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HACER MILPA

Paradigmas de repuesto para el posdesarrollo rural


Armando Bartra

Contra los pronósticos posmodernos sobre el fin de la historia, el siglo XXI


arrancó en medio de una crisis sistémica múltiple y sacudido por fulgurantes
revoluciones: unas en curso, otras triunfantes y otras más en plena fase constructiva.
Los debates sobre el desarrollo del campo y la llamada “nueva ruralidad” no pueden dar
la espalda a las grandes conmociones de nuestro tiempo. Empecemos, pues, por ahí.

De crisis y revoluciones
La crisis es multidimensional pero unitaria. Cambio climático, astringencia
energética, carestía alimentaria, recesión económica, pandemias, descreimiento en la
política convencional, necrosis del tejido social, migraciones multitudinarias, guerras…
no sólo se entreveran sino que tienen un origen común en la magna inversión
civilizatoria por la que paulatinamente fuimos pasando de ser sociedades con mercados
a ser una gran sociedad global para el mercado, un orden donde a todo se le pone precio
a todo, inclusive al hombre a la naturaleza y al dinero que no son mercancías en sentido
estricto ni pueden producirse como tales 1 .
La crisis es de la cuenta corta y de la cuenta larga: evidencia el agotamiento del
treintañero capitalismo canalla del fin de siglo, pero también del modo de producción
capitalista y del propio orden urbano industrial. Enfrentamos un estrangulamiento
coyuntural quizá manejable con reformas modestas, pero que es parte de una crisis
mayor de carácter civilizatorio de la que sólo saldremos con un drástico cambio de
rumbo. La presente debacle polifónica no es una crisis más en el curso de la
modernización, es la crisis de la modernidad, es decir del progreso, de la razón
instrumental, de la fetichización del futuro, del providencialismo científico-tecnológico.
Como el siglo XX, el XXI empieza con revoluciones periféricas que tuvieron
lugar en América del Sur y ahora en el norte de África y el Oriente Medio. Quiebres
históricos que en algunos casos son eventos políticos breves y deslumbrantes de destino
aun incierto, mientras que en otros desembocaron ya en procesos duraderos de
renovación sociopolítica y económica. Pero de manera directa o sesgada unos y otros

1
Karl Polanyi. La gran transformación. Casa Juan Pablos, México, 2004, p 59-165.

1
remiten a las diversas fracturas que conforman la debacle, con lo que, al adquirir una
dimensión subjetiva, este desarreglo estructural devine crisis histórica en sentido
estricto.
No sólo por la crisis sistémica sino por sus expresiones político-sociales,
estamos en un fin de época. Después de la segunda guerra mundial el capitalismo
regulado del Estado de bienestar tuvo también, en el entonces llamado “tercer mundo”,
una fase incluyente y redistributiva, pues el desarrollo hacia adentro demandaba
fortalecer el mercado interno y realizar reformas agrarias que propiciaran la integración
subordinada de la agricultura a la industria. Esto termina en el último tercio del pasado
siglo con la generalización del extrovertido y excluyente modelo neoliberal que, entre
otros estropicios, desengancha de la economía a los pequeños y medianos productores
agropecuarios presuntamente no competitivos que trabajaban para el mercado interno.
No es casual que varios de los países con revoluciones en curso, algunas de las
cuales impulsan la redistribución democrática de la tierra, hayan vivido en el pasado
reformas agrarias importantes que luego fueron revertidas. En Bolivia, durante los
gobiernos de Paz Estensoro y Siles Zuazo, en los primeros años cincuenta del pasado
siglo, el reparto agrario en el altiplano andino robusteció al campesinado y desfondó a la
oligarquía terrateniente, proceso que fue parcialmente revertido por Bánzer a partir de
1971. En Egipto, desde 1961, durante el gobierno de Gamal Abdel Nasser, se
entregaron tierras a cientos de miles de familias a las que se organizó en cooperativas,
reforma que fue revertida a partir de 1986, durante el gobierno de Hosni Mubarak, con
lo que Egipto pasó de la autosuficiencia a la dependencia alimentaria.
En Túnez el disparador de la protesta fueron las alzas en la comida. Egipto, que
compra en el exterior el 60% de lo que su pueblo come y es el mayor importador
mundial de trigo -al alza desde hace un lustro- con compras que representan el 17% del
total. La mayor parte de países norafricanos y del oriente medio -con notables
excepciones como Sudan- padecen una marcada dependencia en el abasto de alimentos,
que en el caso de Arabia Saudita llega al 70%. Cierto, algunos tienen bastos ingresos
petroleros, pero aun así la insuficiencia en básicos conlleva severos riesgos, como lo
hace patente una crisis alimentaria estructural que en el último lustro ya ha tenido dos
eventos coyunturales de carestía extrema. “La inseguridad alimentaria se mantendrá con
una sucesión de crisis que tendrán graves consecuencias para las poblaciones más

2
pobres”, escribió recientemente Jaques Diouf, Director General de la FAO 2 , y el FMI
informa que durante 2010 el precio internacional promedio de los alimentos aumentó
32% y que en el arranque de 2011 las cotizaciones ya alcanzan los niveles de 2008.
Teniendo presente este contexto -y sin olvidar que en una región rica en
hidrocarburos siempre hay mano negra de los países imperiales- los movimientos
reivindicativos y revolucionarios que sacuden al norte de África y al oriente medio se
pueden ver como un primer saldo político de la crisis alimentaria, pues si bien son
multifactoriales y cada uno tiene raíces históricas particulares, como conjunto fueron
detonados por los efectos combinados de la recesión económica y el encarecimiento de
la comida.
Las mudanzas que están teniendo lugar en Venezuela, Brasil, Bolivia y Ecuador,
por mencionar sólo algunas experiencias renovadoras ubicadas en el cono sur
Latinoamericano, fueron precedidas y son acompañadas por movimientos sociales hoy
más o menos activos, que en el caso de los países andino-amazónicos tienen como
mayor protagonista a los campesindios. Fueron insurgencias populares las que
condujeron al derrocamiento del gobierno de Zine al Abidine Ben Alí, en Túnez, y el de
Hosni Mubarak en Egipto, y lo son las acciones contestatarias que les hacen eco en
Argelia, Yemen, Barhein, Libia, Jordania, Yibuti, Omán, Marruecos, Siria, Irán, Irak,
Pakistán y Arabia Saudita. Sin olvidar las extensas protestas que, con distintas
motivaciones, han tenido lugar Grecia, España e Italia. Conjunto de eventos
multitudinarios que nos obliga a pensar de nuevo el mundo en términos de grandes
sujetos sociales. Ya no vivimos tiempos de apatía generalizada y fatalismo económico,
como a fines de la pasada centuria, los presentes son años de revoluciones, de
movimientos masivos. Y sus protagonistas son actores colectivos de gran calado: tanto
las viejas clases canónicas -que siguen presentes- como entidades multiclasistas,
transclasistas, postclasistas.
La relación entre crisis multidimensional y movimientos contestatarios no es
simple, inmediata ni directa, pero tanto el estrangulamiento sistémico como las
emergencias populares, inducen a revisar conceptos y repensar paradigmas. Y en mi
opinión nos conducen recuperar la perspectiva del sujeto, enfoque que se debilitó en los
tiempos de tecnocracia y providencialismo que vivimos durante el último tercio del
siglo pasado.

2
Jaques Diouf. La volatilidad de los precios y las crisis alimentarias, La Jornada , 30, enero, 2011.

3
Neocampesinismo: déja vu o vía alterna

En los medios de comunicación, en la academia y aun en el pensamiento crítico


el debate sobre la gran debacle polidimensional fue secuestrado por la disección de su
faceta financiera, de modo que hoy hablar de crisis es hablar de recesión económica.
Y como la recesión tiene su origen en que la oferta supera a la demanda efectiva,
se tiende a suponer que el presente atorón sistémico radica en la sobreproducción.
Cunde, así, la peregrina, simplificadora y economicista idea de que el magno
estrangulamiento que padecemos es de abundancia. Cuando en verdad lo que nos tiene
con el alma en un hilo es una pasmosa crisis de escasez resultante de la degradación y
enrarecimiento de los principales factores de los que depende la vida humana: tierra
fértil, agua potable, lluvias regulares, climas templados, diversidad biológica,
combustibles fósiles… y en notro orden de cosas, resultante de que se han ido
erosionando también la confianza en las instituciones públicas, las expectativas de
cambio justiciero, la cohesión social…
El problema que está detrás de todo esto no son dos años de recesión sino
centurias de desenfreno productivo. No debiera preocuparnos tanto que se haya
interrumpido el crecimiento de la economía. Debiera, sí, preocuparnos el que la
economía, en su modalidad capitalista, crezca demasiado y crezca mal.
Las viejas crisis de escasez eran regionales y se originaban en el escaso control
que las sociedades tenían sobre el medioambiente. La nueva crisis de escasez, que ahora
es global, se gesta en la potente pero atrabancada incidencia que el capitalismo urbano
industrial y la agricultura industrial han tenido sobre el curso de los procesos naturales
del planeta. El resultado de nuestra poderosa torpeza es cambio climático
antropogénico, agotamiento de los hidrocarburos, menor disponibilidad de agua dulce,
desertificación, reducción de fertilidad natural de los suelos, deforestación, pérdida de
biodiversidad, desarrollo de plagas…
Y como emblema de todos los males, la crisis alimentaria, un fenómeno de
escasez por el momento aun controlable, pues en el mundo existen reservas, pero que
tiende a agravarse. Estamos ante un estrangulamiento que afecta una dimensión básica
de la existencia humana y que remite a las hambrunas de la Edad Media. En esta
perspectiva el desastre de Haití no es manejable excepción sino ominoso vislumbre del
futuro que a todos nos espera si no hacemos algo y si no lo hacemos pronto.

4
Al alba del tercer milenio nos amanecimos con un estrangulamiento alimentario
global que ya generó dos crisis de precios altos: la de 2006-2008 disparada por las
pérdidas de cosechas en Australia, y la que inició en 2010, detonada por la sequía que
diezmó al campo ruso. Crisis compleja en la que confluyen el cambio climático, el
agotamiento de la llamada Revolución verde, la creciente producción de
agrocombustibles, la incrementada demanda forrajera resultante de la ganaderización
ocasionada por el cambio de hábitos alimentarios, la dependencia de muchos países que
desmantelaron la pequeña y mediana producción agropecuaria abastecía de básicos al
mercado interno, la bursatilización de las commodities agropecuarias que derivó en
creciente especulación financiera con los alimentos, el oligopolio que conforma un
puñado de corporaciones agroalimentarias.
Los factores que inciden sobre el estrangulamiento son muchos, pero lo que no
puede soslayarse es que la demanda realmente existente alcanzó a la oferta
efectivamente disponible, de modo que estamos ante una crisis de escasez. Hay
reservas, sí, pero no puede soslayarse que la cosecha de granos de 2010 fue menor que
la de 2009 y que fue rebasada por la demanda. Así las cosas, es impensable una
solución sin incrementar las cosechas y, en particular, sin que se multiplique el aporte
de los pequeños y medianos productores.
Las más diversas voces han señalado que sin los labriegos modestos no será
posible superar los perentorios retos ambientales, alimentarios y energéticos. Sin
embargo, el llamado no viene sólo -y como era previsible- de las organizaciones de los
trabajadores del campo y de sus compañeros de camino, los campesinófilos civiles y
académicos. Inesperadamente, al evidenciarse la crisis alimentaria y en medio de una
carestía fluctuante pero que no remite, la revaloración del aporte potencial de los
pequeños productores agropecuarios ha sido defendida por uno de los mayores
promotores globales de la descampesinización: el Banco Mundial (BM).
En su reporte de 2008 el organismo multilateral sostuvo: “El ajuste estructural
desmanteló un elaborado sistema de agencias públicas que proveía a los campesinos con
acceso a la tierra, al crédito, a los seguros, a los insumos y a las formas cooperativas de
producción. La expectativa de que estas funciones serían retomadas por agentes
privados no ocurrió. Mercados incompletos y vacíos institucionales impusieron costos
enormes, un crecimiento que se frustró y pérdidas en bienestar para los pequeños
productores, amenazando su competitividad y en muchos casos su sobrevivencia (...) Es
necesario volver a colocar a este sector (la agricultura) en el centro del programa de

5
desarrollo”. Y hay que hacerlo, dice el Banco, entre otras cosas porque de los 5 500
millones de habitantes de los países en desarrollo, 3 mil millones viven en el campo, es
decir media humanidad es rural. “De modo que se requiere una revolución de la
productividad de los pequeños establecimientos agrícolas” 3 .
Después de esto ya no sorprende que argumente en el mismo sentido el Fondo
Monetario Internacional (FMI), en su reunión de primavera, de 2008; la Organización
de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en su informe de
septiembre de 2008; y, para nuestro subcontinente, la Comisión Económica para
América Latina (Cepal), en su informe de abril de 2008.
De 2007 en adelante, casi todos los países que renunciando a la soberanía y
seguridad alimentarias habían debilitado premeditadamente la agricultura de mercado
interno, rectifican en alguna medida su política rural en la línea de reactivar la pequeña
y mediana producción, en particular de granos básicos.
Entre ellos economías socialistas como la cubana que, por el camino del
monocultivo cañero-azucarero y el estatismo agropecuario, había caído en una severa
dependencia alimentaria que suponía importaciones anuales en ese rubro del orden de
los dos mil millones de dólares. El fomento de la llamada agricultura urbana en baldíos
y camellones, tiene más de una década, pero desde 2009 el gobierno de la isla comenzó
a adjudicar en usufructo tierras ociosas, con extensiones de entre 3 y 20 hectáreas por
posesionario, con lo que se puso a producir un millón adicional de hectáreas. Aun
permanecen baldíos alrededor de otros dos millones, de los cuales unos 600 mil
entrarían en un plan de agricultura suburbana en las franjas periféricas de las ciudades.
En todos los casos, la unidad económica a la que se apela es la producción familiar 4 .
Pero el neocampesinismo proclamativo de los organismos multilaterales y la
moderada o decidida rectificación de algunos gobiernos, se topa con la contundencia de
la realidad, en forma de una ominosa carrera por la apropiación de la tierra del planeta,
una competencia en la que participan tanto países como empresas trasnacionales.
La FAO, en voz de Hafez Ghanen, estima que en los próximos 40 años
tendremos que producir 70% más alimentos, y que para cumplir esta meta sería
necesario incorporar al cultivo -de preferencia campesino- alrededor de 120 millones de
hectáreas adicionales, sobre todo en Asia, África y América Latina. Pero, sucede que
desde hace más de un lustro -lo que tiene la crisis alimentaria- gobiernos e

3
Banco Mundial. World Development Report, 2008
4
Patricia Grogg. Agricultura sostenible en suburbios de Cuba, Correo Pedro Gellert, 3 mayo 2010.

6
inversionistas privados están comprando o arrendando vertiginosas extensiones de
tierras fértiles, sobre todo en países en desarrollo como los asiáticos Sudan, Pakistán,
Kazajstán, Camboya, Uganda, Birmania, Indonesia, Laos, Turquía; los africanos
Camerún, Madagascar, Nigeria, Ruanda, Zambia y Zimbabwe y los latinoamericanos:
Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Perú y Ecuador. Los máximos compradores son
Corea del Sur, que adquirió 2.3 millones de hectáreas, China, que se hizo de 2 millones,
y así Arabia Saudita, India, Japón, Egipto, Bahrein, entre otros. Pero también compran
tierra consorcios privados como el corporativo ruso Renaissance Capital, la trasnacional
coreana Daewo Logistics, asi como Morgan Stanley, Landkom, Benetton, Mitsui y el
holding saudí Bil Laden Group 5 .
La fiebre de compras puede leerse como “acumulación originaria permanente”,
expresión de Marx que hace casi medio siglo sobreadjetivó Samir Amin 6 , para designar
la persistencia de los mecanismo primarios de acumulación; o como “acumulación por
desposesión”, fórmula con que recientemente ha rebautizado el fenómeno David
Harvey 7 . Pero la apropiación violenta de recursos naturales y la privatización de bienes
o conocimientos que en sentido estricto no son mercancías, no pasarían de simple
atesoramiento a acumulación propiamente dicha, sino se valorizan. Y cuando esto
sucede el lucro perverso aparece no como ganancia sino como renta.

En esta perspectiva, la vertiginosa compra de tierras puede verse como una


rebatiña cósmica por la futura renta territorial. Y es que la previsible expansión de la
frontera agrícola ampliará también el espectro de productividades y con ello las rentas
diferenciales, mientras que en condiciones de escasez la concentración de tierras, aguas
y tecnología favorecerá aun más las rentas especulativas.

Durante el pasado siglo la vieja renta territorial había pasado a segundo plano al
incrementarse otros ingresos sustentados en la especulación con la propiedad de
recursos escasos o patentables, como las rentas petroleras, tecnológicas y financieras.
Pero ahora regresa por sus fueros, impulsada por el renovado protagonismo económico
de la actividad agropecuaria y la consecuente valorización de la tierra como su
insoslayable soporte. Y si la renta territorial crece y amenaza con dispararse, catapultada
por la gran crisis -las rentas florecen en la escasez-, habrá también que desempolvar las

5
Ver Informe de la Fundación GRAIN, ¿Se adueñan de la tierra?
6
Samir Amin. La acumulación a escala mundial. Crítica de la teoría del subdesarrollo. Siglo XXI, Madrid
1974, p. 11-13.
7
David Harvey. El “nuevo” imperialismo: acumulación por desposesión. Socialist Register, 2004, p 112,
113.

7
opciones a un gravoso sobrepago que bolsea a toda la sociedad, incluyendo a los
capitales no vinculados con el negocio agropecuario.

No es casual, entonces, que incluso en el discurso de los organismos


multilaterales se ponga de otra vez en la orden del día la intervención del Estado en la
producción alimentaria. Además de que, como hace más de medio siglo, se insista de
nuevo en la actualización tecnológica y económica de la producción campesina. Y es
que a diferencia del agronegocio, proclive a pujar por el alza de los precios, el pequeño
y mediano productor familiar que opera con lógica de subsistencia, puede ser
constreñido a trabajar en tierras marginales y cultivos poco rentables, es decir con bajas
o hasta nulas utilidades. Además de que por sus saberes agroecológicos y manejo del
policultivo, posee una casi milagrosa habilidad para sobreponerse a los desastres por
siniestros naturales, sapiencia muy útil en tiempos de cambio climático donde lo único
seguro es la incertidumbre. Y por si fuera poco, es capaz de de absorber con estrategias
de diversificación de ingresos, los gravosos tiempos muertos propios de la actividad
agropecuaria 8 .

Puede ser que el llamado de los organismos multilaterales a impulsar a la


pequeña y mediana producción sea puramente proclamativo o alimente un afluente
apenas marginal dentro de la previsible expansión agropecuaria encabezada por las
trasnacionales y el agronegocio. Pero el riesgo mayor radica en que se repita la historia
y los campesinos sean uncidos de nuevo a un modelo modernizador presidido por la
lógica del capital, como sucedió a mediados de la pasada centuria en América Latina
con los efectos combinados de la Revolución Verde y la Alianza para el Progreso. Vía
que ya evidenció sus límites y mostró sus costos.
El BM, el FMN y la FAO han dicho que el Estado debe impulsar la necesaria
recuperación agropecuaria, poniendo énfasis en los pequeños y medianos productores.
Pero la solución del problema alimentario y el avance hacia una sociedad
económicamente más justa, no se logra sólo relanzando al sector social de la
producción. Pues los resultados dependen de cómo este se articule con la economía
empresarial y con el sector público. Agentes que por su naturaleza hegemonizante
tienden a subsumir, instrumentalizar y bolsear a los campesinos.
En el paradigma impulsado por la Cepal durante la segunda mitad de la pasada

8
Ver Armando Bartra. El capital en su laberinto. De la renta de la tierra a la renta de la vida, UACM.
CDRSSA, Itaca, México 2006, p. 120-123.

8
centuria había espacio para la agricultura campesina productora bienes de consumo
dirigidos al mercado interno y de materias primas para la agroindustria y la exportación.
Pero su desarrollo estaba al servicio de la acumulación de capital industrial; sector
estratégico al que debía aportar alimentos y materias primas baratos, al que debía
transferir mano de obra ya formada y al que debía servir como mercado. Todo dentro de
un esquema de modernización donde la industria debía imponerse sobre la agricultura y
la ciudad sobre el campo.
Promovido por los desarrollistas, el modelo fue criticado desde que echó a
andar. El análisis de Danilo Paz para el caso de Bolivia -país con un campesinado
numeroso, saldo de la importante reforma agraria realizada en el medio siglo- es
representativo de los múltiples juicios críticos que entonces se formularon: “Esta
articulación suponía siempre una transferencia de valor de las formas precapitalistas al
modo de producción capitalista minero y secundariamente industrial. Los mecanismos
principales de transferencia eran de dos tipos: por un lado, a través del mercado
proporcionando mercancías por debajo de su valor, lo que en definitiva permitía a los
capitalistas mantener una inversión baja en capital variable y por otro, mediante
transferencias directas a otros sectores de la economía y al Estado capitalista” 9 . Rechazo
que en el VII Congreso Nacional Campesino, de 1978, manifestaron los propios
agricultores bolivianos: “Los trabajadores campesinos, con nuestro trabajo, hemos
subvencionado a la economía de los centros urbanos”. La intención de los proyectos
productivos que impulsa el gobierno “no es ayudar sinceramente al campesino sino
quieren que produzcamos más y bien barato, para que los industriales ganen más
dinero” 10 .
La pequeña y mediana producción campesina mercantil ya fue impulsada en el
pasado, pero con un modelo inicuo que no se debiera repetir. Y para evitarlo habrá que
cambiar los paradigmas del desarrollo agropecuario. Mudanza que involucra conceptos
más amplios y supone la revisión crítica del desarrollismo como ideología y del propio
concepto de desarrollo.

El desarrollo en cuestión: de la economía del objeto a la economía del sujeto

9
Danilo Paz. Estructura agraria boliviana, Editorial Popular, La Paz, 1983, p. 58, 59.
10
Silvia Rivera Cusicanqui. “Oprimidos pero no vencidos”, luchas del campesinado aymara y quechua de
Bolivia (1900-1980), UNRISD, Ginebra, 1986, p. 187, 190.

9
El renovado protagonismo de los pequeños y medianos productores del campo
como actores sociales y como posible vertiente de la recuperación agropecuaria, se
inscribe en un curso de transformaciones cuyos viejos patrones desarrollistas están
desfondados. Sin embargo, desertado el “ismo”, los asuntos económicos y sociales que
involucra el llamado desarrollo se mantienen vigentes.
Las revoluciones en curso se ubican en países donde hay extensos sectores,
social y económicamente marginados. Población que no podrá acceder a una vida digna
sin algún tipo de crecimiento económico. Esto pone en la orden del día los grandes
temas del desarrollo, pero en el contexto de una critica radical a la ideología del
desarrollismo y al concepto mismo de desarrollo 11 , una noción que por décadas
llenamos de adjetivos: autocentrado, integral, participativo, incluyente, sostenible, con
perspectiva de género…, hasta que, empachado, por fin reventó.
El desarrollo como la vía que por fuerza debían seguir los pueblos demorados en
sus esfuerzos por sumarse al contingente de los desarrollados y poder, así, arribar por
fin a la anhelada modernidad, enfrenta el mismo descrédito que aqueja a la propia
modernidad. Pero si ya no se sostiene como la estrategia que pretendía dotar de sentido
progresivo a la historia de las naciones periféricas, una parte de sus conceptos, métodos
y procedimientos sigue siendo herramienta imprescindible.
Empujado por una crisis sin precedente que desestabilizó tanto al capitalismo
como al socialismo, el pensamiento crítico está inmerso en un debate de orden
civilizatorio. Se discuten, como siempre, la injusticia, la opresión y como superarlas;
pero, desfondado el fetiche del progreso, se reflexiona también sobre el sentido de la
historia, sobre la necesidad de reconciliar al pasado con el futuro y de vincular al mito
con la utopía, sobre la urgencia de replantear la insostenible relación sociedad-
naturaleza, sobre la pertinencia de redefinir los paradigmas científico-tecnológicos… En
este escenario, y cuando vislumbramos futuros poscapitalistas inspirados en paradigmas
premodernos como sumak kawsay, las recetas desarrollistas resultan muy poco
inspiradoras.
El crecimiento económico, la expansión de la infraestructura productiva, la
ampliación de los servicios no son en modo alguno asuntos irrelevantes o superados,
pero dejaron de ser temas sustantivos para ser tan sólo instrumentales, pasaron de ser
fines a ser medios.

11
Ver Arturo Escobar. La invención del tercer mundo: Construcción y reconstrucción del desarrollo.
Editorial Norma, Bogotá, 1996

10
La eficacia de los instrumentos no es poca cosa cuando se vive en la penuria
extrema y moviéndose entre el posibilismo y la utopía. Y los avances materiales pueden
resultar decisivos a la hora en que los sujetos se toman un descanso para ponderar los
resultados tangibles de su trajín contestatario. Pero ningún indicador de desarrollo
puede suplantar la multitudinaria construcción de la historia emprendida por los
pueblos, ni puede ser dirigida por los tecnócratas del costo-beneficio la solidaria
edificación material y espiritual de nuevas civilizaciones. No hay matrices insumo-
producto que tengan como out-put la felicidad y el buen vivir.
La refundación de Ecuador y Bolivia como Estados plurinacionales, como
naciones cuyo proyecto es el sumak kawsay o suma kamaña, como pueblos donde son
protagónicos los movimientos sociales campesindios, como países cuyas Constituciones
reconocen los derechos de la naturaleza… dramatizan la nueva perspectiva histórica
latinoamericana. Rumbo y objetivos inéditos que, sin embargo, y para fines de
planeación estatal, encarnan en modelos y suponen bastos planes de ingeniería social. O
lo que es lo mismo: algún tipo de desarrollo. No el viejo paradigma de los desarrollistas
sino un neodesarrollo posneoliberal o quizá un posdesarrollo poscapitalista donde los
necesarios cálculos de factibilidad, rutas críticas y planes constructivos no suplanten a
los actores, donde la economía se tenga presente pero no se imponga sobre la sociedad,
donde las cosas no se monten sobre los hombres…
Los nuevos paradigmas, en particular los que tienen que ver con la relación
industria-agricultura y campo-ciudad, no vendrán del socialismo real que estatizó las
agroempresas de alto potencial dejando las tierras y cultivos marginales a los pequeños
productores y las cooperativas. Pero tampoco del capitalismo, cuya irrealizable utopía
consiste en deshacerse de los campesinos, industrializar la agricultura y suprimir de una
vez por todas, el condicionamiento natural de la producción rural.
Y si la salida no está en el capitalismo ni en el socialismo, quizá sea prudente
volver la vista a la racionalidad con que viven, trabajan y resisten los campesinos
modernos. Una lógica socioeconómica inserta en el mercado y que, por tanto, ha
incorporado el desdoblamiento por el que el valor de uso adquiere valor de cambio, pero
que se resiste a interiorizar la inversión por la que el valor de cambio se impone sobre el
valor de uso. Porque los campesinos no rechazan la posibilidad de obtener excedentes e
incrementar su patrimonio, pero siguen produciendo para vivir bien y no sólo para ganar
más.

11
Es claro que la racionalidad mercantil capitalista presidida por el valor de
cambio y sintetizada en la fórmula: dinero-mercancía-dinero incrementado, no resuelve
las crisis de escasez sino que las provoca al violentar al hombre y a la naturaleza
tratándolos como medios para generar utilidades. Habrá que recurrir, entonces, a la
racionalidad socio-ambiental del valor de uso, mecánica alterna que podría resumirse en
la fórmula mercancía-dinero-mercancía.
Pero hay que tener presente que, aun si se sigue moviendo en el ámbito del
mercado y empleando la mediación el dinero, la lógica de un proceso cuyo principio y
cuyo final son mercancías cualitativamente distintas y no montos monetarios diferentes,
no es una racionalidad puramente económica ni puede ser automática. La acumulación
por si misma dota de sentido a la primera fórmula, que representa el tránsito de una
cantidad inicial de dinero: la inversión, a una cantidad mayor de dinero: la inversión
más la ganancia. En cambio, la producción e intercambio de bienes cualitativamente
diferentes, que representa la segunda fórmula, no contiene en sí misma su razón de ser,
y sólo cobra sentido como parte de acuerdos y valoraciones sociales.
Lo que hace inteligible la fórmula M-D-M, es la existencia de productores y
consumidores culturalmente definidos, de modo que, pese a su apariencia, lo que
representa no es un mecanismo económico sino una dialéctica social. O si queremos
emplear un oxímoron, se trata no de una economía del objeto, como la capitalista, sino
de una economía del sujeto.
A diferencia de la fórmula D-M-D´, que sintetiza apretadamente la racionalidad
del sistema económico capitalista, la formula M-D-M no es clave de un modo de
producción mercantil simple -que no existe- sino representación de la secuencia
económica que subyace en las células productivas campesinas o artesanales.
Articulación interna que al estar sometidas estas, como hoy sucede, al modo capitalista
de producción, adquiere su razón de ser como parte de un proceso de acumulación en el
que campesinos, artesanos y otras pequeñas y medianas economías domésticas, se
insertan a través de mecanismos de intercambio desigual.
Pero si M-D-M no representa conceptualmente el germen de un sistema
económico complejo, si remite a una socialidad alterna, a un ethos donde producción,
intercambio y consumo responden a consideraciones de origen meta económico: no a
una mecánica de mercado sino a una dialéctica social. Un modo de vivir que, en su
expresión expoliada y escarnecida, prefiguran las comunidades agrarias tal como las
conocemos, pero que como alternativa civilizatoria, ciertamente está por inventarse.

12
La clave negativa de este orden utópico radica en que tendrá que poner de nuevo
al mundo sobre sus pies, en que deberá revertir el perverso vuelco por el que el valor de
cambio se impuso al valor de uso, la economía a la sociedad y las cosas al hombre. Pero
regresar a la vieja economía moral no emancipa, pues opresión y explotación han estado
presentes en los grandes regimenes históricos precapitalistas, sociedades regidas por
relaciones ciertamente sociales y no radicalmente económicas, pero tanto o más inicuas
que las que se sustentan en los fríos mecanismos del mercantilismo absoluto.
Habrá que construir una nueva “economía moral de la multitud” 12 , una
economía moral de los trabajadores dentro de un orden sociocultural solidario presidido
por valores de justicia y equidad, donde la economía -por fin domesticada- sea una
dimensión entre otras. Y para imaginar este orden inédito, que además no es estación de
llegada sino curso libertario donde la utopía se experimenta todos los días, a si sea a
contrapelo, las comunidades agrarias pueden ser inspiradoras. Pueden serlo por que
resisten y porque -contra todo y contra todos- han sabido preservar el fuego de la
economía moral de los trabajadores.
No es virtud menor el que los campesinos y sus comunidades sean
vertiginosamente diversos, pues a estas alturas nadie quiere utopías unánimes y en serie.
Pero me parece que hay un orden en su pluralidad de talantes, una clave que es
importante rescatar si en verdad queremos aprender de ellos.
Si hay un elemento unificador de la diversidad campesina, este no es un
conjunto fijo de características sintetizables en una definición, sino un sistema de
valores y una racionalidad, que remiten no a lo estructurado sino al sujeto estructurador,
no a una mecánica sino a una teleología, no a un entramado analizable sino a un curso
dialéctico aprehensible por empatía. Chayanov le llamó “bienestar”, en el mundo andino
le llaman “buen vivir”.
Siempre más o menos comunitario, el de los campesinos es un trajín material y
también simbólico en que se producen bienes a la vez que significados. Pero en su
dimensión estrictamente socioeconómica esta racionalidad puede abstraerse y
representarse en un modelo, una construcción conceptual capaz de dar razón del
comportamiento de las familias campesinas en tanto que unidades celulares de
producción y consumo.

12
E. P. Thompson. Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad
industrial. Editorial Grijalbo, Barcelona, 1997.

13
Y aquí tengo que hacer explícita la base empírica de lo que sigue. Por más de
cuatro décadas un pequeño equipo del que formo parte ha trabajado con campesinos y
en particular con pequeños caficultores organizados. Y durante los últimos quince años,
hemos utilizado como guía de nuestros estudios un modelo de racionalidad campesina
con pretensiones de cierta universalidad. Empleado con caficultores, el instrumento
conceptual nos ha permitido entender y aun anticipar los comportamientos con que
estos enfrentan -al modo campesino- cambios como los que algunos asocian con la
llamada “nueva ruralidad”. Y en esta medida el modelo me parece consistente, sobre
todo porque su sustento empírico no es una casuística marginal sino un sector numeroso
y diverso como es el de los caficultores mexicanos que, según el censo disponible, está
conformado por cerca de medio millón de familias.
El modelo está en deuda con diferentes estudiosos: Alexander Chayanov 13 ,
Teodor Shanin 14 , Erik Wolf 15 , entre otros. Autores de libros publicados hace ya
bastantes años, pero que se volvieron clásicos -no anticuados- pues reflexionaron sobre
una condición duradera, como lo es la campesina. Sin embargo, en su forma definitiva,
el modelo que empleamos resulta de una formulación propia. Explicitado en otras
publicaciones 16 , no presento aquí más que una breve síntesis.
Las unidades campesinas de producción no son empresas capitalistas
imperfectas sino células socioeconómicas portadoras de una racionalidad específica
cuantificable, previsible y representable. Sus decisiones se fundan en cálculos precisos
de modo que para entender o anticipar su comportamiento es necesario identificar las
variables que manejan y la forma como las correlacionan.
La lógica de la célula doméstica no es económica sino socioeconómica, pues
articula producción, consumo productivo y consumo final en evaluaciones unitarias
donde las necesidades y aspiraciones culturalmente determinadas de la familia, son
factores decisivos. La teleología del pequeño productor directo está presidida por un
objetivo complejo, diverso y cambiante al que convencionalmente llamaremos bienestar
o buen vivir.

13
Alexander V. Chayanov. La organización de la unidad económica campesina. Nueva Visión, Buenos
Aires, 1974.
14
Teodor Shanin. La clase incómoda. Sociología política del campesinado en una sociedad en desarrollo
(Rusia 1910-1921). Alianza Editorial. Madrid, 1983.
15
Eric Wolf. Los campesinos, Labor, Barcelona, 1971.
16
Armando Bartra. El comportamiento económico de la producción campesina. Universidad Autónoma
de Chapingo, México, 1982. Armando Bartra, Introducción y Epílogo, en Rosario Cobo y Lorena Paz
Paredes, Milpas y cafetales en los Altos de Chiapas. Corredor Biológico Mesoamericano México,
México, 2009.

14
Una parte mayor o menor de los insumos y productos campesinos no cobra el
carácter de mercancías, sin embargo para correlacionarlos con ingresos y egresos
monetarios es posible asignarles un precio. Convención necesaria pero simplificadora
pues en última instancia para el campesino cuenta más el valor de uso que el de cambio.
En nuestros estudios nos hemos convencido de que el caficultor campesino puro
no existe y que entre los pequeños y medianos productores agropecuarios la
especialización extrema es una anomalía. Así, las decisiones referentes a la actividad
presuntamente dominante de un productor siempre múltiple, están invariablemente
condicionadas con el resto de su desempeño. La economía doméstica es diversificada y
aunque el campesino puede abordar por separado las variables de cada actividad, su
cálculo económico es unitario y las decisiones sobre las partes son tomadas por el
considerando el conjunto.
La teleología de la unidad socioeconómica doméstica está presidida por el
bienestar o el buen vivir y lo que el campesino busca no es maximizar rentabilidad sino
mejorar calidad de vida presente y futura. Lo que a veces coincide, pues en un orden
mercantil una inversión que sistemáticamente reporta pérdidas, a la postre tampoco
genera subsistencia. Sin embargo, es claro que el punto de equilibrio de una unidad
productiva que busca optimizar ganancias, no es el mismo que el de una que pretende
optimizar el bienestar.
Lo llamativo es que esta racionalidad -rastreable en la unidad doméstica
campesina, pero que opera a través de la comunidad y conlleva un imaginario colectivo
y un sistema de valores- no se debilita sino que se acendra y profundiza con los cambios
en el entorno, en la comunidad y en la propia familia, mudanzas que resultan de las
modalidades históricas que va adoptando el capitalismo. De la misma manera como en
la física relativista la medida del espacio y del tiempo dentro de una entidad, son
independientes de la velocidad a la que esta se mueva respecto de su entorno, así el
espacio-tiempo y los valores de una comunidad cohesiva, se conservan y reafirman por
mas radicales que sean las modificaciones del escenario social y sobre todo si estas son
amenazantes. Los campesinos y sus comunidades están en perpetuo cambio, pues de su
oportunista plasticidad depende que perduren, pero las mudanzas que en ellos operan
responden a una terca racionalidad, a un paradigma subyacente que quizá no es eterno
pero si transcivilizatorio.
En el mundo rural, el trabajo y el ingreso son cada vez menos agrícolas y las
formas de vida cada vez más urbanas, sin embargo el núcleo duro de la condición

15
campesina se mantiene por mucho más tiempo de lo que piensan los sostenedores de la
“nueva ruralidad”. En la pluriactividad como estrategia de sobrevivencia de las familias
rústicas, es frecuente que la producción por cuenta propia aporte la porción menor de
unos ingresos que provienen principalmente del trabajo asalariado, del pequeño
comercio o de transferencias como subsidios públicos y remesas de migrantes, y es
habitual, también, que esta producción con medios familiares ya no sea agropecuaria
sino artesanal o de servicios. Sin embargo, por mediado que esté, en el mundo rural se
mantiene un nexo perceptible entre producción y consumo, nexo que es el corazón de la
racionalidad campesina y resulta clave a la hora de tomar decisiones que permitirán
llevar la economía doméstica a un punto de equilibrio. Yo puedo no ser agricultor sino
comerciante, mecánico de talachas, fondera o cura de pueblo, pero si no llovió a tiempo,
si llovió demasiado, si se alargó un veranito, si se adelanto la helada… se que este año
va a ser malo, malo para los que perdieron su cosecha y malo para todos. Y este nexo
perceptible entre producción y consumo final es el que se rompe tendencialmente en la
sociedad capitalista y está del todo ausente en la racionalidad de la empresa y en la
lógica familiar del obrero fabril.

La milpa como paradigma

La clave de esta racionalidad -y su diferencia específica con la lógica


emparejadora propia del capitalismo- está en la diversidad articulada y virtuosa que
caracteriza a los campesinos. Una pluralidad dinámica y cambiante, origen de la
plasticidad y el oportunismo que explican su transcivilizatoria capacidad de sobrevivir a
los peores percances y a las exacciones más inicuas.
Pero la aproximación al paradigma de los rústicos no tiene aquí fines puramente
explicativos sino módicamente prescripitivos. Se trata de encontrar inspiración para
diseñar modelos de desarrollo afines a los nuevos proyectos civilizatorios. Y dado que
no hay sistemas-mundo campesinos, una opción sería abordar experiencias sociales
supracomunitarias, como los gobiernos autonómicos regionales edificados en el sureste
mexicano por las comunidades neozapatistas. Otra más modesta y que aquí emprenderé,
es explorar la manera en que ciertas organizaciones campesinas de carácter regional,
estatal, nacional y aun multinacional escalan los modelos propios de las familias y
comunidades de sus socios.

16
La estrategia polifónica campesina vale para los individuos virtuosamente
desprofesionalizados, para las familias funcionales multiactivas y para la sinérgica
pluralidad de las comunidades bien avenidas, pero vale también para ciertos colectivos
supracomunitarios: formas asociativas no tradicionales que, sin embargo, adoptan los
usos y costumbres de quienes las componen.
Algunos piensan que las organizaciones campesinas modernas deben buscar su
modelo en las figuras propias de la sociedad capitalista: el sindicato, para impulsar la
lucha reivindicativa, y la empresa, para encarar los retos de la producción y el consumo.
Pero numerosas experiencias documentan que no es así.
Veamos un ejemplo boliviano: la beligerancia de los obreros y en especial de los
mineros, hizo del sindicato el paradigma organizativo de los pequeños productores
agropecuarios de ese país, un sector de raíz indígena gestado por la reforma de 1953 que
buscó transformar a los quechuas y aymaras en campesinos. Surgieron, así, sindicatos
por comunidad que se agruparon en centrales provinciales, federaciones
departamentales y una confederación nacional. Como todas, la Federación Sindical
Única de Trabajadores Campesinos del Departamento de Tarija, nacida en 1982, tomó
nombre y estructura de los que se dan los sindicatos obreros, de modo que en un
principio sus agremiados eran individuos. Situación que cambió en el Congreso
departamental de 2003, en el que después de reconocer que su real membresía no eran
personas singulares sino colectividades, la Federación quitó de su nombre las palabras
Trabajadores Campesinos, para adoptar la fórmula Comunidades Campesinas, que
expresa mejor la multidimensionalidad de un ethos que no se agota en la actividad
laboral agropecuaria 17 .
Porque quizá el gremio de los campesinos está constituido sólo por los pequeños
agricultores, pero lo que le da identidad y poderío social a los rústicos como clase y
como movimiento es que los integran núcleos societarios complejos: comunidades de las
que forman parte los que cultivan la tierra, pero también los artesanos, comerciantes,
transportistas, maestros…
Socio económicamente diversas, divididas y hasta polarizadas, a la hora de la
verdad fueron las comunidades de Morelos las que a partir de 1910 sustentaron al
Ejército Liberador del Sur y le dieron identidad al zapatismo. El protagonista rural de
las diferentes insurrecciones campesinas que desembocaron en la revolución Rusa de

17
Pilar Lizárraga y Carlos Vacaflores. Cambio y poder en Tarija. La emergencia de la lucha campesina.
Plural, La Paz, 2007, p. 102.

17
1917 fue el mir como colectividad y no el sólo gremio de los mujiks. Fueron las
comunidades el sustento de los movimientos campesinos de la India que le dieron
sentido social al movimiento independentista encabezado por Gandhi. Como fueron los
ayllus quechuas y aymaras el soporte de la revolución agraria boliviana de mediados del
siglo pasado…
El término “empresas asociativas”, empleado con frecuencia para designar a las
organizaciones de productores directos, entre ellas las edificadas en las últimas décadas
por el nuevo movimiento campesino mexicano, es una fórmula pobre, reduccionista y
engañosa. La polifónica experiencia de la Tosepan Titataniske, fundada hace 30 años
como cooperativa y que hoy agrupa campesinos nahuas y totonacos de la sierra de
Puebla, es prueba contundente de que la designación “empresa” -así se la adjetive- le
queda chica a este tipo de emprendimientos multiactivos.
La organización, nacida a principios de los años ochenta de la pasada centuria a
raíz de una lucha contra los altos precios de los alimentos, embarnece y se consolida en
la medida en que es capaz de acopiar y vender a buen precio la producción de café y de
pimienta de los pequeños productores de la región. En este sentido la Tosepan funciona
como una empresa: una buena empresa capaz de sobrevivir a las inclemencias del
mercado desregulado donde se comercializa el grano aromático después de que en1988
se cancelaron los acuerdos económicos de la Organización Mundial del Café (OMC).
Pero lo que le da consistencia a la cooperativa y fuerza identitaria a su camiseta, es que
a lo largo de los años fue desplegando diversas áreas de actividad: desarrollo de la
infraestructura caminera de una región que en temporada de lluvias quedaba aislada;
diversificación productiva tanto comercial como autoconsuntiva y tanto agrícola como
agroindustrial y de servicios; asesoría técnica con enfoque agroecológico; viverismo
para producir plantas de café pero también de árboles maderables con fines de
reforestación; abasto de básicos; educación y formación técnica; comunicación popular;
vivienda alternativa; un sistema de ahorro y préstamo; seguros de vida; recuperación de
la lengua y de la diversidad biológica; promotor@s de salud…
La Tosepan es emblemática, pero muchas otras “empresas asociativas” marchan
por el mismo camino. Y es que el modelo de la organización campesina no es el
especializado de la empresa capitalista, ni tampoco el uniforme del sindicato obrero,
sino el holista y polifónico paradigma que inspira a las familias y las comunidades:

18
socialidades solidarias, pluriactivas y sinérgicas que cobijan material y espiritualmente a
sus miembros: en las buenas y en las malas, desde la infancia hasta la vejez 18 ...
Familias campesinas, comunidades agrarias, organizaciones polifónicas
comparten un mismo modelo de pluralidad entreverada y virtuosa. Paradigma que se
puede construir conceptualmente, pero que prefiero transmitir empleando una alegoría,
una metáfora que remite al tipo de relación productiva que los rústicos guardan con la
naturaleza. Y es que en mesoamérica los hombres y mujeres de la tierra hacen milpa:
hacen milpa cuando producen mediante sutiles policultivos, pero también hacen milpa
por el modo en que construyen sus barrocas culturas y sus abigarradas relaciones
sociales. “El campesino es una forma de vida”, escribe Teodor Shanin repitiendo a su
maestro Fei Hsiu Tung, y esta forma de vida encuentra su emblema en nuestra milpa y
en sus equivalentes en otros ámbitos del mundo campesino.
Desmesurada, extravagante, excesiva, barroca; así se percibe la milpa desde el
clasicismo chato de un monocultivo que ve confusión donde hay complejidad. En un
sentido más profundo, la milpa es barroca por cuanto sus partes, aun si heterogéneas,
son inseparables del todo. Lo es también porque, como el paradigma estético del que
viene el concepto, la milpa no es uniforme sino que adopta modalidades distintas según
los lugares y los tiempos. Y como el barroco latinoamericano, la milpa es sincrética,
contaminada, híbrida, un agrosistema mestizo al que se fueron incorporando especies y
prácticas agrícolas de diferentes orígenes. No es casual que nuestro barroco haya
florecido en Mesoamérica y en Los Andes, regiones que fueron cuna de dos grandes
culturas a las que podemos llamar milperas, extrapolando un término nahua que sólo es
propio de la primera.
Los mesoamericanos no sembramos maíz, los mesoamericanos hacemos milpa.
Y son cosas distintas, porque el maíz es una planta y la milpa es un modo de vida. La
milpa es matriz de la civilización mesoamericana. Si en verdad queremos preservar y
fortalecer nuestra identidad profunda, no sólo agroecológica, sino socioeconómica,
cultural y civilizatoria, debemos pasar del paradigma maíz al paradigma milpa, un
concepto complejo que casi siempre incluye al maíz pero lo rebasa por la izquierda.
Porque maíz es monotonía, mientras que la milpa es diversidad: en la milpa el
maíz, el frijol, la calabaza, el chile, el chayote, el tomatillo, la papa, los quelites, los
árboles frutales, el nopal, los magueyes así como insectos y animales de todo pelaje y

18
Ver Armando Bartra, Rosario Cobo y Lorena Paz Paredes. Tosepan Titataniske. Abriendo horizontes.
27 años de historia, Instituto maya, México, 2004.

19
plumaje se hacen compañía. A diferencia de los uniformes maizales las milpas son
abigarrados policultivos.
El maíz es uno la milpa es muchos. El maíz discursea la milpa dialoga. El maíz
es autárquico la milpa solidaria. El maíz es monocorde la milpa polifónica. El maíz es
singular la milpa plural. Los maizales son disciplinados cual desfiles militares las
milpas son jacarandosas y desfajadas como carnavales. El maíz se siembra la milpa se
hace. El maíz es un cultivo la milpa somos todos.
Los mesoamericanos no nos distinguimos de los europeos en que ellos siembran
trigo y nosotros maíz. Porque a fin de cuentas entre un maizal y un trigal no hay tanta
diferencia. Lo que nos distingue de los pueblos de climas fríos y templados es que ellos
siembran granos y nosotros hacemos milpa. Ellos producen su alimento en plantaciones
homogéneas, nosotros cosechamos las viandas en variopintos y entreverados jardines 19 .
Hacer milpa es cultura. Pero es un hecho cultural que resulta de un
condicionamiento natural. Los ecosistemas de climas fríos y templados son poco
diversos y a la vez estables y resistentes a las perturbaciones pues su biota está impuesta
a los cambios extremos de temperatura. En cambio los ecosistemas ecuatoriales son más
diversos y sin embargo más frágiles pues su biota no tiene que lidiar con severas
variaciones estacionales.
Plausible estrategia de cultivo, la milpa es también paradigma de vida buena
compartido por muchos pueblos agrícolas. Porque la forma en que se produce el
sustento se traduce en cosmovisión.
Sin duda la vieja Mesoamérica no era un edén y los mexicas fueron
imperialistas. Pero también eran respetuosos de la diversidad cultural de los pueblos
tributarios: “los reyes mexicanos (…) en todas las provincias que conquistaban (…)
dejaban los señores naturales della en sus señoríos (…) e les dejaban en sus usos e
costumbres y manera de gobierno”, escribe Alonso de Zurita en su Breve y sumaria
relación de los señores de la Nueva España 20 , de modo que a la llegada de los españoles
a los aztecas les fue fácil aceptar que tuvieran otros dioses, no así que quisieran
imponerlos. ¿Por qué no suponer que el paradigma milpero está detrás de los rasgos
pluralistas del despotismo tributario precolombino?

19
Ver César Carrillo Trueba. Pluriverso. Un ensayo sobre el conocimiento indígena contemporaneo.
UNAM, , México, 2006, p. 46.
20
Citado en Friedrich Katz. Situación económica y social de los aztecas, UNAM, México, 1966, p. 148.

20
“La cosmovisión -escribe López Austin en El núcleo duro, la cosmovisión y la
tradición mesoamericana- tiene su fuente principal en las actividades cotidianas (...) de
la colectividad que, en su manejo de la naturaleza y en su trato social, integra
representaciones colectivas y crea pautas de conducta” 21 . Y en Tamoachan y Tlalolcan,
amplia el concepto: “Sobre el núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron elaborarse
otras construcciones (...) producto del esfuerzo intelectual (...) individualizado y
reflexivo. Sin embargo los principios fundamentales, la lógica básica del complejo,
siempre radicó en la actividad agrícola, y esta es una de las razones por las que la
cosmovisión tradicional es tan vigorosa en nuestros días” 22 .
El paradigma milpero como cosmovisión tradicional, ha resistido durante más de
500 años al racionalismo occidental basado en la descomposición analítica, la
causalidad lineal y las estrategias especializadas, porque el pensamiento de los pueblos
originarios se mueve en un terreno distinto al del invasor. Mientras que el racionalismo
positivista es un discurso científico que se transmite a través de abstracciones, la
cosmovisión profunda es mito y es rito; discurso alterno y práctica otra que se producen
y reproducen con base en la experiencia cotidiana y la labor productiva.
Los saberes y haceres que hunden sus raíces en la tradición, son una “ciencia de
lo concreto”, que diría Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, una ciencia no
“primitiva” sino “primera”, no menos penetrante que las disciplinas académicas
convencionales; una reflexión “salvaje” que, según el célebre etnólogo, “sigue siendo
sustrato de nuestra civilización” y hoy resulta “liberadora” por cuanto muestra los
límites de la ciencia positivista 23 .
Los ecosistemas sutiles de diversidad abigarrada en frágil equilibrio son nuestro
sino, nuestra fatalidad natural. Hagamos de ellos nuestro patrimonio, nuestra virtud,
nuestra ventaja, nuestro orgullo. No demos la espalda al nicho ecológico que nos es
propio, no traicionemos nuestra condición equinoccial dejándonos llevar por los
vertiginosos cultivos del Norte. No nos dejemos seducir por las rudas tecnologías que
arrasan con nuestra biosfera, con nuestros suelos, con nuestros sistemas hídricos, con
nuestras culturas. Honremos nuestra diversidad de suelos, topografías, climas, paisajes y
ecosistemas. Cultivemos nuestra riqueza cultural, lingüística, culinaria, espirituosa,
musical, festiva, indumentaria… Hagamos de México, no un monótono maizal sino una

21
En J. Broda y F. Báez (eds) Cosmovisión ritual e identidad de los pueblos indígenas de México, Fondo
de Cultura Económica, México, 2011.
22
Alfredo López Austin. Tamoanchan y Tlalocan, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
23
Claude Lévi-Strauss. El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica, México, 1972, p. 43.

21
milpa multicolor; un mosaico de aprovechamientos diversos pero entreverados y
complementarios; un policromo mural de paisajes agroecológicos pero también
industriales y de servicios, que el modelo milpero no vale sólo para la agricultura sino
para la vida toda. Porque antes que escuchar las “señales del mercado” hay que atender
a las señales de la naturaleza.
Milpa es empleado aquí como paradigma, no como receta; que no sería hacer
milpa pretender, por ejemplo, que en aridoamérica se cultive y se viva como se cultiva y
se vive en mesoamérica. En cuanto al maíz, hacer milpa no es sembrarlo en todas partes
entreverado con frijol, calabaza, picante y cuanto hay, sino configurar al agro en su
conjunto de la forma holista como se conforma un sembradío tradicional: en los tres
millones de hectáreas donde se pueden conseguir altos rendimientos sin estragar los
suelos ni agotar los mantos freáticos, habrá que seguir sembrando híbridos, usando
fertilizantes y empleando maquinaria, y esto -si es sostenible- también es milpa. Pero
ahí ni la superficie ni el agua ni los rendimientos pueden aumentar mucho más y las
cosechas obtenidas de esa manera no garantizan nuestra seguridad alimentaria, además
de que las controla un agronegocio cuya prioridad son las ganancias y no asegurar el
alimento del pueblo. Hay, pues, que seguir sembrando otros seis millones de hectáreas
de tierras de temporal, principalmente con maíces nativos y empleando técnicas
adecuadas, entre ellas las diversas variantes de la milpa “clásica”, las múltiples
modalidades del agro-silvo-pastoreo y también prácticas novedosas como la de
intercalar maíz y frutales en curvas de nivel, que en siembras de ladera permite retener
el suelo. Por otra parte agrónomos como Antonio Turrent, estiman que con obras de
riego poco agresivas podrían sembrarse en el sureste millones de hectáreas de maíz en el
ciclo otoño-invierno, cuando la temperatura y la insolación son óptimas pero sin
canalizaciones falta el agua. En otras palabras, hacer milpa es aprovechar la diversidad
natural mediante una pluralidad articulada de estrategias productivas, unas de
autoconsumo y otras comerciales, que incluya tanto las semillas nativas como las
mejoradas, que recurra tanto el monocultivo como los policultivos y que emplee las
tecnologías de vanguardia pero también los saberes ancestrales. Lo que no podemos
permitir es que el desmedido afán de lucro, la obediencia ciega a las “señales del
mercado”, la lógica de las ventajas comparativas y el modelo de la agricultura industrial
sigan destruyendo nuestra diversidad agroecológica y con ella nuestra pluralidad
sociocultural.

22
Y la idiosincrásica búsqueda de sinergias vale también para la industria, donde
es indispensable restablecer las cadenas productivas, de modo que las pequeñas,
medianas y grandes empresas se retroalimenten unas a otras. Lo que es el equivalente de
la milpa pero en el ámbito industrial.
La fuerza de la milpa no está en la productividad del maíz o del frijól o de la
calabaza o del chile o del tomatillo medida cada una por separado. Su virtud está en la
sinérgica armonía del conjunto. Su eficacia no le viene de las partes sino de su
entrevero, de su abigarrada y sutil simbiosis. Fuerza de lo diverso solidario que es
recurso de primera necesidad en tiempos de cambio climático antropogénico. Años
turbulentos en que lo único seguro es la incertidumbre. Y cuando la creciente
incertidumbre medioambiental se asocia con la cada vez mayor incertidumbre
económica la única estrategia viable es atender a la sabiduría popular que recomienda
no poner todos los huevos en una misma canasta y apostar a la diversidad entreverada.
Por si fuera poco la milpa es anticapitalista. Capitalismo es sinónimo de
especialización y homogeneidad. La separación del campo y la ciudad así como de la
industria y la agricultura en un mundo donde lo urbano vampiriza a lo rural, es
paradigma de un modo de producir y consumir sometido al mercado y movido por la
ganancia, donde la consigna es productividad a toda costa: intensificación industrial que
demanda tecnologías estandarizadas y siempre en vertiginosa renovación. En cambio el
campo es residencia de la diversidad natural y social, y siempre se ha resistido al
uniformador modelo de agricultura industrial. El monocultivo tuvo cierto éxito en las
grandes planicies templadas y fácilmente mecanizables, pero el problema se presenta
cuando el paradigma norteño irrumpe en regiones como Mesoamérica donde la poca
fluctuación climática propicia una gran diversidad ecosistémica de modo que la
especialización extrema resulta no sólo difícil de imponer sino insostenible y suicida.
Los usos y costumbres del capitalismo se mueven del frío al calor y a los
mesoamericanos nos llegaron del norte. No es casual que en los climas templados donde
la naturaleza aguanta más o resiente menos el trato brusco y las intervenciones
desconsideradas, haya nacido y embarnecido el mercantilismo absoluto. Pero en el sur
el avasallante y emparejador modelo de agricultura industrial resulta literalmente contra
natura.
Nuestra vocación agroecológica son los aprovechamientos múltiples,
biodiversos, tecnológicamente plurales y de manejo holista. Es nuestra vocación natural
y socioeconómica la integración armónica del campo y la ciudad, la articulación

23
virtuosa de agricultura e industria. Por temperamento y por cultura se nos da la
policromía societaria, la pluralidad solidaria.
En el Sur la gente es risueña, cantadora, fiestera, desfajada, libertaria,
imaginativa, soñadora. Pero todo esto que somos por inclinación y por naturaleza es mal
visto por un capitalismo mandón, rígido, disciplinado, racional que al sueño contrapone
una vigilia perpetua. Entonces, hay que resistir al capitalismo que nos llegó del frió.
Hay que pararlo antes de que sea tarde. Pero resistir no basta, hace falta también
paradigmas de repuesto. Y en mesoamérica el más inspirador, el más sugerente, el más
poderoso, el más visionario paradigma alternativo es la milpa.

24

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