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33 y 1/tercio vi
Adán Buenosayres
Leopoldo Marechal
33 y 1/tercio vi
equipo de redacción: raúl flores iriarte / jorge enrique lage /
elena v. molina
fotografías de portada: lia
diseño de portada: lien carrazana lau
el hijo bobo
paul auster al recoger el premio príncipe de asturias
take 9 (yordanka almaguer / stuart hughes / elena v. molina /
tom waits / daniel díaz mantilla / betty sargent /
demis menéndez / michael swanwick / raúl flores iriarte
douglas coupland postal desde el antiguo berlin del este
gottfried benn 10 poemas
manuel vázquez montalbán lo nuevo, lo viejo, lo inevitable
ronald suckenick introducción a black ice
v de black (wiley wiggins / michele albert / bayard johnson /
jeffery deshell / richard grossman
jorge alberto aguiar (jaad) borde
damián tabarovsky vista en miniaturas
james p. blaylock el rosado del neón que se desvanece / la
sombra en el umbral
l. santiago méndez alpízar (chago) efory
adriana normand 8
entrevista a roberto bolaño sobre nocturno de chile
felisberto hernández muebles “el canario” / el cocodrilo / elsa
lien carrazana lau llamar de alaska a hawai o viceversa
giorgio agamben notas sobre la política
ricardo alberto pérez seven
kurt vonnegut de payasadas
entrevista a john lennon you say you want a revolution
33 y 1/tercio vi
el hijo bobo
replay
33 y 1/tercio vi
take 9
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33 y 1/tercio vi
minorías (demis menéndez
Aquella soleada mañana del mes de febrero, el Mandatario había
muerto de una larga y penosa enfermedad a la temprana edad de
ochenta años. Y a pesar del luto nacional convocado por la angustia y
el ímpetu, muchos no participaron en sus honras fúnebres.
Las fuerzas militares se habían replegado a sus cuarteles por causa
de la sombra del no-líder. Como quien no quiere las cosas, la policía
había tomado posesión de las calles con la tranquila naturalidad de
los días gloriosos del vasto mandato.
La gente, mejor dicho, el pueblo estaba quieto. Adormecido.
Aletargado en ese transcurrir de amaneceres unos tras otros. Comían
en mesas de a cuatro. Y a veces, invitaban amigos para hacer de la
cena, un discreto festín de recuerdos. Un café y algo de música bien
bajito a causa del luto nacional.
Al mes exacto, casi todos habían olvidado el muerto. Y el luto
nacional.
Dos bandos bien definidos se habían lanzado a los medios en busca
de adeptos y fanáticos. En mejor caso, se decía sin escrúpulos, de los
segundos.
Los Rojos, personas muy cercanas al olvidado Mandatario, se habían
dado a la relectura, análisis y memorización del Manifiesto.
Imprimieron millones de copias e hicieron repartirlas a cada
ciudadano. Incluso a aquellos que no había participado de las honras
fúnebres.
Los Verdes, jóvenes de clase alta y baja clase, se decidieron a
desenterrar las raíces aborígenes. Estudiaron el sánscrito. Se
arriesgaron al peligro de las espirales. Bautizaron sus mítines con la
Biblia, el Corán y el Kamasutra. Sedujeron a los suyos con auténticas
orgías en plazas públicas y estadios.
Nada, sin embargo, me resultó atractivo.
Me retiré a casa y puse la mente en blanco. La página y las paredes
me ayudaron. No tuve recuerdos, ni ansías. No presencié el hambre,
ni participé del sueño. Hice silencio.
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replay
33 y 1/tercio vi
douglas coupland
(alemania occidental, 1961. vive en vancouver, canadá)
replay
33 y 1/tercio vi
gottfried benn
(branderburgo, 1886 – 1956)
chopin
No muy fecundo en la charla,
las opiniones no eran su fuerte,
las opiniones dan rodeos;
mientras Delacroix desarrollaba teorías,
él se inquietaba, por su parte
no podía fundamentar los Nocturnos.
Amante débil;
sombras en Nohant,
donde los hijos de George Sand
no aceptaban sus consejos
pedagógicos.
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¡A las islas!
De nombre Kretowsky – lugar de placer,
palabra de placer–,
baskires, rusos de barba, galgos samoyedos
¡actividad de sensualidad y voluptuosidad!
Primera parte:
"Desde el gorila hasta la destrucción de dios",
Segunda parte:
"De la destrucción de dios hasta la transformación
del hombre físico"–
¡Aguardiente!
El final de las cosas,
un trago de coñac
¡ultraprofundo!
Raskolnikov
(totalmente en apuros con su visión del mundo)
entra en el Kabak,
bar vulgar,
mesas pegajosas,
acordeón,
33 y 1/tercio vi
bebedor permanente,
bolsas bajo los ojos,
uno le solicita
"una conversación razonable", restos de paja en el pelo.
(Asesino de otros:
Dorian Gray, Londres,
olor de saúco,
lluvia de oro color miel
en la casa –sueño de parque–
contempla un rubí de Ceilán para Lady B.,
alquila una orquesta de Gamelán.)
Raskolnikov,
muy tenso,
es despertado por Sonia "con la cara amarilla"
(Prostituta. Su padre
afronta la cosa "al contrario, de modo tolerante"),
ella dice:
"¡Levántate! ¡Ven ahora mismo!
Detente en el cruce de caminos,
besa la tierra, la que ensuciaste,
y ante la que has pecado,
inclínate luego hacia el mundo,
di a todos en voz alta:
Yo soy el asesino–,
¿quieres?
¿Vienes conmigo?"–
y él fue con ella.
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pequeño aster
El cadáver del conductor
de un camión de cerveza
fue alzado sobre la camilla.
Alguien le había colocado entre los dientes
una pequeña flor
oscura–clara–lila.
Cuando le saqué el paladar y la lengua
desde el pecho
con un largo cuchillo
debajo de la piel
he debido rozarla
porque la flor se deslizó
33 y 1/tercio vi
hacia el cerebro vecino.
La guardé en el tórax
entre el aserrín
cuando lo cosían.
¡Bebe hasta la saciedad en tu florero!
¡Descansa en paz,
pequeño aster!
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curetaje
Ahora yace con las piernas abiertas
en el anillo de hierro
en la misma posición
que cuando copulaba.
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turin
"Camino sobre suelas rotas",
escribió ese gran genio del mundo
en su última carta–, entonces
lo llevan a Jena–; psiquiátrico.
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en parte
en casa de mis padres no había ningún Gainsborough
y nadie tocaba a Chopin
una vida intelectual francamente prosaica
mi padre estuvo una vez en el teatro
a principios de siglo
la "Haubenlerche" de Wildenbruch
de eso vivíamos
era todo.
¡Preguntas, preguntas!
Recuerdos en una noche de verano
vislumbrados, esbozados,
en la casa de mis padres no había ningún Gainsborough
todo hundido
sólo en parte, lo total
sela,
fin del salmo.
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madre
Te llevo como una herida
que no se cierra sobre mi frente.
No siempre duele, y el corazón
no se derrama mortalmente por ella.
Sólo algunas veces, de pronto, estoy ciego y siento
sangre en la boca.
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construcción de la frase
Todos tienen cielo, amor y muerte.
Pero no nos ocuparemos de esas cosas,
la cultura se ha encargado de ello.
Lo nuevo es preguntarse por la construcción de la frase,
y esto es lo urgente:
¿Por qué nos expresamos?
Imponentemente incontestable.
No es cuestión de honorarios.
Muchos se mueren de hambre con ello. No.
Es un impulso de la mano,
teledirigido, una capa cerebral,
quizás un mesías retrasado, animal totémico,
priapismo formal a pesar del contenido
que luego olvidaremos.
Pero hoy la construcción de la frase
es lo primario.
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poemas estáticos
Ajena al desarrollo
es la profundidad del sabio,
hijos y nietos
no le inquietan,
no le penetran.
Representar corrientes,
acción,
viajar y llegar
es el signo de un mundo
que no ve claro.
Ante mi ventana,
–dice el sabio–
hay un valle,
en él se juntan las sombras,
dos chopos bordean un camino,
tú sabes– hacia dónde.
Perspectivismo
es otra palabra para su estática:
dibujar líneas,
seguirlas
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según la ley del zarcillo–,
zarcillos chisporrotean–,
también arrojar bandadas, cuervos,
al rojo invernal de cielos matutinos,
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amenaza
Para que sepas:
vivo días animales.
Soy una hora de agua.
En las tardes descansa mi párpado como bosque y cielo.
Mi amor solo conoce pocas palabras:
es tan bello estar cerca de tu sangre.
replay
33 y 1/tercio vi
manuel vázquez montalbán
(barcelona, 1939 – 2003)
replay
33 y 1/tercio vi
ronald sukenick
(Brooklyn, 1932 – 2004)
replay
33 y 1/tercio vi
v de black
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replay
33 y 1/tercio vi
jorge alberto aguiar –jaad–
(la habana, 1966)
1
todo lo que necesitas
y quieres dinero
fuete diario
2
de ciudad a campo
(te lías en místicas
fabricas ecología) ¿pero
cómo evadir la realidad?
humano-cebolleta
en sacos de producción
3
pincha
corta
punza
zarpa
mete baza
cuerpo en paila
charcutería civil
políticas del desplazamiento
lo demás vallas
vallas hermosas
fatigosa publicidad
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vidrieras de vía
pública ansiedad
privada de cavar por boca
cualquier deseo de consumo o libertad
nosotros somos
nadie aglomerados en tensas
multitudes
no puñales
duras finanzas vida
al borde
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I
no había resuello
buscar pesos
chistar dedos en
finanzas domésticas
bordea el puerto
bordea los elevados de la ciudad
bordea tu vida
II
magulló sus 15 años
contra los muros
del Archivo Nacional
contra el paredón de la memoria
sangre y semen
dos pisos más arriba
entre folios
un historiador contaba el vicio
de no sé qué época
cuando impune matones
bordeaban la ley
III
villorro de país para
el miedo
callejuelas que no llegan
a opacos ministerios
al borde de
bordes que
nos cortan
IV
la subimos a un jeep
militar
gemía aun (o lloraba)
V
escritura
terrosa
33 y 1/tercio vi
filtra el pus
tira el cuaderno de apuntes
cualquier biografía o crónica
vida a destajos
mete carne al molinillo
de la realidad
VI
cuando llegamos al hospital
había muerto
replay
33 y 1/tercio vi
damián tabarovsky
(buenos aires, 1967)
vista en miniaturas
¿Por qué?
Creo que toman como un éxito el fracaso de las vanguardias, que
ponían en cuestión la relación entre la vida cotidiana y la literatura, la
literatura entendida como una experiencia de la otredad, de la
ruptura y de la disolución. Algunos lo viven con pesar o son
nostálgicos de la vanguardia, otros lo vivimos con perplejidad en una
tensión entre añorar eso que pudo haber pasado y saber que eso no
va a volver más. Pero hay un largo grupo, el corazón de mi
generación, que lo vive con alegría porque sabe que puede dedicarse
a hacer una literatura que no cuestione nada, que sea falsamente
ingenua y que se convierta en un producto más en el mercado como
tantos otros. El escritor es narcisista, megalómano e improductivo,
valores que yo defiendo. Un escritor como yo, que no gana plata, que
no vende demasiado y que no va a pasar a la posteridad, qué puede
tener que no sea un poco de narcisismo: esa es mi valija portátil.
(extracto de entrevista hecha por Silvina Friera para Página/12)
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la expectativa
Y si uno no hace nada, ¿qué puede hacer?: pensar y esperar, pensar y
esperar. Y la espera se puede convertir en un territorio inhóspito,
áspero, desasosegante. Y pensar volverse un martirio o una cárcel, y
dejar de pensar, un deseo imposible. A Jonathan, el protagonista de
esta historia, la vida se le ha convertido en mera expectativa. En los
años de la bonanza económica llegó a sentirse un triunfador: coche
nuevo, apartamento nuevo, zapatos de marca, pero cuando la crisis
económica convirtió a la Argentina en un páramo laboral, todo se
viene abajo: adiós al auto, adiós al pisito en barrio respetable, adiós al
consumo de marcas. Sólo pensar y pensar, pasear por las calles de su
barrio de siempre, la pizzería de siempre, el paisaje de siempre. El
inicio y el final de una aventura amorosa tan delirante como su propia
existencia y que sólo sirve para hacer más evidente el engaño estéril
de la vida. Y un último esfuerzo: viajar a esa Europa prometida donde
ninguna promesa se cumple. Alguien escribió que “el estilo es una
expectativa defraudada” y si así fuera esta novela sería la mejor
metáfora sobre cómo puede ser una novela cuando ya nada puede
pasar. Tiene algo de kafkiano tanta libertad inútil.
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33 y 1/tercio vi
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replay
33 y 1/tercio vi
james p. blaylock
(long beach, 1950)
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la sombra en el umbral
Fue meses después de haber desmantelado mi acuario que oí un
crujido en la oscuridad, el chirrido de lo que sonaba como pasos en el
portal de mi casa. Me sacó de un letargo literario construido en parte
con tres horas de Julio Verne, en parte con la casual familiaridad de
una botella de whiskey de malta. En el resplandor amarillo de la
lámpara del portal, a través de los pequeños paneles de la mitad
superior de la puerta de roble, vi solo una sombra, tal vez un rostro,
vuelto a medias. Su perfil oscuro se perdía en la confusión de
sombras de un marpacífico sin podar.
El portal en si mismo era una isla rectangular de luz retenida, cortada
por las sombras colgantes de matas en tiestos y por la oscuridad
rectilínea de un par de sillas desteñidas por el tiempo. Alrededor de
esto había un tumulto de malezas. Más allá estaba la calle y el débil
brillo de lámparas como globos, todo bañado por la luz pálida de la
luna que solo servía para oscurecer ese muro de malezas, así que el
33 y 1/tercio vi
portal con su luz amarilla y el follaje parecía un mundo autocontenido
de encanto en vías de desaparición.
No podría decir con certeza, mientras estaba sentado allá mirando
con repentino, inexplicable temor al susto que este tardío visitante
me había dado, si los apéndices llenos de hojas que sobresalían a sus
costados eran brazos o algún extraño revoltijo de miembros y aletas.
Con la luz débil a sus espaldas él era una sombra de pez sumergida
en el aura ámbar del portal, algo que había salido arrastrándose
goteante de algún lejano mar devónico.
En interés de la objetividad, volveré a decir que había estado leyendo
a Julio Verne. Y es muy razonable que una mezcla del libro, las
sombras, las ascuas resplandeciendo en la chimenea, la hora tardía, y
una mórbida sospecha de que nada salvo los líos viajan en los
suburbios después de oscurecer, se hayan combinado para traer a la
existencia esta sombra problemática que no era sino, de hecho, solo
el chirrido de una rama del marpacífico contra la ventana. Pero se
puede entender que no me moría por abrir la puerta.
Dejé el libro a un lado en silencio, imágenes del interior del Nautilus
divagando por mi conciencia y sumergiéndose, y recuerdo haber
pensado en lo apropiado de la escena en la novela: los paneles de
cristal envueltos en cobre más allá de los cuales flotaban sábanas
transparentes de agua iluminadas por la luz del sol; las perezosas
ondulaciones de anguilas y peces, de lampreas y salamandras
japonesas y nubes plateadas y azules de bancos de macarela.
Deslizándome en las sombras más allá del sofá, me apreté contra la
pared y me arrastré por el estudio en sombras desde donde podría
divisar a través de una ventana casi toda la superficie del portal.
Mi acuario, como ya dije, había sido desmantelado hacía unos meses,
seis, creo; el agua sifoneada ventana afuera sobre un cantero de
flores, las malezas acuáticas colapsadas en un bulto empapado, los
peces sorprendidos de hallarse atrapados en un cubo de tres galones.
Estos últimos se los cedí a una tienda cercana de peces tropicales; el
acuario vacío con su gravilla y terrones de piedra petrificada lo
guardé debajo de un banco en el cobertizo tras la mata de aguacate.
Fue un triste funeral, al fin y al cabo, como amontonar fragmentos de
mi adolescencia para guardarlos en un cajón. A veces tengo la
sensación de que el hecho de abrir ese cajón los restauraría por
completo, de que la recreación de los años idos podría ser efectuada
con el acto de traer una manguera y llenar los tanques con agua
clara, arracimar la gravilla alrededor de rocas amontonadas para
formar oscuras cavernas, cuyas entradas estarían sumidas en
sombras por los zarcillos de las malezas acuáticas a través de los
cuales brillarían rayos mojados de luz reflejada. Pero el visitante en el
portal esa noche me disuadió.
Tres tiendas de acuarios están perfectamente en mis recuerdos
durante el día y se confunden e intercambian en las noches,
intercambiando peces y fachadas, todas ellas vivas con el susurro y el
burbujeo de las bombas y filtros y el olor húmedo y polvoriento de los
tanques de peces, gota a gota agua tropical en suelos de concreto.
33 y 1/tercio vi
Una la descubrí en bicicleta a los trece años. Era una casa de cartón
tabla en un camino que bordeaba la carretera, los gases de escape de
incontables camiones y automóviles habían llenado la pintura blanca
y desconchada de negro churre. Dentro había docenas de tanques de
diez galones, pobremente iluminados, medio evaporada el agua
contenida en ellos. No había mucho para recomendar el sitio, incluso
para un chico de trece años, aparte de una puerta trasera –la cual
solía ser puerta de cocina, supongo– que conducía a lo largo de un
sendero de gravilla hacia lo que una vez había sido un garaje. Treinta
años más tarde aún puedo recordar el día exacto que lo descubrí,
quiero decir el sendero de gravilla, fácilmente un año después de mi
primer viaje en bicicleta a la tienda. Vagaba por allá dentro,
meneando mi cabeza por las condiciones de los acuarios,
menospreciando a los guppies y goldfish y tetras que nadaban
indolentes más allá de sus desperdigados compañeros muertos. Mi
padre esperaba en un Studebaker afuera en la curva, tamborileando
con sus dedos sobre el asiento de pasajeros. Un letrero escrito a lápiz
atrajo mi vista, anunciaba otra habitación para peces “afuera”. Y allá
salí caminando por aquel sendero de gravilla, metiéndome en la
oscura parte trasera del garaje, solo iluminado por bulbos
incandescentes en los reflectores de los acuarios. Cerré tras de mi la
puerta por la sola razón de no dejar entrar la luz del sol. Bancos de
acuarios se alineaban en tres paredes, todos ellos de un profundo
negro verdoso, el agua adentro alumbrada contra un fondo de elodea
y planta espada del Amazonas y las ramas ondulantes, filigranadas,
de ambulia y sagitarias. Se oía el débil reventar de diminutas
burbujas que danzaban hacia la superficie desde tubos de aire
atrapados bajo piedras musgosas. En el fondo arenoso de un acuario
yacían media docena de coloridas rayas de agua dulce del Amazonas,
casi indistinguibles sus colas venenosas de la gravilla en que
descansaban. La mitad de un puñado de cíclidas cabezas de búfalo
revoloteaba en el refugio de un montón arqueado de piedra de
cascada, bajo el cual estaba enrollada la larga cola de serpiente de un
pez de junco.
El acuario me parecía extraordinariamente profundo, un truco, tal vez,
de reflejo y luz y la inteligente disposición de rocas y plantas
acuáticas. Pero daba a sugerir, solo por un instante, que el agua
oscura adentro era de algún modo tan vasta como el fondo del mar o
una especie de antecámara para la madera flotante y el fondo de
guijarros de un río tropical. Otros acuarios estaban junto a este. Los
gobies me miraban desde madrigueras en la arena. Un enorme
compressiceps, achatado como un plato, parpadeaba desde atrás de
un manojo de hierba criptocorine. Peces-hoja flotaban entre el encaje
marrón de la vegetación podrida, y un par de animales del tamaño de
pelotas de golf, ojos rojos parpadeantes, pequeñas aletas pectorales
girando como propelas de submarino, observaban sospechosamente
debajo de un reborde de piedra negra. Había algo totalmente extraño
acerca de esa habitación llena de peces, existiendo en manufacturada
luz ámbar, a mil millas desplazada de la grava polvorienta del patio
33 y 1/tercio vi
de afuera, del tráfico rugiente en la carretera a menos de sesenta
pies de distancia. Estuve mirando, olvidado del tiempo, hasta que una
puerta se abrió en una inundación de luz del sol y mi padre se asomó.
En la súbita iluminación la atmósfera rara del local pareció decaer,
disiparse, y me recuerda ahora lo que debe sucederle a un claro de
bosque en el momento en que sale el sol y rompe el húmedo manto
de tristeza convocado cada noche a la luz de la luna por las raíces y el
estiércol y la tierra en el suelo.
Un tanque pálido fue iluminado brevemente por la luz del sol y en él,
agachada tras un montón de piedra oscura, había una criatura casi
oculta con enorme cabeza y ojos, ojos de calamar o spaniel, ojos con
párpados, que parpadeaban lenta y tristemente más allá de las
curiosas decoraciones regadas en su tanque: media docena de
canicas de ágata, un pelotón de pintados soldaditos de plomo, la
estrella de bronce de un sheriff, y una pequeña pala de aluminio
sobresaliendo de un cubo medio lleno de arena y pintado en tintes de
azul celeste y amarillo, una escena de niños jugando en una playa al
atardecer.
Yo tenía la edad y la imaginación suficiente como para ser golpeado
por la incongruencia del contenido de ese acuario. Aunque no estaba
tan bien versado en ictiología como para darme cuenta de los ojos
con párpados de la criatura en el tanque, lo cual daba lo mismo. Ya
estaba dado a tener pesadillas de todas formas. Pasó un año antes de
que pudiera tener ocasión de volver a visitar la tienda al lado de la
carretera, y puedo recordarme yendo en bicicleta por calles mojadas
a través de lloviznas intermitentes, envuelto en un chubasquero
amarillo encapuchado, empapadas las perneras de mi pantalón de las
rodillas para abajo, premiado finalmente con ninguna vista de tienda,
solo un solar yermo lleno de malezas, marrón la base de concreto de
la casa de cartón tabla y el garaje por la acción del agua de lluvia y el
barro.
Aquí era casi medianoche, treinta años más tarde, y algo se agitaba
en mi portal. El viento del oeste movía el follaje, y podía oír los
suspiros de las frondas de las palmas-reina en la curva. Yo estaba en
la sombra, acurrucado contra un librero, mirando más allá de los
libros a la nada. Había agitación entre los arbustos y sombras
oscilantes. Algo –¿qué era?– acechaba allá. Estaba seguro. Se me
erizaron los pelos del cuello. Un estampido bajo y luctuoso de
tormenta fue seguido por un ventoso golpear de gotas de lluvia. El
olor a ozono húmedo de la lluvia en el concreto envolvió la habitación
y me di cuenta asustado que se había abierto una ventana detrás de
mí. Me volví y la cerré, agazapado tras el vano para no ser visto,
pensando sin tener idea de hacerlo en salir afuera bajo la lluvia hasta
las ruinas de la tienda de peces tropicales, buscando en las malezas
algo innombrable y hallando solo astillas de vidrio roto y un castillo de
cerámica de pecera del color de un huevo de Pascua. Apreté el
cerrojo en la ventana y me deslicé hasta el librero, mirando una vez
más en la aparentemente noche vacía donde las ramas del
marpacífico con sus flores rosadas bailaban en el viento y la lluvia.
33 y 1/tercio vi
En San Francisco, en el Barrio Chino, en un callejón de Washington,
yace la segunda de las tres tiendas de acuarios. Yo era un estudiante
en ese momento. Había comido una notable cena en un restaurant
llamado Sam Wo y vagaba por la calle neblinosa al anochecer,
buscando un juego de esas flores de papel comprimido que florecen
cuando las echas en agua, cuando vi un letrero con ideogramas
chinos y un koi filigranado de tres colores. Me deslicé por una
estrecha calleja entre edificios inclinados, el aire neblinoso con
efluvios a ajo y niebla, pollo a la barbacoa y basura desperdigada. A
través de un umbral empañado con olor a arena polvorienta sonaba el
susurro familiar de los acuarios.
La tienda en sí misma era grande y oscura. Habitaciones tenues,
perdidas en sombras, se alejaban bajo la calle, luces de acuarios
brillaban como neblinosas estrellas distantes. Cinco tanques planos
de crianza se agrupaban en mostradores de acero oxidado tras una
hilera de ventanas oscuras frente al callejón. Goldfish exóticos se las
arreglaban para mantenerse a flote, mirando a través de ojos de
burbuja, sus aletas caudales tan monstruosamente crecidas que
parecían arrastrar hacia atrás a las criaturas. Uno de los peces,
recuerdo, era del tamaño y la forma de una toronja, un estupendo
esperpento criado solo por gusto a la curiosidad. Ilógicamente, quizás
por mi encuentro años atrás con aquel cobertizo lleno de peces raros
junto a la carretera, se me ocurrió que las habitaciones más lejanas
contendrían peces aún más curiosos, así que vacilantemente caminé
bajo Washington, supongo, solo para descubrir que existían
habitaciones aún más distantes, que las habitaciones parecían abrirse
unas dentro de otras a través de puertas arqueadas, el estuco viejo
tan descolorido y mohoso por la constante humedad que parecía
como si las aperturas estuvieran excavadas en piedra. Vastos
acuarios llenos de malezas estaban uno junto al otro, y en ellos
nadaban criaturas que habían, semanas atrás, acechado en grutas de
madera flotante en el Amazonas y el Orinoco.
Había algo en el sitio que me recordó la pala y el cubo, la promesa del
misterio pendiente, tal vez el horror. Cada acuario con sus esquinas
en sombras y piedra amontonada y plantas enredadas parecía un
pequeño mundo encerrado, como la tienda en sí misma, totalmente a
la deriva de los callejones ruidosos del Barrio Chino allá arriba,
atravesando como cruces intercaladas el brumoso tapiz de otro
mundo en la extensión montañosa de San Francisco, cada capa
sucesiva llena de maravillas y amenazas. Había algo en mi reacción a
esto parecido a la atracción que sintió el profesor Aronnax al interior
del Nautilus con su biblioteca de bronce y ébano negro y violeta, sus
doce mil libros, sus techos luminosos y órgano de tuberías y envases
de moluscos y estrellas de mar y perlas negras más grandes que
huevos de paloma y muros de cristal a través de los cuales, como
desde dentro de un acuario, uno tenía una vista noche y día de las
profundidades del mar.
Me encontré al final de la segunda recámara con un pequeño hombre
oriental, su rostro perdido en las sombras. No le oí llegar. Sostenía en
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su mano una red goteante, lo bastante grande como para capturar un
bajo marino, y usaba botas de goma como si estuviera acostumbrado
a subirse a los acuarios para perseguir peces. Su repentina aparición
me llevó asustado a un peculiar estado mental que se debía, estoy
seguro, a la curiosa idea de que, en la débil luminosidad de perla
dada por la luz del acuario, la mano y el brazo que sostenían la red
tenían escamas. Salí a la calle. Él no había dicho palabra, pero el lento
menear de su cabeza había parecido indicar que no era
completamente bienvenido allí, que era una casa de viviendas en la
cual el paseante casual no podría hallar nada de interés.
Y era nada, años más tarde, lo que encontré en el portal. El viento
hacía volar la lluvia bajo los aleros y contra los vidrios de las
ventanas. El agua corría por ellos haciendo riachuelos, distorsionando
aún más el ondulante follaje en el portal, haciendo imposible
determinar si los lugares oscuros eran meras sombras o algo más que
eso. Volví al sofá y al libro y la chimenea, apilando troncos partidos de
cedro sobre fragmentos consumidos por el fuego, soplando en las
brasas hasta que la madera crepitó y chisporroteó y la luz de las
llamas bailaron en las paredes de la sala. Debían ser entonces las dos
de la mañana, una hora malsana, me parece, pero de alguna manera
aún no tenía deseos de dormir y me senté a hojear el libro,
ociosamente sorbiendo de mi vaso, medio escuchando el raspar y
arañar de cosas en la noche y el retumbo ocasional de la tormenta
lejana.
De todas formas, no lograba despegar mis ojos de la puerta, aunque
fingía continuar leyendo. El resultado era que no lograba
concentrarme en nada, y debí haber dormitado, porque me despertó
el sonido de una maceta de barro haciéndose pedazos en el portal,
víctima posible de una ráfaga lluviosa de viento. Me incorporé,
dejando caer a Julio Verne a la alfombra, un sueño formado a medias
con pilotes de dársenas inclinadas y lagunas de piedra oscura y agua
plácida disolviéndose como niebla en mi cabeza. Una sombra
aparecía tras la puerta. Halé la cadenita de luz y dejé a oscuras la
habitación, pensando en ocultar mis movimientos a la vez de iluminar
aquellos de la cosa en el portal.
Pero casi al tiempo de evaporarse la luz, dejando solo el resplandor
naranja del fuego asentado, volví a prender la luz. Era inútil pensar en
esconderme y lo que fuera que acechaba en el umbral, no tenía
deseos monumentales de enfrentarlo. Así que me senté temblando.
La sombra quedó, como si escuchara y observara, satisfecha de saber
que yo estaba allí.
Había habido otra tienda de peces tropicales, en San Pedro en una
calle del puerto junto a casas de empeño y bares y ventanas
reforzadas. La calle que daba a la bahía estaba construida
mayormente sobre pilotes, y debajo de los edificios decadentes de
madera había restos rotos envueltos en sombras de muelles
abandonados y la marea gris del Pacífico. Las ventanas de la tienda
estaban oscurecidas por el polvo espeso que se había ido depositando
en los cristales rotos con el pasar de los años, y solo había algunas
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pocas luces tenues brillando adentro para indicar que el edificio no
estaba abandonado. Un letrero pintado en la puerta decía “Rarezas
Tropicales: Peces y Anfibios” y bajo esto, pegado al interior de la
puerta y casi invisible por el polvo, una amarillenta lista de precios,
anunciando, recuerdo, ranas colombianas cornudas y salamandras
tigre, con precios atrasados de veinte años atrás.
La puerta estaba cerrada. Pero desde adentro, estaba seguro de eso,
llegaba el susurro de los acuarios y el chapoleteo de agua oxigenada
contra un fondo de voces murmurantes. De haber tenido diez años
menos, hubiera golpeado en el cristal, quizás hubiera gritado. Pero mi
interés en acuarios se había desvanecido, y en verdad había llegado
al vecindario para adquirir tickets para un viaje por barco a la Isla
Catalina. Así que me viré para irme, solo vagamente curioso, notando
por primera vez una escalera de madera en ángulo agudo rumbo al
muelle, su puerta descuidadamente entornada. Vacilé frente a ella,
mirando a lo largo de la baranda torcida, y vi colgando de la pared de
madera del local un letrero sencillo y sin palabras, con ideogramas
dibujados y un koi tricolor. Era el shock de un curioso reconocimiento
lo que me empujó a esas escaleras, sonriendo tontamente,
ensayando lo que diría a quien me encontrara en el fondo.
Pero no hallé a nadie, solo el oleaje del agua oscura contra las piedras
y un montón de cangrejos rojos que se dispersaron en las sombras de
las rocas musgosas. Los edificios cercanos creaban una especie de
sótano al aire libre, oscuro y fresco, oloroso a mejillones y ostras. Al
principio la oscuridad adentro era impenetrable, pero al hacer
pantalla sobre mis ojos y entrar en las sombras pude distinguir media
docena de anillos tenues de roca abigarrada, piscinas de anfibios,
imaginé, sus costados envueltos en plantas acuáticas.
“Hola”, llamé tímidamente, supongo, y solo hallé silencio, salvo por el
pequeño oleaje en una de las piscinas. Caminé adelante. No tenía
nada que hacer ahí, pero me había llegado la idea de que tenía que
ver lo que vivía dentro de esas piscinas circulares.
La primera parecía estar vacía de vida, aparte de las grandes hojas de
elodea enredada y una alfombra flotante de anchas hojas de maleza.
Me arrodillé en la piedra mojada e hice a un lado la maleza flotante,
mirando en las profundidades. Algunos pocos fragmentos de luz del
día nublado se filtraron desde arriba, pero la débil iluminación era
insuficiente para alumbrar la piscina. Algo, de todas formas, brilló allá
abajo, como haciendo señas, y me encontré a mi mismo mirando
culpablemente alrededor mientras me enrollaba las mangas. A lo que
sea, pensé mientras metía el brazo hasta el hombro.
Hubo entonces un movimiento bajo el agua, como si la piscina fuera
más profunda de lo que creía y hubiera desequilibrado la soledad de
alguna criatura sumergida. Tanteé entre las plantas y la gravilla, casi
metiendo la oreja en el agua. Allí estaba, sobre un costado. Mis dedos
se cerraron en la mitad de un asa arqueada en tanto que un lento
regaño comenzó a sonar desde el otro extremo de la habitación en
penumbras.
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Me paré, preparado para lo que pudiera venir, sosteniendo
imposiblemente en mi mano un conocido cubo de aluminio, sus
costados ahora abollados, su océano azul desportillado casi
sumergiendo a los niños que todavía jugaban, tantos años más tarde,
en la playa de arena. Ante mi estaba un pequeño hombre oriental
mirándome raro, como si recordara a medias mi rostro y le
sorprendiera encontrarme, parecía, en el acto de robar aquel cubito
roto de juguete. Lo dejé caer en la piscina, comencé a hablar,
entonces me viré y me fui. El hombre con que me había encontrado
no usaba botas de goma, y no llevaba ninguna enorme red de pesca
en su mano. En la tenue media luz de aquella extraña gruta oceánica,
su piel, a un rápido vistazo, era algo más que piel. Podría insistir por
amor a la aventura barata en que tenía escamas, agallas, quizás,
manos palmeadas y boca de oreja a oreja. Y podría fácilmente haber
sido de esa manera. Me marché sin mirar atrás, enfocado en la
pintura azul cocodrilo de la endeble escalera, en las tejas del techo
que se divisaba en el lado opuesto de la calle mientras yo subía, con
pasos crujientes. Conduje a casa, recuerdo, apretando al azar los
botones de mi radio, apagándolo y encendiéndolo, consciente de la
incongruencia, de lo superfluo de la música y los noticieros y la
estúpida y ajena cháchara radial.
El incidente hizo arriar mis velas de coleccionista de peces tropicales,
velas que estaban medio arriadas de todas maneras. Y ciertas
imágenes raras, inocentes en otra forma, empezaron a hechizar mis
sueños: imágenes azarosas de rostros pálidos y angulares, de
pintados soldaditos de plomo regados en las malezas, del movimiento
furtivo de los peces en oscuros acuarios, de un letrero de madera
balanceándose una y otra vez bajo la lluvia y el viento.
Detrás de la puerta cerrada solo está la sombra del follaje nocturno,
removiéndose en el viento lluvioso. Así lo diría el sentido común con
voz calmada y aburrida, que he sido confundido por una peligrosa
combinación de suceso y coincidencia. Sería una invitación a la locura
el no hacerle caso a esa voz.
Pero no es una noche para hacer caso a las voces. El viento y la lluvia
dan contra los arbustos oscuros, las sombras se mecen y bailan. A
través de la ventana de cristal no puede ser visto nada más allá de la
luz pálida de la lámpara del portal. De aquí a dos horas saldrá el sol, y
con él vendrá una indiferencia manufacturada para la sugestión de
conexiones, patrones raros tras el aparente azar. El portal, con la
lluvia secándose en charcos, las sillas sólidas y sustanciales, las flores
naranjas y rosadas del marpacífico sonriéndole al día, todo esto solo
estará habitado por el apurado lechero de mandíbula cuadrada con
gorra blanca, y por el tintineo sólido de las botellas en una cesta de
metal galvanizado.
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replay
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l. santiago méndez alpízar –chago–
(remedios, 1970)
auaca taíno
del libro inédito Efory Atocha (España 2006)
Gracias / se me ocurre /
en la diminuta / palabra fea diminuta /
se me ocurre: ovejita deforme /
por el recorrido
la exuberancia y el abolengo
El Crack
Déjate de boberías /
cómete el hongo /
está en mi ombligo
Se comía barato
Aquí /
antes de ser Posada /
cagaban y meaban las bestias
cuando eran dejadas por nuestros descubridores
Así /
de pronto /
la sospecha /
los buenos modales /
Así /
por ejemplo /
Nariz de negro
certifican el vacío
●●●
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errege
del libro inédito Efory Atocha. (España 2006)
Luego / ya sabemos /
me seguirás arrinconando /
para finalmente quemarme en tu desmemoria /
●●●
filantrópico
del libro inédito Efory Atocha (España 2006)
●●●
resumen de diagnóstico
del libro inédito Punto Negro (La Habana 1994 - 95)
Que he vivido
gracias a Dios y a ese instinto
a esa forma de trampear
Ella dice
que mi salto en el estómago
es una metáfora
y que nada tiene que ver con la mierda
●●●
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s/t
del libro inédito Flash Back (España 1996-97)
Ésta señora
Que tuvo la dulzura de una vaca
y las cambió por un tipo bienmefolla
●●●
Para el Yoyi
Asfalto /
divisa de augustas estafas para personas de heladerías /
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maromazos
- pero podríamos -
ensayo a creerme
- como soy -
el Hombre Nuevo
Los muchachos /
- que saben lo que hay -
pretenden los vean jugando a Football /
paseando por las calles del centro
-haciendo media-
Estoy empatando /
una gran zancada
un rayazo ocioso
la maldita costumbre de diferenciar lo que no es vida
- extenderla -
La vida indiferenciada /
entre Méndez Álvaro & O'Relly
Organizarla
Las de silicona
y yo
en el légamo /
que diría otro /
Da igual el año /
los reporteros de las Cadenas de TV
el Equipo que entretenga a la hora en punto en que caen las bombas
sobre
el valle de La Bekaa /
- el olor a chiringuito -
…fuego quemado
replay
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adriana normand
(berlín, 1976. vive en cuba)
función simbólica
Un profesor de psicología, de rabiosa formación pavloviana, soñó una
vez que se había convertido en perro.
Y, en efecto, ocurrió.
Mostraba, al despertar, todos los atributos de la perridad: frío hocico,
peludas orejas, afilados colmillos, etc.
Sin embargo, este cambio, tan importante en la vida del profesor, no
significó gran cosa para los demás.
Su mujer, que siempre lo había tratado como a un perro, permaneció
insensible.
Los alumnos, acostumbrados como estaban a considerarlo el perro
del Director, constataron por fin la literalidad del hecho.
Mientras que los vecinos no se dieron por enterados: –A un perro,
decían, no se le mira la cara–.
Preso en su perridad, el profesor no podía convertirse nuevamente en
humano.
Ni soñando.
Y es que, como dijera en tantas oportunidades, si de de algo estaba
realmente seguro era de que los perros carecen de función simbólica.
●●●
guam
Es la isla de Guam el reino de los cerdos. Tras los pórticos de las casas
se ocultan, ojinegros, para espiar a los caminantes que transitan sus
calles. Sin embargo, son imposibles de ver. Se esconden. Se vuelven
invisibles. Sabe el visitante de Guam que su población está
compuesta por cerdos, los imagina con manchas blancas y negras tal
como los describen los libros, casi siente su respiración, mas no
puede verlos. Sólo cuando emprende viaje y ya en el mar regresa a
contemplar esta tierra una última vez, alcanza distinguir las
mencionadas manchas, miles de ellas, que terminan haciendo
parecer a la isla un gigantesco y único cerdo ojinegro.
●●●
souvenir
Vimos subir a la torre a varios. Querían admirar la vista desde aquel
punto, el más alto de la fortaleza, les atraía la campana de bronce,
como dormida. Algunos la hacían sonar con gran esfuerzo, sólo una
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vez para dejarla. Una pareja llegó después. La mujer llevaba un
sombrerito de paja, el hombre una camarita. Ella miró dentro de la
campana y luego la ciudad desde los cuatro flancos de la torre sin
dejar de señalar a un lugar y a otro mientras sonreía a su amigo. El la
detuvo un momento, le dijo algo al oído. Ella rió nerviosa y quedó
seria, los ojos apagados, la boca entreabierta. Entonces la dejó sola y
ella caminó hacia el foso y se asomó. Un crucero hizo su entrada en la
bahía, bufando. Cuando volvimos la mirada a la torre estaba otra vez
vacía.
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suceso
El dueño de una platería de la calle San Rafael encontró esta mañana
a un chino con un cuchillo de mesa clavado en el gaznate. La policía
del barrio se ocupa en instruir la debida averiguación en vista de
resolver el enigma, ya que se desconoce cómo logró penetrar en el
establecimiento.
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causa 007
Tres campesinos comparecieron ante el Tribunal Superior acusados de
haber soltado una vaca para que un tren les pasara por encima. A la
pregunta del Fiscal sobre los motivos que movieron al hecho,
explicaron que el único propósito que los guió fue el ansia de carne
acumulada durante años. Semejante respuesta, que arrancó
carcajadas a la audiencia y hasta la sonrisa entre dientes de algún
funcionario, fue desestimada por el juez, quien calificó el argumento
de ficticio e inapropiado y dictó sentencia acorde con la causa 007:
sacrificio indirecto de ganado vacuno por impacto de tren.
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epidemia
Dos campesinos aparecieron colgados el mismo día, en el mismo
cobertizo. Al anotarse dos muertes en menos de veinticuatro horas,
las autoridades de M. decidieron iniciar una investigación. De acuerdo
con un informe preliminar, el primero no había logrado responder a
una adivinanza del segundo y éste, a su vez, había elaborado un
acertijo sin respuesta por lo que burlaba las reglas del juego. El
campesino número uno eligió el cobertizo ajeno, expresa el informe,
movido por sentimientos de venganza, mientras culpa y horror
motivaron al número dos a colgarse en el suyo: el rostro vuelto hacia
la talanquera y no hacia el tanque de agua. Por su parte la
adivinanza, una vez recogida, le fue entregada a un equipo de
lingüistas (de formación chomskyana) que ahora trata de
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desentrañarla. Es importante determinar el así llamado efecto ilógico,
a fin de poder evitar una posible reacción en cadena.
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jugada de engaño
Aquel párpado que no podía elevar bien le temblaba tanto que me
daba más miedo que el revólver que el otro empuñaba. No se trata
de valentía, pero estaba casi seguro que no tenían balas, menos para
aquel viejo revólver que sin ninguna elegancia se animaron a sacar
mientras repetían:
–Díganos quién fue, usted lo sabe, sólo a eso ha venido a La Habana.
Yo no sabía de que hablaban, mi viaje había sido motivado por el
interés de aquella institución de publicar mi libro, que había
presentado la otra tarde luego de un par de conferencias sobre
literatura argentina y ficción, decía Renzi ante su taza de café negro.
No dejaba de parecerme divertido ver a esos dos estrafalarios, los
mismos que tras una trifulca habían sido expulsados por un
funcionario de la Casa el día anterior, ahora delante mío, del otro lado
del cañón, aunque desesperados, más que yo mismo, casi
implorantes y sin atinar apenas a ordenarme que abriera la boca para
meter en ella una píldora que me llegó hasta la mismísima
campanilla y no me quedó otra opción que tragar.
Desperté en un cuarto sucio y maloliente en el que no se podían dar
tres pasos, con las paredes descascaradas y llenas de humedad,
desde donde los escuchaba discutir. Entonces hizo su entrada el del
párpado escoltado por el otro que no paraba de repetir: cachimba y
telégrafo, como un papagayo y quien al parecer había abandonado
su papel de tipo duro y prescindía del revólver.
–Me dicen Tonino –dijo el primero más calmado– él es Richard –y
señala al otro– somos los editores de la revista Víspera(s), la única
publicación marginal que existe en el país. Tiene que hablar, no es
que no creamos que su visita también sea para presentar su libro; a
propósito, que buen titulo La prolijidad de lo real, casi tan bueno
como En busca del tiempo perdido o Museo de la novela de la Eterna
–me explica– pero sabemos el otro asunto y estamos involucrados.
Sólo queremos que nos ayude –todo eso mientras frotaba una mano
con la otra y el segundón detrás diciendo cachimba y telégrafo–,
llevamos varios años en esta investigación, el crédito debe ser
nuestro, necesitamos saber con quién se encontró en La Habana,
tenemos nuestras sospechas, pero no le dejaremos ir hasta
descifrarlo todo.
–Tal vez si fueran más explícitos, no termino de entender.
–Sabemos que Tardewski le habló del tema.
–Hace años que no sé nada de él, puede que haya muerto porque
edad tiene, hablamos mucho una noche en Concordia mientras
esperaba a Maggi, pero no entiendo que relación existe entre ese
polaco y este secuestro.
–No lo tome usted a mal, Renzi, ayer quisimos hablarle pero no nos
dejaron acercarnos siquiera.
–Víspera(s), Víspera(s) –dijo el papagayo.
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–Así es –aclaró Tonino– somos muy marginados a causa de nuestra
auténtica publicación, no nos quedó otra salida, queremos que nos
hable acerca de Rudolf Wittgenstein.
Entonces respiré profundo y ahora sí verdaderamente confundido, así
Renzi al encender su habano en un café del puerto.
–El escenario fue el Hotel Telégrafo –cachimba y telégrafo– imagínelo
tan sólo, esta ciudad en los años cuarenta era esplendorosa y llena
de vicios, de haber seguido de esa forma no sería la de ahora, ni
siquiera Buenos Aires amigo, esta ciudad sería New York, entonces
también las camisetas dirían I love Havana en rojo y negro y el
Telégrafo sería algo así como el Chelsea. Se sabe que llegó en
invierno, pero sólo estuvo dos semanas porque la mañana del
decimocuarto día apareció nadando en su sangre. Un periódico de la
época lo describe de esta manera: “Un alemán –error, claro está– un
alemán amaneció muerto en el Hotel Telégrafo. Fue encontrado por la
empleada de limpieza que se disponía a hacer su labor en la
habitación. Apoyada la nuca al borde de la bañadera de cobre, los
brazos dentro del agua teñida de rojo, las venas cortadas a la altura
de las muñecas.” “Suicidio en el Telégrafo” decían los titulares pero
usted y yo sabemos que no pudo haber sido un suicidio.
–La temperatura del trópico es propicia para las muertes voluntarias,
de hecho decenas de europeos se matan en esta latitud, mire usted,
hasta Gauguin.
–No se me venda de ingenuo –todo lo tomaba en serio Tonino con su
párpado a media asta– es verdad que estaba arruinado, puede que
con desesperación, pero no era loco, tampoco Ludwig a pesar de su
mente privilegiada.
–Muchos pueden pensar lo contrario, amigo Tonino, al fin y al cabo
Ludwig Wittgenstein se acerca bastante a lo que llamamos genio, el
único en la historia que produjo dos sistemas filosóficos totalmente
diferentes en el curso de su vida cada uno de los cuales dominó por
lo menos a una generación y generó dos corrientes de pensamiento
con sus protagonistas, sus comentadores y sus discípulos
absolutamente antagónicos, no debió haber sido fácil ser opacado
por un hermano así, ¿no?
–Se equivoca Renzi, Ludwig fue mundialmente famoso, su
pensamiento recorrió el mundo, pero Rudolf Wittgenstein era también
un genio, un genio de la química.
–¿Alquimista?
–Más que eso, otro buscador de la verdad, rastreador de
aminoácidos, conocedor de la naturaleza de cada sustancia.
Todo esto decía con su párpado tembloroso mientras el otro no
paraba de decir cachimba y yo no dejaba de sentirme extrañado,
envuelto en una especie de bruma, la de un mundo hasta ahora
desconocido, relataba Emilio Renzi al acomodar en su cuello la
bufanda para protegerse del fresco de la tarde bonaerense.
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–Fue la noche antes cuando se citó con el hombre que debemos
descubrir, la noche antes de que apareciera muerto –dijo Tonino y
añadió–, se sabe que Wittgenstein tenía un boleto de avión de
regreso.
–Lo cual no significa nada, si no se decidía siempre podía volver a
Austria lo que habría sido una decisión insana a causa de la guerra,
pero en fin.
–Sin rodeos Renzi –me dijo esta vez molesto mientras intentaba en
vano elevar su dichoso párpado–, queremos esa información, a quién
vio en La Habana la noche antes de su muerte, quién fue su cita de la
víspera.
–¿Alguien con quién tenía negocios?
–O tendría, Renzi, o quizás tendría, vamos por buen camino.
Entonces lo vi todo claro, paso tras paso, pista tras pista, decía Renzi
con una sonrisa burlona, la mejor historia de mi vida, la ficción
impuesta, suplente de lo real.
–Un genio de la química sólo puede haber tenido negocios con un
magnate de la industria –dije.
–O con un gángster, tal vez con un gángster.
–Cachimba, cachimba –repetía Richard.
–Tardewski siempre decía que a los Wittgenstein los había matado su
genio y sus vicios, al menos fue lo que puso en su dedicatoria, la del
ejemplar de Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein que
me obsequió aquella noche en Concordia.
–¿Acaso conserva este libro? –preguntó Tonino tal como lo había
previsto.
–Por supuesto, lo llevo siempre conmigo, está en el hotel,
precisamente anoche estaba releyendo aquel capítulo donde...
–Vamos pronto, no podemos perder un minuto más.
Apresuradamente me sacaron del cuartucho y me hicieron pasar por
un largo corredor que daba acceso a otros cuartos parecidos para
desembocar en una escalera con salida a la calle. Allí me subieron a
un auto destartalado y se dirigieron. Al darles el libro vamos de
vuelta al auto, y esta vez me regalaron todo un paseo por La
Habana... ya era de noche y la noche habanera ejercía una especie
de fascinación en ellos.
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–Ese es el malecón –decía mi guía que por supuesto era el del
párpado pues el otro además de manejar sólo abría la boca para
decir cachimba cachimba–. Esas mujeres fabulosas son putas, las
más baratas del mundo y presumo que las mejores, al menos eso se
dice, ese es el parque Maceo, esta calle se llama San Lázaro y fue
una importante arteria aunque ya no lo parezca. El paseo del Prado
aún conserva su elegancia, ¿no cree usted? Y helo aquí: el Hotel
Telégrafo, el lugar de los hechos ¿Acaso piensa que alguien pudiera
suicidarse teniendo cerca ese hermoso teatro de aire barroco, el
majestuoso Centro Asturiano que es aquel edificio que ve usted allá o
el imponente Capitolio, incluso más grande que el original y donde un
bello diamante antigua propiedad del último Zar de Rusia, marca el
inicio, el kilómetro cero de una de las obras más importantes hechas
por la República, la carretera central que recorre toda la isla? Esta
ciudad no inclina al suicidio a un europeo, querido amigo, sino a la
gozadera, al vacilón –afirmó Tonino sonriendo un poco.
Esa noche dormí en el cuartucho húmedo mientras aquellos decían
buscar pistas en mi libro. Antes que amaneciera me despertaron
eufóricos, el libro deshecho entre las manos de Tonino y el papagayo
tan contento que no podía siquiera hablar.
–Tardewski le dio el secreto, hemos resuelto el enigma, tantas horas
de trabajo y desvelo..., no estábamos equivocados.
Hablaron de una droga, un derivado del opio –Pavulón, pavulón–
decía ahora el papagayo y de un rico habanero vinculado a los bajos
fondos llamado Julio Lobo. El tal provenía de una familia de
hacendados y había incrementado su fortuna en negocios de
mercado negro y con la mafia habanera. A pesar de eso había sido
Lobo quien había propuesto al Senado una ley que rigiera el control
de drogas y estupefacientes en general, aunque era bien sabida su
relación con el mundo de los vicios y sus consumidores. Dos días
después de la muerte de Rudolf Wittgenstein se divulgó que aquel
señor había sido baleado tres noches atrás en su auto, o sea la noche
antes de la muerte de Rudolf. Tonino repetía:
–Quiso venderle la fórmula de la droga en un precio demasiado alto,
tal vez negociaba con alguien más, probablemente un
norteamericano, se asoció a sus contrarios y sufrió las consecuencias.
Se vieron esa noche, a uno lo balearon y aunque escapó con vida
gastó casi toda su enorme fortuna en dejar su invalidez..., el otro fue
asesinado, asesinado por sospecha o por ambición.
–¿Y la droga, la formula de la droga? –me animé a preguntar.
–Pavulón –me rectificó el papagayo.
–La seguiremos buscando, amigo Renzi, en algún lugar debe estar
esa fórmula, ahora que sabemos que el hombre con que se encontró
Rudolf en La Habana fue Julio Lobo podemos saber lo demás.
Desmentiremos al mundo entero, el hermano del gran filósofo, el
genio de la química Rudolf Wittgenstein no se suicidó en La Habana,
murió a causa de sus vicios como bien definiera Tardewski y nosotros
diremos a todos la verdad.
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Todo esto lo decía Tonino como si se encontrara encaramado a un
estrado, agitaba lo que quedaba de mi libro en el aire y dejaba caer
las paginas que el otro recogía y volvía a darle mientras balbuceaba
visiblemente emocionado: –Pavulón, telégrafo, cachimba...
–¿Y les dejaste el libro? O sea, fue asesinado por cuestiones de droga.
–Claro que no, el verdadero Wittgenstein se dio un tiro en un
cuartucho habanero, tal vez en el mismo donde estuve secuestrado.
–Entonces...
–Estaban mal informados, dos tontos mal informados. El que murió en
el Hotel Telégrafo debe haber sido verdaderamente un alemán, vaya
a saber quien. El supuesto libro de Tardewski lo compré yo mismo la
tarde anterior de viajar a La Habana y lo llevaba en mi equipaje pues
pensaba entretenerme releyéndolo en lo que creía serían unas
aburridas noches en el hotel. Lo conseguí en una vieja librería donde
sólo venden primeras ediciones y bueno, podrás imaginar quién hizo
la dedicatoria. Supongo que esos dos sigan haciendo su revista
marginal y continúen buscando la fórmula de la droga, Pavulón, pero
en eso si no me meto, amigo Piglia, pues como dijera el propio
Ludwig Wittgenstein sobre aquello de lo que no se puede hablar hay
que callar.
–¿Y el gángster baleado, el tal Julio Lobo?
–Casualidad, pura casualidad, me dijo Emilio Renzi y pidió otro café.
replay
33 y 1/tercio vi
¿Por qué dice que Nocturno de Chile es una mejor novela que
Los Detectives Salvajes?
Por algo muy sencillo. La novela es un arte imperfecto. Tal vez sea, en
la literatura, el más imperfecto de todos. Y a más páginas escritas las
posibilidades de lucir tus imperfecciones son mayores.
¿Por qué?
En algún sentido creo que escribir prosa es volver a las labores de mi
abuelo analfabeto. Es mucho más difícil la poesía. Las escenografías
que te proporciona la poesía son de una pureza y de una desolación
muy grande. Cuando juntas pureza y desolación el escenario se
agranda automáticamente hasta el infinito y lo lógico es que tú
desaparezcas en ese escenario y, sin embargo, no desapareces. Te
haces infinitamente pequeño pero no desapareces.
replay
33 y 1/tercio vi
felisberto hernández
(montevideo, 1902 – 1964)
●●●
el cocodrilo
En una noche de otoño hacía un calor húmedo y yo fui a una ciudad
que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba
atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a
un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del
fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y
encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa
descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba
a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla, que si la gente hubiera
sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de
felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando
conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues
vivía en la angustia de reunir gente que quisiera aprobar la
realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos
mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo.
Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos:
cuando lograba traer a uno el otro se me iba. Además yo tenía que
estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo yo no tenía esa preocupación: alcancé a
entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las
medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil
colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas
relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había
recorrido muchas ciudades; entonces podría aprovechar la influencia
de los conciertos para colocar las medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no solo por la
influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo
premio en las leyendas de propaganda para las medias. Su marca era
"Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media
Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y
esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y
me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran
esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis
conciertos; y yo tenía que entendérmelas nada más que con los
comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que
la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con
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independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos
cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis
conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco
comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo
había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo
muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad
estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si
surge naturalmente el deseo de un concierto; pero les producía mala
impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en tanto
a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las
noches me desanimaba: era como vestirse y desnudarse. Me costaba
renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir
ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado
a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me durara
el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un
arpa; ya lo había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la
voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo
con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia
el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa
estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre
estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en
mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos
días. Estaba abierta y sus carillas niqueladas me hacían pensar en
una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado
apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encenderla y la bombita se
asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado
oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las
medias; pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la
pantalla de la luz. Se había convertido a un color claro; después su
forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla empezó a irse
hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo
que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si
el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve
carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles
principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me
encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el
techo. Busqué rápidamente entre todos los objetos para ver si
encontraba una cara humana. Sólo había un maniquí desnudo, de tela
roja que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y
en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí
apareció una niña como de diez años que me dijo con mal modo:
–¿Qué quiere?
–¿Está el dueño?
–No hay dueño. La que manda es mi mamá.
–¿Ella no está?
–Fue a lo de doña Vicenta y vuelve enseguida.
33 y 1/tercio vi
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de su
hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño.
Yo dije:
–Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con
el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había
comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el
chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y
fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que
había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a
mirar al niño. El me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más
fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en una rodilla.
Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que
yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me
miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve
en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí
enseguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado
y me senté en un banco que tenía en frente un muro de enredaderas.
Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho
de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera
para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar
hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza, ante mí mismo, de
ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo
había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de
timidez para ver si me salían lágrimas; pero después pensé que no
debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que
entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las
manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví
inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las
lágrimas empezaron a salir.
Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro
venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión"
semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía
en la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer
estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas;
pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviera pensativo.
La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado
dándome la espalda y yo no sabia como era su cara. Por fin me dijo:
–¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para
esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me
temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como
para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría
decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
–Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella
pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé
33 y 1/tercio vi
otra. Y al mismo tiempo dije:
–Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
–En estos asuntos, cuando más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí un trapo mojado. Pero resultó ser
una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella
volvió a preguntar:
–Dígame la verdad: ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una
novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a
caminar por la orilla de un arroyo –donde ella se había paseado con el
padre cuando él vivía–esa novia mía lloraba silenciosamente.
Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado
condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que
ahora tenía al lado:
–Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la
pollera verde y se rió mientras me decía:
–Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté
del banco y le dije:
–Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a
una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en
el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un
buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas
como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos
instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse me hizo señas
de que no me compraría con uno de aquellos dedos que habían
acariciado las medias. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez
pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera
gente; entonces le hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría
las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia
desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella
ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y
de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué
ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí delante de toda esta gente?".
Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos desde hacía
algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho
desacostumbrado; además yo debía mostrarme a mí mismo que era
capaz de una gran violencia. Y antes que arrepentirme me senté en
una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me
puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi
simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está
llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena,
no te acerques..." "Puede haber recibido alguna mala noticia..."
"Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo..."
33 y 1/tercio vi
"Puede haber recibido la noticia por telegrama..." Por entre los dedos
vi una gorda que decía: "Hay que ver como está el mundo... Si a mí
no me vieran mis hijos, yo también lloraría!" Al principio yo estaba
desesperado porque no me salían las lágrimas; y hasta pensé que lo
tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la
tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las
primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al
oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las
medias. El decía:
–Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de
la cara, la tercera que tenía en el hombro y dije con la cara todavía
mojada:
–¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a
veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis
palabras, oí que una mujer decía:
–iAy! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
–Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el
montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que
me dijo:
–Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted
estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un
final de programa; pero me callé la boca. Estalló la conversación de
todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la
que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
–Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas
mías...
Intervino el dueño:
–No se preocupe señora. (Y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
–Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
–No, con media docena...
–La casa no vende por menos de una.
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido
escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño.
Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño
se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás
personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como
un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de
costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas
eran como las de cualquier otro vendedor.
33 y 1/tercio vi
Una vez me llamaron de la casa central –yo ya había llorado por todo
el norte de aquel país–, esperaba turno para hablar con el gerente y oí
desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
–Yo hago todo lo que puedo: ¡pero no me voy a poner a llorar para
que me compren!...
Y la voz enferma del gerente le respondió:
–Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles.
El corredor interrumpió:
–¡Pero a mi no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
–Cómo, ¿y quien le ha dicho...?
–iSí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos
de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de
sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo
pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían
lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y
apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás
de una puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara
todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
–Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
–¿Y por qué?
–¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían
llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos
no se callaban y uno habla gritado: "Que piense en la mamita, así
llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente:
–Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
El, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes
de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol –
estábamos en un primer piso– me puse las manos en la cara y traté
de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los
demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían
que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas,
saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me
vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios;
entonces yo sacudí la cabeza violentamente y se rieron todos. Pero en
seguida hicieron silencio y empezaron a irse. Yo me secaba las
lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal
vez todos estuvieran desilusionados. Y yo me sentía como una botella
vacía y chorreaba; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser
malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
–No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento
para la venta de medias; y desearía que la casa reconociera mi...
iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
–Venga mañana y hablaremos de eso.
33 y 1/tercio vi
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La
casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de
propaganda consistente en llorar..." . Aquí los dos se rieron y el
gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el
documento, yo fui paseándome hasta un mostrador. Detrás de él
había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían
pintados por dentro.
–¿Así que usted llora por gusto?
–Es verdad.
–Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una
pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
–Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi
desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba –el gerente me llamaba– alcancé a ver la mirada de
ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una
mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un
día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en
mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de
todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con
lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
–¿Qué le pasa?
Entonces, yo, como un empleado sorprendido sin trabajar, quise
reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a
hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de
febrero, y empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel
descanso me hizo bien y yo volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo
había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como
cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un
actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público
con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una
ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que
estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y
prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban
sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo
menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más
lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había
comido y tomado el café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la
cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos
amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y
mientras tanto, una pobre vieja –que no sé de dónde había salido– se
sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos mojados. Ella
bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que
daban ganas de ponerse a llorar...
33 y 1/tercio vi
El día que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me
venia del cansancio; estaba en la última hora de la primera parte del
programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad;
ya había intentado detenerme; pero me volvía torpe y no tenía
bastante equilibrio ni fuerza para seguir; pero las manos se me
cansaban, perdía nitidez y me di cuenta que no llegaría al final.
Entonces, antes de pensarlo ya había sacado las manos del teclado y
las tenía en la cara: era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien
intentó aplaudir; pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano
me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir
del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me
caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado,
cuando alguien, desde el paraíso, me gritó:
–¡Cocodriiiiloooo!
Oí risas; pero fui al camarín, me lavé la cara y aparecí en seguida y
con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a
saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les
decía:
–A mí me parece que el que me gritó tiene razón: en realidad yo no sé
por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar; a lo mejor
me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé
tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza
alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza
hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
–Aquí, el amigo, es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. El me miró con ojos de investigador policial y me
preguntó:
–Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no
vendía, y le respondí:
–Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
–No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un
frac con chaleco impecable y en el momento de mirarme al espejo
pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca.
¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada, como la mía. Y es
voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que
había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le
dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera
disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré
en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y
al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí
el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano, el
señor –tenía cejas negras y pelo blanco– me decía que la fiesta
33 y 1/tercio vi
tendría mucho éxito, que el director del liceo –amigo mío– diría un
discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar
algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme
nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras
tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director
del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de
su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre
sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos
como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una
mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le
empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me
di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía
movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta
seguía hablándole y las dos volvían al asunto como una golosina. Yo
seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de
pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y
sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!".
Por fin vino y me dijo:
–Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me
hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo
era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso
firmando una etiqueta y después la pegaba en la media. Pero
mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un
antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me
empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del
piano, y al ponerse la media me decía:
–Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía
haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me
trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza
inclinada dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las
manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no
terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza y el
pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las
manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se
fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whiskey.
El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le
dije:
–Déme de esta última.
Trepé en un banco alto del mostrador y traté de no arrugarme la cola
del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba
callado, pensando en la muchacha de la media y me trastornaba el
recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un
momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varías veces las
33 y 1/tercio vi
palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los
brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas
hicieron silencio dije:
–Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar ni quiero
dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar. Y
terminé haciendo una cortesía.
Después me di vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su
hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su
pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde
había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo
me sonreí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo
repitió:
–Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentía dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un
banco y el mozo me preguntó:
–¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando la espada:
–Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la
espalda:
–El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan
"Cocodrilo".
–Es verdad, me gusta...
Entonces el sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura.
Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en
la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le
colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que
había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos
engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero
cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero
me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y
alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin
haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se
echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignorara su
desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas.
Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas
resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí.
Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían
secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la
cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los
ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.
●●●
elsa
I
33 y 1/tercio vi
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán
una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si
digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el
nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían
imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa;
aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque
hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es
precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.
II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para
ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase
bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más
bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás;
no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el
interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se
imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.
III
Elsa no es precisamente, una de las tantas muchachas que no me
aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me
ama. Nos hemos visto muy pocas voces; ella está muy lejos; nuestro
amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción,
yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente –ya explicaré
ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar– yo vuelvo a
afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de
amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo
sí, pero ella no.
IV
De lo que ya no existe, se habla con indiferencia o con frialdad; pero
yo hablo con dolor, porque hablo antes de que deje de existir y
sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien –llámese Dios, destino o
como quiera– tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega
o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en
que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para
burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que
yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y
la cosa ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque
precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También
debo decir que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y
que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero
esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien
lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero
cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al
revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso
33 y 1/tercio vi
que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por
llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme,
puesto que yo afirmo que ocurrirá. Así mismo tengo temor de que ese
alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces:
pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho.
Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no
me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me
ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de
que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se
diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me
ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.
replay
33 y 1/tercio vi
lien carrazana lau
(la habana, 1980)
replay
33 y 1/tercio vi
giorgio agamben
(roma, 1947)
replay
33 y 1/tercio vi
ricardo alberto pérez
(la habana, 1963)
seven
●●●
●●●
33 y 1/tercio vi
con el hueso golpea
Con el hueso golpea
en la lámina de vidrio
en la lámina de luz
y la ahueca
del hueso
la tierra parte
hasta la médula
de la médula
al hueso la tierra
funda figuras
carne
se tensa
o se adensa
la historia de un cuerpo
desde el julepe
y es el hueso
ton – ton
ton – ton de la boca al habla
tan parca
cuando no ha llegado a percibir
la percusión del hueso
el hueso
golpeando
o galopando
tan próximo al afecto
●●●
Uña se dispara,
en su ciclo
el labio
desmonta
imágenes
(trozos exactos)
la mano es rasa
a mi deseo.
en un gesto
cabe el agua
los gestos del otro
que lo funda,
uña se dispara,
cuerpo almacena transgresiones.
●●●
33 y 1/tercio vi
pierna rota
Memoria,
es sonido de una pierna rota
(objetos desfasados)
en fase
de música
¿y es persona pierna rota?
un estado de ánimo,
la duración de los eventos
como olores,
ella escobilla irónica,
roza
cuanto nos pertenece,
cuanto nos es ajeno
rodilla
roda – pie
rombo
que llevo encrucijado
en el oído.
¡Cántame
araña de mi vida!
quiero oír
la fibra
de ti misma,
escuchar el desencanto
de tu goma
o el raspar de las chancletas
en la alfombra.
●●●
El perro
que estaba
en el cuadro que se ha ido.
ha regresado,
manso,
y reposa.
●●●
33 y 1/tercio vi
replay
33 y 1/tercio vi
kurt vonnegut
(indianápolis, 1922)
de payasadas (fragmento)
La viuda del doctor von Peterswald era la única persona sensata que
se encontraba a ese lado de la cañería, de modo que fue ella la que
volvió a colocar el cubo en el lugar correspondiente. Tuvo que
encajarlo en forma más bien brutal entre la cañería y la rodilla del
presidente. Y de pronto se vio atrapada en una posición grotesca,
apoyada sobre la cubierta de la caja, con una mano extendida y los
pies a unos pocos centímetros del suelo. Junto con el cubo, el
presidente le había cogido firmemente la mano.
—Diga, diga —decía el presidente, con la cabeza colgando.
El doctor Swain le refirió los problemas que habían tenido los vivos a
causa de algunas enfermedades incurables. Los dos estudiaron la
cuestión pensando como un solo ser y resolvieron el misterio como si
hubiera sido cosa de niños.
La explicación era la siguiente: los gérmenes infecciosos de la
influenza eran marcianos cuya invasión al parecer había sido
rechazada por los anticuerpos de los organismos de los
sobrevivientes, ya que por el momento había desaparecido la
epidemia.
La Muerte Verde, por otra parte, era causada por unos chinos
microscópicos, bien intencionados y amantes de la paz. Pero a pesar
de todo, resultaban invariablemente mortales para los seres humanos
de tamaño normal que los inhalaban o ingerían.
Etcétera.
Le bajó la fiebre.
Como premio, los Melocotones reunieron sus más preciosas
posesiones en el vestíbulo de la Bolsa de Nueva York para ofrecerlas
al doctor Swain. Había una radio reloj, un saxo alto, un juego
completo de artículos de tocador, una pequeña torre Eiffel con un
termómetro en el interior, etc.
De todos esos trastos y sólo para mostrarse cortés, el doctor Swain
eligió una palmatoria de bronce.
Y así se originó la leyenda de que enloquecía por las palmatorias.
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No le gustaba la vida en común con los Melocotones, que le exigía
entre otras cosas sacudir la cabeza perpetuamente en todas
direcciones en busca de Jesucristo Secuestrado.
Así que limpió el vestíbulo del Empire State y se estableció allí. Los
Melocotones le proporcionaban comida.
Y pasó el tiempo.
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tariq ali / robin blackburn / john lennon
Y. O.: Bueno, algo cambió y para bien. Todo lo que digo es que tal vez
podamos hacer una revolución sin violencia.
J. L.: Creo que no sería tan difícil que la juventud se ponga realmente
en movimiento. Tendrías que darle rienda suelta para atacar los
ayuntamientos o para destruir a las autoridades escolares, como los
estudiantes que rompen la represión en las universidades. Ya está
sucediendo, aunque la gente tiene que unirse más. Y las mujeres
también son muy importantes, no podemos tener una revolución que
no involucre y libere a las mujeres. La manera como te enseñan la
superioridad masculina es tan sutil.
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Me costó bastante tiempo darme cuenta de que mi masculinidad
estaba limitando ciertas áreas para Yoko. Es una liberacionista al rojo
vivo y me mostró rápidamente los errores que cometía, aunque a mí
me parecía que me portaba normalmente. Por eso siempre me
interesa saber cómo trata a las mujeres la gente que afirma que es
radical.
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