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UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

UNIDAD IZTAPALAPA

LICENCIATURA EN ANTROPOLOGÍA SOCIAL

UEA: Teoría antropológica VI, estructuralista francesa

ENSAYO:
“Cuerpos contaminados:
un análisis estructuralista en relación al vih/sida”

Autor: Christian Daniel Cortés Campos

Imparte: Juan Castaingts Teillery

Trimestre 09-P

Ciudad de México, a 10 de septiembre de 2009


Introducción

En este trabajo nos proponemos analizar la cuestión del vih/sida como un poderoso símbolo
negativo para la sociedad contemporánea, utilizando los conceptos de la teoría antropológica
estructuralista francesa, para descifrar la sucesión de símbolos que atraviesa esta
enfermedad no sólo en la persona que la padece, sino en quienes la rodean y en la sociedad
misma.
Para lograr nuestro objetivo utilizaremos una pregunta como guía fundamental:
¿cuáles son los signos y símbolos que posee el vih/sida y que convierten al portador en
víctima de rechazo por parte de la sociedad? Sabemos que, a pesar de las campañas para
contener los contagios, el vih/sida sigue expandiéndose en todas las sociedades, sin
distinciones de sexo, edad, raza o posición económico-social. Paralelas, se han desarrollado
estrategias de prevención de la discriminación que, al menos en México, no parecen
funcionar como deberían. Si bien la tolerancia se ha visto fortalecida ante tales medidas, se
presenta como una actitud que no necesariamente implica aceptación de la diferencia. Por
ejemplo, vemos a señoras que ayudan a los trasvestis seropositivos del metro con dos
pesos, pero que jamás aceptarían a uno viviendo en sus casas; a muchachos que piensan
que la homosexualidad está bien, siempre y cuando no se demuestren cariño en público.
Creemos que una posible respuesta a esta interrogante tiene qué ver con el concepto
de cuerpo como el espacio simbólico por excelencia del ser humano, por lo que abordaremos
principalmente, como ya se mencionó, la teoría estructuralista y sus principales elementos
(lenguaje, sintagma y paradigma, estructura, estilo), auxiliándonos del análisis de Mary
Douglas, quien como sabemos recibió una importante influencia de Lévi-Strauss, y sus ideas
sobre la pureza y la contaminación en relación al cuerpo.

El cuerpo como espacio simbólico

El cuerpo humano es la única forma que poseemos como individuos de percibir e interpretar
la realidad que nos rodea. Por medio de él nos alimentamos, nos transportamos, trabajamos;
sólo con su intervención podemos acceder al llamado “desarrollo espiritual”. Los medios
masivos de comunicación, y la industria del cuerpo en general, han creado estereotipos
inalcanzables para la mayoría de la población, consistentes en cuerpos masculinos
musculosos y sensuales, y femeninos bien torneados y esbeltos. Rodrigo Díaz, profesor del
departamento de antropología de la UAM, afirma que “sin embargo, estas prácticas
conciernen más al mundo imaginado que al cuerpo vivido, son como paréntesis en el fluir de
la vida” (Díaz, 2006: 148). Para el cuerpo vivido se desea una permanente minimización, un
borramiento, como veremos más adelante.
Una de las más asombrosas cualidades del ser humano es su capacidad generadora
de complicadas redes de símbolos. Pensar el cuerpo como herramienta simbólica nos remite
de inmediato al famoso lenguaje corporal o kinésica: las formas de comunicación en que
intervienen movimientos corporales y gestuales, que se suman o sustituyen al lenguaje
verbal1. La forma de andar, de mover las manos, los brazos, las miradas, la inclinación de la
cabeza... Según esta teoría, podemos manipular estos modos en nuestro beneficio para
obtener óptimos resultados comunicativos.
Este aspecto del cuerpo ya lo había analizado Mary Douglas en Símbolos naturales
(1978), donde por un lado, ve al cuerpo como coordinado con otros medios de expresión con
el afán de conseguir una consonancia de todos los niveles de la experiencia. Para que un
mensaje determinado pueda ser trasmitido y percibido con éxito, es necesario tener en
cuenta todos los aspectos comunicativos que se utilizan, verbales y no verbales. Sin
embargo, añade que como tal, el cuerpo está sujeto a fuertes prohibiciones: “el sistema
social impone un control y por lo tanto unas limitaciones a la utilización del cuerpo como
modo de expresión” (op. cit.: 91). Esto debido a que la sociedad ha encontrado en el cuerpo
el mejor modo de representarse a sí misma.
Para pensar a la sociedad, se debe encontrar un modo de representarla mentalmente:
establecer órdenes, barreras y límites, en este caso, metafóricas, para otorgar forma a un
concepto abstracto. Significa elaborar una estructura, pero no salida de la nada, sino a partir
de la realidad objetiva que percibimos en el mundo exterior. Nuestra sociedad occidental es
estructurada en torno a un Estado, que provee el armazón sobre el cual se monta el resto de
los componentes que la conforman. Así, no tenemos ninguna razón para negar que el
presidente de un país es la cabeza del Estado, y el secretario de gobernación, su brazo
derecho.
Douglas ya afirmaba en una de sus obras más importantes (1973) que la imagen de la
1
http://es.wikipedia.org/wiki/Lenguaje_corporal
sociedad puede trasladarse simbólicamente a cualquier otro sistema humano que posea
estructuras, márgenes y fronteras; es decir, existe un grupo de transformaciones en el que la
estructura social está inserta. Por lo anterior, también podemos ver a la sociedad como una
casa. Sin embargo, el cuerpo sigue siendo el espacio idóneo para este fin, ya que “mientras
más personal y más íntima es la fuente del simbolismo ritual, más rico es su mensaje”
(íbid.:155).
El cuerpo y la sociedad, como conceptos aislados, poseen cada uno cadenas
sintagmáticas que los determinan y ordenan. El cuerpo individual es la herramienta de que
cada sujeto dispone para moverse y actuar en su entorno físico inmediato, y está al alcance
de numerosos peligros que lo vuelven vulnerable, que nos empujan a ocuparnos de él, según
las reglas que la sociedad dicta. Por otro lado, podemos hablar de un cuerpo social, que es la
estructura que hemos otorgado a la organización establecida y que responde a las formas
mencionadas anteriormente. Estos dos cuerpos, el individual y el social, se encuentran en
una relación paradigmática entre sí, cuando hablamos, por ejemplo, de “luchar por una
sociedad sana”.
Lo anterior sucede cuando trasladamos los sintagmas del cuerpo a los de la sociedad.
En el proceso inverso, el cuerpo individual se transforma en una representación a pequeña
escala de la sociedad. El control que se ejerce sobre él se determina a partir de la protección
contra los peligros que acechan en el exterior, y se imponen a partir del tipo de sociedad en
que el individuo vive. En sociedades rígidas y poco flexibles, el control sobre el cuerpo
individual será mucho mayor que en otras más abiertas y tolerantes. Mary Douglas lo ve en
las actitudes que se toman hacia los trances rituales que implican una pérdida de conciencia:
no son bien vistos en el primer tipo de sociedad, mientras que en el segundo son bastante
aceptables, y hasta deseables.
Esto denota un determinado estilo2, que dadas las cadenas paradigmáticas
establecidas, involucran tanto al cuerpo individual como al social; el estilo de uno es el reflejo
del otro. Las formas más o menos flexibles, por tanto, incluyentes, de una sociedad, se
perciben a través de la aceptación de la diversidad de sus miembros; así, una sociedad
amplia y diversa, como algunas europeas, permiten convivir en sus espacios gente de todas
razas, orientaciones sexuales y religiones, mientras que otras más rígidas, como las
ubicadas en Medio Oriente, buscan la uniformidad de su población en todos sentidos.
Los ritmos de una sociedad se reflejan, a su vez, en los ritmos de sus individuos. Es
2
El estilo corresponde a la definición de Leroi-Gourhan como compuesto por formas, ritmos y valores (1971)
común que haya un fuerte choque de ritmos distintos cuando un provinciano, acostumbrado
a la tranquilidad y apacibilidad de su lugar de origen, y por tanto él mismo con movimientos
lentos y serenos, arriba a la gran ciudad, enfrentándose a una velocidad de vida feroz que
consume el tiempo de manera voraz. Los valores, por último, son también correspondientes.
Las sociedades estrictas, con fuertes creencias religiosas o patrióticas, con expresiones
conservadoras y grados altos de preocupación por sus límites, reflejarán en el control sobre
el cuerpo individual estos mismos valores, usualmente manteniendo una dura vigilancia
sobre los orificios corporales, los puntos más vulnerables y peligrosos, asociados casi todos
a las prácticas sexuales.
Entonces, este tipo de sociedades reprimen y condenan prácticas consideradas
inusuales o desviadas, como la prostitución y la homosexualidad, del lado de las sexuales, y
la migración y las modas “raras”, del de las no sexuales. Douglas introduce la “norma
universal de pureza”, que consiste en que “cuanto mayor sea la presión por parte del sistema
social, mayor será la tendencia a descorporeizar las formas de expresión” (1978: 96).
Incluso en sociedades como la nuestra, que podríamos considerar más o menos
abiertas, esta “descorporeización”, o borramiento ritualizado del cuerpo3, se advierte todo el
tiempo en la educación de los niños: tienen prohibido jugar en el lodo o en la tierra para no
ensuciarse, hacer escándalo cuando hay adultos cerca, correr dentro de las casas, tocarse
demasiado “sus partes”. Hasta cuando estornudamos, la práctica de desear “salud” puede
llegar a tener connotaciones de disculpa cuando respondemos “gracias”.
Cuando el cuerpo enferma, se vuelve definitivamente presente. Lo primero que
atacamos son los síntomas, para que la enfermedad no se note y por ende, no se note el
cuerpo. Evidenciarnos enfermos es indeseable porque, sobre todo, se evidencia nuestra
corporeidad sin que podamos controlarla. La presencia en el cuerpo de este factor externo es
fuente primaria de contaminación. Así que, además de expuestos, nos sentimos impuros.
Desde esta perspectiva se va volviendo más claro por qué las personas en general se
resisten o temen hacerse una prueba de vih, como examinaremos en seguida.

El vih/sida como símbolo

3
El antropólogo francés David Le Breton define esta práctica como el conjunto de actitudes que tomamos para convertir
nuestro propio cuerpo en algo invisible, que no interfiera entre nosotros y las personas a nuestro alrededor, suprimiendo
sobre todo los procesos orgánicos que generan fluidos, ruidos u olores que hagan evidente la presencia del cuerpo en
determinadas circunstancias (Le Breton, 2002: 126).
El virus de inmunodeficiencia humana (vih) es un retrovirus que infecta las células del
sistema inmunitario y destruye o daña su funcionamiento, provocando el deterioro progresivo
de éste. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida, por su parte, constituye una definición
de vigilancia que se basa en indicios, síntomas, infecciones y cánceres asociados con la
infección por el vih. Vivir con vih no significa, en todos los casos, estar enfermo de sida; esta
condición se adquiere en las etapas más avanzadas de la infección por vih, momento en que
se manifiesta alguna de las más de 20 infecciones oportunistas o cánceres relacionados al
virus4. Existen tres principales formas de transmisión: sexual (por un acto sexual sin
protección), parenteral (a través de la sangre) y vertical (de la madre al hijo) 5. La convivencia
cotidiana con una persona seropositiva no implica riesgo alguno de contagio. La transmisión
del vih no se limita a hombres que mantienen relaciones con otros hombres (HSH) ni a
usuarios de drogas inyectables. De acuerdo con datos de la ONUSIDA, el 90% de los casos
positivos son resultado de una transmisión sexual, y de estos entre el 60 y el 70% ocurre
entre personas heterosexuales6. Hasta la fecha, no existe cura o vacuna contra esta
enfermedad, y el tratamiento con antiretrovirales es el único medio efectivo que se conoce
para tener una buena calidad de vida.
Se suele considerar una infección por vih como una sentencia de muerte inminente. A
las personas portadoras, se les asocia con un modo de vida reprobable, escandaloso,
merecedoras, por tanto, de un castigo tal. Debido a que no corresponden ni con el estilo, ni
con la estructura, de la sociedad mayoritaria, se les condena a la exclusión y a la
discriminación. El virus en el cuerpo se convierte en un paradigma de la contaminación y la
impureza, el cuerpo contaminado, a su vez, es un paradigma de la sociedad enferma.
A lo que asistimos al enfrentarnos al vih/sida es a un aspecto más de lo que Juan Luis
Rodríguez, antropólogo de la Universidad Central de Venezuela, llama “mercado simbólico”
(1999), un intercambio generalizado de cualquier cosa a la que se le ha dotado de cierto
valor simbólico. Por medio de circuitos que se regulan mediante rituales, podemos establecer
quién o quiénes pertenecen o no a nuestro grupo, en una actividad que permea todos los
ámbitos humanos. De esta manera, “el individuo infectado por sida o vih adquiere un aura

4
Según el documento en línea de la ONUSIDA, “Información básica sobre el vih”, que se puede consultar en
http://data.unaids.org/pub/FactSheet/2008/20080519_fastfacts_hiv_es.pdf
5
Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/VIH
6
Fuente: http://data.unaids.org/pub/BaseDocument/2008/20080527_fastfacts_prevention_es.pdf
simbólica asociada a la enfermedad, que provoca el rechazo social y que identifica al
infectado con un sector oscuro e intimidante de nosotros mismos” (op. cit.: 165).
Su nueva condición, a decir de Rodríguez, impacta en el entorno inmediato del
portador, se traslada a sus productos y actividades: “La mercancía simbólica del infectado es
considerada anómala; es por esta razón que nadie querrá intercambiar con él” (ibíd.: 166). Es
tan poderosa la carga simbólica del vih que trasgrede las barreras del propio cuerpo para
convertirse en un rastro perpetuo del portador; en el imaginario de las personas “sanas”, es
riesgosa incluso la proximidad del enfermo. El portador ha sido estigmatizado.
Un estigma es una marca o señal en el cuerpo, que fuera de su connotación mística
(que recuerdan, en el cuerpo de los santos, a las heridas de la pasión de Cristo), casi
siempre tiene una acepción negativa. Muchas veces, los portadores de vih son doblemente
estigmatizados: antes del diagnóstico, por su condición como homosexuales, prostitutas,
migrantes, indígenas, pobres... y después, por su estatus clínico. Lo cierto es que en la
mayoría de los casos, aquel que sabe que ha tenido una práctica de riesgo se resiste a
hacerse una prueba (el único modo de saber si la persona es portadora del virus o no)
porque cree que de resultar positiva, no sólo adquirirá el estigma clínico, sino también el otro:
lo tacharán de marica, promiscuo o drogadicto, o a lo menos, de condenado a muerte.
Estamos frente a una relación que, además de paradigmática, es indisoluble.
No obstante, los estigmas no son tan sólo etiquetas puestas a individuos o grupos,
corresponden a toda una gama de actitudes y estructuras sociales desiguales. Contienen en
su interior luchas de poder que conviene ver desde un enfoque político, como asegura Mabel
Grimberg, al mencionar que “los estereotipos estigmatizantes y las prácticas discriminatorias
se producen y mantienen desde modos de relación y prácticas entre conjuntos sociales en
desiguales relaciones de poder […] los procesos de estigmatización no pueden
comprenderse fuera de su entramado a prácticas de discriminación social que impactan la
vida y las identidades de vastos conjuntos sociales” (Grimberg, 2003: 12).
Volvemos, como en un círculo perfecto, a la opresión de la corporeidad por parte de la
sociedad. Basada en el dualismo cuerpo/alma, se llega a una estrategia de discriminación
muy eficaz: la hipercorporalización, aquellos que exponen demasiado el cuerpo, ya sea
haciendo uso indiscriminado de este o enfermándolo, “al ser 'demasiado cuerpo', padecen,
por lo tanto, déficit de humanidad” (Díaz: 2006: 156). “Ser sobre todo cuerpo significa dejar
de ser otras cosas; abandonar la posibilidad de existencia en esferas distintas a la material”,
asegura Ricardo Llamas (1994), de la Universidad Complutense.
Conclusión

La complejidad de los procesos neurológicos que tienen parte en el cerebro humano nos
hacen pensar en la conformación del ser humano por una parte material, corpórea y visible, y
otra inmaterial, etérea e invisible. Todos reconocen al cuerpo como el primer componente,
mientras que, dependiendo de las creencias y prácticas religiosas o espirituales de la gente,
la segunda se llama alma, espíritu, mente, conciencia, etcétera. Lo más usual es permitir y
hasta fomentar la infravaloración del cuerpo frente a su contraparte inmaterial, aludiendo a
que el cultivo del espíritu o de la mente con mayores conocimientos es más importante que el
cuidado del cuerpo, que se relaciona con el narcisismo y la superficialidad.
En este sentido, el borramiento del cuerpo individual por parte del cuerpo social es un
rotundo éxito. Sólo los pervertidos no hacen algo por reprimir sus impulsos carnales,
meramente corpóreos, mientras que una persona de bien se fijará ante todo en la
personalidad y actitud del ser amado, dejando de lado el físico. Esta práctica social tiene
como finalidad proteger los márgenes sociales de amenazas externas, de entes ajenos que
perturbarían la paz y el de por sí frágil equilibrio entre grupos humanos. No obedecer estos
principios conlleva una pena impuesta por la sociedad, un estigma que excluye y segrega a
aquellos que no están dispuestos a proteger al conjunto, que se niegan a poner límites a su
corporeidad individual y por tanto, en este paradigma eterno, no les importa la seguridad del
cuerpo social.
El análisis estructuralista nos brinda herramientas esenciales para comprender mejor
el vínculo entre los cuerpos individual y social, a través de definir las relaciones sintagmáticas
y paradigmáticas que abarcan ambos conceptos, al brindarnos la posibilidad de ver un grupo
social como una estructura y, sobre todo, cuando nos permite ver estas prácticas sociales
como símbolos que determinan y moldean nuestras actitudes ante los distintos fenómenos
sociales de que somos parte.
Seres humanos como somos, al final, todos poseemos un cuerpo, por medio del cual
experimentamos sensaciones, adquirimos conocimientos, nos desarrollamos, reproducimos y
al final, desgastados de tan ardua vida a la que estamos sometidos, morimos. “Tenemos que
convenir”, dice Díaz, “que 'estar en el mundo' es en lo fundamental, aunque no sólo,
corpóreo” (Op. cit.: 148). Obligarnos a rehusar de este instrumento fundamental para el ser
humano es casi tan exagerado como exigir que la lluvia no moje o que la luz no ilumine.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, estamos expuestos a aprovecharnos de nuestro
ser corpóreo, a pesar de las imposiciones sociales.
A primera vista, caer en la tentación no parece en lo absoluto peligroso. Tenemos a
nuestra disposición el morbo de los periódicos amarillistas, que exponen los cuerpos
mutilados con placer enfermizo; el placer prohibido de la pornografía en los adolescentes,
seguido de una sensación irremediable de culpabilidad; los excesos en las modas y modos
de vestirse, calles invadidas de punks, emos, fresas y demás tribus urbanas que, para
identificarse, utilizan el ornamento corporal y el vestido. Todas actitudes y actividades
reprobables por el imaginario colectivo.
Pero si esas actividades poseen de antemano un estigma, son previamente
condenadas y tienen una poderosa carga simbólica negativa, no queda más remedio, ante
una sociedad cerrada e intolerante, que ocultarlas, ocultando también sus consecuencias.
Nadie quiere que le llamen promiscuo, marica o puta, porque serlo no implica nada más
adjetivo, un simple sintagma alejado de toda consecuencia social; ser puro cuerpo, quiere
decir ser poco humano, y por lo tanto, ser indigno de un lugar en la sociedad, del derecho de
participar en el mercado simbólico y ser reconocido y estimado.
Más que las consecuencias clínicas del vih/sida, lo que la gente teme es el estigma y
la discriminación. Mientras se mantengan las mismas actitudes opresivas ante ciertas
actividades más corporales, los elementos en relación paradigmática permanecerán
inalterables: el rechazo, la segregación y el castigo. Esto dificulta la adecuada incorporación
de medidas de prevención y tratamiento, de campañas para la tolerancia y el respeto, de
eliminación de las distinciones y los estatus. Es, sobra decirlo, un problema estructural, que
la sociedad misma ha creado esperando protegerse se peligros irreales.
El miedo y la discriminación son todavía más peligrosos que el mismo virus, pues
mantienen las puertas abiertas a la ignorancia y el rechazo. Una posible solución a este
problema se encuentra en políticas públicas que atiendan las concepciones erróneas y
menospreciadas del cuerpo como espacio para la experiencia plena de la humanidad. Las
estrategias de la sociedad de consumo, que promueven un cuerpo escultural a base de la
compra de productos de belleza, trasgreden una adecuada conciencia corporal al rechazar
cuerpos que no correspondan a los estereotipos establecidos, en nombre de una supuesta
lucha por la salud y la seguridad psicológica.
Apropiarnos del cuerpo como herramienta esencial para el desarrollo social e
individual es una tarea fundamental que debemos emprender si queremos que las medidas
contra el vih/sida tengan un mayor impacto en las personas. Será un primer paso para
romper los paradigmas impuestos, hacia una sociedad más incluyente, más abierta a la
diferencia, más respetuosa de sus ciudadanos: esa es una sociedad verdaderamente sana.

Bibliografía

Díaz, Rodrigo (2006): “La huella del cuerpo. Tecnociencia, máquinas y el cuerpo
fragmentado” en Tópicos del seminario. Julio-diciembre, número 016. Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla. Puebla, México, pp. 145- 170.

Douglas, Mary (1973): Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y


tabú. Siglo XXI, Madrid.

------------------- (1978): Símbolos naturales. Alianza, Madrid.

Grimberg, Mabel (2003): “Estigmatización y discriminación social relacionada al vih en


países de América Latina: sexualidad y uso de drogas inyectables en jóvenes en contextos
de precarización social urbana” en Estigma y discriminación por el vih/sida: un enfoque
antropológico, varios autores. Estudios e informes, serie especial, número 20. División de
Políticas Culturales y Diálogo Intercultural, UNESCO.

Le Breton, David (2002): Antropología del cuerpo y modernidad. Nueva Visión, Buenos
Aires, Argentina.

Leroi-Gourhan, André (1971): El gesto y la palabra. Publicaciones de la Universidad Central


de Venezuela, Caracas.

Llamas, Ricardo (1994): “La reconstrucción del cuerpo homosexual en tiempos de sida”, en
Revista Española de Investigaciones Sociológicas, número 68. Octubre-Diciembre.
Rodríguez, José Luis (1999): “Sida. Imagen y símbolo”, en Revista Nueva Sociedad,
número 159. Enero-febrero. Fundación Friedrich Ebert, versión en línea.

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