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El salón del rey Artús

Der Artushof (1816)


Seguramente, querido lector, habrás oído hablar de la antigua y encantadora ciudad
comercial de Danzig. Quizá conozcas las cosas dignas de verse que en ella se
encuentran por las descripciones varias que abundan; pero lo que más me agradaría
sería que hubiese estado en ella en tiempos remotos y hubieses visto la hermosa sala a
que te quiero conducir ahora. Me refiero al salón del rey Artús. En las horas del
mediodía agítanse en su recinto los hombres de negocios de todas las nacionalidades, y
un murmullo ensordecedor resuena en sus ámbitos; pero cuando han transcurrido las
horas de la Bolsa, cuando los negociantes están sentados junto a las mesas y sólo
pululan por el salón algunos individuos que cruzan de una calle a otra de las dos a que
sirve de pasaje, entonces debes visitar el salón del rey Artús siempre que estés en
Danzig. La luz tamizada que penetra por las opacas ventanas da animación y vida a
todos los cuadros y grabados con que están adornadas las paredes. Los ciervos, con sus
cornamentas monstruosas, y otros animales fantásticos te miran con ojos brillantes,
aunque tú apenas los puedas distinguir, y conforme se va acentuando la oscuridad tanto
más siniestra te resultará la mesa de mármol que se halla en el centro. El gran cuadro
que representa todos los vicios y las virtudes, con sus nombres inscritos junto a cada
una de las figuras, parece un poco reñido con la moral, pues mientras las últimas están
envueltas en una niebla gris que las hace poco menos que invisibles, los primeros tienen
forma de mujeres hermosas ataviadas con lujo, que se adelantan sonrientes como
tratando de seducirte con un dulce cuchicheo. Con satisfacción detienes la mirada en el
friso estrecho que rodea casi todo el salón, y que representa milicias ricamente
engalanadas de tiempos antiguos. Los nobles burgomaestres, con sus rostros de
facciones enérgicas, cabalgan a la cabeza en hermosos caballos con arreos lujosos, y los
timbaleros, los pífanos, los alabarderos los siguen en actitud tan viva que crees escuchar
la música marcial y te figuras que ellos van a salirse por la gran ventana y a continuar su
marcha por la plaza del mercado. Porque si quisiesen marcharse, no podrás por menos,
querido lector, siendo como eres un dibujante experto, de tomar la pluma y la tinta y
retratar aquellos nobles burgomaestres con sus lindos pajes. En las mesas de alrededor
hay siempre papel, pluma y tinta, costeados por el servicio público; por tanto, a tu
disposición tendrías los materiales y te atraería la tarea con fuerza irresistible.
A ti, amable lector, te estaría permitido esto; pero no al joven comerciante Traugott,
que en un caso semejante encontróse en mil apuros y dificultades.
-Dé usted cuenta a nuestro amigo de Harburgo del estado del negocio, querido
Traugott.
Esto dijo el comerciante Elías Roos, con el que estaba asociado Traugott y con cuya
única hija, Cristina, quería casarse. Traugott encontró con dificultad un asiento en las
mesas, rodeadas de gente; cogió una hoja de papel y se dispuso a comenzar un primor
caligráfico. Cuando estaba pensando en el negocio sobre que tenía que escribir, levantó
la vista. Quiso la casualidad que se hallase precisamente delante de una de las figuras
del friso que le producían más impresión. Era un hombre muy serio, casi adusto, con
barba negra y rizada y muy ricamente vestido; montaba un caballo negro, conducido de
las riendas por un hermoso joven, que con sus rizos y su atavío más bien parecía una
mujer. La figura y el rostro del hombre despertaban el terror de Traugott; pero el
semblante del jovenzuelo le producía un mundo de impresiones dulces. No lograba
nunca apartar la vista de las dos figuras, y así le ocurría en aquel momento, en que en
vez de mandar el aviso de Elías Roos a Harburgo permanecía contemplando el cuadro y
emborronaba el papel sin saber lo que hacía. Debía de llevar algún tiempo en aquella
actitud, cuando le tocaron en el hombro por detrás, y una voz ronca dijo: "Bien, muy
bien, así me gusta; esto puede resultar." Traugott se volvió, despertando de su sueño, y
quedó como herido por un rayo. El asombro, la admiración le dejaron mudo y mirando
fijamente a la cara del hombre ceñudo pintado en la pared. Este era quien había
pronunciado aquellas palabras, y junto a él hallábase el dulce y hermoso joven,
sonriéndole con una especie de amor indescriptible. "¿Sois vos?-exclamó Traugott
contra su voluntad-. ¿Sois vos? Os quitaréis en seguida esa horrible capa y os quedaréis
con el brillante atavío antiguo."
La muchedumbre se agitaba sin cesar, en el tumulto desaparecieron las dos figuras
extrañas, y Traugott continuó con la carta de aviso en la mano, como si se hubiera
convertido en estatua, hasta que hubieron transcurrido las horas de Bolsa con exceso y
sólo cruzaba la sala alguna que otra persona. Al fin Traugott advirtió que Elías Roos,
acompañado por dos caballeros desconocidos, se dirigía a su encuentro.
-¿Qué medita usted, si ya es mediodía, querido Traugott? -preguntó Elías Roos-.
¿Ha enviado usted el aviso que le encargué?
Distraído, alargóle Traugott la hoja de papel; pero Elías Roos se llevó las manos a la
cabeza, golpeó el suelo con suavidad primero, luego con furia, y gritó con toda su voz,
que resonó en el salón:
-¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Garabatos!... ¡Estúpidos garabatos!... Querido
Traugott..., yerno inútil..., asociado infiel... ¿Sois el demonio? El aviso, el aviso. ¡Dios
mío! ¡El correo!
Elías Roos estaba a punto de ahogarse de indignación; los amigos se reían, mirando
la hoja en que estaba el aviso, que, en verdad, no era muy útil que digamos.
Inmediatamente después de las palabras: "Refiriéndonos a su grata del 20 del corriente",
Traugott había dibujado los contornos de las dos figuras maravillosas: la del viejo y la
de jovenzuelo. Los desconocidos trataron de tranquilizar a Elías Roos hablándole en
tono afectuoso; pero él se tiraba de la redonda peluca, daba golpes en el suelo con su
bastón de caña y gritaba:
-¡El hijo de Satanás!... Tiene que enviar una nota y se pone a pintar figuras. ¡Diez
mil marcos me va a costar el negocio! ¡Diez mil marcos!... -repitió, soplándose los
dedos.
-Tranquilícese, querido Roos -dijo, al fin, el más viejo de los amigos-. El correo ha
salido ya; pero dentro de una hora va a partir para Harburgo un mensajero que envío yo,
al cual se le puede dar la nota, y llegará más pronto que si hubiera ido por el correo
corriente. -¡Hombre sin igual! -exclamó Roos, iluminándosele el rostro de alegría.
Traugott, que se había repuesto un poco de su confusión, trató de acercarse a la
mesa con objeto de escribir la nota; pero Roos le separó violentamente, mirándole
iracundo y murmurando entre dientes:
-No te necesito, hijo mío.
Mientras Elías escribía afanoso, el más viejo de los desconocidos acercóse a
Traugott, que permanecía avergonzado, y le habló así:
-Me parece que no está usted colocando en el puesto que le corresponde, querido. A
un verdadero comerciante no se le hubiera ocurrido ponerse a dibujar figuras en vez de
escribir las notas que debía.
Traugott consideró aquellas palabras como un reproche bien merecido.
-Muy confuso respondió:
-¡Dios mío! ¡Las notas que habrá escrito esta mano sin que me haya ocurrido una
cosa semejante a la de hoy! Estas malditas ideas no me dan sino raras veces.
-Amigo mío-continuó el desconocido-, no debe usted considerarlas como ideas
malditas. Estoy seguro de que todas las notas comerciales no están tan bien hechas
como estos dibujos, valientes y limpios. En ellos se ve el genio.
Al decir estas palabras el desconocido, le cogió de las manos la nota emborronada,
la dobló cuidadosamente y se la guardó. Traugott quedóse muy satisfecho, pensando
que había hecho algo que valía más que una nota comercial; sintió que en su interior se
albergaba un espíritu superior; y cuando Elías Roos, después de terminar su escrito, se
acercó a él y con tono agrio le dijo: "Sus garabatos han estado a punto de costarme diez
mil marcos", le respondió en voz más alta que de costumbre y con más energía:
-No se ponga así su señoría, porque si no, no vuelvo a escribir en mi vida una carta
comercial y nos separaremos.
Elías Roos se colocó la peluca con ambas manos y, mirándole fijamente, le dijo:
-Mi querido asociado, amado hijo, ¿qué tonterías dices?
El amigo viejo intervino, y no necesitó hablar mucho para restablecer la paz, y
todos juntos se dirigieron a casa de Roos, que tenía invitados a los dos desconocidos.
La joven Cristina recibió a los huéspedes muy compuesta y emperejilada, y en
seguida comenzó a manejar con mano experta el pesado cucharón de plata.
Quisiera, amable lector, presentarte en efigie a los cinco personajes que están
sentados a la mesa, aunque me temo que mis trazos no sean suficientemente claros y sí,
desde luego, como es natural, muy inferiores a los empleados por Traugott en
emborronar la malhadada nota. La comida, además, se acabará pronto, y la historia del
animoso Traugott, que me he propuesto contarte, me atrae con fuerza irresistible.
Que Elías Roos lleva peluca ya lo sabes desde el principio, y no debo, por tanto,
repetirlo. Por lo que le has oído hablar, además, puedes imaginarte a este hombrecillo
rechoncho con su levita parda y chaleco y pantalones con botones dorados. De Traugott
tengo mucho que decir, porque, aparte de que es su historia la que cuento, sobresale
bastante por sí mismo. Si es cierto que el modo de pensar y de conducirse salen de
dentro del individuo, modelando y formando su exterior, y que lo maravilloso no sirve
sino para completar la armonía del conjunto, o sea lo que se llama carácter, espero que
con mis palabras te imagines a Traugott como si lo tuvieras delante. Si no es así,
entonces mi charla no habrá servid para nada y puedes considerar mi cuento como no
contado.
Los dos caballeros desconocidos son tío y sobrino, un tiempo comerciantes, y al
presente hombres de negocios, muy relacionados con Elías Roos por amistas y asuntos
de interés. Viven en Königsberg, se visten a la inglesa, van acompañados de un criado
inglés con botas de color de caoba, poseen un gran gusto artístico y son, sobre todo,
gente muy bien educada. El tío tiene una galería artística y colecciona dibujos (videatur
la nota robada). Ya no me resta, lector amable, sino presentarte en debida forma a
Cristina, pues presumo que apenas si la recordarás, y, por tanto, no está de más que
dibuje algunos de sus trazos más salientes, aunque luego desaparezcan. Imagínate,
lector, una joven robusta de unos veintidós a veintitrés años, con una cara redonda, la
nariz pequeña y un poco respingada y ojos azules claro, que sonríen amables y parece
como si le quisieran decir a todo el mundo: "Me voy a casar pronto." Tiene además una
piel blanquísima, el cabello demasiado rojizo, unos labios tentadores que forman una
boca redonda y más bien grande, que cuando sonríe deja ver dos hileras de dientes
perlinos.
Si la casa del vecino se incendia y las llamas llegan hasta su cuarto, se apresurará a
dar de comer al canario, guardará la ropa limpia y luego seguramente se irá al escritorio
a decir a su padre que su casa está ardiendo. Nunca le ha salido mal una tarta de
almendras y siempre logra que espese la salsa blanca, porque jamás la mueve hacia la
izquierda y siempre hacia la derecha, haciendo un círculo completo con la cuchara.
Mientras Elías Roos servía el último vaso de vino del Rhin al viejo Franz observé
yo, como de pasada, que Cristinita quería mucho a Traugott al casarse con él; aunque,
después de todo, yo no sé qué es lo que podría hacer si no se convertía en esposa de
alguien.
Una vez terminada la comida, Elías Reos invitó a sus huéspedes a dar un paseo por
las fortificaciones. Traugott, que aún se encontraba inquieto y emocionado por todo lo
maravilloso que le sucediera en aquel día, habríase negado de buena gana a
acompañarlos; pero no lo logró, pues en el momento en que intentaba escurrirse, sin
siquiera haber besado la mano de su novia, le cogió de la levita Elías Roos, diciéndole:
-Supongo, querido yerno, amable asociado, que no pensará usted en abandonarnos.
Y no tuvo más remedio que resignarse.
Un profesor de Física exponía la teoría de que en el mundo existe en alguna parte
una máquina de electricidad, como en cualquier gabinete experimental, y que de ella
salen invisibles hilos que se unen a la vida, los cuales nos rodean y nos envuelven lo
mejor posible; pero en un momento dado los pisamos, y entonces los rayos y los
choques llegan a nuestro interior, cambiando todo lo que existe en nosotros. Traugott
debía de haber pisado los hilos invisibles en el instante en que, sin advertirlo, se puso a
dibujar lo que tenía a la espalda, pues con la fuerza del rayo le estremeció la presencia
de los desconocidos, y le pareció que en aquel preciso momento veía perfectamente
claro lo que hasta entonces creyera sueño y suposición. El temor que le hizo enmudecer
cuando le hablaron de las cosas que yacían escondidas en el fondo de su alma como un
secreto sagrado desapareció por completo, y cuando el tío comenzó a denigrar las
imágenes, medio pintadas, medio grabadas, del salón de Artús, considerándolas como
faltas de gusto, y, sobre todo, calificó de extravagantes los cuadros de soldados, él
sostuvo audazmente la opinión de que bien podía todo aquello no estar conforme con
las reglas del buen gusto, pero que él encontraba muy bien hechas algunas de las figuras
y aseguraba que en el salón de Artús se había abierto para él un mundo maravilloso y
fantástico, y hasta algunas de sus figuras le habían dirigido miradas expresivas y la
palabra, haciéndole desear el ser un maestro tan hábil y dibujar y grabar como aquellos
cuyas obras tenía delante.
Elías Roos mostrábase más tonto que de costumbre mientras el joven pronunciaba
tan sublimes palabras, y el tío le repuso con expresión maliciosa:
-De nuevo me asombra el que quiera ser comerciante y no se haya dedicado por
entero al arte.
A Traugott le era aquel hombre profundamente antipático, y por esta razón decidió
en el paseo acercarse al sobrino, que le parecía más amable y digno de confianza.
-¡Dios mío! -díjole éste-. No sabe lo que envidio su talento. ¡Si yo supiera dibujar
como usted! Y no crea que me falta genio. He dibujado bastante bien ojos, y narices, y
orejas, y hasta cabezas enteras; pero ¡los negocios!...
-Yo creía-repuso Traugott- que cuando se tiene verdadero genio y una afición
decidida al arte no debía uno dedicar a otro negocio.
-¿Usted piensa ser artista? -preguntó el sobrino-. Parece imposible que diga usted
eso. Mire, amigo mío, en estas cosas he reflexionado quizá más que nadie, y como soy
entusiasta del arte he procurado profundizar en el asunto más de lo que me permitían las
indicaciones que poseía.
El sobrino tomó un aspecto tan serio y pensativo al decir estas palabras, que
Traugott sintió por él cierto respeto.
-Me dará usted la razón -continuó, después de tomar un polvo de rapé y estornudar
dos veces-, me dará usted la razón si le digo que el arte entreteje de flores la vida.
Alegrar y distraer de los negocios serios es la misión de todos los esfuerzos del arte, y
tanto más lo conseguirá cuanto más perfectas sean sus producciones. En la misma vida
se ve claramente este objeto, pues sólo los que se dedican al arte en esta forma disfrutan
de la comodidad, que huye eternamente de aquellos que no advierten la verdadera
naturaleza del asunto y consideran el arte como el objeto principal y único de su vida.
Por tanto, amigo mío, no tome en serio los consejos de mi tío, con los cuales trata de
distraerle de los negocios graves de la vida para empujarlo a una ocupación que no tiene
apoyo alguno, y, por consiguiente, tiene que ser insegura.
Aquí el sobrino se quedó callado, como si esperase que Traugott le respondiera
algo; pero éste no sabía qué decir. Todo lo que el otro hablaba parecíale una cosa tonta.
Se contentó con preguntar:
-¿Qué es lo que usted quiere significar en definitiva con negocios serios?
El sobrino miróle un poco confuso.
-¡Dios mío! -exclamó al cabo-. Me concederá usted que hay que vivir, a lo cual rara
vez llega el artista que hace del arte su única profesión.
Metióse en retorcidas frases y en una charla sin ton ni son. De ella venía a sacarse
en consecuencia que él llamaba vivir a no tener preocupaciones, sino disponer de mucho
dinero, comer y beber bien, tener una mujer bonita e hijos juiciosos que nunca se
echasen una mancha de grasa en el traje dominguero.
A Traugott aquello le oprimió el corazón, y se consideró por demás dichosos cuando
el sobrino se despidió de él y se halló solo en su cuarto. "¡Vaya una vida triste y digna
de compasión la que yo llevo! En las hermosas mañanas doradas de primavera, cuando
hasta en las calles oscuras de la ciudad sopla el viento tibio como si quisiera hablarnos
en su susurro de todas las maravillas que brotan en el bosque y en la llanura, yo me
deslizo indolente y de mal humor hacia el escritorio, lleno de humo, de Elías Roos. En
él me encuentro con unos cuantos rostros pálidos, que se inclinan sobre informes
pupitres, y sólo interrumpe el silencio tétrico en que todos parecen trabajar afanosos el
ruidito de las hojas de los libros y el tintineo del dinero. ¿Y el trabajo? ¿Para qué tanto
pensar y tanto escribir? Para que aumenten las monedas en las cajas, para que el tesoro
maldito de Fafnir continúe luciendo y brillando eternamente. En cambio, ¡qué feliz el
pintor o el escultor que puede salir alegre y con la cabeza alta disfrutar de todas las
delicias de la primavera que brotan de lo profundo de la tierra, adquiriendo formas
hermosas llenas de vida! De los oscuros arbustos emergen seres admirables, que
conservan su espíritu y permanecen siendo parte suya, pues en ellos reside el secreto
encanto de la luz, del color, de la forma, y así consigue aprisionar todo aquello que ve
con los ojos de su inteligencia al representarlo con su arte. ¿Qué es lo que me detiene de
soltarme de las ligaduras de esta vida odiosa? El anciano me ha asegurado que tengo
vocación de artista, y aún más lo he comprendido en el apuesto joven. Aunque no me
dijo una palabra, advertí en su mirada lo que yo anhelo interiormente, y que, sujeto por
mil y mil dudas, no me he atrevido nunca a expresar. ¿No podía yo ser un pintor
célebre, en vez de arrastrar esta vida triste?" Traugott sacó todo lo que dibujara y lo
contempló con mirada escrutadora. Muchos de sus dibujos pareciéronle distintos de
cuando los hiciera, y desde luego mejores. Sobre todo se fijó en una hoja hecha en su
niñez, en la cual aparecían desfigurados pero perfectamente visibles, los trazos del
famoso burgomaestre con el hermoso paje, y recordaba muy bien que ya en aquella
época estas figuras ejercían sobre él una influencia extraña, y que una vez, al oscurecer,
arrastrado por una fuerza irresistible, huyó de los juegos infantiles y se encerró en el
salón de Artús para copiarlas. Traugott sintióse acometido de una inquietud profunda y
dolorosa al contemplar aquel dibujo. Tenía que ir a trabajar al escritorio un par de horas,
como de costumbre; pero no le fue posible hacerlo, y se marchó a pasear a Karlsberg.
Desde allí se dedicó a mirar al mar impetuoso; en las olas, en las nubes, que se
agrupaban maravillosamente sobre Hola, trataba de adivinar, como si se reflejara en un
espejo mágico, la suerte de su vida futura.
¿No crees tú, lector querido, que todo lo que viene a nosotros desde el reino elevado
del amor se nos presenta primero como una impresión dolorosa? Esas son las dudas que
atormentan el espíritu del artista. Advierte el ideal y siente la imposibilidad de
alcanzarlo; ve que huye de su lado, y le parece que ha de ser para siempre. Luego, sin
embargo, recobra la esperanza, lucha denodadamente, y la desesperación se convierte en
un anhelo dulce, que lo reconforta y lo anima a esforzarse por llegar al objeto amado, al
cual ve cada momento más cerca, sin llegar a alcanzarlo nunca.
Traugott sintió que ese dolor sin esperanza lo invadía por completo. Cuando a la
mañana siguiente volvió a mirar los dibujos, que se hallaban esparcidos sobre la mesa,
pareciéronle insignificantes y nimios, y recordó las palabras de un artista amigo suyo,
que solía decir que la mayor dificultad que había en el arte era que muchos tomaban por
verdadera vocación lo que no era sino un impulso del momento.
Traugott no se hallaba en manera alguna inclinado a tomar por impulso del
momento la impresión que en él producían las figuras del viejo y del joven del salón de
Artús; maldijo de su suerte al tener que volver al escritorio, y trabajó con los demás
dependientes de Elías Roos, sin parar mientes en el asco que de cuando en cuando le
acometía, obligándole a salir corriendo al aire libre. Estos impulsos tomábalos Roos
como síntomas de la enfermedad que, en su opinión, debía padecer el joven, y que se
advertía en su palidez.
Transcurrió algún tiempo; llegó la feria de agosto de Danzig, a cuya terminación
Traugott debía casarse con Cristina y anunciar públicamente su asociación con Elías
Roos en los negocios. Aquella época era para él la renunciación a todas sus esperanzas y
sueños, y le angustiaba sobremanera ver a Cristinita muy afanosa, que mandaba encerar
y frotar los pisos, doblaba por sí misma las cortinas, y daba la última mano a la espetera
de latón.
Un día, cuando mayor era la concurrencia en el salón de Artús, oyó Traugott una
voz inmediatamente detrás de sí, cuyo metal conocido le impresionó mucho.
-¿Debía estar este papel en tan malas condiciones? Traugott se volvió con rapidez y
vio, presumía, al admirable anciano, que se dirigía a un agente para vender un papel
cuya cotización en aquel momento era muy baja. El hermoso mancebo permanecía
detrás del anciano y miraba amable a Traugott. Éste se acercó al anciano, y le dijo:
-Permítame, señor mío: el papel que quiere usted vender está en este instante muy
bajo, como usted ha dicho muy bien; pero la cotización ha de variar en sentido
favorable en pocos días. Si quiere seguir mi consejo, guarde el papel algún tiempo, y no
le pesará.
-Señor mío -repuso el anciano secamente y con aspereza-, ¿quién le mete en mis
asuntos? ¿Sabe usted por ventura si en este momento el papel no me es absolutamente
inútil, y, en cambio, necesito dinero contante y sonante?
Traugott, que se quedó un tanto desconcertado al ver que el anciano tomaba tan a
mal su consejo desinteresado, trató de alejarse, cuando el joven le dirigió una mirada
preñada de lágrimas.
-Lo he hecho con buena intención-respondió con presteza al anciano-, y no
consentiré que sufra usted daños considerables. Véndame el papel, con la condición de
que le abonaré la diferencia de cotización cuando suba dentro de pocos días.
-Es usted un hombre admirable -dijo el anciano-. Sea como usted quiere, aunque no
comprendo su interés en enriquecerme.
Al pronunciar estas palabras echó una rápida mirada al joven, que, avergonzado,
bajó la vista. Los dos siguieron a Traugott al escritorio, donde le entregaron al anciano
el dinero, que, con expresión seria, se embolsó. Mientras tanto, el joven decía a Traugott
en voz baja:
-¿No es usted el mismo que hace unos días hizo unos dibujos tan lindos en el salón
de Artús? -Exactamente -respondió Traugott, sintiendo que el recuerdo del cómico
incidente con la nota comercial le hacía subir los colores a la cara.
-Entonces -continuó el joven- no le sorprenderá...
El anciano miró iracundo al joven, que se calló inmediatamente. Traugott no podía
reprimir cierta angustia en presencia de aquel desconocido, y así continuaron, sin que se
atreviera a insinuar la más ligera averiguación sobre la vida y circunstancias de tales
personajes. La presencia de ambas figuras tenía algo de prodigioso, que no escapó
siquiera al personal del escritorio. El tétrico tenedor de libros se puso la pluma tras de la
oreja y los codos apoyados en la mesa, contemplando al anciano con curiosidad.
-¡Dios me valga! -dijo cuando hubieron desaparecido los desconocidos-. Ese
individuo, con su barba crespa y la capa negra, parece un retrato del año mil
cuatrocientos, de los que hay en la iglesia de San Juan. El señor Roos lo consideró como
un judío polaco, a pesar de su apostura noble y su rostro serio de alemán antiguo, y
refunfuñó:
-Mala bestia: vende hoy el papel, y dentro de diez días valdrá un diez por ciento
más.
Claro está que no sabía nada del trato hecho con Traugott, en virtud del cual éste
había de pagarle de su bolsillo la diferencia, cosa que hizo efectivamente cuando,
algunos días más tarde, volvió a encontrar al anciano con el jovenzuelo en el salón de
Artús.
-Mi hijo -díjole el anciano- me ha recordado que es usted artista, y por eso acepto lo
que en otro caso hubiera rechazado.
Estaban junto a una de las cuatro columnas que sostienen la bóveda del salón, muy
cerca de las figuras que un día pintara Traugott en la carta comercial. Sin reserva alguna
habló Traugott de la semejanza asombrosa de aquellas figuras con el anciano y su
acompañante. El anciano sonrió de manera enigmática, puso la mano sobre el hombro
de Traugott y comenzó a decirle en voz baja y pensativo:
-¿No sabe usted que yo soy el pintor Godofredo Berklinger y que las figuras que
tanto admira están pintadas por mí cuando aún era un aprendiz de artista? En el
burgomaestre traté de retratarme de memoria, y el paje que conduce el caballo es mi
hijo, de lo cual se convencerá fácilmente si se fija en ambos rostros.
Traugott enmudeció de asombro: comprendió que aquel anciano, que aseguraba ser
el artista que doscientos años atrás realizara la obra que admiraban, padecía una locura
rara.
-Era una época -continuó el anciano levantando la cabeza y mirando a uno y otro
lado-, era una época próspera y brillante sobre toda ponderación cuando yo decoré este
salón para honrar al rey Artús y a sus caballeros, pintando en él todos estos retratos.
Hasta creo que fue el mismo rey Artús el que, una vez que estaba yo trabajando, se me
presentó con toda pompa y me animó a que hiciera una obra más perfecta que todas las
anteriores.
-Mi padre -interrumpió el joven- es un artista como hay pocos, señor mío, y estoy
seguro de que no se ha de arrepentir si se digna ver sus obras.
Entre tanto el anciano había emprendido la marcha a través del salón, ya vacío, y
ordenaba a su hijo que le siguiera, cuando Traugott le rogó que le permitiera ir a ver sus
pinturas. El anciano lo miró con mirada penetrante y al fin exclamó muy serio:
-Es usted, en verdad, un poco temerario al intentar penetrar en el santuario sin haber
llegado a la edad de aprender; pero... sea como usted quiere. Si no está usted en
condiciones de ver, a lo menos podrá adivinar. Vaya usted mañana temprano a mi casa.
Indicóle su vivienda, y Traugott procuró al día siguiente desentenderse pronto de
sus quehaceres para dirigirse apresurado a la calle retirada donde vivía el anciano. El
joven, vestido a usanza antigua alemana, le abrió la puerta y le condujo a un aposento
espacioso, donde se hallaba el anciano sentado en un taburete ante un lienzo enorme
preparado en tono gris.
-Llega usted en un momento feliz -exclamó el anciano al ver a Traugott-amigo mío,
pues precisamente acabo de dar la última pincelada en el gran cuadro en que llevo
trabajando un año entero y que me ha costado no pocos esfuerzos. Es la pareja del gran
cuadro que representa el Paraíso perdido, que terminé el año anterior, y que también
puede usted ver. Este es, como usted ve, el Paraíso recuperado, y sería muy triste para
usted y para mí si quisiera sutilizar en él una alegoría. Los cuadros alegóricos no los
hacen más que los débiles y los ignorantes. Mi cuadro no significa una cosa; es una
cosa. Usted ve estos grupos apretados de hombres, animales, frutas, flores, piedras que
se unen en un conjunto armónico, cuya música celeste es el acorde supremo de la eterna
glorificación.
El anciano comenzó a describir los grupos aislados, llamando la atención de
Traugott sobre la distribución de la luz y de la sombra, sobre los reflejos de las flores y
de los metales, sobre las maravillosas figuras que emergían de los cálices de los lirios,
sobre los hombres barbudos que, llenos de vigor y de juventud en sus miradas y en sus
movimientos, parecía que conversaban con los animales más extraños.
La expresión del anciano hacíase cada vez más fuerte, aunque menos comprensible.
-Deja que brille tu corona de diamantes, gran anciano -exclamó al fin, dirigiendo la
vista centelleante al lienzo-. Quítate el velo de Isis que llevas sobre la cabeza cuando los
profanos se acercan a ti. ¿Por qué aprietas contra el pecho con tanto cuidado tu sombría
vestidura?... Quiero ver tu corazón... Esta es la piedra de la sabiduría, ante la cual se
descubren todos los secretos... ¿No eres tú yo?... ¿Por qué te separas con tanta rapidez y
tanto empeño de mi lado?... ¿Quieres luchar con tu maestro? ¿Crees que mi pecho
puede pulverizar el rubí que llevas en el corazón?... Levántate..., sal..., ven aquí...; yo te
he creado..., luego soy yo.
Al llegar a este punto, el anciano cayó al suelo como herido por un rayo. Traugott lo
levantó; el joven acercó rápidamente una butaca y colocaron en ella al anciano, que se
quedó como sumido en un profundo sueño.
-Voy a decirle a usted, querido señor-dijo él joven en voz baja y lentamente- lo que
le ocurre a mi padre. La mala suerte le ha privado de sus facultades, y ya hace varios
años que ha muerto para el arte, que era toda su vida. Se pasa los días enteros sentado
delante del lienzo preparado, con la mirada rija en él; a eso llama pintar, y ya ha visto
usted a qué extremos le lleva su exaltación. Además, está continuamente atormentado
por una idea triste que me hace pasar una vida horrible; pero lo sobrellevo con
paciencia, por considerarlo como una fatalidad que me ha arrastrado a mí, al tiempo que
a él, a la desgracia. Si quiere usted distraerse de este mal rato, venga conmigo a ese otro
aposento, donde podrá contemplar algunos cuadros de la época buena de mi padre.
Traugott quedóse admirado al ver una serie de cuadros pintados con arreglo al estilo
holandés, que parecían obra de los más reputados maestros. La mayoría eran cuadros de
género; por ejemplo: una reunión de personas que, de regreso de la caza, se distraían
haciendo música, y otras escenas por el mismo orden, las cuales denotaban un talento
grande, siendo, sobre todo, la expresión de las cabezas de lo mejor que se puede
admirar.
Ya se dirigía Traugott al salón grande cuando se fijó en un cuadro, ante el cual se
quedó como petrificado. Representaba a una joven vestida a la antigua usanza alemana,
y tenia absolutamente el mismo rostro del joven, con un poco más de color; también la
estatura parecía más aventajada. Traugott sintióse estremecido de entusiasmo ante la
contemplación de aquella hermosa mujer. El cuadro tenía la fuerza y la vida de una obra
de Van Dyck. Los ojos, oscuros, miraban con arrobo a Traugott; los lindos labios,
entreabiertos, parecía que susurraban dulces palabras.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -suspiró Traugott ¿Dónde, dónde la podré encontrar?
-Vámonos de aquí -repuso el joven.
Pero Traugott insistió, como loco de alegría:
-Sí, es ella, es la amada de mi corazón, la que llevo hace tanto tiempo grabada en el
alma, la que presentía. ¿Dónde, dónde está?
Al joven Berklinger se le saltaron las lágrimas y mostróse muy conmovido y como
luchando con un dolor intenso; por fin logró dominarse, y con tono firme dijo:
-Venga, venga; ése es el retrato de mi desgraciada hermana Felicitas, que ha
desaparecido para siempre. Nunca la verá usted.
Casi sin darse cuenta hallóse Traugott en la habitación inmediata. El anciano estaba
aún dormido; pero de repente despertó, y mirando a Traugott con mirada iracunda,
exclamó:
-¿Qué quiere usted? ¿Qué quiere usted?
El joven adelantóse y recordó a su padre que aquel señor había ido a ver su cuadro.
Berklinger se quedó como pensando en todo aquello, visiblemente muy débil, y al fin
dijo con voz opaca:
-Amigo mío, perdone a un viejo esta falta de memoria.
-Su nuevo cuadro-comenzó a decir Traugott-es admirable, yo no he visto otro igual
en mi vida, y se necesita mucho estudio y mucho trabajo para llegar a pintar una cosa
parecida. Yo creo que tengo algunas condiciones artísticas, y le ruego encarecidamente,
querido maestro, que me acepte como discípulo.
Al anciano le alegró sobremanera la proposición; abrazó a Traugott y le prometió
ser su maestro fiel. Traugott, pues, fue a diario a casa del anciano pintor, e hizo grandes
progresos en el arte. El negocio, en cambio, le gustaba cada día menos; lo abandonó
tanto que Elías Roos se quejaba de él constantemente, y al fin vio con satisfacción que
Traugott dejó por completo de asistir al escritorio, so pretexto de una enfermedad
desconocida, la cual también le sirvió de achaque para aplazar indefinidamente su boda,
con gran indignación de Cristina.
-Su amigo Traugott-díjole un día un compañero a Elías Roos-debe de tener alguna
preocupación seria, quizá algún asunto de amor antiguo que querrá resolver antes de
casarse. Está palidísimo y descompuesto.
-Estaría bueno -repuso Elías Roos; y luego de transcurrir un rato continuó-: ¿Por
qué no le había de hacer una trastada la picaruela de Cristina? El tenedor de libros está
enamorado como un burro y le aprieta y le besa la mano siempre que tiene ocasión.
Traugott también está enamoradísimo de mi hija, eso me consta... Quizá dándole celos...
Voy a ver si le hago saltar.
Por más que hizo no pudo sacar nada en limpio, y al cabo de unos días dijo a su
amigo:
-Ese Traugott es un homo de lo más raro, y no hay más remedio que dejarle con sus
chifladuras. Si no tuviera en mi casa cincuenta mil duros, ya sabría yo lo que había de
hacer con él.
Traugott hubiera sido completamente feliz con la vida que llevaba en las regiones
del arte si su amor fogoso por la bella Felícitas, a la que veía con frecuencia en sueños,
no le hubiese destrozado el corazón. El retrato desapareció. El anciano se lo llevó, y
Traugott no podía preguntar por él sin exponerse a las iras del maestro. Por lo demás, el
viejo Berklinger era cada vez más confiado, y consintió en que Traugott mejorase las
condiciones de su pobre hogar en vez de pagarle honorarios por la enseñanza. Por el
joven Berklinger supo Traugott que el anciano habia sufrido un engaño manifiesto al
vender un cuadrito, y que aquel papel que Traugott cambió era parte del dinero recibido
y su único patrimonio. Pocas veces podían hablar 'Traugott y el joven a solas, pues en
cuanto el anciano los veía juntos procuraba interrumpir su conversación, llegando hasta
tratar con dureza a su hijo. A Traugott le molestaba aquello, tanto más cuanto que quería
entrañablemente al joven por su parecido con Felicitas. Había momentos en que le
parecía que tenía junto a sí la imagen querida, que sentía el hálito dulce del amor, y de
buena gana habría estrechado contra su corazón al joven, como si fuera la misma
Felicitas.
Transcurrió el invierno; la primavera inundó de alegría montes y praderas. Elías
Roos aconsejó a Traugott que se fuera a una cura de aguas o de régimen. Cristina volvió
a ilusionarse con la boda, a pesar de que Traugott no la miraba casi ni trataba de
reanudar su intimidad. Una liquidación indispensable retuvo un día a Traugott en el
escritorio hasta más tarde de lo que solía, y hubo de retrasar la hora de la lección de
pintura; tanto, que llegó a casa de Berklinger poco antes de anochecer. No halló a nadie
en el aposento de fuera y oyó en el contiguo sonidos de laúd. Nunca había escuchado
allí tal instrumento. Escuchó... Como un suspiro, acompañaba a los acordes un canto
dulcísimo. Abrió la puerta y, ¡oh cielos!, con la espalda vuelta hacia él vio una figura de
mujer vestida a la usanza antigua alemana, con un alto cuello de encaje exactamente
igual al retrato. Al ruido que Traugott hizo, sin querer, abriendo la puerta, irguióse un
poco, dejó el laúd sobre la mesa y volvió la cabeza. Era ella misma.
-¡Felicitas! -exclamó Traugott entusiasmado, tratando de arrodillarse ante la imagen
divina; pero sintió que le cogían por detrás y que lo sacaban de allí a la fuerza.
-¡Traidor!.... ¡Malvado! -exclamó el viejo Berklinger tirando de él-. ¿Esta era tu
afición al arte? ¿Quieres asesinarme?
Y lo echó violentamente. En su mano brillaba un cuchillo. Traugott salió huyendo
escaleras abajo, y aturdido, medio loco de alegría y de susto, dirigióse apresurado a su
casa.
Toda la noche estuvo dando vueltas en la cama sin lograr conciliar el sueño.
-¡Felícitas!... ¡Felicitas! -exclamaba una y otra vez, atormentado por el martirio del
amor-. Estás ahí..., estás ahí, y no puedo verte, no puedo estrecharte en mis brazos. Me
amas, lo sé. En el dolor que martiriza mortalmente mi corazón siento que me amas."
El sol penetraba por las ventanas del cuarto de Traugott; se levantó presuroso y
decidió descubrir el secreto de la casa de Berklinger a toda costa. Dirigióse a la vivienda
del anciano; pero quedóse parado al ver todas las ventanas abiertas y a las criadas que
limpiaban las habitaciones. Se imaginó lo sucedido. Berklinger había abandonado la
vivienda con su hijo a altas horas de la noche, y nadie sabía dónde se había marchado.
Un carro con dos caballos llevaba las cajas con los cuadros y los dos cofres pequeños,
que constituían todo el ajuar de Berklinger. Él y su hijo salieron media hora después.
Todas las pesquisas para averiguar dónde se encontraban fueron inútiles; ningún
alquilador había alquilado caballos ni coche a personas cuyas señas coincidiesen con las
que daba Traugott; en las puertas de la ciudad tampoco obtuvo dato alguno; en una
palabra, Berklinger había desaparecido como si lo hubiera cubierto el manto de
Mefistófeles. Desesperado, retornó Traugott a su casa.
-¡Se ha marchado, se ha marchado... la amada de mi corazón!... ¡Todo, todo está
perdido!
Así clamaba al pasar por delante de Elías Roos, que se encontraba en el portal de su
casa, al dirigirse a su cuarto.
-¡Dios del cielo y de la tierra! -exclamó Elías, dándole vueltas a la peluca-.
¡Cristina... Cristina!... -comenzó a gritar al fin, haciendo retumbar con su voz toda la
casa-. ¡Cristina!... ¡Infame! ¡Hija desnaturalizada! Los empleados del escritorio salieron
asustados; el tenedor de libros preguntó emocionadísimo:
-¿Pero qué pasa, señor Roos? Este seguía gritando:
-¡Cristina! ¡Cristina!
La señorita Cristina apareció en la puerta de la calle, y mientras se quitaba el
sombrero de paja preguntó por qué estaba su padre tan alborotado.
-No admito de ninguna manera tales paseos -dijo Elías Roos-. Mi futuro yerno es un
hombre melancólico, y los celos le hacen sentirse turco. Hay que estar en casa, si no se
quiere dar lugar a una desgracia. Ahí está mi socio llorando y gimiendo por la novia
vagabunda.
Cristina miró asombrada al tenedor de libros, el cual indicó con una mirada
expresiva al escritorio, donde se hallaba el armario de cristal en que Roos guardaba el
licor de canela.
-Vamos a consolar al novio -continuó diciendo mientras se dirigía al cuarto de
Traugott.
Cristina fue al suyo a cambiarse de vestido, a sacar la ropa y a dar órdenes a la
cocinera para la comida del domingo, y al mismo tiempo oír alguna de las novedades de
la ciudad, dejando para después el ir a ver qué le ocurría a su novio.
Ya sabes, querido lector, que todos, en la situación de Traugott, hubiéramos pasado
por diferentes fases, como no podía menos de sucederle a él. A la desesperación siguió
una especie de sopor, y pasada esta crisis convirtióse en el dolor agudo que la
Naturaleza suele emplear como método curativo.
En este estado de dolor beneficioso estuvo Traugott durante varios días, en uno de
los cuales dirigió sus pasos al Karlsberg, y de nuevo contempló las olas y las nubes
grises que se cernían sobre Hela. Pero aquel día no se le ocurrió pensar en cuál sería su
suerte futura; todo había desaparecido, todo lo que soñara y lo que anhelara.
-¡Ay! -suspiró-. ¡Qué amargo engaño fue mi vocación artística! Felícitas era la
ilusión que me sedujo para creer en lo que no vivía, sino en la fantasía perturbada de un
enfermo. Y ha desparecido... Vuelta a la cárcel..., que se ha cerrado tras de mí.
Traugott volvió a trabajar en el escritorio, y la boda con Cristina fijóse de nuevo
para una época determinada. El día antes de llegar ésta hallábase Traugott en el salón de
Artús, mirando con tristeza las figuras del viejo burgomaestre y su paje, cuando
descubrió al agente que en una ocasión quería negociar el papel de Berklinger. Sin
reflexionar sobre lo que hacía, casi inconscientemente, acercóse a él y le preguntó:
-¿Conocía usted a aquel viejo extraño de la barba negra rizada que hace algún
tiempo solía andar por aquí acompañado de un bello joven?
-¡Cómo no había de conocerle! -respondió el agente-. Era el pintor loco Godofredo
Berklinger. -¿Sabe usted qué ha sido de él y dónde se encuentra? -preguntó de nuevo
Traugott.
-Ya lo creo -respondió el agente-. Está tranquilo en Sorrento, con su hija, hace una
temporada.
-¿Con su hija Felícitas? -exclamó Traugott tan alto y con tanta viveza que todo el
mundo se volvió hacia él.
-Claro está -continuó el agente muy tranquilo-,el joven que le acompañaba aquí era
ella. Medio Danzig sabía que era una muchacha, a pesar de que el pobre loco suponía
que todos lo ignoraban. Le habían predicho que en cuanto su hija se enamorase de
alguien moriría él de muerte trágica, y por esta causa trataba de que nadie supiese que
tenía una hija, y la hacía pasar por muchacho. Asombrado quedóse Traugott,
permaneciendo inmóvil durante un rato; luego echó a correr por las calles y salió al
campo, repitiéndose en alta voz: "¡Desgraciado de mí! Era ella...; a su lado he pasado
días enteros..., he comido miles de veces..., me he mirado en sus divinos ojos..., he
respirado su aliento..., he escuchado sus palabras..., y todo lo he perdido... No, no lo
quiero perder. Iré tras ella al país del arte...; la suerte me llama..; me voy a Sorrento."
Volvió a casa. Elías Roos le salió al encuentro, y al verle le sujetó y le obligó a
entrar en su cuarto.
-No quiero casarme con Cristina -exclamó-. Se parece a las voluptas y a las
Luxuries y tiene los cabellos como las Ira de las pinturas del salón de Artús. ¡Oh,
Felícitas, Felícitas!... ¡Divina amada mía!... ¡Tú me tiendes los brazos amorosos!... Ya
voy..., ya voy. Y ha de saber usted, Elías -continuó, zarandeando al comerciante-, que no
me volverá usted a ver en su maldito escritorio. Me revientan sus libros mayores y sus
cuentas. Yo soy un pintor de los mejores; Berklinger es mi maestro, mi padre, mi todo, y
usted no es nada, nada.
Y sacudía a Elías Roos, quien gritaba con toda su alma:
-¡Auxilio! ¡ Auxilio!... ¡A mí, a mí; mi yerno se ha vuelto loco... mi socio está
furioso!... ¡Auxilio!... ¡Auxilio!....
Todos los empleados acudieron a los gritos; Traugott había soltado a Elías Roos, y,
agotado, cayó en una butaca. Todos le rodearon, y él se levantó de un salto, gritando: -
¿Qué queréis?
Entonces salieron todos en fila, llevando en medio a Roos. A poco oyóse rumor de
seda y una voz que preguntaba:
-¿Es verdad que se ha vuelto usted loco, querido señor Traugott, o es que está usted
bromeando?
Era Cristina.
-No me he vuelto loco, ni mucho menos, ángel mío -respondió Traugott-; pero
tampoco estoy bromeando. Tranquilícese usted, querida; nuestra boda no se celebrará
mañana, ni nunca.
-No es necesario -repuso Cristina, muy serena-; hace mucho tiempo que no me
gusta usted nada, y hay personas que se han sabido hacer querer y pueden conducir al
altar a la bella Cristina Roos... Adiós.
Y salió de la habitación.
"Se refiere al tenedor de libros", pensó Traugott. Más tranquilo, dirigióse al
despacho de Roos y le expuso su deseo de que no contara con él ni para yerno ni para
socio. Elías Roos avínose a todo, y en el escritorio aseguró más de una vez que daba
gracias a Dios de verse libre del loco Traugott... cuando éste estaba lejos, muy lejos de
Danzig.
A Traugott parecióle la vida digna de vivirse cuando se halló en el país deseado. En
Roma los artistas alemanes lo recibieron en su círculo, y resultó que pasó más tiempo
allí del que podía suponerse, dado su anhelo por encontrar a Felicitas. Su afán, sin
embargo, se había enfriado un poco; la veía como un sueño delicioso que perfumaba
toda su vida, y creía que su manera de ser y el ejercicio de su arte estaban dirigidos a
una región más alta y sobrenatural. Todas las figuras de mujer que creaba su mente de
artista tenían los rasgos de la divina Felícitas. A los artistas jóvenes chocóles no poco
aquel rostro admirable cuyo original no encontraban en Roma, y abrumaban a preguntas
a Traugott para que les dijese dónde había visto aquella hermosura.
Traugott tenía cierto temor de contarles su extraña historia de Danzig, hasta que una
vez, algunos meses más tarde, un amigo de Köningsberg, llamado Matuszewski, que en
Roma vivía en relación con los artistas, le aseguró que había visto en la misma ciudad a
la muchacha que Traugott pintaba en todos sus cuadros.
Fácil de imaginar es el entusiasmo de Traugott; no tuvo oculto más tiempo el
motivo de su afán por el arte y de su viaje a Italia, y todos encontraron la aventura de
Danzig tan rara e interesante que le prometieron ayudarle a encontrar a la amada. Los
esfuerzos de Matuszewski fueron los más fructuosos: dio con la vivienda de la
muchacha, y averiguó que era hija de un pintor viejo que precisamente estaba revocando
la pared de la iglesia Trinitá del Monte. Traugott se dirigió con Matuszewski a la plaza
donde se hallaba esta iglesia y creyó reconocer a Berklinger en el pintor que estaba
encaramado en un alto andamio. Desde allí dirigiéronse apresurados los dos amigos a la
casa del pintor, cuidando de no decirle una palabra.
-Ella es -exclamó Traugott cuando distinguió a la hija del pintor, que, ocupada en
una labor de aguja, estaba en el balcón-. ¡Felicitas!... ¡Mi Felicitas! -gritó Traugott,
penetrando en la casa como una tromba.
La muchacha le miró asustada. Tenía los mismos rasgos que Felícitas, pero no era
ella. Traugott sintió un dolor como si le atravesaran el corazón con mil puñales.
Matuszewski explicó en dos palabras el caso a la joven. Estaba admirable con sus
mejillas cubiertas de un rubor divino y los ojos bajos, y Traugott, que en el primer
momento trató de escapar, quedóse como sujeto por lazos fuertes cuando dirigió una
mirada a la linda criatura. Dorina levantó las oscuras cortinas de sus ojos y miró al
extranjero con sonrisa amable, diciendo que su padre volvería pronto del trabajo y se
alegraría mucho de encontrar en su casa artistas alemanes, por los que tenía verdadera
admiración. Traugott hubo de confesarse que, fuera de Felicitas, ninguna mujer le había
impresionado tanto como Dorina. Era, en realidad, casi igual a Felícitas; pero sus rasgos
parecían más acusados y el cabello más oscuro. Era el mismo retrato, pintado por Rafael
y por Rubens. Al poco tiempo llegó el viejo, y Traugott vio que el alto andamio le había
equivocado por completo. En vez de un hombre fuerte como era Berklinger, tenía
delante un viejecillo delgado, tímido, agobiado por la pobreza. Una sombra engañosa le
hizo ver en su cara afeitada la barba negra de Berklinger. En cuestiones de arte mostró
el viejo conocimientos verdaderamente prácticos, y Traugott decidió cultivar una
amistad que en el primer momento tan dolorosa le resultara, pero que luego le pareció
muy agradable. Dorina, que era la bondad y la sencillez personificadas, dejó pronto
traslucir su inclinación por el joven pintor. Traugott correspondió a ella encantado. Se
habituó de tal modo a aquella muchacha de quince años, que se pasaba días enteros con
la reducida familia; trasladó su estudio a una habitación espaciosa que estaba vacía,
junto a la casa, y concluyó por vivir con ellos. De este modo mejoró su situación
económica con delicadeza, haciéndoles participar de su bienestar, y el viejo tuvo la
seguridad de que Traugott pretendía casarse con su hija, dándoselo a entender lo más
claro que pudo. Traugott se asustó un poco, pues aquello le hizo pensar en el objeto de
su viaje. 'tenía siempre a Felicitas delante, y, sin embargo, parecíale que no podía
separarse de Dorina. Lo más raro era que no pensaba en la desaparecida para su mujer.
Felicitas se le representaba como una imagen espiritual, que nunca perdería para
siempre, pero que no lograría alcanzar. Eterna compañía espiritual de la amada..., jamás
posesión física. Dorina, en cambio, se le aparecía como su mujer. Sentíase ante ella
estremecido por sacudidas dulcísimas, su sangre corría más de prisa por sus venas, y sin
embargo, le parecía que era hacer traición a su antiguo amor el unirse a nadie con lazos
indisolubles. Traugott luchaba con los más encontrados sentimientos: no podía
decidirse; esquivó al viejo. Este creyó que Traugott trataba de engañarle a él y a su hija
querida. Habló del matrimonio de Traugott con su hija como de cosa convenida, y dejó
traslucir que sólo en ese supuesto había permitido su relación con Dorina, que de otro
modo sólo podía servir para hacerle perder la fama.
La sangre italiana del viejo se encendió al fin, y declaró un día a Traugott que o se
casaba con su hija o se marchaba inmediatamente, pues no le consentiría que pasase una
hora más a su lado.
Traugott quedóse confuso e irritado. Parecióle que el viejo era uno de tantos padres
que quieren aprovecharse de las circunstancias para colocar a sus hijas, y consideró su
conducta como una traición grosera y repugnante hacia Felicitas. La despedida de
Dorina le destrozó el corazón; pero se soltó valientemente de los lazos que él creía
podían sujetarlo. Dirigióse apresurado a Nápoles y a Sorrento. Transcurrió un año de
minuciosas pesquisas tras las huellas de Berklinger y de su hija- pero todo en vano:
nadie sabía nada de ellos. Todo lo que pudo sacar en limpio fue una ligera suposición,
basada en el dicho de que hacía varios años visitó Sorrento un pintor alemán. Como las
olas del mar, que van y vienen sin cesar, estuvo
Traugott en algún tiempo, hasta que al fin se estableció en Nápoles, dedicándose al
arte y consiguiendo al cabo que su pasión por Felicitas fuese cediendo en intensidad.
Ninguna muchacha le parecía semejante a Dorina, en figura ni en porte, y cuando
contemplaba a alguna sentía hondamente la pérdida de aquella dulce niña. Cuando
pintaba, nunca pensaba en Dorina, sino en Felicitas; ésta continuaba siendo su ideal.
Pasado bastante tiempo recibió cartas de su ciudad natal. Elías Roos, según le anunciaba
el notario, había entregado su alma a Dios, y era necesaria la presencia de Traugott para
entenderse y ponerse de acuerdo con el tenedor de libros, que, como marido de la
señorita Cristina, se había puesto al frente del negocio. En el primer correo salió
Traugott para Danzig. Allí volvió a encofrarse en el salón de Artús; entre las columnas
de granito y frente a las figuras del burgomaestre y de su paje recordó su aventura
extraordinaria, y, acometido de una profunda melancolía, quedóse contemplando al
bello joven, que parecía mirarle con ojos expresivos y decirle con una voz dulcísima:
"No podías separarte de mí."
-¿No me engañan mis ojos? ¿Está su excelencia ya de vuelta, sano y salvo y curado
de su melancolía?
Así graznó junto a Traugott una voz ronca, que pertenecía a su amigo, el conocido
agente.
-No los he encontrado -dijo Traugott casi involuntariamente.
-¿A quiénes, a quiénes no ha encontrado su excelencia? -preguntó el agente.
-Al pintor Godofredo Berklinger y a su hija Felicitas -repuso Traugott-. Los he
buscado por toda Italia; en Sorrento nadie me dio razón de ellos.
El agente le miró asombrado, y, con los ojos muy abiertos, murmuró al cabo de un
rato:
-¿Dónde ha ido su excelencia a buscar al pintor y a su hija Felicitas? ¿A Italia? ¿A
Nápoles? ¿A Sorrento?
-Naturalmente -replicó Traugott, iracundo.
El agente cruzó varias veces las manos, exclamando al tiempo:
-¡Gran Dios! ¡Gran Dios! ¡Pero señor Traugott, señor Traugott!
-¿Qué es lo que tanto le admira? -continuó éste-. No haga tanto aspaviento. No creo
que tiene nada de particular ir a Sorrento detrás de la amada. Sí, yo estaba enamorado de
Felicitas y me fui a buscarla.
El agente seguía dando saltos en un pie y no cesaba de exclamar:
-¡Gran Dios! ¡Gran Dios!
Hasta que Traugott le cogió por el cuello y, mirándolo indignado, le preguntó:
-¿Quiere usted decirme, con mil diablos, qué es lo que encuentra de extraño en todo
esto?
-Pero, señor Traugott -respondió al fin el agente-, ¿no sabe usted que el señor
Brandstetter nuestro respetable consejero municipal y decano, llama Sorrento a la finca
que posee al pie del Karlsberg, en bosque de abetos, camino de Konradshammer? Este
individuo compró sus cuadros a Berklinger y se lo llevó con su hija a su casa, es decir, a
Sorrento. Allí vivieron varios años, y allí habría podido usted contemplar a la bella
Felicitas, paseándose por el jardín con su traje a usanza antigua alemana, como el retrato
que tanto le encantó, sólo con que se hubiera molestado en subir a media ladera del
Karlsberg, y sin necesidad de ir a Italia. Luego, el viejo...; pero ésta es una triste
historia.
-Cuente, cuente -dijo Traugott con voz sorda.
-Pues verá -continuó el agente-: volvió de Inglaterra el hijo de Brandstetter, vio a la
señorita Felicitas y se enamoró de ella. La sorprendió en el jardín un día, cayó de
rodillas a sus pies a la manera más romántica y juró que había de casarse con ella y
libertarla de la tiranía de su padre. El anciano estaba detrás de los jóvenes, sin que ellos
lo advirtieran, y en el momento en que Felicitas dijo: "Seré tuya", cayó al suelo
lanzando un grito espantoso, y quedó muerto. Debía de estar horrible..., morado y
sanguinolento, pues no se sabe cómo le saltó una vena. Felicitas no quiso nada desde
aquel momento con el joven Brandstetter, y transcurrido algún tiempo se casó con el
magistrado Mathesius de Marienwerder. Allí puede su excelencia visitar a la señora del
magistrado, como una relación antigua. Marienwerder no está lejos como el Sorrento de
Italia. La amable señora debe de estar muy bien y tener varios hijos.
Mudo y pensativo alejóse de allí Traugott. Aquel desenlace de su aventura le llenó
de rabia y de tristeza. "No, no es ella -decíase a sí mismo-, no es ella... no es Felicitas, la
criatura angelical, la que encendió en mi pecho una pasión inmensa, tras la que he
recorrido países lejanos, viéndola siempre como la estrella luminosa de mi esperanza.
¡Felicitas... esposa del magistrado Mathesius!... ¡Ja, ja, ja!" Traugott, riendo a
carcajadas, salió corriendo, como en otro tiempo, por la puerta Oliva, atravesando
Langfuhr hasta el Karlsberg. Desde allí contemplo Sorrento con lágrimas en los ojos.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Cuán hondamente hiere el pobre pecho del hombre esa fuerza
misteriosa que todo lo gobierna! Pero no, no, no, no se puede quejar de dolores
incurables quien se arroja a las llamas en vez de mantenerse a cierta distancia del fuego,
para gozar del calor y de la luz. La forma me atrajo con fuerza; pero mi mirada no supo
distinguir el ser extraordinario, y, engañado, imaginé que lo creado por el maestro
adquiría vida para rebajarse conmigo hasta las tristezas de la vida terrena. No, no, yo no
te he perdido, Felicitas; vives en mí eternamente, pues eres la facultad creadora y
artística que alienta en mí. Hasta ahora no te he reconocido. ¿Qué tienes tú que ver, ni
yo tampoco, con la esposa del magistrado Mathesius? Nada, absolutamente nada.
-No sabía que tuviera usted relación alguna con ellos, querido Traugott -dijo una
voz.
Traugott despertó de su sueño. Encontróse, sin saber cómo, en el salón de Artús,
apoyado en una de las columnas de granito. El que le dirigía la palabra era el marido de
Cristina, quién le entregó una carta recién llegada de Roma. Era de Matuszewski, que le
escribía: "Dorina está más guapa y más simpática que nunca, aunque un poco pálida y
triste, pensando en ti, querido amigo. Te espera a todas horas, pues tiene el
convencimiento de que no has de abandonarla. Te quiere apasionadamente. ¿Cuándo te
vemos por aquí otra vez?" -Me alegro mucho -dijo Traugott al marido de Cristina- que
hayamos terminado hoy nuestros asuntos, pues mañana me voy a Roma, donde me
espera ansiosa una novia querida.

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