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rituales, no basta para convertir una aldea en ciudad. Para que esto sucediera era
imprescindible un desafió exterior, que permitiera el surgimiento de un objetivo
“situado más allá de la mera supervivencia” (Mumford: 41) Tal desafío nunca fue una
respuesta para la mayor parte de la población mundial, incluso en la actualidad.
La nueva ciudad permitió una enorme expansión de las capacidades humanas, se dio
así “movilización de mano de obra, el control de los transportes con largos recorridos,
la intensificación de la comunicación a largas distancias en el espacio y en el tiempo,
un estallido del espíritu inventivo conjuntamente con el desarrollo en gran escala de la
ingeniería civil y, lo que no es menos importante, la promoción de un gigantesco
desarrollo ulterior de la productividad agrícola” (Mumford: 42)
Transformación urbana que fue precedida por efusiones similares del inconciente
colectivo. Los dioses familiares y locales, apegados al fuego del hogar, fueron
abrumados, en parte reemplazados en jerarquía por los dioses telúricos, identificados
con el “sol, la luna, las aguas de la vida, el trueno y el desierto” (Mumford:42) El jefe
local se convierte en rey, en sacerdote con poderes divinos, alejado de los vecinos de
la aldea, cuya condición es ahora la de súbditos, supervisados por “funcionarios
militares y civiles, por gobernadores, visires, recolectores de impuestos y soldados”
(Mumford:42)
Los antiguos hábitos y costumbres se modificaron en obediencia a mandatos tomados
como divinos, los excedentes del agricultor, antes de su propiedad, eran ahora
tomados por las autoridades, pues los nuevos amos eran “ávidos comelones” En la
“nueva sociedad urbana, la sabiduría de los ancianos ya no poseía autoridad”
(Mumford: 42)
Fueron los jóvenes de Uruk quienes apoyaron a Gilgamesh para que atacara a Kish.
Las relaciones familiares, que aun eran importantes, cedieron a la fuerza y audacia
juvenil, sobre todo si estas últimas contaban con el favor del rey. La cultura aldeana
cedió a la sociedad urbana. “Creatividad y control”, “expresión y represión”, “tensión y
descarga”, esas son las manifestaciones exteriores de la ciudad histórica.
La ciudad puede ser descrita como “una estructura equipada especialmente para
almacenar y transmitir los bienes de la civilización” (Mumford:43). Ciudad capaz de un
ensanche estructural que da lugar para las nuevas necesidades y formas complejas
de una sociedad en crecimiento. Dicha transformación fue llamada por Gordon Childe
revolución urbana. Expresión que indica la importancia crítica y el papel activo de la
ciudad, pero que no explica el proceso por el que se dejan atrás las cosas y se
trastocan las instituciones. En lugar de relegar elementos primitivos de la cultura, la
ciudad los reúne aumentando su eficacia y alcance, así se dio que la agricultura de las
aldeas en sumer, por ejemplo, se siguiera practicando al interior de los muros de la
ciudad.
Los gobernantes de las ciudades imponen a los aldeanos el gobierno bajo la égida de
lo sagrado, como acontece entre Marduk y Tiamat. Imaginación y audacia fueron
canalizadas políticamente para ejercer así el dominio de grandes territorios, apoyados
en la estética paleolítica. Los esfuerzos heroicos se aplicaban a todo esfuerzo físico,
pues con el fervor de los dioses, una ciudad obediente a su voluntad podría lograr
cualquier cosa: “no sólo las fieras serían sometidas: ahora también ríos y montañas,
ciénagas y masas de hombres serían atacados colectivamente por mandato del rey y
sometidos al orden” (Mumford:45) Nuevos esfuerzos se emprendieron, el cazador
héroe, “desde Gilgamesh hasta Hércules”, fueron el ejemplo con sus “actos
sobrehumanos” Cualquiera podía ser héroe, aunque esto fuera por escapar al látigo.
Estas transformaciones urbanas dan lugar al margen de las historia escrita, la simple
ampliación de sus partes no convertían la aldea en la nueva imagen la urbe, la ciudad
era un nuevo universo simbólico que representaba pueblos y cosmos enteros junto
con sus dioses. En la medida que el poder aumentaba debido a la cooperación en el
dominio de la naturaleza, ésta se mostraba más atenta, sometida al dominio de las
personas.
Palacio, granero y templo, son esas las tres estructuras dominantes de esta época de
las ciudades, y las exageradas construcciones muestran el objetivo de realizarlas
como logares de culto, lo que después mostraría su eficacia como lugar de defensa
militar, pues, “sólo por sus dioses se esfuerzan los hombres de un modo tan
extravagante” (Mumford:51) Las castas surgieron, dividiendo así las personas en sus
funciones especializadas, y el monarca y el sacerdote sobresalieron. El poder real
reclamó y recibió un poder sobrenatural, siendo el rey un mediador entre los poderes
sagrados y los mundanos.
La fusión de poder secular y sagrado produjo una explosión de poder humano, pues
de esta unión “salieron las fuerzas que unieron todas las partes incoadas de la ciudad
y les permitieron una nueva forma, más visible y más asombrosa” (Mumford:52), pues
los señores de la ciudadela no sólo se dedicaron a gobernar sobre su territorio sino
que se dedicaron a imponer un nuevo molde, el de la civilización, que “reunían la
máxima diferenciación social y profesional que fuera compatible con los de cada vez
más vastos procesos de integración y unificación” (Mumford:52)
Realeza y sacerdocio, fundidas, adquirieron cada vez más poder al interior del
sistema, lo que se evidencia en la construcción de grandes templos, en los que los
sacerdotes median el tiempo, delimitaban el espacio y predecían los acontecimientos.
“Quienes habían dominado el tiempo y el espacio podía controlar grandes masas de
hombres” (Mumford:53) Surgía así la clase intelectual, escribas, médicos, magos y
adivinadores, también funcionarios de palacio. Por su apoyo los reyes dieron a estos
representantes del “poder espiritual”, “ocios, seguridad, posición social y viviendas
colectivas de gran magnificencia” (Mumford:53)
El templo era organizado como taller y depósito, y sin duda, la aprobación de los
sacerdotes y dioses era necesaria para la autoridad del rey. “La erección de un gran
templo, en sí mismo imponente tanto arquitectónica como simbólicamente, sello esta
unión” (Mumford:53) Por ello, la reconstrucción y reconstrucción de un templo antiguo
fue un establecimiento de continuidad legal, así como “la revalidación del “pacto”
original entre el santuario y el palacio”, el templo da testimonio de los poderes del dios
y del rey.
Tal mitología del poder estéril y hostil a la vida, encontró en la guerra su expresión
más cabal. Según Frazer, Hocart, en todas las partes del mundo se hallan ritos
totémicos para asegurar los alimentos, tales ritos indican un culto a la fertilidad, más
antiguo que la agricultura. El nacimiento y la muerte de lo vegetal se asocian al
nacimiento y muerte del dios del grano, señor de las artes humanas del sembrar y
plantar, y como con la realeza, dios y rey, son intercambiables, el rey acepto la
responsabilidad de ser el señor de la existencia biológica y cultural de su comunidad.
Las ciudades que en un inicio extraían tributos de las poblaciones más primitivas, se
saqueaban mutuamente. La guerra se expandió, llevando nuevas técnicas y nuevas
armas, así que monarquía, ciudad y guerra adquirieron difusión universal, la violencia
paso a ser cosa normal y se difundió mucho más allá del centro donde se instituyeron
las grandes cacerías de hombres y las orgías rituales. Esclavitud, trabajo forzado y
destrucción han acompañado a la civilización.
El hombre primitivo, inerme, expuesto y desnudo, tuvo bastante astucia para dominar
a todos sus rivales naturales. Pero ahora, por fin, había creado un ser cuya presencia
provocaría una y otra vez el terror en su alma: el "enemigo humano", su otro yo y
contrapartida, poseído por otro dios, congregado en otra ciudad, capaz de atacarlo
como Ur fue atacada, sin provocación.
¿Quién era el enemigo? Todo aquel que rendía culto a otro dios; que rivalizaba con el
poder del rey u ofrecía resistencia a su voluntad. Así, la simbiosis cada vez más
compleja que tenía lugar en el seno de la ciudad y en su vecino dominio agrícola fue
contrapesada por una relación destructiva y predatoria con todos los posibles rivales; a
decir verdad, a medida que las actividades de la ciudad se hacían más racionales y
benignas en su interior, se tornaban, casi en el mismo grado, más irracionales y
malignas en sus relaciones exteriores.
El propio poder real medía su fuerza y el favor divino por sus capacidades no tan sólo
para la creación sino incluso más para el pillaje, la destrucción y el exterminio. "En
realidad", declararía Platón en las Leyes, "cada ciudad está en un estado natural de
guerra con todas las demás". Esto era un simple hecho de observación. Así, las
perversiones originales del poder que acompañaron los grandes avances técnicos y
culturales de la civilización, han minado y con frecuencia anulado los grandes logros
de la ciudad hasta nuestros propios días. ¿Es simplemente por azar que las más
remotas imágenes subsistentes de la ciudad, las que aparecen en las paletas egipcias
predinásticas, representen su destrucción?
Ese ciclo de expansión indefinida de ciudad a imperio es fácil de seguir. A medida que
la población de la ciudad aumentaba, se hacía necesario extender la superficie
inmediata de producción de alimentos o bien extender las líneas de abastecimiento y
aprovechar los artículos de consumo de otra ciudad, ya por cooperación, trueque o
comercio, ya por tributo forzado, expropiación o exterminio. ¿Rapiña o simbiosis?
¿Conquista o cooperación? Un mito de poder sólo conoce una respuesta. Así, el
mismo éxito de la civilización urbana sancionó los hábitos y reclamos belicosos que
continuamente la minaron y anularon sus beneficios. Lo que empezó como una gotita
se hinchó forzosamente hasta constituir una iridiscente pompa imperial de jabón,
imponente por sus dimensiones, pero frágil en proporción a su tamaño. Carentes de
una cohesión interna, las capitales más guerreras se veían presionadas para continuar
la técnica de la expansión, a fin de que el poder no volviera a la aldea autónoma y los
centros urbanos donde floreciera inicialmente. Este proceso se produjo, de hecho,
durante el interregno feudal en Egipto.
Las formas cooperativas de convivencia urbana fueron minadas y viciadas desde el
comienzo por los mitos destructivos y fanáticos que acompañaron, y tal vez en parte
causaron, la exorbitante expansión de poderío físico y de destreza tecnológica. La
simbiosis urbana positiva fue reiteradamente desplazada por una simbiosis negativa,
igualmente compleja. Tan conscientes eran los gobernantes de la Edad de Bronce de
esos desastrosos resultados negativos que a veces contrapesaban sus abundantes
fanfarronadas de conquistas y exterminio con alusiones a sus actividades en bien de la
paz y la justicia.