienda. Una vez allí Carmen vio
las hojas que muchos años atrás había arrancado del
manuscrito de Piero di Capri en un gesto por intentar
borrar cualquier conexión de Ignacio con ese dolorosa
pasado pero sin atreverse a destruirlas. Carmen adivinó
entonces unas manos temblorosas de pasión y unos ojos
cálidos deslizarse apurados sobre ellas. Y adivinó un
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

vacío enorme llenarse de pronto de odio y de dolor. Le


costó unos instantes respirar profundamente, juntar valor
y reencontrarse con lo que infructuosamente había
querido sepultar durante tantos años. Y la lectura, difícil
por la emoción (Carmen sentía que cada palabra la hería,
o que cada palabra abría una porción de esa enorme
herida que extirpada por decreto de la memoria
cotidiana, no había podido cicatrizar nunca), la retornó a
aquella América salvaje de su juventud, muy distinta de
la moderna ciudad que acababa de visitar para
acompañar en la muerte a su padre. Pues Carmen era la
hija menor de don Pedro, nacida de su matrimonio con
su segunda esposa (la primera mujer de don Pedro había
muerto en Nueva Esperanza varios años después de la
fundación), una mestiza hermosa hija de una india y un
ingeniero inglés, a la que el conquistador conoció en
América. Si bien Carmen había nacido en la ciudad
americana, sólo había pasado los primeros años de su
niñez en América. De muy niña había viajado a España
para completar su educación como interna en un colegio
de monjas. Sólo al concluir con su educación, siendo una
joven aún casi niña, regresó con su padre. Por tal tiempo
Carmen era una joven hermosa, de cabellos claros algo
rojizos y ojos pardos grisáceos. Delgada pero no exenta
de interesantes redondeces, su carácter era fuerte y su
espíritu impetuoso. Si bien los prolongados esfuerzos de
las monjas habían logrado reposar sus ademanes,
dotándola de un refinamiento de admirar, un espíritu
algo salvaje dormía indómito en ella. No era tan extraño
entonces lo que le sucedería una tarde de otoño, a poco
de regresar a Nueva Esperanza. A pesar del descontento
de su padre, Carmen gustaba de pasear por el campo
entre las montañas con sus sirvientes. Ese otoño, Carmen
había ido a pasar unos pocos días de visita en una de las
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

haciendas de la zona rural, donde vivía una amiga. Un


mediodía fue a realizar un almuerzo en el campo con su
amiga Anita para luego sentarse bajo un árbol a leer
poesía. La amiga, que estaba un poco excedida de peso,
se había cansado por la caminata y la comida le había
dado somnolencia. En medio de la lectura de sonetos que
su mente ya no lograba interpretar, se recostó contra el
tronco del árbol y se quedó dormida. Carmen decidió
entonces que era buen momento para alejarse y
aventurarse un poco más allá, hacia aquellos lugares
peligrosos donde no la dejarían ir sin compañía de los
guardias. El salvaje espíritu de la Nueva Tierra había
contribuido a despertar la rebeldía de la muchacha,
adormecida debajo del corset de suaves ademanes y
reposados modales y costumbres que la paciencia de las
monjas había entretejido por años. Pues a Carmen la
enfadaba el excesivo cuidado que su padre tenía con ella.
Los temores del hombre la asfixiaban más que las
apretadas ropas que traía de España. Entonces, montó su
caballo y partió hacia la enorme montaña nevada que se
erigía a unos pocos kilómetros hacia el noroeste. A poco
de andar se detuvo junto a un pequeño arroyo para
contemplar el fluir del agua. Desde siempre el lento flujo
del agua y el rumor de los arroyos la habían cautivado y
cada vez que podía buscaba beber de semejante paz. Las
ramas de un enorme sauce llorón caían sobre el pasto
unos metros antes del arroyuelo a contraluz del cálido sol
otoñal vespertino, configurando una escena de enorme
belleza. Pero al apartar las ramas con sus manos, su
mirada chocó abruptamente con una figura portentosa
que se recortaba oscura contra la luz, sobresaltándola: La
espalda cobriza, triangular y musculosa de un indio de
formidable estatura, quien había llevado a abrevar a su
cabalgadura, sobresalía del agua algunos metros más
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

adelante. —No tema señorita, no le haré daño —dijo el


gigante sin siquiera darse vuelta, como si tuviera ojos en
la espalda, mientras esperaba que su caballo terminara de
beber. Ya recuperada del asombro y del sobresalto inicial,
a ella no le asustó que el indio hubiera presentido su
presencia allí atrás. Tampoco le asustó demasiado la
evidente coincidencia entre la figura del agua y la de
ciertas leyendas fabulosas que era inevitable escuchar al
llegar a Nueva Esperanza. —¿Y a quién debería temer? —
preguntó ella con osadía, sin dejar entrever que
imaginaba la respuesta. El hombre no pudo ocultar una
leve sonrisa a medida que se daba vuelta y exponía un
cuerpo de contundente masculinidad, surcado por
algunas cicatrices de guerra. —No le conviene saber —
dijo el indio—. Y sería mejor que se fuera. Este no es
lugar para una doncella como Ud. —agregó mientras sus
ojos cálidos como brasas, desnudaban a la bella figura de
la damisela.
Ninan había llegado a la región unos días atrás,
luego de haber sufrido la referida emboscada en aquél
desfiladero con su grupo de guerreros. Esas leyendas que
nunca podrán confirmarse dirían que cuando el guerrero
despertó en el templo, lo sorprendió la imagen que le
devolvían sus ojos, pues otro mundo menos familiar
esperaba lo recibiría. —Bebe un poco y descansa,
hermano —le decía una voz pausada y profunda. —
Gracias —murmuró entonces Ninan, a lo que
Hastukapaq respondió con una simple pero amplia
sonrisa. En la mañana siguiente, Hastukapaq no podía
creer la pronta recuperación del guerrero. Comieron
frugalmente y charlaron como hacía rato no lo hacían.
Tanto el guerrero como el sacerdote reconocieron que la
lucha armada no tenía ya futuro. En el sur, Thapa y
Nueva Esperanza ya habían tejido una relación bastante
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

armoniosa y comenzaban a fusionarse de modo integral,


principalmente gracias a la visión de Gregorio y Piero. En
el norte, la situación de los indios seguía siendo precaria,
pero el poderío español ya era incontrastable. —Mi tarea
también está cumplida aquí —le dijo Hastukapaq para
agregar—: Necesito escalar la montaña sagrada para oír
mejor la voz de los dioses y entregarme a sus deseos.
Ninan pidió luego a su hermano un caballo y se abrazó
con él con fuerza. —Cuídate hermano —le dijo. —Que el
espíritu de Kunturi te acompañe —le respondió este.
Ninan partió entonces sin mirar atrás. Luego de machar
un tiempo, se detuvo en un arroyo para abrevar cuando
sobrevino el encuentro con Carmen.
—Sería mejor que se fuera. Este no es lugar para una
doncella como Ud —el mensaje que recibían los oídos de
la joven contrastaba con el de la intensa mirada del indio
¡Hacía tanto que no miraba así a una mujer!
A la muchacha le impactó el modo tan total, tan
intenso en que el indio la contemplaba. Y ella era una
mujer de carácter, así que lo miró directamente a los ojos,
sosteniéndole la mirada. A Ninan, por su parte, no sólo lo
sorprendió que alguien no lo mirara con el temor o el
respeto reverencial a que estaba acostumbrado. Más lo
sorprendió volver a experimentar esa vieja sensación de
intimidad, de indefensión casi sepultada bajo la postura
del guerrero. A su vez, la atracción que le produjeron
tanto la irreverencia como esa fuerza de mujer que
adivinó en Carmen hizo que sintiera como nunca un
deseo casi irrefrenable de volver a ser “el otro” Ninan, el
amante formidable. Incluso pensó con nostalgia que
varios años atrás, cuando las circunstancias eran tan
distintas y sus amoríos incontables, no hubiera dejado
que la muchacha se retirara tan fácilmente, tal como
estaba dispuesto a hacerlo ahora (aún incluso cuando
118
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

probablemente no volviera a ver nunca más a esa mujer


que lo miraba como ninguna). Carmen, por su parte,
también sintió como un impulso imperioso (casi una
predestinación) de dirigirse hacia ese indio cuya sensual
masculinidad la atraía. Sin embargo, ella era una dama,
así que subió a su caballo, aunque aún sin apartar sus
ojos de los de Ninan, y dio una sutil orden de marcha al
animal. El caballo comenzó entonces a alejarse por una
senda paralela al arroyo, mientras la jineta seguía
distraída entre su sorpresa, sus deseos y sus modales.
Así, Carmen no pudo notar un detalle que el caballo
percibió a escasos cien metros de marcha y que
desencadenaría lo imprevisible. Ante la vista del animal
(que es más amplia en ángulo pero pobre en un angosto
sector ubicado precisamente al frente y decididamente
más difusa en formas y colores que la humana), la
claridad casi brillante de la terrosa senda se veía
abruptamente interrumpida por una gran silueta negra
como la noche que comenzó a moverse súbita y
ampulosamente. En realidad, se trataba de un enorme
cóndor que simplemente parecía estar picoteando un
trozo de carroña sobre el borde del camino y que ante la
presencia del equino se alejaba ahora de su paso agitando
con fuerza sus portentosas alas (claro que a los ojos de un
indio, en cambio, ello no podía ser sino un símbolo, un
signo muy familiar en este caso). Sin embargo, su calidad
de presa y su instinto de huida no le permitieron al
caballo de Carmen darse cuenta de que el enorme bulto
renegrido que apareció casi de la nada ante sí y que de
golpe comenzó a moverse con atropello y voluptuosidad
se trataba en realidad de un animal inofensivo para él y
corcoveó nervioso para repentinamente lanzarse en una
desesperada carrera. Por su parte, y ante la extemporánea
y violenta reacción de su corcel, el rostro de la joven se
119
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

transformó por completo por obra del miedo, mientras


que sus gritos eran completamente vanos ante el furor
del animal desbocado. Ninan advirtió inmediatamente lo
ocurrido y, como un rayo, subió de un salto a su caballo y
emprendió una rápida carrera hacia el caballo de la joven
para, luego de unos instantes, lograr aparearlo. Tomó con
una mano la rienda para hacer que la bestia comenzara a
describir un amplio círculo en busca de sosiego, pero fue
en vano ante el estado del animal desbocado. Entonces
Ninan saltó arrojándose sobre él con la agilidad de un
puma, aterrizando sobre su lomo por delante de la joven.
Ésta instintivamente se abrazó con fuerza a la cobriza y
musculosa espalda del indio, quien tomó a la
enloquecida bestia por el cuello, con fuerza pero con
cuidado para forzarlo de a poco a girar, al punto en que
apoyaba su rostro contra el animal y comenzaba a decirle
unas palabras y a acariciarlo dulcemente. De tal modo,
luego de un cierto lapso el aterrorizado animal se había
finalmente apaciguado. Ya con el caballo detenido, la
muchacha se quedó unos instantes recuperando su
respiración abrazada al indio. Temblaba de miedo y su
respiración y sus latidos estaban agitados. También la
respiración y las pulsaciones del indio estaban aceleradas
por la carrera de rescate. Ninan giró entonces y abrazó a
la muchacha cuyo miedo se desvanecía en sus viriles
brazos. Pero los latidos y la respiración honda y
entrecortada no se aplacaban en ninguno de los dos. Así,
abrazados sobre el caballo, fue inevitable que las
palpitaciones producto del riesgo y la acción se
confundieran con las de la pasión. Y de un vértigo se
pasó al otro. Ninan miró entonces a los ojos de la joven
leyendo lo que ya a esta altura le resultaba evidente y la
besó con un ímpetu no exento de suavidad y dulzura.
Carmen, tan niña pero tan mujer, le correspondió con
120
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

similar pasión. Ninan sintió entonces que hay cosas que


se recobran de inmediato. ¡Tanto hacía que el guerrero
había usurpado el trono del amante! Él, que tantas
mujeres había amado, casi deja caer las lágrimas al volver
a sentir el perfume de una mujer en sus brazos (exquisito
aroma tan olvidado tras el olor de la sangre y la pólvora).
Ambos se entregaron entonces a un frenesí de besos y
caricias, rodando por los suelos en una danza de ternura
a medida que las ropas se abrían a la pasión. Tras ellos, la
anaranjada luz crepuscular jugaba a descomponerse en
mil haces al atravesar los sauces y al explotar en los
irregulares espejos del arroyo. Y Ninan amó a la
muchacha, como tantas veces lo había hecho antes con
tantas mujeres. Hasta que en cierto instante su piel se
erizó al descubrir que, a pesar del tiempo transcurrido
sin amor, las puertas de la Terra Incommensurabile se
abrían nuevamente ante sí. Pues hacía muchos años que
Ninan no experimentaba esa sensación de
inconmensurabilidad. Y luego de la gloriosa ascensión
hacia ese momento único y singular de trascendencia, de
fusión, a Ninan le sucedió esta vez algo aún más
increíble. Pues nunca dicha experiencia, tan
increíblemente bella y plena de por sí, había sido
trascendente en el sentido en que ahora lo era. Pues
Ninan sintió que esta vez su extrema caricia tenía una
cualidad completamente distinta: Intuyó en ella un fresco
aliento a futuro, un destino de vida. El experimentado
amante se sintió entonces el más inexperto de los
hombres. Sintió que amaba, en cierto modo, por primera
vez. Las lágrimas que ahora sí se desbarrancaban en
torrente por el rostro del indio denunciaban una extrema
fragilidad: el temible guerrero parecía ahora un niño
indefenso. —¡Yo también lo vi, amor. Yo también lo vi! —
le susurró Carmen al oído también entre llantos. Pues
121
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Ninan sintió la concepción de su hijo. Lo vio. Lo intuyó


en la luz naranja del atardecer que cómplice bañaba a la
pareja en el momento de dejar de ser dos para ser uno; y
esta vez ser tres. Ninan intuyó los ojos luminosos, casi
naranja de Ignacio.
Esa noche Carmen abrigó sus sueños con calor de
hombre y con luz de estrellas. Ninan tardó un poco más
en conciliar el sueño pues no podía dejar de pensar en
cierta (casi inequívoca) similitud entre la figura del
cóndor que asustara al caballo de Carmen (cuyo tamaño
mucho mayor al típico pudo notar al verlo volar desde
lejos) y la de aquel ave de la emboscada en el desfiladero.
Y ya dormido, sus sueños se vieron bellamente poblados
por la figura de aquél gran jefe indio y maravilloso
abuelo. Al día siguiente Ninan abrió los ojos sintiendo
esa tibieza de mujer, inconfundible e inolvidable a pesar
del tiempo. El hombre agradeció a los dioses por algo
que ya creyó no volvería a sentir. Y esa mañana se sintió
tan distinto. Volvió a ser un muchacho, casi un niño.
Volvió a sentirse amante, condición tan incontrastable
que el guerrero se esfumó de él con naturalidad. Ninan se
volvió a permitir reír, se permitió volver a jugar. Y
Carmen amó a ese muchacho que sólo ella había visto
antes, aún acurrucado bajo la temible apariencia del
guerrero. Nuevamente se amaron con pasión hasta
terminar exhaustos en un suave abrazo. Cuando, luego,
la muchacha se puso a jugar a contar las innumerables
cicatrices que surcaban la espalda, torso y miembros del
esbelto cuerpo cobrizo, el indio le contó: —Esas cicatrices
nunca me dolieron realmente —para añadir—: Las únicas
que nunca dejarán de dolerme son las del alma. Las
cicatrices que abrieron los incontables brazos y cuellos
que corté, los pechos que atravesé, los sueños que mutilé.
Ellas permanecen abiertas en mí. Ellas me recuerdan la
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

verdad de las palabras de mi abuelo, Kunturi, pues me


han ido matando —y finalizó—: Pues hasta ayer yo era
casi un ser sin alma, un muerto en vida. Recién ahora,
gracias a ti, vuelvo a sentirme vivo. La pareja almorzó
junto al arroyo y decidió volver hacia Nueva Esperanza.
La impulsiva muchacha deseba quedarse con Ninan pero
éste sabía que ello no era posible por ahora. —Al menos
deja la guerra, le suplicó ella. No soportaría que te
mataran —le pidió Carmen. —La lucha está
prácticamente acabada. Ya hemos sido derrotados. Pero
aún no podremos estar juntos —le respondió Ninan.
Quizá el tiempo, Piero y Gregorio ayudarían a su futuro
en común, pero ello no sería posible por ahora. Como a
esta altura el padre de su amiga habría enviado un
emisario a avisar a don Pedro de la desaparición de
Carmen, Ninan convenció a la muchacha que debía
regresar. —Yo puedo volver sola. Es muy riesgoso para
ti. Podrían verte los soldados —le dijo Carmen, pero el
indio insistió en acompañarla. Al aproximarse a la
hacienda de don Pedro, la cual se ubicaba en las afueras
de la ciudad de Nueva Esperanza, detuvieron la marcha
y se besaron. Ninan se quedó detrás de un peñón que
insinuaba las primeras estribaciones de los cerros a corta
distancia de la casa, observando el retorno de la
muchacha. Se sentía tan liviano, como si se hubiera
quitado un pesado traje que las circunstancias le habían
impuesto desde hacía tiempo, como si hubiera renacido
dejando a sus pies un pesado capullo indeseable. Como si
una extrema pesadez de sangre, horror y muerte se
hubiera aliviado por completo. Al ver alejarse a su
amada, se sintió pleno, acabado. Un cierto aliento a
futuro lo había liberado de la esclavitud del tiempo. De
sus manos, tantas veces temidas por otros y aborrecidas
por él ante los actos que habían estado condenadas a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cometer, parecían brotar hierbas y flores así como su


pecho parecía estallar en pájaros. Todo tenía ahora más
sentido y color. Ninán se sabía ahora más hermano de los
árboles, de los pájaros, de sus propias manos. Cerró los
ojos y fue como que se zambullía en una luz crepuscular.
Una calidez amarilla se apoderó de su cuerpo y una
suave y dulce sonrisa se instaló en su rostro. Ninan sintió
un éxtasis al que hasta ahora sólo se había asomado al
momento de amar y que lo llevaba a aquella ingente
Terra Inconmensurabile. Tal era la sensación de tibieza
que lo embargaba que casi no sintió el helado y filoso
llamado de la muerte (a fin de cuentas, ya la había
trascendido). La voraz lanza del soldado, que
aprovechando su distracción (impensable en otras
circunstancias) se hundía en su espalda, no fue siquiera
capaz de quitarle la sonrisa. Ninan murió casi en el acto,
sonriendo, con los ojos llenos de felicidad. Cuando
Carmen se dio vuelta y vio lo sucedido, gritó desgarrada,
rompiendo en llanto. Corrió hacia el cuerpo de su amado
muerto, lo besó, lo abrazó y cerró los ojos aún bellos y
radiantes de alegría, humedeciéndolos con sus lágrimas.
Por su parte, sus gritos alertaron a su padre, quien al salir
de la casa y contemplar la escena sintió espanto al
recordar un viejo presagio.
Carmen no habló más con su padre por varios días.
Una tristeza abismal pareció ahogar su ser, que se
endureció con la rigidez cadavérica de sus emociones
muertas. Sólo luego de un tiempo, cuando pudo
corroborar su embarazo, le contó a su padre lo sucedido.
Este sintió entonces un dolor profundo al evocar el
diálogo con Kunturi en el Castillo Blanco. El ya sabía que
la frase “cada vez que mates a uno de los nuestros estarás
matando a tu futuro. Estarás matando al padre, al abuelo,
al tío de tus nietos, o de los hijos de tus nietos” poseía
124
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

una gran veracidad. Pero nunca esperó la literalidad que


amargamente ahora encarnaba. Por su parte, Carmen
sentía que no había nada más para ella en América. Todo
allí había perecido. Esa parte del mundo se había
extinguido junto con su reflejo en los ojos de su amado al
momento de cerrarlos con sus besos. No le importó
tampoco saber cuánto su padre lamentaba lo ocurrido.
Por ello, aceptó sin decir nada el deseo de éste de
retornarla a España para “salvar su complicada
situación” y casarla con don Hernando de Villamayor.
Don Hernando pertenecía a la nobleza y era un amigo de
don Pedro mucho mayor que ella que siempre se había
mostrado interesado en la muchacha. El hombre era
bonachón y afable y no dudaría en simular que el hijo
que esperaba la muchacha era propio. A ella le pareció
bien; casi le daba lo mismo. Quería preservar a su hijo de
un pasado con tanto horror y odio, así que regresar a
España era una buena opción. Ignacio, como lo llamaría,
jamás sabría nada de América. Su verdadero padre
viviría en él, pero él le diría “padre” a este gentil hombre
español. Estaba decidida a evitarle tanto dolor como el
que ella sentía. Sólo el corazón endurecido de la mujer se
apiadó de Piero di Capri unos años más tarde cuando
supo que éste estaba muy enfermo y le confesó lo
sucedido por intermedio de una carta a Gregorio. Ello
significó para Piero y Killa una gran alegría que mitigó
en parte su tristeza por la muerte de Ninan. Es así como
ambos viajaron a España para conocerlo cuando Ignacio
era un niño. Lloraron dulces lágrimas al reconocer rasgos
de Ninan en el rostro y, sobre todo, en los ojos del niño.
Piero entonces obsequió a Carmen su amado libro “Terra
Incommesurabile”. El italiano había entonces retomado
su escritura, concluyendo el libro con la muerte de Ninan
y la concepción de Ignacio, el nieto que le había devuelto
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

la esperanza. —Gracias Carmen. Puedo morir en paz.


Ignacio es nuestro futuro. Quisiera dejarles esto, que es lo
mejor de mí, mi herencia espiritual —le había dicho el
italiano. Killa y Piero embarcaron entonces pero sólo
Killa regresó a Thapa. El largo viaje fue demasiado para
el enfermo italiano que, de todos modos, dejó el mundo
con alegría y en esperanza. Carmen decidió entonces
guardar el libro para cuando Ignacio fuera más grande
(aunque éste aún siendo un niño luego lo encontraría en
el altillo), no sin antes arrancar de él toda referencia a su
origen. Esas páginas amarillas, arrugadas y alguna vez
humedecidas por lágrimas de madre que Ignacio había
encontrado en un cofre entre los títulos de propiedad de
sus tierras.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Una nueva vida

Lo primero que hizo Carmen ni bien vio a su hijo en


el hospicio fue llevárselo de regreso a la hacienda. —Si se
queda aquí lo van a volver realmente loco —le dijo a uno
de los médicos. El consentimiento del médico de la
familia, quien le dispensaría una atención cuidadosa, fue
suficiente para ello. La abnegada madre daría su vida por
cuidar y restablecer a su hijo. Sin embargo, no sabía
cuánto bien le haría a ella tener de nuevo a su hijo. Al
atenderlo día tras día con dulce amor fue recobrando la
memoria de vivir y su espíritu comenzó a reverdecer
como una planta casi seca en la temporada de lluvias. Y,
por su parte, Ignacio experimentó una pronta
recuperación del colapso sufrido. Ello se debió mucho
más que a la atención médica, a los cuidados y al amor de
Carmen y del padre Juan. El jesuita había acudido de
inmediato tras el llamado de Carmen. Por ese entonces,
estaba a cargo de la misión de Nueva Esperanza y
formaba parte de la Real Audiencia de Nueva Esperanza,
el principal órgano de gobierno de la ciudad. Pero su
afecto por Ignacio, sumado al recuerdo de los pedidos de
don Pedro, hizo que no dudara en viajar a España de
inmediato. Don Pedro le había transmitido hacía años el
pedido ya hecho a Gregorio de que ayudara a Ignacio en
todo lo que fuera menester y, de ser posible, que lo
preparara para ocupar un puesto relevante en el gobierno
de Nueva Esperanza. Don Pedro siempre se ilusionó con
Ignacio convirtiéndose en gobernante de la región, sueño
que creía lograría restituir en parte lo que se le había
quitado al pueblo indio. Desde ya, Carmen siempre se
opuso a esas ideas. Además, los intereses académicos que
pronto habían despertado en Ignacio, sumados a su total
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

desinterés por los asuntos políticos, hicieron que el


muchacho tomara otro rumbo muy distinto al soñado por
su abuelo, algo que este aceptó con un dejo de amargura
desde el día que Ignacio le confesara al padre Juan su
deseo de no estudiar Leyes sino Matemáticas. De todos
modos, don Pedro le había vuelto a reiterar entonces su
pedido: —Te ruego que junto a Gregorio me ayuden a
redimir mi pecado. Yo he sido directa o indirectamente
responsable de la muerte de su padre. Confío en ti para
que le sirvas de guía en su vida y así se convierta en el
gran hombre que está llamado a ser, cualquiera sea el
camino que tome —le había rogado. Pues el cariño de
don Pedro por el muchacho era genuino, más allá de sus
sentimientos de culpa. Es así que cuando supo de sus
éxitos en las ciencias, más allá de que ello lo alejaba de
sus primitivos planes, el orgullo que manifestó el
conquistador por su nieto fue sólo comparable al de
Carmen.
De tal modo, los cuidados de Carmen y el padre Juan
hicieron que Ignacio pronto se librara de sueños atroces y
dejara de maldecir teoremas y ecuaciones para recobrar
el contacto con la realidad. Y la vida pastoril le sentó muy
bien. Tal como había comenzado a sentir a su vuelta a la
hacienda, el goce de los placeres primarios, tan
menoscabados precedentemente por él ante los placeres
intelectuales, lo ayudaron mucho. La sensación de tibieza
del sol en la piel (para un rostro que ya sólo conocía las
sombras de las bibliotecas), la energía del viento en el
cuerpo, los aromas y los gustos, los abrazos de una
madre que estaba recordando como acariciar. Así Ignacio
descubrió más sabor en el agua del río que en el más
delicado de los licores conocidos, así como el pan, los
quesos y fiambres y la sopa campesina le ofrecían aromas
y sabores más profundos que los manjares parisinos.
128
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Como cuando era niño, volvió a apresurarse a morder la


crocancia de la corteza del pan recién horneado y a
entibiar sus manos con trozos que guardaría en sus
bolsillos por el mero hecho de la alegría que sentiría
mucho más tarde al descubrirlos imprevistamente y
saborearlos en medio del campo. Y también como
entonces, volvió a caminar con los ojos cerrados para
sentir (casi paladear) el viento, los árboles, el pasto. Y a
detenerse en la orilla del río para remojar y refrescar sus
pies, y su alma, por dilatados instantes. No se molestó en
teorizar sobre el modo tan imperceptible y contundente
en que lo telúrico se asimila (como si se absorbiera por la
piel) cual el alimento que recibe una planta hundiendo
sus raíces en la tierra. Así, a fuerza de soles y sentires,
Ignacio fue escapándole a las sombras de la insanía. Y sus
ojos, esos inolvidables ojos color crepúsculo, esos ojos
amarillo anaranjados, recuperaron su anterior tibieza, del
mismo modo que su alma. En poco tiempo en la estancia
junto a su madre y al padre Juan, el episodio de locura
vivido dejó de ser sino un recuerdo para Ignacio. De
todos modos, tardó en hablar con su madre sobre el
asunto. Hasta que un día Carmen no aguantó más evadir
el tema y habló con él, pidiéndole perdón. —Perdóname,
hijo. Intentando preservarte del horror de tan triste
pasado, te he hecho más daño aún —le balbuceó entre
llantos. Pero no hubo reproches de Ignacio, quien bien
sabía que su madre vivía sólo por y para él. Es más,
nunca mejor que ahora comprendía cómo su madre había
renunciado a su propia vida en pos de la suya. —Pobre
mujer, prácticamente murió ese día junto a Ninan —
pensó Ignacio. Además, Ignacio siempre pensó que, aún
cuando la mayoría sólo juzga los actos, los resultados de
los hechos humanos son por lo general impredecibles.
Por tanto, consideraba que lo que importa siempre son
129
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

las intenciones. Y sabía que su madre era incapaz de


hacer nada que no creyese fervientemente que fuera lo
mejor para su amado hijo. Ignacio le hizo saber esto a
Carmen y le dijo que él no tenía nada que perdonar sino
siempre tanto por agradecerle. Así ambos lloraron juntos
y hablaron sobre América. Pasó un tiempo, sin embargo,
para que Ignacio relatara al padre Juan los pormenores
del evento que había trastornado temporalmente su
mente. Entonces le contó de sus sueños de sangre y
geometría y de su empecinamiento por descubrir el
rostro del Gran Geómetra. —El precio de la soberbia
puede ser insoportable, querido Ignacio —le dijo
solemnemente el sacerdote luego de escucharlo. Y
agregó—: Dentro de mis humildes posibilidades, el
colosal esfuerzo matemático que me has descripto me
parece impresionante; y la ciencia bellísima. La idea de la
Geometría Divina es realmente interesante y considero
que la Matemática no es necesariamente inferior a la
Oración para llegar a Dios. Pero el problema no es de
modos sino de fines. El problema es intentar
comprenderlo. En Matemática, preguntar es esencial. Tu
bien sabes que formular la pregunta correcta es el umbral
necesario para la resolución de un problema. Pero aquí es
diferente. La pregunta implica soberbia. Implica un
intento por comprender, por situarse a Su altura. No
podemos comprender a Dios. Pues está más allá de
nosotros. Y justamente Él se manifiesta cuando dejas de
preguntar. Sólo lo hace en la humildad. Además, ¿por
qué intentar comprender el misterio, lo inasequible? ¿Por
qué obstinarse en comprenderlo en vez de perfeccionarse
para ser capaz de sentirlo? Si El es supremamente
evidente. El habita en todo. Y no pide tanto de nosotros.
Sólo que aprendamos a mirarlo. Pues la sabiduría es
menos pretenciosa que lo que solemos suponer: Sólo
130
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

consiste en volvernos capaces de sentir su gloria —


concluyó el cura. Ignacio asintió. Ya era a esa altura
consciente del camino extremadamente reduccionista que
había transitado intentando intelectualizar lo inasible. —
Sabes Juan, que a pesar de todo, durante esa terrible
experiencia sentí como que, después de tantos años
infructuosos, estuve a punto de comprender la naturaleza
de la Terra Incommensurabile, cuestión que aún me
desconcierta sobremanera —le dijo. —Todavía recuerdo
vivamente las hermosas imágenes que me contaras hace
tantos años de tus incursiones por esa Terra
Incommensurabile —respondió éste—. Pero como antes,
no puedo ayudarte al respecto. No he tenido la dicha de
observarla, tal como te sucede a ti. No se a qué atribuirla.
Sólo se que no puede estar huérfana del Señor —agregó.
Si bien la vida campestre había resultado un bálsamo
para él, quien ya a esta altura no sólo se había repuesto
de aquel oscuro evento sino que se sentía más vivo y
pleno que nunca, Ignacio era un animal urbano. Por lo
tanto, luego de asegurarle a su madre que estaría muy
bien, retornó a Francia. Pero Ignacio sabía que su estancia
en tierras galas no sería prolongada. La enigmática tierra
americana estaba evidentemente en su futuro, una tierra
que creía lo ayudaría a completar sus vacíos, a
reencontrar parte de su origen y su esencia. No le
importaba ya a esta altura dejar su carrera de
matemático, por la que antes había sacrificado tantas
cosas. Pero Ignacio no se sentía aún preparado para ir a
América. El colapso sufrido lo llevó a reflexionar sobre su
vida. Sólo, sin amigos ni mujer (sus problemas para
relacionarse se habían agudizado en estos últimos años),
reconoció que estaba llevando una vida gris, a no ser por
la Matemática. Es cierto que las grandes obras son de los
grandes obsesivos, pero había toda una dimensión de la
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

existencia que había sacrificado. ¿Dónde había quedado


el niño sensible, soñador, interesado tanto en las ciencias
como en las artes y la filosofía? Se había olvidado de
sentir, de mirar el mundo, de amar. No le extrañaba
entonces haber estado tantos años sin vivir la experiencia
de la Terra Incommensurabile. Era obvio que esa vida
unidireccional resultaba incompatible con la felicidad. De
tal modo, sentía ahora que la vida no tenía que ser tan
rigurosa, tan ordenada, tan formal e idealizada. No era
malo arriesgarse, dar oportunidad a los impulsos e
intuiciones, saborear los placeres más pedestres. Es así
como Ignacio volvió a París y se entregó por unos meses
a una vida más bohemia, mezclándose con artistas,
pensadores y charlatanes. A ello lo ayudó su viejo amigo
Fabrizio Lo Vecchio, un compañero del Colegio de Roma
devenido en poeta al que hacía años que no veía. Fabrizio
era un espíritu romántico incorregible que había
encontrado su salsa en la bohemia parisina. Al
encontrarse casualmente con Fabrizio, el cambio de
Ignacio se tornó más radical. Pues Fabrizio lo rescató de
la ópera y las charlas literarias pomposas hacia las noches
de cafés y de jolgorio. Es así como los amigos
comenzaron a frecuentar antros de dudosa reputación
pero innegable colorido. Filósofos, músicos, pintores,
ingenieros, eruditos, magos, charlatanes y prostitutas se
mezclaban en interesante cóctel. Sorprendió a Ignacio la
inesperada profundidad y pasión de ciertas charlas que
se encendían allí entre trasnochadas copas. Ello lo ayudó
también a relativizar el valor intrínseco de lugares y
personas. Nunca había imaginado antes que amistades
nacidas de compartir cuestiones supuestamente tan
frívolas pudieran calar tan hondo en el alma. Y allí vio a
algunos truhanes comportarse con un sentido del honor
y la hermandad como no recordaba en los “grandes
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

señores”. Vio como ciertas vulgares mujerzuelas


corrompían su carne con la ilusión de mantener virgen el
espíritu. Vio tanta belleza entremezclada con el barro,
confundiéndose con la mugre, que aprendió a relativizar
prejuicios. —Me he equivocado mucho antes al juzgar —
pensó entonces. Y recordó como Piero di Capri—: Ciertos
grises nos permiten mirar directo a la luz, la que de otro
modo podría resultar cegadora; nos acostumbran a ella
con tibieza. De tal modo, la rigidez y solemnidad que se
había apoderado de su espíritu en los últimos años se fue
relajando con la vida más ligera y desahogada. Una vida
de placeres que tiempo atrás hubiera calificado más que
de frívola, como licenciosa. Los amigos de bares y las
damiselas de fácil generosidad lo ayudaron a superar sus
problemas de relación. —No tiene por qué ser todo tan
solemne —pensaba ahora—. No está nada mal paladear
un poco los placeres y alegrías de la vida. Tampoco las
relaciones ligeras o efímeras le parecían ahora un
problema. Una mirada ocasional , unos instantes
compartidos, pueden valer más que una vida. ¡Quién
puede arrogarse legislar sobre qué es eterno y qué es
fugaz! —tal como rezaba una de las máximas de su
amigo Fabrizio.
Una noche, en un bar de mala muerte, que también
hacía las veces de burdel, había unos músicos tocando.
Estos músicos eran realmente muy malos, tal como
Ignacio se lo hizo saber al grupo de amigos de copas
entre los que se encontraba Fabrizio. Evidentemente,
Ignacio había heredado el talento musical de su abuelo
Piero y de muy joven se había convertido en un
ejecutante de violín de gran precisión. Pero él nunca se
interesó en convertirse en un músico. Siempre prensó que
tocaba más como matemático que como músico, pues
consideraba que sus ejecuciones eran frías a pesar de su
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

precisión técnica. Así, al enterarse de que sabía tocar el


violín, sus amigos, en especial un alcoholizado Fabrizio y
la mujerzuela que tenía éste sobre sus rodillas, le
insistieron que tocara algo luego de pedirle el
instrumento a uno de los músicos. Ignacio no tuvo más
remedio que asentir, aún a regañadientes, y pronto un
irregular círculo de informales oyentes se cerró en torno a
él, excepto por Fabricio y su mujerzuela, que se
levantaron para comenzar a bailar torpemente (de modo
casi burlesco, ya fuera por el alcohol o deliberadamente).
Hacía años que no tocaba el violín. Sin embargo, al
primer contacto con las cuerdas lo sintió como una
caricia. Quizá ese largo tiempo sin tocar lo ayudó a que
no se preocupara tanto en buscar la perfección de sus
movimientos. Al principio la ejecución le trajo placer,
alegría. —¿Qué hace el gran matemático aquí, tocando
como un principiante una pieza vulgar en uno de los
rincones más vulgares del mundo —pensó—. ¡Pero se
siente tan bien, se siente uno tan vivo! Al fin de cuentas,
como decía su amigo italiano “¿qué es lo relevante?”. Ello
lo llevó a plantearse la siguiente y aparentemente
inofensiva proposición: —¿Sería capaz de tocar allí como
si fuera lo más importante del mundo, de ejecutar ese
acto insignificante e irrelevante como si le fuera la vida
en ello? Es así como Ignacio se desentendió de todo.
Mientras tocaba placenteramente se olvidó del mundo. Se
olvidó del pasado. Se olvidó de quién era. Y dispuesto a
saborear la virginidad del presente, la inocencia del
ahora, se entregó a la ejecución de un modo pleno, total.
Así, con ingenuidad se puso a tocar la melodía tal como
le salía, como si esa fuera su misión en el mundo, como si
la silla que ahora ocupaba fuera el sitial que le había
reservado desde siempre el universo. Cerró los ojos y la
melodía se movía trayéndole formas y colores en
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

movimiento, casi fragancias. Entonces, dirigiendo sus


ojos cerrados hacia la luz de la farola que iluminaba el
lugar, notó que a través de sus párpados difundía una
luz anaranjada, tibia, suave, que comenzó a abismarlo en
su interior. De pronto su piel se erizó. Sin que ello fuera
necesario para darse cuenta, abrió los ojos para observar
como el vulgar burdel había mudado en idílico edén que
besaba sus ojos. Ya no eran trasnochados y mujerzuelas
los que lo rodeaban sino seres de belleza angelical que
tanto para moverse como para yacer sentados lo hacían
con una levedad ingrávida en medio de una atmósfera de
increíble quietud. —¡Ha vuelto la Terra
Incommensurabile, pero esta vez no por la Matemática!
—pensó con excitación. Sin embargo, ese simple acto
desvaneció de pronto la experiencia. Algo turbado,
Ignacio apenas pudo responder a las chanzas y
carcajadas de los presentes. —Necesitas otro trago para
recordar la partitura —le vociferaba un alegre Fabrizio.
—Es … que hace mucho que no tocaba —alcanzó a
murmurar Ignacio.
Esa noche Ignacio casi no pudo dormir. La Terra
Incommensurabile lo había convocado por un camino
distinto a la Matemática. Si bien a él le agradaba que la
Matemática le abriera las puertas de dichas experiencias,
siempre había pensado que comparado con Piero, Killa y
sus hijos, éste era el modo más aséptico, el menos
comprometido, el menos “humano”. También era claro
que cada uno accedía por un único y diferente camino.
Por ello era tan importante que ahora a él le hubiera
sucedido por otro modo. Recordó entonces el momento
en el burdel y su mente se esclareció. Aún la naturaleza
de la Terra Incommensurabile le resultaba esquiva. Pues
si bien el acontecimiento había reavivado en él el
entusiasmo por aquella “teoría de los dos mundos”, aún
135
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

le restaba desentrañar la naturaleza de ese mundo


superior que parecía obstinarse en no ser relegado a una
mera fantasía. Sin embargo, había descubierto ahora una
cualidad. Parecía que la experiencia lo abordaba cuando
la entrega a una actividad era completa, cuando la
atención era total. Cuando aniquiladas la subjetividad, la
soberbia, los prejuicios, se lograba comulgar. Cuando
lograba hacerse uno con la Matemática y ahora con la
melodía. Ello, si bien sospechado casi inconscientemente
como también lo había hecho Piero di Capri, no lo había
notado antes de manera tan contundente como ahora,
pues cuando le ocurría con la Matemática era como si
fuera demasiado obvio y natural para él, desde siempre
subyugado por la belleza de dicha ciencia. Es más,
recordó ahora que cuando perdió la entrega total a la
acción de tocar e intentar intelectualizar el hecho, el
mismo se desvaneció. Este descubrimiento no del todo
relevante desde lo teórico (para desentrañar la naturaleza
de la Terra Incommensurabile) fue, sin embargo, muy
significativo para Ignacio desde lo práctico. Así, con el
tiempo fue logrando experimentar la Terra
Incommensurabile por distintas vías como la danza,
como Sumailla, la meditación u oración, como
Hastukapaq, y al nadar y flotar, como Killa. De todos
modos, ello no le resultó fácil pues volvió a comprobar
que dicha experiencia (siempre tan fugaz como un
parpadeo) era algo que solía huir ante la búsqueda. No
era tan fácil entregarse total y plenamente, abandonarse a
cada actividad, pues ello implicaba también abandonar la
búsqueda. Es así como Ignacio debió experimentar
mucho y prepararse adecuadamente para ello. Y así
invirtió algunos meses en adquirir preparación en cada
una de dichas actividades. Y en reeditar experiencias en
las que pudiera tornarse un terreno suficientemente fértil
136
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

para la Terra Incommendurabile. Sólo le restaba


encontrar la Terra Incommensurabile por una mujer. Ello
lo perturbaba en cierto modo, pues justo había sido el
modo de acceso de su padre Ninan. Pero era obvio que
Ignacio nunca había desarrollado algo ni remotamente
parecido a las habilidades viscerales de Ninan para con el
sexo opuesto, ni siquiera a las refinadas destrezas de
Piero di Capri. Nunca nada especial le había ocurrido con
las pocas y ocasionales mujeres que había tenido en ese
tiempo. Tampoco con las distintas prostitutas con
quienes se acostaba ahora, en lo que supuestamente eran
ejercicios espirituales.
Luego de unos largos meses en París, Ignacio se
sentía mejor. Había aprendido a disfrutar de la vida y
había recuperado su interés por dilucidar el secreto de la
Terra Incommensurabile: Nuevamente ansiaba develar la
verdadera naturaleza de ese otro mundo fabuloso al que
en ocasiones alcanzaba a asomarse. De todos modos, él
no estaba hecho para la relajada vida bohemia. Además,
sentía que ya era hora de viajar a América. Si iba a
comprender qué era la Terra Incommensurabile, qué
mejor lugar que aquél en que todo había comenzado con
su abuelo Piero di Capri. Es así como una noche le
comentó a Fabrizio que pronto partiría hacia la América
del Sur. —¿No quieres acompañarme, hermano? —le
dijo. —Me encantaría. Pero yo pertenezco a este lugar.
Esta es mi salsa, donde puedo ser verdaderamente yo
mismo. Ve tu, hermano. Y se feliz —le respondió
Fabrizio, para agregar—: Nadie abandona a nadie al
partir. Ni aún deliberadamente. Siempre se dejan y se
llevan retazos de cada quien, imposibles siquiera de
mensurar.

137
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Lola

Una noche, poco después de tomar la decisión de


viajar a América, Ignacio concurrió a una de las tabernas
que frecuentaban con Fabrizio. Mientras jugaba con su
dedo un acostumbrado y desganado ritual con el vaso de
licor, la penumbra que envolvía a la atmósfera del lugar
pareció abrirse de pronto ante él al divisar a una
muchacha que estaba acompañada por un hombre de
aspecto recio y mirada intimidante. La mujer era muy
joven, de largos cabellos negros como la noche. En su
rostro redondeado se lucían una nariz pequeña y
respingada, labios de rojo carmín y unos ojos café
oscuros. La ajustada vestimenta insinuaba una figura
menuda pero generosa en curvas, tal como lo
confirmaban unos senos redondos y delicados que
parecían querer escaparse por sobre el corset. Ignacio
quedó de inmediato prendado de la belleza de la joven.
—¿Quién es esa hermosa niña? —le preguntó a su amigo
Fabrizio. —Es Dolores Labbadie —le respondió éste. —Y
quién es el elefante con el que está? —volvió a indagar
Ignacio para recibir por respuesta: —Ese es Gerard
Lacroix, un matón de cuidado que, entre otros negocios
non-sanctos, regentea un burdel del otro lado de la
ciudad. La niña es hija de madre española y padre
francés y quedó huérfana de muy pequeña. De la
campiña a Paris, las penurias y el hambre hicieron que
hace unos meses recalara en el burdel de Gerard para
trabajar allí. Pero éste enseguida se enamoró de ella y
hace un tiempo que anda por allí floreándose con la
muchacha —agregó Fabrizio. —¡Pero si esa no es una
ramera! ¡Es un ángel! —suspiró Ignacio. —¡Cuidado
amigo, que esa es una flor prohibida! ¡ No conviene jugar
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

con fuego! —previno el italiano.


Pero Ignacio no pensaba en lo más mínimo hacerle
caso en esta ocasión a los consejos de su amigo. La noche
siguiente visitó el burdel de Gerard, el cual era uno de los
más importantes de la ciudad. Luego de unas copas se
dirigió a la Madame y le dijo que quería pasar a una de
las habitaciones con Dolores. —Lola no está disponible.
Ya no trabaja —le dijo ésta. —Le pagaré el doble —
replicó Ignacio. La mujer le hizo un gesto de negativa,
pero al apreciar el semblante pertinaz del hombre se
dirigió hacia el cuartucho que, a modo de oficina, tenía
Gerard en el lugar. El matón se le apareció entonces a
Ignacio con una amplia sonrisa en su ancho rostro y le
espetó con sorna en voz alta, como para que escucharan
la Madame y todos los presentes (pues varios curiosos
estaban prestando oídos al hecho): —Esta flor no está
disponible más que para unas copas. ¡Para pasar con ella
al fondo tendría que pagarme no menos de cien veces lo
que ofrece! Mire cuántas chicas bonitas tiene aquí
ansiosas por complacerlo. —Está bien —dijo
lacónicamente Ignacio y se retiró a completar un último
trago luego de partir.
La noche siguiente, la Madame se sorprendió de ver
aparecer nuevamente a Ignacio en el local. —Aquí tiene
lo convenido anoche —le dijo Ignacio alcanzándole una
bolsa con la pequeña fortuna. La mujer tomó la bolsa con
manos temblorosas y apuró sus pasos hacia la oficina de
Gerard. El inesperado y simpático incidente hizo que
cuando llegara Gerard a la barra donde estaba Ignacio,
con una ostensible mueca en su rostro delatando su mal
humor, se encontrara allí con un par de clientes habitué
del lugar, entre ellos un médico influyente, que habían
estado el día anterior presenciando la conversación sobre
Lola. —Como caballero, no tienes otra opción que aceptar
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

el trato —le dijo el médico a Gerard en tono entre


solemne y burlón—. Relájate y ven a tomar un trago con
nosotros. De modo que el grandote hizo un gesto a la
Madame, asintiendo a regañadientes. Entonces Lola se
acercó incrédula a Ignacio. El brillo de su mirada era tan
embriagador como la humedad de sus labios. Caminaron
juntos hasta el cuarto más alejado y tranquilo del lugar.
Dentro del mismo, la muchacha comenzó a quitarse
rápidamente su ropa. —No es necesario que te desvistas
—le dijo Ignacio, pero la muchacha no le hizo caso y
continuó con su tarea. La belleza de la joven casi deja
mudo al hombre, quien de todos modos le indicó: —Sólo
quiero charlar contigo. Y dado que, para mi fortuna me
has contradicho, contemplarte. La niña lo miró un poco
desconcertada por la situación. No correspondía hablar
con los clientes en ese lugar, pero este hombre había
pagado una fortuna. —¿Por qué lo haces, bella criatura?
¿Por qué trabajas aquí? —le preguntó Ignacio casi sin
preámbulos y así entablaron una charla en voz baja para
que nadie se enterara de que estaban hablando en vez de
entregarse a la tarea esperada. A Ignacio lo conmovió la
triste historia de la joven, a quien la orfandad, la pobreza
y las miserias de la gente habían hecho recalar en tan bajo
lugar. Lola había vivido con su familia en la región que
hoy se conoce como la Costa Brava entre España y
Francia, hasta que una terrible peste había diezmado a su
numerosa familia. Así, se había encontrado aún niña
huérfana de padre y madre y con dos hermanitos
menores. Una tía bastante pobre que vivía en un pueblito
de la campiña francesa los había amparado entonces.
Pero ni bien tuvo apenas edad suficiente, Lola se marchó
a Paris a trabajar. La mayor parte de la paga de los malos
empleos que pudo entonces conseguir, la mandaba
religiosamente a su tía para ayudar a mantener a su
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

familia. Lo demás fue moneda corriente. Las necesidades,


la vida en un ambiente tan bajo, las decepciones, hicieron
que recalara en el prostíbulo de Gerard. No había otras
opciones para conseguir lo necesario para mantener a su
tía y sus queridos hermanos, quienes la veían como una
madre. El costo, al fin y al cabo, no era más que el
sacrificio personal.
De la charla, Ignacio confirmó sensaciones sobre la
muchacha por las que hubiera apostado su vida. Advirtió
en ella un corazón dulce y generoso, un alma brillante y
pura, a pesar de lo que las circunstancias habían obligado
a hacer a su voluntad. —¡Cuán bella debe ser el alma de
alguien que mantiene la dulzura y el candor aún dentro
del fondo más bajo y putrefacto de la sociedad! ¡Cuán
meritorio era seguir siendo íntegra y recta en dichas
condiciones! —se dijo a sí mismo. Y así, como quien
encuentra una perla en un estercolero, confirmó que la
pequeña Lola era la mujer de su vida. Entre lágrimas, se
descubrieron abrazados, en un abrazo que supo más a
compasión y ternura (despertadas por la triste historia)
que a pasión. Y se besaron suavemente, como si el lugar y
las circunstancias hubieran sido completamente distintos.
Un beso delicado, húmedo y tibio que a ambos les trajo el
sabor de un néctar exquisito como el que nunca pensaban
que llegarían a probar. —Te prometo que te sacaré de
aquí —le dijo Ignacio—. En poco tiempo, si lo deseas,
estaremos en un barco, rumbo a América, lejos de todo
esto, para empezar una nueva vida allí —agregó. —¡Estás
loco! ¡Gerard te matará! Además, esta es la vida que me
ha tocado. Tu, en cambio, eres un caballero —contestó
Lola. —Te equivocas chiquilla, yo apenas alcanzo a
sentirme digno de ti. Y por supuesto que mereces una
vida mucho mejor —replicó Ignacio—. Vístete que
mañana volveremos a hablar —le dijo mientras se
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

desacomodaba un poco la ropa y los cabellos para que


afuera nadie dudara de lo que obviamente debía haber
ocurrido dentro del cuarto. Al salir, Ignacio saludó con
un ademán a la Madame y con el rabillo del ojo izquierdo
lanzó una rápida mirada hacia la puerta entreabierta de
la oficina de Gerard Lacroix, a medida que caminaba a
paso rápido hacia la salida. Mientras se dirigía a tomar
un carruaje su pecho palpitaba cual si su corazón,
rebelándose, luchara por salirse para quedarse con la
joven.
A la noche siguiente Ignacio volvió al burdel.
Cuando habló con la Madame, ésta le dijo que iba a ser
imposible estar con Lola. —Tengo el dinero necesario. Y,
si quiere más, también —le dijo en voz alta. Pero la mujer
le reiteró que ello no era posible. Por su parte, Gerard
Lacroix había sido avisado al momento de la llegada de
Ignacio al local. Sin ocultar su disgusto por ello, había ido
a buscar a Lola y había hecho que se quedara con él en un
extremo de la barra de copas. Al adivinar la charla de
Ignacio con la Madame, el matón pensó: —Quizá este
hombre esté obnubilado con la chica. Pero ya no más;
ningún dinero hará que vuelva a acostarse con ella. Por
su parte, ante la negativa de la Madame, Ignacio se
dirigió hacia la barra donde una nerviosa Lola era
abrazada por el grandulón. —Me han dicho que hoy no
podré contar con sus inestimables servicios, moza —le
dijo a Lola luego de saludar y mientras esperaba de reojo
la réplica del otro hombre. —¡Parece que le ha gustado la
joven! —exclamó Lacroix, a lo que Ignacio respondió: —
Jamás había gozado de compañía tan exquisita y de
belleza tan innegable. —Sucede que Lola es una joya muy
preciosa, pero que ya tiene dueño —sentenció Lacroix
mientras apretaba más fuerte la cintura de la joven y
colocaba sus labios próximos a su delicado cuello—. Esta
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

delicia adorna y perfuma el lugar pero ya no está en el


menú. Pues esta niña ha tenido mucha fortuna. Ya no
necesita trabajar más como las demás chicas. Sólo está
disponible para unas copas —agregó. Entonces Ignacio
derramó una larga y profunda mirada sobre ambos,
mirada que no vaciló en su recorrido ni siquiera al
enfrentarse a los ojos de cada uno. —¡Ya tampoco la
obligarás a que trabaje más en tu cama, puerco! En pocos
días me le llevaré conmigo —pensó Ignacio mientras los
miraba, en un instante que le pareció eterno. De pronto,
un frío helado recorrió su espalda. Su pensamiento había
tenido tal increíble intensidad que tuvo temor de que las
palabras se hubieran configurado en sonidos. Y por un
corto instante Ignacio se quedó mudo pues realmente
temió que lo hubieran escuchado, tanto que apenas si
pudo respirar profundo, juntado valor para pensar una
respuesta y, en un rapto de clara lucidez, alcanzó a
rematar el diálogo con un: —Más afortunado es usted, mi
señor, por poseer tan bella gema. Y evidentemente el
único desafortunado soy yo por no poder degustar el
plato más fino y delicioso —y gesticular un saludo. Acto
seguido, Ignacio se retiró de la barra y, para disimular las
intenciones que habían llenado su pensamiento, las que
aún temía hubieran sonado como un grito, se dirigió
hacia la Madame, al tiempo en que Lacroix relajaba su
rostro en una ancha sonrisa de complacencia. —¿Me
permite la compañía de la muchacha de vestido rojo? —le
dijo a la mujer, agregando—: Y quisiera luego pasar con
ella al cuarto tan cómodo y tranquilo que disfruté
anoche.
En las semanas siguientes Ignacio siguió yendo
algunas noches al burdel. Por lo general, sólo pedía unas
copas con las chicas y, para no levantar sospechas, sólo a
veces pedía beber una copa con Lola, para retirarse
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

siempre temprano. En esos encuentros furtivos, ambos


debieron aprender a controlar sus impulsos, a entablar
charlas pasatistas en que huecas palabras encubrieran las
emociones que buscaban escapar en cada mirada y en
cada gesto, cuidando de cubrirlas de frivolidad ante las
miradas sospechosas de los presentes. El sólo hecho de
respirar el aliento de su amada era un acto sublime para
Ignacio, aún cuando en ese aire flotaran palabras y frases
sin sentido. Así, esos pocos encuentros los fueron
tornando maestros en el arte de palpar lo intangible, en
sentir lo imposible de vociferar, en desvestir pasiones
escondidas tras los disfraces y ropajes de lo banal. En fin,
en decir todo sin una sola palabra y cuidando las
apariencias. Ignacio sentía que ello era tan doloroso como
acariciar el escurridizo aire, pero tan necesario como
respirarlo. En uno de dichos encuentros, y cuando notó
que era seguro hablar, Ignacio le balbuceó a Lola: —No te
muestres sorprendida por lo que te diré. En poco tiempo
seremos libres en América, mi amor. La noche del martes
a las 10 horas te espero en un carruaje en Pont Neuf. Un
solo gesto del hombre hizo que la muchacha silenciara su
reacción y asintiera. La conversación siguió entonces con
las acostumbradas frases huecas hasta que Ignacio se
despidió.
La noche del martes tardó en llegar para Lola.
Cuando por fin llegó la tarde señalada, la joven guardó
sus principales pertenencias en una bolsita de tela que
escondió entre sus ropas y esperó el momento oportuno
para salir. En cuanto fue seguro, envuelta en una capa
negra hasta los pies y portando un amplio sombrero, la
muchacha arrojó su silueta a las voraces fauces de la
noche. Así, perdiéndose en la oscuridad y las sombras de
la noche, no era posible saber que era una mujer la que
caminaba con pasos raudos buscando un carruaje. Lola
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

apuró sus pasos, como contagiándolos del apuro de su


respiración y sus latidos. Y sus ojos y oídos iban atentos y
temblorosos ante la posibilidad de toparse con las formas
y sonidos despreciables de Lacroix y sus hombres. Pues,
si bien éstos no tenían porqué sospechar, dado que la
muchacha había cuidado de no modificar en lo más
mínimo su comportamiento cotidiano de esos días, la
posibilidad de ser descubierta había habitado en sus
pesadillas por las noches. Luego de largos minutos de
una caminata que le pareció eterna, ¡por fin Pont Neuf
estaba a la vista! El enorme puente de piedra (el único en
su estilo por ese entonces) lucía solitario y oscuro, pero
nunca tan bello a los ojos de la joven. El bullicio de los
puestos diseminados a lo largo de sus balaustres, las
vociferaciones de los vendedores ambulantes y
embaucadores que lo poblaban de día, se habían
olvidado bajo el viscoso y fantasmal silencio de una
ciudad que de noche se convertía en tierra de nadie. El
eco de sus pasos rivalizaba ya sí en estrépito con el de los
latidos apurados de su corazón, confundido entre
temores y anhelos, cuando Lola divisó el carruaje. —
Sube, mi amor —le dio Ignacio ni bien la noche le regaló
el añorado brillo de las pupilas de su amada. Y ya con el
coche en movimiento los amantes comenzaron a dejar de
ser potenciales. Los besos y caricias se prodigaron con
voracidad luego de tantos días de espera, disimulo y
simulación en el odioso burdel. Para no dejar pistas de su
paradero, Ignacio le pagó al cochero y se bajaron del
carruaje bastante antes de la dirección del cuarto que
había rentado por esa noche. Ya una vez en él, se
desvistieron con las manos, luego de haberlo hecho
tantas veces sólo con la mirada. Tanta pasión contenida
tenía por fin su momento. Nada se dijeron pues las
palabras se sabían inútiles. ¡Había tantas caricias por
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

revivir! Aquellas que condenadas a la fría impotencia


habían muerto antes de nacer, ya sea sobre la mesa o, a lo
sumo, tanteando vanamente el aire. Caricias que ahora se
llenaban de calor, de forma, de vida. ¡Había tantos deseos
de besos secos en los labios que ahora cumplían con su
húmeda promesa! Había sido demasiado tiempo de tener
el cuerpo arropado y el alma desnuda tiritando a flor de
piel, que ahora se entregaron con una pasión extrema al
tibio abrigo de la carne. Así, con un apetito total, como si
en un sólo instante hubieran querido recuperar todo lo
que se les había prohibido, como queriendo materializar
todo aquello que no había podido ser sino potencial,
fugaz promesa, completamente perdidos en un mar de
sensaciones, el mundo pronto pareció desaparecer de su
alrededor. Y ellos mismos desaparecieron para
encaminarse a un único suspiro, a un único latido, a un
goce tan elemental como trascendente. Y fue justo antes
de dicho momento singular, dentro de esa progresión de
ruegos, agradecimientos y súplicas, que a Ignacio le
sucedió lo imprevisto. Si se hubiera preocupado por la
geometría implícita en dicha sensación, a Ignacio le
hubiera parecido que estaban en una espiral inscripta en
un cono, aspirando (ascendiendo) hacia el vértice o punto
culmine. Sin embargo, completamente entregado al goce
carnal (tan carnal como espiritual), como si fuera aquel
amante formidable luego devenido en temible guerrero,
Ignacio sintió que las puertas de la Terra
Incommensurabile le mostraron nuevamente todas sus
riquezas. Así, notó que la luz amarillo-anaranjada que
había colmado el cuarto, dilatándolo en el espacio y
aquietándolo en una atmósfera de espesa solidez que
parecía detener al tiempo, provenía de la sublime
criatura que yacía bajo su cuerpo y a la que no se
animaría entonces a nombrar “Lola”. Luego de alcanzar
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

el éxtasis del clímax amoroso, la luz se fue desvaneciendo


y las formas se fueron familiarizando hasta que entre
suaves caricias Ignacio pudo balbucear (pues las palabras
habían readquirido cierta significación), agotado y
supremamente agradecido: —Te amo Lola, te amo.
La mañana siguiente los amantes partieron hacia
España, desde donde en pocos días embarcarían hacia
América. Enorme fue la alegría de Carmen al recibirlos ¡Y
además su hijo había encontrado una mujer para amar y
con quien proyectarse en hijos! Aunque poco duró dicha
alegría al enterarse de que en dos días partían para
América. —Necesito ir allí, madre. Siento que sólo así
completaré mis vacíos. Debo recuperar mi historia, mis
orígenes —le dijo Ignacio. —Yo nunca quise que fueras a
América —replicó la madre—, pero con dolor y a un
costo enorme, he comprobado que no se puede esconder
lo que está en la sangre. Espero que allí te reencuentres,
hijo querido. Ignacio le pidió entonces que los
acompañara: —Ven con nosotros, amada madre.
Empezaremos una nueva vida allí. —No Ignacio. Yo ya
cicatricé mis heridas. Estoy en paz con América, pero ya
no pertenezco allí. Visítame y tráeme nietos antes de que
sea demasiado vieja —concluyó Carmen con serenidad y
ternura.
La mañana en que la pareja partió en un carruaje
hacia el puerto, Carmen besó lentamente a su hijo y a
Lola deseándoles suerte y se quedó en el portal agitando
un pañuelo blanco. —En toda despedida perdemos algo.
Algo se muere —pensaba la mujer—. Pero sólo una
madre sabe del dolor de la partida de un hijo —se dijo a
sí misma. Pues a medida que los caballos se obstinaban
en alejarlos de ella, el implacable filo de la distancia abría
una herida en el alma de la mujer. Una herida que
recurrentemente sería reabierta por las filosas aristas de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

los recuerdos frescos, aristas que sólo serían finalmente


redondeadas por el tiempo que con su sabia e infinita
paciencia todo lo erosiona.
Por su parte, Lola e Ignacio disfrutaron mucho del
viaje en el barco. —Contigo, amor mío, yo acabo de nacer
de nuevo —le dijo ella la primera noche. —Te amo, Lola,
como nunca imaginé que podría amar —le respondió él,
y añadió—: Espero que este comienzo en la nueva tierra
borre con sus dulces promesas todas las tristezas
pasadas. Es también a nosotros aplicable el nombre de
nuestro destino: Nueva Esperanza de la Reconstrucción.
Tras varias jornadas, la madrugada del arribo a América
los despertó con excitación. Luego de besarse y
acariciarse por unos instantes, un impulso los llevó a
cubierta. Calvados los ojos en la distancia, Ignacio abrazó
a Lola por la espalda, quien cantaba suavemente una
dulce canción. Recortada contra el fondo del alba, la
figura de los amantes no era más que una capa hinchada
por el viento debajo de la cual asomaban unas botas de
cuero negro que apenas dejaban entrever a unos
diminutos zapatitos blancos delante de ellas. Adelante, el
día paría promesas rojas, naranjas, púrpura. Los bordes
de las nubes resplandecían con la gloria del astro rey, el
cual despedazaba no sólo a sus formas sino a su sombría
monotonía, incendiándolas de colores y matices como al
mar. Era cuestión de pocos instantes que las ansiadas
costas dejaran de ser una insinuación. Como a Piero di
Capri, a Ignacio el mar siempre le había resultado
movilizador. Al contemplarlo, sentía que su espíritu se
dilataba con la vastedad de éste, hecho que le
proporcionaba una única mezcla de sosiego y de energía,
una energía nacida del viento y de las olas. Pero tanto él
como el barco se sentían extremadamente pequeños y
frágiles cabalgando sobre tan dilatada superficie azul.
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Ignacio pensó entonces que si alguien le hubiera


preguntado por lecciones de humildad, nunca lo hubiera
dudado: Cual el firmamento nocturno, el vasto océano
era un maestro insuperable. El descubrirse teorizando,
como siempre lo hacía antes, le produjo un cierto enojo,
así que buscó refugio en algo más tangible. Inspiró
profundamente hinchando sus pulmones y acariciando
en ese acto con su pecho la espalda de su amada. Fue
entonces cuando, hacia su izquierda, un apenas visible
límite marrón comenzó a hacerse notar. —América, por
fin — suspiró. Justo en ese instante, la jovencilla
terminaba de cantar su suave canción. Dio vuelta su
rostro y le dijo al hombre mientras clavaba sus brillantes
ojos en la perdida mirada de éste, casi sin asombrarse por
la similitud cromática entre sus ojos y el color del astro
dorado: —¿No te ha gustado mi canción? ¿Es que acaso
no me merezco un beso?. Más que la pregunta, la
fragancia de los cabellos de la joven trajeron a Ignacio de
regreso a sentir la solidez de la madera de la cubierta del
barco bajo sus pies. Entonces inclinó lentamente su rostro
para corresponder el movimiento iniciado por Lola, pero
ésta repentinamente le dijo: —¡Muy tarde! ¡Has perdido
tu oportunidad! —a la vez que salía corriendo hacia el
camarote soltando risas de niña. La ridícula pose de los
labios del hombre bebiéndose el frío de la madrugada se
relajó en una sonrisa. —¡Ya verás cuando te atrape! —se
descubrió gritando como niño, tan “ridículamente” como
nunca se hubiera imaginado antes, para comenzar a
perseguirla y luego entrar velozmente al camarote. Era
buen momento para amarse por primera vez en el nuevo
continente.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

La tierra de sus ancestros

El primer rostro que América le ofreció le resultó a


Ignacio un tanto extraño. Pero a medida que en el viaje
por tierra la topografía comenzó a erizarse, cierta extraña
familiaridad empezó a inundar el alma del hombre. Así,
al aproximarse a la región de la ciudad de Nueva
Esperanza, las gigantescas montañas (“apus” o dioses en
sí para los indios) recortadas contra el diáfano y cristalino
aire del lugar ya comenzaban a sugerirle un sentido de
pertenencia tan contundente como su masa, cuando lo
vio. Bañando su majestuosa figura en el brillante sol del
mediodía, un imponente cóndor paseaba su negra
estampa por los cielos. Al ver a la portentosa criatura, a
Ignacio se le erizó la piel. Al planear, inmóviles las
desplegadas alas y el cuerpo todo, el enorme pájaro
cortaba los aires como una saeta, como una daga. En
cierto instante el cóndor, como si hubiera sentido
curiosidad por el contingente, pasó más cerca de ellos e
Ignacio pudo percibir el suave pero sostenido siseo de las
enormes alas rasgando el aire por sobre ellos. Finalmente,
el ave, como si estuviera en una danza de bienvenida,
trazó un par de amplios círculos muy alto sobre los
viajeros para luego alejarse y desparecer en un punto en
la distancia. El guía de la caravana ante este evento
rompió su parquedad usual y comentó entonces sobre el
tamaño de las aves (las más grandes de la tierra, llegando
a veces a una envergadura de más de tres metros), sobre
la increíble altura que su vuelo alcanzaba (elevándose
más allá que cualquier otra ave), sobre el sentido de
dioses que tenían para los indios de la región y sobre
cierto parecido con el hombre por su longevidad y por su
carácter monógamo. Contó además que algunos incluso
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

referían historias de que al morir su pareja, el cóndor,


incapaz de sobrellevar la pérdida, solía terminar con su
existencia elevándose hacia las alturas y tirándose en
picada con sus alas plegadas hasta despedazarse contra
el suelo rocoso. Y si bien esta fábula de suprema y
romántica fidelidad resultaba bastante inverosímil, es en
efecto sabido que el cóndor solitario nunca vuelve a
formar pareja. Ignacio, sin embargo, no prestó demasiada
atención a estos cautivantes comentarios sino que,
absorto, se empecinó en seguir divisando, o ya
adivinando, el punto negro que se alejaba sin remedio. Y
esa noche soñaría tanto con el pájaro, con la posibilidad
de significado de dicho evento (como su abuelo Kunturi
recibiéndolo) y con aquellas viejas y coloridas historias
nacidas del relato de un italiano.
En América Ignacio aceptó el ofrecimiento del padre
Juan, quien a la sazón constituía uno de los miembros
más influyentes de la Real Audiencia y fundó una
escuela en Nueva Esperanza, a la par de ocupar una
cátedra especial en el colegio universitario del convento.
Ignacio estaba muy entusiasmado con la escuela. Ya le
había anticipado mucho antes al padre Juan su deseo de
dejar las alturas académicas para sentirse útil enseñando
en una escuela elemental tanto a cristianos como a
indígenas, acompañando a los niños en su viaje de
descubrimiento. Por un lado, Ignacio quería embeberse
de las culturas americana e indígena, tan necesarias para
reencontrar sus raíces, a la vez de ayudar a cumplir una
función social importante para su pueblo, al cual
imaginaba sentiría cada vez más como propio. Por otro
lado, y fundamentalmente, su descubrimiento de los
atributos necesarios para el acceso a la Terra
Incommensurabile (cuando fue capaz de ingresar a ella
por las distintas vías mencionadas) le indicaban que
151
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

había mucho por aprender de los niños. La Terra


Incommensurabile requería humildad, libertad,
sensibilidad. Requería una atención plena, una entrega
total al acto de descubrimiento, algo que Ignacio veía por
lejos mucho menos frecuente en los adultos que en los
niños, a los cuales sabía dotados de una innata voracidad
por el aprendizaje y por la vivencia. La escuela fue
ubicada en las afueras de la ciudad, en una planicie
elevada que regalaba una sobrecogedora vista
panorámica de la región. En ese entorno de enorme
belleza natural, se construyó una casa para Ignacio y
Lola. La mujer trabajó incansablemente tanto en el hogar
como en la escuela, vistiendo al lugar con la impronta de
su dulce carácter. E Ignacio se involucró como nunca en
la docencia. Gustaba reírse de la comparación entre lo
que sentía actualmente como maestro de escuela y la
opinión que había tenido antes de un cargo de ese tipo
cuando era un encumbrado profesor en París. Pues como
universitario siempre había subestimado (sino
despreciado) el trabajo de maestro de escuela. ¡Cuánto
más reconfortante era sentir la utilidad de su trabajo
actual, sentir la increíble responsabilidad de ayudar a
nacer al conocimiento (y de participar en el desarrollo
como personas) a estos niños en este alejado rincón del
mundo! Ignacio sintió entonces que en la relación
docente él mismo aprendía muchísimo más de los niños
que lo que él les enseñaba a éstos. —¡Hay tanto por
aprender de ellos! —le exclamaba a Lola con frecuencia
(aún sin saber cuánto más había en dicha frase que lo que
suponía entonces).
El maravillarse de la forma de mirar de los niños, no
fue algo que a Ignacio le sucedió sólo con sus alumnos.
La bella vida que disfrutaba junto a Lola fructificó en un
par de hermosos hijos: Pedro y Piero como los llamó en
152
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

obvio homenaje. Un día, cuando Pedrito era aún un bebé,


Ignacio se arrimó con él en sus brazos a la ventana
mientras afuera llovía. Cuando Ignacio le habló e intentó
hacerle un ademán como en un juego, notó que el niño
seguía con la vista fija en la ventana. —¿Que miras,
Pedrito. Qué hay allá afuera, bebé? —le dijo al niño. Pero
Pedrito no estaba mirando hacia fuera, a través de la
ventana. Ignacio pudo comprobar que el niño estaba
contemplando con una atención extrema a las gotas de
agua que se adherían al vidrio como negándose a
resbalar o que, por el contrario, corrían cual efímero río
hacia un irremediable final de estrépito contra el marco.
Tratando de no ser notado por el niño, pudo ver cómo
este se quedó en cierto instante por eternos segundos
como hipnotizado por una simple gota cual si ello fuera
el misterio más insondable o la más suprema belleza del
universo. Esa mera gota era en tal instante para Pedro el
universo entero y, acorde a ello, su entrega a la misma
era total, completa. De igual modo, Ignacio sorprendió
otro día al pequeño Piero, de pocos meses de vida,
moviendo la cuchara con la que debía comer su papilla,
entregado por completo a dicho acto a priori trivial.
Ignacio pensó que podría quedarse la vida entera
contemplando a su hijo mover y observar la cuchara. Y
no pudo dejar de sentir una sana envidia por ello. Por ser
capaz de ponerse en la piel de su hijo y sentir lo que éste
vivía en esos instantes de suprema ingenuidad y
virginidad, en esos gloriosos momentos en que se hace
algo por primera vez en la vida. Por ser capaz de hacer
algo de modo tan total, tan pleno, tan completo. Y por
poder ser tan libre de los injustificados prejuicios que nos
privan de vivir en tal estado de pleno aprendizaje. —Al
fin de cuentas —pensó—, ¿quién tiene derecho a legislar
al respecto? ¿No son una gota de agua, una cuchara o
153
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

una brizna de pasto merecedores de nuestra atención


plena? Cualquier acto, por más insignificante que nos
parezca, puede cambiarnos la vida. Y, si según el padre
Juan, Dios esta en cada porción de su creación, ¿con qué
derecho subestimamos a la mayoría de sus
manifestaciones? ¡Cuánto hay por aprender de los niños
que nada subestiman, que a todo lo abrazan en su
completitud, que a cada instante honran al acto de
aprendizaje! —se dijo. Ignacio relacionó esto con la
importante cualidad que había identificado en el acto de
abordaje de la Terra Incommensurabile, experiencia que
siguió viviendo con relativa frecuencia en esta etapa y a
partir de las distintas formas de acceso desde la música
hasta la contemplación y meditación. Pues ante lo
inconmensurable, cada vez era la primera vez. Pues por
inconmensurable, por ingentemente rico y profundo,
todo (cada cosa) tenía siempre tanto (todo) por
brindarnos, por sorprendernos, por maravillarnos. Aún
ignoraba la naturaleza de esa terra incógnita a que se
asomaba cada vez por efímeros segundos, cual
relámpago de visión (aún dudaba de si constituía un
delirio místico, un producto de su imaginación, o si era
una visita a otro mundo distinto del nuestro, una visión
del edén o del mundo divino que se proyectaba en el
nuestro). Sin embargo, notaba que dichas experiencias
bañaban de significación a su espíritu, que lo hacían
crecer y tornarse más profundo y comprometido con el
mundo. Es que él mismo se sentía tan distinto, tan pleno,
tan transformado al momento en que las experimentaba.
Se sentía pleno, libre, humilde, sensible, amante. Sin
esfuerzo, naturalmente. —¡Qué fáciles resultaban la
virtud, el bien, la belleza ante ese mundo
inconmensurable! ¡Sería tan hermoso poder vivir en
dicho estado! —pensaba. Pero Ignacio también reconocía
154
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que no le era fácil lograr el grado de atención, entrega y


compromiso con los actos que lo arrojaban a dichas
experiencias (incluso reconocía que la búsqueda lo
alejaba, que era más bien necesario dejarse llevar, dejar
caer los prejuicios e intenciones, convertirse en un terreno
fértil para propiciarlas. Era claro que el desarrollo del
acto de ver era una tarea fundamental). Sin embargo,
también notaba con tristeza que su sentir y su vida
misma en el mundo cotidiano eran por lo general
bastante distintos a cuando se asomaba a aquel idílico
edén. Es así como a Lola le causó mucha gracia
encontrarse un día con su casa llena de cartelitos
colgados en las paredes y sobre los marcos de las puertas
que en gruesas y grandes letras rezaban: “¿Cómo estás
mirando, Ignacio?”, costumbre que el maestro
mantendría por mucho tiempo.
Ignacio tenía un gran interés en conocer las
costumbres del pueblo de su padre. Así realizaba
frecuentes visitas a Thapa en busca de aprender de los
indios y de involucrarse en sus problemáticas. También
en su escuela recibió a numerosos niños indígenas cuyos
padres vislumbraban la necesidad de integración. Dentro
de su fuerte impulso por consustanciarse con el lugar de
sus ancestros, gustaba de dar largas caminatas por las
montañas, a las que llegó a disfrutar mucho. A pesar de
lo extraño que el lugar resultaba respecto de sus
experiencias pasadas y de las geografías en que había
vivido, Ignacio nunca se sintió extranjero en la nueva
tierra. Es más, siempre inundó su espíritu cierto
sentimiento de reencuentro, de familiaridad que lo
reconfortaba y le brindaba una bella sensación de paz. Y
es así que de inmediato se sintió hermano de las
interminables montañas, de los cielos limpios y diáfanos,
del viento andino. Y algo que inevitablemente siempre
155
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

llamó la atención de Ignacio fueron los cóndores. Por ello


no era raro encontrarlo sentado solitario por horas en una
elevada planicie con una vasija con carne seca en los
brazos, esperando que uno de estos preciosos y enormes
animales, que alcanzaban en su vuelo las alturas de las
divinidades Kunturwari, se le acercara. Y ello se hizo
costumbre en base a lo que le ocurrió la segunda vez que
intentó el encuentro. Ese día, entredormido por la larga
espera en el calorcito de la tarde estival (y cuando ya
dudaba que pudiera alguna vez lograr que un cóndor se
le aproximara), sintió que un enorme ejemplar comenzó a
planear por sobre él en círculos. A Ignacio se le erizó la
piel al sentir el siseo de las alas del enorme pájaro
hiriendo el aire de la tarde. Elevó sus ojos y contra el sol
aún alto en el cielo apareció la majestuosa figura
ennegreciéndolo todo. Ignacio extendió sus brazos con la
vasija y, para su sorpresa, luego de un instante el ave
comenzó a acortar los círculos y a descolgarse del aire
hasta su posición en una maniobra de aleteo que generó
una fuerte corriente de aire sobre su rostro. La
imponencia del animal lo conmovió cuando éste, con una
suavidad inesperada, tomó con sus garras el trozo de
carne y volvió a elevarse por los aires. En ese instante,
como en todos aquellos momentos en que divisaba a uno
de estos animales, le vino a la mente su abuelo Kunturi. Y
dicho mágico momento le pareció ahora un signo de que
el espíritu del gran jefe lo acompañaba, que aún velaba
por su pueblo. Es así como Ignacio siguió
experimentando este tipo de encuentro con cóndores a lo
largo del tiempo. Y más adelante, tanto entre los indios
como en Nueva Esperanza, se hizo fábula la fama de
Ignacio como “acariciador de cóndores”. Se decía que el
maestro era capaz de atraer a los sagrados pájaros hacia
sí y tocarlos. No faltó incluso quien afirmara que el
156
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

maestro tenía el don de comunicarse con dichos


animales, que era capaz de hablar con los cóndores.
Lamentablemente, cuando Ignacio llegó a América
ya no quedaba casi nadie de sus familiares más directos.
Killa había muerto hacía algunos años y los miembros
que quedaban de la familia real eran bastante lejanos en
su parentesco. El líder actual era Illapu, hijo de un
sobrino de Kunturi. Había nacido éste a poco de la
ejecución del gran líder y su nombre lo debía a aquel
acontecimiento. Pues Ilapu significaba rayo, relámpago.
A su vez, el nombre provenía de Illa que, como ya
mencionado anteriormente, no sólo significaba luminoso
o sagrado, sino que también denominaba a aquel objeto
que había sido alcanzado por un rayo (como un árbol o
una roca) y que por ello la religión indígena consideraba
como sagrado, como que había sido tocado por los
dioses. Tal había sido el significado que había adquirido
el recuerdo de Kunturi a partir de su ejecución. El
nacimiento de Illapu en una noche de tormentas
eléctricas a poco de la ejecución de Kunturi había sido
visto como un signo del gran soberano que señalaba a su
futuro sucesor. El propio Hastukapaq había preparado al
muchacho y le había dejado su legado de liderazgo poco
antes de “volar” al sur. Mandato que el nuevo jefe y
sacerdote estaba honrando en estos tiempos difíciles. Si
bien luego de la ejecución de Kunturi, Thapa no volvió a
gozar de una independencia plena del gobierno español,
don Pedro había sido muy estricto en otorgarle una
autonomía y libertades religiosas que no tenían parangón
en el resto de las indias españolas. Y, si bien se había
instalado un cuartel español en la ciudad india y la
misma le pagaba tributos comerciales a Nueva Esperanza
y por ende a la Corona, Hastukapaq primero e Illapu
después siguieron tomando las principales decisiones
157
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

para el gobierno de Thapa y fueron capaces de mantener


a su pueblo cohesionado y esperanzado en el futuro,
preservando intactas su cultura, tradiciones y religión.
Era evidente que el futuro marcaba una integración
política y cultural con Nueva Esperanza y una
modernización a partir de la técnica y adelantos de los
conquistadores. Pero era también necesario preservar
viva la cosmovisión y cultura original del pueblo indio.
Ignacio entabló una muy buena relación con Illapu.
Mantuvo con él charlas muy fructíferas y compartió
numerosas manifestaciones sociales y culturales del
pueblo indio. Un día, Illapu le hizo entrega a Ignacio de
un objeto que representaba un tesoro para la comunidad
india: la navaja de Ninan. Temblorosas, las manos de
Ignacio acariciaron la empuñadura como queriendo
aferrarse al recuerdo de su padre. —Los ancianos dicen
que en algunas cosas te pareces a él, principalmente en la
mirada —le dijo Illapu. —Gracias Illapu. Pero es
paradójico. Si mi padre supiera el cariño que tendré por
uno de los objetos que el más aborreció en la vida. Este
cuchillo fue para el un gran compañero y con él labró una
leyenda. Pero tu sabes con cuánta tristeza y dolor
limpiaba la sangre de su filo.
En Thapa, la única que quedaba con vida de los
principales personajes del libro de Piero di Capri, y de los
ancestros de Ignacio, era Sumailla. La misma, ya anciana,
vivía en un templo en las afueras de Thapa entre mujeres
sacerdotisas, principalmente jóvenes, al estilo de las
vírgenes del Sol. Al saber de ella, Ignacio fue a visitarla al
poco tiempo de estar en América. Recibir visitas era algo
infrecuente, pues estas mujeres vivían recluidas y muy
ocasionalmente se las veía salvo por ciertos actos
religiosos en que participaban. Sin embargo, asintieron
finalmente ante la insistencia de Ignacio y el pedido de
158
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Illapu. El día indicado, Ignacio viajó sólo hacia el templo


y se presentó en el lugar. Ya el chirrido de la pesada
puerta que clausuraba la porción del universo a que
habían circunscripto su existencia aquellas mujeres, le
presagió que dicho encuentro iba a resultar sumamente
significativo. Una joven india ataviada con una sencilla
túnica clara lo recibió con un gesto módico y, sin mediar
palabras, lo guió a través de un lúgubre pasillo que,
circunvalando a humildes ambientes, llevaba hacia un
patio central o jardín que se bañaba en la luz del dios
dorado que se derramaba a través de un enorme orificio
circular central de la gran bóveda del lugar. Allí, con los
ojos cerrados y el rostro dirigido directo hacia la luz,
sentada entre diminutas flores púrpura, se encontraba
Sumailla. Aún a pesar de la evidente vejez de la misma, a
Ignacio lo asombró encontrarse frente a una mujer que
claramente era, por lejos, la más bella, de cualquier edad,
que había visto en toda su vida. Algo que fue aún más
evidente cuando Sumailla abrió sus cristalinos ojos
esmeralda, de niña, frescos, ávidos pero a su vez calmos.
Ignacio recordó entonces el relato del libro de Piero, pero
supo que la Sumailla que había construido en su
imaginación, aún cuando niña, empalidecía
completamente ante la belleza de esta anciana. Pues
Sumailla era incomparablemente más bella que lo que era
posible imaginar. Más allá del asombro que su presencia
le causó, había en ella una cierta familiaridad, a la que
aún Ignacio no estaba preparado para reconocer. Era
evidente que Sumailla había conservado la misma belleza
de cuando niña, a pesar del paso del tiempo. Es más, aún
era casi una niña, con rasgos naturalmente de tal, pero
armonizados de modo inconcebible con los evidentes
signos de vejez. Sus cabellos largos y blancos (de un color
plateado cual si fueran hebras de plata) caían libres,
159
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

descansadamente por sus hombros. Dentro de las


armoniosas proporciones de su rostro, envidia del más
fino de los escultores de la Grecia clásica, siempre se
dibujaba una serena sonrisa, fresca e ingenua. Su mirar
era suave, transparente, así como sus ademanes
pausados y sus gestos completos, como musicales, sin
rastro alguno de tensión ni de pose (tal es así que en
cierto momento al final de su encuentro Ignacio se
propondría poner atención para determinar si en
realidad, en cada gesto, en cada paso, Sumailla no había
estado ejecutando una sutil e imperceptible danza
durante toda la tarde). La increíble mujer emanaba
ternura, belleza y provocaba una ineludible empatía. De
ella emanaba un aura suave, luminosa, resplandeciente.
Era imposible no ser sensible a su irradiación. Pues
Sumailla irradiaba belleza, ternura, bondad, alegría. Su
belleza no era el mero resultado de formas, colores y
dimensiones perfectas, los cuales no eran sino los
naturales y armónicos acompañantes de algo mucho más
contundente. Pues a Sumailla se le veía el alma. Ella
irradiaba su alma, la esencia de su ser, en cada gesto, en
cada sonrisa, en cada caricia.
Ni bien la mujer abrió los ojos, Ignacio sintió que ésta
le daba la bienvenida, de modo tan sólido como lo hacían
los rayos del sol de la tarde entibiabiando su rostro, aún
cuando no escuchó de ella ninguna palabra ni pudo
advertir ningún gesto o movimiento de su parte.
Entonces, la mujer le acarició suavemente el rostro de
modo maternal e Ignacio supo que decirle quién era
resultaba redundante. Claro que Ignacio apenas pudo
hilvanar esta idea en su mente, ante la embriagadora
sensación del contacto con la delicada piel de la anciana
que lo envolvió en una etérea sensación de gozo y
calidez. Luego de pasar largos instantes hasta atreverse a
160
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cortar el silencio y poner en peligro la magia, Ignacio


comenzó a hablar. Durante un tiempo que pareció eterno,
Ignacio le contó todo, le habló de su vida, del libro de
Piero, de sus visitas a la Terra Incommensurabile.
Sumailla no habló, pero no pareció necesario. No era
necesario para saber que lo amaba, que lo recibía como
sobrino. Pues Sumailla ya casi no hablaba nunca (no por
haber renunciado a ello sino que ello había ocurrido con
la naturalidad con que uno deja caer lo innecesario, lo
superfluo, aquello que se ha superado). Sumailla en estos
años casi sólo reía y cantaba, danzaba con frecuencia (tal
como cuando tenía pocos años de vida), jugaba con los
pájaros que parecían habitarla, con las flores y los pastos.
En cierto instante, con su diestra húmeda de secar las
lágrimas que le promovieron su propio relato, Ignacio
tomó la mano de la mujer y sintió como que esta se
deshacía en la suya. Y entonces abrazó a la anciana para
fundirse en una inenarrable calidez cual pincelada del sol
andino. A Ignacio le hizo tanto bien verla que se quedó
con ella tanto tiempo que no pudo luego precisar. Y en
ese lapso también él dejo de hablar (acallada su ansiedad
en la oceánica paz de la mujer), para mirarse, para
sentirse, para coparticipar de un lenguaje no verbal, no
gestual, un lenguaje tan profundo, tan primitivo, tan
esencial, que no necesitaba de nada. Tanto que al
marcharse, pasado el ocaso, nada se dijeron, pues todo
estaba dicho. Varios días subsiguientes pasó Ignacio en
Nueva Esperanza con la imagen de Sumailla grabada en
luz en su retina (tal como la había visto al quedar
mirándose por largas horas esa tarde y noche), de modo
que al cerrar los ojos la figura de Sumailla permanecía
aún frente a él amarilla, naranja, resplandeciente, tal
como ocurre luego de haber mirado fijamente al sol.
En cierto momento, su gran afán por conocer mejor
161
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

al pueblo indio de sus antecesores, por ser capaz de


amarlo como su abuelo italiano o su padre Ninan, hizo
que Ignacio se concentrara en estudiar sus historias y
costumbres y que comenzara a gestar un escrito que
pronto tomó la envergadura de una crónica. Ignacio
pensó que ello ayudaría a que los españoles conocieran
mejor a los indios y favorecería la relación entre los
pueblos. Pues no sólo pensaba que no se puede amar a lo
que se desconoce, sino que estaba convencido de que casi
siempre el odio tiene una raíz en el desconocimiento. Es
así que sus crónicas devinieron en cierto modo en un
tratado sobre la tolerancia. Si bien la situación en su
región era bastante buena, en el resto de América la
misma era desastrosa, con pueblos indígenas y culturas
que parecían destinados a desaparecer. Ello era terrible
en términos humanos, con poblaciones indígenas
diezmadas por la espada, por las pestes y enfermedades
y por el propio desaliento, pero también lo era en
términos culturales, por la progresiva desaparición de
culturas y visiones del mundo (cosmovisiones)
profundamente originales, nacidas de condiciones tan
distintas (¿cómo dejar extinguir semejantes sabidurías?).
El escrito de Ignacio se fundaba en el hacho de que el
odio se alimenta del desconocimiento. Pues el “otro”, el
rival o el enemigo, siempre es, al desconocerlo, mucho
“peor” y mucho más peligroso. Pues al desconocer
extrapolamos al otro, incluso hasta la fabulación, lo cual a
su vez nos provoca más miedo de él. Ignacio sabía que el
odio toma la escalera del desconocimiento, de la
exageración y del miedo. Y que como se alimenta de
ambas partes, esa escalera crece hacia los lados en espiral,
abarcándolo todo, arrastrándolo todo, pues cada reacción
es más desproporcionada que la anterior. Ignacio sentía
que lo que los españoles y los indios tenían en común, lo
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que los unía, era inmensurablemente superior a lo que


los separaba. Las grandes diferencias culturales eran
pequeñas frente a las similitudes. Desde la trivial en la
biología hasta la tan humana necesidad individual de ser
amados que sentía cada persona de ambos pueblos y
hasta las más profundas creencias sobre el espíritu divino
fundamento del mundo y el amor por él (pues más allá
de las grandes diferencias de las religiones, el Dios
cristiano y Pachanuna se fundían en el misterio esencial y
fundamento del mundo, como aliento del cosmos). Al
describir al hombre indio, Ignacio evidenció entonces que
bajo las triviales diferencias tan notables a los ojos, había
tanto en común: los deseos de paz, de amor, los miedos,
la fragilidad ... (sólo había que cerrar un poco más los
ojos y abrir un poco más el corazón). Y en cierto instante
la crónica se concentró en los niños, a quienes describió
en detalle. En ellos notaba el maestro que era aún más
difícil encontrar diferencias con los niños españoles, más
allá de lo exterior: sentían de modo muy parecido al
mundo que los rodeaba y manifestaban un similar modo
de entenderlo, tenían similar necesidad de reír (¡la misma
risa!), la misma necesidad de jugar, la misma capacidad
de sorprenderse y maravillarse, y por cosas similares. Y
cuanto más pequeño el niño, más universal resultaba.
Ignacio mostró cómo el gusto estético de la sociedad
europea no apreciaba a los hombres y mujeres de otras
razas como bellos, mientras que sí reconocía como
hermosos a los niños de dichas razas. “Un niño de
cualquier raza es necesariamente hermoso (algo que
resulta más claro cuanto más pequeño el niño, o cuando
bebé). Y es necesariamente bueno” escribió por allí
Ignacio quien, aunque ya por entonces sentía a la
increíble belleza de los niños, no era aún conciente de la
importancia que dicha afirmación tendría para él. Es así
163
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que la principal conclusión implícita en sus crónicas era


que el rostro espiritual de América, de ese indio que
estaban haciendo desaparecer, no era el del guerrero
fabuloso (como el de su padre Ninan, a quien de todos
modos siempre Ignacio vio más como el amante
formidable que como el guerrero temible), ni del salvaje
que creía en burdas y rústicas divinidades (mal juzgadas
así a la ligera por los españoles). Era el rostro de un niño,
al que costaba mucho diferenciarlo de los propios.

164
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Otra vez el odio

Con el tiempo, Ignacio fue ganando un lugar central


en las comunidades de Nueva Esperanza y en la ciudad
india de Thapa. Su incuestionable reputación y prestigio
en el colegio universitario de Nueva Esperanza como
erudito, como sabio de renombre europeo, y su
importancia en la ciudad como maestro de escuela, le
fueron valiendo un sitial de referente fundamental para
la gente de la ciudad. Asimismo, el cariño con que abrazó
la vocación docente (un cariño que ni él mismo hubiera
pensado unos años atrás que podría exhibir) le ganó la
amistad y la complicidad de los niños, en quienes Ignacio
volcaba su amor de modo desbordante, y la simpatía de
los padres. A su vez, Ignacio también comenzó a ser una
figura reconocida en Thapa. Pues más allá de ser el hijo
del gran Ninan, los indígenas valoraban su interés por el
sentir y por los problemas del pueblo indio (tal como
otrora había manifestado su abuelo Piero), su vocación
por interiorizarse y, principalmente, por participar de sus
costumbres y por el esfuerzo de integración que
motivaba a sus crónicas. Todo ello derivó en su natural,
aunque impensada por parte de Ignacio, participación en
el Consejo Asesor o Consejo de Notables de Thapa y en la
Real Audiencia de la Gobernación de Nueva Esperanza.
Sin quererlo explícitamente, y casi imperceptiblemente,
Ignacio comenzaba a cumplir con parte del sueño político
de su abuelo Pedro. Es claro que para ello contribuyó
también en modo póstumo el Conquistador, a través de
las gestiones del padre Juan y de don Alfonso (el menor
de los hijos de don Pedro, a quien tuvo mucho más tarde
con su tercera mujer, y quien ya bastante anciano era a
esta altura el jefe de gobierno de Nueva Esperanza).
165
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Asimismo, el propio Illapu, que obviamente formaba


parte del Consejo de Notables encabezando la
representación de los indios que había estipulado tiempo
atrás Don Pedro, propició el crecimiento de la figura
política de Ignacio.
Para Ignacio no era demasiado significativo el hecho
de que su figura hubiera ganado tanto relieve en virtud
de su inteligencia y de su vocación de servicio tanto hacia
los ciudadanos de Nueva Esperanza como de Thapa.
Valoraba más el hecho de que su vida personal
comenzara a desenvolverse en un clima de placidez y
felicidad que resultaba del todo nuevo para el. A su vez,
la región de Nueva Esperanza estaba ganando una
prometedora prosperidad, algo que también se extendía
a la ciudad india de Thapa, con la cual se mantenía una
buena relación y la que, en muchos aspectos gozaba de
una interesante independencia. Pero nada iba a ser fácil
en la nueva América, tan acostumbrada ya a esta altura a
horizontes apocalípticos. La relativa independencia de
Thapa, algo completamente inusual para una ciudad
india conquistada, y las políticas “indigenistas” de don
Alfonso ahora, como antes de don Pedro, no eran bien
vistas por muchos, principalmente por los encomenderos
(que luego de su anterior derrota permanecían
agazapados a la espera de una nueva oportunidad) ni por
las clases dirigentes de las poderosas ciudades del norte.
A ello se sumaba el precario estado de salud de don
Alfonso de la Barca quien, a pesar de los deseos de
Ignacio, comenzó a proponerlo como su sucesor. Mucho
tiempo le tomó al viejo gobernante, quien había hecho de
la persuasión su principal arma de gobierno, convencer a
Ignacio de que debía sucederlo en el gobierno. Mucho
debieron bregar también el padre Juan e Illapu para que
el maestro debilitara día tras día sus al principio fuertes
166
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

negativas al pedido de don Alfonso y para que la idea de


regir los destinos de la región, tal como había soñado su
abuelo materno, comenzara a tomar forma en la mente
del maestro. Pero que un medio indio, es más, que el hijo
de Ninan, pudiera regir los destinos de la región, no sólo
encolerizaba a los enemigos de don Alfonso, sino que les
daba el pretexto perfecto para por fin intentar poner bajo
su órbita a la región de Nueva Esperanza. Pues los
encomenderos y sus aliados del norte comenzaron a
presionar a la Metrópoli para que la región de Nueva
Esperanza, la cual era pequeña en dimensiones, fuera
absorbida en una nueva gobernación mucho más amplia
hacia el norte. De todos modos, la Corona no veía mal
que don Alfonso, que había resultado un gobernante
sabio y bondadoso, nombrara un sucesor. Y si bien tenían
cierto recelo al hecho de que fuera un mestizo, bien
sabían que la figura de Ignacio, a quien seguían
reconociendo como un sabio europeo, era capaz de
contentar tanto a criollos como a indios. Y ello significaría
a su vez una señal para ayudar a apaciguar al creciente
descontento entre la población indígena de una región
mucho más vasta que la de Nueva Esperanza. Pues, si
bien el alzamiento indio de la época de Ninan y los de
otras regiones habían sido aplastados, las brasas aún
seguían esparcidas por gran parte de las Indias,
alimentadas por los continuos atropellos de gobernantes
y encomenderos. Así, las gestiones de ambos grupos en
la península hicieron que la Corona decidiera enviar un
veedor real para examinar la situación. Don Manuel
Salazar y Vera, el emisario, era un hombre de edad, noble
de cuna y experto en relaciones políticas de gran
predicamento en la Corte. Don Manuel era un hombre
sagaz e inteligente que traía la misión de recabar
información que luego a su regreso a la península
167
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

contribuyera a la redacción de una Real Cédula para la


región que ratificaría o no la independencia de la Región
de Nueva Esperanza y que, en caso afirmativo,
designaría a su nuevo gobernador. Pero, dada su
experiencia y sus influencias, era bien claro que la
decisión corría casi totalmente por su cuenta.
Don Manuel primero visitó a los gobernantes de las
ciudades del norte. Allí escuchó discursos plenos de
odios disfrazados de temores. Escuchó sobre las
excesivas libertades de la ciudad india de Thapa. Sobre
las políticas indigenistas de don Alfonso que tanto daño
económico le estaban haciendo a la región y que
perjudicaban a la metrópoli. Se le denunciaron planes de
rebelión de los indios de toda la vasta región de la
América del Sur contra los cuales debía demostrarse
fuerza y no debilidad. Se le refirió sobre rutas
comerciales más complicadas e intereses económicos
españoles amenazados o perjudicados, principalmente
con encomiendas que apenas podían sobrevivir por la
laxitud de las políticas de la región de Nueva Esperanza.
Y el mismo discurso se le repitió al visitar a los
encomenderos de la región en cuestión. Pero el punto
final del viaje del veedor eran las ciudades de Thapa y de
Nueva Esperanza. En Thapa acudió de improviso, sin
previo aviso. Su visita coincidió con un importante ritual
en honor de la Madre Tierra. Entre la muchedumbre
india, el veedor se sorprendió al encontrarse con un
“indio” un tanto extraño. Era Ignacio que participaba de
la celebración, algo que hacía con cierta frecuencia en los
eventos más importantes para vivir las costumbres de sus
ancestros y satisfacer a una de sus mitades ancestrales.
En la cena en el templo con Illapu, Ignacio se presentó a
don Manuel y conversó unos instantes con él, para luego
agasajar a los presentes con una ejecución de violín que
168
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

abarcó tanto obras académicas europeas, como


adaptaciones suyas de músicas andinas acompañado por
un grupo indio de vientos. —Sé que el veedor ha sido
enviado por los encomenderos para verme en esta
situación. Creen que ello será contraproducente para
nosotros, pero no es así. Y no tengo nada que ocultar, ni
nada de que avergonzarme, mi amigo —le comentó
luego a Illapu.
El veedor observó por unos días la situación en
Thapa y partió luego hacia Nueva Esperanza. Allí se
reunió con don Alfonso y los miembros de la Real
Audiencia en una cena de agasajo que el viejo
gobernante, hábil en las artes de la diplomacia, había
organizado en su casa. Del encuentro participó Ignacio,
en quien ahora finamente ataviado, el veedor real
reconoció la estampa de refinado profesor parisino, lo
cual se consolidó durante el transcurso de la charla en
que el español se vio maravillado por su amplia
erudición, por su elocuencia y por su profunda
inteligencia. Allí el viejo gobernador aprovechó la
ocasión para informar al veedor de las bondades del
clima de paz y prosperidad económica de que gozaba por
entonces la región, sobre todo de la armoniosa
convivencia que se había logrado con los indios
Kunturwari, de los cuales resaltó su carácter netamente
pacífico y colaborador. También fue informado sobre los
tributos que con rigurosidad la ciudad india pagaba a la
Corona Española, y sobre su dependencia política de la
Real Audiencia de Nueva Esperanza y de su gobernador
(tratando de relativizar, aunque esto probablemente no
con mucho éxito ante la perspicacia del veedor, el papel
de Illapu y del Consejo de Notables, al que don Alfonso
definió como un órgano consultor de mucho provecho
pero minimizando totalmente sus incumbencias
169
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

ejecutivas). Don Alfonso planteó que su gobierno


constituía la continuidad y profundización del proyecto
integrador iniciado por don Pedro, el cual promovería la
necesaria fusión a futuro en el nuevo elemento criollo,
pero siempre velando por los intereses de la Corona. Un
párrafo aparte y luego una visita especial mereció la obra
de Gregorio, continuada ahora por el padre Juan, en
perfecta sintonía con las indicaciones de la Iglesia y la
Corona sobre la evangelización de los naturales.
Tampoco se privó don Alfonso en dicho encuentro de
informarle al veedor de sus deseos, casi de su necesidad,
de dejar el gobierno próximamente, dadas su delicada
salud y avanzada edad, rogándole le hiciera saber a la
Corona su solicitud, en virtud de su intachable y
fructífera gestión para la península, de que se le
permitiera emitir su consejo sobre la designación de su
sucesor, lo cual significó un claro y para nada disimulado
guiño sobre la figura de Ignacio.
Luego de dicha primera cena, el veedor pasó unos
días más tanto en Nueva Esperanza como recorriendo la
región, tomando nota del cuadro de situación. Un par de
noches antes de su partida de regreso a España, en
Nueva Esperanza se celebró la fiesta anual en
conmemoración de su fundación. En dichas fiestas el
pueblo entero se reunía en la plaza principal en un clima
festivo para comer, beber, bailar y divertirse. Asimismo,
en ellas solían realizarse dramatizaciones de temas
españoles y criollos relativos a la conquista. Hacia el final
de la fiesta el veedor se encontraba conversando
animadamente con don Alfonso, Ignacio y,
principalmente con Lola, cuya belleza no había
empalidecido sino que, por el contrario, el paso del
tiempo le había sentado muy bien. En esos instantes se
pudo observar un cierto revuelo en la calle principal
170
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

hasta que frente a ellos se plantó una carreta de la cual


unos hombres, que eran parte de los encomenderos más
radicalizados, hicieron descender a un enorme toro que
llevaba un cóndor amarrado a su lomo. Ante los
sorprendidos presentes, la escena resultaba impactante
por los dos colosales animales; el taurino bufando y
corcoveando mientras el ave aleteaba desprolijamente
con sus enormes alas hasta lograr liberarse y escapar
carreteando y volando torpemente. La sorpresa hizo que
los guardias demoraran unos instantes en acudir al lugar
y poner punto final a la escena. Don Alfonso, sumamente
enojado alzó su voz para recriminar a Gonzalo Rodríguez
de Valdés, quien era el principal referente del grupo.
Este, por su parte, sin mostrar respeto alguno por el
gobernador, se plantó a escaso metro de las sillas que
aquél ocupaba junto al veedor, Ignacio y Lola y se dirigió
al veedor con determinación:
—Esta es una ceremonia que, según sabrán, resulta
bastante común en varios de los pueblos indios de la
región andina. El toro representa a la poderosa España y
a sus representantes americanos, mientras que el cóndor
es un emblema de los indios de los Andes. La escena
representa el triunfo final de éstos liberándose del yugo y
sometimiento español. Este es un sentir cada vez más
generalizado en el sur de América, al que debemos cortar
de raíz lo antes posible si es que no queremos contribuir
a alimentarlo y propiciarlo. Para ello se requiere que la
región esté fuerte y unida y que sea gobernada con
firmeza. A cualquier español con orgullo, la escena del
cóndor y el toro debe causarle indignación —y agregó
señalando hacia Ignacio— : Sin embargo aquí, en Nueva
Esperanza, parece que queremos hacerla literal. Aquí
algunos quieren poner a un medio indio a jinetear sobre
su lomo. ¡Cómo pueden olvidarse del daño que las
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

rebeliones locales causaron tiempo atrás a nuestro


pueblo! ¡Cómo pueden olvidarse de que este hombre es
el hijo de Ninan!
A metro y medio del encomendero y al lado del
veedor, Ignacio se levantó de inmediato, y dirigiéndose al
veedor, dijo: —El pueblo Kunturwari ama la paz e
históricamente ha hecho un culto de ella, señor. Y jamás
esta salvaje práctica con animales, a los que veneran en
su sagrada naturaleza, se ha observado en nuestra región.
Los Kunturwari son un pueblo de paz. Un pueblo que
vive en armonía con su tierra y con el cosmos. Un pueblo
que quiere seguir viviendo en una paz constructiva con
nosotros. En este rincón apartado de los Andes, España
está honrando los principios que pregona de paz y
justicia y el mandato de la Iglesia y de la Cruz. Ello es
algo que no sucede en otras partes de América en donde
los indios están siendo aniquilados física y culturalmente,
lugares donde priman el odio y el sometimiento y donde
de tanto en tanto se desata la guerra. Sin embargo, en este
pequeño lugar del mundo, sirviendo a España de modo
riguroso y puntual como en ninguna otra parte tal como
usted habrá observado, se está llevando a cabo una
experiencia de integración invalorable —y se dirigió a
uno de los niños que correteaban por el lugar (hijo de
uno de los miembros de la Real Audiencia y uno de sus
alumnos en la escuela)—: Josesito, cuéntanos por favor
quién es el pequeño Suri.
—Es mi amigo, señor —respondió el niño con su
natural ingenuidad.
—¿Podemos explicarle a Josesito porqué algunos
consideran que su amiguito Suri, uno de los niños
Kunturwari, es tan distinto? ¿Podemos explicarle en
virtud de qué niños como su amiguito mueren a cada
instante en tantas regiones de Amércia?; ¿por qué a los
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

indios se los persigue y se los condena al hambre?


¿Podemos explicarle el fundamento de las guerras?
¿Podemos justificarles el disfraz épico con que cubrimos
al horror? ¿No deberíamos, en cambio, cuestionarnos
aquellas conductas y comportamientos que, por
antinaturales, no podemos explicarles a nuestros hijos?
Los Kunturwari, a quienes muchos apresuradamente
juzgan como un pueblo primitivo y poco avanzado,
tienen poco de qué avergonzarse frente a sus hijos; no
existe para ellos el hambre, casi no conocieron la guerra
en toda su historia y viven felices y en paz. ¿Podemos
nosotros decir lo mismo? ¿Cuál es el parámetro de la
evolución? Mis hijos son criollos, culturalmente muy
similares a los españoles, y yo muchas veces no se cómo
responder a algunas de sus preguntas. Aunque algo es
claro como el agua. Nuestros hijos quieren vivir en paz,
con prosperidad, en el amor. Ud, señor veedor es un
hombre de bien. Y Ud., tanto como la Corona y la Iglesia
en sus mandatos respecto del gobierno justo y cristiano
de esta nueva tierra, tiene mucho más en común con los
Kunturwari que con los encomenderos y sus aliados del
norte. Son precisamente estos últimos quienes le están
haciendo mucho daño al Nuevo Mundo. Y
contrariamente a lo que han querido demostrar con tan
burda y cruel parodia, a ellos poco les interesa España.
Su único rey, y su único dios, es el dinero.
Don Gonzalo, furioso ante esta especie de discurso
de Ignacio, no pudo contenerse y le gritó en la cara: —
¡Mientes, asqueroso mestizo! —mientras le aplicaba una
sonora bofetada que le hizo brotar abundante sangre de
su labio inferior. A medida que los soldados sujetaban al
encomendero de los brazos, rojas gotas de sangre del
maestro cayeron sobre las baldosas. E Ignacio, secándose
la sangre con un pañuelo, volvió a ignorar al
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

encomendero para nuevamente dirigirse a don Manuel


Salazar y Vera: —Esta es mi sangre, señor veedor —dijo
pausado—, mitad española y mitad kunturwari. ¿Puede
usted, mi señor, decirme cuál es la mitad buena?, ¿puede
usted separarlas? —inquirió para culminar afirmando—:
La sangre que derramamos en las guerras entre nuestros
pueblos se burla en su color de nuestra intolerancia e
ignorancia —a medida que, como si se estuviera
sumando a la metáfora, su sangre resplandecía bajo el sol
en un color rojo rubí intenso sobre las grises baldosas.
Luego que los guardias lo liberaran tras una seña de don
Alfonso, crispado el gesto, encendidos de odio los ojos,
Rodríguez de Valdés se apresuró a subirse a su
cabalgadura. Y al cruzar miradas con los atentos y
circunspectos ojos del veedor intuyó que la jugarreta del
toro le había hecho flaco favor a su causa.

174
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Otra vez la guerra

No era necesario, sin embargo, este pintoresco y


colorido acontecimiento para decidir al veedor. Antes de
partir a España su postura ya estaba tomada. Y bien sabía
que su opinión iba a ser decisiva a la hora de que la
Corona dictara la Real Cédula para la región de Nueva
Esperanza. Los encomenderos y sus aliados continuaron
moviendo sus influencias en la península, pero pronto
supieron que ello era en vano. Las voces influyentes de la
corte dejaban traslucir que la Real Cédula no iba a hacer
sino respetar la voluntad del viejo y apreciado
gobernante de Nueva Esperanza. Y la voluntad de don
Alfonso, más allá del importante hecho de mantener la
independencia de la región respecto de los poderosos
centros del norte, tenía nombre propio: Ignacio. Era claro
que para los encomenderos y sus aliados un gobierno de
Ignacio representaría un enorme escollo para sus
desmedidos apetitos e intereses. Así que, agotadas las
palabras, juzgaron que era el tiempo de la acción. —Hay
que actuar antes de que llegue la Real Cédula —se
repetían los enemigos de don Alfonso e Ignacio en
América. Tal era la determinación de estos hombres de
actuar rápidamente, que no hubo instancia de diálogo. Ya
hacía rato que las grandes ciudades del norte junto a los
encomenderos más poderosos habían decidido qué hacer
en caso de no poder influir en la decisión real. Era el
momento de presionar con el hecho consumado del
sometimiento de Nueva Esperanza antes de que se
tomara la decisión formal de mantener su independencia
de las grandes gobernaciones del norte al llegar la Real
Cédula. Es así como no era cuestión de mucho tiempo
movilizar hacia la zona codiciada a un ejército de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

proporciones financiado por el norte y por los


encomenderos de la región de Nueva Esperanza.
Cuando vio que la confrontación era inevitable y ni
bien tuvo noticias de que el ejército enemigo avanzaba
hacia el sur, don Alfonso instruyó a sus generales a
marchar a detenerlos lo más lejos posible de Nueva
Esperanza, mientras él trataba de conseguir más tropas.
La fuerza enemiga era muy superior en número y
recursos, pero no había otra opción, pues de otro modo la
ciudad caería pronto. Varios de los propios integrantes
de la Real Audiencia marcharon con el ejército. El mismo
Ignacio decidió marchar, pese a los pedidos de Lola y
don Alfonso en contrario. El no era un hombre de acción,
era un matemático, un maestro, pero sintió que la hora lo
llamaba. Además sentía sobre sí cierta responsabilidad en
el origen del conflicto. Don Alfonso le explicó que
aunque él no lo hubiera elegido como su sucesor, el
conflicto igualmente se habría desatado: —Chocan aquí
dos modos opuestos de concebir el gobierno de la nueva
tierra que reflotan viejas rivalidades. Recuerda cuánto le
costó a mi padre, a tu abuelo, con toda su autoridad,
mantener la paz en sus días.
Pero Ignacio ya había tomado su decisión. Es así que
una mañana, luego de besar las lágrimas de su amada
esposa con la solemnidad y completitud de quien hace
algo quizá por última vez, Ignacio se sumó a la tropa. Esa
mañana de la partida un frío casi invernal calaba los
huesos hasta lo más hondo. Las miradas de los soldados,
afectadas por el mismo gris de la húmeda atmósfera se
perdían en la espesura de la niebla adivinando formas
groseras y sin color, casi desganadamente dibujadas, a
tono con la pérdida de valor que la vida humana
comenzaba a tener en tales circunstancias. Ignacio pensó
entonces en el horror de la guerra. En el dolor del amante
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Ninan, convirtiéndose en guerrero. Pero finalmente


decidió dejar de lado tan tristes cavilaciones y resopló
profundamente generando un chorro de vapor
desordenado contra el fondo frío de la mañana. Pero,
como del destino, hay cosas de las que uno no se puede
escapar. —Vine en parte a América a reencontrarme con
mis raíces, con mi padre. Aunque éste de hoy no era
precisamente el modo en que pensaba hacerlo —pensó.
Luego de una larga marcha, una noche acamparon
bajo un frío firmamento sin luna. Ya estaban muy cerca
de las tropas enemigas, así que al día siguiente se
levantaron muy temprano, antes del amanecer. El rojo
intenso de la alborada traía presagios de sangre cuando
se asomaron a una enorme quebrada, del otro lado de la
cual se podía divisar al enemigo. La mayor parte de las
nubes de los días anteriores habían sido borradas por el
viento, de modo que en la diáfana atmósfera matinal
todos los colores parecían más vivos, como si la
naturaleza hubiera querido, por cuenta del despliegue de
su majestuosa belleza, recordar todo lo valioso para el
alma y así influir en los ánimos y voluntades de los
hombres para evitar la tragedia. Pero el odio es
obstinado. La batalla era ineludible. Luego de descender
al enorme valle, Ignacio y los suyos enviaron un par de
emisarios para tratar de disuadir al enemigo de comenzar
la lucha. Pero fue en vano. A medida que la tropa
enemiga comenzaba con su carga, Ignacio supo que no
era necesario ser matemático para ver que ante la
desventaja numérica, los suyos contaban con escasísimas
probabilidades de victoria. Y esa primera carga fue
tremenda. Ignacio supo que pensar en el horror de la
guerra no se compara con vivirlo. ¡Como era posible que
las novelas épicas escondieran, bajo una aparentemente
ingenua estética de la violencia, a la mutilación de los
177
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

cuerpos, de las vida, de los sueños? ¡Tanta bestialidad,


tanto horror, tanto dolor! En cierto instante, Ignacio sintió
una descarga de fuego. La vio, estentórea, lenta,
ineludible, alcanzar su hombro derecho y hacerse dolor
húmedo y caliente a medida que su cuerpo caía
irremediablemente de su cabalgadura. Un amigo lo
protegió luego de la caída, pero la lucha de pronto
pareció olvidarlo, creyéndolo muerto, empecinada en su
ciega voracidad. E Ignacio quedó tendido en el campo de
batalla, de espaldas sobre el helado suelo que más bien
parecía la capa de la misma Parca, la cara al cielo, los ojos
color crepúsculo abiertos de par en par. Y entonces, con
su mirada preñada de una increíble perspectiva de la
bóveda divina contemplada desde el infierno, vio al
pájaro. Pues un enorme cóndor sobrevolaba la escena.
Quizá lo estaba haciendo desde hacía mucho. Quizá
desde el principio, pues Ignacio, que inmóvil por la
herida casi se olvida de la batalla, siguió contemplándolo
y notó que el ave aparecía y desparecía por largos
minutos para volver a mostrarse. En la increíble belleza
de su danza circular, trazaba amplios círculos casi
centrados sobre el maestro para luego alargarlos,
ascendiendo en espiral y desapareciendo en la lejanía,
para luego de un buen rato regresar a la escena,
extrañamente una y otra vez. —Esta vez no eres
precisamente un buen agüero, abuelo —bromeó para si
Ignacio, sin perder el humor a pesar de la situación (buen
almuerzo suponía iba a resultar para los buitres). No
supo cuánto tiempo duró este primer encuentro con el
enemigo. Pero en cierto instante, ambas tropas se
retiraron para reorganizarse. Ignacio fue descubierto con
vida por sus soldados y llevado en una camilla de
campaña. Supieron entonces que una segunda carga iba a
ser definitiva. La victoria de los enemigos era cuestión
178
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

juzgada. Luego de un tiempo, volvieron a enviar unos


emisarios para pactar un cese del fuego y una retirada de
ambos bandos, pero no fue aceptado. El objetivo del
enemigo era la marcha hacia Nueva Esperanza y la toma
de la ciudad (e, inconfesadamente, la muerte de Ignacio).
Pasaron algunas horas en que ambos bandos lamieron
sus heridas. El cóndor seguía con sus apariciones y su
obstinada danza circular, la cual parecía estar centrada
precisamente en Ignacio. En cierto instante las banderas
del enemigo empezaron a flamear más fuerte,
confirmando el estrépito de los cascos de los caballos
contra el suelo y los alaridos viriles de guerra. Los leales
se miraron, dispuestos a resistir, pero sabedores de la
inminencia de la derrota, cuando lo imprevisto sucedió.
De la alta pared oeste que enmarcaba la quebrada (por
donde corría un difícil cordón montañoso de cientos de
kilómetros de largo) comenzaron a descolgarse unos
puntos negros, así como aparecen y se mueven las
hormigas ante la inminencia de la lluvia. Eran los
pacíficos Kunturwari que, guiados por Illapu, habían
decidido que la hora los llamaba. Nunca tan valiosa
resultaba ahora su habilidad para descender por las
faldas de los cerros, algo que Ignacio siempre había
admirado en los indios y, sobre todo en los niños (no
podía creer que esos niñitos se movieran como cervatillos
en un ambiente en que a los españoles el oxígeno nunca
parecía serles suficiente; él mismo nunca pudo ser capaz
de correr así alegremente por la montaña, sino caminarla
con respeto). El ataque por el flanco, mientras las tropas
enemigas estaban a punto de chocar por segunda vez con
los leales, sembró el desconcierto en éstas más por la
sorpresa que por la contundencia. Y la circunstancia fue
aprovechada, como se aprovechan los milagros, por las
tropas leales para repeler la carga y dispersar al enemigo
179
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

que debió retirarse resignando la batalla y dejando varios


prisioneros. La sorpresiva ayuda de los indios ayudó
también a minimizar las bajas de ambos lados, pues la
batalla hubiera sido cruenta de no haberse producido
semejante golpe de efecto. Y, principalmente, el revés
sufrido por los atacantes sería fundamental para
salvaguardar a Nueva Esperanza. La reorganización de
una segunda invasión demandaría tiempo, el mismo que
don Alfonso necesitaba para sumar tropas leales y
voluntades políticas que impidieran la intentona de los
conspiradores y permitieran la llegada y puesta en
vigencia de la Real Cédula la cual, por si quedaba alguna
duda, más que nunca ahora respetaría sus deseos. Desde
su catre de batalla, el herido Ignacio se preguntaba cómo
era posible que los Kunturwari, impedidos por las
montañas, hubieran sido capaces de predecir el lugar
exacto de la batalla para presentarse en el momento
preciso y torcer el curso de la misma. —¡Bendita
casualidad!, como si hubieran tenido ojos en el cielo —
pensó. Y se detuvo un momento: —¡Ojos en el cielo! —se
repitió al tiempo que en las alturas un diminuto punto
negro parecía ascender, ahora sí desentendiéndose de la
escena.
La alegría por la inesperada victoria se instaló entre
los leales a medida que retornaban a Nueva Esperanza
con las buenas nuevas. La herida sufrida por Ignacio era
sólo de relativa consideración, pero el frío también lo
había afectado y el maestro tenía fiebre y escalofríos. Y el
duro clima también complicaba la vuelta. Si bien no
corría riesgo de vida, la salud del maestro estaba muy
delicada, así que decidieron no arriesgarlo a una travesía
más larga sino pasar por el convento del padre Juan (un
convento que había creado éste bastante más al noreste
de Nueva Esperanza y en el cual pasaba la mayor parte
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

del tiempo, mucho más que en la reducción de Gregorio,


ahora dirigida por otro jesuita). Allí la tropa dejó a
Ignacio con una pequeña guardia al cuidado del cura y
emprendió de nuevo el regreso a su ciudad. En el
convento residían, asimismo, un par de médicos, también
sacerdotes jesuitas que participaban de la misión del
padre Juan y que trataban a los sacerdotes y a los indios
enfermos de la región. Ignacio fue atendido por ellos y
trasladado a una de las habitaciones de huéspedes. La
herida del hombro no era muy complicada, pero
requeriría de curaciones periódicas y de un buen
descanso. Esa noche el maestro la pasó semi-inconsciente
y con fiebre, aunque ya al día siguiente, se sentía mejor.
La visita del padre Juan lo alegró mucho y conversó con
él animadamente. En esa charla se enteró de que Sumailla
estaba en el convento. La anciana había sido derivada allí
hacía unos días por pedido de Illapu, dado que su salud
se encontraba endeble, principalmente afectada por una
afección respiratoria que atentaba también contra su ya
débil corazón. Al saber que Sumailla ya estaba mejor,
Ignacio solicitó ese día, desoyendo los consejos de todos
dado el descanso que el maestro requería, que la llevaran
a su cuarto. Antes de que la vieja india llegara al cuarto
del maestro, a éste le asaltó una duda, un pensamiento:
—¿Cuántos años tendrá Sumailla; alguien sabrá?, ¿cuál
será su destino para vivir tantos años?. Sumailla, virgen y
siempre niña, era un ser reservado a los dioses, era en sí
un templo, el más fino de los templos. Pues los templos
kunturwari eran reservorios de belleza para agradecer y
agradar a los dioses. Y entonces Ignacio recordó los
dichos de Kunturi a Piero di Capri, para quien Sumailla
era un ser sabio, un inherente guardián (en su modo de
vida, en sus manifestaciones) de un profundo secreto, de
una verdad divina. Cuando la anciana entró en la
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

habitación, a Ignacio le pareció que ésta se iluminaba por


cierta luz, casi imperceptible pero que luego se tronaba
extremadamente contundente, irradiada por la anciana.
Ignacio le pidió que se acercara y acarició su mano. Se
miraron un largo rato en silencio e Ignacio le comentó lo
sucedido en el campo de batalla. Y luego le dijo:
—Querida Sumailla. Pensé que me moría en el
campo de batalla. Pero se que aún no es tiempo. Y hay
algo que todavía necesito comprender para poder morir
tranquilo, aún cuando ya he aprendido a convivir con
ello, con el enigma de la Terra Incommensurabile. He
aprendido a golpear a sus puertas de los modos más
diversos. He sentido lo que mi familia, incluida tu, ha
vivido en el pasado.
E Ignacio, olvidándose de que estaba ante alguien
que parecía tener la mentalidad de una niña pequeña, le
contó también de la transformación que ello operaba en
él. Que él mismo se sentía distinto, que se sentía otro al
momento de adentrarse en esa tierra ignota y prodigiosa.
Pues ante lo inconmensurable de tal mundo, ante su
belleza, riqueza y potencialidad, no cabía otra postura
que la humildad (derrumbándose simplemente cualquier
atisbo de soberbia ante algo tan grandioso). Ante lo
inconmensurable no tenía sentido sino disponerse a
escuchar, a sentir, a ser inundado. Pues ante lo
inconmensurable no cabía otra postura que la libertad,
dejando caer naturalmente inútiles prejuicios que sólo le
privarían a ello del necesario lugar para expresarse. Pues
ante lo inconmensurable no cabía otra postura que la
sensibilidad para embeberse fervorosamente de ello, para
captarlo en toda la profundidad posible. Pues ante lo
inconmensurable, en fin, no cabía otra postura que la
condición de amante. La virtud era simple en dicho
contexto, el amor era el único modo de relación posible
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

con ese mundo increíble, con esos hermosos seres, por el


simple hecho del reconocimiento de su
inconmensurabilidad. Y dicha consciencia de la
inconmensurabilidad de tal universo, que transformaba
por completo a la postura para abordarlo, era directa,
simple, cristalinamente evidente, pues dicho mundo era
formidablemente elocuente. —¡Qué hermoso y qué fácil
sería vivir en un mundo así! ¡Qué hermoso sería que
nuestro mundo alguna vez se pareciera a él! —le dijo a la
anciana con lágrimas en los ojos ante la evocación—. De
todos modos, aún no comprendo su más íntima
naturaleza. Aún no sé si nos estamos asomando al
paraíso, al mundo divino, si estamos ante el mundo de
nuestros pares dorados. Si representan instantes en que
trascendemos a la pobre imagen o proyección de Dios
que vemos en nuestro mundo de todos los días, logrando
reflejar su gloria, logrando entrar en contacto con el Ser
Supremo, logrando ver más allá de la imagen, al
original. Instantes en que nuestro pobre mundo cotidiano
se toca con ese inconmensurable mundo superior, divino.
O bien, si sólo es una proyección de nuestras fantasías. O
un hermoso delirio místico. El espejismo que ve el
sediento en el desierto. En fin, necesito saber si estamos
vislumbrando el “otro mundo” o si sólo nos estamos
engañando con nuestras esperanzas. Además, nunca he
podido compartirlo con nadie. Pues ello es intransferible.
Nadie que no lo haya vivido puede comprender a que me
refiero. Sería muy importante para mi, por lo tanto, saber
si a ti aún te ocurre. Ya se que tu silencio es sabio, que tu
has trascendido el lenguaje. Pero espero te compadezcas
de este hombre que en este asunto tan crucial y
extraordinario se siente el más solo de los hombres, que
se encuentra en medio del más vasto de los desiertos.
Cuéntame por favor cómo ha sido tu última experiencia
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

con la Terra Incommensurabile —le suplicó. La anciana,


ante el anhelante pedido del maestro, el cual ya a esta
altura comenzaba a volver a sentir los síntomas de la
fiebre, se apiadó de él y comenzó a hablar. Así, Sumailla
rompió su silencio naturalmente, tan naturalmente como
lo había comenzado hacía ya tiempo. Pues hacía rato que
Sumailla casi no hablaba, sólo cantaba. O, mejor dicho,
hacía rato que Sumailla no necesitaba de palabras para
hablar. Entonces la anciana, corriendo levemente las
cortinas de la ventana de la habitación y observando
tranquilamente el exterior, le comentó que no podía
responder a sus preguntas, que no sabía a qué “otro
mundo” o a qué proyección de ilusiones se refería
Ignacio pues para ella sólo había “un” mundo, pero que
sí podía describirle lo que ella experimentaba. Y comenzó
a pintar con su plano lenguaje de niña la más bella escena
que Ignacio hubiera escuchado. Le habló sobre un ser tan
maravilloso, tan bello, tan radiante, que rememoró en la
mente del maestro los más mínimos detalles de los seres
que él había conocido en sus excursiones a la Terra
Inconmensurabile. —Gracias, muchas gracias. No sabes
qué alegría me da escuchar ello de labios ajenos —le dijo
Ignacio—. Pero dime por favor, ¿cuándo ha ocurrido la
vivencia que me relataste? ¿Te sucede con frecuencia?. La
anciana lo miró entonces con cierta ingenua extrañeza. —
Querido hijo, yo simplemente describía lo que estaba
viendo en este instante —le deslizó pausadamente. A
Ignacio lo sorprendió la inesperada respuesta de la
mujer. Se irguió un poco más en la cama en la que estaba
sentado y miró por la ventana. Mayor fue su sorpresa al
descubrir afuera a Juan, el jardinero del convento,
trabajando entre unas plantas. Ignacio pensó que si había
un hombre feo y desagradable, ese era el jardinero. Y más
allá de serlo por cierta apariencia en su rostro y en su
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

pose, moldeadas quizá por su dura vida pasada, lo era


por la repulsión que causaban ciertos recuerdos de la
historia del sujeto. Había sido éste un hombre ruin y
soez, uno de esos pobres delincuentes a quienes una vida
de carencias, rigores, sinsabores y desprecios había
llevado a cometer grandes felonías y deshonras. Ya
relativamente de viejo el padre Juan un día había
rescatado más a su alma que a su hambreado cuerpo,
llamándolo a servir en el convento. El trabajo digno y las
charlas del cura habían operado una gran transformación
en el hombre, —pero de cualquier modo, sería uno de los
últimos seres humanos en quien vería belleza —pensó
Ignacio. —¿Estás segura de lo que me dices? —le
preguntó Ignacio a Sumailla—. Yo sólo veo al pobre de
Juan, allí entre los canteros —agregó. —Si, mi querido.
Estaba observando al jardinero, como ahora te estoy
observando a ti, que estás tan radiante y tan hermoso
como siempre. ¿Qué más podría estar viendo? —replicó
dulcemente la anciana. Que Sumailla sintiera la
existencia de un único mundo, tan idéntico a la Terra
Incommensurabile, perturbó un poco al maestro. ¿Sería
que la niña-anciana vivía sumida en una fantasía? ¿Era
que no existía ningún “mundo superior”? Pero esta
explicación tampoco lo conformaba. Sumailla era un ser
muy especial, no podía ser bajo ningún punto de vista
una simple delirante. Es así como de todos modos, sin
comprender completamente lo que a esta altura debiera
haberle resultado evidente, Ignacio recordó los dichos de
Piero di Capri en su libro acerca de que Sumailla parecía
vivir constantemente en la Terra Incommnesurabile.
Recordó también aquél relato de Piero de la florcilla en la
mano de su hija y lo revivió en el mismo instante en que
sentía una caricia tal en su propia diestra tomándose de
la arrugada mano de la anciana. Ello le dio paz,
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

esperanzas y alegría. Entonces Ignacio, agotado por la


charla, casi más cansado en lo intelectual y emocional
que en lo físico, se quedó dormido. Sumailla, por su
parte, besó suavemente la frente del maestro y se sentó
en su cama.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Sumailla

Por suerte la paz había vuelto a reinar sobre Nueva


Esperanza y la región, y era cuestión de muy pocos días
que Ignacio se recuperara y volviera a su casa y la
escuela. Sin embargo, cuando todo parecía volver a
encaminarse por la buena senda, una nueva amenaza
comenzó a cernirse esa misma noche en el convento
sobre el matemático maestro, luego de su charla con
Sumailla. Si bien los encomenderos habían sido
derrotados en la batalla, no todos habían huido al norte.
Un grupo pequeño, liderado por Gonzalo Rodríguez de
Valdés y Martín Ortiz de Suárez, había decidido que su
causa no estaba completamente perdida. Si bien ya el
control de Nueva Esperanza no iba a ser posible, estos
hombres estaban resueltos a que el hijo de Ninan no
rigiera los destinos de la región, con el evidente perjuicio
que ello creían resultaría a sus intereses. Es así como un
grupo de unos pocos jinetes, luego de huir de la zona de
la gran quebrada, retomó después de cierto tiempo el
rumbo sur. La dirección que había tomado el ejército leal
y el evidentemente delicado estado de salud de Ignacio
les indicó que les iba a ser necesario detenerse en el
convento del padre Juan, más aún debido a las
inclemencias del clima imperante. De tal modo, los
desleales esperaron su oportunidad y esa noche,
moviéndose sigilosamente entre las sombras, atacaron a
los desprevenidos guardias del convento, reduciéndolos
casi sin producir ruidos y, sin levantar sospechas, se
adentraron en el edificio. El pasillo que guiaba a los
cuartos de huéspedes, los cuales lindaban con el patio
central, tenía a un guardia apostado. Dicho soldado no
pudo siquiera reaccionar al advertir los movimientos de
187
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

los desleales. Parecía que finalmente, ahora sí le había


llegado su hora al maestro de los ojos dorados.
Dentro de la habitación y aún entredormido, Ignacio
abrió con dificultad los ojos. Sin embargo, la imagen que
el dormitorio le devolvió le hizo dudar de si se había
despertado o aún estaba en un sueño. Pues con
incredulidad, advirtió que la pesada llave de hierro de la
cerradura de la puerta de la habitación se movía
suavemente y pareció comenzar a caer al suelo. Pero lo
hacía tan lentamente como si estuviera flotando, tanto
que por largos instantes permaneció en el aire. Luego de
que finalmente tras un lapso increíblemente dilatado la
llave cayera en el suelo casi sin producir ruido, todo se
precipitó e Ignacio pudo constatar entonces que ya no
estaba dormido. El estruendo de un arma de fuego
precedió a la abrupta apertura de la puerta, empujada
por el cuerpo en caída de don Gonzalo. Había sucedido
que el soldado que realizaba el cambio de guardia,
habiéndose percatado de la situación, se había dirigido
raudamente junto a otro par de hombres hacia la
habitación de Ignacio y había disparado contra los
encomenderos, logrando controlar la situación. Lo
extraño para este hombre era que parecía que entre el
momento que los encomenderos habían atacado al
guardia anterior a la entrada del pasillo de las
habitaciones de huéspedes, es decir, a pocos metros de la
habitación de Ignacio, y este momento habían
transcurrido largos minutos. De ser así, era como si los
encomenderos hubieran equivocado el camino (estando a
pocos pasos de su objetivo e ignorando la pista sobre su
ubicación que daba la presencia del guardia) y se
hubieran extraviado un tiempo en el edificio. O bien, que
una extrema pesadez, una lentitud inimaginable se
hubiera apoderado de los mismos. Ignacio, ahora ya bien
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

despierto y sobresaltado por lo ocurrido, observó a su


lado en la habitación. En el piso y en pose de oración
meditativa (cual Hastukapaq) se encontraba Sumailla,
quien no se había retirado sino que se había quedado con
él luego de que éste se durmiera. La sutil sonrisa en el
rostro de la anciana lucía ante una mirada apresurada,
como cómplice, pícara. Sin embargo, era la ingenua
Sumailla, quien vivía con la sonrisa en el rostro.
La recuperación de Ignacio en el convento fue muy
rápida y en pocos días pudo regresar a Nueva Esperanza.
Lola lo recibió entonces entre lágrimas, con besos y
abrazos. —No has dejado nunca de ser mi chiquilla —le
dijo el maestro con alegría. —Tuve tanto miedo por ti,
amor —le respondió ella mientras lo abrazaba como
dispuesta a pasar el resto de su vida en dicho gesto.
Mucha alegría le manifestó también don Alfonso, quien
le informó que la heroica batalla le había permitido el
tiempo suficiente para salvaguardar a la ciudad. Y la
alegría se adueñó por esos días de las ciudades de Nueva
Esperanza y de Thapa, con celebraciones por la gloriosa
Batalla de la Quebrada. Para regocijo de Don Alfonso, la
participación de los indios defendiendo a las fuerzas
leales y el papel protagónico de Ignacio, terminaban por
fortalecer su idea de nombrarlo como su sucesor. Y ello
era algo que pronto ocurriría. Pues pocos meses más
tarde, un nuevo viaje del veedor real trajo a Nueva
Esperanza la Real Cédula que confería a don Alfonso la
potestad de designar su sucesor como Gobernador de la
Región de Nueva Esperanza. De tal modo, la ciudad se
preparaba ya para la fiesta del traspaso del mando. El
lugar elegido no podía ser otro que aquel donde se había
emplazado la hoguera de Kunturi, el lugar sagrado para
los indios (una huaca) del rayo y del derrumbe. Sabía
don Alfonso que don Pedro hubiera elegido ese lugar
189
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

para tal gesto de reparación histórica, para el gesto que


finalmente le daría la paz de la redención.
Unos días antes del solemne acto del traspaso del
mando, una noticia inesperada sacudió a Nueva
Esperanza. Sumailla, la anciana niña, la mujer de belleza
angelical cuya larguísima edad nadie podía precisar,
había dejado el mundo de los vivos. Para la medicina, su
gastado corazón había dejado de funcionar. Para los
demás, la vieja doncella había decidido dormirse, tan
simple y naturalmente como alguna vez había dejado de
hablar; sencillamente habría decidido que su paso
material por esta tierra estaba completo. Dada la
curiosidad que despertaba este personaje tanto entre los
indios como, principalmente, en Nueva Esperanza, se
realizó una especie de velorio o momento de último adiós
en las afueras del hermoso templo indio donde tantos
años había vivido. Al evento acudió una multitud de
personas, tanto desde Thapa como desde Nueva
Esperanza. Hombres, mujeres y niños de esta última
ciudad acudieron para ver con respeto pero con
curiosidad a la santa mujer de fama legendaria, pero a la
cual casi nadie había visto, por lo menos en las últimas
décadas. E Ignacio acudió al lugar, como no podía ser de
otra manera. No le causó pena enterarse de la muerte de
la anciana. Le pareció algo natural. —Finalmente
Sumailla decidió volver adonde pertenecía —pensó—.
Ella era un templo de divinidad en esta tierra. Lástima
que, si había un secreto en ti como pensaba el gran
Kunturi, te lo has llevado contigo, querida Sumailla —se
dijo a sí mismo. El lugar del último adiós a la india estaba
enclavado en las alturas, con sobrecogedoras vistas de
imponentes abismos que se suavizaban en valles, los
cuales a su vez se destrozaban contra enormes y nevados
centinelas de piedra. No había, por tanto, modo alguno
190
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

de no respirar religiosidad, humildad, agradecimiento en


ese lugar. La india estaba colocada en una especie de
lecho muy sencillo que descansaba en una gran piedra.
Desde lejos, vestida con una túnica modesta y de un
blanco purísimo, con el sol por detrás, los rayos ya
oblicuos en la tarde, Ignacio observó que parecía un
ángel. Entonces, antes de empezar a abrirse camino entre
la muchedumbre para acercarse a la anciana doncella, el
maestro respiró hondo, como no queriendo perderse ni
un ápice de la solemnidad del momento. Pensó entonces
en cuál era el principal legado de aquella mujer fabulosa.
Sin dudas que lo era su forma de vida, su modo de mirar.
Ella miraba como un niño, siempre completamente, de
un modo total y profundo, en la entrega plena, en la
inocencia, con ingenuidad. Era como si viera todo por
primera vez. Como para un niño, todo era merecedor de
su atención profunda, casi de una avidez calma, amorosa.
Pues Sumailla realmente amaba al mundo. Amaba a
todo, hasta lo a simple vista más trivial (trivial diría aquél
que pensara que es dable legislar sobre la relevancia,
como si nunca hubiera visto a un niño entregado a tocar
una luciérnaga en vuelo, mirando las ondas que causa en
el agua una piedra arrojada a un arroyo o ensimismado
ante los impredecibles destellos de la danza de las motas
de polvo a contraluz). —¿Podría yo mirar el mundo de
ese modo a cada instante? De hecho, ¿podría hacerlo en
este preciso instante? —se preguntó entonces Ignacio
mientras, profundamente conmovido dejaba la
magnética visión de la anciana muerta, y cerraba los ojos
en aquel sobrecogedor lugar de despedida a Sumailla,
como queriendo sentir a la niña-anciana, como si hubiera
sido compelido a hacer algo por ella, en su memoria, en
su nombre, como ofrendándole su amor. El viento andino
se hizo entonces evidente en su rostro, cual si hubiera
191
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

querido despertarlo. Y entre sus párpados cerrados, el


resplandor amarillo de la luz del sol pareció inundarlo,
entibiándole el alma, abismándolo. Ya sabía lo que le
esperaba al abrir los ojos, tal como comprobó entonces. E
Ignacio continuó caminando, pero ahora abriéndose
camino entre seres de deliciosa belleza que irradiaban
una calidez luminosa que lo acariciaba. Otra vez la Terra
Incommensurabile. Sin embargo, esta vez comenzó a
notar algo diferente. Siempre había percibido cierta
familiaridad tanto en los seres de la Terra
Incommensurabile como en los paisajes y en cada
porción de la misma, casi perdida en la increíble e
inenarrable belleza que los animaba. Pero esta vez
empezó a notar ciertos parecidos mucho más evidentes.
Algunos de estos seres eran pequeños, cual niños. E
Ignacio comenzó a reconocer rasgos de sus alumnos,
tanto de los indiecitos como de los criollitos. Y a medida
que el niño era más pequeño, más era el parecido con
uno de estos seres, tanto que casi reconoció a los niños
más pequeños, tan bellos y alegres. Finalmente, la
muchedumbre, si el sustantivo cabía a aquella
congregación de seres celestiales, terminó por abrirse al
final del camino. Recostada sobre una piedra yacía una
mujer, una bellísima anciana. —¡Sumailla! —gritó para sí
Ignacio. Pues completamente idéntica a aquella niña-
anciana, la hermosa mujer resplandecía a los ojos como la
más perfecta divinidad.
Y así todo se le hizo claro al maestro. Ignacio bien
sabía de la intrínseca e increíble belleza de los niños,
belleza que las personas solían perder al crecer. También
conocía de creencias orientales que consideraban que los
niños estaban más cerca de la divinidad que los adultos,
que aún perduraba en ellos cierto aliento divino, cierto
latido eterno, celestial, cierto eco de su anterior estancia
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

junto al Ser Supremo antes del nacimiento. Era claro para


Ignacio que amar a los niños le resultaba tan fácil, tan
directo, tan natural. Y hacía rato que había
experimentado la necesidad de aprender de ellos, de su
humildad, de su libertad, de su sensibilidad, de su modo
de mirar, en fin, de ese “arte de ver” que también las
personas solían perder por el camino. Hacía rato que
Ignacio se reconocía como amante y aprendiz del Niño.
Pero si bien el maestro conocía bien a los niños del lugar
por su relación en la escuela y por el cariño que los
envolvía, nunca le había acontecido el acceso a la Terra
Incommensurabile en su presencia. Es así como en este
instante experimentó una profunda y extática fascinación
por la niñez, un fervor del calibre de aquél que
maravillosamente algún día recogería la famosa Oda de
Wordsworth6. Pues Ignacio reconoció que Sumailla
compartía, llevándolos a la perfección, tanto a aquella
belleza inherente a los niños como a su modo de relación
con el mundo, ese “arte de ver”, ese mismo modo de
conexión que requería para su abordaje la Terra
Incommensurabile y que resultaba tan fundamental
desarrollar. —Finalmente, era cierto que, tras tantas
décadas, aún guardabas un profundo secreto, querida

6
Ya en un corto poema embrionario de su Oda “Insinuaciones
de la Inmortalidad a partir de Recuerdos de la Temprana
Infancia” e intitulado “Mi corazón da un salto”, el poeta inglés
sentenciará que “El Niño es Padre del Hombre”, mientras que en
la citada Oda expresará bellamente: “Nuestro nacimiento no es
sino un dormir y un olvidar. El alma que viene con nosotros
…viene de lejos. No en completo olvido y no totalmente
desnuda … de Dios venimos que es nuestro hogar. ¡El Cielo
yace sobre nosotros en nuestra infancia! …Él (el niño)
contempla la Luz… (mientras que) a la larga el hombre percibe
que (esa Luz) se muere, y se esfuma en la luz del cotidiano día”.
Y llama al niño: “mejor filósofo”, “poderoso profeta”,
“sacerdote de la Naturaleza”.
193
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Sumailla; esos secretos que por tan tremendamente


evidentes, por tan directos, son los más difíciles de
descifrar —pensó serenamente Ignacio—. Tú misma, tu
propia existencia —suspiró. Pues Sumailla siempre había
sido la clave. Sumailla era la viva refutación de la “teoría
de los dos mundos”. —Pues Sumailla, en su exquisita
sensibilidad, siempre vio un solo mundo, bellísimo,
ingente, inconmensurable. Libre de la soberbia y necedad
que nos impide ver qué fácil se descascara, cuando
aprendemos a ver, el barniz de realidad con que
cubrimos al limitado mundo cotidiano que creamos a
imagen y semejanza de nuestra vanidosa subjetividad —
se dijo a sí mismo para finalizar con gratitud—: Gracias,
Sumailla. Ahora soy consciente de que yo casi siempre no
hacía más que mirar (en realidad, no más que echarle el
ojo a las cosas). Que sólo muy de vez en cuando
alcanzaba a ver.
Camino de regreso a su casa Ignacio recordó
nuevamente cómo había observado alguna vez que las
diferentes culturas partían de un principio sumamente
similar. Desde la concepción de la divinidad
omnipresente en el universo, viva en cada porción del
mismo que no sería entonces sino manifestación, desde la
esfera divina con su centro en todas partes y la
circunferencia en ninguna, desde el misterio de
Pachanuna, un Dios austero en significación pero diverso
en formas, en manifestaciones. El fundamento, el
principio y el fin último, el resto o residuo, era bastante
común a los diferentes pueblos y culturas. Y ello no era
necesariamente una cuestión religiosa, o patrimonio de la
religión, o de una religión en particular. Sino más bien, el
“sentido religioso” fundamental, de la “reunión”, ligazón
o vínculo del hombre con el mundo, de la esencia
sagrada, inefable, de todo cuanto existe. Así, ello aludía a
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

la calidad de inconmensurable que no hay que ir a buscar


a otro mundo, sino que vive en cada porción del nuestro,
en cada árbol, en cada pájaro, en cada uno de nuestros
semejantes. Pero también volvió a hacérsele presente el
hecho de que en general ello apenas si alcanzaba a
trascender la categoría de idea. Que se quedaba por lo
general, en la metáfora. Pues también era común a los
diversos pueblos su falta de vivencia, su marcada
ausencia en la vida cotidiana. Mientras que, si en cambio
ello lograba trascender a la idea, a la metáfora, para
convertirse profundamente en consciencia, revolucionaba
por completo nuestro modo de relación con el mundo.
Pues el simple reconocimiento de dicha cualidad del
mundo (de la inconmensurabilidad de cada cosa, de
nosotros mismos, de los demás) nos sumía
irremediablemente en la humildad, en la libertad, en la
sensibilidad, en fin, en la condición de amantes. —Quizá
no haya mucho por descubrir, mucho por comprender, ni
mucho por decir. Quizá no haya tantas verdades. Quizás
alcance con percibir profundamente una sola cosa, para
vislumbrarlo todo —recordó pausadamente. Al llegar a
su morada, Ignacio traía una serena sonrisa en su rostro y
una tibia paz en el alma. Lola, sin mediar palabras, lo
besó como para confortarlo, para notar que fue ella la que
bebió consuelo de sus labios. E Ignacio también besó a
sus hijos en la frente con tal suavidad y calidez que no
recordaba precedente. Con besos que bien sintió más
dignos de los labios de Sumailla.

195
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

El vuelo del cóndor

La mañana de la entrega del mando había amanecido


límpida, serena. El sol, ya elevándose varios grados sobre
el horizonte regalaba una tibia luz dorada, como
sumándose al festejo. La ciudad en pleno, y gran parte de
los kunturwari, estaban reunidos cual aquel aciago día de
la ejecución. Pero la belleza del hoy había curado las
heridas del pasado. Flanqueado por quietas banderas,
replegadas como por humildad ante la mínima presencia
del viento, estaba don Alfonso. Ancha la sonrisa en el
rostro anciano, gentil y ávido por cambiar de mano el
cetro de mando en su diestra. No había que ser
demasiado perceptivo para sentir presencias en el lugar.
Había tantos recuerdos. Había aroma a reparación, había
un calmo perfume a reivindicación, a redención, a paz.
Ignacio caminó hacia el gobernador por una avenida
abierta entre la gente, con el sol al frente. La gente
saludaba agitando sus pañuelos. Vivaban su nombre,
tocaban su mano, le arrojaban flores. Pero el maestro veía
algo distinto al resto de las personas. El maestro se sentía
fluir sin peso por una bella senda de su amada Terra
Incommensurabile. A su lado estaban los más hermosos
seres, radiantes y amorosos. Pero, como siempre ahora,
todos tenían nombre. Ignacio saludó uno por uno a
varios de ellos. Desde sus alumnos hasta el padre Juan, a
sus hijos, a Lola,… e incluso hasta a Juan el jardinero.
De haberlos contado, Ignacio hubiera sabido que la
impar caminata hasta don Alfonso le demandó noventa y
siete pasos. Subió una pequeña escalinata y el viejo
gobernador le puso su mano en el pecho en gesto de
complacencia y se abrazó con él como quien abraza al
futuro. Entonces, al recibir el cetro de manos del anciano,
196
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

Ignacio vio que en el cielo, alto y bañado por el sol, un


enorme cóndor ejecutaba su danza circular. La referencia
a Kunturi era obvia, natural. Recordó entonces que varias
culturas le atribuían cualidad de perfección, de
divinidad, al movimiento circular. Todo punto equidista
del centro de modo que el movimiento circular nunca
aleja de él, de modo que el centro está implícitamente en
cada punto de la trayectoria. Volvió a recordar entonces
la fundamentación divina de cada porción del universo
en la esfera mística, con su centro sagrado, que está, que
vive, en todas partes. —Ya hace rato que no es necesario
colgar más carteles de las paredes o en las puertas —
pensó risueñamente Ignacio—. Pues las metáforas están
por todas partes —agregó. Pero entonces miró
dulcemente a su alrededor: Las personas, las montañas,
los árboles, tan increíblemente bellos, tan profundamente
ricos, tan entrañablemente hermanos. Y así, abriéndose
por completo a ese mundo inconmensurable que
convocaba vivamente a sus sentidos, que
ineludiblemente lo sumía en la condición de amante, del
cual no podía dejar de sentirse parte, se corrigió: —No. Si
sabemos ver, lo que está por todas partes, en cada
porción del mundo, no son las metáforas. Son las
evidencias.
FIN

Gustavo Appignanesi, Bahía Blanca, Argentina, 2008.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

NOTAS DEL AUTOR DE TERRA INCOMMENSURABILE:

NOTA 1:

Seguidamente se reproduce un texto de Ignacio de Villamayor


publicado por la editorial del Colegio Mayor de Roma y también por
el periódico “La Gaceta de Nueva Esperanza” un tiempo después de
haber asumido como Gobernador.

LA “MÉTRICA” DE LO SAGRADO Y LA OPCIÓN ÉTICA

En matemáticas, definir una métrica sobre un espacio implica


dotarlo de una noción de distancia, lo cual permite, por ejemplo,
determinar la relación de proximidad entre dos puntos cualesquiera
del mismo. De tal modo, la métrica dicta reglas para moverse en el
espacio, tal como para encontrar caminos óptimos. Haciendo una
analogía, se puede decir que la mayoría de las religiones,
cosmovisiones y filosofías que han surgido a lo largo de la historia
humana implican, en sus aspectos más elementales, una noción de
distancia a lo sagrado de la cual necesariamente se desprende una
ética, una postura frente al mundo, una forma de vida, tal como
referiremos a continuación.
Una vieja fábula da cuenta que a lo largo de la historia, ya
desde los albores de la civilización a partir de algunos primeros
iluminados, hubo quienes intuyeron en el silencio de Dios (a
diferencia de aquellos que creyeron ver en él a un abandono o
incluso a una prueba de inexistencia divina) a una consecuencia
natural de Su perfecta elocuencia. Una elocuencia que importa, en la
suprema belleza de su austeridad, una única e implícita sentencia de
la cual se desprende todo lo demás: Aquella de Su ubicua
manifestación, de Su presencia en cada hombre, en cada ser, en cada
entidad, en cada rincón del universo. Así entendido, como trama
última, dicho silencio fundamenta a la sinfonía de la vida. Y el
silencio de Dios sería, por tanto, natural, dado que ante una
elocuencia perfecta cualquier redundancia resultaría impropia,
contradictoria de dicha cualidad. ¿Cuál es el sentido de señalar con
el dedo lo evidente, lo expresamente manifiesto? Sin embargo, la
fábula refiere que, en siglos remotos, fue el propio Dios quien
(podríamos imaginar que rompiendo Su silencio cual en un exceso
de piedad ante la ceguera humana) puso en labios de aquellos
198
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

primeros iluminados la sublime metáfora que se diseminaría desde


entonces: “Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su
circunferencia en ninguna”. Si bien dicha fábula (NOTA DEL
AUTOR DE TERRA INCOMMENSURABILE: Esa misma fábula
cuyos rastros Borges perseguiría hasta la antigua Grecia - J. L.
Borges: “La esfera de Pascal”, en “Otras Inquisiciones”), habla del
Dios griego Hermes (también conocido por Hermes Trismegisto, o
equivalentemente el Dios egipcio Thoth, luego también identificado
con Abraham), el origen de la metáfora de la esfera bien podría
referirse a cualquier divinidad, pues la concepción que implica dicho
símbolo resonó todo a lo largo de Oriente y Occidente. Incluso
podría, equivalentemente, referir a cualquier otra concepción de lo
sagrado (tanto personal como impersonal). En todo caso, la
intervención divina no deja de ser un pintoresco modo de fabular el
nacimiento de una noción trascendental que los hombres
vislumbraron ya desde épocas remotas y los detalles específicos que
se le confieran a su origen son quizá irrelevantes, anecdóticos, ante
su significación, inmensamente más universal, que aquí se pretende
enfatizar.
Sobre dicha bella metáfora de un centro ubicuo que sustantiva,
que da sentido a sus infinitas manifestaciones, de un universo que es
todo centro, en efecto descansan las cosmovisiones de varias culturas
tanto occidentales como del oriente. Las religiones Abrahámicas (el
judaísmo, el cristianismo, el Islam), por ejemplo, resaltan la
naturaleza divina del universo, lo cual se refleja claramente, por
caso, en el mandato cristiano de amar al prójimo porque Dios está en
el prójimo (y de amar al mundo, dado que Dios vive en Su Creación).
Ello se manifiesta explícitamente en algunas de sus cumbres tanto en
lo teórico (como ser en la propuesta de Nicolás de Cusa de que Dios
se “contracta” en cada criatura sin que ninguna Lo limite,
constituyendo así el fundamento de este universo infinito pero
limitado por Él) como en lo práctico (como en la bella condición de
“Hermano” vivenciada por San Francisco de Asís). Asimismo, las
visiones panteístas, que identifican a Dios con el universo, y el
monismo, que supone la existencia de una substancia común en todo
cuanto existe, representan elementos que están presentes tanto en las
religiones primitivas y aborígenes (como la Kunturwari, que
considera que lo sagrado del universo se manifiesta en energías
vivas que moran en distintas entidades terrenales) como así también
en posturas modernas que identifican un impulso o fuerza vital
común (ya sea personal o impersonal) que mantiene unido, que
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sustenta, al cosmos. Dichos elementos también subyacen en


religiones orientales como el shintoismo, el taoísmo e incluso el
budismo que, aún sin ser deísta (no presupone explícitamente a un
dios) afirma que “el uno es el todo”.
De tal modo, un denominador común que emerge de diferentes
religiones, filosofías y cosmovisiones es aquél de la noción de una
(por lo general no explícitamente apreciada) suprema cualidad del
mundo: su inconmensurabilidad. En tal sentido, cada rincón del
universo es ingentemente rico, intrínsecamente sagrado,
infinitamente más profundo que cualquier objetivación o
construcción racional. Y tiene todo para darnos, todo por decirnos, si
sabemos ver. La “métrica” que se desprende de ello es, por tanto,
muy peculiar: La distancia entre un hombre (o, equivalentemente,
entre cualquier ser o entidad del universo) y lo sagrado, es tanto
infinita (inconmensurablemente vasta) como infinitesimal
(infinitamente pequeña). Pues la infinitud de la distancia de un
hombre a lo sagrado en tanto sujeto, desde su “yo”, en su tremenda
pequeñez e insignificancia frente a lo inefable (o, análogamente, la
distancia a lo sagrado de cualquier entidad concebida como objeto)
contrasta con su infinitesimal proximidad en su esencia, dado que lo
sagrado vive en él en tanto potencia.
Ahora bien, es fundamental notar que no estamos discurriendo
sobre algo meramente teórico, etéreo, ya que su principal
importancia reside precisamente en sus consecuencias prácticas.
Pues la señalada “métrica de lo sagrado” importa claramente una
ética, una postura frente al mundo, una forma de vida. De tal modo,
si ignorantes de su cabal dimensión sólo concebimos una de dichas
distancias, aquella inmensurablemente vasta distancia subjetiva a lo
sagrado, estaremos condenados a vivir separados del mundo, a
objetivarlo, a reducirlo a fríos formalismos, a transitar en la soberbia,
en el prejuicio, en el egoísmo, en el desamor. El fundamentalismo en
dicha postura puede incluso llegar a inducirnos (presos de un
abismal vértigo no sólo ante tal infinitud, sino también ante la de la
distancia de cualquier acto humano al bien supremo, por lo cual casi
cualquier modo de obrar sería equivalente, carente de valoración) a
justificar la amoralidad y el desdén. Así, concebir sólo dicha
distancia subjetiva (y de tal modo, concebirnos a nosotros mismos
como pobres sujetos) tiene graves efectos prácticos en lo que hace a
nuestra relación con los demás. Pues esa misma separación se
manifiesta precisamente en el abismo que hoy aísla a los hombres,
tornándolos sujetos disjuntos, individuos completamente alejados y
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

ajenos entre sí.


Sin embargo, si concebimos la otra distancia, la infinitesimal
distancia entre nuestra esencia y lo sagrado y, por ende, entre
nuestra esencia y la de cada ser o entidad del universo, entre
nosotros y cada uno de nuestros semejantes, ello lleva a relativizar
por completo a aquella distancia que proviene de la separación
subjetiva (irrelevante entonces a nuestro modo de relación). Ello
implica naturalmente, en una clara opción ética, la suspensión de la
atención a lo externo, a lo mudable, para prodigar una plena
atención (es decir, respetar, es decir amar) a lo esencial. Y si bien las
circunstancias suelen muchas veces ser determinantes en moldear a
los hombres, a la luz de lo anterior la sabiduría consiste en ser capaz
de ir trascendiendo a nuestras circunstancias, de ir transparentando
nuestra esencia permitiendo que vaya aflorando nuestro fundamento
común con todo cuanto existe (lo cual a su vez también redundará en
perfeccionar nuestras circunstancias). Ante la consciencia de la
inconmensurabilidad del mundo, de su ingente riqueza y belleza, de
que el transitorio límite está sólo en lo que seamos capaces de ver, en
lo que seamos capaces de beber de él, no caben sino la humildad, la
libertad y la sensibilidad, en fin, sólo tiene sentido la condición de
amante. Pues, ¿cómo no amar a lo inconmensurable? Dicha postura
intrínsecamente revolucionaria implica un compromiso profundo
con el mundo, implica sentirse parte, implica comunión. Y, por
supuesto, la misma también se traduce a nuestra relación con
nuestros semejantes. De tal modo, los alcances de la consciencia de la
inconmensurabilidad del mundo son bellamente estremecedores en
lo social, puesto que ella y, por ende, su vivencia, revolucionan por
completo el modo de relación con los demás. Pues, ¿cómo no amar a
mi vecino si, más allá de la insignificante construcción subjetiva
cotidiana, es inherentemente inconmensurable? Entonces ya no hay
abismos, sino el reconocimiento de la existencia de una esencia
común. El concepto cristiano de “prójimo” (vocablo que proviene del
latín “proximus”, próximo) adquiere entonces real dimensión, pues
el otro es completamente cercano al diluirse naturalmente cualquier
separación, pues el otro es efectivamente una parte propia o,
equivalentemente, uno es también parte del otro. Así, al prójimo sólo
cabe amarlo independientemente de su “calidad” subjetiva, amarlo
por su inconmensurable esencia, y por la nuestra. De allí la sabiduría
del atributo de incondicional que reviste el amor genuino. Al fin y al
cabo, la verdadera ceguera del amor no es la que trivialmente se le
endilga, sino que consiste en realidad en la capacidad de
201
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

desentenderse de lo externo, de lo superfluo, de lo irrelevante, para


ver con mayor profundidad, para comprometerse profundamente
con lo esencial, para amar a lo sustantivo, a lo inefable, para poder
comulgar.
Siguiendo con esto último (y a modo de ejercicio), imaginemos
la forma en que hoy vemos a las personas (imaginemos a una
persona cualquiera, o a varias). Muy probablemente nos
apresuremos a juzgar: “es linda” o “es fea”, “es buena” o “es mala”,
“me interesa” o “la ignoro (como a casi todos los que pasan a mi lado
cada día)”, “la admiro” o “la desprecio”, “la quiero” o ”la odio”, etc.
Pues sólo solemos apreciar en ella al cotidiano sujeto que
construyeron sus circunstancias (sin siquiera permitirnos considerar
que otras circunstancias bien podrían haber obrado un sujeto
enteramente diferente). Vemos a un sujeto que resulta
completamente insignificante ante la increíble belleza y
potencialidad que en su esencia vislumbraron tantas cosmovisiones
y religiones. Y, si en la práctica, el modo en que nos relacionamos
con quienes nos rodean o nuestra actitud para con ellos dependen de
cuánto nos agraden o no, o de cuán “buenos” o “atractivos” nos
parezcan, es interesante detenernos en un par de cuestiones: ¿dónde
tomamos esas “medidas” que tan a la ligera usamos para juzgar y
comparar a dichas personas?, ¿en la cáscara de subjetividad que los
representa?, ¿tenemos noción de la distancia que existe entre la
construcción subjetiva de cada persona y lo que ésta tiene de sagrado
(como fundamento y como potencia)? En otras palabras, ¿qué
respetamos en ellos: lo insignificante, lo azaroso, lo mudable, o lo
sagrado que vive en su interior? Y, como dicho, ¿cómo no amarlos
por inconmensurables, aún cuando usualmente no los percibamos
así ni ellos mismos se sepan ni se exhiban de tal modo?
Quienes vislumbran la calidad de inconmensurable del mundo
saben que es preciso abandonarse a sentirlo sin prejuicios, en una
íntima confianza, cual suprema fe. Pues sólo así dicha consciencia es
capaz de emerger. Y lo hace naturalmente, sin esfuerzo pero con
contundencia, impregnándonos de potencialidad, inundándonos de
sabiduría y de belleza, en fin, permitiéndonos comenzar a “ser”. De
ello emerge entonces una cuestión fundamental: la sola consciencia
de la inconmensurabilidad del mundo, intrínseca y completamente
revolucionaria al transformar nuestro modo de ver y de
relacionarnos (dimensionándonos y ubicándonos), promovería en
nosotros el cambio y la evolución. Y lo haría naturalmente, sin
esfuerzo, irremediablemente, pues al convertirnos en amantes, todo
202
TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

lo demás vendría por añadidura. Como dicho, la noción de la


métrica de lo sagrado y, por ende, de la inconmensurabilidad el
mundo, ha estado presente todo a lo largo de la historia de la
civilización humana, constituyendo en cierto modo un punto de
unión de nuestras creencias, filosofías y sistemas de valores. Sin
embargo, es también marcada su habitual ausencia de nuestras
conductas cotidianas. Por lo tanto, resulta esencial tener presentes
cuál es la distancia que concebimos y, lo cual es más vital aún, cuál
es la distancia que efectivamente hoy se verifica en la práctica entre
nosotros y el mundo, entre nosotros y los demás. Por ello, a riesgo de
redundante pero a fuer de necesario, es fundamental subrayarlo: No
alcanza con manejar una mera idea acerca de la
inconmensurabilidad del mundo, no alcanza con la reducción, con la
metáfora. Para ser verdaderamente revolucionaria, para ser
realmente trascendente, debe trocar en consciencia. Y la misma
requiere de compromiso, demanda generar una ética, una conducta.
Sólo adquiere verdadero sentido si se transforma en vivencia. Si
logra convertirse en un modo de vida. Si, a diferencia de la soberbia
reduccionista, permite que en nosotros comience a aflorar nuestra
sublime inconmensurabilidad. Entonces, bien parece que está lejos
de ser simplista preguntarnos: ¿Y si el tan imprescindible cambio
que nos demanda nuestra evolución no fuese tan complejo e
improbable como solemos creer, aún ante un mundo tan difícil y
doloroso como el que nos toca vivir? ¿Si tan sólo bastara con ser
(intensamente) conscientes de un solo hecho, de una sola cuestión de
la cual naturalmente se desprendiera todo lo demás? En fin, ¿Si tan
sólo bastara con animarnos, de una vez por todas, a mirar en
profundidad?

En virtud de lo anterior, y para concluir, ruego se me permita


como último exceso el plantear una situación hipotética como la
siguiente: Imaginemos que sobreviniera una catástrofe global a la
cual la humanidad alcanzara a sobrevivir pero se perdiera toda la
cultura, todos los libros, toda la información, excepto por una frase,
por un par de renglones en un trozo de papel, ¿qué máxima
elegiríamos entonces para pasar en ese trozo de papel a las futuras
generaciones de modo que la usaran como base para construir la
nueva humanidad? Pido sólo una máxima pues uno por lo general
no tiene mucho (relevante) que decir (y quizá efectivamente no haya
mucho por descubrir, mucho por comprender, ni mucho por decir,
tal como sostenía mi abuelo Kunturi). Concédaseme asimismo en tal
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

sentido expresar que, sin ser afecto a las máximas y permitiéndome


dudar de la necesidad de dicho acto de soberbia, no tendría dudas en
cuanto a mi propuesta: "ANÍMATE. PERMÍTETE VISLUMBRAR LA
INCONMENSURABILIDAD QUE MORA EN TODO CUANTO
EXISTE". Ya que, en definitiva y ahora siendo menos solemne, esta es
claramente la frase que espero dejarles a mis hijos. Pues sé que
entonces no necesitaré pedirles casi nada más. Que no necesitaré
instarles a que sean buenos, a que amen al mundo, a que disfruten
de la vida. Pues, como dicho, confío en que si se vuelven vulnerables
a la inconmensurabilidad del mundo, todo lo demás vendrá
naturalmente, sin buscarlo, por añadidura.

NOTA 2:

El trasfondo “filosófico” de esta novela puede apreciarse


más extensamente en un libro anterior a modo de ensayo, cuyo
resumen se incluye a continuación (Descaraga gratuita en formato
.pdf en:
http://planetalibro.net/ebooks/eam/ebook_view.php?ebooks_books_id=1257
o en: http://www.scribd.com/doc/55498939/Sobre-la-Condicion-de-
Amante-y-La-Libertad-Una-mirada-al-mirar-Gustavo-Appignanesi

SOBRE LA CONDICIÓN DE AMANTE Y LA LIBERTAD. UNA


MIRADA AL MIRAR, por G. A. Appignanesi

Este libro intenta ser un ensayo sobre la relevancia del arte de


ver y del papel que en su desarrollo le cabe a la educación. En mi
opinión, el signo dominante de nuestros tiempos lo constituye el
reduccionismo: el proceso de reemplazo que realizamos de cada cosa
por su traducción operativa (la cual sólo retiene sus aspectos más
externos y menos fundamentales). El mismo es necesario a los fines
operativos de nuestra vida. El inconveniente es que por su
excluyente (y cegador) ejercicio, y por su extrapolación a una visión
del mundo, trasciende su misión operativa y nos condena a la apatía,
al desamor. Pues sólo entramos en contacto con frías imágenes y
reducciones y no logramos comprometernos en profundidad. Es casi
increíble que hayamos desarrollado una ceguera tal ante todo lo que
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

el mundo nos regala a cada paso. Que miremos, que nos


relacionemos con él (con las flores, con los árboles, con los pájaros,
con los demás, con nuestra propia interioridad) de una manera tan
pobre y limitada. Así, el reduccionismo nos acota en lo
evolutivo. Pues no sólo nos priva de belleza: En su limitada esfera no
caben los valores.
Sin embargo, existe una visión alternativa al reduccionismo. La
misma deviene del reconocimiento de la intrínseca
inconmensurabilidad de todo lo que existe, es decir, de su inmensa,
maravillosa, conmovedora e inagotable belleza, riqueza y
potencialidad. Y dicha consciencia de la inconmensurabilidad del
mundo posee una enorme contundencia, revoluciona por completo
nuestro modo de ver. Pues ante lo inconmensurable, la humildad, la
libertad y la sensibilidad se tornan irremediables. Y no cabe otra
actitud que la que nace de la condición de amante. Pues si el amado
es inconmensurable ¿cómo no dejar de lado la soberbia y exponer
ante él la humildad, la simpleza y sencillez que se requiere para ser
capaces de aprehenderlo en profundidad?, ¿cómo no prescindir de
prejuicios, condicionamientos y reducciones para mirarlo en la
mayor libertad, paz, transparencia y claridad posibles?, ¿cómo no
ofrecerle toda nuestra atención, toda nuestra sensibilidad,
prescindiendo de la apatía, del desinterés?, ¿cómo no relacionarse
con él en profundidad, con apasionamiento, con fervor?, ¿cómo no
comenzar a sentirnos parte, a ser parte? En fin, si el amado es
inconmensurable, ¿cómo no amarlo?
Es así como esta postura va más allá de la estética para
convertirse en un modo de vida, suscitando un compromiso
profundo con el mundo, tiñendo con su espíritu trascendente a todos
nuestros actos, incluso a los más cotidianos y coyunturales. Y así
demuestra su ingente poder operativo (casi diría, ante el estado de
cosas actuales, terapéutico) siendo, por ejemplo, capaz de mutar a la
actual telaraña de egoísmo en que se han convertido las relaciones
entre las personas en una genuina red de interrelaciones profundas
basadas en el amor y en el respeto. Pues hoy el otro es, sino hostil,
indiferente, ajeno. No nos damos cuenta de que cada sujeto gris que
pasa a nuestro lado atesora una conmovedora naturaleza humana.
Pues es inconmensurable. Y por tanto, irreductible, inasible desde lo
conceptual. Cualquier imagen o idea que nos formemos de él
empalidece por completo ante su intrínseca potencialidad, belleza y
riqueza. Por más que él se empeñe en vivir, sentirse y mostrarse
como un desierto y nosotros en reconocerlo de tal modo en vez de
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

vivenciarlo como un vergel (expertos en privilegiar el mudable traje


de oruga al alma y destino de alas) ¿Es que preferimos relacionarnos
en la indiferencia, en la apatía, en el desamor? ¿Qué más que
soledad, e incluso odio y dolor puede traernos esta forma de
vincularnos? ¿Cómo no ver la insignificancia de las diferencias
(externas y subjetivas que día a día nos separan de los demás y nos
condenan al desamor, a la apatía) frente a la inconmensurable
esencia común que nos hermana? ¿Y cómo no concebir entonces un
modo de relación en ausencia de odio, de indiferencia, de envidia, de
violencia, de intolerancia, de desamor? ¿Cómo no ejercitar con
nuestros semejantes la ternura, la solidaridad, la tolerancia, la
piedad, la caridad, el don de sí mismo? Nuevamente, ¿cómo no amar
al otro si es inconmensurable?
No se trata entonces de un camino trabajoso y progresivo. Sólo
consiste en la percepción (pero profunda, plena) de la mencionada
cualidad del mundo. Ello es simple, directo y natural y resulta
tremendamente elocuente, evidente y revolucionario si nos
atrevemos a ver. Pues un mundo inconmensurable (con esa ingente
potencialidad y belleza que hoy por lo general solemos ignorar) no
nos puede dejar de sorprender y recompensar si logramos mirar tan
sabiamente como para ser capaces de ver (no nos puede alcanzar la
vida para comprender cuánta belleza cabe en una flor, en una gota
de rocío, en una caricia o en una mirada, no nos puede alcanzar la
vida para vislumbrar cuánta potencialidad alberga nuestra
naturaleza humana). Como dicho: Ante la consciencia de lo
inconmensurable, nuestro modo de mirar se revoluciona por
completo, pues nos resulta evidente que no cabe otra actitud que la
humildad, la libertad y la sensibilidad. Que no podemos sino
entregarnos con apasionamiento y fervor al arte de ver. De tal modo,
el reconocimiento de la inconmensurabilidad del mundo nos reclama
como amantes. Pues la belleza y la sabiduría están por todos lados a
nuestro alrededor, pero se explicitan, se evidencian en la comunión.
Pues cuando el amante se hace uno con lo amado, se expone lo
inherente, la inconmensurabilidad esencial, la substancia común que
nos hermana. Sólo el amante incondicional se relaciona en la
trascendencia, se compromete, se entrega y se dona por completo,
siendo capaz de transformar al amado y de transformarse en la
misma acción. Sólo el amante respeta la calidad de inconmensurable
que vive en el amado, consciente de la inagotable riqueza que lo
anima. Sólo el amante trasciende reducciones y subjetividades para
penetrar a lo profundo. Pues es consciente de que la famosa ceguera
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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

del amor consiste en realidad en despreocuparse de lo externo, de lo


mudable, para amar la esencia. Para ver entonces con más claridad,
con mayor profundidad. De tal modo, esta postura frente al mundo
nos permite trascender. Nos brinda paz, libertad, sabiduría. Nos
ayuda a convertirnos en un terreno exquisitamente fértil como para
que el amor, la belleza y el conocimiento arraiguen gentilmente. Nos
ayuda a aprender a descubrir nuestra más íntima naturaleza. A
aprender a relacionarnos con el mundo. A sentir a los demás. A ser
hombres. A ser hermanos. En fin, nos invita a dejar de lado la mera
supervivencia para instalarnos en el aprendizaje, en la evolución.
Para transformarnos en amantes.
Por otra parte, el surgimiento de esta forma de relación con el
mundo requiere de la educación, la cual se evidencia entonces como
nuestra herramienta de trascendencia por antonomasia. Pues, en
sentido amplio, la educación no es otra cosa que la continua aventura
espontánea e ineludible del descubrimiento del mundo. Todo
contacto con el mundo, todo hecho humano, es por naturaleza un
hecho educativo, una invitación al aprendizaje y una oportunidad
única de crecer y evolucionar. Y en sentido operativo, la educación
formal es la responsable del desarrollo de nuestra visión del mundo.
Por ello la importancia de edificar una pedagogía en libertad que
ayude a que los niños aprendan a aprender, algo que no resulta nada
sencillo ante el paradigma reduccionista imperante. De allí belleza y
la necesidad de construir una educación que se abstenga de
introducir condicionamientos y prejuicios y que invite a cada
instante al descubrimiento y la evolución. En fin, una educación para
la inconmensurabilidad. En la condición de amante.
En definitiva, el objeto de este escrito consiste en exponer la
noción de la inconmensurabilidad del mundo y en señalar la
revolucionaria potencialidad que tiene para nuestras vidas la
consciencia de dicha cualidad.

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TERRA INCOMMENSURABILE – GUSTAVO A. APPIGNANESI

INDICE

TERRA INCOMMENSURABILE 4
AMERICA 11
KILLAQANCHAY 22
LA ALDEA 32
VIDA EN LA ALDEA 45
EL FIN DEL AISLAMIENTO 59
LO INEVITABLE 65
LA EJECUCION EN LA MONTAÑA 73
EL FIN DE LA LUCHA 86
EL CIRCULO DE KUNTURI 90
IGNACIO DE VILLAMAYOR 97
PAGINAS AMARILLAS 108
UNA NUEVA VIDA 127
LOLA 138
LA TIERRA DE SUS ANCESTROS 150
OTRA VEZ EL ODIO 165
OTRA VEZ LA GUERRA 175
SUMAILLA 187
EL VUELO DEL CONDOR 196
NOTAS DEL AUTOR:
La “métrica” de lo sagrado y la opción ética 198
Sobre la condición de amante y la libertad… 204

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