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ÉTICA DE LA MUERTE Y EL MORIR

Armando Roa

EL ENFERMO FRENTE A LA MUERTE (1)


El enfermo terminal no es un enfermo grave cualquiera, sino aquél cuyo
destino, dado su diagnóstico, evolución y falta de respuesta positiva al
tratamiento es, con seguridad casi absoluta, la muerte. Entre ellos se
distinguen: (a) aquellos que padecer junto al deterioro incesante del soma, el
hundimiento progresivo de la mente, como ocurre en la enfermedad de
Alzheimer y en la esclerosis múltiple, y (b) los que llegar lúcidos y conscientes
de su situación hasta el último momento o sus cercanías. Si bien todos
precisan de amor y cuidado médico, el problema ético es diverso en uno y otro
caso.

En las enfermedades inmersas en la demencia la vecindad de la muerte se


vuelve invisible para el enfermo, pues éste vive sólo en el mero presente, como
es característico en tales cuadros, y por lo tanto, ajeno al futuro, donde no hay
atisbo claro de la muerte. La palabra muerte no despierta en esa mente
resonancia alguna, o si a veces la tiene, es algo fugaz, que desaparece en
medio de la apatía, o de las preocupaciones insubstanciales del instante. Como
se comprende de suyo, el informar al paciente de que su fin es el deterioro
psíquico cada vez mayor y la pérdida de la existencia, no tiene sentido. Aquí los
destinatarios de la verdad son los familiares o los representantes legales del
paciente, los cuales deben ser informados exhaustivamente una vez
establecida la certeza diagnóstica, ya que muchos cuadros aparentemente
demenciales son depresiones seniles o estados crepusculares prolongados,
susceptibles de completa recuperación.

El problema de decirle la verdad de su estado se da en consecuencia, como es


natural, en los casos de enfermedades de pronóstico sombrío acompañadas de
integridad mental. El arquetipo son ciertas clases de cáncer de evolución más o
menos rápida y rebeldes a las terapias actuales de cualquier orden, y el SIDA.
El infarto del miocardio, aun cuando temible para el enfermo como diagnóstico,
deja en cambio abierto un amplio espacio a la esperanza, dada la recuperación
de muchos, y en consecuencia, no dispara la imaginación como el cáncer hacia
un espectáculo dantesco de dolores, de autodestrucción del cuerpo, de
apariencia física cada vez más lamentable y repulsiva, o como el SIDA, en el
cual se agregan al penoso desmedro físico, la atmósfera de vergüenza que aún
rodea a la enfermedad,

En realidad el problema angustiante de darle el diagnóstico verdadero al


canceroso - sobre todo en los casos de pronóstico muy infausto-, yace en esa
curiosa condición humana de anticipar los sucesos, de otorgarles viva
presencia en la imaginación, de llevarlos al extremo, de gozarse o angustiarse
con ellos, según cual sea su signo positivo o negativo, de tal modo que los
sucesos se viven dos veces, cuando se sabe que van a ocurrir y cuando de
hecho ocurren. Por eso el sufrimiento del canceroso se desenvuelve dichas dos
veces: una en el secreto de la imaginación desde que sabe lo que le ocurre y
enseguida en la realidad misma cruda e inexorable. Se trata además de un
sufrimiento que, a diferencia de otros, no es atenuado por la idea de abrir a una
nueva experiencia enriquecedora de la vida - todo dolor sensibiliza para llegar a
una existencia más profunda sino que más bien se entiende como una
tragedia, pues una vez terminada, no dejará dicho halo de mayor sensibilidad,
nobleza y superioridad para captar al mundo, ya que acaba no con nueva vida,
sino con el hundimiento misterioso de la vida; da entonces la desalentadora
impresión de un martirio inútil.

El anunciarle a una persona el paso a tal trance, no es entonces, comparable a


ningún otro aviso de un próximo sufrimiento, y es necesario que el médico este
poseído de una profundidad de alma capaz de darle sentido a lo que a simple
vista no pareciera tenerlo. Algo por pavoroso que sea, si se le discierne un
sentido, cae no sólo entre lo comprensible y en consecuencia soportable y no
desesperante, sino que cae en lo que levanta el alma de sí y de los demás,
pues muestra la insondable luz que puede despedir el espíritu humano cuando
sufre aun en las peores condiciones.

En nuestra experiencia y en oposición a lo que pudiera suponerse, el amor a


los seres queridos- que prima sobra todo temor-, hace soportable en el
canceroso el miedo al dolor y a la muerte. Sabe que al mostrar cierta paz y
tranquilidad, evita el sufrimiento de los otros y eso le da sentido al sufrimiento;
es un sentido para los demás. El sufrimiento también tiene sentido cuando con
él se evita al dolor de otros.

El hombre tiene componentes somáticos, psíquicos y espirituales. En cuanto


psíquico, conoce, siente, quiere y actúa; en cuanto espiritual es capaz de darle
sentido a todo, de descubrir ese sentido, aun allí dónde aparezca encubierto. El
médico que debiera ser el sabio por esencia, pues es el guardián de lo más
sagrado, la vida, la salud, debe entender también hasta lo más hondo, el
porqué esté obligado en un momento, a entregar esa vida de la que ha sido
custodio, a aquello que sería lo absolutamente opuesto: la muerte.

El Occidente actual, sobra todo por el, influjo de la cultura norteamericana,


tiende a ocultar la muerte, no hablando da ella, aletargándose en renovados
placeres a fin de no recordarla, pues estima que el saber que ella es nuestro
termino, convierte los goces, esfuerzos y batallas por realizaciones, en algo
absurdo, y a la vida, de acuerdo a la repetida frase de Sartre, en una pasión
Inútil. En una atmósfera así, estar obligado a dar un diagnóstico que apunta a
un calvario, se torna, verdad, de alguna manera, directa o indirecta, debe ser
dicha.

Muchas veces se cree que la angustia desatada en el enfermo al enterarse del


diagnóstico deriva sólo del terror a la muerte. Hay sin embargo, personas que
por variadas circunstancias — tendencia depresiva, rasgos personales de
autodesestimación, soledad, vida fracasada-, o no le temen a la muerte, o aun
la desean, lo cual no significa que no les estremezca el saberse marcados por
el cáncer o por el SIDA. Desearían morir súbitamente de una manera
cualquiera, y si es posible en medio del sueño. Eso muestra que una
enfermedad despierta aquellas fantasmagorías terroríficas señaladas más
atrás, en que el enfermo se ve a sí mismo, ya antes de que en realidad así
ocurra, con una corporalidad deshecha, fea, penosa a la vista, algo así como
las figuras medievales de los condenados al infierno o las imágenes
sobrecogedoras de esa época alusivas a la muerte. Quizás si tal figura de
esperpento, más que los dolores extremos — también hay dolores violentos en
las neuralgias del trigémino, en los cálculos renales-, al fin y al cabo
dominables con fármacos, sean uno de los motivos de fondo que hacen
agobiante al alma el saberse víctima del mal. No olvidemos que el hombre, a
diferencia de los animales, es parecer y ser, y tal vez a lo largo del tiempo a la
mayoría le interesa más parecer bien ante los demás y ante sí, que haber
logado obtener a través de un esforzado trabajo, reciedumbre del ser intimo
auténtico. El “llega a ser lo que eres” de Píndaro y de los griegos es una
vocación de los hombres más grandes y ellos son muy pocos. Si la vida entera
ha sido el drama de obtener un buen parecer, que sea de algún modo
envidiado por los otros, dicho drama se vuelve tragedia, o sea algo sin torno,
cuando no el ser, sino el parecer final, tiene como destino la compasión, la
lástima, el coraje de quienes están obligados a acompañarlo.

A esto se suma la irreversibilidad de esa figura y el miedo a la muerte que es


propio no de todas, pero sí de la mayoría de las personas. La muerte, no sólo
abre a lo desconocido sino que aleja de un universo que nos es familiar y
dentro del cual estamos sumidos en innúmeros recuerdos gratos, y sobre todo
abiertos constantemente al descubrimiento, a la creación al encanto de la
naturaleza, de la ciencia, de las artes, a los momentos sobrecogedores de la
iluminación de las profundidades del ser, y más aún a la compañía y al diálogo
constante de los seres amados, que aparece como insustituible, como lo que le
da su último sentido al deseo de vivir y su horror a la muerte. Es todo esto, o
sea lo fundante de la existencia, lo que el enfermo que oye el diagnóstico
siente hundirse en un obscuro abismo.

Por eso se rebela contra tal diagnóstico, lo supone equivocado, monta en ira
contra los demás a quienes ve dueños tranquilos de algo de que a él se le
acaba de desposeer, se deprime, confía en algún descubrimiento de última
hora o en un milagro y a ratos o hacia el final se resigna. E. Kubler-Ross ha
descrito las fases anímicas por las cuales pasarían los enfermos al oír tan
infausta noticia: la primera es de negación, la segunda de ira, la tercera de
regateo por su vida (hacen promesas a Dios o a sus familiares de que se
comportarán de tal o cual forma si mejoran), la cuarta etapa es de depresión
total y razonable y la quinta de aceptación, etapa a la cual no siempre se llega.
Numerosos autores — incluso nosotros mismos — no ven seriadas tales
etapas sino entremezcladas hasta la última hora, siendo cierto aquello de que
siempre un hilo de esperanza se mantiene, y de que los enfermos pierden la
vida, pero no la esperanza.

Sin embargo, lo más agobiante, lo que vuelve una y otra vez a los ojos del
enfermo de muerte, es el recuerdo de las ingratitudes, de los egoísmos, de las
palabras agresivas, de las infidelidades que tuvo para con los suyos; darían
todo por poder reparar aquello, y siente que es demasiado tarde para hacerlo;
desea pedir perdón y ser perdonado. Por su pasado pecaminoso enormemente
abultado por el ánimo depresivo propio de la enfermedad no se siente digno de
ocasionar molestias, de hacer sufrir a los suyos, de dejarles una secuela de
gastos económicos, lo que le lleva, junto al deseo de no querer morir, al deseo
ambivalente de morir, para dejar de ser una pesadilla.

Quizás sin la tortura de los remordimientos, abarcadora no sólo de las


injusticias para con los demás y sobre todo para con los familiares, sino
también de las oportunidades para realizar cosas importantes que se perdieron
por falta de espíritu de sacrificio, obstinación o capricho, con lo cual privó a sí y
a los suyos de una existencia mucho más rica, el trance final de la enfermedad
sería infinitamente menos penoso. La vida al tener presente la necesidad de
morir, tal como tiene presente la necesidad de crecer, madurar, gozar y
elevarse hasta lo más grande, no debería experimentar sobresaltos tan
angustiosos al acercarse si paso de uno de sus momentos naturales. Por lo
demás la presencia dinámica de la muerte en la mente del hombre, como se ha
advertido desde el Eclesiastés y desde la antigüedad clásica, es lo que hace
que vivencie su temporalidad; sepa que los momentos provechosos para
realizar algo, si no se está alerta, se le escapan de la mano, que tiene plazos
para desarrollarse y que los instantes favorables, las épocas oportunas, no
vuelven, Sin la presencia solapada de la muerte, tal vez la división del tiempo
en ayer hoy y mañana, con su alcance preciso en la ordenación de todo
quehacer, de toda responsabilidad, de toda ética, o sea, lo humano
propiamente, no existiría. Los animales ignoran su muerte, más bien terminan y
no mueren; la muerte no alienta el corazón de su alma y por eso viven en una
mera sucesión de presentes, sin que ninguna se convierta para ellos en
pretérito o porvenir.

En el fondo pareciera que parte notable del dolor de morir, sea un dolor de la
vida por no haberse realizado en acuerdo a las posibilidades tenidas entre
manos, dolor por un pasado pobre, por no haber sido aún más vida; el resto lo
hace la nostalgia al aproximarse al fin de un viaje maravilloso, como es el breve
viaje por el mundo. Lo ultimo podría ser similar, guardando todas las distancias,
a esa nostalgia, a ratos agobiante, que nos deja el traslado a otro país, o
simplemente, el término de unas vacaciones en que estuvimos a diario junto a
los nuestros en un paraje admirable, días que suponemos no volverán a
repetirse. Frente al canceroso, al moribundo, habría entonces que precisar que
no es tanto la pérdida de las posibilidades respecto al futuro lo que entristece,
sino más bien la pérdida del poder de repetir el pasado; regresar a lugares que
le han sido gratos y donde pasó momentos felices, reunirse otra vez con
amigos y familiares, en suma, la incapacidad de romper el curso inexorable del
tiempo hacia delante para repetir el pretérito, repetición que quizás sea una de
las posibilidades mayores de dominio del tiempo de que dispone el hombre.

Pero el enfermo no sólo siente esta nostalgia exclusiva, sino como ya lo


señalamos antes, todo el orbe de remordimientos por lo no hecho, y a veces la
desesperación por los proyectos tenidos en la mente y ahora bruscamente
troncados. Lo último es el caso de padres que abandonan hijos incapaces de
valerse por sí mismos, o de toda persona que deja desamparada a otra, aun
cuando hasta en ese caso alivia una cierta confianza en que de algún modo
aquello tendrá salida favorable, ya poniendo la fe en Dios, en los familiares o
en el destino. Se trata de un miedo no tanto a la propia muerte, como al
desamparo de otros. Vuelve a revelarse como agobiante, no la muerte en sí, la
aniquilación del ser (si no ponemos en un caso de profanidad extrema) sino lo
incierto de una posible vida feliz de seres que se quieren. De ahí la expresión
que hemos oído tantas veces en asilos de ancianos “no temo a la muerte, no
tengo a nadie a quien hacerle falta” En os otros, en los que dejan hijos, es el
miedo por los impedimentos derivados de su ausencia para el florecer pleno de
las otras vidas es el temor suscitado por el amor a seres susceptibles de
marchitarse; no es un dolor por la muerte en si, sino por el menoscabo de vidas
amadas, lo que prueba que la vida muestra siempre un sentido valioso aun
para quien está ya a punto de abandonarla.

Ahora, es un error la creencia ingenua de que el enfermo terminal mientras


está consciente piensa sin tregua en su sino fatídico. En ese respecto, la vida
también sigue siendo fiel a su inquieta naturaleza de siempre; el enfermo se
absorbe en la espera de la próxima visita de un hijo o de un amigo; se alegra
cuando ve al médico y éste le escucha o le cuenta que se evitará tal o cual
examen molesto; se interesa por saber noticias de su oficina, de sus negocios,
o de sus antiguas actividades; discute sobre política, economía, arte, literatura,
situaciones domésticas, en acuerdo a sus viejas inquietudes. Se queda
pensando en la validez de sus opiniones a las de los otros, para
autoesclarecerse, Se detiene a reflexionar durante horas cómo desarrollará tal
o cual gestión en que está empeñado, si su estado físico se los permite, o si
no, se la encarga a otros encareciéndoles no olvidar detalles.

Hemos visto a cancerosos graves — incluso uno con cáncer del cerebro y
metástasis- cuyo estado corporal les permitía realizar actividades, lanzarse a
trabajos responsables, duros, de largo aliento, en actitud combativa, como si
estuviesen en plena salud, y la muerte no les esperase a sólo semanas o
meses de distancia; por lo menos por la apariencia y la conducta no parecían
pensar tanto en ella. Un agricultor victimada de un cáncer pancreático con
dolores y otras molestias, se hacía llevar tres meses antes de su muerte, a su
fundo a fin de dar indicaciones para las siembras y cultivos de frutales; al
mismo tiempo se preocupaba de ordenar algunos legados para obras de
beneficencia. El carceroso encerrado en su habitación pensando sólo en
acontecimientos trágicos lo hemos visto pocas veces y se trataba de víctimas
de terapias casi demoledoras, o bien, de personas en quienes la enfermedad
había desencadenado una depresión mayor.

Es preciso señalar que el médico y la familia deben mantener activos los


intereses habituales del paciente, guardar serenidad, evitarle sufrimientos
innecesarios, como lo son desde luego algunos exámenes, o consultas a otros
médicos para problemas banales, o de importancia secundaria dado el cuadro
central. El no mostrarse abrumado es de prudencia primaria, pues el enfermo
teme, en no pequeña medida, a su muerte, por la soledad y aflicción que
provocará a sus seres queridos. Eso no significa ostentar una actitud alegre,
desvergonzada, sino más serena, tierna, amorosa, no marginándolo de las
noticias importantes y decisiones habituales.
La avidez con la cual absorben los nuevos descubrimientos científicos y
técnicos, el calor puesto en la discusión de temas políticos, éticos o religiosos
— aún en ateos —, el temor por la destrucción del planeta por la contaminación
ambiental y la desertificación de la tierra, o por las posibles manipulaciones del
código genético, nos hace verlos como personas que se sienten responsables
del acontecer natural o histórico, velan por él y se atemorizan por posibles
desastres a futuro lejano, como ocurre en cualquier persona que no tiene la
muerte a la vista Esto vuelve a revelar lo ya señalado reiteradamente, que la
vida sigue movida por los mismos ímpetus que son de su esencia, hasta el
final, hasta que la muerte no acaba con ella.

El diagnóstico se dará en forma prudente, en el momento oportuno, y de tal


modo que queden a salvo las esperanzas del enfermo para alcanzar a realizar
cosas que le son peculiarmente amadas; el pronóstico debe quedar abierto,
pues nadie puede saber cuál curso seguirá el mal en tal o cual caso concreto,
que no tiene porqué asimilarse a los promedios estadísticos. El ansia de vivir,
como la renuncia a la vida, propia de una existencia cansada, son importantes
en el curso a tomar por el cuadro en estas o las otras personas. A la luz de la
medicina actual sería obcecación negarse a estimar de importancia en el
estallido y curso de la enfermedad, conflictos venidos del centro del alma, al
deseo o no de vivir

La vida humana de suyo es de calidad infinitamente superior a la muerte; el


percibir la luz, el oír el zumbido del viento o la voz de los seres que se ama, el
sentir una mirada cariñosa, el despertar cada mañana a la existencia, son un
milagro absolutamente inalcanzable a lo largo de una eternidad por el puñado
de tierra o de ceniza en que nos convertiremos: por eso un minuto más, abierto
a aquella posibilidad es mucho, es una maravilla, y sería monstruoso precipitar
su desaparición. Se debe aliviar al máximo al enfermo para que aquello sea
gozado, no se le puede privar de eso con pretexto alguno. Sólo cuando la vida
no se ha hecho irreversiblemente vegetativa, no humana, cabe cesar con toda
ayuda sobredimensionada, evitar posibles sufrimientos y despedir tal vida con
la dignidad que se merece.

Con lo expuesto creemos haber señalado un marco para el trato medico a dar
al paciente terminal, sabiendo cuáles son sus inquietudes íntimas, la
importancia del pretérito vivido, del futuro aún no realizado, la pena ocasionada
a los suyos, y no tanto la pesadilla de la muerte en sí, de la corrupción
cadavérica, de la soledad del sepulcro En pacientes de alma religiosa hay
preocupación, naturalmente, por el juicio de Dios y la salvación y el médico
debe procurar substancialmente dar tranquilidad en dicho aspecto solicitando la
ayuda de Sacerdotes o de quien corresponda.

Problema para el médico es no confundir los sentimientos frente a la muerte


experimentados por el paciente, con los experimentados por sus familiares
inmediatos. Estos si, no pueden alejar la idea de que alguien a quien quieren,
se les irá para siempre, de que no podrán consolarse con su ausencia, de que
nada tendrá ya sentido sin él. Hay también en ellos intensos remordimientos
por los actos de desamor, de falta de ayuda, de abandono, en que muchas
veces en plena salud dejaron al ahora moribundo, un deseo vehemente de
poder prolongarle la existencia, aun a riesgo de alargar una enfermedad
dolorosa, a fin de pagar esas deudas. En dicho sentido, el acontecer cotidiano,
las noticias importantes, los éxitos, provocan en ellos menos alegría, pues no
logran evitar el estar subsumidos en una atmósfera de penumbra, cosa que no
ocurre tanto en el enfermo mismo, como lo dijimos antes. La sensación de
soledad, de incomprensión frente a la muerte, es muy propia del familiar, como
lo ha mostrado en páginas famosas San Agustín, en el capítulo de Las
Confesiones dedicado a describir su estado después de la muerte del amigo.
También valen al respecto Las consideraciones de P.L. Landsberg, en su obra
Experiencia de la muerte o las de Simone de Beauvoir en Una muerte muy
dulce.

La diferencie extrema de actitud frente a la muerte entre el enfemo y sus


familiares se muestra en forma ejemplar en el Fedón platónico, donde la
tranquilidad de Sócrates frente a la cicuta que beberá inmediatamente
después, contrasta con la actitud atribulada de sus discípulos, Es claro que
para tal serenidad es preciso haberse preparado desde siempre, como
Sócrates, para ese acto trascendente, Platón defendió la idea de que Ia
fiIosofía se preocupa en el fondo de enseñar a morir.

No creemos que la muerte forme parte intrínseca del dinamismo cotidiano,


minuto a minuto, de la existencia, como afirma Freud al postular un impulso
tanático paralelo al erótico, También lo afirma Heidegger, al definir al hombre
como “un ser para la muerte”, la cual según él, estaría alojada en su morada
íntima más oculta, desde donde lo urgiría a ser auténtico, a fin de pagar una
existencia que es mero regalo. Con la autenticidad no queda en deuda con
dicha existencia gratuita, regalada, como ocurriría si La malgastara en
ocupaciones triviales. La angustia, que para Heidegger sería lo que nos lleva a
visualizar lo más profundo de lo que somos, deriva del estremecimiento que
nos provoca el divisar la muerte en ciertos instantes privilegiados agazapada
en nuestro centro mismo como nuestra más radical posibilidad, la única que no
podremos evitar, y que una vez realizada deja cerrado el paso a toda otra
posibilidad, o sea, a nuestra naturaleza misma, pues nuestra naturaleza
consiste en ser un puro semillero de posibilidades a ejecutar. La muerte
entonces es para él, la posibilidad de la imposibilidad, y es la única posibilidad
ineludible, llegando siempre a tiempo venga cuando venga. Suya es la frase
trágica: “el hombre tan pronto nace es ya suficientemente viejo para morir’”

Para nosotros la muerte está siempre presente en nuestra mente, es nustro


acompañante habitual, forma parte axial del destino dinamiza y pone plazos
para todo quehacer, pero no integra por dentro la esencia misma de la vida; la
vida es actividad innovadora incesante, la muerte dormición perpetua; la
muerte la urge y orienta en su transcurrir, pero sólo como algo irrebasable que
no nos es posible evadir. Los estados depresivos y los actos de sufrimientos,
de crueldad, de exterminio, en que Freud se fundó para postular un principio
intrínseco de muerte, son propios de la vida en si, y no rara vez originados en
una necesidad de tensar la vida, de sentirla más a fondo, de mostrar poder,
sobre todo cuando se trata de suplir una carencia de amor, amor que es lo
único que lleva a experimentarla en su último centro.
Si la muerte formase parte de la estructura natural biológica y antropológica
nuestra — o que es distinto a que ésta se desgaste y tenga al fin un término
genéticamente determinado -, ella nos sería familiar y su recuerdo no
provocaría estremecimiento; pero en verdad es un acompañante imperceptible
e incesante que camina a nuestro lado a lo largo de la existencia e impone más
que un término, una violencia, una corrupta disolución. De vez en cuando la
divisamos súbitamente como un relámpago, desencadenando una escalofriante
visión de lo siniestro; es que es en sí lo siniestro sumo. Se comprende
entonces el llanto de Cristo ante el cadáver de Lázaro pese a su inmediata
resurrección,

En el canceroso, en el sidoso, en cualquier enfermedad terminal, esos


relámpagos son mucho más seguidos; la antípoda de lo siniestro es el amor;
sólo el auténtico amor del médico y de quienes velan junto a él proporciona el
ansiado horizonte de serenidad y paz, pues el amor anonada la muerte
convirtiéndola, no en una aniquilación sino en una dormición.

LOS PROBLEMAS ÉTICOS DE LA MUERTE Y EL MORIR


(2)
Todo problema ético apunta a decidir qué conducta correcta debe adoptarse
ante una situación cualquiera teniendo a la vista cuanto está a la mano hacer
frente a ella y lo que se querría hacer. Si esa situación es la vecindad de la
muerte, un problema es el modo de enfrentarla durante la enfermedad que con
alto grado de certeza se sabe que conducirá a ella, como acabamos de
exponer; otro, la posibilidad de adelantarla para ahorrar sufrimientos, y un
tercero, el donar órganos para transplantes, cuando ya perdida
irreversiblemente la conciencia y toda actividad psíquica por destrucción del
encéfalo, se sepa que la muerte definitiva del organismo es cuestión de horas o
días, pues acecha en la vecindad inmediata. En los casos de muerte sorpresiva
y violencia a manos de terceros es muy difícil suponer que haya momentos de
reflexividad para adoptar conductas éticas, pese a que en ciertos casos se dan
y con gran nobleza.

LA EUTANASIA
El adelantar la hora de la muerte en medio de una enfermedad incurable
huyendo sobre todo del dolor, es lo conocido con el nombre de eutanasia
directa en sus dos formas, activa y pasiva, eutanasia aceptada hoy, como se
sabe, en varios países occidentales, pero conocida desde hace siglos. La
modalidad activa consiste en provocar la muerte a petición del afectado, con
métodos indoloros, cuando se es víctima de enfermedades incurables muy
penosas o progresivas y gravemente invalidantes; el caso más frecuentemente
mostrado es el del cáncer; se recurre, como se comprende, a substancias
especiales mortíferas, o a sobredosis de morfina. En la eutanasia pasiva, se
deja por ejemplo, de tratar una bronconeumonía, o de alimentar por vía
parenteral u otra al enfermo, con lo cual se precipita el término de la vida; es,
como se comprende, muerte por omisión.
Desde un punto de vista ético para diferenciarla del asesinato, se parte de la
base de que cada persona es dueña de disponer de su propia vida, que ésta
abocada a una muerte próxima, ya no tiene destino que el sufrimiento carece
de de sentido, que la vida sólo es valiosa si uno puede valerse libremente de
ella, realizar proyectos, compartir con los otros, tener acceso al placer. Se
acepta incluso que si el paciente no está lúcido puedan solicitar la medida a
parientes próximos, que conociendo el modo de pensar del enfermo, supongan
con cierto grado de certeza de cuál hubiese sido su decisión si hubiese estado
lúcido. En este último caso, se comete a nuestro juicio, el error de transferir sin
crítica, pensamientos que la persona pudo haber expresado en momentos de
buena salud con imagen entonces lejana respecte al significado de la muerte,
con la decisión que en verdad hubiese tomado ahora, cuando ésta ha dejado
de ser una mera imagen distante estereotipada y se divisa frente a frente con
su fuerza sombría aniquiladora.

A diferencia de la eutanasia, en la llamada distanasia se procura artificialmente,


casi siempre por razones políticas alejar el momento de la muerte recurriendo a
cualquier medio, pese a haber conciencia clara de que no hay opción alguna de
regreso a la vida. Aquí, en el fondo se dificulta un morir tranquilo en busca de
ventajas para los demás, ajenas al verdadero interés del paciente.

El término ortotanasia, a diferencia de los anteriores, apunta a adoptar la


conducta más correcta posible para que el paciente próximo a su fin obtenga,
por decirlo así, una buena muerte, sin adelantar ni atrasar artificialmente esa
hora, acudiendo a todas las medidas adecuadas — respiración asistida,
alimentación por las vías aconsejables, posición lo más cómoda posible en la
cama, uso de antibióticos en caso necesario, etc. -, pero sin recurrir a medidas
desproporcionadas, a encarnizamientos terapéuticos, que en ese momento
sólo darían una remotísima esperanza de sobrevida y sólo para conseguir un
trozo soporoso de existencia de calidad mínima. La ortotanasia en el fondo es
aceptada sin reparos éticos.

Tampoco, en general, merece reparos la denominada eutanasia activa


indirecta, como es el caso del uso de morfina para calmar los dolores y que
como se sabe, como efecto agregado, produce una disminución de la
conciencia y una abreviación de la vida. Aquí la intención no es acortar la vida
sino aliviar el sufrimiento, lo cual es sin duda legítimo, siendo lo otro una
consecuencia no deseada.

En cambio sí despierta fuertes dudas éticas la eutanasia activa y pasiva


directa, la cual una vez aceptada es difícil de delimitar en su verdadero
alcance. En este siglo el ejemplo mas espeluznante de su uso fueron los
campos nazis de exterminio, en los cuales se partía de la base que la calidad
de vida de los allí exterminados, era tan mínima, que ellos mismos eran
incapaces de darse cuenta de que para el progreso humano, su persistencia en
el mundo era una rémora. Se comprende que el concepto de calidad de vida
sea de una ambigüedad extrema y se preste para las conductas más
aberrantes. En tal sentido hoy se admite la eutanasia activa sólo cuando es
solicitada por el propio enfermo debido a razones atendibles, y sólo ante un mal
incurable invalidante cuyo fin es la muerte próxima, aunque también se acepta
una eutanasia a pedido de terceros, como en el caso de los niños que nacen
con graves malformaciones. Sin embargo, es claramente difícil señalar límites
para decir cuáles niños pueden vivir y cuales no, e igual ocurriría en el caso de
las personas con déficits mentales y en el de los ancianos con perdida
progresiva de la mente para los cuales también se ha propuesto; los abusos a
los cuales esto puede dar lugar en acuerdo con el criterio ético de las personas
encargadas de decidir, son fácilmente imaginables.

Se ha sugerido el nombre de cacotanasia para la eutanasia impuesta por


ejemplo, a ancianos deteriorados, ajena a la propia opción del afectado, como
ocurrió con las muertes provocadas por auxiliares de enfermería en el hospital
Lainz de Viena, que encontraron repudio universal. El prefijo Kakós significa
malo, de ahí que la palabra cacotanasia apunta hacia una mala muerte.

Los defensores de la eutanasia voluntaria argumentan que se hace un bien al


enfermo terminal liberándolo de sufrimientos ante una vida ya sin destino y
liberando también a la familia y a la sociedad de los cuidados necesarios y de
los desembolsos cada vez mayores de dinero, en la medida en que avanzan
las costosas tecnologías usadas para prolongar esa existencia. Se argumenta
además que no es propio de la dignidad del hombre mostrarlo allí en una
especie de estado casi vegetal, y lo mismo se argumenta para las personas
ancianas demenciadas, incapaces, como se dice, de entrar en un proceso de
actividad colaborativa con las demás personas, y en ese sentido, auténticos
cadáveres vivientes, en acuerdo a nuevas nomenclaturas. En suma: los tres
argumentos centrales serían: liberar a la persona de los sufrimientos, abaratar
los costos de la enfermedad y salvar la dignidad del hombre al librarlo de
exhibir imagen penosa. Tal imagen se suma a la que ya proporciona de suyo —
según cree nuestra época-, el sólo hecho de formar parte del grupo que en
todas partes se señala como el de los viejos, La dignidad curiosamente
aparece fuertemente asociada aquí, en los viejos, y en los enfermos terminales,
no a la proporcionada por el sólo hecho de ser humano, como decía Kant, sino
a la mera apariencia, a la figura que ahí se haya realizado a lo largo de toda
una existencia.

Con respecto a los dolores y otros sufrimientos físicos cabo señalar que ellos
son generalmente manejables y dominables con los recursos actuales de la
medicina por lo menos en casi el 95% de los casos. De otro modo, si el
sufrimiento del enfermo terminal fuese tan agobiante que le hiciera desear la
muerte, no se explicaría cómo a nivel mundial la tasa de suicidio de los
enfermos cancerosos sea idéntica a la tasa de suicidio de la población general.

La queja más frecuente de estos pacientes es el sentimiento de soledad y


abandono y ello — desgraciadamente justificado -, apunta a una falta de los
sentimientos de amor, de gratitud, de solidaridad humana, de los familiares o
de las instituciones. Nos parece que ninguna sociedad avanzaría si en vez de
ser exigida a sacar a luz dicha solidaridad, se la libera suprimiendo
radicalmente a quienes más la necesitan. Si la voz de la conciencia que pide
ayudar al menesteroso de socorro, se acalIa exterminando a tales
menesterosos, es posible que lo más humano del hombre acabe por apagarse
y entonces dicho hombre se mida a sí mismo sólo como productor de bienes en
acuerdo a las exigencias que lo hacen los otros.

Habla de la vida del enfermo terminal como una vida sin destino, es reducir el
destino de la vida a ser mera productora de cosas para los demás, pero si nos
preguntáramos si el destino de tal vida está no sólo en eso, sino también en
mirar la luz del día, gozar con un gesto de cariño, de palabras amables,
saborear las pequeñas cosas que trae la cotidianidad, como lo hemos oído de
tantos de tales enfermos, ¿qué razón hay para descalificar esas vivencias y
privarlas de sentido?.

Que una sociedad tecnológica secularizada como la posmoderna encuentre sin


sentido toda existencia no productiva al servicio de los otros y por lo tanto
encuentre sin tal sentido, no sólo los últimos días de existencia de un enfermo
terminal, sino también los de una persona de edad con grave cercenamiento de
sus capacidades, lo muestra esta cita larga que haremos de la obra Los
Fundamentos de la Bioética, de H. Tristam Engelhardt Jr., una de las mayores
figuras de la bioética contemporánea, partidario decidido de la eutanasia, y en
donde se divisa claramente, cual es el motivo ético profundo que mueve tales
tendencias; el autor dice así: “Estas cuestiones son ineludibles, a medida que
alarguemos las expectativas de vida sin una pareja comprensión de la
morbilidad de edades avanzadas, y al tiempo que se abandonan los vestigios
de la era cristiana. El riesgo de envejecer con la única perspectiva de
encontrarse física y mentalmente disminuido, quizás sea más de lo que puede
soportar la sociedad secular en general o la persona en particular. En el futuro
será cada vez mayor el riesgo — puesto que serán más las personas que vivan
por encima de los ochenta y cinco años — no ya de sufrir los achaques
menores de la edad, sino de pasar meses, incluso años, necesitando asistencia
generalizada, riesgo que se evitaría si se permitiese a las personas ordenar
que se les diese muerte sin dolor en ciertas circunstancias previamente
especificadas. Las personas no temerían envejecer hasta el extremo de que la
vida se convierta en una indignidad para ellos mismos y en una carga para los
demás. Seria una forma de actuar; que no sólo eliminaría ese temor; sino que
liberaría recursos para el cuidado de la salud y aumentaría el placer de la vida,
mientras pudiera vivirse satisfactoriamente”.

En una sociedad avanzada, en acuerdo a este autor, el ideal es que las


personas planeen su muerte de antemano, cuando están en pleno vigor
productivo, a los treinta o cuarenta años, de tal modo de no tener que
avergonzarse cuando la vejez les imponga su propio rigor y se conviertan en
una carga, no gozando ya de esa satisfacción peculiar que da el colaborar
activamente con los otros al bienestar humano. La persona debe dejar
establecido que en tal caso su deseo es que se ponga término a su existencia
mediante la eutanasia activa, si no está ya en condiciones de decir, o que se le
ayude en el suicidio asistido, -que para muchos se distingue de la eutanasia
activa -, si todavía puede solicitar esto, para no seguir siendo onerosa carga.
Engelhardt parece no considerar que la vida vale la pena ser vivida, aun
cuando ya no se tenga la eficiencia propia de la juventud o de la madurez; no
parece darse cuenta tampoco de que cada edad y cada condición humana
posee sus propios agrados, imposibles de percibir desde otras condiciones. El
enfermo postrado en cama cabe que goce con la música, con la comida, con la
conversación, con el afecto, con la serenidad de la habitación, con las
pequeñas atenciones, en la misma medida en que en otras edades y en otras
condiciones se gozaba con conductas distintas, y esto no se puede adivinar
desde las formas de existencia de los treinta o cuarenta años; por ello, en
nuestra opinión, no son válidos testamentos como los sugeridos, venidos de
edades donde no es posible prever los deseos, goces y satisfacciones propias
de otras edades y otras condiciones vitales.

LA DIGNIDAD DEL HOMBRE


En cuanto al argumento de que el enfermo terminal y los cuidados que él
origina y las condiciones biológicas en que se encuentra violen la dignidad
humana y ello incline a hacerlo desaparecer mediante la eutanasia o el suicidio
asistido, nos parece un juicio excesivo. El hombre tiene dignidad por sí mismo y
por pertenecer a una especie que ha logrado llegar a ser la única que tiene
conciencia de sí misma, goza de libertad, se autogobierna y gobierna en cierto
modo al mundo, y por lo mismo, es éticamente responsable. El grado de
dignidad de cada hombre no se mide por su nivel de inteligencia, por su
sensibilidad ante tales o cuales cosas, o por ser más o menos libre en cada
una de sus acciones, sino por ser uno de los individuos de una especie de tal
categoría. La especie puede haber conseguido un grado mayor o menor de
perfección en la elaboración de cada uno de sus individuos, a veces casi ha
fracasado pero la dignidad se les da el ser representantes de lo que ella ha
conseguido en cuanto tal a lo largo de su historia. Así, el hombre es digno en
cada una de sus etapas, desde las embrionarias a las finales, por ser uno de
los miembros - mayor o menormente favorecido-, de lo que la especie ha
conseguido en sus miles de años de labor.

Kant partiendo desde otro punto de vista, y también sin aludir a las cualidades
del hombre tal o cual, ha dicho que él por ser persona ética, siempre debe
considerarse un fin en sí mismo, con una dignidad especial, y nunca medio
para algo, para sólo tareas productivas sociales, por ejemplo; es digno por el
mero hecho de pertenecer al género humano sin hacer mención de que ello
depende de sus condiciones personales individuales. De ahí que desde su
origen hasta su muerte, ni desde el punto de vista de Kant, ni desde el punto de
vista aquí postulado, pueda considerársele valioso exclusivamente sólo si no
perturba a los otros, o si los sirve al coordinar su actividad con la de ellos;
nosotros postulamos que él vale por ser el representante de lo máximo
específico en calidad conseguido hasta hoy por la vida en este planeta, en
cualquier condición en que él individualmente en un momento dado se
encuentre.

El punto de vista de Engelhardt y de muchos contemporáneos hace ver al


hombre como un medio y no como un fin, ya que le da valor mientras está
capacitado para producir y consumir bienes junto con los otros, tomar activa
participación en todo, gozar plenamente de los placeres, y se le niega dicho
valor cuando deja de hacerlo. No sería aventurado pensar, entonces, que el
énfasis en el derecho a la eutanasia y al suicidio asistido, sólo escondiese un
cierto afán economicista y no un interés humanitario de velar por la dignidad del
hombre cualquiera sea su estado. Es propio de la naturaleza del hombre el
sufrir, el envejecer, el enfermarse y el morir, y no cabe avergonzarse ni sentirse
indigno por sufrir, envejecer o enfermarse, menos aún considerar indigno a otro
por tales razones; creemos que justo por eso merece los mayores cuidados y
atenciones. La dignidad del hombre está en su obrar ético y no en cosas, es
indigno quien roba, mata, engaña, etc., pero no quien envejece ni quien se
enferma.

Si se le niega una dignidad venida del solo hecho de pertenecer a la especie


humana y si para ser digno se le exigen determinadas condiciones de edad
cronológica, de capacidad de rendimiento intelectual, espiritual y material, y de
gozar en acuerdo a lo que la juventud y la madurez plena de una sociedad
tecnológica pide, se estaría privando al hombre de su derecho a vivir en
cualquier condición que se encuentre. De ese modo podrían llegar a
establecerse selecciones arbitrarias respecto a quienes tendrían derecho a
existir, es decir, limitaciones que en una sociedad economicista como la actual
pueden ser cada vez más estrictas, volviéndose a ratos pavorosas.

Una cita que denuncia esta situación y que según autores obligaría a tomar de
inmediato una actitud más activa en defensa de lo humano del hombre es la de
W.J. Winslade y J. Ross, que señala que a largo plazo el problema de la
eutanasia se resolverá “no mediante el establecimiento del derecho a la vida,
del derecho a la muerte, de los derechos de los pacientes, o de las
responsabilidades de los médicos, sino a través de imperativos económicos, El
poner término a un tratamiento podrá llegar a ser una opción deseada porque
el tratamiento es demasiado oneroso. El análisis económico no se aviene con
la preocupaciones surgidas de la ética. Antes de que estas políticas fijadas en
base a los costos comiencen a darnos en la cabeza, es necesario encontrar un
camino con el corazón. Lamentablemente no queda mucho tiempo.

Los pacientes en muerte cerebral se han convertido en los nuevos muertos; los
pacientes permanentemente inconscientes se han transformado en los casi
muertos. El problema siguiente que debemos enfrentar es el de aquellos
pacientes considerados como los muertos vivos: los viejo dementes,
conscientes o semiconscientes que ya no comparten totalmente la experiencia
humana común, pero que no tienen una enfermedad terminal. Algunos autores
los denominan los “biológicamente tenaces”. Este lenguaje sugiere que esas
personas ya no son bienvenidas y justo en ese lenguaje yace el dilema ético
que plantea la suspensión de los tratamientos (5).

En todo caso queda abierto con estas nuevas posturas éticas, un claro enigma
para el derecho a la existencia y por lo tanto, para el límite entre la vida y la
muerte, si es que ya al enfermo en estado vegetativo, y al demente se les
colocan, no entre los seres vivos, sino como cadáveres vivientes, o como
residuos biológicos. Esta nueva nomenclatura empieza a adquirir ya cierta
vigencia y debe obligamos a reflexionar de nuevo sobre qué entendemos por
vida y muerte, y dónde ubicamos sus confines y si nos guiamos para ello en lo
que la ciencia, la medicina y la ótica postulan, o nos inclinamos hacia lo que
una época posmoderna tecnológica, economicista y hedonista digan.
LA DONACIÓN DE ÓRGANOS
Así como la eutanasia y el suicidio asistido pretenden adquirir un rango ético a
tono con una época eminentemente tecnológica, donde lo importante son los
seres humanos capaces de acoger y crear técnicas nuevas sin marginarse por
edad o enfermedad, otro problema, el de los transplantes de órganos únicos y
fundamentales, también ha movido la frontera de lo que hasta apenas hace
poco parecía el límite irrebasable entre la vida y la muerte. Para todos o casi
todos los, pueblos, el cese definitivo de la función cardiorrespiratoria era el fin
de la vida humana y el comienzo de la muerte: ahí se entraba en el estado de
cadáver y se iniciaban los procesos de descomposición. Lógicamente tal
definición, a lo menos en Occidente, se hizo inaceptable y anacrónica desde el
momento en que hace unas pocas décadas se vio que un viejo sueño se hacía
técnicamente posible: transplantar un corazón en óptimo estado - y en principio
cualquier órgano - desde una persona sana a otra seriamente enferma, con lo
cual podría dejársela tan bien como antes de enfermarse. Para no cometer
homicidios, la persona que proporcionaría el corazón, el hígado o el órgano que
fuese, debía estar abocada de inmediato a una muerte inminente en horas o
días y haber perdido totalmente la conciencia y cualquier tipo de relación
psíquica con el mundo, en otras palabras, en un especial estado de coma;
debía ser posible todavía, para mantener al comatoso con respiración asistida,
velar por el funcionamiento de su corazón, por su alimentación, su hidratación,
con todos los medios que para esos casos actualmente se dispone. Este
cuadro aparece justo en la llamada muerte cerebral o mejor aún, muerte
encefálica, pues sólo la muerte de todo el cerebro, y en concreto del tronco, es
lo que asegura, que dejadas de lado la respiración asistida y en otras medidas
auxiliares, la muerte absoluta con paro respiratorio y cardiaco, aparecerá en
minutos u horas. La mera muerte de la corteza cerebral, sin compromiso del
tronco, da lugar a los estados vegetativos prolongados, pero no a la pérdida de
la función respiratoria y a continuación de la cardiaca. El diagnóstico definitivo
de muerte encefálica exige excluir previamente estados parecidos provocados
por grandes hipotermias o por intoxicaciones como las de barbitúricos o de
benzodiacepinas, que mueven a engaños.

La muerte encefálica puede ser debida entre otras causas a traumatismos


encefalocraneanos graves, a hemorragias intracerebrales, etc. El diagnóstico
se hace a base de síntomas que incluyen la pérdida profunda de la conciencia,
la incapacidad corporal para reaccionar a estímulos dolorosos, auditivos o
luminosos; la ausencia de movimientos musculares espontáneos y ausencia de
movimientos espontáneos de respiración, las pupilas fijas y dilatadas sin
respuesta a la luz; reflejos oculocefálicos y oculovestibulares ausentes. Lo
esperable es que tampoco haya reflejos tendinosos o plantares, aunque según
algunos podrían esbozarse por indemnidad de segmentos de la médula
espinal.

El electroencefalograma plano repetido con seis o doce horas de diferencia


confirmaría el diagnóstico, aun cuando la presencia de cierta actividad aislada y
errática, por conservar actividad aún en islotes celulares de la corteza, no niega
categóricamente dicho diagnóstico. Para confirmarlo se considera suficiente la
persistencia de todo lo anterior por veinticuatro horas.
Estos criterios de muerte encefálica cerebral fueron elaborados por el Comité
ad-hoc de la Escuela de Medicina de Harvard en 1968, y afirma que el cerebro
estaría muerto pera todos los propósitos prácticos, cuando ya no funciona ni
volverá a hacerlo, e identifica la muerte cerebral con muerte del individuo y su
paso al estado de cadáver. El Comité considera que el declarar muerto al
individuo y aconsejar incluso el cese de la respiración mecánica, despeja el
camino para el transplante de órganos; en cambio estima obsoleto el criterio
clásico de muerte. El examen anatomopatológico muestra ahí daño estructural
importante, aun cuando cabe pensar que algunos de tales daños podrían
deberse al tiempo que media entre el diagnóstico clínico y la autopsia.

Dados en un paciente de muerte encefálica como síntomas capitales: el coma,


la apnea y el electroencefalograma plano repetido a las 24 horas, se puede
predecir que la muerte cardiocirculatoria ocurrirá a las pocas horas, aunque
haya un esmerado cuidado intensivo: se sabe también que se puede alejar por
horas o días el paro cardíaco con el uso por ejemplo, de ADH y epinefrina.

La falta de respiración espontánea que muestra el compromiso de una función


primordial del bulbo raquídeo y garantiza el declarar muerto al cerebro, es
primordial como signo. Por eso uno de los tests importantes a realizar es el test
de apnea, que es un arma de doble filo, pues el test mismo mal realizado
puede precipitar la muerte. De ahí que requiera de gran pericia y no sea fácil de
ejecutar par cualquier médico. El test de apnea positivo apunta con seguridad a
la existencia de muerte encefálica. Otro método orientado a lo mismo es la
angiografía de Contraste, que se espera muestre ausencia de circulación
intracraneal, pues a causa del edema de los tejidos no debiera haber dicha
circulación. Como se sabe el tejido encefálico no puede sobrevivir en tales
condiciones más allá de los cinco minutos.

Pero, nos preguntamos, ¿muerto el encéfalo muere simultáneamente el resto


del cuerpo como conjunto unitario, o ello no se divisa tan claramente así?

Al respecto se conoce el caso de tres mujeres embarazadas con diagnóstico de


muerte cerebral que sin embargo fueron mantenidas vivas con todos los
cuidados estimados necesarios empezando por la alimentación enteral, uso de
antibióticos, tiroxina cortisol, etc., según fueran las necesidades peculiares de
cada caso, obteniéndose en las tres el nacimiento por cesárea de niños sanos.
Una de las pacientes estuvo 107 días con vida después del diagnóstico de
muerte cerebral y murió terminada ya la cesárea al interrumpirse la ventilación
mecánica, pues no hubo respiración espontánea y el paro cardiaco sobrevino
casi enseguida.

En esas tres mujeres, muerto el cerebro, el cuerpo como un todo ha seguido


viviendo, siendo capaz de asimilar alimentos; incluso una sube varios kilos de
peso; ello habla de un funcionamiento armonioso y adecuado de todo lo
necesario nada menos que para permitir el desarrollo fetal.

De ese modo no se trata aquí de la mera vida residual de tejidos, frecuente en


los cadáveres, sino de la vida corpórea en cuanto unidad tal como cuando se
estaba en plena salud, salvo el hecho naturalmente muy importante, de que
ahora se necesita apoyo tecnológico para mantener a respiración y la
circulación; pero los tejidos y las células son capaces de asimilar como antes,
hecho inconcebible en un mero cadáver en que casi todo se disgrega y entra
en descomposición.

De ahí que el transplante de órganos se haga de un cuerpo todavía vivo a otro


necesitado de ellos; el corazón, el hígado, los riñones transplantados no son
cadavéricos sino vivos, pese a que el donante ya antes ha muerto
encefálicamente. En suma, muerte encefálica no significa simultáneamente
muerte del cuerpo entero; ésta ocurrirá rápidamente debido a la apnea y a la
detención de la circulación si no hay ayuda tecnológica, pero con ésta, dicha
vida corpórea puede prolongarse.

Justamente por no ser todavía un cadáver, el donante de órganos muestra un


auténtico acto de generosidad, pues es generosidad desprenderse de órganos
que al extraerlos pondrán punto final a la vida, ya que por escuálida que sea la
vida que reste y dependa ahora de una pura tecnología, la adherencia del ser
humano a ella es tal, que no puede dejarla sin dolor: es como un amor último a
aquel cuerpo sin el cual nada de lo que pudo realizar, habría adquirido
reciedumbre y existencia, porque el cuerpo no es mera envoltura sino lo que le
da reciedumbre al alma. Es imposible imaginarse el más mínimo trabajo de la
inteligencia, de la afectividad, de la sensorialidad, de la voluntad, sin que en su
elaboración y configuración no hubiera participado activamente la totalidad
corpórea. Ninguna productividad consciente adquiriría consistencia si no se
mostrare a través del fulgor de la mirada, la viveza de los gestos, la expresión
del rostro, la postura del cuerpo y de las manos. Sabemos del compromiso
profundo de cuanto hay de biológico en el hombre en las esperanzas, triunfos y
desastres de la vida cotidiana. De ahí que lo llamado persona humana que
incluye fundamentalmente la conciencia, la voluntad libre, la existencia auna
con las otras personas, forme unidad intima con su cuerpo en cuanto co-
receptor, colaborador y co-proyector de lo llamado el mundo propio elaborado a
lo largo de la existencia por dicha persona. El cuerpo nos puede favorecer o
desfavorecer en determinadas circunstancias pero cuidamos siempre de él
pues nadie puede asegurar lo que sería de nosotros, si se nos priva del cuerpo.
Por eso, así como velamos por ocultar lo que nos parece defectuoso del alma,
velamos por ocultar los defectos del cuerpo y velamos también por
salvaguardar la intimidad de ambos, lo cual se expresa en ese sentimiento tan
propio del hombre, llamado pudor que trasciende a la muerte, pues muy pocos
permanecerían indiferentes a la imagen de un cadáver desnude expuesto a la
mirada pública

Como todo acto de generosidad, la donación de órganos debe ser otorgada


voluntariamente previo consentimiento informado, sin que se de por presunta, o
se obligue a la persona a declarase públicamente no generosa, al negase a tal
donación.

LA NUEVA MUERTE
Sin embargo, esta trascendencia del cuerpo y no sólo de la mente para
declarar muerto a alguien no es lo acogido por la cultura actual, que tiende por
las razones dadas antes, a no preocuparse de cuerpos ya sin vigencia social.
Así para pacientes en coma vegetativo donde la respiración y el latido cardiaco
persisten, empiezan a proponerse medicamentos que detengan más rápido
todo eso, ya que, según se agrega, sólo razones emocionales y no racionales
impiden trasladar a tales seres a la morgue, hay investigadores que no
encuentran muy diferente lo que se haría aquí, con lo que se hace a diario en el
caso de los transplantes.

Robert D. Trugg y James C. Fackler, escriben en 1992, aludiendo justo a tales


enfermos: “… en vez de esperar días o semanas para que la respiración de
estos pacientes se detenga, se podrían usar medicamentos para detenerlas
más rápidamente. Cualquier analogía que se pueda ver con la eutanasia, es
inadecuada, puesto que los pacientes ya estarían diagnosticados como
muertos. La intervención activa para obtener el cese de la circulación y de la
respiración en pacientes muertos no se diferencia en nada con nuestra práctica
habitual de poner fin a estas funciones cuando sacamos el corazón y/o los
pulmones del donante de órganos en muerte cerebral” (6) Incluso en vista de la
dificultad de fijar desde un punto de vista científico el momento preciso de la
muerte en la muerte cerebral, los autores proponen cambiar el concepto. Dicen:
“El momento justo, dentro de este proceso, en que se dice que ocurre la
muerte, es un punto que no puede descubrirse a través de un proceso
empírico, sino que más bien debe ser escogido por el consenso social”. (6)

Por último, agregan: “Los clínicos y los eticistas pueden educar al público
acerca de conceptos de muerte científicamente precisos y filosóficamente
defendibles, pero el lugar preciso donde marcar la línea entre los vivos y los
muertos debe ser una decisión de la sociedad como un todo, articulada a
través de leyes, de casos legales y de la política pública”.(6)

En suma, ya no es la ciencia, la filosofía, la antropología quienes decidirían en


última instancia quién está vivo y quién está muerto en acuerdo a criterios
rigurosos, sino que es la sociedad la que lo determina, empezando por
establecer varias categorías de muertos como vimos, en acuerdo al grado de
carga que su cuidado exige y a la imposibilidad de recuperar su antigua
autonomía.

Hemos llegado así a un momento curioso y extraño de la historia de Occidente,


en que por vez primera se oculta el límite entre la vida y la muerte, que jamás
estuvo en duda para nuestros antepasados, y se hace necesario ahora, en
acuerdo a la nueva visión del mundo que empieza rápidamente a imponerse,
delegar en el criterio social quiénes merecen el nombre de vivos y quiénes el
de muertos, incluso la eutanasia empieza a desaparecer, si se declara
socialmente muertos a los enfermos terminales, o a los dementes, y lo único
que se hace al inyectarles un determinado tóxico, es acabar con su “pertinacia
biológica”, según se dice en esta asombrosa nomenclatura

Con la visión sucinta de lo que a nuestro juicio nos parece el estado actual del
problema de la muerte y del morir, dejamos insinuada cual es la tarea de la
ética cuyo fin es asegurar el bien del hombre dentro de una existencia confiada
en que se respetarán todos los tramos de su desarrollo desde su primer origen
en el vientre materno, hasta su último fin, sea éste cual fuese, pero que en
ningún caso queda en manos de los demás hombres determinar
arbitrariamente los límites de dicha existencia, en base a principios
exclusivamente pragmáticos o utilitarios.

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