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Existen muchas maneras de celebrar una victoria militar: saquear una ciudad, depurar a
los adversarios, o ponerse un mono de aviador y pavonearse en un portaaviones. En
agosto de 2006, yo estaba en Líbano, donde había puentes, carreteras y barrios
enteros que habían quedado reducidos a escombros en la guerra entre Israel y la milicia
chií de Hezbolá, respaldada por Irán. Justo después del alto el fuego, recibí un correo
electrónico de un amigo de Teherán: el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, había
celebrado la “victoria divina” sobre Israel invitando a sus súbditos a un kebab a la
parrila, según él, el más grande del mundo. El “kebab de la victoria” consistió en 6,5
metros de carne, una jugosa celebración y una exhibición de política cruda y sensual.
AFP/Getty Images
Entre los frutos de sus conquistas hubo higos, ciruelas, granadas, pistachos, peras y
otras 29 especies. “Rivalizan unos con otros en fragancia”, presumía de sus árboles,
cuyas granadas “relucen en el jardín como las estrellas en el cielo”. El jardín de la
victoria de Asurnasipal era un microcosmos de su vasto imperio, un mapa fértil y
comestible de su poder.
Para su banquete inaugural, que duró 10 días, el rey convocó a 69.574 invitados
procedentes de todos los rincones de su imperio. No ha sobrevivido ninguna lista, pero,
dado que uno de sus sucesores comió bajo la cabeza decapitada de un rey elamita,
colocada sobre un poste que dominaba la mesa, es muy probable que la asistencia a un
banquete asirio no fuera opcional.
De acuerdo con la tableta, los invitados de Asurnasipal devoraron 2.200 reses, 27.000
ovejas y corderos, 1.000 ciervos y gacelas, 34.000 aves, 10.000 huevos, 10.000
pescados de distinto tipo, 10.000 jerbos (unos canguros diminutos), 1.000 cajas de
hortalizas, 300 tinajas de aceite, 100 cucuruchos de pistachos, 11.000 jarras de
cerveza y 10.000 pellejos de vino, además de otras cosas. Después del banquete, el
rey asirio ungió a sus invitados con aceite y los envió de vuelta a sus respectivos
países, “sanos y felices”.
Asurnasipal comprendía algo fundamental del imperio, que es que para extenderlo son
tan necesarias las semillas como las espadas. Los antiguos atenienses también lo
sabían, y por eso exigían a sus ciudadanos que jurasen lealtad a un país definido como
dondequiera que creciesen trigo, viñas y olivas; extender esas cosechas y su cultivo
significaba extender el poder de Atenas. Si leen los famosos memorandos hechos
públicos por Wikileaks en los que los diplomáticos estadounidenses tratan de convencer
a los dirigentes europeos de que acepten las cosechas transgénicas de la empresa
estadounidense Monsanto, acuérdense de Asurnasipal y su huerto frutal.
Los primeros califas del islam también aprendieron esta lección. A medida que la nueva
religión avanzaba a través de Asia y llegaba incluso a Europa, sus ejércitos introdujeron
una ola de innovación que los historiadores llaman hoy “la revolución agraria árabe”. Los
califas difundieron la vieja tradición de riego de su región a los países que conquistaban,
y de Oriente se llevaron espinacas, berenjenas, naranjas, limas y otras riquezas.
El profeta Mahoma murió en 632 sin dejar un sucesor claro. Después de su muerte
estalló una guerra civil para decidir si el califa debía ser un pariente del profeta o uno de
sus colaboradores más cercanos. El conflicto entre los dos bandos acabaría dividiendo
el islam en dos sectas: los chiíes, o “partidarios”, de Alí, primo y yerno del profeta, y los
suníes, seguidores de sus colaboradores más próximos. De esa lucha nació el simat.
Los suníes vencieron, pero las batallas, las traiciones y las intrigas habían dejado
amargamente divididos a los musulmanes. El tercer califa, Uthman ibn Affan, fundó la
tradición de las mawaid al rahman, las “mesas de los misericordiosos”: unas cenas
suntuosas para alimentar a los devotos y los indigentes durante el mes sagrado del
Ramadán.
Sin embargo, fue Muawiya, gobernador de la Gran Siria y califa tras la muerte de Alí,
quien elevó el simat a la categoría de arte. Notorio tragón, famoso por su glotonería y
su generosidad, siempre repartió alimentos por todo su imperio; en Damasco, durante
el Ramadán, instalaba cada día 40 mesas cargadas de comida. El mensaje estaba claro:
mi codicia os favorece.
Aquel exuberante despliegue culinario tenía un objetivo político serio. Fue una muestra
de lo que hoy podría llamarse “gestión de la percepción”. Los alimentos importados eran
símbolo de riqueza y poder, de tener mucho dinero y un brazo muy largo. Una
monarquía británica dividida por una guerra civil incipiente, que estaba coronando a un
rey que no tenía más que ocho años, necesitaba toda la legitimidad que pudiera
obtener: una escultura de azúcar gigante que representara al rey flanqueado por santos
y emperadores transmitía un mensaje político muy poco sutil. Igual que los lujosos
banquetes del califa enviaban una señal inolvidable a los cortesanos que podían estar
conspirando contra él y a los emisarios de otros gobernantes que pudieran estar
pensando en una invasión. Alimentar a los mendigos con una mezquita gigante hecha
de azúcar –en aquellos tiempos, una de las materias primas más valiosas del mundo–
era decir, de forma inequívoca: “Ni se os ocurra atacarme”.
“¡Somos pobres!”, gritó un chico desgarbado de largo rostro, que dijo llamarse Abu
Batta, Padre del Pato. “¿Quién va a darnos dinero?”
Justo en ese momento, un guardia de seguridad de Hezbolá llegó con una bolsa de
basura y la dejó con suavidad en el suelo junto a la hoguera. Apartó el plástico y dejó al
descubierto un gran pavo asado.
Los cocineros habían preparado el ave al viejo estilo árabe, asado entero y dispuesto
sobre una montaña de arroz redondo. El arroz estaba mezclado con piñones, pistachos,
pasas y carne de cordero picada, y olía a canela, pimienta, nuez moscada y clavo. Cada
hoguera recibió uno o dos pavos; centenares de aves, suficientes para hacer que toda
la plaza oliera a Navidad.
Cuatro meses después del alto el fuego, la economía de Líbano seguía destrozada por la
guerra. Los campos seguían llenos de bobas de racimo. La gente había perdido su
trabajo. La Nochebuena de Hezbolá transmitió un mensaje inconfundible: Estados
Unidos, a través de su aliado, Israel, envía la muerte a Líbano con sus bombas; el
Partido de Dios y sus aliados proporcionan consuelo, tanto espiritual como material, en
forma de un pavo asado (no importa que este animal sea un ave típicamente
americana).
Durante la guerra fría, algunos dirigentes árabes como el egipcio Gamal Abdel Nasser
subvencionaban el pan para garantizar la obediencia y la dependencia respecto al
Estado. “Era un medio de controlar la sociedad y una forma de dirigirla”, dice Ibrahim
Saif, economista y secretario general del Consejo Económico y Social de Jordania.
“Tienen dinero y, para conservar su influencia en la sociedad, tienen que conceder
subvenciones”.
Pero la democracia del pan tiene un punto débil, que es que, tarde o temprano, la gente
quiere una democracia de verdad. Cuando llega ese momento, el pan –y el hecho de
que el gobernante no pueda proporcionarlo– se transforma en un símbolo desafiante.
“En nuestra cultura árabe, el pan es la base; si no tienes pan, no tienes nada”, dice Saif.
“Si quieres acusar a alguien de ser impotente, dices que ni siquiera puede permitirse
comer pan. Se supone que el pan debe estar al alcance, debe ser asequible”.
Hace una década, Sadiki analizó una oleada de revueltas provocadas por el pan que se
extendieron por el mundo árabe cuando los dictadores intentaron disminuir los
subsidios ante la tendencia mundial a la liberalización de los mercados. En 1977,
cuando el presidente egipcio Anuar Sadat trató de eliminar las subvenciones de Nasser,
El Cairo estalló en disturbios que dejaron 160 muertos, cientos de edificios incendiados
y al presidente tambaleándose. A la intifada del pan de El Cairo siguieron protestas en
Marruecos, Túnez, Argelia y Jordania durante todos los 80 y hasta bien entrados los 90.
Sadiki opina que las manifestaciones fueron un rechazo al acuerdo tácito de tener pan a
cambio de obediencia: una especie de antisimat.
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