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Si hay miseria, que no se note

El gueto es una forma de violencia colectiva afincada en el espacio urbano. En una


serie de artículos, el francés Loïc Wacquant reformula el concepto para este siglo.

Por MARCELO PISARRO

El sociólogo y antropólogo brasileño Renato Ortiz comenzó su libro de 2004,


Taquigrafiando lo social, con esta afirmación: “Las ciencias sociales viven de los
conceptos. Tallarlos es un arte. No necesariamente en el sentido artístico de la palabra, sino
en cuanto artesanía, un hacer, como decía Wright Mills”. El objeto sociológico es un
artefacto construido pieza por pieza, con cuidado, sutilmente.

Puede compararse la tarea con un tipo específico de quehacer doméstico: la costura. “Coser
requiere habilidad y cierto conocimiento –escribió Renato Ortiz–. Y es sólo con la práctica,
acumulada a lo largo de los años, como se llega a confeccionar, satisfactoriamente, una
prenda, una toalla, un adorno”.

En este aspecto, “gueto” es uno de los peores conceptos de las ciencias sociales: está
descosido, deshilachado, con una manga al revés, sin botones, retazos de colores
burdamente zurcidos por manos inexpertas. Nótese que ni siquiera suele aparecer en los
diccionarios especializados en ciencias sociales.

Desprovisto de carácter crítico, no estando cuidadosamente tallada, la categoría de “gueto”


es una versión apenas pulida del sentido común de una sociedad de determinado tiempo y
determinado lugar. Un término descriptivo, dado por sentado, despolitizado. Rasgado por
élites gobernantes, por ciudadanos biempensantes, por medios de comunicación, por la
comprometida burguesía universitaria.

Todos entendemos qué es un gueto y eso basta. No se necesita hacerle bordados ni coserle
dobladillos.

Las dos caras de un gueto. Ensayos sobre marginalización y penalización, colección de diez
textos del sociólogo francés Loïc Wacquant, propone remediar esta falencia y tallar un
concepto relacional que conciba al gueto como un instrumento institucional formado por
cuatro elementos: estigma, coacción, confinamiento espacial y enclaustramiento
organizativo. Y que abarque, este concepto de gueto, el uso del espacio a fin de conciliar
dos objetivos contrapuestos: extracción económica y ostracismo social.

En cuanto tejido teórico, pero también en cuanto análisis crítico del régimen urbano de las
sociedades capitalistas avanzadas, la reformulación del concepto de “gueto” se imbrica a
través de relaciones entre marginalidad social, división etnorracial y políticas de Estado en
las grandes ciudades de comienzos del siglo XXI.

El escenario que traza Wacquant –ya analizado en Los condenados de la ciudad y Las
cárceles de la miseria – se estructura según un régimen de marginalidad urbana, reciente,
fundado en cuatro lógicas: 1) Tendencia macrosocial hacia la desigualdad; 2)
fragmentación de la mano de obra desocupada, con la subsecuente desproletarización e
informalización de la base ocupacional; 3) achicamiento del estado de bienestar; 4)
concentración y estigmatización espacial de la pobreza.

Cuando el Estado se repliega (cuando las políticas públicas se orientan al abandono y la


contención punitiva), el espacio social –que es tanto físico como simbólico– queda
preparado para que se pongan en funcionamiento procesos estructurales y discursivos de
descivilización y demonización. El gueto, así compuesto, es una forma de violencia
colectiva materializada en el espacio urbano.

Funciona como calle de doble mano: por un lado es un medio de subordinación para
beneficio del grupo social dominante; por el otro, un medio de organización cultural que
propone una identidad coherente aunque estigmatizada para el grupo subordinado. En este
sentido, trabaja como cualquier otra institución destinada al confinamiento forzado de
excluidos. Una cárcel o un campo de refugiados, por ejemplo.

Básicamente el trabajo de Wacquant está enfocado en los casos norteamericanos y


franceses, aunque la edición de Siglo XXI incluya parte de dos conferencias dictadas en el
país. Si el sentido común establece que las villas de emergencia (o villas miseria, o
asentamientos ilegales, o cualquier otra forma de nombrar lo que aparece excluido, en los
márgenes de la conversación pública) son los guetos por excelencia de la sociedad urbana
argentina, el libro no lo explicita. Podría entenderse que sí.

“La penalización es una técnica orientada a la invisibilización de los problemas sociales –


escribe Wacquant sobre el caso latinoamericano–, y su implementación es especialmente
peligrosa en estas sociedades devastadas por la inseguridad permanente, que tiene su origen
tanto en la acumulación de pobreza „antigua‟, debida a las insuficiencias de la
industrialización fordista, como de la pobreza „moderna‟, generada por la difusión
posfordista de empleos fragmentados, de tiempo parcial y con contratos breves, por la
desconexión funcional entre las tendencias macroeconómicas en los niveles nacionales y
las condiciones imperantes en los barrios marginados, y por la expansión de la
estigmatización territorial de la pobreza urbana.” Esto no responde la pregunta acerca de si
las villas son guetos por antonomasia, y en todo caso no debería exigírsele al libro que la
responda abiertamente (se trata de un libro, no de un oráculo). Pero la idea que teje los
textos sí podría proporcionar la respuesta: que un gueto es ante todo una forma institucional
de organización de personas, no una simple acumulación de pobreza.

El gueto permite que el grupo dominante maximice los beneficios del grupo subordinado
(los habitantes del gueto levantarán las paredes de sus casas, barrerán sus pisos, coserán –ya
que se habló de coser– en talleres ilegales las prendas que se ofrecerán en lujosas tiendas de
barrios acomodados), y a la vez, que el contacto social sea mínimo, que se mantengan lejos
de la vista.

Como ciudad dentro de la ciudad, el gueto remeda las instituciones del grupo mayor. Tiene
sus escuelas, sus hospitales, sus comercios, sus centros nocturnos de esparcimiento.
Funciona por duplicación.
El gueto es una ciudad propia con sus particulares pautas culturales, valores simbólicos y
tipos de relación, que parece ajena a la ciudad que duplica. Es un espacio social en el que se
entra y del que se sale, un espacio social ignorado por el espacio social mayor en que se
incrusta.

Meses atrás, una noticia levemente desapercibida apareció y desapareció de los medios
nacionales: el periodista y dirigente social boliviano Adams Ledesma Valenzuela fue
asesinado en la Villa 31 Bis. Lo que esta noticia, desapercibida, permitió reflejar fue esta
duplicación: que la Villa 31 Bis tiene sus propios periodistas, sus propios canales de
televisión, sus propios periódicos, sus propios dirigentes y sus propios muertos.

“Alcanza con volver a la historia –insiste Wacquant– para darse cuenta de que un gueto no
es simplemente un conglomerado de familias pobres o una acumulación espacial de
condiciones sociales indeseables –falta de ingresos, viviendas deficientes, delincuencia
endémica y otras conductas marginales–, sino una forma institucional. Es el instrumento de
la cerrazón etnorracial y del poder ( SchlieBung y Macht en términos weberianos) por el
cual una población considerada despreciable y peligrosa es, a la vez, recluida y controlada.”
Las ciencias sociales viven de los conceptos. Tallarlos es un arte. Y a veces, también una
forma de intervención política y social.

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