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El Internacionalismo

«Moderno»
La economía internacional
y las mentiras de la competitividad

Paul Krugman

Traducción de Vicente Morales

Crítica
Grijalbo Mondadori
Barcelona
1997

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
Capítulo 1. La competitividad: una obsesión peligrosa

La hipótesis es incorrecta

En junio de 1993, Jacques Delors hizo una presentación especial a los líderes de las naciones de la
Comunidad Europea reunidos en Copenhague sobre el problema del creciente desempleo en Europa. Los
economistas estudiosos de la situación europea tenían curiosidad por ver lo que diría Delors, entonces
presidente de la Comisión Europea. La mayoría de ellos comparte más o menos el mismo diagnóstico sobre
el problema europeo: los impuestos y las regulaciones que implican los complicados estados del bienestar
europeos han hecho a los empresarios reacios a crear nuevos empleos, mientras que los relativamente
generosos seguros de desempleo hacen que los trabajadores no acepten los empleos de salarios bajos que
mantienen el desempleo relativamente reducido en los Estados Unidos. Las dificultades monetarias,
asociadas con la preservación del Sistema Monetario Europeo (SME) frente a los costos de la reunificación
alemana, han reforzado este problema estructural.
Es un diagnóstico persuasivo, pero políticamente explosivo, y todos querían ver cómo lo trataría
Delors. ¿Se atrevería a decir a los líderes europeos que sus esfuerzos para conseguir la justicia económica
han producido el desempleo como un resultado no deseado? ¿Aceptaría que el SME podía ser mantenido
únicamente al coste de una recesión y afrontar las implicaciones de esa aceptación para la Unión Monetaria
Europea?
¿Adivina lo que pasó? Delors no se enfrentó a los problemas del Estado del bienestar o del SME.
Explicó que la raíz del problema estaba en la falta de competitividad con los Estados Unidos y Japón y que
la solución estaba en un programa de inversión en infraestructuras y alta tecnología.
Fue una evasiva decepcionante, pero no sorprendente. Después de todo, la retórica de la
competitividad —la visión de que, en palabras del presidente Clinton, cada nación es «como una gran
empresa en el mercado global»— se ha convertido en omnipresente entre los líderes de opinión por todo el
mundo. La gente que se considera a sí misma con conocimientos sofisticados sobre el tema da por hecho que
el problema económico al que se enfrenta cualquier nación moderna es esencialmente el de competir en los
mercados mundiales –que los Estados Unidos y Japón son competidores en el mismo sentido que Coca-Cola
compite con Pepsi– e ignoran que cualquiera podría cuestionar seriamente tal proposición. Cada pocos
meses un nuevo best-seller advierte al público norteamericano de las consecuencias directas de perder la
«carrera» del Siglo XXI. Toda una industria de consejeros de competitividad, «geoeconomistas» y
pseudoteóricos del comercio internacional ha brotado en Washington. Muchas de estas personas, habiendo
diagnosticado los problemas económicos de los Estados Unidos casi en los mismos términos que Delors
hizo en Europa, están ahora en los más altos niveles de la Administración Clinton, formulando políticas
económicas y comerciales para los Estados Unidos. Por lo tanto, Delors estaba usando un lenguaje que no
solo era conveniente, sino también cómodo, para él y una amplia audiencia a ambos lados del Atlántico.
Desafortunadamente, su diagnóstico, como guía de lo que aflige a Europa, estaba profundamente
equivocado, y diagnósticos similares para los Estados Unidos están igualmente equivocados. La idea de que
la fortuna económica de un país está determinada principalmente por su éxito en los mercados mundiales es
una hipótesis, no una verdad necesaria; y como cuestión empírico-práctica, esta hipótesis es sencillamente
falsa. Es decir, sencillamente no es verdad que las naciones líderes del mundo estén en ningún grado
importante de competencia entre ellas, o que alguno de sus principales problemas económicos pueda ser
atribuido a un fracaso al competir en los mercados mundiales. La creciente obsesión en las naciones más
avanzadas por la competitividad internacional debería ser observada, no como una preocupación bien
fundada, sino como una visión sostenida frente a una abrumadora evidencia en contra. A pesar de todo, es la
visión que la gente claramente prefiere mantener: el deseo de creer que se refleja en la tendencia, de
aquellos que predican la doctrina de la competitividad, a sostener sus puntos de vista con una aritmética
francamente deplorable.
Este artículo trata sobre tres temas. Primero, explica que las preocupaciones sobre la competitividad
son, desde un punto de vista empírico, casi totalmente infundadas. Segundo, trata de explicar por qué es tan
atractivo para tanta gente definir el problema económico en términos de competencia internacional.
Finalmente, explica que la obsesión por la competitividad no es sólo equivocada, sino peligrosa, sesgando

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las políticas nacionales y amenazando el sistema económico internacional. Este último punto es, desde
luego, el de mayores consecuencias para la política pública. Pensar en términos de competitividad conduce,
directa e indirectamente, a malas políticas económicas en un amplio rango de temas, interiores y exteriores,
ya sea en sanidad, ya sea en comercio exterior.

La competencia necia

Mucha gente que usa el término «competitividad» lo hace sin pensarlo dos veces. Les parece obvio que la
analogía entre un país y una empresa es razonable y que preguntar si los Estados Unidos son competitivos en
el mercado mundial no es diferente en principio a preguntarse si General Motors es competitiva en el
mercado norteamericano de monovolúmenes.
De hecho, sin embargo, intentar definir la competitividad de una nación es mucho más problemático
que definir la de una empresa. La línea de flotación para una empresa es literalmente su línea de flotación: si
la empresa no puede pagar a sus trabajadores, proveedores y obligacionistas, tendrá que dejar su actividad.
Por lo tanto, cuando decimos que una empresa no es competitiva, queremos decir que su posición de
mercado es insostenible; que a menos que mejore su funcionamiento, dejará de existir. Los países, por otro
lado, no cierran. Pueden ser felices o infelices con su situación económica, pero no tienen una línea de
flotación bien definida. Como resultado, el concepto de competitividad nacional es engañoso.
Uno puede suponer, inocentemente, que la línea de flotación de una economía nacional es
sencillamente su balanza comercial, que la competitividad de un país puede medirse a través de su habilidad
para vender más en el extranjero de lo que compra. Pero tanto en la teoría como en la práctica un superávit
comercial puede ser un signo de debilidad nacional, un déficit una señal de fortaleza. Por ejemplo, México
se vio forzado a obtener grandes superávits en la década de los ochenta para pagar los intereses de su deuda
externa, dado que los inversores internacionales se negaron a prestarle más dinero; comenzó con grandes
déficits comerciales después de 1990, a medida que los inversores extranjeros recuperaron la confianza y
comenzaron a invertir nuevos fondos. ¿Describiría alguien a México como una nación muy competitiva en la
época de la crisis de la deuda o describiría lo que pasó desde 1990 como una pérdida de competitividad?
La mayoría de los escritores preocupados de alguna forma por el tema han intentado definir la
competitividad como una combinación de buenos resultados comerciales y de algo más. En particular, la
definición más popular de competitividad en nuestros días sigue las líneas de la presidenta del Council of
Economic Advisors, Laura D'Andrea Tyson, en su libro Who's Bashing Whom?: competitividad es «nuestra
capacidad para producir bienes y servicios que cumplan los tests de la competencia internacional, mientras
nuestros ciudadanos disfrutan de un nivel de vida a la vez creciente y sostenible». Esto suena razonable. Sin
embargo, si usted piensa acerca de esto, y contrasta sus pensamientos con los hechos, descubriría que hay
mucho menos en esta definición de lo que los ojos aparentemente ven.
Consideremos, por un momento, lo que la definición quería decir para un país que mantuviese muy
poco comercio internacional, como los Estados Unidos en la década de los cincuenta. Para una economía de
ese tipo, el equilibrio comercial es cuestión principalmente de obtener el tipo de cambio correcto. Pero, dado
que el comercio seria un factor pequeño en esa economía, el nivel del tipo de cambio tiene una influencia
menor en el nivel de vida de la población. Por lo tanto, en una economía con muy poco comercio
internacional, el crecimiento en el nivel de vida —y, por lo tanto, la «competitividad» conforme a la
definición de Tyson— estaría determinado casi por completo por factores internos, en primer lugar la tasa
de crecimiento de la productividad. Es decir, el crecimiento de la productividad del período; no el
crecimiento de la productividad relativo a otros países. En otras palabras, para una economía con muy poco
comercio internacional, «competitividad» resulta ser una forma curiosa de decir «productividad» y no
tendría nada que ver con la competencia internacional.
Pero seguramente esto cambia cuando el comercio se torna más importante, ¿ha sido esto así para
todas las principales economías? Ciertamente esto podría cambiar. Supongamos que un país descubre que,
aunque su productividad aumenta de forma sostenida, puede tener éxito exportando sólo si devalúa
repetidamente su moneda, vendiendo sus exportaciones aun más baratas en los mercados mundiales. En tal
caso, su nivel de vida, que depende tanto de su poder de compra de importaciones como de los bienes
producidos domésticamente, podría de hecho declinar. En la jerga de los economistas, el crecimiento
interior podría estar sobrevalorado por una relación de intercambio cada vez mis deteriorada. Por lo tanto,
«competitividad» podría tener algo que ver, después de todo, con la competencia internacional.

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No hay razón, sin embargo, para dejar esto a la pura especulación; puede ser comprobado fácilmente
con los datos. ¿Han producido unos términos de intercambio en deterioro una reducción importante en el
nivel de vida de los Estados Unidos? ¿O la tasa de crecimiento de la renta real ha continuado siendo
esencialmente igual a la tasa de crecimiento de la productividad interior, aunque el comercio exterior
represente una parte mayor de la renta de lo que era?
Para contestar a esta pregunta, uno solo necesita mirar los datos de la contabilidad de la renta
nacional que el Departamento de Comercio publica regularmente en el Survey of Current Business. La
medida estándar del crecimiento económico en los Estados Unidos es, por supuesto, el Producto Nacional
Bruto (PNB); una medida que divide el valor de los bienes y servicios producidos en los Estados Unidos por
índices de precios apropiados con el fin de alcanzar una estimación de la producción (output) nacional en
términos reales. El Departamento de Comercio, sin embargo, también publica algo llamado «Producto
Nacional Bruto disponible» (command GNP). Éste es similar al PNB real, excepto en que divide las
exportaciones de los Estados Unidos no por el índice de precios de las exportaciones, sino por el índice de
precios de las importaciones. Es decir, las exportaciones se valoran por lo que el dinero de las exportaciones
puede comprar en el exterior. El PNB disponible mide el volumen de bienes y servicios de los que la
economía de los Estados Unidos puede “disponer” –el poder de compra de la nación– más que el volumen
que produce. Como acabamos de ver, «competitividad» significa algo diferente a «productividad» si y sólo
si el poder de compra crece de forma significativamente más lenta que el output.
Bien, estas son las cifras. A lo largo del periodo 1959-1973, un periodo de incremento vigoroso de
los niveles de vida de los Estados Unidos y escasa preocupación por la competencia internacional, el PNB
real por hora trabajada creció un 1,85 por 100 anualmente, mientras que el PNB disponible por hora creció
un poco más deprisa, un 1,87 por 100. Entre 1973 y 1990, un período de estancamiento de los niveles de
vida, el crecimiento del PNB disponible por hora se frenó al 0,65 por 100. Casi toda esta reducción (91 por
100) se explicaba, sin embargo, por el declive del crecimiento de la productividad interior: el PNB real
creció sólo el 0,73 por 100.
Cálculos similares para la Comunidad Europea y Japón arrojan resultados parecidos. En cada caso,
la tasa de crecimiento de los niveles de vida es esencialmente igual a la tasa de crecimiento de la
productividad interior; no productividad relativa a los competidores, sino simple productividad interior.
Aunque el comercio mundial sea mayor de lo que nunca ha sido, los niveles de vida de un país están muy
claramente determinados por factores domésticos antes que por algún tipo de competencia en los mercados
mundiales.
¿Cómo puede ser que ocurra esto en nuestro mundo interdependiente? Parte de la respuesta está en
que el mundo no es tan interdependiente como ustedes podrían pensar: los países no son en absoluto como
las empresas. Aún hoy, las exportaciones de los Estados Unidos representan solo el 10 por 100 del valor
añadido en la economía (lo que es igual al PNB). Es decir, los Estados Unidos son una economía que aún
produce un 90 por 100 de bienes y servicios para su propio uso. Como contraste, las mayores empresas
apenas venden algo de su producción a sus trabajadores; las «exportaciones» de General Motors –sus ventas
a la gente que no trabaja allí– son virtualmente todas sus ventas, que equivalen a más de 2,5 veces el valor
añadido de la empresa.
Además, los países no compiten entre sí de la forma en que lo hacen las empresas. Coca-Cola y
Pepsi son casi rivales puros: solo una fracción insignificante de las ventas de Coca-Cola va a los
trabajadores de Pepsi y sólo una fracción insignificante de los bienes que compran los trabajadores de Coca-
Cola son productos de Pepsi. Por lo tanto, si Pepsi tiene éxito, tenderá a ser a expensas de Coca-Cola. Los
principales países industriales, cuando compiten entre ellos en la venta de productos, son también sus
principales mercados de exportación y sus principales suministradores de útiles importaciones. Si a la
economía europea le va bien, no lo será necesariamente a costa de la de los Estados Unidos; de hecho, lo
más probable es que el éxito de la economía europea ayudase a los Estados Unidos proveyéndole de
mayores mercados y vendiéndole bienes de mejor calidad a precios inferiores.
El comercio internacional, por lo tanto, no es un juego de suma cero. Cuando la productividad
aumenta en Japón, el principal resultado es un aumento en los salarios reales japoneses; los salarios reales
norteamericanos o europeos, en principio, podrán tanto subir como bajar, y en la práctica parecen no resultar
afectados. Sería posible polemizar sobre este punto, pero la conclusión está clara: aunque en principio
pudiesen aparecer problemas de competitividad, en la práctica a efectos empíricos las naciones más
importantes del mundo no están en grado significativo alguno en competencia económica entre ellas.
Por supuesto, siempre existe rivalidad por el estatus y el poder; los países que crezcan más deprisa
verán ascender su categoría en la escena política.

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Por lo tanto, siempre es interesante comparar países. Pero decir que el crecimiento japonés
disminuye el estatus de los Estados Unidos es muy diferente a decir que disminuye el nivel de vida de los
Estados Unidos; y es esto último lo que la retórica de la competitividad afirma.
Uno podría, por supuesto, adoptar la posición de que las palabras quieren decir lo que nosotros
queremos que signifiquen, que todos son libres, si ese es su deseo, de usar el término «competitividad»
como una forma poética de decir productividad, implicando de hecho que la competencia internacional no
tiene nada que ver con el término. Pero pocos autores de los que escriben sobre la competitividad aceptarían
esta visión. Estos creen que los hechos explican una historia muy diferente, que nosotros vivimos, como
Lester Thurow escribió en su bestseller Head to Head, en un mundo en que «o-ganas-o-pierdes» entre las
economías líderes. ¿Cómo es posible creer en eso?

Negligencia aritmética

Una de las características más sobresalientes de la vasta literatura sobre la competitividad es la repetida
tendencia en autores inteligentes a caer en lo que, diplomáticamente, podríamos llamar «negligencia
aritmética». Se hacen afirmaciones que pueden parecer pronunciamientos cuantificables sobre magnitudes
mensurables, pero los autores no presentan de hecho ningún dato sobre esas magnitudes, ni advierten que los
números reales contradicen sus afirmaciones. O se presentan datos que sostienen supuestamente una
afirmación, sin que el autor se dé cuenta de que sus propios números implican que lo que está diciendo no
puede ser cierto. Una y otra vez, uno encuentra libros y artículos sobre competitividad que parecerían estar
llenos de evidencias convincentes para el lector imprudente; lo que choca a cualquiera que esté
familiarizado con los números es cómo han podido tratarlos de una forma tan extraña, por no decir
misteriosamente inepta. Podemos ilustrar mejor este punto con algunos ejemplos. Vamos a presentar tres
casos de negligencia aritmética, cada uno de ellos tiene su propio interés.

Los déficits comerciales y la pérdida de buenos empleos. En un artículo publicado recientemente en


Japón, Lester Thurow explicaba a sus lectores la importancia de reducir el superávit comercial de Japón con
los Estados Unidos. Los salarios reales en los Estados Unidos, señalaba, han caído un 6 por 100 durante los
años Reagan y Bush, siendo la razón que los déficits comerciales fabriles han expulsado a los trabajadores
de los empleos de salarios altos en el sector manufacturero y les ha obligado a aceptar otros mucho peor
pagados en el sector servicios.
No es una visión original, pero goza de un amplio consenso. Thurow fue más concreto que mucha
gente, dando datos reales de empleos y salarios perdidos. Se han perdido un millón de empleos fabriles a
causa del déficit, afirmó, porque los empleos fabriles pagan un 30 por 100 más que los empleos en servicios.
Ambas cifras son dudosas. La cifra del millón de empleos es demasiado elevada, y el 30 por 100 de
diferencia salarial entre industrias y servicios es debido principalmente a la diferencia en la duración de la
semana laboral, no a la diferencia en el pago horario. Pero aceptemos los números de Thurow. ¿Explican la
historia que él sugiere?
El punto clave es que el empleo total en los Estados Unidos esta por encima de los cien millones de
trabajadores. Supongamos que un millón de trabajadores se vieran forzados a dejar el sector manufacturero
y entrar en el sector servicios con el resultado de una pérdida salarial del 30 por 100. Dado que estos
trabajadores son menos del 1 por 100 de la fuerza laboral de los Estados Unidos, esto reduciría el salario
medio de los Estados Unidos en menos del 1 por 100 del 30 por 100; es decir, en menos del 0,3 por 100.
Es demasiado poco para explicar la reducción del salario real en un 6 por 100, con un factor de 20.
O, visto desde otro punto de vista, la pérdida salarial anual producida por la desindustrialización inducida
por el déficit, que está para Thurow en el centro de las dificultades económicas de los Estados Unidos, es,
basándonos en sus propias cifras, aproximadamente igual a lo que los Estados Unidos gasta en sanidad cada
semana.
Algo enigmatico está ocurriendo aquí. ¿Cómo es posible que alguien inteligente como Thurow,
cuando escribe un artículo que pretende ofrecer evidencias cuantitativas serias de la importancia de la
competencia internacional para la economía de los Estados Unidos, no se dé cuenta de que la evidencia que
ofrece muestra claramente que el transmisor del mal que él identifica no es el culpable?

Sectores de alto valor añadido. Ira Magaziner y Robert Reich, ambos personajes actualmente influyentes
en la Administración Clinton, llegaron al gran público por primera vez en 1982 con su libro Minding

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America's Business (Ocupémonos de los negocios de América). El libro aboga por una política industrial
para los Estados Unidos, y, en la introducción, los autores ofrecen una base aparentemente precisa para esa
política: «Nuestro nivel de vida sólo puede subir si i) capital y trabajo fluyen con intensidad hacia industrias
de alto valor añadido por trabajador y ii) mantenemos una posición en estas industrias superior a la de
nuestros competidores».
Los economistas eran en un principio escépticos ante esta idea. Si las industrias correctas son las de
alto valor añadido, ¿por qué no están generando los mercados privados ese proceso? Podría obviarse esto
último como un ejempio más de la acostumbrada e insondable fe de los economistas en el mercado; ¿acaso
no incluyen Magaziner y Reich suficiente evidencia empírica para respaldar sus afirmaciones?
Bien, Minding America's Business enumera muchos hechos. Lo que no hace nunca es justificar los
criterios establecidos en la introducción. El conjunto de industrias a cubrir implica la clara creencia de los
autores en que alto valor añadido es más o menos sinónimo de alta tecnología; sin embargo, en ningún lugar
del libro aparecen cifras que comparen el valor añadido real por trabajador en las diferentes industrias.
Esas cifras no son difíciles de encontrar. De hecho, cada biblioteca pública de los Estados Unidos
tiene una copia del Statistical Abstract of the United States, que incluye cada año un cuadro donde presenta
el valor añadido y el empleo en cada industria del sector manufacturero de los Estados Unidos. Todo lo que
uno debe hacer es emplear algunos minutos con una calculadora en la biblioteca para obtener una relación
que ordene de mayor a menor las industrias de los Estados Unidos según su valor añadido por trabajador.
El cuadro I.I muestra algunos apuntes seleccionados de entre las páginas 740 a 744 del Statistical
Abstract para 1991. Resulta que las industrias de los Estados Unidos con un auténtico valor añadido alto por
trabajador están en sectores con relaciones capital-trabajo muy elevadas, como son los cigarrillos y el refino
de petroleo. (Esto era predecible: las industrias intensivas en capital deben obtener una tasa de ganancia
normal sobre grandes inversiones, deben cargar precios con un mayor margen bruto sobre los costos
laborales que las industrias que usan el trabajo de forma intensiva, lo cual quiere decir que tienen un alto
valor añadido por trabajador.) Entre las grandes industrias, el valor añadido por trabajador tiende a ser alto
en las industrias pesadas, como el acero y los automóviles. Los sectores de alta tecnología como el
aerospacial y el electrónico resultan estar en la media aproximadamente.

Cuadro 1.1. Valor añadido por trabajador, 1988 (en miles de dólares)

Cigarrillos 488
Refino de petróleo 283
Automóviles 99
Acero 97
Aeronáutica 68
Electrónica 64
Todas las manufacturas 66

Este resultado no sorprende a los economistas convencionales. El alto valor añadido por trabajador se da en
sectores que son intensivos en capital, es decir, sectores en los que un dólar adicional de capital aumenta
muy poco el valor añadido extra. En otras palabras, no hay nada por nada.
Pero dejemos a un lado lo que expresa el cuadro sobre la forma en que funciona la economía y
simplemente anotemos el extraño lapso de Magaziner y Reich. Seguramente no intentaban promover una
política que bombease capital y trabajo hacia los sectores del acero y la automoción en preferencia a las
altas tecnologías. ¿Cómo pueden escribir todo un libro dedicado a la proposición de que debemos
dedicarnos a las industrias de alto valor añadido sin tan siquiera comprobar de qué industrias están
hablando?

Los costes laborales. En su intervención en la cumbre de Copenhague, el primer ministro británico John
Major mostró un gráfico que indicaba que los costes laborales unitarios en Europa han subido con mayor
rapidez que los de los Estados Unidos y Japón. Argumentando que los trabajadores europeos se habían
autovalorado por encima del mercado mundial.

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Pero pocas semanas más tarde Sam Brittan del Financial Times senaló algo extraño acerca de los
cálculos de Major: el coste laboral no estaba ajustado a los tipos de cambio. En competencia internacional,
lo que es importante para una empresa norteamericana, por supuesto, son los costos de sus competidoras del
extranjero evaluados en dólares, no en marcos o yenes. Las comparaciones internacionales de costes
laborales, como hace el Banco de Inglaterra en las tablas que publica de forma rutinaria, siempre los
convierte en una moneda común. Los números presentados por Major, sin embargo, no estaban ajustados
conforme al procedimiento estándar, lo cual era muy conveniente para su argumentación. Como señaló
Brittan, los costes laborales europeos no han aumentado en términos relativos cuando se efectúan los ajustes
del tipo de cambio.
Si algo puede decirse es que este lapso es aún más extraño que los de Thurow o Magaziner y Reich.
¿Cómo pudo John Major, con los sofisticados recursos estadísticos del Tesoro del Reino Unido tras de é1,
presentar un análisis que fallaba en el ajuste más estándar?
Estos ejemplos de extraña negligencia aritmética, escogidos entre docenas de casos similares y
efectuados per personas que con seguridad disponían de la inteligencia y los recursos necesarios para
hacerlo bien, reclaman una explicación. La mejor hipótesis de trabajo es que, en cada caso, el autor o el
conferenciante deseaban creer con tanta intensidad en la hipótesis de la competitividad que no se sintieron
incitados a cuestionarla; si se usaban datos era sólo para dar credibilidad a una creencia predeterminada, no
para ponerla a prueba. Pero ¿por qué razón hay personas empeñadas en definir los problemas económicos
como cuestiones de competencia internacional?

La sensación de competencia

La metáfora competitiva –la imagen de los países compitiendo en los mercados mundiales de la misma
forma en que lo hacen las empresas– deriva gran parte de su atractivo de su aparente comprensibilidad.
Díganle en forma enfática a un grupo de hombres de negocios que un país es como una empresa y les
proporcionará la sensación confortable de que entienden lo básico. Intenten explicarles conceptos
económicos como el de ventaja comparativa, y les pedirá que aprendan algo nuevo. No debería sorprender el
que muchos prefieran una doctrina que ofrece la ganancia de una aparente sofisticación sin tener que
tomarse el trabajo de pensar en serio. Si la retórica de la competitividad se ha extendido tanto es, sin
embargo, por tres razones más profundas.
En primer lugar, las imágenes competitivas son excitantes, y las sensaciones venden. El subtítulo del
gran bestseller de Thurow Head to Head es «The Coming Economic Battle among Japon, Europe, and
America» (La batalla económica venidera entre Japón, Europa y los Estados Unidos); la sobrecubierta
proclama que «la guerra decisiva del siglo ha comenzado... y Estados Unidos puede haber decidido ya
perderla». Supongamos que el subtítulo hubiese descrito la situación real: «La lucha venidera en la que cada
gran economía triunfará o fracasará basándose en sus propios esfuerzos, de forma bastante independiente de
como los demás lo hagan». ¿Hubiese vendido Thurow tantos libros?
Segundo, la idea de que las dificultades económicas de los Estados Unidos giran crucialmente en
torno a nuestros fallos en la competencia internacional hacen paradójicamente que estas dificultades
parezcan más fáciles de resolver. La productividad de un trabajador norteamericano medio esta determinada
por una compleja serie de factores, muchos de ellos inabordables mediante políticas gubernamentales
viables. Por lo tanto, si usted acepta la realidad de que nuestro problema «competitivo» es de hecho un
problema de pura y simple productividad interior, será difícil que sea optimista sobre algún giro dramático
en los acontecimientos. Pero si usted puede autoconvencerse de que el problema reside en realidad en los
fallos en la competencia internacional –que las importaciones sacan a los trabajadores de los sectores de
altos salarios, o de que la competencia subsidiada esta sacando a los Estados Unidos fuera de los sectores de
valor añadido elevado–, entonces las respuestas al malestar económico le parecerán estar relacionadas con
cuestiones sencillas como subvencionar a los sectores de alta tecnología y ser duro con Japón.
Finalmente, muchos de los líderes mundiales han encontrado la metáfora competitiva
extremadamente útil como estrategia política. La retórica de la competitividad resulta que ofrece una buena
forma de justificar alternativas duras o de evitarlas. El ejemplo de Delors en Copenhague muestra la utilidad
de la metáfora competitiva como una evasión. Delors tenía que decir algo en la cumbre comunitaria; y decir
algo que hubiese explicado las raíces reales del desempleo en Europa le habría supuesto grandes riesgos
políticos. Llevando la discusión a la competitividad, cuestión irrelevante pero en apariencia plausible, se dio
algún tiempo para conseguir una respuesta mejor (lo que hasta cierto punto ofreció en el libro blanco de

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diciembre sobre la economía europea; que, sin embargo, aun contiene el término «competitividad» en su
título).
Como contraste, la buena acogida de la presentación del programa económico inicial de Bill Clinton
en febrero de 1993 mostró la utilidad de la retórica competitiva como motivación para políticas duras.
Clinton proponía un conjunto de dolorosos recortes en el gasto e incrementos de los impuestos para reducir
el déficit federal. ¿Por qué? Las razones reales para reducir el déficit son desalentadoramente prosaicas: el
déficit reduce gradualmente los fondos que de otro modo habrían sido invertidos de forma productiva, y, por
lo tanto, ejerce una pequeña aunque continua reducción en el crecimiento económico de los Estados Unidos.
Pero en lugar de decir esto, Clinton hizo una conmovedora apelación patriótica a la nación para hacer a la
economía competitiva en los mercados mundiales; lo que implicaba que se derivarían consecuencias
económicas directas si los Estados Unidos no lo hacían.
Mucha de la gente que sabe que el término «competitividad» esconde un concepto sin sentido es
indulgente con la retórica competitiva porque cree que la puede controlar al servicio de políticas correctas.
El pasado pánico a la Unión Soviética fue usado en los años cincuenta para justificar la construcción del
sistema interestatal de autopistas y la expansión en la enseñanza de las matemáticas y la educación
científica. ¿No podría ser que el temor injustificado a la competencia internacional pudiese ser utilizado para
el bien, usándolo para justificar esfuerzos serios para reducir el déficit presupuestario, reconstruir las
infraestructuras y otras cosas?
Pocos años atrás esta era una esperanza razonable. En el momento actual, la obsesión por la
competitividad ha alcanzado un punto en el que ya ha comenzado a distorsionar peligrosamente las políticas
económicas.

Los peligros de una obsesión

Pensar y hablar en términos de competitividad presenta tres serios peligros. Primero, podría desembocar en
un gran derroche de gasto del gobierno supuestamente para aumentar la competitividad de los Estados
Unidos. Segundo, podría favorecer el proteccionismo y las barreras comerciales. Finalmente, y más
importante, podría promover políticas erróneas en todo un espectro de asuntos importantes.
Durante los años cincuenta, el miedo a la Unión Soviética indujo al gobierno de los Estados Unidos
a gastar dinero en cosas útiles, como autopistas y educación científica. El mismo miedo favoreció, sin
embargo, un gasto considerable en programas más dudosos, como la construcción de refugios antiatómicos.
El más obvio y no menos preocupante peligro de la obsesión creciente por la competitividad es que puede
inducir a errores similares en la asignación de recursos. Por ejemplo, las recientes directrices para la
financiación gubernamental de los proyectos de investigación subrayan la importancia de respaldar la
investigación que pueda mejorar la competitividad internacional de los Estados Unidos. Esto induce como
mínimo cierto sesgo hacia mejoras tecnológicas que puedan ayudar a las empresas manufactureras, que
compiten generalmente en los mercados internacionales, antes que a las productoras de servicios, que
normalmente no lo hacen. La mayor parte de nuestro empleo y el valor añadido está hoy en el sector
servicios, y es el atraso de la productividad en los servicios con respecto a las manufacturas el factor más
importante en el estancamiento de los niveles de vida en los Estados Unidos.
Un riesgo mucho más serio es que la obsesión por la competitividad conduzca a un conflicto
comercial, quizá a una guerra comercial a escala mundial. La mayoría de los que han predicado la doctrina
de la competitividad no han sido proteccionistas de la vieja escuela. Pretenden que su país gane en el juego
comercial global, no que lo abandone. Pero ¿qué pasará si su país, a pesar de sus mayores esfuerzos, parece
no estar ganando, o le falta confianza para poder hacerlo? El diagnóstico competitivo inevitablemente
sugiere que cerrar las fronteras es mejor que el riesgo de que los extranjeros se lleven los empleos bien
pagados y los sectores de valor elevado. Cuanto menos, el enfoque de la supuesta naturaleza competitiva de
las relaciones económicas internacionales allana el camino de aquellos que quieren la confrontación o bien
francas políticas proteccionistas.
Podemos ver ya este proceso en funcionamiento, tanto en los Estados Unidos como en Europa. En
los Estados Unidos fue notable la rapidez con la que los sofisticados argumentos intervencionistas
avanzados por Laura Tyson en su libro dieron pie a la declaración simplista del representante para el
Comercio Exterior de los Estados Unidos, Mickey Kantor, afirmando que el superávit del comercio bilateral
de Japón estaba costando a los Estados Unidos millones de puestos de trabajo. Y la retórica comercial del
presidente Clinton, en la que se subraya la supuesta creación de empleos de salarios altos antes que las

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ganancias de la especialización, dejando a su Administración en una posición delicada al tratar de replicar a
los enemigos del TLC en sus alegatos de que la competencia con el trabajo mexicano barato iba a destruir la
base manufacturera de los Estados Unidos.
Quizás el riesgo más serio de la obsesión por la competitividad está, sin embargo, en su sutil efecto
indirecto sobre la calidad del debate económico y las políticas económicas implantadas. Si los altos cargos
del gobierno están firmemente comprometidos con una doctrina económica determinada, su compromiso
determina inevitablemente el tono de las políticas a implantar en todas las cuestiones, incluso en aquellas
que parezca que no tienen nada que ver con tal doctrina. Y si la doctrina económica es lisa, completa y
demostrablemente equivocada, la insistencia de los analistas en tal doctrina inevitablemente desenfoca y
disminuye la calidad del debate político sobre un amplio rango de cuestiones, incluyendo aquellas que están
muy lejos de la política comercial per se.
Considere, por ejemplo, la cuestión de la reforma de la asistencia sanitaria, indudablemente la
iniciativa económica más importante de la Administración Clinton, casi con seguridad de un orden de
magnitud más importante para los niveles de vida de los Estados Unidos que cualquier cosa que pueda
hacerse en política comercial (a menos que los Estados Unidos provoquen el estallido de una guerra
comercial total). Como la asistencia sanitaria es un tema con pocas conexiones internacionales directas, se
podría esperar que estuviese al margen de cualquier distorsión por políticas resultantes de preocupaciones
equivocadas acerca de la competitividad.
Pero la Administración dejó el desarrollo del plan de asistencia sanitaria en manos de Ira Magaziner,
el mismo Magaziner que hizo mal sus deberes cuando defendía que el gobierno debía promover las
industrias de alto valor añadido. Los escritos y consultoría previos realizados por Magaziner en política
económica estaban centrados casi por completo en el tema de la competencia internacional, sus puntos de
vista sobre el mismo podrían resumirse en el título de su libro de 1990, The Silent War. Su nombramiento
fue reflejo de muchos factores, por supuesto, no siendo el menos importante su larga amistad personal con el
matrimonio Clinton. Así y todo, no fue irrelevante el que en una Administración comprometida con la
ideología de la competitividad, Magaziner, que ha recomendado insistentemente que las políticas
industriales nacionales se basen en los conceptos de estrategia corporativa que aprendió hace años en el
Boston Consulting Group, fuese visto como un experto en política económica.
Debemos también hacer notar el proceso inusual a través del que se ha desarrollado la reforma
sanitaria. A pesar del gran número de personas que trabajaron en el proyecto, fueron casi totalmente
excluidos reconocidos expertos en el campo de la asistencia sanitaria; de forma notable aunque no
exclusiva, lo fueron los economistas especializados en la asistencia sanitaria, incluyendo economistas con
impecables credenciales liberales como Henry Aaton de la Brookings Institution. Una vez más, esto puede
haber reflejado un cierto número de factores, aunque probablemente no es irrelevante el que alguien, como
Magaziner, fuertemente comprometido con la ideología de la competitividad esté trabado por haber
encontrado a los economistas profesionales notablemente desafectos en el pasado; y sin deseos de tratar con
é1 sobre ningún otro asunto.
Por hacer una cruel aunque no totalmente injustificada analogía, es tan probable que un gobierno
comprometido con la ideología de la competitividad lleve a cabo una política económica correcta como que
un gobierno comprometido con el creacionismo haga una buena política científica, aun en áreas que no
tengan nada que ver con la teoría de la evolución.

Asesores sin ropa

Si la obsesión por la competitividad es tan engañosa y dañina como proclama este artículo, ¿por qué no lo
dicen más voces? La respuesta está en una mezcla de miedo y esperanza.
En el lado de la esperanza, mucha gente sensata ha imaginado que se puede usar de forma apropiada
la retórica de la competitividad en interés de políticas económicas deseables. Supongamos que usted cree
que los Estados Unidos deben aumentar su tasa de ahorro y mejorar su sistema educativo para incrementar
su productividad. Aunque usted sepa que los beneficios de una mayor productividad no tienen nada que ver
con la competencia internacional, si piensa que eso aumentará su audiencia, ¿por qué no describir esto como
una política para aumentar la competitividad? Ser indulgente con prejuicios populares en interés de una
buena causa es algo tentador, y yo he caído alguna vez en esa tentación.
El miedo hace que un economista deba tener mucho coraje o ser muy temerario para decir
públicamente que la doctrina que muchos, quizá la mayoría, de los líderes mundiales de opinión ha abrazado

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es sencillamente equivocada. La ofensa es aún mayor cuando muchos de estos hombres y mujeres piensan
que, usando la retórica de la competitividad, están demostrando la sofisticación de su saber económico. En
otras palabras, este artículo puede influir en la gente, pero, no me ayudará a hacer muchos amigos.
Desgraciadamente, aquellos economistas que habían esperado apropiarse de la retórica de la
competitividad para abogar por las políticas económicas correctas han visto que, en su lugar, han puesto su
propia credibilidad al servicio de ideas erróneas. Y alguien debe dar la voz de alarma cuando el sastre
intelectual del emperador no es lo que él piensa que es.
Por lo tanto, empecemos a decir la verdad: competitividad es una palabra sin sentido cuando se
aplica a la economía nacional. Y la obsesión por la competitividad es tan engañosa como peligrosa.

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