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Olvido, memoria e historia en Arendt y Nietzsche

Anabella Di Pego
UNLP

En una primera aproximación, las concepciones de Arendt y de Nietzsche


respecto del olvido y la memoria pueden resultar contrapuestas e incluso parecen
perseguir fines antagónicos1. Mientras que Arendt, teme en Los orígenes del
totalitarismo que las atrocidades cometidas por el nazismo caigan en “pozos del olvido”
(1999: 557) y se empeña por reavivar la llama de la memoria, Nietzsche, por su parte,
rescata la necesidad del olvido como una forma de poner coto a los males de la
memoria. En este trabajo procuramos analizar las variaciones en el abordaje de Arendt
del olvido, para a partir de ello, matizar la contraposición con la perspectiva de
Nietzsche y delinear algunos puntos de encuentro en sendos abordajes del olvido y de la
memoria.
En La genealogía de la moral, Nietzsche señala que la capacidad del olvido es
una fuerza de inhibición, activa y positiva para la vida, a la cual hay que atribuirle ser
“una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual
resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad,
ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente” (1998: 76).
Sin embargo esta capacidad del olvido, frecuentemente es violentada por el hacer
promesas, porque cuando una persona hace una promesa, dispone anticipadamente de su
voluntad en el futuro, comprometiéndose a asegurar la persistencia de la voluntad
presente sobre la futura. Por eso, Nietzsche entiende a la promesa como una “memoria
de la voluntad” (das Gedächnis des Willens) que pone en suspenso a la capacidad del
olvido puesto “que es un activo no-querer-volver-a-liberarse, un seguir y seguir
queriendo lo querido una vez” (1998: 76). La memoria de la voluntad implica una
perpetuación de la voluntad pasada que no permite “ningún presente” al clausurarlo
bajo el peso del pasado. Con el agravante, de que esta perpetuación de la memoria se
lleva a cabo de manera violenta y sangrienta:
Cuando el hombre consideró necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó
jamás sin sangre, martirios, sacrificios; los sacrificios y empeños más espantosos (entre ellos, los
sacrificios de los primogénitos), las mutilaciones más repugnantes (por ejemplo, las
castraciones), las más crueles formas rituales de todos los cultos religiosos (y todas las religiones

1 El presente trabajo se originó a partir de la sugerente ponencia “Memoria y Promesa en Nietzsche y


Arendt” de Vanesa Lemm presentada en el Coloquio Internacional “Hannah Arendt, a 100 años de su
nacimiento” organizado por el Goethe Institut de Buenos Aires, los días 9 y 10 de noviembre de 2006. La
ponencia se encuentra publicada íntegramente online en la página del Goethe Institut:
http://www.goethe.de/ins/ar/bue/wis/fvt/esindex.htm.

1
son, en su último fondo, sistemas de crueldades)- todo esto tiene su origen en aquel instinto que
supo adivinar en el dolor el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica. (Nietzsche, 1998:
80).

Nietzsche rechaza, entonces, la memoria de la voluntad por la violencia y la


crueldad intrínsecas a su establecimiento, y fundamentalmente porque implica la
obturación de la voluntad presente bajo el peso del pasado. Por eso, la capacidad del
olvido constituye la fuerza vital para recuperar la apertura del presente, es decir, para
recuperar una voluntad soberana no determinada por la voluntad pasada. En este
sentido, sólo al individuo soberano le es lícito hacer promesas, en tanto que sólo él “da
su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque él se sabe lo bastante fuerte
para mantenerla incluso frente a las adversidades, incluso «frente al destino»” (1998:
78). En el caso de la voluntad del individuo soberano, el cumplimiento de la promesa no
reposa en la negación de la voluntad presente, sino en la fortaleza y en la
responsabilidad de su voluntad. Así, mientras que la promesa como memoria de la
voluntad constituye una forma de dominación que suspende la capacidad del olvido, la
promesa del individuo soberano constituye una forma de ejercicio de la responsabilidad,
que preserva la fortaleza de la voluntad y la capacidad del olvido.
A diferencia de Nietzsche que busca preservar la capacidad del olvido, bajo el
impacto de la catástrofe del totalitarismo, Arendt concibe al olvido como una amenaza
que debe ser erradicada y combatida con la memoria. “El auténtico horror de los
campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los internados, aunque
consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de los
vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es
tan impersonal como la muerte de un mosquito” (Arendt, 1999: 539. El subrayado es
mío). Los crímenes nazis han puesto de manifiesto que “la muerte es sólo un mal
limitado” (1999: 538) porque no persiguen meramente la muerte de sus víctimas sino
que procuran hacerlas desaparecer, borrando todas las huellas del recorrido de su
existencia. Así, la organización de una política del olvido de sus víctimas constituye una
de las peculiaridades del nazismo.
Los campos y el asesinato de adversarios políticos son sólo parte de un olvido
organizado que no sólo alcanza a los portadores de la opinión pública, escrita u oral, sino que se
extiende incluso a la familia y a los amigos de la víctima. Están prohibidos el dolor y el recuerdo
[…] Hasta ahora el mundo occidental, incluso en sus más negros períodos, siempre otorgó al
enemigo muerto el derecho de ser recordado como un reconocimiento evidente por sí mismo del
hecho de que todos somos hombres (y solamente hombres). Sólo porque Aquiles accedió a la
celebración de los funerales de Héctor, sólo porque los más despóticos Gobiernos honraron al
enemigo muerto, sólo porque los romanos permitieron a los cristianos escribir su martirologio,
sólo porque la Iglesia mantuvo a sus herejes vivos en el recuerdo de los hombres, es por lo que

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nunca se perdió ni jamás se podrá perder su memoria. Los campos de concentración, tornando en
sí misma anónima la muerte (haciendo imposible determinar si un prisionero está muerto o vivo),
privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido
arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le pertenecía y que él
no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho que en realidad
nunca haya existido. (Arendt, 1999: 549).

La memoria y el recuerdo son las únicas herramientas de las que disponemos


para hacer frente a las políticas del olvido. Pero también, la memoria es necesaria
porque a través del completo aislamiento de los internados respecto del mundo de los
vivos, la atmósfera de los campos de concentración y exterminio se vuelve irreal,
fantasmal e incluso inverosímil. Es difícil comprender que una realidad tan abominable,
sólo comparable con las imágenes mismas del infierno, se haya materializado rehusando
cualquier intento de explicación utilitaria. En contra de toda estrategia militar, en medio
de la guerra, y en el marco de la escasez de materiales de construcción y de insumos en
general, los nazis montaron una costosa organización para trasladar a millones de
personas hacia fábricas de exterminio. Por todo eso, los campos de exterminio se
envuelven de inverosimilitud para quienes se encuentran fuera2, y al mismo tiempo de
irrealidad para quienes se encuentran recluidos en ese mundo completamente ajeno al
mundo de los vivos. El horror de las fábricas de la muerte “nunca puede ser totalmente
descrito por la razón de que el superviviente retorna al mundo de los vivos, lo que le
hace imposible creer por completo en sus propias experiencias pasadas. Es como si
hubiese tenido que relatar lo sucedido en otro planeta, porque el status de los internados
para el mundo de los vivos […] es tal como si nunca hubiesen nacido” (Arendt, 1999:
539). La memoria constituye así un remedio falible pero incesante contra la
inverosimilitud y la irrealidad que caracterizan a las experiencias del horror, puesto que
permite inscribirlas en un marco plural compartido. Así, la memoria permite resistir a
los “pozos del olvido” que el totalitarismo procurar instaurar.
Hasta aquí, de acuerdo con la lectura que hemos realizado de Los orígenes del
totalitarismo, parece no haber lugar para el olvido en la concepción arendtiana. Sin
embargo, poco más de diez años después de la publicación de este libro en 1951, y con
ocasión del juicio a Eichmann, Arendt sostiene que “las bolsas del olvido no existen”
2 La propia Arendt experimentó esta inverosimilitud al enterarse de la existencia de campos de
exterminio. Así lo narra ella en una entrevista en 1964: “Lo decisivo fue el día en que supimos de
Auschwitz […] Fue en 1943. Y en principio no lo creímos, aunque mi marido y yo siempre decíamos que
podía esperarse cualquier cosa de esa tropa. Pero esto no lo creíamos, también porque iba en contra de
todo lo que la guerra exigía, en contra de todas las necesidades militares. Mi marido es un antiguo
historiador militar y entiende algo de estas cuestiones. Me decía que no creyese las historias que se
contaban, que tan lejos no podían ir. Pero medio año después si que lo creímos, porque nos lo probaron.
Esa fue la verdadera conmoción […] Era realmente como si el abismo se abriese” (Arendt, 2005: 30).

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porque “ninguna obra humana es perfecta, y por otra parte, hay en el mundo demasiada
gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la
historia” (2000: 352). Este viraje nos muestra una modificación profunda de la posición
de Arendt en relación con el olvido y la memoria. Por más que las empresas totalitarias
implementen políticas del olvido, Arendt ya no cree que puedan alcanzar su propósito
acabadamente. De este modo, la problemática se ha desplazado desde la exaltación de la
memoria hacia la indagación sobre cómo recordar o más precisamente sobre cómo hacer
historia. Así, el olvido deja de ser un enemigo al que Arendt desea combatir, al mismo
tiempo que la memoria cede su lugar a la historia. La cuestión será, entonces, indagar si
en este giro hacia la historia el olvido puede encontrar cabida en la concepción
arendtiana.
A diferencia de la fabricación que deja tras de sí obras que perduran, las
acciones y las palabras de los hombres son efímeras puesto que perecen una vez que
fueron realizadas y/o proferidas. La memoria es la capacidad humana mediante la cual
“los mortales consiguen dotar a sus trabajos, proezas y palabras de cierto grado de
permanencia y detener su carácter perecedero” (Arendt, 1996: 51). Pero esta tarea de la
memoria que permite la conservación de las acciones pasadas, también conlleva un
riesgo respecto del que Nietzsche ya nos ha advertido: la exacerbación de la memoria,
en detrimento de la capacidad del olvido, puede hacer que la arrolladora permanencia
del pasado acabe clausurando las posibilidades presentes. Por eso, no basta con pugnar
por la memoria sino que es necesario esclarecer cómo se debe recordar para evitar que
la sombra de la permanencia del pasado se extienda sobre el presente. Sin embargo,
como los desarrollos de Arendt respecto de la historia son muy bastos nos
contentaremos con resumirlos esquemáticamente y con delimitar cómo no debe
reconstruirse el pasado.
Las explicaciones causales de la historia pretenden que todo acontecimiento
puede deducirse de causas precedentes3. De este modo, explicar consiste en delimitar las
causas de las que se sigue necesariamente lo acaecido. Así el presente queda cercado
por la lógica de la causalidad que avasalla la posibilidad de lo inesperado, es decir, de lo

3 “En las ciencias históricas, la causalidad es una categoría tan extraña como engañosa. No sólo el
verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre cualquier número de «causas» pasadas
que le podamos asignar (basta pensar en la grotesca disparidad entre «causa» y «efecto» en un evento
como la Primera Guerra Mundial), sino que el propio pasado emerge conjuntamente con el
acontecimiento. Sólo cuando ha ocurrido algo irrevocable podemos intentar trazar su historia
retrospectivamente. El acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él”
(Arendt, 1998: 41. El subrayado es mío).

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nuevo. Otra de las formas de reconstruir el pasado, es basándose en la noción de
proceso. En este caso, la historia es vista como un proceso general y abarcativo que
remite lo particular a una dinámica oculta y de corte funcionalista. La historia como
proceso sigue una lógica propia que arrastra a los propios individuos, cuyas acciones
aparecen como producto de lógicas profundas que los superan, negándoles así la
soberanía sobre el presente. Las filosofías de la historia propias del siglo XIX
constituyen un ejemplo paradigmático de esta explicación de la historia sustentada en la
noción de proceso. A pesar de que en el transcurso del siglo XX proliferaron las críticas
a las filosofías de la historia, las explicaciones procesales continuaron vigentes a través
de las corrientes funcionalistas y estructuralistas. De ahí la relevancia y la recurrencia de
la crítica arendtiana a la historia como proceso. En definitiva, tanto las explicaciones
causales como las procesales tienden a reconstruir el pasado como una concatenación
necesaria de sucesos ante la cual los actores se manifiestan impotentes. Tal como señala
Fina Birulés, el desafía para Arendt en su libro sobre el totalitarismo constituye
reconstruir el pasado sin caer en los vicios de estas posiciones:
No resulta extraño que en Los orígenes del totalitarismo la aproximación sea
deliberadamente fragmentaria y que no se trate de establecer una suerte de continuidad inevitable
entre el pasado y el futuro que nos obligue a ver lo ocurrido como si tuviera que ocurrir, sino de
poner el énfasis en la irreductible novedad de los hechos del totalitarismo, en su carácter de
acontecimiento sin precedente. El hecho de que el título recoja el plural, que no se hable del
origen del totalitarismo, sino de los orígenes, parece indicar una decidida voluntad de escapar al
modelo causalista de explicación histórica. (Birulés, 2006: 45. El subrayado es mío).

Para volver al pasado sin obturar el presente, Arendt se sustenta en la noción de


acontecimiento. En contraposición con las explicaciones que presentan al pasado como
una sucesión continua, el acontecimiento remite a la discontinuidad y a la ruptura. En
este registro de la historia de los acontecimientos, el pasado y el presente quedan
abiertos a la posibilidad de lo inesperado y de lo nuevo. Por eso, según Arendt, la
historia, en lugar de explicar, debe procurar comprender4 la singularidad de los
acontecimientos y el modo en que éstos iluminan el sentido de lo pasado. De este modo,
la historia no es una mera recolección de evidencia, y por eso se diferencia de la
memoria, sino un proceso de comprensión en el cual se otorga sentido a sucesos
pasados. La historia consiste en reapropiarse de los sucesos pasados a la luz de
acontecimientos posteriores que les otorgan un nuevo sentido.
4 “La comprensión, en tanto que distinta de la correcta información y del conocimiento científico, es un
complicado proceso que nunca produce resultados inequívocos. Es una actividad sin fin, siempre diversa
y mutable, por la que aceptamos la realidad [...] El resultado de la comprensión es el sentido, el sentido
que nosotros mismos originamos en el proceso de nuestra vida, en tanto tratamos de reconciliarnos con lo
que hacemos y padecemos” (Arendt, 1998: 29-30).

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“La historia [history] aparece cada vez que ocurre un acontecimiento lo suficientemente
importante para iluminar su pasado. Entonces la masa caótica de sucesos pasados emerge como
un relato [story] que puede ser contado, porque tiene un comienzo y un final. Lo que el
acontecimiento iluminador revela es un comienzo en el pasado que hasta aquel momento estaba
oculto” (Arendt, 1998: 41. El subrayado es mío).

Mientras que la memoria es una sucesión ininterrumpida de lo acaecido, que no


deja lugar para el olvido, la historia es una mirada al pasado que delimita los
acontecimientos que otorgan sentido a una época, acontecimientos signados por la
irreductibilidad y la singularidad. La historia, entonces, devela lo que permanece
“oculto” bajo la continuidad y la permanencia de la memoria. La historia no busca
reproducir todo lo que efectivamente sucedió, sino que busca comprender el pasado a
través de sus cesuras y por eso, implica también una cierta capacidad de olvido. La
historia en la medida que implica una selección de acontecimientos que iluminan un
período pasado, también implica, al mismo tiempo, una forma de olvido, porque toda
selección conlleva al olvido de lo que permanece fuera de la selección. El olvido es
incorporado, entonces, a la concepción arendtiana de la historia como una instancia
ineludible y necesaria. Así, la concepción arendtiana de la historia recupera en su
interior al olvido, permitiendo preservar la integridad del pasado y del presente como
espacios de inscripción de acciones humanas.
Hasta aquí hemos mostrado que finalmente el olvido constituye una dimensión
ineludible de la concepción arendtiana de la historia, cabe ahora preguntarnos si, en la
perspectiva de Nietzsche, el recuerdo puede encontrar cabida como una actividad
positiva de la voluntad. Evidentemente, en caso de que esto sea posible, el recuerdo no
podrá tener la forma de la memoria de la voluntad que, como hemos visto, Nietzsche
rechaza por su violencia intrínseca y por su negación de la voluntad presente. La
memoria de la voluntad es la que preserva la cohesión social, mostrándonos el pasado
como una continuidad necesaria, cuya dinámica clausura las posibilidades del presente.
En contra de esta tendencia de la memoria de la voluntad, Nietzsche concibe a la
voluntad del individuo soberano como una fuerza que puede afrontar la configuración
del futuro sin la determinación del pasado. Así como la memoria de la voluntad implica
una suspensión de la capacidad del olvido, podría pensarse que la voluntad del
individuo soberano implica una suspensión de la capacidad de recordar. Sin embargo, el
individuo soberano no se desvincula del pasado sino de una determinada forma de
recuperación del pasado característica de la memoria de la voluntad.
El individuo soberano somete “la autoridad establecida de la memoria de la

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voluntad y de sus estándares morales y políticos a una crítica continua y radical”
(Lemm, 2006: 6), por eso, su tarea no consiste en la abolición de la memoria sino en el
ejercicio de una particular mirada hacia el pasado: la genealogía. Al igual que en
Arendt, el problema fundamental no es tanto la disyunción entre olvido y memoria, sino
cómo se debe recordar para que ambos puedan preservarse. La genealogía consiste,
precisamente, en desocultar lo que subyace a la continuidad de la memoria histórica,
mostrar cómo esa continuidad se funda en la dominación, y dejar emerger la ruptura, la
discontinuidad.
Es precisa mucha fuerza para saber vivir y olvidar […] Sin embargo, algunas veces
sucede que la vida, esta misma vida que tiene necesidad del olvido, exige la paralización
momentánea de este olvido. Entonces se trata de darse cuenta de cuan injusta es la existencia de
una cosa, por ejemplo, de un privilegio, de una casta, de una dinastía, de darse cuenta de hasta
qué punto esta cosa merece desaparecer. Y se considera el pasado de esta cosa desde el ángulo
crítico, se atacan sus raíces con el cuchillo, se atropellan despiadadamente todos sus respetos.
(Nietzsche, 1966:109).

La genealogía es una forma de reconstruir el pasado que se opone a la memoria,


pero que también se opone al punto de vista suprahistórico. Esta perspectiva reduce la
diversidad de la historia a una totalidad que en su desenvolvimiento puede reconocerse
en el pasado y proyectarse hacia el futuro. Lo singular sucumbe así bajo un movimiento
teleológico o bajo una concatenación natural. En cambio, tal como señala Foucault, la
genealogía, también denominada a veces por Nietzsche “wirkliche Historie” (historia
efectiva), “invierte la relación establecida normalmente entre la irrupción del suceso y la
necesidad continua [haciendo] resurgir el suceso en lo que tiene de único, de cortante”
(1980: 20. El subrayado es mío). La genealogía se ocupa de indagar en el pasado a
través de la categoría de suceso o acontecimiento (Événement), posibilitando, de este
modo, abordar la irrupción de la singularidad como hito de ruptura con la pretendida
continuidad de la historia.
Hemos partido señalando algunos contrapuntos en las concepciones del olvido y
de la memoria de Arendt y de Nietzsche, pero a medida que fuimos internándonos en
sus pliegues, advertimos un viraje en la concepción del olvido de Arendt, a partir del
cual, es posible rastrear notables puntos de convergencia entre ambos filósofos. Así,
hemos procurado mostrar que en la concepción arendtiana de la historia hay lugar para
el olvido, así como también en la recuperación de la capacidad del olvido que emprende
Nietzsche hay lugar para el recuerdo. Ambos filósofos asumen la irreductible tensión
entre memoria y olvido, intentando delimitar un modo apropiado de recordar el pasado,
que preserve en cierta medida el olvido. Así, la historia en Arendt y la genealogía en

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Nietzsche, constituyen formas de aproximación al pasado que corriendo los velos de la
continuidad de la memoria, posibilitan la emergencia de la ruptura. De este modo, se
oponen a la tradición histórica, en cualquier de sus formas predominantes -esto es:
perspectivas suprahistóricas, filosofías de la historia, funcionalismos, estructuralismos,
entre otros-, en su empeño por reducir la singularidad del acontecimiento a la
continuidad de la historia precedente. Estos constituyen algunos de los puntos de
encuentro en los abordajes de Arendt y de Nietzsche, que exaltando la centralidad del
acontecimiento, como irrupción, vuelven al pasado preservando la apertura del presente.
Al finalizar este recorrido, y tras haber ahondado en las complejidades del olvido
y de la memoria en Arendt y Nietzsche, esperamos que sus posiciones antes que
antagónicas se muestren como una compleja trama que supone, ciertamente, más
proximidades que distanciamientos en relación con lo que en un principio cabía esperar.
De este modo, ni Arendt resulta ser una filósofa de la memoria, ni Nietzsche un filósofo
del olvido, sino que, tal vez, ambos sean pensadores desvelados por la insoslayable
tensión entre la memoria y el olvido, que atraviesa nuestra existencia.

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Bibliografía

Arendt, Hannah (1996): “El concepto de historia: antiguo y moderno”, en Entre el


pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, trad. de Ana Poljak,
Barcelona, Península, pp. 49-100.

Arendt, Hannah (1998), “Comprensión y política”, en De la historia a la acción, trad.


de Fina Birulés, Barcelona, Paidós, pp. 29-46.

Arendt, Hannah (1999): Los orígenes del totalitarismo, trad. de Guillermo Solana,
Madrid, Taurus.

Arendt, Hannah (2000): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,
trad. de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen.

Arendt, Hannah (2005): “¿Qué queda? Queda la lengua materna. Conversación con
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Haro, Madrid, Caparrós, pp. 17-40.

Birulés, Fina (2006): “El totalitarismo, una realidad que desafía la comprensión”, en
Manuel Cruz (comp.): El siglo de Hannah Arendt, Barcelona, Paidós, pp. 37-62.

Foucault, Michel (1980): “Nietzsche, la genealogía y la historia”, en Microfísica del


poder, trad. de Julia Varela y Fernando Alvarez-Uría, Madrid, La piqueta, pp. 7-29.

Lemm, Vanesa (2006): “Memoria y Promesa en Nietzsche y Arendt”, publicada online


en: http://www.goethe.de/ins/ar/bue/wis/fvt/esindex.htm.

Nietzsche, Friedrich (1966): Consideraciones Intempestivas 1873-1875, trad. de


Ovejero y Maury, Buenos Aires, Aguilar.

Nietzsche, Friedrich (1998): La genealogía de la moral, trad. de Andrés Sánchez


Pascual, Madrid, Alianza.

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