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Armando Roa
Por eso se rebela contra tal diagnóstico, lo supone equivocado, monta en ira
contra los demás a quienes ve dueños tranquilos de algo de que a él se le
acaba de desposeer, se deprime, confía en algún descubrimiento de última
hora o en un milagro y a ratos o hacia el final se resigna. E. Kubler-Ross ha
descrito las fases anímicas por las cuales pasarían los enfermos al oír tan
infausta noticia: la primera es de negación, la segunda de ira, la tercera de
regateo por su vida (hacen promesas a Dios o a sus familiares de que se
comportarán de tal o cual forma si mejoran), la cuarta etapa es de depresión
total y razonable y la quinta de aceptación, etapa a la cual no siempre se llega.
Numerosos autores — incluso nosotros mismos — no ven seriadas tales
etapas sino entremezcladas hasta la última hora, siendo cierto aquello de que
siempre un hilo de esperanza se mantiene, y de que los enfermos pierden la
vida, pero no la esperanza.
Sin embargo, lo más agobiante, lo que vuelve una y otra vez a los ojos del
enfermo de muerte, es el recuerdo de las ingratitudes, de los egoísmos, de las
palabras agresivas, de las infidelidades que tuvo para con los suyos; darían
todo por poder reparar aquello, y siente que es demasiado tarde para hacerlo;
desea pedir perdón y ser perdonado. Por su pasado pecaminoso enormemente
abultado por el ánimo depresivo propio de la enfermedad no se siente digno de
ocasionar molestias, de hacer sufrir a los suyos, de dejarles una secuela de
gastos económicos, lo que le lleva, junto al deseo de no querer morir, al deseo
ambivalente de morir, para dejar de ser una pesadilla.
En el fondo pareciera que parte notable del dolor de morir, sea un dolor de la
vida por no haberse realizado en acuerdo a las posibilidades tenidas entre
manos, dolor por un pasado pobre, por no haber sido aún más vida; el resto lo
hace la nostalgia al aproximarse al fin de un viaje maravilloso, como es el breve
viaje por el mundo. Lo ultimo podría ser similar, guardando todas las distancias,
a esa nostalgia, a ratos agobiante, que nos deja el traslado a otro país, o
simplemente, el término de unas vacaciones en que estuvimos a diario junto a
los nuestros en un paraje admirable, días que suponemos no volverán a
repetirse. Frente al canceroso, al moribundo, habría entonces que precisar que
no es tanto la pérdida de las posibilidades respecto al futuro lo que entristece,
sino más bien la pérdida del poder de repetir el pasado; regresar a lugares que
le han sido gratos y donde pasó momentos felices, reunirse otra vez con
amigos y familiares, en suma, la incapacidad de romper el curso inexorable del
tiempo hacia delante para repetir el pretérito, repetición que quizás sea una de
las posibilidades mayores de dominio del tiempo de que dispone el hombre.
Hemos visto a cancerosos graves — incluso uno con cáncer del cerebro y
metástasis- cuyo estado corporal les permitía realizar actividades, lanzarse a
trabajos responsables, duros, de largo aliento, en actitud combativa, como si
estuviesen en plena salud, y la muerte no les esperase a sólo semanas o
meses de distancia; por lo menos por la apariencia y la conducta no parecían
pensar tanto en ella. Un agricultor victimada de un cáncer pancreático con
dolores y otras molestias, se hacía llevar tres meses antes de su muerte, a su
fundo a fin de dar indicaciones para las siembras y cultivos de frutales; al
mismo tiempo se preocupaba de ordenar algunos legados para obras de
beneficencia. El carceroso encerrado en su habitación pensando sólo en
acontecimientos trágicos lo hemos visto pocas veces y se trataba de víctimas
de terapias casi demoledoras, o bien, de personas en quienes la enfermedad
había desencadenado una depresión mayor.
Con lo expuesto creemos haber señalado un marco para el trato medico a dar
al paciente terminal, sabiendo cuáles son sus inquietudes íntimas, la
importancia del pretérito vivido, del futuro aún no realizado, la pena ocasionada
a los suyos, y no tanto la pesadilla de la muerte en sí, de la corrupción
cadavérica, de la soledad del sepulcro En pacientes de alma religiosa hay
preocupación, naturalmente, por el juicio de Dios y la salvación y el médico
debe procurar substancialmente dar tranquilidad en dicho aspecto solicitando la
ayuda de Sacerdotes o de quien corresponda.
LA EUTANASIA
El adelantar la hora de la muerte en medio de una enfermedad incurable
huyendo sobre todo del dolor, es lo conocido con el nombre de eutanasia
directa en sus dos formas, activa y pasiva, eutanasia aceptada hoy, como se
sabe, en varios países occidentales, pero conocida desde hace siglos. La
modalidad activa consiste en provocar la muerte a petición del afectado, con
métodos indoloros, cuando se es víctima de enfermedades incurables muy
penosas o progresivas y gravemente invalidantes; el caso más frecuentemente
mostrado es el del cáncer; se recurre, como se comprende, a substancias
especiales mortíferas, o a sobredosis de morfina. En la eutanasia pasiva, se
deja por ejemplo, de tratar una bronconeumonía, o de alimentar por vía
parenteral u otra al enfermo, con lo cual se precipita el término de la vida; es,
como se comprende, muerte por omisión.
Desde un punto de vista ético para diferenciarla del asesinato, se parte de la
base de que cada persona es dueña de disponer de su propia vida, que ésta
abocada a una muerte próxima, ya no tiene destino que el sufrimiento carece
de de sentido, que la vida sólo es valiosa si uno puede valerse libremente de
ella, realizar proyectos, compartir con los otros, tener acceso al placer. Se
acepta incluso que si el paciente no está lúcido puedan solicitar la medida a
parientes próximos, que conociendo el modo de pensar del enfermo, supongan
con cierto grado de certeza de cuál hubiese sido su decisión si hubiese estado
lúcido. En este último caso, se comete a nuestro juicio, el error de transferir sin
crítica, pensamientos que la persona pudo haber expresado en momentos de
buena salud con imagen entonces lejana respecte al significado de la muerte,
con la decisión que en verdad hubiese tomado ahora, cuando ésta ha dejado
de ser una mera imagen distante estereotipada y se divisa frente a frente con
su fuerza sombría aniquiladora.
Con respecto a los dolores y otros sufrimientos físicos cabo señalar que ellos
son generalmente manejables y dominables con los recursos actuales de la
medicina por lo menos en casi el 95% de los casos. De otro modo, si el
sufrimiento del enfermo terminal fuese tan agobiante que le hiciera desear la
muerte, no se explicaría cómo a nivel mundial la tasa de suicidio de los
enfermos cancerosos sea idéntica a la tasa de suicidio de la población general.
Habla de la vida del enfermo terminal como una vida sin destino, es reducir el
destino de la vida a ser mera productora de cosas para los demás, pero si nos
preguntáramos si el destino de tal vida está no sólo en eso, sino también en
mirar la luz del día, gozar con un gesto de cariño, de palabras amables,
saborear las pequeñas cosas que trae la cotidianidad, como lo hemos oído de
tantos de tales enfermos, ¿qué razón hay para descalificar esas vivencias y
privarlas de sentido?.
Kant partiendo desde otro punto de vista, y también sin aludir a las cualidades
del hombre tal o cual, ha dicho que él por ser persona ética, siempre debe
considerarse un fin en sí mismo, con una dignidad especial, y nunca medio
para algo, para sólo tareas productivas sociales, por ejemplo; es digno por el
mero hecho de pertenecer al género humano sin hacer mención de que ello
depende de sus condiciones personales individuales. De ahí que desde su
origen hasta su muerte, ni desde el punto de vista de Kant, ni desde el punto de
vista aquí postulado, pueda considerársele valioso exclusivamente sólo si no
perturba a los otros, o si los sirve al coordinar su actividad con la de ellos;
nosotros postulamos que él vale por ser el representante de lo máximo
específico en calidad conseguido hasta hoy por la vida en este planeta, en
cualquier condición en que él individualmente en un momento dado se
encuentre.
Una cita que denuncia esta situación y que según autores obligaría a tomar de
inmediato una actitud más activa en defensa de lo humano del hombre es la de
W.J. Winslade y J. Ross, que señala que a largo plazo el problema de la
eutanasia se resolverá “no mediante el establecimiento del derecho a la vida,
del derecho a la muerte, de los derechos de los pacientes, o de las
responsabilidades de los médicos, sino a través de imperativos económicos, El
poner término a un tratamiento podrá llegar a ser una opción deseada porque
el tratamiento es demasiado oneroso. El análisis económico no se aviene con
la preocupaciones surgidas de la ética. Antes de que estas políticas fijadas en
base a los costos comiencen a darnos en la cabeza, es necesario encontrar un
camino con el corazón. Lamentablemente no queda mucho tiempo.
Los pacientes en muerte cerebral se han convertido en los nuevos muertos; los
pacientes permanentemente inconscientes se han transformado en los casi
muertos. El problema siguiente que debemos enfrentar es el de aquellos
pacientes considerados como los muertos vivos: los viejo dementes,
conscientes o semiconscientes que ya no comparten totalmente la experiencia
humana común, pero que no tienen una enfermedad terminal. Algunos autores
los denominan los “biológicamente tenaces”. Este lenguaje sugiere que esas
personas ya no son bienvenidas y justo en ese lenguaje yace el dilema ético
que plantea la suspensión de los tratamientos (5).
En todo caso queda abierto con estas nuevas posturas éticas, un claro enigma
para el derecho a la existencia y por lo tanto, para el límite entre la vida y la
muerte, si es que ya al enfermo en estado vegetativo, y al demente se les
colocan, no entre los seres vivos, sino como cadáveres vivientes, o como
residuos biológicos. Esta nueva nomenclatura empieza a adquirir ya cierta
vigencia y debe obligamos a reflexionar de nuevo sobre qué entendemos por
vida y muerte, y dónde ubicamos sus confines y si nos guiamos para ello en lo
que la ciencia, la medicina y la ótica postulan, o nos inclinamos hacia lo que
una época posmoderna tecnológica, economicista y hedonista digan.
LA DONACIÓN DE ÓRGANOS
Así como la eutanasia y el suicidio asistido pretenden adquirir un rango ético a
tono con una época eminentemente tecnológica, donde lo importante son los
seres humanos capaces de acoger y crear técnicas nuevas sin marginarse por
edad o enfermedad, otro problema, el de los transplantes de órganos únicos y
fundamentales, también ha movido la frontera de lo que hasta apenas hace
poco parecía el límite irrebasable entre la vida y la muerte. Para todos o casi
todos los, pueblos, el cese definitivo de la función cardiorrespiratoria era el fin
de la vida humana y el comienzo de la muerte: ahí se entraba en el estado de
cadáver y se iniciaban los procesos de descomposición. Lógicamente tal
definición, a lo menos en Occidente, se hizo inaceptable y anacrónica desde el
momento en que hace unas pocas décadas se vio que un viejo sueño se hacía
técnicamente posible: transplantar un corazón en óptimo estado - y en principio
cualquier órgano - desde una persona sana a otra seriamente enferma, con lo
cual podría dejársela tan bien como antes de enfermarse. Para no cometer
homicidios, la persona que proporcionaría el corazón, el hígado o el órgano que
fuese, debía estar abocada de inmediato a una muerte inminente en horas o
días y haber perdido totalmente la conciencia y cualquier tipo de relación
psíquica con el mundo, en otras palabras, en un especial estado de coma;
debía ser posible todavía, para mantener al comatoso con respiración asistida,
velar por el funcionamiento de su corazón, por su alimentación, su hidratación,
con todos los medios que para esos casos actualmente se dispone. Este
cuadro aparece justo en la llamada muerte cerebral o mejor aún, muerte
encefálica, pues sólo la muerte de todo el cerebro, y en concreto del tronco, es
lo que asegura, que dejadas de lado la respiración asistida y en otras medidas
auxiliares, la muerte absoluta con paro respiratorio y cardiaco, aparecerá en
minutos u horas. La mera muerte de la corteza cerebral, sin compromiso del
tronco, da lugar a los estados vegetativos prolongados, pero no a la pérdida de
la función respiratoria y a continuación de la cardiaca. El diagnóstico definitivo
de muerte encefálica exige excluir previamente estados parecidos provocados
por grandes hipotermias o por intoxicaciones como las de barbitúricos o de
benzodiacepinas, que mueven a engaños.
LA NUEVA MUERTE
Sin embargo, esta trascendencia del cuerpo y no sólo de la mente para
declarar muerto a alguien no es lo acogido por la cultura actual, que tiende por
las razones dadas antes, a no preocuparse de cuerpos ya sin vigencia social.
Así para pacientes en coma vegetativo donde la respiración y el latido cardiaco
persisten, empiezan a proponerse medicamentos que detengan más rápido
todo eso, ya que, según se agrega, sólo razones emocionales y no racionales
impiden trasladar a tales seres a la morgue, hay investigadores que no
encuentran muy diferente lo que se haría aquí, con lo que se hace a diario en el
caso de los transplantes.
Por último, agregan: “Los clínicos y los eticistas pueden educar al público
acerca de conceptos de muerte científicamente precisos y filosóficamente
defendibles, pero el lugar preciso donde marcar la línea entre los vivos y los
muertos debe ser una decisión de la sociedad como un todo, articulada a
través de leyes, de casos legales y de la política pública”.(6)
Con la visión sucinta de lo que a nuestro juicio nos parece el estado actual del
problema de la muerte y del morir, dejamos insinuada cual es la tarea de la
ética cuyo fin es asegurar el bien del hombre dentro de una existencia confiada
en que se respetarán todos los tramos de su desarrollo desde su primer origen
en el vientre materno, hasta su último fin, sea éste cual fuese, pero que en
ningún caso queda en manos de los demás hombres determinar
arbitrariamente los límites de dicha existencia, en base a principios
exclusivamente pragmáticos o utilitarios.