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LA MUERTE
Y SU TRAJE
Prólogo de
JORGE LUIS BORGES
CALICANTO EDITORIAL
Que un hombre escriba en toda su vida un solo y breve libro, no es algo que pueda
llamar demasiado la atención: la mayoría no escribe ninguno. Que ese libro haya
alcanzado notoriedad entre los especialistas, tampoco parece insólito: Gutierre de Cetina
obtuvo su fama con sólo un madrigal. Pero que ese único volumen haya sido dedicado en
forma exclusiva al tema de la muerte es algo menos frecuente y puede provocar cierta
curiosidad. Este es el caso de Santiago Dabove, nacido en Morón, provincia de Buenos
Aires, en 1889 y muerto en esa misma localidad sesenta y dos años más tarde.
Entre sus muchas peculiaridades (la riqueza de su narrativa fantástica, por ejemplo) la
literatura argentina puede incluir la de haber producido una considerable cantidad de
escritores de primera línea mantenidos durante años en el desconocimiento o el olvido.
Algunas veces fue la intolerancia ideológica; otras, cierta tendencia al hipnotismo por las
modas literarias llegadas de Europa, lo que distrajo el interés por los creadores
nacionales, o bien el solo hecho de que un autor hubiese fijado su residencia lejos de
Buenos Aires, centro de toda promoción publicitaria.
Sin embargo, las causas del desconocimiento de Santiago Dabove no se ajustan a
ninguno de estos cánones. De obra muy poco nutrida, tampoco él realizaba grandes
esfuerzos para darla a conocer por escrito. Prefería —narran quienes frecuentaron su
trato— ejercer los goces de la conversación. Género literario (o semiliterario) que semeja
al modelado en hielo o a los castillos de arena trabajados durante horas con paciencia
artesanal y que comienzan a destruirse casi simultáneamente con su terminación.
El ya mitológico Macedonio Fernández, Santiago Dabove y su hermano Julio César,
formaron un grupo al que denominaron triquia1, que acostumbraba a reunirse (según
contó Hugo Loyácono en El Cronista Comercial del 29 de noviembre de 1975) en un
cuarto del fondo de la casa de los Dabove en Morón. Allí, a la temblorosa luz de una vela,
como si las sombras ayudaran a que los mecanismos de la mente se moviesen con más
facilidad por los vericuetos de la metafísica, los tres dilataban la charla durante largas
horas sobre determinada opinión de Schopenhauer, el idealismo de Berkeley, al que
Macedonio adhería con fervor, o el empirismo de David Hume.
Dabove hace pensar en esas conversaciones metafísicas cuando en su cuento El
espantapájaros y la melodía, escribe: “Hartos de mate, de discusión y de cigarrillos, nos
venía bien un intervalo de reposo y silencio, como le viene bien a un charlatán y fumador
entrar en una iglesia y refrescar su cabeza al sacarse el sombrero y hacer descansar su
garganta irritada de tanto humo y tanta charla. Nos sentamos alrededor de la mesita, Juan
y Rodolfo Valle, Román, Ricardo y Alejo. Este último se volvió a levantar para apagar la
luz eléctrica y encender una lamparita a la que graduó la mecha para que quedáramos en
la penumbra.”
La triquis1 se ampliaba los sábados en la antigua confitería La Perla de la esquina de
Jujuy y Rivadavia, en el barrio de Once. Alrededor de los mármoles circulares de las
mesas se reunían varios contertulios, entre los que se puede mencionar a Jorge Luis
Borges, Raúl Scalabrini Ortiz y Leopoldo Marechal. Borges, en el prólogo a la antología
de Macedonio, publicada por Ediciones Culturales Argentinas en 1961, evocó aquellos
memorables diálogos, los que también es posible descubrir, como reflejados por un
espejo deformante, en su cuento El Congreso, recopilado en El libro de arena, Buenos
Aires, 1975. Sólo que en ese texto se trata de la confitería del Gas y el empeño de los
encuentros en la ficción, aparentemente es más pretensioso: reunir un parlamento que
representara a los hombres de todo el mundo. Aunque acaso la ambición de buscar la
verdad por medio de la metafísica no le vaya en saga.
Alguna vez —narra Borges— surgió del grupo reunido en La Perla, la idea de escribir
en forma colectiva una novela fantástica, situada en Buenos Aires. “La obra se titulaba El
hombre que será presidente; los personajes de la fábula eran los amigos de Macedonio y
en la última página el lector recibiría la revelación de que el libro había sido escrito por
Macedonio Fernández, el protagonista, y por los hermanos Dabove y por Jorge Luis
Borges, que se mató a fines del noveno capítulo, y por Carlos Pérez Ruiz, que tuvo
aquella singular aventura con el arco iris, y así de lo demás. En la obra se entretejían dos
argumentos: uno, visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la
república; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos
y tal vez locos, para lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de
la gente mediante una serie gradual de Invenciones Incómodas. La primera (la que nos
sugirió la novela) es la de los azucareros automáticos, que, de hecho, impiden endulzar el
café. A ésta le siguen otras: la doble lapicera, con una pluma en cada punta, que
amenaza pinchar los ojos; las empinadas escaleras en las que no hay dos escalones de
igual altura; el tan recomendado peine navaja, que nos corta los dedos; los enseres
elaborados con dos nuevas materias antagónicas, de suerte que las cosas grandes sean
muy livianas y las muy chicas pesadísimas, para burlar nuestra expectativa; la
multiplicación de párrafos empastelados en las novelas policiales; la poesía enigmática y
la pintura dadaísta o cubista. En el primer capítulo, dedicado casi por entero a la
perplejidad y al temor de un joven provinciano ante la doctrina de que no hay yo, y él, por
consiguiente, no existe, figura un solo artefacto, el azucarero automático. En el segundo
figuran dos, pero de modo lateral y fugaz; nuestro propósito era presentarlos en
proporción creciente. Queríamos también que a medida que se enloquecieran los hechos,
1 Se mantiene aquí la diferencia de vocablos que figura en la obra impresa. En el DRAE solo figura triquis con dos
significados: 1 Trago de bebida alcohólica. 2 Cacharro, recipiente de uso culinario.
el estilo también se enloqueciera; para el primer capítulo elegimos el tono conversado de
Pío Baroja; el último hubiera correspondido a las páginas más barrocas de Quevedo. Al
final, el gobierno se viene abajo; Macedonio y Fernández Latour entran en la Casa
Rosada, pero ya nada significa en ese mundo anárquico.” La cita, pese a lo extensa, tiene
sentido para demostrar que no se trataba de un grupo signado por la solemnidad. Un
humor casi surrealista está presente a lo largo de toda la evocación borgeana y al mismo
tiempo pone de manifiesto el tono que debía presidir aquellas reuniones de los viernes.
Sin embargo, y aún cuando varias líneas de Dabove lo muestran dueño de un singular
humorismo, caracterizado por una ironía muy porteña, a través de las páginas de La
muerte y su traje resulta evidente la preocupación casi obsesiva por la muerte que
padecía su autor. Recordó Loyácono, en el artículo ya mencionado, que para Dabove, la
idea del fin de la vida llenaba casi la totalidad de sus pensamientos, y Jorge Calvetti no
fue menos contundente: “Era un proceso de la muerte. Ella le dominó como un demonio.
Algunas tardes salía de su habitación como si hubiese estado contemplando sus cenizas.”
El tema de la muerte
Salvo tal vez el de la soledad, o el amor, pocos temas han preocupado en mayor
medida al hombre que el de la muerte. De ahí que las religiones hayan creado el mito de
un tránsito hacia un mundo mucho más placentero para quienes han sido justos y
bondadosos en la tierra. El Atharva-Veda hindú, supone por ejemplo un paraíso rico en
alimentos interminables, especial para hambrientos y golosos; el cristianismo afirma que
en el cielo las almas que han sido admitidas se ven libres de todo dolor y gozan en la
contemplación de Dios, mientras El Corán promete un edén sensual donde un hombre
podrá tener varias mujeres, será capaz de contemplarlas a todas, en tanto que cada una
de ellas supondrá que es la única elegida. Pero ningún argumento ha disipado la angustia
que provoca la inseguridad de una nueva vida o el simple desasosiego ante lo
desconocido. El temor a la muerte ha sido una constante a lo largo de la historia, y por
lógica ese sentimiento se reflejó en la literatura que no es más que su espejo.
El tratamiento que Santiago Dabove otorga al tema hace pensar de inmediato en una
línea del monólogo de Hamlet: “¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar!”, porque los
ropajes con que trata de vestir sus distintas imágenes de la muerte, semejan sueños,
pesadillas en las que se reitera siempre un solo personaje macabro. De ahí que no suene
ociosa la aclaración que desliza en el cuento que da título al libro: “Se que aquello
sucedió y se que no es un sueño, pero también los sueños ‘suceden’ y el alma anda entre
sueños.”
Los relatos de Dabove parecen lúgubres aproximaciones en busca del conocimiento de
cómo ocurrirá su muerte y así traza diversas imágenes, distintas posibilidades de cómo
llegará el fin. En Tratamiento mágico infiere que contrariamente al “vivir su propia muerte”
que pedía Rilke, “el moribundo que se pierde entre ensueños o que se desdobla y finge
su muerte como si fuera la del otro, con cualquier medio que emplee, realiza una fantasía
trascendente que parece bañarse de inmortalidad como si fuera posible para el sujeto la
consideración de su propia muerte, o si se quiere, que ésta es usadera y no afecta su
ser.” No es preciso efectuar un excesivo esfuerzo intelectual para suponer que las muchas
muertes literarias fraguadas por Dabove, son también una manera casi mágica de alejar
el fantasma de su muerte real.
En otra parte (El espantapájaros y la melodía) explica esa necesidad de
distanciamiento: “No sé si habrán observado —escribe— que la proximidad tiene bastante
parte en la impresión que nos causa la agonía y la muerte... Podemos pensar en todo
momento en la muerte, pero nos disgusta que sus muecas, su olor, su indumento, se nos
hagan íntimos. No es cobardía, no es temor, no es egoísmo que tiemble, esto sería
demasiado trivial. No se qué será, pero si se me permite, aún a riesgo de provocar las
risas más francas, diré que por mí pasa, en circunstancias semejantes, entre otros
sentimientos oscuros, uno de vergüenza.” No es extraño que en ese sentimiento haya
influido aquella impresión acuñada por Borges de que los difuntos tienen un cierto “aire de
cachivache” según escribió en una de las narraciones que integran su Historia Universal
de la Infamia.
Como contrapartida de ese sentimiento de pudor frente a la propia muerte, en La
cuenta menciona a un presunto suicida que atrajo público al acto de su muerte porque —
según confesó— “no me atrevo a matarme en soledad, y la presencia de ustedes puede
ayudarme a morir.”
Lector fervoroso de Edgar Allan Poe, Franz Kafka, Guy de Maupassant, Santiago
Dabove no demuestra ningún temor en dejar al descubierto sus innegables influencias.
Ser polvo, por ejemplo, es otra versión de La metamorfosis de Kafka, sólo que en lugar de
convertirse en un insecto repugnante como le ocurrió a Gregorio Samsa, el protagonista
del cuento del argentino se hunde en la tierra tras caer de un caballo frente a un viejo
cementerio y lentamente comienza a transformarse en una tuna. También aquí el
problema de la soledad tiene sus diferencias con el modelo: en tanto la creación de Kafka
sufre ante su evolución por la repugnancia que provoca a sus familiares a quienes su
cambio ha dejado en la indigencia, trata de ocultarse a las miradas y desea la muerte, el
personaje de Dabove, que sostiene “no hay esperanza para el corazón del hombre”, al ser
despedido por el caballo, no aguarda la ayuda de otro ser humano, porque intuye que
llegará tarde. Y cuando un viajero trata de ayudarlo en su difícil situación, lo escupe. La
total soledad es el signo de esta metamorfosis.
El experimento de Varinsky, donde un joven médico trata de volver a la vida a un
suicida asesino, recuerda en algunos tramos al caso del señor Valdemar, de Poe. Este
último ha sido mantenido en un estado cercano a la vida a lo largo de algunos meses por
medio del mesmerismo, y cuando se le habla, responde mediante una voz que parece
provenir de ultratumba. Finalmente, al preguntársele sobre sus sensaciones o deseos,
con ese mismo timbre macabro, Valdemar grita en un ronquido estremecedor: ¡Por el
amor de Dios! ¡Pronto, pronto! ¡Duérmame o despiérteme! ¡Pronto! ¡Le digo que estoy
muriendo!
El paciente de Varinsky también hace llegar su voz desde el más allá. Con un tono
apenas audible, transmite las nuevas sensaciones que le provoca su inminente retorno a
la vida: “¡Es una vida loca de sueños lo que se ha desatado! Creo andar entre una ciudad
de sombras, rota y dispersa como un astillero confuso. Tiene de lo que feneció y de lo que
está naciendo de la muerte.”
A pesar de abordar un solo tema, Dabove consigue brindar diversas versiones en las
que lo sobrenatural aparece inserto —de acuerdo a las reglas de la literatura fantástica—
dentro de un mundo cotidiano, hasta sencillo. Así en Finis se encuentra con un manuscrito
que detalla el fin del mundo cuando debe concurrir al cementerio a reducir un cadáver de
un pariente, o choca con un espectro desnarigado en un viaje en tranvía que
morosamente lo lleva hasta la Recoleta o se acerca a una orgía delirante en un exótico
prostíbulo realizada durante un carnaval en Bolivia por medio de los recuerdos de un
hombre que evoca la pesadilla con naturalidad, como si se tratara de una historia común
(La muerte y las máscaras).
De la misma manera en Tratamiento mágico, el curandero recurre al peyote, cosa que
no suena demasiado insólita, si se tiene en cuenta que el personaje comienza a tener
extrañas visiones que le permitirán aliviar su dolencia y hasta se explica el fraude de un
espiritista que actúa movido sólo por un sentimiento piadoso, de cálida solidaridad.
(”Cuando lo dejé, me decía a mí mismo, que al fin era bueno quien sofisticaba, pero
regalaba ilusiones.” (El espantapájaros y la melodía).
Pero de todo el libro se desprende un similar y extraño clima que alcanza su cúspide
en el brevísimo relato con que concluye el volumen: Tren, acaso una de las más perfectas
narraciones fantástica escritas en esta parte del mundo, líneas que de por sí justificarían a
cualquier escritor y que, tal como escribe Borges refiriéndose a Ser polvo, las
generaciones venideras no se resignarán a dejar morir en el olvido. Dabove demuestra en
esas exiguas dos carillas que toda la vida de un hombre puede sintetizarse en un texto
diminuto y poético.
La muerte y su traje excede en mucho la mera curiosidad para eruditos: se trata de un
libro sobrecogedor donde lo sobrenatural y fantástico se presenta a cada paso para
ayudar al lector a lamentar que el talento de su autor se haya diluido en diálogos
metafísicos, porque los pocos textos que se tomó el trabajo de escribir descubren a un
narrador de cualidades poco comunes.
Horacio Salas
PRÓLOGO
Un hombre soñado por Shakespeare dijo que estamos hechos de la substancia con
que se hacen los sueños; para los más, este dictamen es una interjección del desaliento o
una metáfora; para los metafísicos y místicos, es la directa enunciación de una verdad
precisa. (No sabemos cuál de las dos interpretaciones fue la de Shakespeare; acaso le
bastó la mera música de sus palabras). Macedonio Fernández, que no propuso ideas
nuevas —posiblemente no las hay— pero que redescubrió y repensó las ideas
fundamentales, razonaba con admirable gracia y pasión esa índole onírica de las cosas y
fue por él que conocí, hacia 1922, a Santiago Dabove. Pocas horas le bastaron a
Macedonio para convertirnos al idealismo. La memoria de Berkeley y el anhelo de
hipótesis mágicas o asombrosas fueron mi estímulo; en cuanto a Santiago Dabove,
sospecho que lo guiaba la convicción de que la vida es tan poca cosa que no puede ser
más que un sueño. Nihilismo y amargura lo condujeron a la tesis onírica. Para este sueño
o realidad que lleva la cifra de 1960, Santiago ha muerto y vive en las realidades o sueños
que propone este libro.
Todos los sábados, durante un tiempo que acabó midiéndose por años, nos
congregaba en una confitería de la calle Jujuy la tertulia, hoy casi legendaria, de
Macedonio. A veces conversábamos hasta el alba; los temas habituales eran la filosofía y
la estética. La pasión política no había devorado aún a las otras; acaso nos creíamos
anarquistas individualistas, pero Kropotkin o Spencer nos importaban menos que los usos
de la metáfora o la inexistencia del yo. De una manera casi imperceptible, Macedonio
dirigía nuestro diálogo; quienes entonces lo escuchamos no podemos maravillarnos de
que los hombres que perdurablemente han influido en la humanidad —Pitágoras, el
Buddha, Jesús— prefirieran la palabra oral a la palabra escrita...Es típico de tales
abstractos y apasionados cenáculos que lo general borre lo personal; muy poco sé de la
cronología y de las vicisitudes de Santiago, salvo que estaba empleado en el Hipódromo y
que vivía en Morón, pueblo de sus padres y abuelos. Creo, sin embargo, haberlo
conocido íntegramente, en la medida en que una persona puede ser conocida por otra;
me parece que podría presentarlo en un cuento y hacerlo obrar sin falsedad. Era, como
Pitágoras quería, un espectador. Sobrellevaba sin fatiga los lentos días de semana en el
pueblo; el cigarrillo, el violín y el mate eran formas de su ocio. Su casa era una de esa
casas antiguas que se ahondan en patios y en cuyo fondo hay una claridad, que es la
huerta. Una gran parra suavizaba las diversas luces del día y por esos patios y por esas
altas habitaciones iría Santiago, adivinando y precisando sus sueños.
Una vez nos dijo, sonriendo, que disponía de todos los materiales para la redacción de
una gran novela, porque siempre había vivido en Morón; Mark Twain pensaba lo mismo
del Mississippi, cuyas anchas y oscuras aguas había surcado tantos años como piloto, y
quizá todas las variedades humanas estén representadas en cualquier lugar del planeta y
quizá en cada hombre. En cuanto a la idea o prejuicio naturalista, de que los escritores
deben viajar en busca de temas, Dabove lo juzgaba menos afín a la literatura que al
periodismo. Recuerdo haber discutido con él pasajes de De Quincey o de Schopenhauer,
pero sospecho que leía lo que el azar le ponía en las manos. Fuera de algunas viejas
admiraciones —el Quijote y Edgar Allan Poe, ciertamente, y acaso Maupassant— no tenía
mayores esperanzas en la palabra escrita. Había hecho lo humanamente posible para
admirar a Goethe, pero le sucedió lo que a otros. La música era para él no sólo un goce
emocional sino intelectual. La ejecutaba con destreza, pero prefería oírla y analizarla.
Recuerdo algunas de sus observaciones. En el cenáculo de Macedonio se discutía si el
tango es alegre o triste. Cada cual rechazaba como excepciones las piezas que otro
alegaba como típicas y ni siquiera nos poníamos de acuerdo sobre el valor emocional de
Don Juan o de Siete palabras. Santiago, que nos escuchaba en silencio, observó al fin
que la discusión era vana, puesto que cualquier melodía, aún la pobrísima del tango, es
harto más compleja, rica y precisa que los adjetivos triste o alegre. El tango no le
interesaba, pero sí la crónica épica de las orillas, las historias de guapos. Las refería sin el
menor acento admirativo o sentimental. No olvidaré una anécdota suya: la inauguración
de una casa mala en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Los “niños bien”, que
conocían la capital, tuvieron que explicar el insólito establecimiento a los grandes
malevos, que sólo habían gustado hasta entonces los amores del zaguán o de la
intemperie. A Maupassant le hubiera complacido esta situación.
Más que lo irreal Santiago sentía lo vano de las cosas. Ambos sentimientos conviven
en el cuento fantástico, al que también lo condujeron el ejemplo, ya mencionado, de Poe y
el de Lugones de Las fuerzas extrañas. Todas las piezas que componen este volumen
póstumo pertenecen a un género que podríamos definir como de imaginación razonada,
pero los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con
certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de realismo.
El roce de los años desgasta las obras de los hombres, pero perdona paradójicamente
algunas cuyo tema es la dispersión y la fugacidad. Ciertamente las venideras
generaciones no se resignarán a dejar morir el singular y dolorido cuento Ser polvo.
¡Inexorable severidad de las circunstancias! Los médicos que me atendían tuvieron que
darme, a mis pedidos insistentes, a mis ruegos desesperados, varias inyecciones de
morfina y otras substancias para poner como un guante suave a la garra con que
habitualmente me torturaba la implacable enfermedad: una atroz neuralgia del trigémino.
Yo, por mi parte, tomaba más venenos que Mitrídates. El caso era poner una sordina a
esa especie de pila voltaica o bobina que atormentaba mi trigémino con su corriente de
viva pulsación dolorosa. Pero nunca se diga: “he agotado el padecimiento, este dolor no
puede ser superado” pues siempre habrá más sufrimiento, más dolor, más lágrimas que
tragar. Yo no sé ver en las quejas y expresión de amargura presentes otra cosa que una
de las variaciones sobre este texto único y terriblemente invariable: “¡no hay esperanza
para el corazón del hombre!”. Me despedí de los médicos y llevaba la jeringa para las
inyecciones hipodérmicas, las píldoras de opio y todo el arsenal de mi farmacopea
habitual.
Monté a caballo, como solía hacerlo, para atravesar esos veinte kilómetros que
separaban los pueblos que siempre solía recorrer.
Frente mismo a ese cementerio abandonado y polvoriento que me sugería la idea de
una muerte doble, la que había albergado y la de él mismo, que se caía y se transformaba
en ruinas, ladrillo por ladrillo, terrón por terrón, me ocurrió la desgracia. Frente mismo a
esa ruina me tocó la fatalidad, lo mismo que a Jacob el ángel que en las tinieblas le tocó
el muslo y lo derrengó, no pudiendo vencerlo. La hemiplejía, la parálisis que hacía tiempo
me amenazaba, me volteó del caballo. Luego que caí, éste se puso a pastar un tiempo y
al poco rato se alejó. Quedaba yo abandonado en esa ruta solitaria donde no pasaba un
ser humano en muchos días, a veces. Sin maldecir mi destino, porque se había gastado
la maldición en mi boca y nada representaba ya. Porque esa maldición habría sido en mí
como las gracias que da a la vida un ser constantemente agradecido por la prodigalidad
con que lo mima una existencia abundante en dones.
Como el suelo en que caí, a un lado del camino, era firme, y podía permanecer mucho
tiempo allí y poco me podía mover, me dediqué a cavar pacientemente, con mi
cortaplumas, la tierra alrededor de mi cuerpo. La tarea resultó más bien fácil, porque el
suelo era esponjoso. Poco a poco me fui enterrando en una especie de fosa que resultó
un lecho algo más tolerable que la superficie dura. Me dediqué a tragar con entusiasmo y
regularidad ejemplares, píldora tras píldora de opio, y eso debe de haber determinado el
“sueño” que precedió a “mi muerte”.
Era un extraño sueño-vela y una muerte-vida. El cuerpo tenía una pesadez mayor que
la del plomo, a ratos, porque en otros no lo sentía en absoluto, exceptuando la cabeza
que conservaba su sensibilidad.
Muchos días, me parece, pasé en esa situación y las píldoras negras seguían entrando
en mi boca, y parecían descender por declive y asentarse abajo, para transformarlo todo
en negrura y en tierra.
La cabeza sentía y sabía que pertenecía a un cuerpo terroso, habitado por lombrices y
escarabajos y lleno de galerías frecuentadas por hormigas. Pero experimentaba cierto
calor y cierto gusto en ser de barro y de ahuecarse cada vez más. Así era y, cosa
extraordinaria, había quedado mi cabeza indemne y nutrida por el barro como una planta.
Al principio se defendía a dentelladas de los pájaros de presa que querían comerle los
ojos y la carne de la cara. Por el hormigueo que siento adentro, creo que debo tener un
nido de hormigas cerca del corazón. Me alegra, pero me impele a andar y no se puede
ser barro y andar. Todo tiene que venir a mí; no saldré al encuentro de ningún amanecer
ni atardecer, de ninguna sensación.
Cosa curiosa: el cuerpo está atacado por las fuerzas roedoras de la vida y es un
amasijo donde ningún anatomista distinguiría más que barro, galerías y trabajos prolijos
de insectos que instalan su casa; y, sin embargo, el cerebro conserva su inteligencia.
Me daba cuenta de que mi cabeza recibía el alimento poderoso de la tierra, pero en
una forma directa, idéntica a la de los vegetales. La savia subía y bajaba lenta, en vez de
la sangre que maneja nerviosamente el corazón. Pero ahora, ¿qué pasa?, las cosas
cambian. Mi cabeza estaba casi contenta de llegar a ser como un bulbo, una papa, un
tubérculo, y ahora está llena de temor. Teme que alguno de esos paleontólogos que se
pasan la vida husmeando la muerte, la descubra. O que esos historiadores políticos que
son los otros empresarios de pompas fúnebres que acuden después de la inhumación,
echen de ver la vegetación de mi cabeza. Pero, por suerte, no me vieron.
¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanzas de andar, de amar.
Si me quiero mover me encuentro como pegado, como solidarizado con la tierra. Me
estoy difundiendo, voy a ser pronto un difunto ¡Qué extraña planta es mi cabeza! Difícil
será que dure su singularidad incógnita. Todo lo descubren los hombres, hasta una
moneda de dos centavos embarrada.
Maquinalmente se inclinaba mi cabeza hacia el reloj de bolsillo que había puesto a mi
lado cuando caí. La tapa que cerraba la máquina estaba abierta y una hilera de hormigas
pequeñas entraba y salía. Hubiera querido limpiarlo y guardarlo, pero ¿en qué harapo de
mi traje, si todo mi cuerpo era casi tierra?
Sentía que mi transición a vegetal no progresaba mucho porque un gran deseo de
fumar me torturaba. Ideas absurdas me cruzaban la mente ¡Deseaba ser planta de tabaco
para no tener la necesidad de fumar!
El imperioso deseo de moverme iba cediendo al de estar firme y nutrido por una tierra
rica y protectora.
...Por momentos me entretengo y miro con interés pasar las nubes ¿Cuántas formas
piensan adoptar antes de no ser ya más, nunca más, máscaras de vapor de agua? ¿La
agotarán todas? Las nubes divierten al que no puede hacer otra cosa que mirar el cielo;
pero, cuando repiten hasta el cansancio su intento de semejar formas animales, sin mayor
éxito, me siento tan decepcionado que podría mirar impávido una reja de arado venir en
derechura a mi cabeza.
...Voy a ser vegetal y no lo siento, porque los vegetales han descubierto ese privilegio
de su vida estática y egoísta. Su modo de cumplimiento y realización amorosos por medio
de telegramas de polen no puede satisfacernos como nuestro amor carnal y apretado. Es
cuestión de probar y veremos cómo son sus voluptuosidades.
...Pero no es fácil conformarse y borraríamos con una goma lo que está escrito en el
libro del destino si ya no nos estuviera acaeciendo.
De qué manera odio ahora eso del “árbol genealógico” de las familias; me recuerda
demasiado mi trágica condición de regresión a un vegetal. No hago cuestión de dignidad
ni de prerrogativas; la condición de vegetal es tan honrosa como la del animal; pero, para
ser lógicos, ¿por qué no representar las ascendencias humanas con la cornamenta de un
ciervo? Estaría más de acuerdo con la realidad y la animalidad de la cuestión.
...Solo en aquel desierto, pasaban los días lentamente sobre mi pena y aburrimiento.
Calculaba el tiempo que llevaba de entierro por el largo de mi barba. La notaba algo
hinchada y su naturaleza córnea, igual a la de la uña y epidermis, se esponjaba como en
algunas fibras vegetales. Me consolaba pensando que hay árboles expresivos tanto como
un animal o un ser humano. Yo me acuerdo haber visto un álamo, cuerda tendida del cielo
a la tierra. Era un árbol con hojas y ramas cortas y muy alto, más que un palo de navío
adornado. El viento sacaba del follaje una expresión cambiante, un rumor, casi sin sonido,
como un arco de violín que hace vibrar las cuerdas con velocidad e intensidad graduadas.
...Oí los pasos de un hombre, planta de caminador quizá, que por no tener con qué
pagar el pasaje en distancias largas, se ha puesto algo así como un émbolo en las
piernas y una presión de vapor de agua en el pecho. Se detuvo como si hubiera frenado
de golpe frente a mi cara barbuda. Se asustó primero y empezó a huir, luego, venciéndolo
la curiosidad volvió y, pensando quizá en un crimen, empezó a tratar de desenterrarme
escarbando con una navaja. Yo no sabía cómo hacer para hablarle, porque mi voz ya era
un semisilencio por la casi carencia de pulmones. Como en secreto le decía:
—Déjeme, déjeme, si me saca de la tierra, como hombre ya no tengo nada de efectivo,
y me mata como vegetal. Si quiere cuidar la vida y no ser meramente policía, no me mate
este modo de existir que también tiene algo de grato, inocente y deseable.
El hombre pretendió seguir escarbando, entonces le escupí en la cara. Se ofendió y me
golpeó con el revés de la mano. Me pareció entonces que una oleada de sangre subía a
mi cabeza, y mis ojos coléricos desafiaban como los de un esgrimista enterrado, junto con
espada, pedana y punta hábil que busca herir.
La expresión de buena persona desolada y servicial que puso el hombre, me advirtió
que no era de esa raza caballeresca y duelista. Pero en todo esto había algo que llegó a
estremecerme, algo referente a mí mismo.
Como es común en el momento de encolerizarnos, me subió el rubor a la cara. Habréis
observado que sin espejo no podemos ver de ésta última más que un costado de la nariz
y una muy pequeña parte de la mejilla y labio correspondiente, todo esto muy borroso y
cerrando un ojo. Yo que había cerrado el izquierdo como para un duelo a pistola, pude ver
en los planos confusos por demasiada proximidad, del lado derecho, en esa mejilla que
en otro tiempo había fatigado tanto dolor, pude entrever, digo, la ascensión de un “rubor
verde”. ¿Será la savia, y la clorofila de las células periféricas lo que prestaría un ilusorio
aspecto verdoso? No sé, pero me parece que cada día soy menos hombre.
...Frente a ese antiguo cementerio me iba transformando en una tuna solitaria en la que
probarían sus cortaplumas los muchachos ociosos. Yo, con esas manazas enguantadas y
carnosas que tiene las tunas, les palmearía las espaldas sudorosas y les tomaría con
fruición “su olor humano”. ¿Su olor?, para entonces, ¿con qué?, si ya se me va
aminorando la agudeza de todos los sentidos.
Así como el ruido tan variado y agudo de los goznes de las puertas nunca va a llegar a
ser música, pensaba todavía mi tumultuosidad de animal que nunca se acomodaría a la
vida callada y serena de los vegetales y tan encauzada en reposo...
Por mucho que se valore la actividad y el cambio, la libertad y traslación humanas, en
la mayoría de los casos el hombre se mueve, anda, va y viene en un calabozo filiforme,
prolongado. El que tiene por horizonte las cuatro paredes bien sabidas y palpadas, no
difiere mucho del que recorre las mismas rutas a diario, para cumplir ocupaciones siempre
iguales, en circunstancias no muy diferentes. Todo este fatigarse no vale lo que el beso
mutuo y ni siquiera pactado, entre el vegetal y el Sol.
...Pero todo esto no es más que sofisma. Cada vez muero más como hombre y esa
muerte me cubre de espinas y capas clorofiladas. Y ahora, frente al cementerio
polvoriento, frente a la ruina anónima, la tuna “a que pertenezco”, se disgrega cortado su
tronco por un hachazo. ¡Venga el polvo igualitario! ¿Neutro? No sé, pero tendría que tener
ganas el fermento que se ponga de nuevo a laborar con materia o cosa como “la mía”, tan
trabajada de decepciones y derrumbamientos.
FINIS
¿Qué?
Ya nos amamos.
No, no nos amamos. El amor debe ser así dije, entreverando y apretando los
dedos con toda mi fuerza. No es amor el que no deja una huella en nuestros cuerpos.
Déjate de dilaciones ¡amémonos que mañana moriremos!.
Esto que en tiempo de Catulo o de Horacio olía a retórica, tenía ahora un significado
serio y perentorio. Me pareció ver que los ojos de Amanda creían más en el amor como
“hecho eterno” que en cualquier meteorología o cosmogonía. Amanda, que no era
argentina, me acarició el cabello y dijo con franqueza y lealtad.
Cierto, pobrecito, pobres de nosotros... Bueno... cuando la luna esté llena...
Ya se sabía y yo también, que la luna tenía las mismas perturbaciones que la tierra.
¿Amanda contaba, por olvido, con el período antiguo del astro de las mujeres? La luna
estaba en el principio del crecimiento. Y he aquí que cumplió su evolución, hasta
transformarse en luna llena, en unos pocos minutos. Igual que una magnolia o una “dama
de noche” que se abre... Miré a Amanda.
Vamos, me dijo acariciándome el cabello.
Mientras iba con ella, un brazo en su cintura, pensaba: “La humanidad, ¿podría
perecer? ¿Hay réplicas de ella en todo el Universo? No sé, pero lo positivo parece ser que
la nuestra, la terrena, por ahora y quizás para siempre, se eclipsa, extingue”. Consideré si,
disponiendo de calor y del sustento necesarios, no la crearía yo de nuevo sirviéndome del
amor de Amanda, forzándola a ser prolífica, por puro goce de diletante, de billarista
desdeñoso e indiferente, que arroja con su taco al campo de las violencias, algo sensible
que va a ser muy golpeado, chocado, hasta que pierda su carne tierna y, después, al final
triste, se haga el recuento de los choques carambolas, ruidos de huesos mientras
sonríen los ángeles crueles. ¡Ah no lo querría Dieu m’en preserve!... Pero... entramos.
A pesar de las condiciones irregulares de la vida, y de la meteorología alterada, había
cierto optimismo. Se confiaba quizá en que todo pasaría. Los comerciantes e industriales
eran los que más “sentían” y proclamaban esa confianza llamando derrotistas a los
asustados. El fin era seguir vendiendo sus productos. Yo fui llamado por la compañía
“Alas para el Hombre” para que saliera en gira de propaganda, provisto de mi aparato que
me hacía subir con arranque tan graduado y caer tan blandamente.
Después de un corto e infructuoso “raid” de ofrecimiento comercial, en un radio de unos
cien kilómetros, volví a los lugares donde debía estar Amanda, y no la encontré. A la
bajada de uno de esos vuelos que daba con mi pequeño aparato que llevaba a la
espalda, como una mochila, me encontré frente a uno de los falansterios que no hacía
mucho se había terminado de construir. Era un socavón como una mina, pero mucho más
amplio en su interior, de más contenido. Adentro había hornos muy grandes, prodigiosos y
fantásticos aparatos de calefacción. El calor se iba a utilizar doblemente: para el simple
pero esencial hecho de calentarse y, a la vez, para energía mecánica, movimiento de
telares y otras industrias indispensables, no de lujo. La puerta de entrada, boca más bien,
estaba hundida, después de una corta escalera de escalones groseros y que parecían de
tierra endurecida. Con el objeto de que no se colara el aire frío exterior, no se abría más
que en los momentos en que alguien entraba o salía. Entonces, parecía por su forma
singular una boca de cetáceo o más bien de gran pescado moribundo que bostezara. Un
poco más adentro estaban aparejado unos tamizadores y calentadores de aire, muy
complicados. Cada bostezo parecía tragar un hombre o varios, con cierta pereza mortal, y
por el fulgor rojo que dejaba entrever, se adivinaba que las entrañas de ese cetáceo eran
de fuego. Todo adentro era una especie de hervidero, y tenía algo de fragua y de alto
horno donde se trabajan metales. Pero había por todos lados profusión de lugares de
descanso, camas, mesas y otros muebles. Los grandes aparatos de calefacción enviaban
tubos de todos los calibres, a todos lados. Hombres sudorosos y musculosos daban la
última mano a toda esta fábrica.
Consideré que en dispositivos como este, en refugios indecentes como este, terminaría
la porción de humanidad más apegada a la vida; y me estremecí de horror y de pena al
imaginarme las futuras escenas de crueldad, de hambre, de miseria, de prepotencia
brutal, de lujuria sangrienta y aún de antropofagia que se desarrollarían si el combustible
duraba más que las subsistencias. Los enormes depósitos internos de provisiones eran
guardados por hombres con ametralladoras.
Me alejé de un salto de ese lugar tétrico, pensando en tomar un trago de whisky de mi
frasco de bolsillo, para reponerme. Siempre me ha gustado tomar en tierra firme y no en
el aire. Fui a dar junto a una pared que iba paralela a un camino que conducía al
falansterio. Al rato, del otro lado oí unas voces ¡La voz de Amanda! Una de hombre en la
que reconocí a Gould, el poderoso primer accionista y dueño de las “Empresas de
Calefacción”, decía:
Sí, m’hijita, no se puede elegir. Si me amas tendrás segura la comida y un asiento
junto al fuego... Hasta tanto se vea dónde va a parar esto. Después reanudaremos una
vida espléndida.
“Reanudaremos” pensé yo, habla como si ya la hubiera comenzado. ¡Gordo cochino! Él
agregaba, continuando su sugestión:
Pero por ahora, mira el sol.
Hable.
Cerca de aquí, a una legua más o menos, vive un señor algo anciano de aspecto
imponente y dulce expresión. Muchos lo respetan y admiran: es algo así como mago o
curandero. Si Ud. quisiera, yo mismo podría llevarlo...
El criado se detuvo en seco al oír mi risa sarcástica... Pero se produjo en mí un cambio
brusco. Miré mi pecho, mi pobre humanidad que iba a ser pronto un despojo. ¿Qué
pierdo?
¿Dónde dice usted que vive?
Echa una pulgarada y no temas, es polvo mágico y de mérito “tiene un encanto que
cura”.
Miré al viejo con desconfianza; éste añadió: “Ponte en mis manos y serás salvo... No
he de hacer un misterio de esto y, si conoces botánica, te diré que este polvo se saca del
pequeño cactus llamado en México “Peyote”. Su nombre científico es : “Echinocactus
Williamsii”.
No lo conozco.
Bien, después de tomar unos mates te pones a mirar las láminas. Me sonreí
pensando en los ingenuos recaudos que adoptaba aquel Santo Varón para combatir un
mal como el mío, y dando por perdida mi gestión, me despedí. Me cargó con los
cuadernos de láminas que yo hubiera deseado tirar enseguida si no me cohibiera cierto
respeto hacia él. Ya al separarnos me dijo: “Cuidado con cumplir todo al pie de la letra; es
de la mayor importancia para ti”.
No quiso aceptar ninguna retribución.
Hice mi primera experiencia a instancias de mi criado. Él mismo colocó en la glorieta
que ocupaba el centro donde convergían varios senderos del jardín una mesa chica
con patas-tijera semejante a las que emplean los dibujantes. Puso encima el álbum con
las láminas y me cebó los mates recetados. Me puse a mirar con forzada intensidad de
interés una lámina que representaba tigres que se paseaban por un bosque convencional
con canteros bien cuidados y palmeras, parecido a mi jardín. Los ojos cansados
empezaron a ver las cosas dobles. Después las vieron simples pero con más relieve. Los
bordes de la lámina desaparecieron confundiéndose con el ambiente. Entonces vi a los
tigres moverse y pasearse por el jardín, como gatos que ensancharan sus proporciones al
gato supremo que es el tigre. Los veía del tamaño natural porque la lámina al perder los
bordes se había estirado a las proporciones del jardín... o bien... Tuve tal inquietud al
aproximarse una fiera que pretendí huir pero algo me tenía en la silla. Al ver mi agitación
mi criado cerró el álbum, me puso en el coche mal que bien y me llevó a la cama.
Dejamos pasar un día. Al siguiente experimenté una sensación igual aunque algo
menos violenta, con monos. Me estremecían sus risas diabólicas, su mostrar de dientes,
sus movimientos y gestos rápidos y desvergonzados.
Al otro día le tocó el turno a los reptiles. Un deslizamiento lento, continuo y anilloso
llenó mi casa. Vivos colores, esmaltes, combinaciones, desplazamientos sutiles, listas y
fajas que ondulaban en un entrar y salir continuos. Mi interés por observarlos era
extraordinario, igual al de un niño en tren de caza o descubrimiento.
Otro día más: las aves. Muchas horas las vi moverse, volar y volver a posarse. Nunca
había observado con un gusto tan completo los colores y matices del plumaje, la
elegancia de sus colas, la firme pureza de sus ojos que ni siquiera se encolerizan porque
de naturaleza son tranquilos, fijos y sin piedad, como los de los reptiles.
Yo estaba encantado, embelesado, casi fuera de mí. Nunca había visto la naturaleza
en su parte más intencionada, la vida animal tan de cerca, con tanta familiaridad. Eran tan
vivas las imágenes y tan real su movimiento que llegaron a fatigarme por exceso de
sensación. Pero no se crea que las consideraba imágenes en el sentido de meras
representaciones. Imágenes copias, me parecían tan sólo un momento, antes de
dormirme, cuando recordaba mi condición de mortal. (Recuerden que esta palabra tiene
para mí un significado perentorio).
Amelia me rogó que dejara esas cosas que me excitaban. Me abstuve unos días, que
no fueron un descanso sino al contrario, una recaída en mis temores y en la preocupación
por mi pecho pronto a romperse.
Volví con Esteban a lo del viejo mago. Le di las gracias por lo bien que me había
sentado su terapéutica, y, al final, le pregunté si no creía que ese entretenimiento algo
infantil de las láminas que por el momento me interesaban, no concluiría por aburrirme. El
viejo me miró con cierta extrañeza y reconvención como si yo, al querer avanzar en el
camino de las fantasías, me arriesgara a que se perdiera mi inocencia. Luego dijo:
“Continúa con esto y cuando te hastíes sin remedio, empieza con las figuras humanas”.
¿Por qué no empecé por estas figuras?, ¿aversión, misantropía? Puede ser; con
frecuencia nuestros móviles egoístas, adjetivados de grandeza no tienen nada grato; en
cambio los animales son egoístas y crueles, pero no pretenden hacer pasar una cosa por
otra; quieren y combaten nada más.
De manera que por varios días aún, seguí con el lujo de mis tigres que decoraban los
canteros y senderos estirando sus cuerpos, con los pájaros y reptiles y aún con extraños
animales del mar, pulpos y arañas de agua que me divertían y estremecían. Hasta que al
fin, una mañana en que este estado de infantilismo y de inocencia no pudo acompañarse
con eficacia, me decidí a poner figuras humanas no sin alguna desconfianza. Extraje de
un cartapacio una serie de láminas que representaban el proceso de forja de armas y
corazas para los guerreros antiguos, y la extendí como una baraja. La primera lámina
representaba una fundición de metales, otra la forja y el batido de las armas, otra más la
prueba de éstas; bolsas de plomo endurecido por aleaciones colgaban del techo y
oscilando, daban sobre las puntas para probar el temple. Había también muestras del
ajuste y pulido de las corazas y todo se animaba en mis sentidos como un cinematógrafo.
Las últimas láminas tenían una leyenda: “Prueba de las armas y las corazas”. Un
caballero descomunal golpeaba con pica y alabarda una coraza puesta en una especie de
caballete; el último golpe hendió el metal. El armero que miraba tuvo una expresión como
de orgullo herido, e hizo seña al caballero para que le esperase. Fue hasta el fondo del
taller y volvió con una nueva armadura. Pero en vez de colocarla en el caballete, se la
puso él mismo con algún trabajo, e hizo señas al caballero de que golpease en el pecho.
El guerrero rehusó con el gesto; pero el otro insistía con ademanes y gestos tan
expresivos, tan desafiantes, que se veía que estaba en pugna su amor propio. El
caballero empuñó entonces la pica y un hacha y empezó a golpear alternadamente en el
peto que ofrecía una saliente en forma de quilla. Con la mano derecha daba el hachazo, y
con la izquierda insistía con la pica en el mismo lugar.
Yo tomaba un interés extraordinario en este juego, y apostaba mentalmente por la
invulnerabilidad de la coraza. Pero el hacha hizo saltar una arista del metal, y sentí en el
pecho el álea de los jugadores...
“¡Resistirá!, pensé; ¡resistirá!... ¡Brava y bendita resistencia, tú eres el otro nombre de
la Vida!...”
Levantose el brazo hercúleo, cayó la pica, y hendiendo el metal se hundió en el pecho
del armero...
Cuando Amelia acudió a la glorieta pisando la sangre de su esposo, no vio terror en
esa cara y sí la tranquilidad y enajenamiento de sus ojos.
P.D.: Después de recoger estos apuntes de mi querido y desgraciado amigo, he
pensado más de una vez en lo que me parece una majadería de Rilke: su opinión tan
frecuente “de querer morir su propia muerte”.
La conciencia de ese instante, la resignación y el valor que recomendaban los estoicos,
la heroicidad del militar que se hizo operar sin anestésico frente al batallón, ya se sabe a
quien satisface.
Yo creo en cambio, que el moribundo que se pierde entre ensueños o que se desdobla
y finge su muerte como si fuera la del otro, con cualquier medio que emplee, realiza una
fantasía trascendente que parece bañarse de inmortalidad, como si fuera posible para el
sujeto la consideración de su propia muerte, o si se quiere, que ésta es usadera y no
afecta su ser.
EL ESPANTAPÁJAROS Y LA MELODÍA
Pasen a la otra pieza —dijo Alejo— allí está la mesita para experimentar.
Lentamente nos encaminamos. Hartos de mate, de discusión y de cigarrillos, nos venía
bien un intervalo de reposo y de silencio, como le viene bien a un charlatán y fumador
entrar en una iglesia y refrescar su cabeza al sacarse el sombrero y hacer descansar su
garganta irritada de tanto humo y de tanta charla.
Nos sentamos alrededor de la mesita, Juan y Rodolfo Valle, Román, Ricardo y Alejo.
Este último se volvió a levantar para apagar la luz eléctrica y encender una lámpara a la
que graduó la mecha para que quedáramos en la penumbra.
La mesita era de las que solían y aún suelen usarse para las experiencias espiritistas.
Más bien chica, con tres patas, ovalada, con unas tiras de papel pegadas en forma de
triángulo que estaba circunscripto por el óvalo de los bordes. Cada lado del triángulo
correspondía a un pie de la mesa y, en las cintas de papel, estaba escrito el alfabeto
distribuido en tres partes y numerado. De manera que los golpes que diera la mesita, para
seguir la grafía de ultratumba, indicaría la letra correspondiente para formular con lentitud
las respuestas.
Nos sonreímos por incurrir en estas puerilidades, extendimos las manos sobre la
mesita. Yo pensaba que esto era como una variante de los juegos de cartas… Pero
parecía aún más frívolo entretenimiento. Nos mirábamos y sonreíamos, pues hacíamos
todo esto, más que nada, por seguirle el tren a Alejo y un tanto a los hermanos Valle,
quienes, lo mismo que aquel, eran entusiastas de esas cosas.
Colocábamos las manos rozando sólo con la yema de los dedos la superficie de la
mesa, tanto para demostrar nuestra buena voluntad como “para facilitar el trabajo de los
espíritus”. Sostener el peso de los brazos en esa posición era un no despreciable trabajo
físico. Se colabora con un esfuerzo y luego con el mental de querer que las cosas se
produzcan. Nuestra voluntad para comunicarnos con los muertos se advertía en las cejas
juntas, indicio de concentración mental y, como garantía para inspirar confianza en el otro
mundo, ofrecíamos nuestro silencio y seriedad. Bien se vería que no estábamos en una
de esas reuniones espiritistas que son pretexto para flirts y disimulo de caricias.
Fuera de algunas ondulaciones o presiones causadas por nuestros brazos que se
apoyaban involuntariamente y quizá, también, por la autosugestión de los creyentes, no
conseguíamos el menor resultado. Román y yo, cansados de nuestra posición de remeros
forzados del espiritismo, volvimos a recuperar nuestros cómodos sillones donde nos
envolvimos en verdaderas humaredas de tabaco.
— ¡Qué lástima! —dijo Román.
— ¿Qué?
— Es de sentir que las leyes físicas que rigen ese mundo inmaterial de lo espíritus les
conceden el poder de producir efectos mecánicos y les veden utilizar la laringe y el
aparato de fonación que, hoy por hoy, y hasta ahora, ofrecen el modo más decente de
comunicación… Prefiero a esa “tiptología” los gritos variados del hombre de la caverna.
— Román, lea los libros sobre espiritismo. Lo convencerán de que nada es imposible.
— Los “experimentos” de los “convencidos” no me interesan, aunque procedan de
libros. Algo leí. Ningún análisis. Ningún examen serio y mucha moral. ¡Loable! ¡Estimable!
Pero… la Suprema Balanza ¿aceptará como peso válido los obsequios que ya venían
encintados de moral, que ya iban por eso y no son materia algo más delgada que la
película que rodea la semilla del maní? ¿Y ese rondar el útero de las mujeres para ver de
reencarnarse en el momento oportuno? ¿Y ese progreso que se consigue a costa de ir
sacrificando la sensualidad, yendo a saltos por mundos de decreciente veracidad,
ascendiendo en el escalafón, hasta jubilarse en planetas “celestiales y divinos” donde
habrá unos acordes, unos vuelos y unas luces, porque otra cosa no pueden “ingeniarse”
seres tan purificados?
Alejo y los muchachos Valle volvían; traían un mensaje consolador. Parecía que un
gran espíritu había consentido en comunicarse, con mucha confusión de letras y más
entreveradas que en un telegrama extranjero que va a ser “alargado” por los diarios.
Decía la comunicación: “Tened fe y perseverad. El mundo espiritual está interesado en
vosotros. Pronto recibiréis una sorpresa”.
— Ya ve —le dije a Román—, los que tuvieron éxito con los espíritus fueron los
creyentes.
Salimos de aquella casa que Alejo alquilaba en Buenos Aires en el barrio poético de
Belgrano.
Habíamos terminado nuestros exámenes. Román y yo medicina. Los primeros cursos
de la ciencia que aspira a curar el cuerpo. Los Valle, arquitectura, arte y ciencia que “tira”
más hacia el alojamiento del cuerpo. Más adelante, cuando nos graduáramos, nos
dedicaríamos a curar y descubrir enfermedades, viejas y nuevas, curables e incurables,
en los suntuosos establecimientos, hospitales y sanatorios que edificaran los hermanos
Valle…
En fin… de algo hay que reírse. La vida es demasiado seria, y a veces demasiado
horrible. La mayoría de los hombres jóvenes pobres padecen mucho con el despertar de
los deseos y apetitos y van encima de sus dos piernas como caballos, cruzando la ciudad
de un lado a otro, llenos de ansias formidables. ¡Lo que camina un estudiante! Necesita
andar porque así parece que acerca y va a atrapar las cosas que precisa. ¡Tiene tanta
penuria y aflicción! Le falta goce, le falta amor, le falta dinero y hasta tabaco. No tiene más
que el Futuro, la Nada, el Cuando me Reciba… Entre tanto lee y lee materias áridas,
hasta que le entra un deseo enorme de estirar las piernas. Entonces camina y mira, mira
mujeres que lo adivinan demasiado joven y necesitado.
Recorríamos ciertos días muchas partes y lugares donde la diversión y el placer
tendrían que haber sido grandiosos de ponerse como digno premio a nuestras caminatas.
¿Y los exámenes? ¿Qué me dice de esa exhibición de desnudeces mentales frente a
una “mesa” cínicamente sabihonda? ¿Cuando acabará este sistema bárbaro, cruel y
absurdo de comprobar el saber?… Hasta el más estudioso e inteligente se retira
avergonzado de esa violación…
Ese día, Román y yo, nos paseábamos lentamente y con desgano, pensando en lo
bien que nos vendría un poco de vida de animal libre o, cuando menos, ir a vestirnos de
aire y de agua en alguna playa... cuando de golpe nos topamos con Alejo.
¡Viejo muchacho bueno y generoso, Alejo! Le gusta abrazar, palmear las espaldas y
reírse con bondad y sin malevolencia. ¿Qué tal, qué tal? ¿Les fue bien? Sí, tenía que ser.
Bien. ¿Vamos a tomar algo?... Ya en el café, frente a las copas, hablamos.
Vénganse conmigo, muchachos, a pasar una temporada este verano en mi chacra
de Luján. Inviten también a Juan y Rodolfo Valle que son íntimos. Va a estar alegre toda la
muchachada. ¡Eh! Yo parto pasado mañana. Avísenme. Tengo piezas para alojarlos a
todos. Con confianza, avísenme si van a ir, así hablo para que preparen algo.
Yo recordé las mesas espiritistas y pensé: “bueno, por tanta bondad, bien se puede
alguna vez, de cuando en cuando, ser comensal en una mesa donde no haya vasos, ni
viandas, ni siquiera barajas, y sí puros y aburridos fantasmas”.
¡Cómo no, Alejo, cómo no!, dije, con mucho gusto. Nos vienes de perilla.
Román también asintió y le dio las gracias.
Bueno, quedamos en tomar juntos el tren pasado mañana, y avisen ustedes a los
Valle... Nuevas palmadas en la espalda, nuevos y férreos apretones de manos...
¿El espantapájaros? Sí, como no y dijo después: Me dijeron por teléfono que se
había enfermado hacía poco, de algún cuidado. ¡Pobre! No quise decir nada para que
fuera más agradable el arribo.
¡Oh! yo recordaba muy bien al “linyera Félix”. Lo había conocido en mi anterior
permanencia en “La Rosa”, que así se llamaba la chacra de Alejo, hacía algo más de dos
años. Era un tipo curioso. Su vida en esta casa era una consecuencia de la ilustre bondad
de Alejo. El “linyera” había sido su condiscípulo. Lo estimaba mucho y lo compadecía.
Nunca se arrepintió de la decisión que había tomado de tenerlo en su casa sin fijar límite
a la hospitalidad y sin exigirle retribución alguna. Si quería trabajar, trabajaba, y si no, no.
Recordé que antaño, el que recorría el campo, algunas veces, se encontraba en
chacras y estancias con un hombre enigmático en un rincón, y que no tenía una función
bien definida en la casa. Cuando se preguntaba por ese hombre, solían responder: “es la
visita”. Eran visitas que duraban a veces dos, tres, cinco años. Liberalidad de otros
tiempos, generosidad y nobleza cada vez más raras.
El “linyera Félix” era un hombre de una flacura inverosímil. Andaba vestido con ropas
muy viejas y de un modo estrafalario. Sacos enormes y rotos. Sombreros de paja con las
alas quebradas y llenos de hierbas secas. Aunque le dieran ropa en buen estado no se la
ponía. Parecía un hombre acabado y con trastornos mentales. Era, sin embargo,
inteligente y sensible. Su vida había sido muy trabajada, muy penosa. Había andado por
Europa, y después de volver en un barco de inmigrantes, no se sabe qué vicisitudes y qué
derrotas lo llevaron a una vida de vagabundo.
La primera vez que fui a “La Rosa” no me habían dicho ni una palabra del “linyera”. Nos
dirigíamos con Alejo a las habitaciones y antes de llegar a “las casas” reparé en un
pequeño espacio sembrado de verduras.
¿Dan resultado los espantapájaros? pregunté al divisar dos de ellos de espaldas,
como cadáveres desenterrados y secos que aún conservaran sus coyunturas, más
propios para asustar a los hombres que a los pájaros.
El espantapájaros, querrás decir, porque el otro es el “linyera Félix” y se rió.
Era extraordinario de ver a ese hombre flaquísimo, inmóvil, en un ademán con un brazo
flexionado y el otro brazo esquelético estirado lateralmente; el enorme saco con agujeros
por los que se veían pedazos de cielo y el sombrero quebrado y con briznas de paja.
Desde aquel día le quedó el mote “El Espantapájaros”.
Lo interrogamos. Hablaba confusamente de un amor que no se entendía. Parecía más
desgracia que gloria. Llevaba un disco de fonógrafo quebrado en dos fragmentos del que
nunca se desprendía. Aunque Alejo tenía un fonógrafo viejo, nunca consintió Félix en
probar le disco, al que por otra parte hubiera sido necesario pegarlo antes con mastic u
otra sustancia. Decía que era la voz de la mujer que amó lo que llevaba como recuerdo.
Que las voces grabadas se velan en los discos cuando muere la persona a quien
pertenecen... Nunca quiso probar el disco porque no se animaba.
¿Nunca lo pierde? pregunté.
Una vez que caí en un pozo disimulado por el yuyo, estuve dos días gritando hasta
que me sacaron. Lo primero que hice fue arrojar el disco arriba, al aire. Después lo recogí
y lo guardé. Aquí está y se golpeaba el pecho.
Los asados de Alejo, los mates, las frutas, el vino, todo fue de una singular fruición. En
el placer sensual de comer, respirar, beber y movernos, nos pasmos unos días sin pensar
en nada. Todo era bueno, aún lo más grosero, después del estrago de Buenos Aires.
No se sabe nunca por qué rutas sutiles y ocultas cae uno de nuevo en el espiritismo
luego de haberlo olvidado; pero siempre sucede esto cuando hay cerca espiritistas
entusiastas y frenéticos. Entre nosotros, la práctica de estas cosas siempre era precedida
por un periodo de discusiones. Las mayores dudas, dificultades y refutaciones no hacen
mella por lo general en los espiritistas, que siguen impertérritos. Siempre les toca estar en
su periodo demostrativo, experimental.
Como nosotros éramos muy jóvenes, no sabíamos que no todo debe discutirse, y que
no se debe golpear donde hay goma o melaza que a uno se le pegue.
Una noche la discusión se encendió. Hablaban Juan y Rodolfo Valle de las bellezas de
la ascensión por esa especie de escala de Jacob, que es el premio del progreso moral
espiritista, la ascensión a mundos desconocidos, cada vez más resplandecientes y más
puros.
Yo dije que, siendo esta elevación muy grande o infinita, el número de recaídas en la
carne tenía que ser a la fuerza extraordinariamente frecuente y que siendo nada los
nombres, la anatomía y aún las disposiciones que parecen más originales y personales,
frente a la idea, al ser, a lo perdurable, quien en definitiva iba a sentarse en el trono era
“El Espíritu”, y, por consiguiente, llamar y evocar por nombres era superstición deplorable
y lo mismo que decir: Llamo a A que es B, que es C, D, E, N igual a 1, es decir: llamo al
“Espíritu”.
Entró el negrito Damián, criado de Alejo, con mates en cada mano, a repartirnos el
líquido verde que apacigua y sazona tanto las discusiones.
Román, que se estaba haciendo poeta, dijo:
Los espíritus cumplen preceptos y horarios para obtener ascensos. Todo esto me
recuerda la vida y costumbres escolares en la enseñanza primaria, secundaria y aún
universitaria, donde son más importantes que el estudio, los exámenes, premios y
diplomas. Todo esto es pesadez, oficina, maitines. Si es forzoso creer en algo, se debería
creer en cosas verdaderamente espirituales. Por mi parte, no creo en la felicidad que no
trate de absolverse de todos los pecados: tiempo, espacio, fuerza, inercia, causa, etc....
Pero si no se puede prescindir del tiempo y del espacio, claro es que habría que buscarse
lo más leve que pueda sostenerse, y para ello fuerza es abandonar lo pesado... ¡Ah, si
uno pudiera vivir entre una cuerda y un dedo, entre un pincel y la tela y escurrirse
sonando y reflejando... desde estos artefactos de Dios, sin preocuparse de que Él sufra,
para que no se pierdan el gusto y la expresión!... Pero veo que estoy disparatando...
Los hermanos Valle decían que hay que experimentar y no discutir; pero con placer
cedían a hablar de la sensualidad espiritista, que pone los ojos en blanco a los adeptos:
“los mundos celestes y divinos”, “el acorde de las esferas”. Hablaban con seriedad de eso
¡ellos que no conocían nada de la música terrestre, ellos que no conocían más que el
Himno Nacional y algunos tangos!
En eso entró Alejo. Venía de disponer algunas cosas. Se sirvió un mate que chupó con
ansia, hasta que se oyó un ruido de sorbimiento final, bien fuerte. Luego dijo:
Muchachos, tengo que irme de nuevo a Buenos Aires, pero vuelvo pronto. Quizás
venga con un médium muy bueno que conocí en una sociedad y que se ha hecho amigo
mío. Ya estuvo una vez en casa y conoce al “linyera Félix”. El pobre “Espantapájaros”
parece que va bien. Mírenlo, obsérvenlo ustedes que saben. Yo me voy a dormir para ir
mañana temprano y volver a la tarde o al día siguiente.
Volvió dos días después acompañado de un hombre raro. Tenía algo de curandero y
algo de Mefistófeles de Music-Hall. A mí me parecía recordar haberlo visto en algún
teatrito de la calle 25 de Mayo o del Paseo de Julio. Pero no podía asegurar nada. El
hombre tenía o afectaba una dignidad y reserva grandes. Era “profesor” y “médium” de
alto vuelo. Se hacía llamar Spruce.
Pensé que las reuniones espiritistas se representarían, pero que había ya quien
cargara con las bromas.
En cuanto volvió Alejo, preguntó por el “linyera”. Le informaron que seguía peor. La
enfermedad de Félix era oscura, pero positivamente se moría. Con lentitud y cediendo
paso a paso como buen trabajador resistente que había sido, pero se moría.
No sé si habrán observado que la proximidad tiene bastante parte en la impresión que
nos causan la agonía y la muerte. Lloran las campanas el eterno ceder de las vidas, la
perenne derrota. Nos anuncian desde lejos otra caída, otra horizontalidad. Recibimos la
noticia de que alguien está grave, pero lejos: es algo casi informativo y hacemos poco
caso. Pero si el que muere está a pocos metros, nos sentimos inquietos aunque la
persona no sea de nuestra afección profunda. Podemos pensar en todo momento en la
muerte, pero nos disgusta que sus muecas, su olor, su indumento, se nos hagan íntimos.
No es cobardía, no es temor, no es egoísmo que tiemble, esto sería demasiado trivial. No
sé qué será, pero, si se me permite, aún a riesgo de provocar las risas más francas, diré
que por mí pasa, en circunstancias semejantes, entre los otros sentimientos oscuros, uno
de vergüenza.
A la tarde, Alejo nos dijo que, si gustábamos, podíamos hacer una sesión espiritista esa
misma noche, con asistencia del médium Spruce, pues éste tenía que regresar pronto a
Buenos Aires.
Los médicos habían dicho que el “linyera Félix” estaba en gravísimo estado y que no
había nada que hacer.
Quizás, añadió, una sesión espiritista podría ser beneficiosa a él o a nosotros...
Román y yo sonreíamos. Bueno, esa noche haríamos una reunión fuerte que era como
decir que íbamos a poner los cables de alta tensión.
Mandamos un “chasque” avisando a los hermanos Valle que se encontraban de visita
en una casa a más de dos leguas de distancia. Comimos con sobriedad y continuamos
con una larga sobremesa, esperando a los hermanos y bebiendo abundante café; infusión
ésta más peligrosa y sensibilizadora de lo que se cree generalmente, sobre todo cuando
se abusa.
Poco después de la una de la mañana nos sentamos todos los muchachos. Alejo y el
médium Spruce, alrededor de una mesa que estaba en el cuarto que daba al jardín.
Todo se encontraba en la penumbra. Frente a mí y a Román había un antiguo ropero
que tenía un espejo ovalado. Este mueble puesto mirando a la hilera de piezas. Las
puertas todas estaban abiertas de par en par, porque la noche era calurosa. El ojo sin
párpado del espejo miraba las cosas impasible, con esa indiferencia de ojo sin retina que
no necesita guardar imágenes en el interior del mueble. Ojo que parece decirnos: ¡Oh, lo
que yo miro no es sospechoso de “subjetivismo”!.
Después de un rato bastante largo de estar con las manos sobre la mesa, Spruce se
retiró a alguna distancia y se volvió a sentar quedándose en una especie de
concentración o ensimismamiento.
Román dijo que de acuerdo con el médium que ya había aceptado la idea, quería hacer
una experiencia singular: evocar el espíritu de “Félix el linyera” que estaba por morir y que
actualmente se encontraba en un coma. Juan y Rodolfo Valle dijeron que no les parecían
bien esos juegos, pero se adivinaba en sus semblantes que se encontraban visiblemente
interesados por la novedad de la proposición. Juan dijo si no sería algo parecido a una
crueldad o a un crimen llamar el alma del agonizante.
No creo, dijo el otro; sólo Dios puede desatar las almas de los cuerpos.
Román dijo:
¿No dice Kardec, en el “Libro de los Espíritus” que la separación definitiva del alma
y del cuerpo puede efectuarse a veces antes de que cese la vida orgánica, y que a veces
también el espíritu se complace en presentarse en el momento preciso de la muerte
corporal a la persona que estima? Por mi parte, creo que si algún resultado se puede
conseguir, serían más favorables estos momentos que ningunos otros para obtener
efectos anímicos interesantes. ¿Por qué no podría presentarse ese espíritu,
despidiéndose de Alejo, a quien tanto estimó?
Alejo estaba apenado y nada decía.
Propondría también, continuó Román, que se pusiera el disco del fonógrafo con la
voz de esa amante ignota; esto ayudará quizás. El disco roto lo pego yo mismo con dos
broches y ya está.
Nadie lo contradecía; pero a todos les parecía estar viviendo algo sensacional y
prohibido.
Román fue, trajo el aparato y le dio cuerda. Luego se acercó de puntillas al cuarto del
enfermo. Volvió al poco rato y nos dijo que lo había encontrado en un confuso delirio y
que le parecía que no podía durar mucho. El pulso se le iba haciendo rápido, el corazón
tenía intermitencias peligrosas. Ahora venía con el disco, se lo había sacado de la cama a
Félix sin que se diera cuenta.
Rodolfo dijo que invocáramos incesantemente la presencia del espíritu para aprovechar
el momento mismo del tránsito. El médium había entrado “en trance” y se le notaba
espuma en la boca.
Yo, con las manos descansando en la mesa, miraba fijamente al espejo. Sentía como
un peso en los párpados, y, una extraña rêverie me poseyó. Veía a Félix entrar en la nada
y me figuraba esa “nada” como la entrada al espejo. Soñaba que si se presentara un
espíritu, uno sólo auténtico, uno muy antiguo, más que Pitágoras que enseñaba la
transmigración de las almas, ese espíritu debería presentarse en forma de una multitud,
por causa de todas las carnes sucesivas que ha recorrido, y esa multitud, fermentada de
recuerdos, rompería quizá la resistencia del azogue y del vidrio, o se escaparía por los
ángulos, y al invadir la pieza, nos ahogaría con su afán de vida...
En eso vi en el espejo al “Espantapájaros” que pasaba como un estandarte hecho
jirones y derrotado. En su rostro había sufrimiento y ansia. No sé si los otros lo vieron. Los
hermanos Valle se levantaron. Estaban pálidos y salieron al balcón que daba al jardín, a
decir una oración:
“Dios Todopoderoso y Misericordioso, aquí tenéis un alma que deja su envoltura
terrestre para volver al mundo de los espíritus. Que pueda entrar allí en paz y se
encuentre con los espíritus buenos”.
El disco de fonógrafo sonaba, pero no se oía nada casi: era como un camino con
muchos baches. Se oían, apenas, palabras aisladas, y una melodía antigua entrecortada.
Yo... amaba... amor... estrellas... eternas solas... firmes... cielo... palpitan... Alejo,
que se había ido, volvía. Decía que Félix, venciendo el sopor, nos llamaba. Pedía que le
tocaran el disco junto a la cama.
Pero si no se oye nada, dije yo.
Fuimos, sin embargo, con el aparato y lo pusimos en una mesa de noche junto a la
cama. Tras de nosotros venía Spruce.
No se oye, repetí yo.
Yo miré a Félix y me pareció que su vida se iba lo mismo que un pequeño torbellino de
agua que se hiende al centro y empieza a girar. El agua se estremece en el más angosto
círculo, en el más apretado, antes de ser absorbida. Estertora, no quiere ser agua de
tinieblas. Milagrosamente el fonógrafo se puso a sonar, bien alto y continuando la antigua
melodía. La letra ingenua, decía:
Yo te amaba sí, sí con un gran amor.
Cuando lo dejé, me decía a mí mismo, que al fin era bueno quien sofisticaba, pero
regalaba ilusiones.
El pesimismo y la soledad me decían: “Puede haber alguien que haya pasado una
temporada muy larga sin conocer ternuras, una “temporada” que se extienda de la cuna al
sepulcro. Alguien a quien haya tocado el Infierno Soledad. Si éste fue Félix, a la salida
tuvo siquiera una melodía y palabras de amor. ¿A la salida? ¡Quién sabe! ¿Por qué no
creer que fue a la “entrada” el encanto, el entrevero de ensueño y encanto que borra la
pesadumbre de la Vida Inmortal?
LA MUERTE Y LAS MÁSCARAS
“Antes que yo pudiera reaccionar, se oyó un poderoso toque de silbato y todas las
mujeres vinieron corriendo al primer aposento. Hubo en los hombres expectación y duda:
el hombre reacciona más lentamente que la mujer.
“… En un instante quedó cortado el tren del aposento, y separado el primero de los
demás. Y la hélice del aeroplano, volteando furiosamente a 2.000 revoluciones por
minuto, volcaba con su ventarrón el inflamante encendido de las copas, que se pegaba en
grandes motas azul-doradas a las maderas y colgaduras. Se oyeron gritos lamentables y
chisporroteo furioso... Pero yo no comprendía bien... ¿qué había hecho de mí el
haschich? Recién pensé dónde estaría Angelina. Miré rápidamente entre las mujeres y no
estaba. Los gritos continuaban. ¡Ah!... Se olvidan presto frente a la muerte todas las
veleidades y fantasías macabras. Pero... ¿Angelina?
“… El primer aposento derivó y se puso frente a los restantes como si se acomodara en
una platea. El fuego era un soplete que todo lo destruía. Morris, borracho, vociferando, y
con una pistola en una mano, no podía saberse si dirigía el salvamento u ordenaba la
catástrofe. Yo pude observar, seminarcotizado como estaba, que ninguno de los que
optaron por tirarse al agua era socorrido. Morris luego fue interpelado por la tripulación y
arrojado al agua por la fuerza de una puñalada.
“... Pero ¿esto es verdad o sueño? —me autointerrogaba, porque uno de los efectos
del haschich en mí es dividir mi personalidad, mi yo en dos, como si cada hemisferio
cerebral fuera autónomo y pensara por su cuenta. Y en ese sueño-realidad, vi a Angelina
en peligro.
“... Y ella, ¿qué hacía?... Estaba allí extática y lejana con ojos que parecían más tristes
que nunca, más indiferentes, más vidriosos como si una “presencia” enorme le quitara el
sentido de la realidad...
“¡Angelina, Angelina! huye, ven pronto... Pero ella seguía mirando el abismo con un
interés terco que era un suicidio. Corrí... creía correr, porque a duras penas me movía.
Alguien me detuvo. Y Angelina seguía allí quieta, tiesa; parecía una mujer de porcelana a
quien lamían y resquebrajaban las llamas. Cayó con un ruido de estatua. ¡Oh!... ¡yo
estaba loco!
“Pero ¿ella renunciaba a la vida? ¿Por no querer sacudir un puro ensueño de felicidad
o porque tenía adentro suficiente desengaño como para hacer la suprema renuncia con
sonrisa indiferente?”
Mr. Cunningham nos dijo después:
—”Yo no sé si la habrá recibido un Dios, pero si es así, que le destinó un lugar, que se
acuerde de este pobre inglés, que se enamoró “con patas y todo”... y me reciba también a
mí, dondequiera que sea, en cualquier infierno... pero, cerca de ella... Porque alcanzar un
gran amor hubiera sido su purificación. Pero basta de historias, son las cuatro de la
mañana.
Nos levantamos y salimos rápidamente. En el coche esperábamos a Mr. Cunningham,
que venía tratando de encender la pipa.
NARCISO
Accedió Jesús. Jesús también era bello, de barba rubia, con belleza no carnal, como
desligada de la tierra.
Narciso dijo:
— Cuando yo resucité a Lázaro, volví a dar vida carnal a una imagen del mundo,
concebida con placer y sacrificio. Pero tenía bulto. No resucito reflejos.
— Jesús mío, convénceme de tu poder, dando vida a esa imagen —y señaló la
admirable criatura reflejada.
— No vine al mundo para convencer, sino para compadecer y salvar. Tú estas fuera del
tiempo de tu especie como cosa “acabada”. ¿Con qué tiempo cuentas, Estéril, fuera de
los atributos de tu raza? Podría maldecirte como maldije a la higuera sin fruto.
— Maldíceme, me niego a ser de tu religión que es enemiga de la gracia y del placer;
desdeñas lo alocado y lindo de la vida. Tú no tienes magia. Sin magia no hay religión. Sin
advertirlo, tú también eres como Yo. Te miras en tu Padre, como en un espejo. Tentado
estoy de creer que no tienes bulto. —Fue a tocarle el brazo y retrocedió. — Reflejo de tu
Padre eres, nacido incompleto y la Humanidad, reflejo de ustedes dos. Todos sin bulto.
Resucitaste a Lázaro y no puedes darle carne a mi imagen.
Jesucristo dudó... Luego pasó un dedo en el espejo y se fue.
Narciso vio salir del espejo un efebo igual que él. Por primera vez pudo palparse en
otra persona. Y fue como un terremoto de carne, donde sucumbía la humanidad de
Narciso.
Clavado Jesús, el hipnotismo y la magia perdían vigor, que se acababan con la sangre
que fluía de manos, pies y del costado. Las velas se apagaban, los espejos despoblados
de voluptuosidad, ofrecían la misma imagen, siempre inasible, cada vez más oscura.
Narciso, bello para sí, lloró por sí mismo y por el crucificado. Se miró en el estanque, por
última vez, se inclinó y se ahogó en su pasión.
LA CUENTA
Creo, mis queridos hermanos, que deberíais prestar alguna atención a estas mis
palabras, pues hablaré de la muerte. ¿La gente, cada día se asusta menos? Parece. Yo
no pretenderé asustaros, hombres de la hora, políticos y justicieros; además no trabajo de
intercesor.
Esta desatención e indiferencia por el hecho de la muerte ¿podría ser quizá una virtud?
Yo creo que no. La vida no es un juego y si es un juego puede ser un juego atroz. Nos
desilusiona, nos desengaña casi siempre a tal punto, que no podemos evitar otro engaño,
el final, el que nos da como positivo lo que es negativo: creemos que la muerte es
descanso donde no hay nada para cansarse.
El no pensar nunca en la muerte puede comportar una relajación mental del hombre y
aún creo que moral. Cuanto más es una de las cosas eternas, menos estará en esa
especie de “no ser” gárrulo que tiene el joven y aún el hombre maduro, la trivialidad de los
comentarios cotidianos sobre actualidad y no estará, como los pobres supuestos por
Platón, encadenados para ver sombras. Las de Platón son para aleccionar, las
cinematográficas ni siquiera entretienen, salvo raros casos. Los interrogantes que miran a
la muerte son como los rayos cósmicos; como la imaginación atraviesan las losas de los
sepulcros, pero también, como los botones luminosos, se desvían y refractan, en ese
continuo vaivén mental, de la nada al ser.
Hablaremos de la muerte no como filósofos, sino como simples ensayistas. Los
filósofos son teólogos, sin saberlo y sabiéndolo. Sé que no se puede explicar el misterio,
pero podemos poner el sentimiento donde la ausencia de datos parece que será eterna
¿Y, si alguna de nuestras conjeturas hiciera impacto en un transmundo como un radar que
nos trajera un eco? Entretanto seguiremos entendiéndonos con el “cómo” ¿Pero, no es
una limitación tratar de expedirse con el “cómo” y nunca con el “por qué”? No hablaremos
tampoco como esos modernos metafísicos, logicistas con sus “flatus vocis”, sus
logomaquias, sus vanidosos ejercicios. Para ellos un cielo de pedantería es suficiente. En
cuanto a los que niegan la muerte personal, uno a veces comprueba que se consuelan
con la gramática en la cual la “nada” es cosa, es decir “persona”.
El conjunto de amigos y parientes desaparecidos es, por recuerdo, como una filiación
del espíritu con los vivientes. Y no sólo del espíritu, hasta del alma apetitiva, diría. Con
ellos se “vivió” quizá una plática, un plato sabroso, un licor preferido. Pero hubo “amigos”
que si volvieran, los entregaríamos a Caronte, y al fin del filo, también ellos nos llevarían a
él por “simpatía”.
La persistencia de la sensación y sensibilidad en el recuerdo, la demuestra también,
por ejemplo, la pierna del amputado, que “vive” por mucho tiempo en el cerebro que la
regla.
En el envejecimiento puede haber atrofia de sensaciones y confusión en las
preferencias morales, deficiencia o anulación de facultades intelectuales y toda clase de
esclerosis y parálisis, pero no envejece el respirar y poco el recuerdo de lo grato; no se
puede expresar bien, pero queda siempre nuevo “el respirar”. También puede estar hasta
el fin el recuerdo de la amistad, no del amor; porque los practicados gustos antiguos de
camaradería y respeto quieren una nueva experiencia espiritual, no así el amor que se
hizo de angurria y de aseo subsiguiente. La única salvación del amor es la amistad. El
amor no es antiguo ni moderno, es presente. Cuando idilio es lo más precioso; como
despedida no es lo más horrible, pese a todo lo que quieran decorar este momento
algunos poetas sementales como Geraldy.
CUENTO
Yo era un chico a quien proveían sus padres, ignorante del nacimiento y de la muerte,
convencido de que el infinito estaba dentro de su casa. No era creencia, sino vivencia; la
creencia ya empieza a dar con el camino de la duda y del análisis. La muerte que
regalábamos junto con mis hermanos con bastante constancia y alegría, a pájaros,
culebras y otros animalejos, nunca nos entró como idea. Nosotros seguíamos
incorruptibles como Robespierre. Tan ingenuos éramos, que no sospechábamos de dónde
procedían los bocados nutritivos: vaca, cordero, etc., hasta que se estableció un matadero
cerca de casa. De haber podido razonar, esta máxima antropocéntrica hubiera sido
nuestro lema: “Todo debe serle rendido al hombre”.
Mi abuela era mística, en su entendimiento había una mezcla de creencia y
descreimiento. Tenía un perro, ya lento, cuyo cuero empezaba a acordeonarse en algunos
puntos, señal segura de vejez en los perros. No sé quién sugirió cambiarle el nombre a
este perro, y en adelante lo llamamos “el eterno”. Cuando yo casi cabalgándolo le ponía
las manos entre las patas delanteras y soliviantándolo le besaba unas manchas
cabalísticas que tenía en la cabeza, el perro gruñía, como diciendo: “Eterno es mi aguante
con ustedes, eterna una comida bien condimentada, y eternos mis lambetazos en el
agua”.
En una ocasión, mi abuela me contó un sueño suyo místico-realista. Antes de la
conmemoración de los difuntos, fue a arreglar el sepulcro del que era como depositaria.
Encontró arcones y ataúdes abiertos, con huesos pelados. Agarró algunos y los besó en
las articulaciones, dijo que vino bien ventilarlos y besarlos porque tienen inmortalidad.
Otra vez soñó que había surgido una tumba de hierro, en un lugar no previsto, cerca de
una estación de ferrocarril. La tumba tenía forma de guerrero con armadura, pero de la
axila, en vez del brazo nervudo o de la espada, salía un torneado brazo de mujer
saludando; y se oía, muy ahuecada, una música como de contrabajo y oboe. Juzgué que
estaba bien que mi abuela besara en sueños las rodillas de sus difuntos; ellas son un
signo grande en la marcha de la vida y en Homero. Además nadie besaría esa risa de
oreja a oreja que no puede fruncirse para corresponder.
No sé si el hombre muerto será un excremento como decía Schopenhauer, basado en
su teología; y si lo es, la Idea platónica, podría serlo también. ¿Cuándo llega un hombre,
por completo y favorecido que sea, a ser un arquetipo? Nunca. Platón nos hizo un chiste
famoso... Nosotros los vivientes somos los tristes del arquetipo. Puesto que éste se ha
postulado, ha de ser “El” y nosotros no somos más que esbozos, borradores, andamiajes
de algo que nunca se va a construir. Somos la escoria de la obra artística, y luego de
retirados, no tenemos ninguna diferencia con los residuos que expulsamos. Pero repetiré
que este mismo arquetipo puede ser algo equivalente a un excremento, aunque parezca
una creación. Porque ¿quién fija el arquetipo? Si es de toda eternidad, esta idea contraría
la de la evolución. Si estuviera en una conciencia, ésta puede agregar o suprimir partes
en un trabajo eterno por la perfección. ¿Y cómo puede sospecharse que sirvan para la
estética esas superfluidades semejantes a alimentos indigestos? Ya nos pesaban en el
estómago.
Cuando yo muera, mis amados hermanos, no me entierren como decía la antigua copla
“donde me pise el ganado”. Demasiado lo vi pastar y caminar, con nombre humano, en
mis días terrestres. Entiérrenme en una iglesia de belleza arquitectónica, no en un
cementerio donde las fieles ovejas pisan algo de sus difuntos en fiestas conmemorativas.
En la iglesia “fingiré” oír el órgano, sin mezcla de huesos antipáticos, aunque de
hermanos.
El Cristo en la arena
El merendero
¡Que me hagan la adición, no volveré más a este mundo! Se come muy mal, y los vinos
son falsificados. Tomen el quince por ciento, no es propina, no es pour boire. No vayan a
beber, canallas, con este quince por ciento, porque lo convertirían en propina.
Parroquianos: Afilen cuchillos, navajas y tenedores para comer, pero también para ayudar
a Supervielle en la tarea posterior del descendimiento: Les corps toujours promis aux
dagues souterraines.
El espantapájaros
A la vida la aspiramos por la nariz y a la muerte por la boca, puesto que solemos abrirla
bien grande en el momento crítico. Ya no la cerraremos para masticar animales que
sufrieron, por ahí entra su venganza. Ya no aspiramos más el aroma del jazmín y de la
rosa. Si el respirar bien es grato al corazón, puede decirse que el mejor respirar es el
1-2-3 del vals. Inspiración, espiración y descanso. Mientras dormimos valsamos, como
aquella chica del sueño que sacó el brazo de la tumba.
En la fosa común, el pueblo que llenaba en otro tiempo las tribunas deportivas,
encabalgándose en el osario, emprende la gran carrera fuera del tiempo. Ya corren ellos
ahora esforzados y no meramente espectadores. Viaje de pobres al país de lo
subdividido, desmenuzado y mezclado. Ya todos en la nivelación, serán como una
alfombra, donde los pisarán los caballos y corredores que admiraban. ¡Que los pisen, que
los pisen! Fueron materia que nació para admirar, para la obediencia y el fanatismo. Ellos
gustan estar abajo puesto que levantan en vilo a sus ídolos.
La bestia rubia
No hemos de rebrotar en ninguna “vuelta eterna” ni como amos ni como esclavos. Esto
podrá ser sólo temporario. Nietzsche grita su orgullo y vanidad en esta vuelta. Falso; su
idea postula una unidad que nunca tuvo valor fuera de lo abstracto. Concretamente nunca
se sabrá cuál es la mejor bestia o cuál “la mejor vuelta eterna”. Pero aunque Nietzsche
pueda haber sido un noble individualista, no se concibe bien cómo su alta inteligencia no
pudo advertir que, en el Estado moderno al que él ya pertenecía, la indómita bestia rubia
tenía que pasar por un sinfín de vejaciones y domesticaciones por parte del partido
dominante y guerrero que, en parte, se sometía a la Diosa Disciplina. La bestia rubia que
tuvo que entrar en orden y fichajes fue vencida y sometida por tenderos y comerciantes
improvisados en guerreros. Y en vez de dejar al mundo un ideal de soltura, belleza y
libertad, dejó una máquina absurda donde giran uniformes, galones, explosivos, gases,
aeroplanos, submarinos, cañones, tanques, metrallas, déficit, impuestos, limitaciones,
carencias, miserias, para todos y más para los “rubios”.
Somos, como especie, la punta, el extremo de un proceso indefinido que abraza todo lo
pasado. La vuelta tendría que ser de todo el proceso. ¿Cómo podría hablarse de ella si
éste no tiene fin? No se le reprocha que él quiera la eternidad, tiene derecho. Se
horrorizará de todo lo pasado no vivido, pues la eternidad “a-parte-ante” es más difícil que
la otra “a-parte-post”.
TERCERA PARTE
DENTISTA GLORIOSO
El verdadero gusto por la vida —me refiero a cierta clase aristocrática de seres— está
en el descanso frecuentado por ideas e imágenes, en la estupefacción que admite una
parte activa mental y en el amor.
Me parece bien que una persona acostada siga con los ojos la marcha de la Luna, y
que cuando no la pueda ver más, no se moleste en cambiar de posición. Otros ojos
seguirán esa marcha interesante. Además, no la podrá ver, cuando se oculta, o al salir el
Sol.
La Luna, sin fuerzas muy visibles, resbala hacia la piel amorosa y pone frente al beso,
el mejor invento de dulzura en la luz. La piel se platea con su fantasía, y los cuerpos se
hunden en el “tiempo” profundo de la luna, que es blanco, sombroso y metálico, porque
ella pone mármol en los cuerpos sin quitar lo tibio y elástico. Tanto como es de profundo y
misterioso el tiempo de la luna lo es en medida el sol, activo, presente, encendido, vulgar.
Frente a este astro que piensa y retrata acaloradamente, la piel del hombre y la mujer
revela sus pelos, erizaciones, verrugas, desigualdades y cambios de color. Hombres
activos que no hacen caso de matices, trabajan, sudan, construyen, en el tiempo del Sol.
Todo en medio de la indiferencia cuando no de la reprobación de los partidarios de la
luna. Porque estos últimos son enemigos de toda actividad que no sea rítmica y pausada,
y, antes de la grosería del arrebato, de ir a ocupar un lugar a empujones, prefieren la
inmovilidad, aún con riesgo de la subsistencia. Les seduce demasiado esa red plateada
que teje la luna y se arrojan a ella que los hamaca frente al ensueño, que finge
eternidades. Parece que nada los amenaza, pero por desgracia, viene el sol a meter su
trivialidad. Este acaba con lo bueno, para traer “lo necesario”. Disparemos, lunáticos, a la
penumbra, en espera de la única luz que se ve en sí misma, y mezclada con la superficie;
Luna carne, Luna ruina, Luna en hoja y agua, lloviendo su harina plateada.
EL ALMA
Muerte y conducta
Andando por el cementerio del Norte, en busca de la estatua que llora en el panteón de
Cambaceres, en la abertura de una tumba vieja y grande, que ofrecía como un corredor,
sentí una bocanada… esa misma que sintiera Góngora, si en su verso hubiera abierto la
lápida de una desdeñosa. “Mortales señas diera de mortales”. Vacilante, recurrí a mi
teoría de los aromas-límite. Todo producto humano elaborado con sabiduría para dar
gusto al olfato o al paladar cuando provoca sensación intensa, puede sugerir lo más
opuesto y asqueroso, dentro de ciertas similitudes. Así, la ginebra holandesa añeja cuyo
regusto puede dar idea del vómito; y a veces, en las más exquisitas combustiones de
tabaco de Cuba, encontré aroma mortal. Comprendo, comprendo ahora aquello ilustre y
de limpieza desodorante:
Voici mes mains qui n’ont pas travaillé
pour les charbons ardents et l’encens rare.
Sabemos que la simple muerte no es negación. La negación es mental. Después de
muchos paréntesis (muertes) habrá muchas opiniones y hasta plagios en que incurre
siempre la materia pensante. Pero no es posible que una potencia misteriosa esté
siempre queriendo ser, sin teología. La voluntad no puede manifestarse sino desde
dentro, en las criaturas; tal como el tiempo en acontecimientos, y el espacio en cosas.
No podemos saber si fue consentimiento o coacción el primer instante. Pero la vida
tiene el poder de multiplicarse y el cosmos de ensancharse. Ahora vienen los problemas
para el pobre dios semita, docto en barros. El dios de Aristóteles “principio del
movimiento”, es el que en este momento podría trabajar mejor con materia tan expansiva.
Nunca será la muerte otra cosa que un objeto de especulación para los “vivos” y los
vivientes. El espíritu ya no puede creer en perpetuidades, sino cediendo su “yo”. La
conciencia sabe la broma que le hicieron sus diversas adquisiciones mentales. El cuerpo,
debajo de la piel y ensanchándola, fue siempre forma modificada, y un passepartout de
sus diversas actitudes mentales.
Estaba en una lancha automotora en verano, casi en cueros y sin recuerdos, perfecto
para mi dicha. Merecía aspirar a eterno ese momento. Poco a poco, la duda exigió que
pusiera huellas conmemorativas, como las que dejan algunos amantes groseros en los
árboles, huellas que son vanidad, pero en el fondo un deseo de hacer perdurable el
instante.
¿Dónde poner esas huellas con una mano rozando el agua fresca, y la otra como una
lira en el aire, agradeciendo la brisa? Me acordé de las “huellas” grandes que dejó el
hombre: Pirámides, Esfinge, Templos. ¡No! ¡Quiero una alegre! ¡No quiero panteones,
ahora! Recordé que tenía en el bolsillo algunas monedas de oro: luises franceses, la
moneda más graciosa, y deshonradora, como todas. Lo que sirve para comprar goces es
lo más alegre. Si no pueden obtenerse con gratuidad, que es lo mejor...
A mi lado, alguien extrajo del agua una víctima que bostezaba su agonía. Se asfixiaba,
no le convenía el aire. Entonces mi alma se sumergió. La perpetuidad estaba destruida
por el cambio, que es su negación. La vida se paseaba por su “hábitat”, modificándose. El
episodio del pez me llevó al futuro: la caldera de ojos vacíos parecía mirar el espinazo sin
carne del pescado, y servía de reloj de Sol. El cráneo raído, tortuga con poco
desplazamiento de sombra; el pez pelado, peine que recién alarga sus púas cuando el sol
declina. Es el fin de la hora viviente indefinida, desde el útero y glándulas al marfil de los
huesos que se agrietan. Lo de adentro parecía nada serio como ulterioridad. Pero el sexo
es una botella de vino fuerte que se vuelca.
Casi todo es desperdicio y privación. Miremos mucho y meditemos ante una cosa tan
artera, que quizá ofrezca matrices hasta en las nebulosas espirales. El temor al infierno es
igual a la desconfianza en el Paraíso.
La vida no es grande, ¡pobrecita! pero es inmensa por la “comprobación”. La
comprobación es lo que satisface a los conversadores. A la fruición de la vida sana y
comprobadora, no puede oponerse nada y la opinión del cese, del acabamiento, adquiere
un carácter ridículo y teológico, de teología mínima: “el buen o mal agüero”.
La vida es siempre salto de la “nada” al buen momento.
Cuando decimos “Dios Mío” en el dolor, pedimos el socorro de nuestra madre; pero ella
también, pobrecita, no es muy fuerte…
Ahora, acaso me preguntaréis para qué he escrito esto. No ayuda a vivir, su belleza es
indiscutible. Contesto al punto: para preservar la vida. Conviene considerar, dónde la
ponemos, dónde la plantamos y en qué medida, entre tanta crueldad.
CUARTA PARTE
DISCUSIÓN ANTIGUA ACERCA
DE LAS POSIBILIDADES DEL CUCHILLO
Y EL REVÓLVER EN LA PELEA
Como entre criollos se discutieron mucho las posibilidades que podían ofrecer a los
contendientes el cuchillo y el revólver, yo también daré “mi aporte” como suelen decir
ahora.
Cuchillo y revólver sirven para moverse entre carnes y huesos: el cuchillo lento, el
revólver rápido.
Aquí, en este mostrador de estaño, entre la décima o vigésima copa, no sé bien, me
pronuncio en favor del revólver, mientras lo tanteo en mi bolsillo.
En eso me acordé de esos dos mozos, poco entrados en años, que pelearon con
revólver por una mujer, a tan corta distancia que los dos se mataron. Una lástima. El
revólver es arma de ganar distancia o perderla.
Tiene también su pedana. Si se da por sentado el coraje —“coraje” viene de cor,
corazón, cuore— yo creo que, teniendo buen arma, el revólver, “l’emporte” sobre el
cuchillo… Ma… filosofando (estoy en la copa veintiuna) y el cuchillo se alarga en pasos y
el revólver se acorta en tiros, ¿quién caerá primero?
Además, pensemos en los casos singulares: Si me mata un ciego y sordo de
nacimiento, y yo también soy ciego y sordo, ¿cómo sabré si me mataron con revólver o
cuchillo?
Hay cuchillos lejanos en manos poco salidosas y revólveres viejos con plomos
trancados, en manos vacilantes. Viéndolo bien, el cuchillo es arma de fuego. Véaselo al
ser afilado en piedra rápida.
El revólver con seis relámpagos y sus seis truenos, es más elocuente. Pero los plomos
indigeribles del revólver deben ser puestos a la luz. Aquí el cuchillo gana.
Copa número 22, los dos patitos.
Aparente ventaja del cuchillo: puede ser espejo del revólver y, siempre, el espejo nos
espera con la cara de lo que hemos hecho.
Revólver: Júpiter que truena — Cuchillo: Hércules limpiador de tripas y establos.
Ma... me siento poeta: si el cuchillo quiere “intestinarse” encontrará el espanto abierto,
y en cambio, tú, revólver, más bien que afuera derramas hacia adentro la vida.
Ma... Cuchillo y revólver actuando quieren un tiempo terminante.
Van en contra de la sabia afirmación de Spinoza. El tiempo del hombre no es finito ni
infinito, sino indefinido.
AIRE HUMORÍSTICO
Y POÉTICO ALTERNADOS
Cada vez que muere un dirigente de la Bolsa de Cereales, de algún saco agujereado
salen los garbanzos y el trigo.
— ¿No tiene vergüenza allanarse a morir?, le dije a un ex compadre o ex malevo.
— ¡Bah!, otros se murieron antes.
Para mantener el mito, entre otras cosas, se requiere un gran apoyo de sastrería y tino
para aplicarlo. Los milicos (quizá por instinto) hicieron de esto una ciencia. En cambio los
civiles fueron tan opas que permitieron que sus camareros y servidores vistieran frac.
Después de esto, ¿quién iba a respetarlos?
No todo morir es putrificarse; hay quien se queda en un cuadro.
Hay dados y dominó, que se juegan en la cabecera del morir, para futuras evoluciones.
Me encomendaron echar tres ataúdes en un pozo muy profundo. Estaba solo y los
empujé: uno cayó boca abajo, otro de costado, el último de punta. Nunca nos va bien, ni
en el entierro.
¡Negación de aromas y melodías; negación de angustias y penas, oh, Muerte!
¡Vida! ¿Puede que seas tan tonta que te dejes asesinar siempre? ¡Es que, sólo uno la
paga; uno, uno, uno, uno, sólo!
Nadie, si tiene conciencia es superado por la muerte, porque ésta no puede argüir
nada. La vida la supera, pero casi siempre se presenta en formas espantosas o
repugnantes. Queda la conciencia afligida.
No hay estrellas, no hay nebulosas; son fantasmas diarios modificables. ¡Ya se verá, ya
se verá!... ¡Tiempo!... ¿Que no lo veremos? No es de lamentar porque todo eso es nada.
¡Corónalos, Muerte, con la guirnalda del Amanecer! Reiremos con dientes amarillos al
Astro de Oro.
CUENTITO TEOLÓGICO
Basta Dios escandaloso y demasiado visible, que de dos haces uno, y de uno dos;
basta, pon la tapa a todo para que se haga la noche, como nosotros la ponemos a los que
mueren.
Busca al Dios verdadero que huye hacia atrás para no perder el Pasado; repasando al
mundo para no olvidarlo.
No hagas más cosas, vidas ni animales, porque “el Dios” verdadero no puede cansarse
de excursión tan inmensa, y, al volver, encontrar que ya no son suyas las últimas y
asquerosas consecuencias.
NUESTRA CULPA
En aquella recepción estaban los Pérez, los García, los Gómez, los Suárez, los
Fernández.
Algunos se quejaban pidiendo apellido, porque, decían, que si se los encabezaban con
Juan, Pedro o Manuel, en caso de muerte o desgracia, no se sabía por quién rezar.
Recen por un buen par de. . . . . . . . . o de. . . . . . . . . aquí hay que sustituir los puntos,
por las codiciables partes correspondientes del cuerpo humano. También piensen, dice,
que todo caballero puede Perezcarse o Perezcarse en la fosa única de lo genético.
Cierto, pero los apellidos de uso restringido son un título más original en el libro
encuadernado en carne, que es el cuerpo humano. Juan Más dijo que su apellido era casi
metafísico, pues añadía un surplus, una cola o un halo, a cada otro apellido, aún el suyo:
por ejemplo: Fernández y Fernández Más… Más Fernández, ¡Dios mío!
Los García, los Pérez, los Gutierrez, seguían en su bullicio. Era irritante que el “yo”
fuera una ilusión que debía ser sustituida por los García, los Pérez y los Fernández.
— Bien, dije: debería nombrarse por la ocupación, por el trabajo, arte, artesanía de
cada cual: Entre todos los Velázquez, lo más importante es que surja el del pincel.
— Debió llamarse Pincel y no Velázquez y además ¿quién te dice que muchos de
estos apellidos, no tengan referencia a ocupaciones? Cierto que importa el cuadro y no el
nombre, pero, ¿y el que no tiene cuadro?
El bullicio nos atrajo, entramos al salón. Allí estaban los López, los Giménez, los
Álvarez, los Suárez, los García, los Domínguez, bailando como si fueran personas, en el
cuadro impersonal que ellos mismos formaban.
Bailaban suavemente, como espectros; se llamaban entre ellos con las voces lejanas
de sus antepasados.
Decían chistes y requiebros que venían del fondo de las edades, como si Sánchez
fuera el tiempo y Pérez el espacio.
En la explosión atómica primitiva hubo quizá algo originario, pero no original, singular.
Pudo haber sido esto un Desperezarse de Dios, o también una catarsis, un alivio de los
Pérez que ya bullía en sus tripas… Pero, si el universo es pluralístico, ¿habrían sido los
Pérez, primero que Dios?… En este caso estamos perdidos. Perezcaeremos en la nada.
UN SEÑOR DEL SIGLO XVIII
SE PONE CELOSO
Mi mujer era una belleza, es decir, un atracción máxima. Ya tuve en las fiestas que
celebrábamos el tono y preludio de lo que ella debía ser en las alcobas extra-
matrimoniales… Pendulaba sus ojos de rostro en rostro, de bigote en bigotito, como
aprobando el amor poliándrico. Comprendo que una mujer así no debía ser de uno solo,
pero… me chocaba que a mi gónada, se añadieran tantos pisaverdes, con sacos como
batitas, pantalones planchados filosos, bigotitos peluquería, pañuelitos fruncidos como
flores, gominas y otros encantos.
A pesar de ser, en principio, un feroz individualista, me parece tremendo tener que
suprimir una mujer bella, aún cuando ya no sea mi esposa en el corazón; pues una mujer
bella es la que posibilita el engendramiento de los bien formados, únicos dignos de ser
vistos, junto con los inteligentes y morales.
Por eso, y por sentimiento y caridad cristianos, dudé mucho antes de hacer aserrar la
hoja de un florete francés que tenía, y ponerle, en substitución, una aguja de acero
finísima. Me engañaba a mí mismo pensando que, si se la introducía en el pecho, su
corazón apasionado era el culpable moviéndose.
En mi casa, todos los espejos, cristales, vidrios, estanques del jardín y azulejos del
baño, reflejaban a mi mujer, y ella, se complacía en esto, pues en el fondo era un Adonis,
que amándose a sí mismo, amaba el amor y no los hombres y las mujeres.
Un día abordé al amante principal de toda la cohorte de amantes, que era como una
especie de jefe de oficina erótica que andaba detrás de mi mujer.
— Ud. conoce a mi mujer más que todos los azulejos de su baño…
— Señor…
— Ud. conoce la geometría, o más bien la “carnimetría” de mi mujer, sus medidas
planas y de espacio. Porque el ancho y largo se aprecian con la vista, pero como Ud. ha
palpado… y el tacto según los entendidos es lo único que da el sentido de la profundidad,
de la tercera dimensión…
— Señor…
— Usted sabe que cuando ella, sin ropa, se mueve en el espacio, provoca muy
interesantes efectos de luz. ¡Usted es un Cézanne de mi mujer!
— Señor, nada entiendo de pintura, ni de escultura.
— Pero, si sólo fuera su pintor, no me importaría. Usted es también su escultor. Trabaja
en una estatua blanda, sin ser capaz de hacer y crear un falangín o un meñique, como no
sea trabajando por su culpa para la especie. Reciba tranquilo la cachetada que se merece
desde el principio de los tiempos, cuando no había Smith y Wesson.
Fue un día muy esperado y emocionado, ése del regreso de una de las fiestas “suyas”,
y ella no sospechaba que fuera el día en que el alfiler clava la mariposa… Llegó, al fin, y
después de mucha “toilette” se metió en la cama. Durmióse con la sonrisa inocente de la
mujer de todos. Me aproximé con el alfiler que tenía el mango de florete francés; ése, con
el ∞ que volcado es también el símbolo del infinito en matemáticas. Lo levanté sobre el
pecho… pensando en las oscilaciones del infinito, cuando el corazón sorprendido moviera
el ∞ de la aguja. Pero, no sé si por desgracia o felicidad, el efecto de la droga que había
tomado para darme ánimo me paralizó el brazo.
… Ensueño… la vida es mágica por sus luces, sombras, sonidos, olores… y la muerte
espera quizá enternecida por un vago renacimiento, sueño de opio sin mañana…
La vejez de un Adonis, es lo grave; perder formas y morbidez ante el espejo,
acordeonarse ante el espejo. Basta con eso, no se precisan alfileres ni estoques… Pero,
ella murió sin duda apurada por la velocidad de un corazón demasiado amoroso. Yo creo
que se buscaba a sí misma, con dicha, con prisa, y hasta palpándose por miedo de que
se agotara una forma tan perfecta.
Pero, desde que murió mi inquietud fue mayor.
Ahora la veo en cada espejo, en cada azulejo o cristal, en todo lo que refleja; desnuda
y victoriosa, en el índice forrado con un dedo de guante, sosteniendo en una suerte de
malabarismo bufonesco y familiar, una aguja terminada en mango de florete francés.
Victoriosa, la desearía de nuevo viva, y aún con todos los amantes colgados en su
pedestal, arañando en vano por subir.
DIVERTISSEMENT
Entonces llegamos a un lugar donde la gente tenía dos bocas, una en la cara y otra en
el vientre. Se sentaban a la mesa y cuando traían los manjares, sacaban de vez en
cuando un trozo y se lo llevaban a la barriga.
Esta feliz disposición les permitía hablar y sonreír con toda cortesía mientras los
vientres absorbían.
Esa gente decía que esto era una ventaja, pues palabras y sonrisas no se mezclaban
tropezando entre grasas y sopas. Sus bocas chiquitas y de lujo estaban hechas para una
función superior, pero no decían nada espiritual, quizá porque todo debe ser mezclado y
con algo de salvaje hasta en la verdadera elegancia.
Yo pregunté si lo que comía allí en la barriga era otra cabeza.
— No puede haber dos cabezas en un cuerpo, contestó un médico. Es una boca contra
natura que hacemos a la gente elegante. También hacemos anos contra natura, para
jóvenes sanos de buena sociedad.
— ¿Cómo puede ser? ¡es monstruoso!
— Para que usen el otro en funciones “estéticas”.
EL VIOLINISTA
Era un violinista tan bueno y tan pobre que, cuando tocaba, los ángeles, con tal de
oírlo, bajaban a rascarle la cabeza mientras tenía las dos manos ocupadas en tocar.
(Gran homenaje por parte de ellos pues consideran a este mundo muy sucio).
El violinista murió y, en seguida, lo acaparó Dios según hace siempre con lo mejor del
mundo. En el cielo todos son haraganes y todo se les vuelve juntar las manos y adorar;
en cambio, el mundo, es el lugar del trabajo y del estudio.
El violinista compareció ante Dios. El Pobre estaba neurasténico a causa de su
eternidad y asqueado de las óperas italianas. Wagner todavía no era conocido debido a
una discreta interposición de Roma.
Dios le pidió un repertorio serio. También gustó de la técnica brillante que caía justa en
su oído omni-percipiente.
— ¿Qué quieres —le dijo Dios— a cambio de tus sonatas?
El músico respondió:
— Que me nutran, que me rasquen la cabeza como antes, que me abaniquen con las
alas de los ángeles en verano, y si aquí hay invierno, que me traigan un pequeño
demonio con fuego de ese lugar que es de mal gusto nombrar aquí en el cielo y en
Inglaterra. Que los ángeles no toquen mi violín pues temo fundamentalmente que sólo
interpretan bien la “música celestial”. Además lo necesito para mi propia Gloria. Yo les
afinaré el cielo. Amén.
LA MUERTE DEL PERRITO
Íbamos en tren, y una señora vestida de amarillo, como una gallina amarilla, cayó entre
las dos filas de asientos, que se cambiaron repentinamente en una especie de platea,
disgustada y espantada. Algunos abandonaron el teatro.
Yo, como hipnotizado por la agonía, me puse a observar ese pecho que subía y bajaba,
y la cara que el espasmo y el ahogo transformaban en un carnaval de caretas sucesivas
cada vez más trágicas. Poco tiempo después vinieron algunos, tomaron el pulso,
auscultaron y se fueron a pedir socorro. Pero yo vi que el labio superior se replegaba en
una mueca y se levantaba como la tapa de un piano de juguete. Los diente blancos,
cuadrados, fuertes, y uno que otro negro alternando. Puse mis dedos en ellos y como
nada resonara, ni en la laringe ni en el vientre “Está muerta” dije.
TREN
El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al
paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.
Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me
puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto
que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto
hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la
adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su
niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus
padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí
tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé.
Fui a dar a Ciudadela donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de
resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas,
pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un
terror infantil (pues lo tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del
alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente,
que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos
vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene
Liniers, los proveíamos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras
de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se
había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se
quedó en Liniers, pero ya en el tren, gustaba de ver mis hijos tan floridos y robustos
hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en
Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un
accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación a Liniers, que me conocía, se puso en
comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había
muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última
estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijo, a quienes había
mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio
de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible.
Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan
felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando
en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la
“Compañía de Seguros”, donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los demás ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían
demolido hacía tiempo la casa de la “Compañía de Seguros”. En su lugar se erigía un
edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad,
desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor, y ya en el piso veinticinco,
busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo,
de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se
dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi
madre. “¿A que no recordaste lo que te encargué?”, dijo mi madre, al tiempo que hacía un
ademán de amenaza cómica: “Tienes cabeza de pájaro”.
ÍNDICE
Primera Parte
Ser polvo ................................................................................................................. 11
Finis ......................................................................................................................... 15
Tratamiento mágico ................................................................................................. 23
La cuenta ................................................................................................................. 52
El recuerdo .............................................................................................................. 55
Presciencia .............................................................................................................. 57
El experimento de Varinsky ..................................................................................... 63
Segunda parte
Tercera parte
El alma ..................................................................................................................... 83
Cuarta parte