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La mentira del multiculturalismo

Salvador Cardús i Ros

La idea de sociedad multicultural sólo es sociológicamente imaginable si la diversidad que


anuncia es políticamente irrelevante. Si no es así, en su acepción fuerte, los conceptos de
sociedad y de multiculturalidad son un oxímoron, es decir, se excluyen mutuamente: o se trata
de una sociedad, y entonces no puede ser permanentemente multicultural, o se trata de un
conglomerado multicultural estable, y luego deberíamos referirnos a sociedades distintas. Otra
cosa es si a algunas peculiaridades culturalmente secundarias de los diversos grupos que
componen cualquier sociedad se les da un valor retóricamente desmesurado sin que
objetivamente lleguen a poner en peligro la cohesión global.

La confusión sobre el multiculturalismo se debe a que a menudo se ha olvidado el factor


tiempo. Es cierto que en los procesos de cambio algunas sociedades que habían permanecido
culturalmente y políticamente cohesionadas han quedado marcadas por distintos tipos de
fragmentaciones sociales, entre las que se cuentan las producidas por los movimientos
demográficos. Pero desde el punto de vista político, la supervivencia de estas sociedades
dependerá de su capacidad para disolver progresivamente tales divisiones, proceso que se ve
favorecido por el grado de porosidad social de cada grupo cultural en liza.

Los matrimonios mixtos, los mestizajes en las prácticas artísticas o el acomodo a una lengua
común son ejemplos de esa porosidad entre grupos.

De manera que podría decirse que las realidades multiculturales son necesariamente
transitorias, y que en el curso de una, dos o tres generaciones debe reconstruirse un marco
común de lealtad social. Si no, se acaba consumando una ruptura de consecuencias
imprevisibles.

Las recientes declaraciones de Angela Merkel sobre el fracaso del “modelo multicultural” en
Alemania no pueden circunscribirse a una mera táctica electoralista para recuperar los votos
que podrían encontrar respuestas en la extrema derecha xenófoba. Se trata, al contrario, de
reconocer algo que antes ya había aceptado el laborismo británico de Blair y Brown tras los
atentados de Londres en el 2005 y que pusieron de manifiesto, entre muchos otros, los trabajos
de la British Commission on Integration and Cohesion en el 2006 y analistas como David
Goodhart en Progressive nationalism. Por la vía electoral, los avances de la extrema derecha
en países avanzados en sus políticas sociales y tan económicamente prósperos como
Holanda, Dinamarca, Austria o Suiza también han estado demostrando que la retórica xenófila
no daba respuestas a las preocupaciones reales de sus ciudadanos.

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Y es que en los estados nación sobre los que se fundan las democracias occidentales, una
cultura viva es un sistema de comunicación e intercambios, una red de jerarquías y lealtades
entre grupos con intereses relativamente distintos pero interdependientes, orientada a crear y
cohesionar una sociedad nacional. Es decir, en las sociedades democráticas, es necesario
disponer de un conjunto lo bastante homogéneo como para que sus miembros se sientan
portadores de una voluntad común y sean leales a un interés general. En definitiva, que se
sientan vinculados a una nación, sin la cual no tiene sentido un sistema de gobierno basado en
la aceptación de la voluntad popular expresada en unas elecciones. Si no se reconstruye
permanentemente y de manera eficaz un único interés general, se produce una lógica de
división social insoluble, y en lugar de una sociedad multicultural, lo que se consigue es una
ingobernable multisociedad con distintas culturas.

Es cierto que se suele recurrir a Estados Unidos como expresión de posibilidad de un modelo
de sociedad multiétnica. Pero en estos casos el milagro es posible porque la nación política es
tan sólida que se impone a las diversidades de origen, convertidas en meros parques temáticos
de cartón piedra. Cuando no es así, cuando la diversidad étnica pone en peligro la cohesión
nacional política, como ha ocurrido en los últimos años con ciertos grupos de hispanos
impermeables a la lealtad al modelo político, lingüístico y de proyecto social norteamericano,
entonces también allí se han encendido todo tipo de alarmas.

De manera que ante la experiencia cotidiana de la flaqueza de los procesos de reconstrucción


de las lealtades nacionales, que son los que fundamentan la posibilidad de una ciudadanía
sólida - intercambio de derechos individuales por deberes colectivos-, no vale para nada la
retórica vacía de la xenofilia ingenua – tan querida por la izquierda catalana- que pretende
cargar toda la culpa del fracaso de la convivencia sobre un supuesto racismo de la población
autóctona. El fracaso del multiculturalismo no nace del miedo al otro de los autóctonos, porque
suele ser el otro quien se encierra en unos orígenes impostados y exagerados por su miedo al
nosotros nacional en el que ha encontrado el amparo laboral, escolar, médico y social que no
tenía en su país de origen.

Afortunadamente, hasta ahora, Catalunya no ha sido una sociedad multicultural. La larga e


intensa experiencia en procesos migratorios nos ha hecho una sociedad extraordinariamente
abierta y porosa en la que el extranjero ha podido encontrar acomodo.

Nadie podrá decir que no se han dado muestras, también ahora, de esta gran capacidad de
recepción, que requiere muchos esfuerzos económicos, institucionales y personales. Hablen

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ustedes con los maestros o los médicos que trabajan en zonas de fuerte inmigración y sabrán
lo que es una sociedad volcada al éxito de la disolución de los muros de la multiculturalidad.
Pero es cierto que los esfuerzos valen y se justifican sólo en la medida en que dan resultados.
Si no, la frustración se traduce en conflicto yen voto a quien reconoce su gravedad. El
multiculturalismo ha sido una gran mentira piadosa de consecuencias graves allí donde se ha
practicado.

Publicado por La Vanguardia -k argitaratua

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